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LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

 

 

LIBRO PRIMERO EL CORAZÓN DE MARÍA

 

CAPÍTULO SEGUNDO

YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA HISTORIA DE JESUS DE NAZARET

 

Cuarta Parte - La Hija de Salomón

 

17

CLEOFAS DE JERUSALEN, ABUELO MATERNO DE MARIA DE NAZARET

 

Este Cleofás fue el marido que los padres de Isabel le buscaron a su hija pequeña. Escarmentados los padres de Isabel por la desilusión que sufrieron al casarse su hija mayor con Zacarías, le buscaron marido a su hermana pequeña no fuera también ella a seguir los pasos de su hermana grande. Lo último que querían para su hija pequeña era otro elemento de la clase de Zacarías, así que la casaron con un joven doctor de la Ley que prometía mucho, inteligente, de buena familia, un muchacho clásico, la mujer en su casa, el hombre a las cosas de los hombres, el yerno perfecto. A Isabel la elección de Cleofás por marido para su hermana pequeña le sentó muy mal, pero en esto ella ya no podía meter baza.

A Cleofás su boda con la hermana de Isabel -creyó él- le abriría las puertas al círculo de influencia más poderoso de Jerusalén. Cleofás no tardó en descubrir cuál era la opinión de su cuñado Zacarías sobre eso de abrirle las puertas a su círculo de Poder. Por amor a su hermana, Isabel sí le allanó el camino, peros en lo que dependió del propio Zacarías cantó otro gallo. Lo cual era lógico teniendo en cuenta lo que se estaban jugando.

Pues bien, Cleofás tuvo de su mujer una niña, a la que llamó Ana. Pequeña de cuerpo, hermosísima de cara, Isabel extendió sobre su sobrina todo el cariño que no pudo volcar sobre la hija que nunca tendría. Cariño que fue creciendo con la niña y se convirtió en una influencia cada vez más poderosa sobre la personalidad de Ana. Cleofás, el interesado en cuestión, no podía ver con buenos ojos una influencia tan poderosa sobre su hija de parte de su cuñada. Su problema era que le debía tanto a Isabel que por fuerza tenía que tragarse sus quejas hacia la educación que le estaba dando la tita a “su sobrina” del alma. No porque los mimos la estuvieran privando de la educación debida a una hija de Aarón; en este capítulo la educación religiosa de Ana no tenía nada que envidiarle a la de la propia hija del sumo sacerdote. Al contrario, si de envidia se habla era su hija la que más envidia se ganaba. Hija de un doctor de la Ley, sobrina de la mujer más poderosa de Jerusalén -fuera de la propia reina y las mujeres de Herodes- Ana creció entre salmos y profecías, recibiendo la educación religiosa más acorde a una descendiente viva del hermano del gran Moisés.

El romanticismo que a su hija le estaba inculcando su cuñada era lo que sacaba de sus casillas a Cleofás. Cuando se hizo una mujercita a la muchacha no se le podía hablar de casamiento por interés. Ningún partido que le buscara su padre le entraba por el ojo. Ningún pretendiente le parecía bueno. Ana, como su tita, sólo se casaría por amor con el hombre que el Señor le eligiera. Y se lo confesaba la niña a su padre con una inocencia tan descarada que al hombre le ponía la sangre hirviendo.

Ya estaba Ana en la edad de las casaderas cuando Zacarías llamó en privado a Cleofás y le ordenó que se preparara para partir hacia la Galilea. Él era su elegido para reconstruir la sinagoga de Nazaret.

Ignorante de la Doctrina del Alfa y la Omega, Cleofás tomó la elección por una maniobra de su cuñada Isabel. Para él que su elección era cosa de su cuñada, quien así se quitaba de en medio al padre de “su niña” y le impedía cerrar tratos de boda.

Las protestas no le valieron de nada a Cleofás. La decisión de Zacarías era firme. La misión que el Templo le encomendaba tenía prioridad. Debía abandonar Jerusalén en el plazo de ya y presentarse en Nazaret cuanto antes.

Antes de enviarle a Nazaret hizo Zacarías sus investigaciones preliminares. Supo que Nazaret tenía por alcalde a un tal Matán. Este Matán era el propietario de la Casa Grande, que llamaban el Cigüeñal. Su informador le comunicó lo que estaba esperando oír. El tal Matán, según se decía en el pueblo, era de origen davídico. Ahora bien, si de palabra o de hecho nadie se lo había jurado.

Con la mosca detrás de la oreja Cleofás emprendió el camino de Nazaret. El hombre no había estado nunca en Nazaret. Había oído hablar de Nazaret, pero no recordaba qué. Deduciendo, de lo que había oído lo que le esperaba, en su imaginación ya se veía Cleofás desterrado de Jerusalén a una aldea de paletos ignorantes y, probablemente, desarrapados.

Por el camino Cleofás podía apostarse lo que fuera a que la dirección ante cuyo dueño debía presentar credenciales sería la de un morador de choza, en poco o en nada diferente de una de las cuevas del mar Muerto. Más vueltas le daba al tema más se le ponían los pelos de punta. Aún no entendía por qué él.

¿Por qué su cuñado Zacarías no le dio la misión a cualquier otro doctor de la Ley? ¿A qué estaba jugando su cuñado? Jamás le confió misión alguna y para una vez que lo metía en sus planes lo enviaba al fin del mundo. ¿Qué error había cometido él para merecerse semejante destierro?, se quejaba solo el hombre.

¿De verdad de verdad no estaba detrás de este movimiento su cuñada Isabel? Él se respondía que sí. Lo que Isabel pretendía era alejar al padre de la escena y ganarle tiempo a su sobrina Ana. Vamos, hasta podía poner la mano en el fuego. Cuando menos se lo esperase Ana habría cruzado la línea que en su día cruzara la propia Isabel y ya nadie podría obligarla a casarse con el partido que él le buscase. Cleofás hizo todo el camino dándole vueltas a la cabeza. La verdad era que su cuñado Zacarías no era hombre del que se esperara el comportamiento de un pelele. Como tampoco Zacarías hablaba más de lo cuenta, lo justo y cortito, descubrir a qué obedecía su decisión de enviarle a Nazaret a reedificar una sinagoga que cualquier doctorucho hubiera podido poner en pie sin la ayuda de nadie, entender por qué, más que difícil, le resultaba imposible. Mejor creer que todo obedecía a la voluntad de Isabel. Atrapado en sus visiones dramáticas sobre el destino que le aguardaba estaba cuando dobló la última curva del camino. Al otro lado estaba Nazaret. ¡Qué sorpresa fue la suya al levantar los ojos y encontrarse con aquella especie de fortaleza cortijo en pleno ombligo de la colina! Ufff, respiró largo y aliviado. La contemplación del Cigüeñal le animó el corazón. Al menos no iba a pasar los próximos tiempos entre cavernícolas.

Aliviado, Cleofás dirigió sus pasos hacia el Cigüeñal, la Casa Grande del pueblo. Salió a recibirle el abuelo Matán, el propietario de aquel caserón de arquitectura tan inusual para la época.

Era el abuelo Matán un hombre fuerte para sus años, un hombre de campo, currado pero capaz todavía de aparejar los asnos y echarle una mano a su hijo mayor. Su mujer, María, había muerto; vivía con su primogénito, un tal Jacob, en ese momento en el campo. Cleofás le presentó al dueño del Cigüeñal sus credenciales. Le expuso al abuelo Matán en pocas palabras la naturaleza de la misión que le traía a Nazaret. El abuelo Matán le sonrió con toda franqueza, bendijo al Señor por haber escuchado las oraciones de sus paisanos, le mostró al enviado del Templo la habitación que ocuparía mientras la necesitase y enseguida convocó a todos los vecinos en casa para recibirle como Cleofás se merecía. Ya más calmado Cleofás se alegró de poder servir a los nazarenos. La disposición rápida y contenta que le mostraron los aldeanos acabó por desterrar de su alma aquéllos malos presagios que le acompañaron Samaria arriba. La tarde de ese día fue la primera vez en su vida que se encontró cara a cara con Jacob, el hijo de su anfitrión.

 

 

XVIII

JACOB DE NAZARET. PADRE DE MARIA, HIJO DE SALOMON REY, ABUELO DE JESUCRISTO

EL CORAZÓN DE MARÍA. HISTORIA DE JESUS DE NAZARET.

Cuarta Parte.

La Hija de Salomón.

 

 

 

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