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HISTORIA UNIVERSAL |
HISTORIA
DE LA CIUDAD DE CARTAGODESDE
SU FUNDACIÒN HASTA LA INVASIÓN DE LOS VÁNDALOS EN AFRICA
SEGUNDA PARTELA GUERRA DE AGATOCLES (319 - 278 a.C.)
Como
la historia de Agatocles está íntimamente unida a la de Cartago; como este
príncipe fue el primero que se atrevió a llevar la guerra a África, y colocó a
Cartago al bordo de su ruina, es necesario entrar en algunos pormenores
relativos al nacimiento y a los principios de este hombre extraordinario, así
como a los diversos obstáculos que hubo de superar antes de elevarse a la
tiranía. Nació en Termas, en la Sicilia: su padre; que era un alfarero; le
expuso recién nacido y le había condenado a perecer: le salvó la ternura de su
madre y fue criado en la casa de uno de sus tíos, que le dio el nombre de
Agatocles: su infancia fue tan despreciable como bajo había sido su origen.
Dolado de una rara hermosura y de suma perfección en sus formas, vivió largo
tiempo prostituyendo su pudor : tan pronto como pasó la edad de la pubertad, el
ardor de sus pasiones se dirigió desde los hombres hacia las mujeres; y bien
pronto, objeto del odio de uno y otro sexo, se ve obligado a abrazar el
ejercicio de bandolero. Mas adelante, fijó su residencia en Siracusa, donde su
padre y él obtuvieron el derecho de ciudadanos: allí vivió bastante tiempo,
desdeñado como hombre que no tenía bienes ni honra que perder: en fin sirvió en
el ejército como simple soldado, y se le vio siempre pronto a arrostrarlo todo,
tan ardiente para el desorden como lo había sido para los placeres. Algunas
veces mostraba en verdad una grande audacia en la guerra y una elocuencia
impetuosa en las asambleas: así es que le nombraron centurión, y poco tiempo
después Miliarca, o jefe de mil hombres.
Tal vez debió también este rápido ascenso a la pasión de Damascón, que estaba perdidamente enamorado de su belleza.
Desde su primera campaña, dio a los siracusanos señaladas pruebas de su valor
en una guerra contra los habitantes de Etna: en la segunda contra los de la
Campania, hizo concebir respecto de él tan altas esperanzas, que fue nombrado
general en reemplazo de Damascón, que acababa de
morir dejando a su esposa inmensas riquezas. Agatocles, sin perder momento, se
apresuró a casarse con la viuda que, hacía ya largo tiempo, vivía en adulterio
con él: pero este tránsito inesperado desde la pobreza a la opulencia, no
satisfizo todavía su ambición. Hízose jefe de piratas y ejerció sus latrocinios
contra su misma patria : sus cómplices fueron aprehendidos y sufrieron el
tormento; pero le salvaron no delatándole. Por dos veces intentó esclavizar a
Siracusa y otras tantas fue condenado a destierro.
Se
había refugiado entre los murgentinos (de Murgentio, actual Ergetio)
que, siendo enemigos de los de Siracusa, le nombraron primeramente pretor, y
poco después general. Entró en campaña, se apoderó de Leontio,
y fue a poner sitio a Siracusa su patria : los habitantes de esta ciudad
imploraron la protección del general cartaginés, Amílcar, el cual, ahogando sus
sentimientos de odio nacional, les envió socorro. Siracusa se vio, pues, a la
vez sitiada por uno de sus ciudadanos con toda la furia de un enemigo, y
defendida por un enemigo con todo el ardor y el entusiasmo de un ciudadano.
Como la defensa era más vigorosa que el ataque, Agatocles hizo suplicar a
Amílcar que le sirviese de mediador cerca de los siracusanos, prometiéndole
reconocer aquel favor con sus servicios; y Amílcar, seducido por esta oferta, y
temiendo además las fuerzas de Agatocles, formó alianza con él, en la esperanza
de obtener, para extender su poder a Cartago, el apoyo que él le daría contra
los siracusanos. Así es que obtuvo en favor del rebelde, no solamente la paz,
sino también la dignidad de pretor en Siracusa; y entonces juró Agatocles
solemnemente ser fiel a Cartago, y recibió de Amílcar cinco mil africanos, con
cuyo auxilio dio muerte a los principales siracusanos. Con el pretexto de
proceder a la organización de los poderes, convocó al pueblo al teatro, y
reunió desde luego al senado en el gimnasio, como para arreglar algunos
preliminares: después de haber tomado sus precauciones, hizo marchar a los
soldados, que envolvieron al pueblo y degollaron a los senadores: aun después
de estos asesinatos, se deshizo todavía de los plebeyos más ricos y valerosos.
Entonces
levantó tropas y reunió un ejército, con el cual acometió súbitamente a las
ciudades vecinas, que estaban muy lejos de aguardar semejante agresión. De
acuerdo con Amílcar, maltrató y persiguió a los aliados mismos de Cartago, que
enviaron diputados para quejarse a los cartagineses menos de Agatocles que de
Amílcar. «El primero, decían, es un usurpador y un tirano; el segundo un
traidor, que, por un pacto fraudulento abandona los aliados a su más cruel
enemigo. Por precio de una odiosa venta, cuya primera prenda era el don de
Siracusa, la eterna enemiga de Cartago, la rival que disputaba la dominación de
la Sicilia, cedía entonces las ciudades de sus aliados. Bien pronto se verán,
añadían, los efectos de esta alianza de dos traidores recaer sobre Cartago y
serán tan funestos al África como lo han sido a Sicilia.» Estas
quejas irritaron al senado contra Amílcar; pero como estaba al frente de la
fuerza armada, se deliberó en secreto, y los votos, en lugar de publicarse,
fueron encerrados en una urna que debía quedar sellada hasta el regreso de otro
Amílcar, hijo de Giscón, ausente a la sazón en Sicilia. La muerte natural del
general acusado hizo inútiles la diestra precaución de los senadores y la
sentencia secreta , por la cual le habían condenado sin oírle. Pero este
juicio, cuyas disposiciones se habían traslucido, sirvió de pretexto a
Agatocles para declarar la guerra a los cartagineses. Comenzó por dar, en las
inmediaciones de Hymera, una batalla contra
Amílcar, el hijo de Giscón: fue vencido, perdió la mayor parte de sus tropas, y
se vio forzado a encerrarse en Siracusa; mas no tardó en organizar un ejército
considerable, y tentar por segunda vez, si bien con la propia desgracia, la
suerte de las armas.
Sitio de Siracusa por los
cartagineses. Agatocles forma el proyecto de pasar a África (310 a. C.).
Los
cartagineses victoriosos pusieron sitio a Siracusa: Agatocles, estrechado
entonces por fuerzas de mar y tierra, superiores a las suyas, desprevenido para
sostener un sitio, abandonado de todos sus aliados, que se indignaban con sus
crueldades, y viendo la Sicilia entera, exceptuando Siracusa, en poder de los
bárbaros, concibió un proyecto tan atrevido, tan imposible de precaver que, aun
después de su ejecución y buen éxito, todavía parece casi increíble. En efecto,
mientras se juzgaba generalmente que ni aun empeñaría una resistencia formal
contra los cartagineses, dejó en Siracusa la guarnición suficiente, y pasó a
África con sus tropas escogidas. Era verdaderamente una audacia extraordinaria
ir a acometer en su capital a los mismos contra quienes no podía defender la
suya; invadir un país extranjero cuando le era imposible proteger a su patria,
y atreverse, siendo vencido, a insultar a sus vencedores. Había calculado que
los ciudadanos de Cartago, afeminados por una larga paz, no podrían resistir a
sus veteranos, acostumbrados a todos los trabajos, a todos los peligros de la
guerra; que los africanos, fatigados hacia ya
mucho tiempo del yugo opresor de los cartagineses, se aprovecharían con alegría
de la ocasión que se les presentaba para sacudirle; en una palabra que, por
medio de aquella atrevida diversión, arrancaría al enemigo del centro de
Sicilia, y trasladaría la guerra a África. El sigilo profundo que guardó no es
menos sorprendente que la empresa misma: se limitó a declarar al pueblo que
había encontrado la senda que conducía a la victoria; que les pedía únicamente
valor para sostener el sitio durante algunos días; en fin, que aquellos a
quienes causara temor aquel estado de cosas, quedaban en libertad para
retirarse. Mil seiscientos ciudadanos salieron únicamente de Siracusa;
distribuyó entre los otros dinero, víveres y lo demás necesario a su defensa, y
no se llevó consigo más que cincuenta talentos, queriendo más bien tomar lo que
le hiciera falta de sus enemigos que de sus aliados. Dio libertad a todos los
esclavos que se hallaban en estado de manejar las armas recibió su juramento,
les embarcó e incorporó con sus tropas, persuadido a que, confundiendo de este
modo a hombres de tan diferentes condiciones establecería entre todos la
emulación del valor: el resto quedó para defender la patria.
Agatocles burla la vigilancia de
los cartagineses y desembarca en África con su ejército (309 a.C.)
Todo
estaba pronto para la expedición, sesenta bajeles armados conducían a las
tropas, al rey y a sus dos hijos, Archagato y Heraclido; pero una flota enemiga muy superior en número
tenía bloqueado el puerto. De pronto so percibe un gran convoy de barcos
cargados de trigo que se dirigía hacia Siracusa; los cartagineses levantan el
bloqueo, y acuden con todas sus velas para apoderarse de él: Agatocles,
aprovechando el instante propicio, sale del puerto y gana alta mar. Entonces la
armada púnica vuelve proas en aquella dirección y abandona los barcos de carga,
que entran en el puerto de la ciudad, dejándola así al abrigo de la escasez y
del hambre.
Agatocles,
en el momento de ser alcanzado por los cartagineses, se salvó, primero por la
oscuridad de la noche y al día siguiente por un eclipse total de sol que les
ocultó su rumbo. En fin, después de seis días y seis noches de continua
persecución , llegó a las costas de África casi al mismo tiempo que los
enemigos, y efectuó su desembarco a la vista de la armada cartaginesa, que
llegó para presenciado, pero demasiado tarde para oponerse a él. Agatocles hizo
poner en seco sus bajeles juntó a las canteras dónde había arribado y los cercó
con una trinchera.
Entonces
fue cuando. Agatocles reveló por la primera vez a sus soldados el proyecto que
había concebido: les recordó la situación de Siracusa, cuyo único recurso era
hacer sufrir en adelante al enemigo todo cuanto entonces sufría ella misma. «La
guerra interior, les dijo, no se hace lo mismo que la exterior; en la interior
es necesario tomar todos los recursos de la patria tan solo, mientras que en la
exterior se puede, vencer al enemigo con sus propias fuerzas y con los rebeldes
amigos, que cansados de una larga servidumbre acogen con alegría a los
libertadores extranjeros. Por otra parte, las ciudades y «as fortalezas de
África no están defendidas por altos muros ni construidas sobre montañas, sino
situadas en los llanos y abiertas por todos lados: el temor de su destrucción
atraerá fácilmente las plazas a nuestro partido, y África misma vendrá a ser
para Cartago un enemigo más temible que Sicilia. Todo, va a conspirar contra
una ciudad qué no tiene más apoyo que su nombre, y nosotros hallaremos así en
esta tierra enemiga las fuerzas que nos faltan. además el súbito terror que
inspirará tanta audacia, debe contribuir poderosamente a nuestro triunfo: el
incendio de las aldeas, el saqueo de las ciudades y plazas que se atrevan a
defenderse, el sitio de la misma Cartago, enseñarán a los enemigos que su país
no está al abrigo de las calamidades de la guerra, que ellos han llevado
siempre, hasta el día, aotros pueblos. La
victoria sobre los cartagineses será la libertad de la Sicilia. ¿Seguirán
sitiando Siracusa, cuando vean sitiada su patria? Así, pues, la guerra más
fácil os ofrece la presa más rica, porque la Sicilia y el África entera serán
el premio do la conquista de Cartago. La gloria de tan grandiosa empresa
perpetuada de edad en edad triunfará del tiempo y del olvido: se dirá de
vosotros que, aislados entre todos los hombres, habéis llevado al seno del
enemigo una guerra que no podíais sostener en vuestro país, que solos, y
después de una derrota, habéis perseguido a vuestros vencedores y sitiado a los
que asediaban vuestra patria. Emprended, pues, llenos de esperanza y de alegría
una guerra en la cual la victoria os ofrece inmensas riquezas y la derrota
misma un sepulcro glorioso.»
Agatocles sosiega a sus soldados,
espantados por el eclipse y mete fuego a sus bajeles
Todos
los soldados, llenos de esperanza, aplaudieron esta arenga: sin embargo cuando
se hubo pasado la primera impresión, el recuerdo del eclipse que había tenido
lugar durante su viaje, agitó sus almas supersticiosas con vivos terrores.
Agatocles les sosegó haciéndoles entender que estas variaciones en el curso
natural de los astros, señalaban siempre un cambio en el estado presente, que
el eclipse lejos de ser un augurio funesto, presagiaba indudablemente el fin de
sus desastres y la declinación de la prosperidad de Cartago.
Entonces,
viendo a sus soldados bien dispuestos. ejecutó una empresa tan atrevida y acaso
más peligrosa que la misma invasión de África; tal fue quemar enteramente la
flota que acababa de conducirle. Muchos y poderosos motivos le determinaron a
tomar un partido tan extremo. No ocupaba puerto alguno en África donde pudiese
dejar sus bajeles en seguridad: los cartagineses, dueños del mar, se hubieran
apoderado fácilmente de ellos, no defendiéndoles más que una corta guarnición :
dejando para protegerles las tropas necesarias, disminuía demasiado sus fuerzas
activas; en fin, destruyendo los bajeles quitaba a sus soldados toda esperanza
de retirada, y los ponía en la necesidad de vencer ó morir;
no dejándoles otro recurso que el triunfo.
Después
de haber hecho aprobar su proyecto por todos los oficiales que le eran adictos,
Agatocles ofreció un sacrificio a Ceres y a Proserpina, y convocó la asamblea
de los soldados. Entonces, revestido con la mayor pompa y ciñendo su frente una
corona, les dijo:
“Cuando
salimos de Siracusa, en el momento que iba a ser alcanzado por el enemigo,
invoqué a Proserpina y a Ceres, divinidades protectoras de la Sicilia , y
prometí que si nos salvaban en tan extremo peligro, haria quemar
en su honor todos nuestros bajeles tan pronto como arribásemos a África.
¡Soldados! Ayudadme a cumplir mi voto; las diosas sabrán indemnizarnos bien por
este sacrificio: basta las mismas víctimas que acabo de inmolar en su honor,
nos prometen ya un éxito glorioso”. Sin detenerse, tomó en su mano la antorcha
sagrada: mandó distribuir otras a cada uno de los jefes; puso fuego a su propia
nave; los capitanes y soldados siguieron su ejemplo, y en un instante la flota
entera, en medio de los aplausos y los gritos de alegría de todo el ejército,
solo ofrecía a la vista un vasto montón de cenizas.
Los
soldados no había tenido tiempo de reflexionar: seducidos por la hábil astucia
de Agatocles, un ardor ciego e impetuoso les babia arrastrado a todos. Pero
cuando su entusiasmo se fue enfriando, cuando al medir con su imaginación
aquella vasta extensión de mar que les separaba de su patria, se vieron en país
enemigo, sin medio alguno para salir de él, una gran tristeza, una melancólica
desesperación se apoderaron de todos los corazones.
Agatocles,
sin dejar a este desaliento el tiempo para que se propagara, se apresuró a
conducir su ejército hacia una ciudad del dominio de Cartago, llamada
Megalópolis. El territorio que atravesaron estaba cubierto de jardines, de
viñas , de olivares y de plantaciones de todas las especies de árboles
frutales, y cortado por arroyos y canales de agua viva que regaban
abundantemente todo lo cultivado. Veíanse a
cada paso casas de campo construidas con un esmero y una magnificencia que
daban a conocer la opulencia de sus propietarios. Los campos estaban cubiertos
de innumerables vacadas y rebaños de ovejas, y en las praderas pastaban muchas
y soberbian yeguadas. En una palabra, aquella hermosa comarca, que los
cartagineses más nobles y ricos habían elegido paira su residencia, ofrenda por
todas partes pruebas de su afición a la vida campestre; de su amor a las artes
y de su inteligencia en la agricultura. El aspecto de un país tan encantador
reanimó el abatido valor de los soldados y les hizo desafiar todos los peligros
para apoderarse de tan rica presa. Agatocles se aprovechó de aquel ardor y les
condujo a Megalópolis que, atacada de improviso, y no teniendo por defensores
más que a sus habitantes, inexpertos en la guerra, fue tomada por asalto. El
tirano la abandona al pillaje de sus soldados: reina la abundancia entre las
tropas, se aumenta su confianza y bien pronto se apoderan de otra ciudad que
Diodoro nombra Lenco-Aunez ( ¿?) a dos mil
estadios de Cartago.
Derrota de Hanón y de Bomilcar por Agatocles (309 a.C.)
Mientras
tanto, los cartagineses instruidos por los habitantes del campo del desembarco
de Agatocles en África, concibieron serios temores: desde luego se persuadieron
a que se habían perdido enteramente su ejército y su armada de Sicilia. ¿Cómo
concebir, en efecto, que Agatocles, sin haber vencido hubiera tenido
atrevimiento para dejar Siracusa sin defensa, ni determinádose a
atravesar la mar, si los bajeles cartagineses la hubieran todavía dominado? La
agitación y el terror se extienden por toda la ciudad, el pueblo corre en
desorden al foro; el senado se reúne repentina y tumultuariamente, y comiénzase a deliberar sobre los medios de salvar la
república. No podían disponer de tropas regulares para resistir al enemigo, y
la inminencia del peligro no daba tiempo para aguardar las que pudieran
organizarse en los pueblos que dominaba la república, y entre los aliados
querían unos que se pidiese la paz a Agatocles, otros que se esperase a recibir
informes más exactos: al fin la llegada del jefe de la armada hizo conocer el
verdadero estado do las cosas. Se resolvió armar a los ciudadanos: las tropas
ascendían a cuarenta mil hombres de infantería, mil caballos y dos mil carros
armados en guerra: fueron nombrados generales de este ejército Bomílcar y Hanón
que estaban divididos por enemistades hereditarias; pero el senado veía en el
odio mutuo de estos poderosos ciudadanos una garantía para la república. Sé
equivocó, no obstante, en sus previsiones: Bomílcar hacía ya mucho tiempo que
aspiraba a la tiranía: hasta entonces no había encontrado ocasión favorable ni
obtenido el poder necesario para alcanzar su llegar su objetivo ; pero una vez
investido con el mando del ejército, creyó que era el momento propicio para sus
proyectos y resolvió ponerlos en ejecución.
Los
dos generales cartagineses marcharon sin tardanza al encuentro del enemigo, y
habiéndole alcanzado, formaron su ejército en batalla. Las tropas de Agatocles
ascendían tan solo a trece o catorce mil hombres, y muchos de ellos ni aun
tenían armas defensivas, pero se las hizo fabricar con las cubiertas de cuero
de los escudos de sus hoplitas. Sé apercibió en seguida de que sus soldados
estaban asustados por la superioridad del número de los enemigos, y sobre todo
de su caballería; mas, como hábil político,
empleó al momento una piadosa estratagema para reanimar su valor. Habíase
procurado un cierto número de mochuelos, y haciendo que les soltasen en
diferentes puntos de su campo estas aves, consagradas a Minerva, se pararon
sobre las banderas y los escudos de los soldados, pareciendo como que les
prometían en nombre de la diosa una victoria indudable.
AI
fin se traba el combate: los carros y la caballería de los cartagineses van a
estrellarse contra las apiñadas filas de la infantería siciliana. Hanón, al frente
de la cohorte sagrada, resiste largo tiempo el esfuerzo de los griegos, y aun
los desordena algunas veces; pero bien pronto cae muerto en las primeras filas,
abrumado por una lluvia de flechas, y cubierto de innumerables heridas. La
muerte de su general intimida a los cartagineses y redobla la confianza de los
soldados de Agatocles: Bomílcar, que conservaba sus fuerzas enteras hubiera
podido restablecer el combate; pero este ambicioso conspirador, juzgando que el
triunfo de Agatocles y la derrota de los cartagineses eran para él un medio
seguro de llegar al poder supremo, se retira con sus tropas a una altura
vecina. Tan infame deserción produjo una derrota general: la cohorte sagrada
sostuvo sola, durante algún tiempo, los vigorosos ataques del enemigo; pero
envuelta por todas partes, casi todos los que la formaban; se dejaron degollar
sobre el cadáver de su general. Agatocles, después de haber seguido por algún
tiempo a los fugitivos, cesó en la persecución y se apoderó del campo de los
cartagineses.
Los
historiadores varían en cuanto a la pérdida que la república experimentó en
aquella batalla; porque unos dicen que consistió en mil hombres solamente, al
paso que otros la hacen subir a seis mil, lo cual nos parece más verisímil.
Después de esta victoria, Agatocles se apoderó de varias ciudades, hizo un
botín inmenso, mandó degollar a miles de enemigos, y fue a sentar sus reales en
Túnez, para que los habitantes de Cartago pudiesen ver desde lo alto de sus
muros la ruina de lo que más estimaban, la tala y la asolación de sus campiñas
y el incendio de sus casas. ¡Memorable ejemplo de las vicisitudes de la fortuna
que, por un cambio inesperado, elevaba a los vencidos al nivel de los
vencedores! En efecto, los cartagineses, después de haber alcanzado en Sicilia
una señalada victoria contra sus enemigos, tenían puesto sitio a Siracusa,
mientras que Agatocles, vencedor, contra su esperanza, en un combato decisivo,
rodeaba los muros de Cartago con sus trincheras; y ¡cosa admirable! este
general que en su propio país, con todas sus fuerzas no había podido resistir a
los bárbaros, entonces en tierra enemiga, al frente de una débil parte de los
restos de su vencido ejército, hacia conmover el poderío de Cartago.
Ofrendas y sacrificios de los
cartagineses á Hércules y Saturno.
Estos
desastres despertaron en los cartagineses las ideas supersticiosas, y atribuyéronse las desgracias a su negligencia respecto
de los dioses. Había en Cartago la costumbre, tan antigua como la ciudad misma,
de enviar lodos los años á Tiro, de donde
traía su origen, la décima parle de todas las rentas de la república, y hacer
una ofrenda a Hércules, patrón y protector de entrambas capitales. Como hacia
algún tiempo que los cartagineses habían disminuido el valor de estas ofrendas,
concibieron serios escrúpulos: confesaron públicamente su mala fe y su
sacrílega avaricia; y para expiar aquella falta, enviaron al Hércules tirio una
gran cantidad de dinero y considerable número de ricos presentes. Su bárbara
superstición imaginó también que Saturno, irritado contra ellos, les enviaba
los desastres para castigarles por su descuido en la rígida observancia de las
prácticas de su culto. Antiguamente sacrificaban a Saturno los niños de las
primeras familias de Cartago: reprendiéronse entonces
de haber empleado fraudes y mala fe con la divinidad, ofreciéndola en lugar de
los hijos de los nobles, otros de pobres o de esclavos, que se compraban con
aquel objeto. Para expiar también tan sacrílega transgresión, inmolaron en las
aras del sanguinario dios doscientos niños elegidos entre las familias más
ilustres de la ciudad, y más de trescientas personas que se reconocían
culpables de aquel fraude impío, y se ofrecieron ellos mismos en sacrificio,
para aplacar con su sangre la cólera de Saturno.
Progresos de Agatocles en África
Mientras
tanto, la fama publica por toda el África la destrucción del ejército
cartaginés, así como que Agatocles, después de haberse apoderado de un gran
número de ciudades, tenía puesto sitio a Cartago. Causaba primeramente
admiración que un imperio tan poderoso se viese invadido de repente por un
enemigo ya vencido: a la sorpresa sucedió insensiblemente el desprecio hacia
los cartagineses; y Agatocles no tardó en ver que se pasaban a su partido, no
ya tan solo los africanos tributarios, sino también importantes ciudades
aliadas, a quienes arrastraba el amor a un cambio político: en fin, como premio
de su victoria, recibió víveres y dinero.
Derrota de Amílcar en Sicilia (309
a.C.)
En
situación tan crítica, los cartagineses despacharon un bajel a Sicilia para
instruir a Amílcar del estado de las cosas en África, e instarle a que enviase
socorros. Empleando todavía en esta ocasión su astucia acostumbrada, hicieron
remitir a Amílcar los espolones de los bajeles griegos que habían tenido cuidado
de recoger después del incendio de la flota de Agatocles. El general cartaginés
encargó a los enviados el más profundo silencio acerca de la victoria de los
sicilianos; extendió la noticia de que Agatocles había sido completamente
batido; que sus bajeles se bailaban en poder de los cartagineses; y que en
prueba de su aserción enseñaba los tajamares que le habían enviado. Acreditábanse estos rumores en la ciudad; la mayor
parte de sus habitantes pensaba ya en capitular y rendirse; el gobernador mismo
de la plaza, Antandros, hermano de Agatocles,
que estaba muy lejos de tener su valor y su energía , hablaba ya de entrar en
negociaciones con el enemigo, cuando un esquife, conducido por treinta remeros
(Agatocles le había hecho construir apresuradamente) arribó al puerto, y llegó
no sin trabajo y peligros hasta los sitiados. Los siracusanos, a quienes la
curiosidad hacia correr en tropel hacia el puerto, habían descuidado en algunos
puntos la guardia de las murallas: Amílcar aprovechó la ocasión y ordenó un ataque
violento por aquella parte del muro, que llevaron a efecto sus tropas
escogidas.
Pero
la noticia de las victorias de Agatocles se había extendido por la ciudad y
vuelto la confianza y el valor a todos sus habitantes: así es que, llenos de un
ardor invencible se precipitaron sobre los sitiadores, y les rechazaron después
de haber causado en ellos gran mortandad. Amílcar, desalentado por esta
pérdida, levantó el sitio de Siracusa, y envió cinco mil hombres al socorro de
su patria.
Conquistas de Agatocles en la Byzacena: estratagema de este príncipe (309 a.C.)
Mientras
pasaban estos acontecimientos en Sicilia, Agatocles, dueño ya de las campiñas,
volvió sus armas contra las ciudades marítimas sometidas a los cartagineses.
Dejó en su campo atrincherado de Túnez un ejército suficiente, marchó
contra Neapolis, tomó la ciudad por asalto, y
trató a los vencidos con indulgencia. Desde allí, fue a poner sitio a la
de Adrumeto, y atrajo a su alianza a un jefe
africano, llamado Elyma. Los cartagineses,
aprovechándose de la ausencia de Agatocles, dirigieron todas sus fuerzas contra
Túnez, se apoderaron del campo atrincherado, aproximaron a la ciudad las
máquinas de guerra y redoblaron la actividad de sus ataque para tomarla antes
de que regresara el príncipe siciliano. Advertido Agatocles de la pérdida de su
campo y del peligro que amenazaba a Túnez, dejó delante de Adrumeto la mayor parte de su ejército, y sin llevar
consigo sino su guardia y algunos cortos destacamentos, subió en silencio a la
cima de una montaña, desde la cual podría ser visto por los habitantes de Adrumeto y por los cartagineses que sitiaban Túnez.
Enseguida inventó una estratagema que aterró a la vez a todos sus enemigos:
durante la noche hizo encender grandes hogueras que cubrían un vasto espacio de
terreno: los cartagineses que sitiaban a Túnez, creyendo que Agatocles marchaba
al socorro de la plaza al frente de un numeroso ejército, huyeron a su capital,
abandonando las máquinas de guerra; y los habitantes de Adrumeto, persuadidos a que los sitiadores reciben un
considerable refuerzo se sobrecogieron de temor y se rindieron a discreción.
Desde Adrumeto, Agatocles se dirigió hacia Tapso ( actual Demsus ),
que tomó por asalto ; y después de haberse hecho dueño, ya por la fuerza, ya
por la persuasión, de cerca de doscientos pueblos, emprendió una expedición al
interior de África. Apenas se hubo apartado algunas jornadas, los cartagineses
levantaron nuevas tropas, y uniéndolas a las que habían recibido de Sicilia,
pusieron sitio a Túnez por segunda vez. Agatocles, advertido por un mensajero
de aquel ataque imprevisto, retrocedió con sus tropas, estableció su campo a
doscientos estadios del enemigo, y para ocultar su llegada, prohibió a los
soldados que encendiesen hogueras: por la noche se puso en marcha; al amanecer
sorprendió a los cartagineses fuera de su campamento dispersos por el campo y
forrajeando sin orden ni disciplina. Cayó sobre ellos con la velocidad del
rayo, dio muerte a dos mil, e hizo un gran número de prisioneros. Este nuevo
triunfo restableció la superioridad de Agatocles, a quien se consideraba
inferior a los cartagineses, especialmente desde que estos habían recibido el
refuerzo de Sicilia y socorros de sus aliados de África.
Nueva expedición de Amílcar contra
los siracusanos. Derrota y muerte de Amílcar (308 a.C.)
Durante
estos sucesos que ocurrían en África, Amílcar, que al frente de una armada y de
un ejército poderosos, había sometido casi toda la Sicilia, resolvió hacer una
nueva y esforzada tentativa contra Siracusa. Situándose hacia la parte del
templo de Júpiter Olímpico, se decidió a dar repentinamente el asalto a la
ciudad, porque los adivinos le habían predicho que cenaría en ella el siguiente
día.
Los
sitiados, conociendo la intención del enemigo, habían colocado en las alturas
de Euryelo tres mil infantes y
cuatrocientos jinetes; y los cartagineses, ignorando estas disposiciones, creían
sorprender al enemigo. Era una noche obscura y lluviosa: Amílcar marchaba
delante, a la cabeza de su guardia, seguido de la caballería y de dos cuerpos
de infantería compuestos de africanos y de griegos auxiliares. Una multitud
inmensa de esclavos y de criados desarmados, sin orden ni disciplina, se había
mezclado en las filas, atraída por la esperanza del pillaje. Esta multitud
turbulenta se atropellaba y hacinaba confusamente en los caminos estrechos y
embarazosos que conducían a los muros: bien pronto se suscitan disputas y
quimeras, seguidas de gritos discordantes entre aquellas turbas, que anhelaban
por el saqueo y se empujaban por llegar a las primeras filas: su desorden se
propaga a las tropas regulares, y al fin dieron el alerta al enemigo. Entonces
los siracusanos que se habían apostado en el Euryelo,
cayeron violentamente sobre los cartagineses, los abrumaron con una lluvia de
flechas, y acometiéndoles por muchos lados a la vez, consiguieron cortarles la
retirada. Los cartagineses, asaltados de improviso en medio de las tinieblas,
ignorando la configuración del terreno y las fuerzas del enemigo, se turban,
vacilan , y concluyen por emprender la fuga. Los unos caen en los precipicios,
los otros son atropellados por su propia caballería; y muchos, por un engaño
ordinario en estos encuentros nocturnos, se combaten unos a otros. Amílcar, al
frente de su guardia, sostuvo al principio valerosamente la acometida del
enemigo; pero no tardó en ser abandonado por sus soldados, poseídos de
turbación y espanto, y cayó vivo en poder de los siracusanos.
Este
fue también uno de los más inesperados acontecimientos que presentó aquella
guerra tan fecunda en cambios de fortuna. Agatocles, el general más hábil de su
siglo, a la cabeza de un poderoso ejército, había sido vencido cerca de Hymera por los cartagineses, perdiendo la flor de sus
tropas: y después un pequeño número de siracusanos vencidos, que hablan quedado
para la defensa de sus muros, acababan de destruir el numeroso ejército púnico
que les sitiaba, y capturar vivo a Amílcar, el más hábil de los capitanes de
Cartago. Tres mil hombres determinados, que no tenían en su favor más que la
ventaja de su posición y la sorpresa de su acometida, fueron suficientes para
derrotar un ejército de más de ciento veinte mil combatientes. Los
cartagineses, dispersos por todos lados, a duras penas pudieron reunirse, y se
vieron fuera de estado de emprender operación alguna. Los siracusanos volvieron
a la ciudad cargados de ricos despojos; y después de haber hecho sufrir a Amílcar
todo género de suplicios, lo dieron una muerte ignominiosa, y enviaron su
cabeza a Agatocles. Este general se acercó al momento al campo de los
africanos, y arrojó a él aquel sangriento trofeo, para darles a conocer cuál
era la situación de sus armas en Sicilia.
Sedición en el ejército de
Agatocles
Los
cartagineses estaban consternados: Agatocles cuyas empresas, desde su
desembarco, había coronado siempre la victoria, viendo que el enemigo ni en
Sicilia ni en África podía contrarrestar sus armas, se creía al fin de sus
proyectos y se entregaba a las más ambiciosas esperanzas, cuando en medio de su
propio ejército se levantó súbitamente una tempestad que amenazó privarle a un
tiempo de su fortuna y de su vida. Lycisco, uno
de sus más bravos tenientes, en medio de un banquete, y algo acalorado por el
vino, lanzó algunas frases injuriosas contra Agatocles y su hijo Archagato: en su embriaguez llegó en fin basta el extremo
de echar en cara a este último que mantenía un comercio ilícito con la esposa
de su padre. Archagato, trasportado de cólera,
tomó en la mano una lanza corta e hirió a Lycisco mortalmente.
Esta ocurrencia fue la señal de una sublevación general: jefes y soldados
se reunen en tumulto en derredor de la
tienda del príncipe; todos piden a grandes gritos que se entregue al asesino a
su venganza; y amenazan a Agatocles con la muerte, si persiste en quererle
salvar. Al propio tiempo exigen insolentemente el pago de sus sueldos
atrasados; nombran generales para que les manden, se apoderan de Túnez, y
colocan guardias en todos los puntos fortificados de aquella ciudad. Cuando
llegó a los cartagineses la noticia de esta rebelión, concibieron la esperanza
de atraer a los sediciosos a su partido: hicieron proponer a los soldados una
paga más crecida, y a los oficiales magníficos presentes; muchos de estos
últimos se dejaron seducir, y se comprometieron pasarse con sus tropas al campo
de los africanos.
En
tan apurada situación, Agatocles, temiendo la muerte ignominiosa que le
aguardaba si era entregado a los enemigos, halló en la energía de su
desesperación el medio de reducir a la obediencia a sus soldados. Se despoja de
la púrpura, y cubierto de humildes vestidos se adelanta por medio de ellos;
este cambio imprevisto los deja admirados; todos guardan silencio, y Agatocles
toma entonces la palabra. Después de recordarles todos los triunfos que debía a
su intrepidez, les declara que está pronto a perecer si su muerte puede ser de
alguna utilidad a sus compañeros de armas; que el temor o el deseo de prolongar
su vida, jamás le han hecho prestarse a una acción indigna de su gloria; y para
darles una prueba de ello, desenvaina su acero, y amenaza herirse a su vista.
Corren hacia él, y se apresuran a detener su brazo: todas las voces proclaman
su inocencia, y le invitan a tomar de nuevo las insignias reales. Agatocles
cede a sus instancias reiteradas; les expresa su reconocimiento vertiendo
lágrimas de alegría y de ternura; conmuévense todos
los corazones, y los aplausos unánimes de la asamblea celebran el completo
restablecimiento en el poder de su general y de su rey.
Nuevos triunfos de Agatocles sobre
los cartagineses: (308 a.C.)
Entre
tanto, Agatocles, que no desperdiciaba medio alguno para debilitar el poderío
de Cartago, envió diputados a Otelas (Ophellas), rey de la Cirenaica, con objeto de atraerle a su
alianza. Este príncipe, que había sido una de los generales de Alejandro, y casádose con una descendiente del famoso Milciades, alimentaba la esperanza ambiciosa de someter el
África a su dominación. Agatocles le hizo entender que Cartago era el único
obstáculo que se oponía al engrandecimiento de su poder; que el motivo de haber
invadido el África no había sido la ambición de conquistar, sino la necesidad
de defenderse; y que después de la destrucción del enemigo común, él le
abandonaría Africa, y quedaría satisfecho con
reinar en toda Sicilia. Ofelas se dejó
seducir por estas brillantes ofertas, y se unió a Agatocles con un ejército
compuesto de diez mil hoplitas griegos, e igual número de tropas irregulares.
Agatocles le acogió desde luego con la mayor benevolencia, le colmó de
caricias, le prodigó lisonjas, le convidó con frecuencia a su mesa, y aun le
hizo adoptar a uno de sus hijos: pero este príncipe jamás había retrocedido
ante un crimen si era útil a sus intereses y a su poder. Usando de una perfidia
sin ejemplo, corrompió a algunas de las tropas de Ofelas,
hizo que le asesinasen en medio de su campamento, y valiéndose de presentes y
de promesas magníficas, consiguió que se le uniese todo su ejército.
Conjuración de Bomílcar (307 a.C.)
Desde
el principio de la guerra, jamás se había hallado Cartago en tan grave peligro:
a los enemigos exteriores, cuyas fuerzas acababan de duplicarse por la reunión
del ejército de Ofelas, se unía otro enemigo
doméstico no menos peligroso, no menos temible. Bomílcar, que desde mucho antes
aspiraba a la tiranía, juzgó que era llegado el momento favorable para la
ejecución de su proyecto; y bajo diferentes pretextos alejó de Cartago a la
mayor parte de la nobleza, que habría sido un obstáculo para sus designios. Sin
perder tiempo levantó tropas en el arrabal nombrada la Ciudad Nueva, un poco apartado
de la antigua Cartago, y licenció todas aquellas que creía adictas al gobierno:
reunió cuatro mil mercenarios con quinientos de sus conciudadanos, cómplices en
sus proyectos, e hizo que le confiriesen el poder absoluto. Dividió aquellas
tropas en cinco cuerpos, y entró en la ciudad, degollando a todos cuantos
encontraba en las calles. Apoderóse de
Cartago un terror increíble: todos huían, creyendo que la capital había sido
entregada al enemigo y Agatocles se hallaba dentro de su recinto. Pero, tan
pronto como se conoció la verdad, los jóvenes ciudadanos corrieron a las armas,
se formaron y fueron al encuentro del tirano. Este, después de haber dado
muerto a cuantos encontraba al paso, penetró en el foro: entonces los
cartagineses, habiendo ocupado las elevadas casas que cercaban aquella plaza
pública, dispararon un diluvio de flechas sobre los conjurados que, en aquella
posición, se hallaban al descubierto por todos lados. Sin embargo, los
sediciosos, muy mal parados estrechan sus filas, y atravesando las calles
angostas, se abren paso hasta 1a Ciudad Nueva, a pesar de las piedras y los
dardos que lanzan sobre ellos desde todas las casas situadas en su tránsito: en
fin, suben a una eminencia y ocupan una posición ventajosa; pero todos los
ciudadanos tomaron las armas, y fueron a acampar a la vista de los insurgentes.
La
rebelión se terminó por una amnistía general que la fe púnica violó únicamente
con respecto a Bomílcar: hízosele perecer
entre los más crueles tormentos; y Justino añade que fue colgado en una cruz en
medio del foro, a fin de que el mismo sitio donde se le habían conferido los
honores supremos, fuese el teatro del suplicio y de su ignominia.
Diodoro
observa, como una singularidad muy notable, que los cartagineses ignoraron
completamente los proyectos de Agatocles, contra Ofelas;
y que Agatocles, a su vez, no tuvo el menor conocimiento de la conjuración de
Bomílcar. Si hubiese sucedido lo contrario, o los cartagineses se hubieran
unido con Ofelas para arrojar a Agatocles
de África, o bien este general se habría aprovechado de la guerra civil
encendida dentro de los muros de Cartago, para apoderarse de esta ciudad.
Toma de Utica y de Hippozarito: Agatocles pasa aSicilia (307
a.C.)
Agatocles
llevó la guerra a las provincias situadas al Occidente de Cartago: después de
una viva resistencia, se apoderó de Utica y de Hippozarito,
que se habían esforzado por sustraerse a su dominación.
Con
el fin de evitar para en adelante semejantes tentativas, impuso a estas dos
ciudades un castigo ejemplar: las abandonó al pillaje de sus soldados, e hizo
pasar a cuchillo a la mayor parte de sus habitantes.
Después
de aquella ejecución sangrienta, sometió a su poder casi todas las ciudades
marítimas y los pueblos del interior exceptuando los númidas, de los cuales,
unos se aliaron con él, y los otros permanecieron neutrales, aguardando el
resultado de la guerra. Entonces fue cuando, viéndose superior a los
cartagineses, tanto por sus propias fuerzas, como por la extensión de sus
alianzas, juzgando que so poder estaba sólidamente establecido en África,
resolvió pasar a Sicilia, donde el mal estado de los negocios parecía reclamar
su presencia. Tan solo llevó consigo dos mil soldados, y dejó el mando del resto
del ejército a su hijo Archagato.
Estado de África bajo el mando
de Archagato (306 a.C.)
La
fortuna pareció que favorecía al principio a las armas del nuevo general:
encargó a sus tenientes algunas expediciones a la parte meridional, que
tuvieron un feliz éxito, y según dice Diodoro, llegó hasta subyugar algunas
tribus de pueblos negros. Sin embargo, el senado de Cartago, sacudiendo el
abatimiento en que había caído por los triunfos de Agatocles, resolvió hacer
los últimos esfuerzos, y levantó tres cuerpos de ejército, compuestos cada uno
de diez mil hombres, que bajo el mando de Adherbal, de Hanón y de
Himilcón, debían operar, el uno hacia la costa, el otro en las provincias del
interior , y el tercero sobre las fronteras meridionales. Con este plan de campaña
se esperaba obligar al enemigo a dividir sus fuerzas, liberar a la capital del
bloqueo que impedía la importación de los víveres, y en fin afirmar la
fidelidad vacilante de sus aliados que, viendo nuevamente en campaña los
ejércitos púnicos, podrían contar con un auxilio eficaz.
En
efecto, este bien concebido plan obtuvo el resultado que se esperaba. Muchos de
los aliados de Cartago, a quienes el temor únicamente había obligado a reunirse
a los griegos, se apartaron de ellos y anudaron de nuevo sus antiguas
relaciones de amistad con la república. Por otra parte, Archagato, al ver que las tropas cartaginesas se extendían
por todo Africa, dividió también su ejército en
tres cuerpos. Eschrion, a la cabeza de una de
estas divisiones, estaba encargado de defender las provincias del interior:
Hanón que era allí su adversario, le tendió una emboscada en la cual pereció el
general siracusano con cuatro mil hombres más de infantería, y doscientos
jinetes.
Himilcón,
encargado de las operaciones de guerra en la frontera meridional, se apoderó de
una plaza fuerte en el mismo camino por donde debía pasar Eumaco.
Presentó
este la batalla , y el astuto cartaginés dejó en la ciudad una parte de su
ejército, con la orden de que se arrojase sobre el enemigo en el momento en que
él fingiese que emprendía la fuga. En seguida salió de la plaza con la mitad de
sus fuerzas, avanzó hasta las trincheras del enemigo, trabó el combate, y bien
pronto emprendió la fuga, como poseído de un súbito terror. Los soldados
de Eumaco, creyendo la victoria decidida, rompen
filas y se abandonan en desorden a la persecución de los fugitivos: de repente,
la parte del ejército cartaginés que había quedado en la ciudad, sé arrojó
sobre ellos formada en buen orden y dando furiosos gritos: los griegos,
sorprendidos por tan imprevisto ataque, se detienen aterrados, y sin resistirse
apenas comienzan a dispersarse. Pero el enemigo les había cortado la retirada
por el lado de sus atrincheramientos , y Eumaco se
vio en la necesidad de refugiarse con sus soldados en una altura inmediata,
posición bastante fuerte, mas en la cual
carecían de agua. Los cartagineses los persiguieron basta allí; rodearon la
colina con una trinchera, y todos los soldados griegos perecieron, ya
atormentados por la sed, ya al filo del acero enemigo: de ocho mil y
ochocientos hombres de que se componía aquel ejército, se salvaran únicamente,
dice Diodoro, treinta infantes y cuarenta jinetes.
Archagato, consternado
con tan imprevistos desastres, se retiró a Túnez, reunió a su lado las
reliquias del ejército , y envió diputados a Sicilia para que diesen a su padre
tan tristes nuevas y le suplicasen que volviera al momento a socorrerle; porque
ya le habían abandonado casi todos sus aliados, se hallaba bloqueado en Túnez
por los tres generales cartagineses, y como el enemigo dominaba el mar, su
ejército abatido, acobardado, era ya presa de todos los horrores de la escasez.
Agatocles vuelve al África en
socorro de su hijo Archagato.
Después
de haber obtenido algunas victorias en Sicilia, Agatocles tenía el sentimiento
de ver que la mayor parte de la isla se sustraía a su dominación: sin embargo,
las noticias que recibió del África le parecieron tan fatales, que resolvió
embarcarse sin pérdida de momento para ir al socorro de su ejército. Valiéndose
de una nueva estratagema, burló la vigilancia de los cartagineses que
bloqueaban el puerto de Siracusa, salió de él con diez y siete galeras,
ahuyentó la armada que le perseguía, aunque era superior en número, y
desembarcó en África. Halló a sus soldados débiles por el hambre y abatidos por
la desesperación: reanimó su valor con sus arengas, les demostró que solo podía
salvarles una victoria decisiva, púsose a
su frente y los condujo al encuentro del enemigo. Aun contaba, en infantería,
con seis mil hombres de tropas griegas, con un número igual de mercenarios
etruscos, celtas y samnitas, y con diez mil africanos, sobre cuya fidelidad no
podía hallarse enteramente seguro: además tenía mil quinientos hombres de
caballería griega y seis mil carros de guerra servidos por africanos. Los
generales cartagineses, aun cuando tenían la ventaja del número y de la
posición, no querían exponerse a los azares de una batalla contra un enemigo
que se veía desesperado; persuadiéndose a que, dando largas a la guerra y
cortándole los víveres como hasta entonces, le obligarían a rendirse.
Agatocles, no pudiendo atraer al enemigo a las llanuras, tomó el partido de
atacar las eminencias, en las cuales se habían atrincherado los cartagineses :
el apuro en que se hallaba, justificaba a sus ojos la temeridad de la empresa.
El ejército púnico salió de su campamento formado en batalla; Agatocles, a
pesar de todas las desventajas de su posición, se resistió largo tiempo contra
los cartagineses: al fin, los mercenarios y los africanos fueron rechazados, y
se vio obligado a retirarse a sus reales. Los cartagineses, en la persecución,
tuvieron cuidado de dar cuartel a los africanos auxiliares, que esperaban
atraer a su partido; y se encarnizaron con los sicilianos y los mercenarios, de
los cuales quedaron tendidos en los campos cerca de tres mil.
Incendio del campamento de los
cartagineses : terror y pánico en los dos ejércitos
Durante
la noche que siguió a la batalla, un suceso inesperado llevó el terror y el
desorden en medio de los dos ejércitos. Mientras que los cartagineses, en
acción de gracias por su victoria, inmolaban a los dioses los más distinguidos
entre sus prisioneros, el fuego del ara prendió
en la tienda donde se celebraba el sacrificio: impelido por un viento
impetuoso, el incendio consumió en breves momentos todo el campamento, que no
era más que una reunión de cabañas groseramente construidas con paja y cañas; y
la rapidez con que se comunicó y extendió el fuego hizo inútiles todos los
esfuerzos para apagarle. Los unos, sorprendidos por las llamas, y hacinados en
las estrechas calles que formaba el campamento, hallaron el mismo suplicio con
que su bárbara superstición acababa de infligir a sus prisioneros; y los otros
que, en tumulto y en desorden, se habían arrojado fuera de las trincheras,
encontraron un nuevo motivo de turbación y de espanto. Cinco mil africanos del
ejército de Agatocles desertaban en aquel momento de sus banderas y se pasaban
al campo de los cartagineses: cuando estos los divisaron de lejos, suponiendo
que el ejército siciliano iba todo entero a acometerles, se dejan poseer de un
terror increíble, y todos emprenden la fuga: ciegos unos por el temor, caen en
los precipicios; los otros, engañados por la oscuridad de la noche, y creyendo
combatir con el enemigo, vuelven las armas contra sus compañeros y se matan
unos a otros. Cinco mil hombres perecieron en este tumulto; el resto se fue,
precipitadamente hacia Cartago, cuyos habitantes, al ver aquella fuga
desordenada, llegaron a creer que su ejército había sido derrotado
completamente.
Entre
tanto, los desertores africanos, al aspecto del incendio del campamento de los
cartagineses, y del desde, que en estos había producido su aproximación, lejos
de atreverse a continuar su marcha, retrocedieron. Su vuelta causó
repentinamente en el campo de Agatocles el mismo terror pánico que acababa de
ser tan fatal a las tropas cartaginesas: los griegos so imaginaron también que
todo el ejercito enemigo iba a acometerles; y el tumultuoso espanto, originado
por aquel error, produjo en ellos idénticos efectos, y costó la vida a cuatro
mil hombres.
Agatocles abandona su ejército y
vuelve a Sicilia: fin de la guerra (306 antes de la era vulgar).
Después
de este nuevo desastre, Agatocles, viéndose abandonado por todos sus aliados, y
demasiado débil para poder luchar en adelante con los cartagineses, resolvió
abandonar el África. Carecía de bajeles para trasportar sus tropas; por otra
parte, los enemigos eran dueños del mar: estos dos motivos le decidieron a
embarcarse solo en un buque ligero, dejando sus dos hijos y su ejército
expuestos a todas las vicisitudes de la guerra. Al saber su partida, los
soldados se quedaron llenos de espanto, y creyéndose ya en las manos de un
enemigo implacable, se quejaban de que, por segunda vez, les abandonaba su rey
en medio de los contrarios, y que el mismo que debía cuidar hasta de su
sepultura, ni aun se prestaba a defender su vida. Quisieron perseguirle; pero,
detenidos por los númidas del ejército cartaginés, se vieron obligados a
encerrarse de nuevo en sus atrincheramientos. Entonces, desesperados,
degollaron a los hijos de Agatocles, y entraron en negociaciones con los
cartagineses. Las condiciones de este acomodamiento fueron: que los griegos,
mediante trescientos talentos, entregarían a los cartagineses todas las
ciudades en cuya posesión se hallaban; que los que quisiesen servir en los
ejércitos de Cartago recibirían la paga ordinaria de las tropas, y que los
demás serían trasladados a Sulonta, en la
Sicilia, donde se les darían los medios para establecerse. Los gobernadores de
algunas plazas, esperando que habían de ser socorridos por Agatocles, no
quisieron suscribir a esta capitulación. Los cartagineses sitiaron las plazas,
y después de haberse apoderado de ellas, crucificaron a los jefes, redujeron a
los soldados a la esclavitud, e hicieron que volviese a florecer la agricultura
en sus campiñas obligando a cultivarlas a las mismas manos que antes las habían
talado y asolado.
Tal
fue la conclusión de aquella guerra memorable, que había durado cuatro años, y
conmovido basta en sus cimientos el poderío de Cartago. Al año siguiente, un
tratado concluido entre Agatocles y los cartagineses restableció las posesiones
de los dos partidos en Sicilia al mismo ser y estado en que se bailaban antes
de la guerra. La república, por este tratado, consintió en pagar al príncipe
siracusano trescientos talentos y doscientos mil medimnos de
trigo.
Muerte de Agatocles: nueva
expedición de los cartagineses a Sicilia (305-278 a.C.)
Los
veinte y cinco años que siguieron al último tratado con Agatocles fueron
probablemente para Cartago un periodo de calma y de ventura: el silencio de la
historia casi es una prueba de la tranquilidad uniforme de que gozó entonces la
república. Las épocas estériles para los historiadores son generalmente
dichosas para los pueblos.
Agatocles
murió el año 289 antes de Jesucristo, después de un reinado de 28, a los 72, y
según algunos escritores a los 85 de su edad. La democracia restableció su
poder en Siracusa; durante nueve años enteros las disensiones intestinas
desolaron aquella desgraciada ciudad, y despertaron en los cartagineses la
esperanza de apoderarse de ella. Fueron pues á sitiarla por mar y tierra, con
100 bajeles de guerra, y cincuenta mil hombres de desembarco.
Tercer
Tratado de los romanos con los cartagineses: guerra en Sicilia contra Pirro
(278 a.C.)
Dos
años antes, los cartagineses y los romanos, alarmados por la ambición de Pirro,
rey del Epiro, que amenazaba a un mismo tiempo a la Sicilia y a Italia, habían
renovado sus antiguos tratados, añadiendo la cláusula de una alianza ofensiva y
defensiva contra aquel príncipe. Su previsión no había sido infructuosa: Pirro
llevó sus armas a Italia y alcanzó muchas victorias. Los cartagineses, a consecuencia
del último tratado, se creyeron obligados a socorrer a los romanos, y les
enviaron una armada compuesta de ciento veinte bajeles al mando de Magón: el
senado romano demostró su reconocimiento por el celo de sus aliados, mas no
aceptó sus socorros.
Algunos
días después, Magón fue al encuentro de Pirro, bajo el pretexto de negociar un
acomodamiento entre este príncipe y los romanos; pero, realmente, para sondear
y conocer sus designios respecto a Sicilia, que hacía ya mucho tiempo le
llamaba en su socorro.
En
efecto, los siracusanos, vivamente estrechados por los cartagineses, habían
enviado varias diputaciones a Pirro, suplicándole que fuese a liberarlos; y
este príncipe, que estaba casado con Lanassa,
hija de Agatocles, miraba en cierto modo la Sicilia como una herencia que le
devolvían. Salió pues de Tarento, pasó el estrecho y desembarcó en Sicilia. Los
habitantes griegos de esta isla le recibieron con una alegría extraordinaria, y
le ofrecieron a porfía sus ciudades, sus tropas, sus tesoros y su marina. Pirro
había llevado consigo treinta mil hombres de infantería, dos mil quinientos
jinetes y doscientos bajeles de guerra; y sus conquistas fueron al principio
tan rápidas, que no dejó a los cartagineses en toda la Sicilia mas que la ciudad de Lilybea,
que también se preparaba a sitiar. Entonces los cartagineses entraron en
negociaciones con él; y llegaron hasta ofrecer que le entregarían una armada y
una considerable suma de dinero, a cuyo precio deseaban comprar la paz. Pirro
exigía que abandonasen enteramente Sicilia. Esta condición pareció
excesivamente dura a los cartagineses, y quedaron rotas las negociaciones.
Desde aquel momento resolvió Pirro emplear todos los medios para apoderarse
de Lilybea; pero como los cartagineses eran
dueños del mar, habían hecho entrar víveres y una numerosa guarnición en
aquella plaza que, situada en un promontorio escarpado y cercada por todas
parles de agua, solo se unía a tierra firme por un istmo muy estrecho; además
habían fortificado con el mayor esmero esta parte, que era la única accesible.
Pirro empleó en vano todas las máquinas, todos los procedimientos que se usaban
en la expugnación de plazas fuertes; y después de dos meses de inútiles
tentativas se vio obligado a levantar el sitio.
Este
primer revés fue para Pirro el presagio de otros más funestos. Tenía necesidad
de remeros y soldados para la ejecución de sus ambiciosos proyectos; y la
dureza con que los exigió de las ciudades de Sicilia, excitó contra él un
descontento universal. Los cartagineses, prontos a aprovecharse de una ocasión
tan favorable para recobrar sus antiguas posesiones, enviaron a Sicilia un
nuevo ejército, que se engrosaba de día en día por el concurso de los
descontentos. Entonces Pirro, bajo el pretexto de defender las ciudades contra
las tropas púnicas, puso en ellas guarniciones que le eran adictas e hizo
perecer, como culpables de traición, a los ciudadanos más distinguidos,
esperando que así le sería más fácil contener a una multitud privada de la
protección de sus jefes. Estos actos de crueldad precipitaron su ruina: desde
entonces se vio abandonado por el corto número de ciudades que hasta entonces
le habían guardado fidelidad; Sicilia volvió a entrar bajo el dominio de sus
antiguos dueños, y Pirro perdió aquel hermoso y rico país con la misma rapidez
que lo había conquistado. Refiere Plutarco que cuando Pirro se embarcó para
volver a Tarento, dirigió la vista hacia las costas de Sicilia, y exclamó:
“¡Oh,
qué hermoso campo de batalla dejamos a cartagineses y los romanos!”.
Aquella
predicción fue plenamente justificada por la encarnizada guerra que se hicieron
estos dos pueblos, y por las sangrientas derrotas que sufrieron
alternativamente.
HIERÓN,
ELEVADO A LA DIGNIDAD REAL EN SIRACUSA, CONTINÚA LA GUERRA CONTRA LOS
CARTAGINESES (275-268).
Después
que Pirro abandonó Sicilia, se confirió en Siracusa la magistratura suprema a
Hierón; todas las ciudades que apreciaban sus virtudes le confiaron de común
acuerdo el mando de las tropas contra los cartagineses. Hijo de Hierocles,
hombre de un nacimiento distinguido, que descendía de Gelón, antiguo tirano de
Sicilia, su origen materno era sin embargo oscuro y vergonzoso: debía el ser a
una esclava, y su padre le hizo exponer, considerándole como el oprobio de su
casa. Pero bien pronto, y dando crédito a ciertos presagios brillantes que
anunciaban la grandeza futura de aquel niño, Hierocles volvió a ponerle a su
lado y se esmeró en hacerle digno de la suerte que le aguardaba. No bien hubo
salido de la adolescencia se distinguió en muchas acciones, y recibió de Pirro
varias recompensas militares; dotado de una rara belleza y de una fuerza
extraordinaria, atractivo cuando hablaba, recto en su conducta y moderado en el
poder, el consentimiento unánime le defirió el nombre y la autoridad de rey. Se
encargó de la guerra contra los cartagineses, y alcanzó sobre ellos grandes
ventajas; pero ciertos intereses comunes tardaron muy poco en unir a los
siracusanos y cartagineses contra un nuevo enemigo, que amenazaba Sicilia, y
que a unos y otros causaba vivas y justas inquietudes. Era fácil prever que los
romanos, que habían conquistado toda Italia hasta el Estrecho de Sicilia, no se
detendrían ante tan débil barrera, y que bien pronto llevarían sus armas
victoriosas a esta rica y fecunda isla, que consideraban en cierto modo como un
anexo de Italia. Faltábales tan solo un
pretexto o una ocasión favorable para apoderarse de ella; que bien pronto se
presentó y fue la causa de la primera guerra púnica
TERCERA PARTE: PRIMERA GUERRA PÚNICA
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