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HISTORIA UNIVERSAL

HISTORIA DE LA CIUDAD DE CARTAGO DESDE SU FUNDACIÒN HASTA LA INVASIÓN DE LOS VÁNDALOS EN AFRICA

 

TERCERA PARTE.

LA PRIMERA GUERRA PÚNICA (264 - 241 a. C.)

Desde aquí son ya mayores en importancia los acontecimientos, la historia toma un carácter más imponente. Las dos repúblicas más poderosas del mundo, aliadas desde hacía más de dos siglos, y cuya buena inteligencia no había turbado hasta entonces la menor disensión vinieron a chocar entre sí con todas sus fuerzas, y con un encarnizamiento sin ejemplo. Cartago tenía en su favor inmensas riquezas, una marina formidable, una caballería auxiliar excelente; Roma, la unión y la fuerza de su gobierno, la austeridad de sus antiguas virtudes, el valor y la disciplina de sus ejércitos nacionales, ejercitados por doscientos años de victorias contra los pueblos guerreros de Italia. Jamás se vio contender a dos naciones más belicosas; jamás desplegaron estas mismas naciones mayor fuerza y energía. En efecto, no era tan sólo una provincia mediana, era el imperio del mundo lo que estos dos pueblos rivales se disputaban en la estrecha arena de Sicilia.

 

Ya se había manifestado algunas señales de frialdad entre los romanos y los cartagineses durante la guerra de Pirro y el sitio de Tarento: pero fueron las disensiones de Mesina las que produjeron entre los dos pueblos una ruptura declarada. Bajo el reinado de Agatocles, tirano de Sicilia, algunos aventureros de la Campania, que estaban a sueldo de este príncipe, entraron, por una perfidia, en la ciudad de Mesina, degollaron a una parte de sus habitantes, expulsaron a los demás, se casaron con sus mujeres, se apoderaron de sus bienes y se quedaron como dueños absolutos de aquella importante plaza. Habían tomado el nombre de Mamertinos: a su ejemplo, y con su auxilio, una legión romana compuesta de los soldados de la Campania, y mandada por Decio Jubelo, ciudadano de Capua, trató del mismo modo la ciudad de Regio, situada enfrente de Mesina, al otro lado del Estrecho. Los mamertinos, sostenidos por tan dignos aliados, acrecentaron rápidamente su poder, y llegaron a ser un objeto de temor e inquietud para los cartagineses y los siracusanos que se dividían el imperio de Sicilia. Pero tan pronto como los romanos, libres ya de la guerra contra Pirro, se vengaron de la pérfida legión que se había apoderado de Regio y devolvieron la ciudad a sus antiguos habitantes, los mamertinos, solos y sin apoyo, ya no pudieron resistir las fuerzas de los siracusanos y creyeron hallarse en el caso de recurrir a una protección poderosa. Sin embargo, introdújose en ellos la división: unos entregaron la ciudadela a los cartagineses; otros enviaron a Roma un embajador para que ofreciese al pueblo romano la posesión de su ciudad e instarle a que viniese en su socorro.

Este asunto, elevado a la deliberación del senado, se consideró bajo dos diferentes puntos de vista. Por una parte, parecía indigno de las virtudes romanas, defendiendo a los mamertinos, proteger a unos bandoleros que tan severamente habían sido castigados en Regio; por otra, no dejaba de ser importante detener los progresos de los cartagineses que, dueños de Mesina, lo serian bien pronto de Siracusa y de Sicilia entera, y que, uniendo esta conquista a sus antiguas posesiones de Cerdeña y de África, amenazaban por todas partes las costas de Italia. El senado no se atrevió a tomar resolución alguna; remitió el asunto a la deliberación del pueblo que, excitado por los cónsules, decidió que se socorriese a los mamertinos. 

 

Paso del estrecho de Sicilia y ocupación de Mesina por los romanos (264 a.C.)

 

Sin perder momento, el cónsul Apio Claudio se puso en marcha con su ejército y entró en Regio, donde aguardó una ocasión favorable para pasar el estrecho de Sicilia. Este intrépido general tuvo bastante atrevimiento para confiarse a la mar en la débil barca de un pescador: pasó sin ser apercibido por medio de la armada cartaginesa y llegó a Mesina, donde con su elocuencia y brillantes promesas, determinó a los habitantes a reunir sus esfuerzos para recobrar la libertad. Los mamertinos emplearon alternativamente las amenazas, la astucia, la fuerza, y consiguieron echar de la ciudadela al jefe que la mandaba en nombre de los cartagineses: estos hicie­ron crucificar al gobernador cuya cobardía o impericia había causado la pérdida de Mesina, y sitiaron esta ciudad por mar y tierra. Al propio tiempo, Hierón, juzgando la ocasión oportuna para arrojar enteramente de Sicilia a los mamertinos, hizo alianza con los cartagineses; y salió de Siracusa para unirse a ellos.

El cónsul Apio Claudio, que durante este intervalo había regresado a Regio, intentó atravesar el Estrecho con su armada, a fin de hacer que se levantase el sitio de Mesina. Primeramente ensayó en medio del día esta peligrosa travesía; mas la superioridad y la experiencia de la marina cartaginesa, la impetuosidad de las olas en aquel mar estrecho y lleno de riesgos, y una violenta tempestad que estalló de repente, fueron para sus marineros, poco ejercitados, otros tantos obstáculos invencibles. Perdió algunos bajeles, y solo con gran trabajo pudo llegar al puerto de Regio, de donde saliera.

Este primer revés no abatió de modo alguno el alma firme y constante del cónsul, y persuadido de que no podría pasar a Sicilia mientras ocupasen los cartagineses el Estrecho, recurrió a una ingeniosa estratagema. Fingió abandonar su empresa y volverse a Roma con su armada, a cuyo fin señaló públicamente el día y la hora de su partida: avisáronselo los enemigos que bloqueaban Mesina por la parte del mar, y se retiraron como si nada hubiese ya que temer: entonces el cónsul, que había observado cuidadosamente la naturaleza del Estrecho, se apresuró a aprovecharse del momento favorable. Ayudado por el viento, por la marea, por la ausencia de los cartagineses y la oscuridad de la noche, efectuó la travesía y arribó a Mesina.

La ejecución de aquella empresa, inmortalizó su nombre

Sin embargo, los cartagineses, viendo a los romanos más fuertes con la alianza de Hierón, juzgaron oportuno enviar a Sicilia fuerzas considerables, tanto para resistir a sus enemigos, como para conservar sus antiguas posesiones. Unieron a sus ejércitos nacionales un gran número de mercenarios, sacados de Liguria, la Galia, y sobre todo de España: eligieron la ciudad de Agrigento por plaza de armas, porque su posición natural y sus fortificaciones la hacían casi inexpugnable, y pusieron en ella una numerosa guarnición, abasteciéndola de víveres. Los cónsules romanos reunieron a sus legiones todas las fuerzas de sus aliados, fueron a acampar a una milla de Agrigento, y obligaron a los cartagineses a encerrarse dentro de sus muros. Las mieses llegaban por entonces a su madurez, y los soldados romanos, que preveían la prolongación del sitio, se habían dispersado imprudentemente por los campos, con el objeto de recoger los cereales. Aprovechando los cartagineses aquel descuido, cayeron de improviso sobre los merodistas y fácilmente los pusieron en fuga: enseguida se dirigieron al campamento de los romanos, y divididos en dos cuerpos, comenzaron unos a arrancar las empalizadas, mientras que los otros batían los puestos que cubrían las trincheras. En aquella ocasión, como en otras muchas, las rigurosas leyes de la disciplina militar, libertaron al ejército romano de un desastre que parecía inevitable. Estas leyes castigaban con la muerte al soldado que volvía la espalda en una batalla o que abandonaba su puesto: así, aunque inferiores en número a sus adversarios, los romanos encargados de la defensa del campamento, sostuvieron su ataque con una firmeza increíble, mataron más hombres que los que perdieron, y dieron tiempo a las cohortes para armarse y llegar en su socorro. Entonces, los cartagineses, ya a punto de apoderarse del campamento, fueron envueltos por todas partes, destrozados, ahuyentados y perseguidos hasta las mismas puertas de la plaza. Este acontecimiento hizo a un tiempo, a los romanos más circunspectos, y a los cartagineses menos emprendedores.

Como los sitiados solo realizaban muy rara vez alguna ligera escaramuza, los cónsules dividieron su ejército en dos cuerpos, de los cuales el uno fue colocado delante del templo de Esculapio, y el otro hacia la parte de la ciudad que miraba a Heraclea. Los dos campamentos estaban protegidos por una doble línea de trincheras destinadas a impedir las salidas de los sitiados, asegurar la parte posterior del campamento e interceptar los socorros que quisiesen introducir en la plaza: diferentes puestos fortificados llenaban el espacio que mediaba entre los dos cuerpos de ejército.

Cinco meses hacía ya que se había puesto el sitio: los ro­manos recibían de sus aliados de Sicilia víveres en abundancia; Agrigento, donde se hallaban hacinados más de cincuenta mil hombres, sufría ya, por el contrario, todos los horrores del hambre. Aníbal, hijo de Giscón, que mandaba en la plaza, había enviado repetidos avisos a Cartago, exponiendo su penuria y demandando que le socorriesen con víveres y tropas; al fin los cartagineses ordenaron que pasase a Sicilia el anciano Hanón con cincuenta mil hombres de infantería, seis mil caballos y sesenta elefantes. Apenas este general hubo desembarcado con todas sus fuerzas en Heraclea, le fue entregada la ciudad de Erbesa, no lejos del campo latino, y le llevaron de todos los puntos de la Sicilia los víveres destinados al abastecimiento del ejército de los romanos. Entonces estos, a la vez sitiadores y sitiados, se vieron reducidos a la misma escasez que habían hecho experimentar a la guarnición de Agrigento. El hambre hizo bien pronto tales progresos que estu­vieron muchas veces a punto de levantar el sitio, y se hubieran visto obligados a ello sin la eficacia y destreza de Hierón, que logró hacerles pasar algunos convoyes, que remediaron un tanto su penuria. Hanón, viendo a los romanos debilitados por el hambre y por las enfermedades que son su ordinaria consecuencia, se aproximó a su campo, resuelto a darles una batalla general. Desde luego fue bastante astuto para atraer a una emboscada a la caballería enemiga, que sufrió una pérdida considerable; y animado por este primer triunfo, trasportó su campamento a una colina, distante del de los romanos unos mil quinientos pasos. Sin embargo, la batalla se dio mucho tiempo después de lo que debía esperarse de dos ejércitos tan próximos uno a otro, porque los romanos y los cartagineses temieron alternativamente confiar la decisión de la guerra a los azares de un solo combate. Así es que, mientras Hanón demostró grandes deseos de venir a las manos, los cónsules se mantuvieron encerradas en sus atrincheramientos, temiendo la superioridad numérica y la confianza con que se presentaban sus enemigos, desalentados además por la reciente derrota de su caballería. Mas cuando se apercibieron de que sus temores y dilaciones debilitaban el celo y el valor de los aliados, que hacían a los cartagineses más altivos y osados, y que el hambre era un enemigo mucho más temible para ellos que los soldados de Hanón, se decidieron a aceptar la batalla: entonces Hanón pareció que, a su turno, temía el resultado, y buscaba los medios de esquivar la batalla.

Dos meses se pasaron en aquella alternativa de confianzas y temores, sin acontecimiento alguno decisivo. Al fin, instado vivamente por Aníbal, diciéndole que los sitiados no podían resistir más el hambre y que muchos de sus soldados se pasaban al enemigo, Hanón resolvió dar la batalla sin más dilaciones, y convino con Aníbal en que éste haría al propio tiempo una salida de la plaza; los romanos de su parte, hostigados por los motivos que hemos indicado, no se mostraron menos dispuestos a entrar en la pelea. Trabóse la batalla en una llanura situada entre los dos campamentos, y la victoria estuvo por largo tiempo indecisa. En fin, el cónsul Postumio, haciendo un desesperado esfuerzo, penetró en las filas de los mercenarios que combatían a la cabeza de las tropas cartagi­nesas, y que retirándose en desorden hacia el punto que ocupaba la segunda línea de batalla y los elefantes, llevaron la confusión y el espanto al resto del ejército.

Desde aquel momento ya no fue posible la resistencia; casi todos perecieron al filo de la espada; Hanón se salvó en Heraclea con un puñado de soldados, y los romanos se hicieron dueños del campamento de los cartagineses y de la mayor parte de los elefantes. Aníbal no fue más dichoso en su diversión : hizo en efecto una salida de la plaza contra los romanos, pero fue rechazado con gran pérdida y perseguido hasta las puertas de la ciudad. Sin embargo, supo aprovecharse hábilmente de un momento favorable para poner en salvo su guarnición. Al declinar el sol, observó que los romanos, ya fuese por la extrema confianza que sigue siempre a la victoria, ya a causa de las fatigas de una jornada tan trabajosa, guardaban sus líneas con más negligencia que de ordinario. Salió sigilosamente a media noche, atravesó los fosos de las trincheras romanas, por medio de pontones que de antemano había hecho preparar, y consiguió escaparse con todas sus tropas, sin que lo sintiesen los enemigos. Al amanecer el siguiente día, apercibidos los romanos de su evasión, se contentaran con picar su retaguardia, y condujeron todas sus fuerzas al ataque de Agrigento. Abandonada esta ciudad por sus defensores la tomaron y saquearon sin resistencia; veinte y cinco mil de sus habitantes fueron vendidos como esclavos. La conquista de aquella plaza, cuyo sitio había durado siete meses, fue para los romanos tan útil como gloriosa; mas no dejó de costarles grandes sacrificios, porque perdieron más de treinta mil hombres, tanto de sus soldados como de los sicilianos sus aliados. Así es que los cónsules, viéndose ya en la imposibilidad de emprender ninguna operación importante, se retiraron a Mesina.

AÑO CUARTO DE LA PRIMERA GUERRA PÚNICA (261 a.C.)

Ningún acontecimiento de gran importancia señaló el cuarto año de la primera guerra púnica. Los cartagineses, indignados por la pérdida de Agrigento y por la derrota de Hanón destituyeron a este general y le condenaron a pagar una multa cuantiosa: fue reemplazado en Sicilia por un Amílcar que es necesario no confundir con Amílcar Barca, padre del famoso Aníbal. La armada púnica, enviada a Italia para impedir la travesía de los cónsules, no pudo conseguirlo; pero en Sicilia logró recobrar la mayor parte de las ciudades marítimas de que se habían apoderado los romanos. No obstante, estos, después de la toma de Agrigento que había causado en toda la isla una consternación general, se hicieron dueños de casi todas las ciudades del interior, que no podían defender los cartagineses. De este modo, ocupando los romanos los pueblos apartados del mar, tan fácilmente como los cartagineses aquellos que estaban situados en la costa, y conservando respectivamente sus conquistas, había entre sus fuerzas, aunque de naturaleza diferente, un equilibrio que no permitía asegurar cuál sería el éxito final de la guerra.

AÑO QUINTO DE LA PRIMERA GUERRA PÚNICA. CONSTRUCCIÓN DE LA FLOTA ROMANA; CAPTURA DEL CÓNSUL CORNELIO (260 a. C.)

Entre tanto, los proyectos y las esperanzas de los romanos se aumentaban con sus victorias: la conquista de Mesina no bastaba a satisfacer su ambición; meditaban ya la conquista de la Sicilia entera. Cansados de un estado de cosas que nada decidía, e irritados por otra parte al ver al África pacífica y tranquila, mientras que la Italia estaba infestada por las frecuentes incursiones de las flotas púnicas, formaron la atrevida y magnánima resolución de disputar a sus adversarios el imperio del mar. No tenían, entonces ni un solo bajel de guerra, ni un constructor hábil, ni un remero experimentado: una galera cartaginesa de cinco órdenes de remos, perdida sobre sus costas, les sirvió de modelo. Entréganse con un ardor increíble al trabajo y a ejercicios enteramente nuevos para ellos: los unos construyen los bajeles; los otros, imitando en la ribera los movimientos de los remeros, se ejercitan en la maniobra. Los cónsules les animan a todos con su presencia y sus exhortaciones, y apenas trascurridos sesenta días, Roma contaba ya con una flota de ciento veinte galeras, que parecía haber salido enteramente armada y equipada, como por milagro, de los bosques de Italia.

Tocó el mando del ejército de tierra en Sicilia a Duilio; el de la armada a Cornelio. Este último se había adelantado con diecisiete bajeles, y el resto de la flota debía seguirle de cerca. Llegó a Mesina y se entregó con demasiada imprudencia a la esperanza de apoderarse de la isla y de la ciudad de Lipari. Los habitantes, de acuerdo con Aníbal, que mandaba la armada cartaginesa, le habían prometido rendirse: partió pues con sus diecisiete bajeles; mas apenas hubo entrado en el puerto, se vio bloqueado por veinte galeras al mando de Boodes, teniente de Aníbal. Entonces, envuelto por todas partes, y no pudiendo resistir a dos enemigos al mismo tiempo, se vio obligado a entregarse a Boodes, que le condujo triunfante a Cartago.

Invención del Cocle : batalla naval entre romanos y Cartagineses

Pocos días después, el mismo exceso de confianza que había perdido a Cornelio, llegó a ser funesto al general cartaginés. Tuvo noticia de que la flota romana se extendía por las costas de Italia con el objeto de pasar a Mesina; y mirando con desprecio a un enemigo sin experiencia en la navegación ni en los combates marítimos, avanzó para hacer un reconocimiento a la cabeza de cincuenta galeras. Lleno de presuntuosa confianza, navegaba en desorden y sin precaución , cuando de repente, al doblar un promontorio de Italia, se halló con la armada romana bogando en buen orden y dispuesta al combate. Hizo vanos esfuerzos para reparar su imprudencia, y se encontró vencido aun antes de haber podido disponer su línea de batalla: perdió la mayor parte de sus ba­jeles, y con harto trabajo logró salvarse con los pocos que le quedaban.

La flota victoriosa, habiendo sabido del desastre de Cornelio, se lo avisó a su colega Duilio, que mandaba el ejército de tierra en Sicilia; noticiándole al propio tiempo su llegada y el triunfo que acababa de alcanzar sobre el enemigo. Duilio dejó encomendado el mando del ejército a los tribunos, y se puso al frente de la armada; llegó a avistar a los cartagineses en las aguas de Mylae, y se preparó al combate. Pero conociendo al momento la desventaja que tendrían sus galeras, precipitada y groseramente construidas, para combatir con las cartaginesas, más ligeras y fáciles de manejar, suplió este defecto con una máquina inventada en aquel momento, y que después se ha llamado CocleComponíase de un mástil colocado en la proa, al cual se adaptaba una especie de puente levadizo, y tenía en su extremidad un cono de hierro muy pesado y agudo, guarnecido de garfias móviles. Esta máquina caía con violencia desde una grande altura; y el cono, por su forma y por su peso, se clavaba en la cubierta de la embarcación enemiga, fijaba el puente levadizo, y proporcionaba a los soldados romanos un medio fácil para el abordaje. La armada cartaginesa se componía de ciento treinta bajeles: su comandante Aníbal, el mismo que había hecho una retirada tan atrevida cuando la toma de Agrigento, montaba una galera de siete órdenes de remos que los cartagineses habían apresado en la guerra contra Pirro; y la última derrota que había sufrido, estaba muy lejos de haber abatido su vanidad ni su confianza. AI aproximarse los romanos avanzó desdeñosamente contra ellos y no como quien va a combatir sino como si se tratase únicamente de recoger los despojos de que ya se creía dueño; ni aun siquiera se tomó el trabajo de formar su línea de batalla. La vanguardia de los cartagineses se admiró un poco, sin embargo, al ver aquellas máquinas elevadas sobre la proa de cada embarcación, y que les eran completamente desconocidas: mas bien pronto se tranquilizaron; hasta llegaron a burlarse de la invención grosera de un enemigo ignorante, y se arrojaron violentamente contra los romanos. Entonces, lanzados los cocles de repente y con fuerza sobre sus galeras, las atracan a su pesar, y cambiando la forma del combate, les obligaron a pelear, como si fuese en un campo de batalla: unos fueron degollados; los otros, estupefactos al aspecto de aquellas máquinas qué jamás habían visto, se rindieron como prisioneros. Las treinta galeras de la vanguardia, en cuyo número se contaba la del general, fueron echadas a pique o apresadas con toda su tripulación : en cuanto a Aníbal, viéndolo todo perdido, logró con gran trabajo escapar en una lancha.

El resto de la flota de los cartagineses bogaba con afán, para precipitarse sobre los romanos; mas, cuando vieron el desastre de su vanguardia, avanzaron ya con más circunspección, y procuraron evitar con sus maniobras el alcance de los terribles cocles. Eran hábiles marinos; y confiando en la ligereza de sus galeras y la prontitud de sus evoluciones, acometían ya por los costados ya por la popa de los bajeles romanos, y todavía esperaban triunfar de sus enemigos: mas como por todas partes se veían cercados de aquellas temibles máquinas, como por poco que se acercasen no podían evitar el abordajes, poseídos de terror emprendieron la fuga después de haber perdido cincuenta embarcaciones. Así fue como los romanos: que llevaban ventajas en los combates a pie firme por su valor, por el ejercicio y la excelencia de las armas, vencieron con facilidad a enemigos menos bien armados, que aguardaban más de la ligereza de sus bajeles que de su valor personal y del vigor de su brazo.

Bien sabia Aníbal lo que tenía que temer de sus conciudadanos después de su derrota, y se apresuró a enviar un amigo a Cartago antes que llegase allí la noticia de su desastre, valiéndose de esta astucia para evitar el suplicio con que la república castigaba con frecuencia a los generales desgraciados. Introducido el mensajero en el salón de las deliberaciones del senado, informó a la asamblea de que el cónsul Duilio había llegado con una numerosa armada, y preguntó si sus miembros eran de parecer que Aníbal diese la batalla. Todos dijeron en alta voz que el general debía aprovechar cuanto antes la ocasión de combatir, y el enviado repuso: «Pues bien; así lo ha hecho, y ha sido vencido.» Por este ardid puso Aníbal a los senadores en la imposibilidad de condenar una acción que ellos mismos habían aconsejado.

Aquella señalada victoria redobló el ardor y la confianza de los romanos. Duilio desembarcó en la Sicilia, volvió a tomar el mando de sus legiones, hizo levantar el sitio de Segesta, reducida por los cartagineses al último el remo y se apoderó por asalto de Macela, sin que Amílcar, general de las tropas púnicas, se atreviese a impedirlo. El cónsul, después de haber asegurado con sus victorias la tranquilidad de las ciudades aliadas, viendo aproximarse el invierno, regresó a Roma. Los romanos le tributaron honores extraordinarios: fue el primero a quien se concedió el triunfo naval; y erigieron en su honor una columna rostral con una inscripción que todavía existe.

Disensiones en el ejército romano favorables a los cartagineses.

La ausencia de Duilio fue favorable a las armas de los cartagineses; muchas ciudades volvieron a someterse a su obediencia y los romanos se vieron obligados a levantar el sitio de Mytistrato (hoy Mistretta), después de haberlo continuado por espacio de siete meses, y sufrido una gran pérdida. Pasado algún tiempo se suscitó una disensión en el ejército romano entre las legiones y los auxiliares, que pretendían ocupar la primera línea en las batallas. Amílcar, que entonces se hallaba en Palermo, instruido de que, por consecuencia de aquellas divisiones, los auxiliares acampaban separadamente entre Paropo y Termas (Therma hymaemerenses), fue a caer sobre ellos de improviso, y dio muerte a más de cuatro mil hombres. Poco faltó también para que todo el ejército romano fuese destruido. Amílcar, después de esta victoria, aun recobró, muchas ciudades, unas por la fuerza y otras por capitulación.

AÑO SEXTO DE LA PRIMERA GUERRA PÚNICA: EXPEDICIONES A CERDEÑA Y CÓRCEGA (259 a.C.)

Aníbal, después de su derrota, regresó a Cartago con los bajeles que le habían quedado. Guando hubo pasado algún tiempo, equipó una nueva flota, eligió para el mando de las embarcaciones los capitanes más experimentados, y se trasladó a Cerdeña: los romanos le opusieron al cónsul Cornelio Escipión, a quien había tocado ser jefe de la escuadra, y entonces se verificó su primera expedición contra Cerdeña y Córcega.

Estas dos islas, tan inmediatas que podría creérselas una sola, son sin embargo muy diferentes por la naturaleza de su suelo y el carácter de sus habitantes. La Cerdeña es grande y fértil; posee muchos ganados, minas de oro y de plata, y produce trigo en tan grande abundancia, que por largo tiempo ha abastecido a Roma y a Italia. Córcega no admite grado de comparación, ni por su extensión, ni por la fertilidad: es montuosa, áspera, inaccesible e inculta en muchos parajes. Los habitantes participan de la naturaleza salvaje del terreno, y son de un carácter duro y feroz. Excesivamente celosos de su independencia, se someten con gran dificultad a la dominación extranjera.

Los cartagineses habían hecho por largo tiempo la guerra a los habitantes de estas dos islas, y concluido por apoderarse de todo el país, exceptuando ciertos puntos inaccesibles e impracticables para sus ejércitos: pero era más fácil vencer a estos pueblos que domarlos. Para tenerles en una dependencia completa los cartagineses habían destruido sus sembrados y talado sus árboles frutales; además les prohibieron bajo pena de muerte sembrar o plantar nada que pudiese suministrarles género alguno de alimento. De este modo les obligaron a ir a buscar a África todas las provisiones necesarias a su subsistencia, y les acostumbraron insensiblemente al penoso yugo de la servidumbre.

El cónsul Cornelio desembarcó primero en Córcega, y después de haber tomado por la fuerza de armas la ciudad de Atería, se hizo dueño con facilidad de todas las otras plazas de la isla. Desde allí dio la vela en dirección a Cerdeña, a donde acababa de arribar Aníbal con sus bajeles. El general cartaginés, bloqueado por la flota romana en uno de los puertos de la isla, perdió la mayor parte de sus galeras, y por esta vez no pudo sustraerse al resentimiento de sus conciudadanos. Fue preso por sus propios soldados, llenos de irritación por su impericia, clavado en una cruz, y muerto después de sufrir los más crueles tormentos.

Cornelio se dirigió enseguida hacia Olbia, con el objeto de ponerle sitio; pero conociendo que sus fuerzas eran insuficientes para expugnar una ciudad defendida por su posición natural y por una guarnición numerosa, renunció por el momento a su empresa y se volvió a Roma para levantar un nuevo ejército. A su regreso, puso otra vez sitio a Olbia: Hanón había sucedido a Aníbal en el mando de la flota cartaginesa: el cónsul batió a su nuevo adversario que perdió la vida en el combate, se apoderó de la plaza de Olbia, y en breve sometió a su obediencia todas las ciudades de Cerdeña.

En Sicilia, donde el cónsul Floro, colega de Cornelio, mandaba las legiones romanas, Amílcar continuaba sosteniendo la gloria de Cartago: Enna y Camarina le habían abierto sus puertas : Drepano , situada cerca de la ciudad de Eryx, le ofrecía un excelente puerto. Se apoderó Amilcar de Eryx, la destruyó completamente y mandó pasar todos sus habitantes a Drepano, de cuyo pueblo hizo una ciudad considerable, cercándola de muy buenas fortificaciones. En fin, en poco tiempo se hu­biera hecho dueño de Sicilia entera de no oponerse a la ra­pidez de sus progresos el cónsul Floro, que permaneció en la a pesar del rigor de la estación.

AÑO SEPTIMO DE LA GUERRA: TOMA DE MUCHAS CIUDADES DE SICILIA POR LOS CÓNSULES ATIL1O CALATINO Y SULPICIO PATERCULO (258 antes de J. CJ.

Los nuevos cónsules, al llegar a Sicilia condujeron todas sus fuerzas hacia Palermo, donde los cartagineses tenían sus cuarteles de invierno, y les presentaron batalla. Rehusáronla estos, confesando así su inferioridad : entonces los cónsules marcharon contra Hippana y la tomaron por asalto. Desde allí fueron a poner sitio a Mytistrato, plaza muy fuerte, que sus predecesores habían atacado em muchas ocasiones, mas nunca con buen éxito. La plaza se rindió por capitulación; pero las tropas, irritadas por su obstinada resistencia, degollaron a la mayor parte de sus habitantes, y entregaron la ciudad a las llamas. El ejército romano, sin detenerse, emprendió la marcha en dirección a Camarina y , durante el tránsito, se vio a punto de perderse a consecuencia de una hábil maniobra del general cartaginés. Tratando este de compensar con la astucia la inferioridad de sus fuerzas se había apresurado a ocupar las alturas dominantes y a cerrar todas las salidas de un valle donde los romanos habían entrado temerariamente. Hallábanse casi en la misma situación que en las horcas caudinas, y no esperaban ya más que la muerte o una capitulación ignominiosa cuando el tribuno M. Calpurnio Flamma consiguió libertar el ejército de una ruina indudable con su presencia de ánimo y su abnegación sublime. Se presentó al cónsul y le hizo conocer toda la inminencia del peligro.

“Es necesario que te apresures, le dijo, si quieres salvar tu ejército, a enviar cuatrocientos hombres escogidos para que se apoderen de aquella altura. Nuestra diversión atraerá todas las fuerzas de los enemigos: solo cuidarán de rechazarnos. Sin duda alguna todos nosotros pereceremos; pero, vendiendo caras nuestras vidas, te daremos tiempo para que salgas del desfiladero con tus legiones. No te queda otro medio de salvación”.

No fueron infundados los cálculos del tribuno: se apoderó del cerro; la infantería y la caballería cartaginesas envolvieron por todas partes su débil cohorte, que se defendió con un valor admirable: al fin, después de increíbles esfuerzos, abrumada por el número, quedó toda entera tendida sobre el campo de batalla. Pero la resistencia había sido bastante obstinada y larga, y el cónsul tuvo el tiempo necesario para libertar su ejército; el resultado de una acción tan heroica fue verdaderamente maravilloso y realzó más y más el brillo de su gloria. Calpurnio fué encontrado en medio de los cadáveres acribillado de heridas, de las cuales, por una casualidad que tuvo algo de milagrosa, ninguna fue mortal. Logró curarse, recibió por recompensa la corona obsidional, y todavía prestó importantes servicios a su patria.

Libre ya de aquel riesgo, Atilio puso sitio a Camarina : con las máquinas de guerra que le suministró Hierón, derribó los muros; se apoderó de la ciudad, y vendió como esclavos a la mayor parte de sus habitantes: Enna, SittanaCamicoErbesa y muchas otras plazas de la provincia cartaginesa cayeron también en su poder. Animado por estos triunfos, se embarcó para atacar Lipari, entre cuyos habitantes creía tener algún partido, mas Amílcar, penetrando sus designios, había entrado secretamente en la plaza, y desde allí espiaba una ocasión favorable para sorprenderle. En efecto, creyendo el cónsul muy lejos a Amílcar, avanzó hacia los muros de Lipari con más osadía que prudencia, cuando los cartagineses hicieron una vigorosa salida de la plaza, en la cual dejaron muertos y heridos a un gran número de romanos.

AÑO OCTAVO DE LA GUERRA (257 a. C.).

Durante este año no se dio entre los ejércitos y armadas romanas y cartaginesas ninguna acción notable. La historia solo menciona algunos sucesos de poca importancia, con igual éxito por ambas partes.

AÑO NOVENO DE LA PRIMERA GUERRA PÚNICA. BATALLA NAVAL DE ECNOMO (256 a.C)

Entre tanto las dos naciones rivales, juzgando con razón que el resultado de la guerra sería favorable al que quedase dueño del mar, habían empleado todos sus recursos para hacer inmensos preparativos. Los romanos arribaron a Mesina con una armada de trescientas treinta galeras, y desde allí pasaron a Ecnomo, donde estaban acampadas sus legiones. Al propio tiempo Amílcar, que mandaba la flota cartaginesa compuesta de trescientos cincuenta bajeles de guerra, había llegado a Lilibeo, y trasladóse a Heraclea, donde el enemigo trazaba el osado proyecto de pasar a África, establecer allí el teatro de la guerra y de reducir de este modo a los cartagineses a combatir, no por la posesión de la Sicilia, sino por la de su territorio y por la libertad de su patria. Los cartagineses, a! contrario, sabiendo por experiencia cuán fáciles eran el acceso a África y su conquista, nada temían tanto como aquella invasión; y para impedirla, estaban decididos a probar la suerte en una batalla naval

Los romanos tomaron sus disposiciones para aceptar el combate si se le presentaban, o para efectuar una irrupción en el país enemigo, si no les oponían obstáculos. Embarcaron las tropas escogidas del ejército de tierra y dividieron toda la flota en cuatro escuadras, distribuyendo con igualdad las legiones en las tres primeras, y reuniendo todos los triarios en la última. ( Los triarios componían la última línea del ejército de los romanos. )

Cada embarcación contenía trescientos remeros y ciento veinte combatientes, lo cual hacia ascender las fuerzas romanas a cerca de ciento cuarenta mil hombres. Los cartagineses eran superiores por el número, había en sus bajeles más de ciento cincuenta mil hombres entre marineros y soldados. Estos números bastan por sí solos para dar una alta idea del poder y de la energía de aquellas dos grandes repúblicas.

Los romanos, calculando que era especialmente en alta mar donde debían pelear, y que los cartagineses eran superiores a ellos por la ligereza de sus bajeles, procuraron suplir esta desventaja por medio de una formación compacta y difícil de romper. Con este objeto, las dos galeras que montaban los cónsules Regulo y Manlio, fueron colocadas de frente, al lado una de otra. Seguíanlas inmediatamente y en dos líneas oblicuas la primera y la segunda escuadra, figurando los dos lados de un triángulo, cuya base formaba la tercera escuadra. Esta tercera escuadra remolcaba los buques de carga, colocados detrás de ella en una larga línea paralela: en fin, la cuarta escuadra, o los triarios, marchaba después formando de modo que por ambos lados era más extensa su línea que la precedente. Este orden de batalla, no usado hasta entonces, dejaba a la flota romana igualmente dispuesta a sostener el choque de los enemigos, que a acometerles con ventaja. Sin embargo los generales cartagineses, después de haber exhortado a sus tropas a combatir con valor en una acción de la cual dependía la suerte de Cartago, y viendo a los soldados llenos de confianza y de ardor, salieron del puerto de Heraclea, y fueron a adelantarse al enemigo. Dispusieren su plan de bata­lla teniendo presente la formación de los romanos: dividieron su armada en tres escuadras colocadas en una sola línea: ya en alta mar extendieron el ala derecha apartándola del centro, y la compusieron de las embarcaciones más ligeras y propias por la rapidez de sus maniobras a envolver al enemigo; y en la retaguardia del ala izquierda agregaron una cuarta escuadra que so extendía oblicuamente hacia la costa. Hanón, el mismo general que había sido vencido cerca de Agrigento, mandaba el ala derecha; Amílcar que había batido a los romanos en Lipari, se reservó el centro y el ala izquierda, empleando, durante la batalla, una estratagema que faltó muy poco para causar la ruina de los romanos.

Como la flota cartaginesa estaba formada sobre una simple línea que por esta razón parecía muy fácil de romper, los romanos comenzaron el ataque por el centro. Amílcar, para desbaratar su orden de batalla había mandado a los suyos que emprendiesen la fuga tan pronto como so trabara la acción: los romanos, dejándose llevar de su intrepidez, persiguieron a los fugitivos con un ardor temerario; así es que la primera y la segunda escuadra se alejaron de la tercera que remolcaba los trasportes, y de la cuarta en que iban los triarios destinados a sostenerles. Cuando Amílcar vio que su estratagema había causado efecto, dio la señal convenida: los fugitivos hicieron cara y se arrojaron con impetuosidad sobre los que les perseguían; el combate se hizo entonces terrible, y el éxito dudoso. Los cartagineses llevaban ventaja a los romanos por la ligereza de sus bajeles, la presteza en las evoluciones y la precisión de las maniobras; pero los romanos compensaban es­ta desigualdad con su vigor en los combates a pie firme cuando sus cocles habían atracado los buques enemigos, y con el ardor que les inspiraba la presencia de sus cónsules, a cuyos ojos se esforzaban por señalarse. Mientras tanto, Hanón que mandaba el ala derecha, y que al principio del combate la había tenido a cierta distancia del resto de la flota, cambió de frente, se colocó a retaguardia de los buques donde iban los triarios, y acometiéndolos violentamente sembró en ellos el espanto y la confusión. Por otra parte, los cartagineses del ala izquierda, que estaban formados oblicuamente hacia la costa, cambiando también de posición, se colocaron en línea de batalla y cayeron sobre las galeras de la tercera escuadra, a las cuales estaban unidos los barcos de carga que remolcaban. Así es que esta batalla presentaba tres acciones diferentes, separadas la una de la otra por distancias considerables. El triunfo estuvo indeciso por largo tiempo, mas al fin, la escuadra que mandaba Amílcar fue puesta en fuga, y Manlio agregó a sus bajeles los que había apresado. Régulo acudió al socorro de los triarios y de los barcos de carga, llevando consigo las galeras de la segunda escuadra que habían salido sin averías del primer combate; y mientras que peleaba con Hanón, los triarios que estaban a punto de rendirse, recobraron su valor y volvieron a combatir con nuevo vigor. Los cartagineses, acometidos por ambos lados, y no pudiendo resistir aquel doble ataque, ganaron el alta mar para sustraerse a una destrucción inevitable.

Al propio tiempo, Manlio vio que la tercera escuadra estaba como arrinconada hacia la costa por los cartagineses del ala izquierda; y, ya en seguridad los triarios y los trasportes, Régulo y él unieron sus fuerzas para sacarla del extremo peligro en que se hallaba, porque sostenía una especie de sitio, y habría sido indefectiblemente destruida, si los cartagineses, por temor a los cocles y al abordaje, no se hubiesen limitado a tenerla bloqueada contra la ribera. Pero llegaron los cónsules, envolvieron por todas parles a los cartagineses y les apresaron cincuenta bajeles con todo su equipaje: algunos lograron escaparse bogando por la costa de Sicilia.

Tal fue el resultado de aquella gran batalla naval: treinta bajeles cartagineses fueron echados a pique y sesenta y cuatro apresados: por su parte, los romanos perdieron en el combate tan solo veinticuatro galeras; mas ninguna cayó en poder del enemigo.

Desembarco de los romanos en África

Al poco tiempo, los romanos, después de haber reparado las averías de sus bajeles y terminado todos los preparativos necesarios para una larga campaña, dieron la vela para África, sin que Amílcar se atreviese a hacer un solo movimiento para oponerse a su travesía. Las primeras galeras arribaron al promontorio Hermeo, que forma la extremidad oriental del golfo de Cartago; aguardaron allí la llegada de los buques que se habían retrasado, y reunida ya toda la flota bogaron a la vista de la costa hasta la ciudad de Clypea (actualmente Kalibia). Desembarcaron en aquel punto; y después de haber sacado los bajeles a tierra, y cercádoles con un foso y una trinchera, pusieron sitio a la ciudad.

La noticia de la derrota de Ecnomo había consternado a los cartagineses: todos aguardaban ver a los romanos, orgullosos con tan brillante triunfo, llevar sus armas victoriosas contra la misma Cartago. Mas cuando supieron que los cónsules después de haber desembarcado en Clypea, perdían su tiempo en sitiar esta ciudad, se reanimaron y se dedicaron a reunir tropas para poner su capital y el país circunvecino al abrigo de los ataques del enemigo.

Los cónsules habían enviado mensajeros a Roma para dar cuenta al senado de lo que habían hecho hasta entonces, y consultarle acerca de las medidas ulteriores que debían tomar. Mientras llegaba su decisión, fortificaron Clypea para hacer de esta ciudad su plaza de armas: dejaron allí tropas para guarnecerla y cubrir su territorio, penetraron en lo interior del país con el resto de su ejército, y asolaron el más hermoso distrito de África, que desde el tiempo de Agatocles no había sufrido las calamidades de la guerra. Destruyeron un gran número de magníficas casas de campo, se apoderaron de muchísimos ganados e hicieron más de veinte mil cautivos, sin que les opusiesen la menor resistencia. además tomaron por la fuerza de las armas o recibieron por composición muchas ciudades, en las cuales hallaron algunos desertores y mayor número de romanos que habían sido hechos prisioneros en las últimas campañas: entre estos debería hallarse probablemente Cn. Cornelio Escipión, porque dos años después le vemos elevado por segunda vez a la dignidad de cónsul.

Entonces llegó la resolución del senado: prescribía a Régulo su permanencia en África con cuarenta bajeles, quince mil hombres de infantería y quinientos caballos. En cuanto a Manlio, se le mandaba regresar a Roma con los prisioneros y el resto de la flota.

AÑO X DE LA GUERRA. BATALLA DE ADIS. TOMA DE TUNEZ (255 a.C.)

Los nuevos cónsules fueron Servio Fulvio Petino Nobilior y Marco Emilio Paulo. El senado por no interrumpir la serie de las victorias de Régulo, le hizo continuar mandando el ejército de África con el título de procónsul, y él solo se afligió por un decreto que le era tan glorioso. Escribió al senado que el administrador de las siete yugadas de tierra que poseía en Pupinias había muerto, y que el jornalero, aprovechándose de la ocasión, se había fugado después de robarle todos los instrumentos de labranza; solicitaba pues que le enviasen un sucesor, porque si sus tierras no se cultivaban, no tendría ya con qué mantener a su mujer y a sus hijos. El senado decidió que las tierras de Régulo serian dadas en arrendamiento y cultivadas, que se recobrarían a costa del Estado los instrumentos robados, y que la república se encargaría también de la manutención de su esposa y de sus hijos. ¡Raro ejemplo de desprecio de los honores y de la fortuna! El brillo con que todavía resplandece el nombre de Régulo, después de tantos siglos prueba que la gloria es para la virtud una recompensa más durable que la riqueza. Entre tanto, los cartagineses, que habían elegido para generales a Bostar, y Asdrúbal, hijo de Hanón, llamaron también a Amílcar que se hallaba en Sicilia, y que con cinco mil hombres de infantería y quinientos caballos, se trasladó al momento desde Heraclea a Cartago. Estos tres generales, después de haber deliberado entre sí, se decidieron a sostener la guerra, para no dejar al país expuesto impunemente a los estragos del enemigo.

Régulo iba avanzando y apoderándose de todas las ciudades que se encontraban a su paso: llegó a Adis, una de las plazas más fuertes del país, y le puso sitio. Los generales cartagineses fueron apresuradamente al socorro de la ciudad, y ocuparon una colina que dominaba el campo de los romanos y que, al primer golpe de vista, parecía una posición ventajosa, mas la desigualdad y la aspereza del terreno hacían inútil la fuerza principal de su ejército, que consistía en la caballería y en los elefantes. Régulo, como general hábil, se aprovechó de la falta de sus enemigos; y antes que tuviesen tiempo de repararla descendiendo a la llanura, subió a la colina con sus legiones y los acometió por dos lados a la vez. La caballería y los elefantes de los cartagineses no les prestaron el menor servicio: las tropas mercenarias combatieron con gran valor y desde luego pusieron en fuga a la primera legión; pero como rompiesen sus filas en el ardor de la persecución , fueron envueltos por las tropas romanas que atacaban la colina por el otro lado, y obligados a su vez a emprender la huida. Su ejemplo arrastró al resto del ejército; la caballería y los elefantes se salvaron en la llanura: los romanos persiguieron durante algún tiempo á la infantería, y volvieron a saquear el campo de los cartagineses.

Después de aquella victoria, Régulo, hecho dueño del país, le asoló impunemente y se apoderó do la ciudad de Túnez. Esta posición, lo mismo por su fortaleza natural que por su proximidad  a Cartago, le pareció muy ventajosa para la ejecución de sus proyectos: hizo de ella su plaza de armas y estableció allí un Campamento atrincherado.

Negociaciones infructuosas entre los romanos y los cartagineses.

Los cartagineses habían sido batidos en mar y tierra, y visto caer en poder de los vencedores más de doscientas ciudades: tantas derrotas y tantas pérdidas despertaron contra ellos el odio de los númidas, sus antiguos enemigos, que invadieron sus campos, llevándolo todo a sangre y fuego, y causaron aún más terror y desolación que los mismos romanos. Los habitantes de la campiña se refugiaban de todas partes en Cartago con sus mujeres e hijos para buscar un abrigo, y aumentaban la consternación, haciendo temer el hambre en caso de sitio.

En tan crítica situación, los cartagineses enviaron los principales senadores al general romano para pedirle la paz. Régulo no se negó a entrar en negociaciones; pero, abusando de los derechos de la victoria, les impuso estas duras condiciones:

«Ceder enteramente a los romanos la Sicilia y la Cerdeña, devolverles sin rescate todos sus prisioneros, y pagar el de los cartagineses; satisfacer lodos los gastos de la guerra, y someterse además a un tributo anual.»

Tales fueron al principio las pretensiones del vencedor; pero añadió después otras obligaciones que no eran menos humillantes para los cartagineses; por ejemplo: que no tendrían más amigos ni enemigos que los que lo fuesen de los romanos; que no podrían tener en el mar sino un solo bajel de guerra, y que suministrarían a los romanos cincuenta trirremes todas cuantas veces fuesen requeridos al efecto. Los embajadores suplicaron a Régulo que fuese más moderado en sus exigencias y no les prescribiera condiciones tan insoportables; pero no quiso ceder sobre ningún término y añadió con un orgullo insultante que era necesario o saber vencer, o saber obedecer al vencedor. El senado de Cartago, cuando oyó la relación de sus enviados, se indignó tan altamente de la dureza de las leyes que querían imponerles que, pesar de sus apuros, tomó la generosa resolución de sufrirlo e intentarlo todo antes que sujetarse a la más insoportable, a la más ignominiosa de todas las servidumbres.

Llegada de Xantipo a Cartago: derrota y captura de Régulo.

Tal era la situación de los cartagineses, cuando los bajeles que habían enviado a Grecia con el objeto de levantar tropas, regresaron a África con un refuerzo bastante considerable de soldados mercenarios. Entre ellos se hallaba Xantipo de Lacedemonia, el cual, acostumbrado desde su infancia a la disciplina austera de su patria, poseía una consumada experiencia en el arte de la guerra. Este capitán instruido en los pormenores de la última derrota de los cartagineses y de las circunstancias que la habían acompañado, calculando además los recursos que les quedaban, el número de sus soldados de caballería y de sus elefantes, creyó y aun dijo a sus amigos que los cartagineses no habían sido vencidos por los romanos, sino por ellos mismos y por la incapacidad de sus generales. Estas palabras se extendieron entre el pueblo, y no tardaron en llegar a oídos de los senadores. Los magistrados hicieron llamar a Xantipo; este se presentó ante ellos y justificó claramente lo que se había aventurado a decir. Les demostró que, lo mismo en las marchas que en los campamentos y aun en los propios combates, habían elegido siempre las posiciones menos ventajosas, y añadió que, si querían seguir sus consejos y mantener constantemente el ejército en las llanuras, él les respondería no solamente de su salvación sino también de la victoria. Todos los jefes de la república y los generales mismos, por una generosidad muy rara y digna de elogio, sacrificaron su amor propio en aras de la patria, y entregaron al extranjero el mando de sus ejércitos.

La habilidad con que Xantipo había juzgado en conjunto de la guerra, inspiraba ya a los cartagineses una gran con­fianza en sus talentos; mas cuando se le vio formar con prontitud el ejército en batalla a las puertas de la ciudad, mandar sabias maniobras y hacer ejecutar con buen orden las evoluciones más complicadas, un entusiasmo universal se apoderó del pueblo y del ejército, y todos, seguros de vencer bajo las órdenes de semejante general, pidieron con gritos de alegría marchar contra el enemigo.

Xantipo no dejó que se enfriase aquel ardor, y salió al momento en busca de los romanos: su ejército so componía de doce mil infantes, cuatro mil caballos y cerca de cien elefantes. Desde luego, Régulo quedó sorprendido al ver que los cartagineses, cambiando su método ordinario, dirigían su marcha por la llanura, y sentaban en ella sus reales; mas mirando con desprecio a unas tropas que tantas veces había vencido, se decidió a batirlas, cualquiera que fuese la ventaja de su posición. Qué pues a acampar a mil toesas del enemigo. 

Xantipo entonces, por deferencia hacia los generales del ejército púnico, los reunió en consejo de guerra, consultándolas acerca del partido que debían tomar. Pero, durante aquella deliberación, loa soldados pedían a grandes voces la batalla, y suplicando Xantipo al consejo que no desaprovechase una ocasión tan favorable, los jefes ordenaron a las tropas que se hallasen prontas para el combate, y dejaron al lacedemonio en completa libertad para obrar como creyese conveniente.

Este general formó así su ejército en batalla: delante y en una sola línea colocó los elefantes; detrás de ellos y a cierta distancia, a la falange cartaginesa, que era la flor de su infantería: extendió sobre las dos alas la caballería y los soldados auxiliares que estaban armados más a la ligera , y el resto de los mercenarios fue colocado en el ala derecha entre la falange y la caballería.

Xantipo había ordenado a sus tropas ligeras que después de disparar sus flechas, se retirasen a los intervalos que separaban a los cuerpos formados a su espalda, y que mientras el enemigo peleaba con la falange cartaginesa, saliesen por los costados y le atacasen de flanco.

Régulo había formado primeramente su ejército en batalla según el método ordinario; pero cuando vio la disposición de los enemigos, puso en primera linear a todos sus velites (soldados armados a la ligera) para libertarse del choque de los elefantes. En seguida colocó sus cohortes, cuyas filas dobló; distribuyó su caballería entre las dos alas, y de de este modo a su orden de batalla menos frente y más espesor que la vez primera. Esta formación, dice Polibio, era excelente para resistir a los elefantes, pero dejaba expuestos a los romanos a ser envueltos por la caballería cartaginesa, muy superior en número a la suya. 

Xantipo hizo entonces avanzar a un mismo tiempo a los elefantes para penetrar en el centro y a la caballería de sus dos alas para cargar y envolver al ejército enemigo. Los romanos dieron su grito de guerra, y marcharon intrépidamente contra los cartagineses: la caballería romana, muy inferior en número a la de los enemigos, no pudo resistir por largo tiempo y dejó descubiertas las dos alas: la infantería de la izquierda, bien fuese por evitar el choque de los elefantes, bien para demostrar su superioridad sobre los soldados mercenarios que formaban el ala derecha de los cartagineses, los acometió, dispersó y persiguió basta sus trincheras. En el centro, opuesto a les elefantes, las primeras filas fueron destruidas y cayeron a los pies de aquellas enormes masas. El resto del cuerpo de batalla a causa de su espesor permaneció firme por algún tiempo; mas cuando las últimas filas envueltas por la caballería y las tropas ligeras, se vieron en la necesidad de volver cara para hacerlas frente; cuando los que habían forzado el paso por medio de los. elefantes se encontraron con la falange de los cartagineses que aún no había entrado en acción y se hallaba en muy buen orden, la posición de los romanos fue del todo desesperada. Unos murieron aplastados por los elefantes; otros, sin apartarse de sus filas, perecieron amaños de las tropas ligeras y de la caballería: solo un corto número buscó su salvación en la fuga; pero en aquella llanura no pudieron libertarse de la persecución de dos elefantes ni de los soldados a caballo. Quinientos hombres, que se habían reunido alrededor de Régulo, fueron hechos prisioneros con él. Los cartagineses perdieron en aquella acción ochocientos de los soldados extranjeros que daban frente al ala izquierda de los romanos; y de estos solo se salvaron los dos mil que, persiguiendo el ala derecha de los enemigos se habían retirado del combate y llegaron, contra toda esperanza, a refugiarse dentro de Clypea. El ejército victorioso volvió a entrar en triunfo en Cartago, llevando cargados de cadenas al procónsul romano y a los quinientos soldados que con él habían caído aprisionados.

La embriaguez de los cartagineses, después de aquella victoria, fue tanto mayor cuanto más inesperado era su buen éxito: celebraron su triunfo con tiestas religiosas, banquetes públicos y todo género de diversiones. Xantipo, que había salvado a Cartago de una ruina casi cierta, tomó el sabio partido de retirarse a su patria al poco tiempo: tuvo la prudencia de eclipsarse recelando que su gloria, hasta entonces pura e íntegra, se amortiguase poco a poco después de su primer brillo, o excitase contra él la envidia y la calumnia, temibles sobre todo para un extranjero que, lejos de su patria, no tiene parientes, amigos ni apoyo alguno para defenderse. Apiano y Zonaras refieren que los cartagineses, envidiosos con bajeza de la gloria de Xantipo, y humillados porque debían su salvación a un extranjero, le hicieron perecer por traición, al reconducirle de regreso a Grecia. Pero este hecho es poco probable; ninguno de los historiadores latinos le refiere, y en verdad  que si lo hubiesen conocido, no habrían dejado escapar tan bella ocasión para cubrir de oprobio cierno a los enemigos del nombre romano, hacia los cuales mostraron por otra parle un odio tan violento y casi siempre tan injusto.

Nuevo combate naval entre romanos y cartagineses.

La noticia de la derrota y cautividad de Régulo, no desalentó de modo alguno a los romanos; sin perder tiempo, se ocuparon en la construcción de una nueva flota , y en los medios de salvar a aquellos de sus conciudadanos que se habían sustraído a este desastre. Los cartagineses sometieron primero a los númidas, y luego recobraron sin dificultad la mayor parte de las ciudades que habían abrazado el partido de los romanos, pero atacaron inútilmente la plaza de Clypea, cuya guarnición hizo una obstinada resistencia; y después de haber empleado vanamente todos los medios para reducirla, se vieron obligados a Ievantar el sitio. Advertidos entonces de que los romanos equipaban una flota, y se disponían a pasar de nuevo a África, repararon sus bajeles, construyeron otros nuevos, y salieron al mar con doscientas galeras completamente equipadas para observar la llegada del enemigo.

A principios del estío se dirigieron los romanos al África con trescientos cincuenta bajeles, al mando de los dos cónsules Marco Emilio y Servio Fulvio. Hallaron cerca del promontorio Hermeo a la flota cartaginesa, la atacaron sin detenerse, la pusieron en fuga, y apresaron catorce galeras con toda su tripulación. Sin embargo; después de esta victoria evacuaron Clypea, y llevándose la guarnición, pusieron rumbo a Sicilia. Causa en verdad extrañeza que los romanos, con una armada tan numerosa y después de una victoria tan decisiva pensasen tan so loen evacuar Clypea y retirar su guarnición en lugar de intentar la conquista del África, que Régulo, con fuerzas mucho menores, había casi concluídoZonaras añade, es cierto, que los romanos alcanzaron cerca de Clypea una gran victoria contra el ejército de tierra de los cartagineses; mas está de acuerdo con Polibio sobre la evacuación de aquella plaza por los romanos: Eutropio da por motivo la falta de víveres.

La flota romana hizo una favorable navegación hasta Sicilia: los pilotos habían aconsejado la vuelta a Italia sin detención para evitar la estación de las tormentas que se aproximaba; pero los cónsules, despreciando sus consejos, se obstinaron en querer apoderarse de algunas ciudades marítimas que aun poseían los cartagineses. Esta imprudencia fue causa de un desastre espantoso: les asaltó de improviso una tempestad tan violenta, que de trescientos sesenta y cuatro bajeles, apenas pudieron salvarse ochenta.

La actividad de los cartagineses supo sacar provecho de aquel favor de la fortuna: enviaron un ejército a Sicilia, pusieron sitio a Agrigento, tomaron a los pocos días esta ciudad, que no fue socorrida, y la arruinaron completamente. Parecía probable que todas las otras plazas de los romanos hubiesen tenido la misma suerte y obligadas a rendirse a los cartagineses; pero la noticia del poderoso armamento que se preparaba en Roma dio valor a los aliados, y los animó a sostenerse contra los enemigos. En efecto, pasados tres meses, se vieron doscientas veinte galeras en estado de hacerse a la vela.

Año XI de la guerra: (254 a.C.)

Los dos nuevos cónsules, Cn. Cornelio Escipion Asina y Aulo Atilio Calatino, encargados del mando de la armada, se trasladaron primeramente a Mesina, donde recogieron los bastimentos que se habían libertado del naufragio del año precedente. Desde allí, con trescientos bajeles de guerra, arribaron a Cephalaedio, que les fue entregada por la traición de algunos habitantes. En seguida intentaron apoderarse de Drepano, pero los socorros que los cartagineses introdujeron en esta plaza les obligaron a levantar el sitio. Lejos de desalentarse por esta tentativa infructuosa, fueron a sitiar a Palermo , cpital de todas las posesiones cartaginesas en la Sicilia. Apoderáronse del puerto, y habiéndose negado los habitantes a rendirse, rodearon la ciudad de fosos y atrincheramientos. Como el terreno estaba cubierto de árboles hasta las puertas de la ciudad, adelantaron rápidamente las empalizadas, los terraplenes y las máquinas: atacaron vigorosamente y demolieron con el ariete una torre situada a orillas del mar; los soldados subieron al asalto por la brecha practicada, y después de haber muerto a un gran número de enemigos, se apoderaron de aquella parte de la plaza, que, se llamaba la Ciudad Nueva. Carecían de víveres los que habitaban la Ciudad Vieja , y ofrecieron rendirse a condición de que les dejaran la vida y la libertad: los cónsules no aceptaron esta proposición, pero fijaron su rescate en dos minas por persona: diez mil fueron rescatados a este precio; los demás, en número de trece mil, fueron vendidos en público con el resto del botín.

La toma de aquella ciudad fue seguida de la rendición de otras muchas plazas, cuyos habitantes expulsaron a la guarnición cartaginesa, y abrazaron el partido de los romanos. Los cónsules dejaron una guarnición en Palermo y regresaron a Roma: durante su travesía, los cartagineses les tendieron una emboscada y se apoderaron de algunos de sus bajeles, cargados de dinero y de bolín.

AÑOS XII, XIII y XIV DE LA PRIMERA GUERRA PÚNICA (25-250 a.C.)

Al año siguiente, los cónsules C. Servilio Cepion y C. Sempronio Bleso, pasaron al África con toda su armada. Limitáronse a navegar hacia la costa, y hacer de tiempo en tiempo algunos desembarcos, cuyo único resultado fue el pillaje y la tala de varias campiñas, porque los cartagineses habían provisto entonces perfectamente a la guarda y seguridad de su país. Volviéronse a Roma, costeando la Sicilia y la Italia: mas en el momento de doblar el cabo Palinuro, se levantó una furiosa tempestad que sumergió ciento cincuenta galeras de guerra y un gran número de barcos de carga. Por grande que fuese la constancia de los romanos, tantos desastres consecutivos abatieron su valor. Renunciaron pues a disputar el imperio del mar que parecían rehusarles los vientos y las olas. Desde entonces pusieron toda su esperanza en las legiones, y cuidaron tan solo de equipar sesenta bajeles para trasportar a Sicilia los víveres y las municiones necesarias a sus ejércitos.

Este desaliento de los romanos despertó la confianza en los cartagineses. Desde el principio de la guerra, jamás se habían visto en un estado dan brillante: los romanos les habían dejado por dueños del mar, comenzaban a formar mejor opinión de sus tropas de tierra. En efecto, después de la derrota de Régulo, que fue decidida especialmente por los elefantes, los romanos concibieron una idea tan terrible de aquellos animales belicosos, que durante los dos años siguientes, en los cuales acamparon frecuentemente en las inmediaciones de Lilibeo y de Selinunte, 4 cinco ó seis estadios del enemigo, no se atrevieron a aceptar el combate, ni a descender a la llanura. Privados de aquella confianza que les hacia ordinariamente buscar los combates con alegría, se atrincheraban cuidadosamente en las montañas escarpadas y en posiciones inaccesibles. así es que todas sus operaciones, en el espacio de éstos dos años de guerra, se limitaron a los sitios casi insignificantes de Termas y de Lipari.

Mientras tanto, juzgando la ocasión favorable para volver a tomar la ofensiva, los cartagineses resolvieron aumentar las fuerzas que tenían en Sicilia: mas como su tesoro estaba exhausto por los enormes gastos de una guerra tan prolongada, enviaron una embajada a Ptolomeo Filadelfo, rey de Egipto, para rogarle que les hiciese un préstamo de dos mil talentos. Este soberano, que era aliado de los dos pueblos, después de haber interpuesto en vano su mediación para reconciliarlos, rehusó dar el préstamo solicitado por los cartagineses, diciendo «que no convenía a un amigo suministrar socorros contra sus amigos,»

Entonces los cartagineses agotaron todos sus recursos, y expidieron a la Sicilia a Asdrubal con doscientos bajeles, ciento cuarenta elefantes y veinte mil hombres de infantería y caballería. Este general empleó todo el año siguiente en ejercitar sus tropas y sus elefantes, y las legiones romanas no dieron en aquella campaña combate alguno que merezca ser referido.  

AÑO XV DE LA PRIMERA GUERRA PÚNICA: LOS CARTAGINESES SON BATIDOS POR LOS ROMANOS AL PIE DE LOS MUROS DE PALERMO (250 a.C.)

El senado romano , viendo que de día en día se aumentaba el desaliento de las legiones que hacían la guerra en Sicilia, volvió a adoptar su primera resolución, y se decidió a probar otra vez en el mar la suerte de las armas. Los nuevos cónsules, Cayo Atilio Régulo y Lucio Manlio Vulso, fueron encargados de preparar y equipar con el mayor cuidado una nueva flota: Lucio Cecilio Metelo, uno de los cónsules del año precedente, continuó mandando el ejército de Sicilia con el título de procónsul.

Asdrúbal había notado que durante las campañas precedentes los romanos confesaban tácitamente su temor, evitando siempre las ocasiones de combatir en batalla campal; e instruido de que uno de los cónsules había vuelto a Italia con la mitad de sus tropas, quedando Metelo solo en Sicilia con la otra mitad, y estrechado además por las instancias de sus soldados que ardían en deseos de marchar contra el enemigo, resolvió aprovecharse de estas circunstancias favorables para dar una batalla decisiva. Salió pues de Lilibeo con todas sus fuerzas y fue a sentar sus reales en la frontera del territorio de Palermo: Metelo se hallaba entonces en esta ciudad con su ejército.

El general romano, habiendo sabido, por varios espías cartagineses que tuvo la destreza de sorprender, que Asdrúbal se adelantaba con el objeto de darle la batalla, afectó temor para inspirar a su enemigo una confianza más ciega, y permaneció cuidadosamente encerrado dentro de sus murallas. Este simulado terror aumentó en efecto la temeridad de Asdrúbal, que pasó los desfiladeros, avanzó por la llanura, llevándolo todo a sangre y fuego, llegando sus estragos hasta las mismas puertas de Palermo. Ni aun entonces hizo Metelo el menor movimiento, con la esperanza de que los cartagineses pasasen el rio de Orelo que corre a lo largo de la ciudad , y no dejó presentarse en los muros más que a un corto número de soldados. Asdrúbal cayó en él lazo: hizo pasar el rio a su infantería y a los elefantes, y despreciando a los romanos armó sus tiendas casi bajo los muros de la ciudad, sin dignarse siquiera de protegerlas con un foso y una trinchera. Sin perder momento, Metelo hizo salir algunas tropas ligeras para molestar a los cartagineses y obligarles a colocar todas sus fuerzas en batalla: entonces, viendo que su estratagema había surtido completo efecto, colocó una parte de sus vélites armados de dardos delante del foso y de los muros de la ciudad, con orden de lanzar todas sus armas arrojadizas contra los elefantes en cuanto los tuviesen a su alcance y de tirarse al foso, si se veían estrechados; para salir en seguida y volver a la carga: hizo poner junto a ellos, al pie de las murallas una gran provisión de dardos; colocó en las almenas a sus arqueros y honderos, y él mismo con sus tropas pesadas se situó detrás de la puerta que daba frente al ala izquierda de los cartagineses, enviando sin cesar nuevos refuerzos a los vélites que habían trabado el combate con el enemigo. Los conductores de los elefantes, excitados por una noble emulación y deseando tener el honor de la victoria, acometieron lodos a la par las primeras filas de los romanos, las desordenaron y persiguieron valerosamente hasta el borde del foso. Pero entonces los elefantes, abrumados por una lluvia de flechas disparadas desde lo alto de los muros y por los dardos que les lanzaban los vélites colocados delante del foso, se volvieron enfurecidos contra los cartagineses, derribaron a todos cuantos encontraban al paso, e introdujeron en sus filas el desorden y la confusión. Metelo, que solo aguardaba aquel momento, salió con sus legiones formadas en buen orden y cayó sobre el flanco de los enemigos, espantados ya, y casi vencidos: así es que no le fue muy difícil conseguir el triunfo. Murieron un gran número de cartagineses en el campo de batalla; perecieron también muchísimos en la fuga; y para aumento de desgracia, un accidente, que hubiera debido serles favorable, contribuyó asimismo a su desastre. La flota cartaginesa apareció en aquel momento, y todos se precipitaron a la orilla del mar con la esperanza de encontrar en ella su salvación; pero antes de poder llegar hasta las galeras, fueron destrozados por los elefantes, muertos por los romanos que los perseguían, o sumergidos en las olas. Los cartagineses perdieron en aquella jornada veinte mil soldados, y todos los elefantes cayeron en poder del enemigo.

Metelo, además del honor de una victoria tan memorable, tuvo la gloria de haber reanimado su antigua confianza en las legiones romanas que, desde aquel momento adquirieron superioridad en la campaña. Asdrúbal, después de su derrota se refugió en Lilibeo: esta sola desgracia hizo olvidar a los cartagineses todos los servicios que aquel hábil generadles había prestado: durante su ausencia fue condenado; y cuando volvió a Cartago, le prendieron y dieron muerte.

Los CARTAGINESES ENVIAN A RÉGULO A ROMA PARA NEGOCIAR LA PAZ: SU OPINION EN EL SENADO; SU SUPLICIO Y MUERTE.

Este nuevo desastre, unido a las considerables pérdidas que los cartagineses habían experimentado en mar y tierra en las últimas campañas, les decidió a entrar en negociaciones de paz. Juzgaron que por la mediación de Régulo podrían obtener condiciones más favorables, o por lo menos el canje de sus prisioneros, algunos de los cuales pertenecían a las primeras familias de Cartago. Se le hizo pues prestar juramento de volver al África si no tenía buen éxito su negociación, y partió en dirección a Roma con los embajadores cartagineses. Pero cuando hubo llegado se negó obstinadamente a entrar en la ciudad a pesar de las instancias que le hizo el senado, alegando por motivo de su resistencia que, según las costumbres de sus antepasados, un enviado de los enemigos no podía entrar en Roma, sino que debían darle audiencia fuera de su recinto.

Los senadores, se reunieron, pues, fuera de la ciudad, y Régulo Ies dijo:

«Los cartagineses, Padres Conscriptos, nos han enviado cerca de vosotros porque también yo he venido a ser su esclavo por el derecho de la guerra, y nos han encargado que pidamos la paz bajo condiciones que puedan ser convenientes para ambos pueblos; o que al menos insistamos respecto al canje de los prisioneros.»

Después de haber pronunciado estas palabras se retiraba en silencio con los embajadores: los cónsules le instaban vivamente para que asistiese a la deliberación; pero no consintió en ello hasta después de haber obtenido el permiso de los cartagineses, a quienes miraba como sus señores.

Fueron desechadas las proposiciones de paz, y la deliberación no giró más que sobre el canje de los prisioneros. Invitado por los cónsules a dar su parecer, Régulo respondió que no era senador ni siquiera ciudadano romano desde que había caído en manos del enemigo; pero no se negó a emitir su opinión como simple particular. Le bastaba pronunciar una palabra para recobrar con su libertad, sus bienes, sus dignidades, su esposa, sus hijos y su patria; pero aquella alma firme y constante sacrificó todas sus afecciones al interés de su país, y declaró francamente que no debía pensarse de modo alguno en el canje de los prisioneros; que semejante ejemplo produciría funestas consecuencias para la república; que los ciudadanos que habían sido bastante cobardes para entregar sus armas al enemigo, eran tan indignos de compasión como incapaces de servir con utilidad a su patria; que respecto de él mismo, perdiéndole, no perderían más que los restos de un cuerpo gastado por la vejez y por la guerra, mientras que los generales cartagineses que les proponían canjear; se hallaban todos en el vigor de su edad y podrían prestar aun por largo tiempo grandes servicios a su nación. Los senadores admiraban, mas no se atrevían a aceptar un sacrificio tan sublime, y lo hicieron únicamente después de las más vivas instancias del mismo Régulo que, por una generosidad sin ejemplo se inmolaba al interés de su patria.

Se negó pues el canje de los prisioneros; mas la familia, los amigos, los conciudadanos de Régulo emplearon casi la fuerza para retenerle: hasta el gran pontífice aseguraba que podía quedarse en Roma sin faltar a su juramento. Nada pudo, con todo, alterar la generosa obstinación de aquella alma inflexible: salió de Roma para regresar a Cartago, sin dejarse ablandar por el dolor extremo de sus amigos ni por las lágrimas de su esposa y de sus hijos: y sin embargo, no ignoraba los terribles suplicios que le aguardaban a su vuelta; pero temía mucho más al perjurio que a la crueldad de sus enemigos.

En efecto, cuando los cartagineses supieron que se había rehusado el canje de los prisioneros por consejo del mismo Régulo, le hicieron sufrir los más horrorosos tormentos. Le tuvieron encerrado largo tiempo en un oscuro calabozo, del cual, después de haberle cortado los párpados, le hacían salir repentinamente para exponerle al sol más vivo y ardiente. En seguida le encerraron en un arca erizada por dentro de puntas de hierro, en la cual expiró, víctima de los dolores y de la fatiga de un insomnio perpetuo.

Sitio de Lilibeo por los romanos.

Mientras tanto, los cónsules salieron de Roma con cuatro legiones y una flota de doscientas velas, con el objeto de vengar la muerte de Régulo, y utilizar la victoria de Palermo para expulsar enteramente de Sicilia a los cartagineses. Después de haber reunido a su ejército todas las fuerzas que había en aquella provincia, resolvieron poner sitio a Lilibeo, esperando que después de la toma de esta ciudad, nada podría oponérseles a su paso al África. Los cartagineses conocían, tan bien como los romanos, la gran importancia de aquella plaza, bien para la defensa de África, bien para la conquista de la Sicilia: así es que ambos pueblos emplearon todas cuantas fuerzas tenían para expugnarla y para defenderla.

Lilibeo está situada sobre el promontorio del mismo nombre que mira a la parte de África. Esla ciudad, fortificada por los cartagineses con el mayor cuidado, se hallaba cercada de anchas murallas, de un foso profundo y de lagunas saladas casi impracticables ; y a través de estas lagunas se abría la entrada del puerto, cuyo acceso era dificilísimo para aquellos que no conocían perfectamente la rada. Los romanos establecieron su campamento en dos puntos opuestos de la ciudad a la inmediación del mar, y les unieron por líneas fortificadas con un foso, un muro y una trinchera, dirigiendo sus primeros ataques contra la torre más próxima de las que miraban al África, aumentando siempre nuevas obras a las primeras, y avanzando sin cesar. Al fin derribaron seis torres contiguas a la que hemos mencionado, y emprendieron el derribo de las otras con el ariete. A este objeto y con el de establecer allí sus máquinas, comenzaron a terraplenar el foso que, según Diodoro, tenía sesenta codos de anchura y cuarenta de profundidad; y llevaron adelante con una constancia inalterable este largo y penoso trabajo. Ya habían sido derribadas muchas torres, otras amenazaban ruina y los sitiadores avanzaban más y más hacia el interior de la plaza: entonces se extendieron por la ciudad el terror y la consternación, a pesar de que la guarnición constaba de diez mil soldados, sin contar los habitantes, y que Himilcón, su gobernador, desplegaba un valor y una energía muy notables en la defensa de la plaza. Efectivamente, la infatigable actividad de este general proveía a todas las necesidades e inutilizaba lodos los esfuerzos de los enemigos: si practicaban una mina , él una contramina; si conseguían abrir una brecha, era al momento reparada; si derruían una parte del muro, se levantaba otro para reemplazarle. Siempre vigilante y cuidadoso, presente siempre en medio del peligro, no daba reposo a sus soldados ni seguridad a los sitiadores, oponiendo sus obras, sus minas y sus armas, a las minas y las armas de los romanos. Espiaba incesantemente la ocasión de incendiar las máquinas de los sitiadores, y para conseguirlo hacía de noche, de día, a cada instante favorable, repentinas salidas de la plaza, y daba encarnizados combates, en los cuales morían algunas veces más hombres que en las batallas formales.

Mientras que Himilcón se defendía con tanta intrepidez, algunos oficiales de las tropas extranjeras formaron una conspiración para entregar la ciudad a los romanos, esperando arrastrar en su defección a los soldados que estaban bajo sus órdenes. El general, cuya vigilancia había penetrado este proyecto de rebelión, no perdió un instante: reunió en el foro a los mercenarios, despertó en sus almas los sentimientos de afecto y fidelidad que debían a Cartago y a su general; mandó que les pagasen sus sueldos atrasados, y en fin, con sus promesas y su elocuencia los decidió a castigar a los traidores y a sacrificarse enteramente con él por una causa que todos habían defendido hasta entonces con tanta intrepidez y tanta gloria.

Al poco tiempo recibieron los sitiados nuevos socorros, que aumentaron su confianza. Los cartagineses que, sin haber recibido ninguna noticia cierta sobre el estado de Lilibeo, preveían sin embargo los riesgos y a las necesidades de la ciudad sitiada, equiparon una flota de cincuenta bajeles, embarcaron en ellos diez mil soldados, y encargaron a Aníbal, hijo de Amílcar, que introdujese en Lilibeo tropas, dinero, y víveres, dándole orden de partir sin dilación, y arrostrar todo género de peligros para penetrar en la plaza. Aníbal arribó a las islas Egusas situadas no lejos de Lilibeo, y allí aguardó viento favorable para ejecutar aquella difícil empresa; porque los romanos, desde el principio del asedio, habían obstruido la entrada del puerto echando a pique en ella quince bajeles cargados de piedras. En el momento que comenzó a soplar de la parte del mar un viento fuerte y propicio a sus designios, Aníbal desplegó todas sus velas y se dirigió hacia Lilibeo, teniendo sobre el puente de las galeras sus soldados formados en buen orden y dispuestos a pelear. La flota romana, sorprendida y como poseída de estupor por aquella maniobra tan osada como imprevista, y temiendo por otra parte que la violencia del viento la arrojase al puerto o contra los arrecifes inmediatos a la costa, no hizo el menor movimiento para oponerse al paso de las embarcaciones enemigas. Aníbal sin pararse, y evitando diestramente todos los obstáculos, entró con orgullo en el puerto y desembarcó sus diez mil soldados, entre los gritos de alegría y los aplausos de toda la ciudad. 

Los romanos, no habiendo podido impedir la introducción del socorro en la ciudad sitiada, presumieron que Himilcón, después de haber recibido un refuerzo tan considerable, no tardaría en emprender la destrucción de sus máquinas de guerra. No se engañaron en sus conjeturas: Himilcón, queriendo sacar partido del ardor de las nuevas tropas y del valor que su llegada había despertado en la guarnición y los habitantes, los reunió a todos en la plaza pública y los decidió a hacer una salida general, ofreciéndoles una victoria infalible y los premios que deberían ser su consecuencia.

Seguro de sus buenas disposiciones juntó a los jefes principales, les señaló los puestos que debían ocupar, les dio la contraseña, fijó el momento de la salida, y al amanecer el día siguiente, atacó por muchos puntos a la vez las obras de los romanos. Como éstos habían previsto los designios del enemigo, no fueron sorprendidos por tan violento ataque: acudieron rápidamente a los puntos amenazados y opusieron en todas partes una vigorosa resistencia. Cartagineses y romanos habían desplegado todas sus fuerzas: veinte mil hombres salieron de la plaza; los sitiadores los recibieron con mayor número: la pelea llegó a hacerse general, y muy sangrienta. La acción era tanto más viva cuanto que los sodados de una y otra parte, abandonando su formación de batalla, se batían entremezclados, y no atendían más que a su impetuosidad. Hubiérase dicho que en aquella multitud inmensa, hombre contra hombre y fila contra fila, se habían desafiado unos y otros a un combate singular. 

Pero alrededor de las máquinas de guerra, especialmente, eran los esfuerzos más violentos y la lucha más encarnizada. Los cartagineses en el ataque y los romanos en la defensa rivalizaban en la audacia y la obstinación: los unos por rechazar a los defensores de las máquinas, los otros por no ceder ni un palmo de terreno todos prodigaban su vida, y caían muertos sobre el sitio mismo donde habían comenzado a pelear. Lo que ponía el colmo al tumulto y al horror de aquella espantosa refriega, eran los soldados que, armados de antorchas y de estopas inflamadas para ir a poner fuego a las máquinas, se precipitaban como furiosos en medio de los peligros y de la matanza. Los romanos, asombrados de tanta audacia, estuvieron muchas veces a punto de ceder y de abandonar sus obras; mas al fin Himilcón, viendo que le habian causado grandes pérdidas sin haber obtenido ninguna ventaja decisiva, ordenó la retirada: y los romanos, satisfechos de haber podido conservar sus máquinas, no pensaron siquiera en perseguirle. A la noche siguiente, Aníbal, eligiendo el momento en que los romanos fatigados con el combate guardaban el puerto con menos vigilancia, salió con sus bajeles y se reunió con Adberbal en Drepano, ciudad marítima, situada a ciento veinte estadios de Lilibeo. Llevó consigo la caballería que, no sirviendo para ningún uso en la ciudad sitiada, podía emplearse útilmente en otra parte. En efecto, aquellas tropas a caballo, con sus incursiones continuas, hicieron para los sitiadores peligrosos los caminos y muy difícil el trasporte de los convoyes; ejercieron todo género de estragos en los campos vecinos, y causaron muchos embarazos y no poca inquietud a los cónsules. Adherbal no se los daba menores, por la parte del mar, con sus frecuentes e inesperadas invasiones, lo mismo por las costas de Sicilia que por las de Italia; y este sistema, seguido con perseverancia, produjo en el campo de los romanos tan gran escasez que, reducidos por todo alimento a la carne de los animales, la mayor parte fueron víctimas del hambre o de las enfermedades que son su consecuencia ordinaria.

Los cónsules, después de haber perdido cerca de diez mil hombres, decidieron que uno de ellos volviese a Roma con la mitad de las legiones, a fin de que las que permaneciesen allí para continuar el asedio hallaran menos dificultades en procurarse víveres. Resueltos a convertir el sitio en bloqueo, acometieron la empresa de cerrar la entrada del puerto de Lilibeo por medio de un dique; pero la profundidad de las aguas y la violencia de la corriente inutilizaron casi enteramente sus esfuerzos, y hubieron de limitarse a guardar la entrada con más vigilancia que anteriormente. 

Audacia de Aníbal el Rodio

Entretanto, no se recibía en Cartago noticia alguna de lo que pasaba en Lilibeo, ni se ofrecía nadie a encargarse de ir a saberlas. Aníbal, por sobrenombre el Rodio, hombre valiente y emprendedor, se brindó no obstante a penetrar en la ciudad sitiada, examinar cuidadosamente su situación, y volver a dar cuenta exacta de todo cuanto hubiese observado. Los cartagineses aplaudieron la adhesión y el interés que manifestaba y aceptaron sus ofertas, bien que estuviesen persuadidos a que tendría mucha dificultad en cumplirlas, porque sabían que los bajeles romanos estaban anclados delante del puerto y cerraban casi enteramente su entrada. Pero Aníbal equipó una embarcación que le pertenecía en propiedad, arribó a una de las islas que están frente a frente de Lilibeo, y al día siguiente, aprovechando un viento favorable, pasó por medio de la flota romana y entró en el puerto a la vista de unos enemigos asombrados de su atrevimiento. A las pocas horas se dispuso a volver a Cartago; pero el cónsul, durante la noche había elegido diez de sus bajeles más ligeros y colocádoles a los dos lados de la entrada del puerto con los remos extendidos como si fuesen alas, parar caer a la primera señal sobre el buque cartaginés. Aníbal, confiado en su audacia y en la ligereza de su galera, partió a la mitad del día: como para insultar al enemigo: pasó con la rapidez de un pájaro por medio de las masas inmóviles de los bajeles romanos , y burlándose de sus pesadas maniobras, retrocedió, voltejeó sobre sus flancos, se detuvo algunas veces para provocarles al combate, y no se hizo, en fin, a la alta mar hasta después de haber frustrado con un solo bajel, los esfuerzos de toda la  flota romana. El feliz resultado de aquella empresa, que Aníbal repitió muchas veces con igual éxito, dio a conocer a los cartagineses las necesidades de Lilibeo, y los medios de remediarlas: al propio tiempo aumentó la confianza de los sitiados y abatió el valor de los romanos, que se avergonzaban de ver desbaratados sus proyectos por la temeridad insultante de un hombre solo.

La presuntuosa audacia del cartaginés y el constante buen éxito de sus tentativas consistían principalmente en el conocimiento profundo que poseía de los escollos, los bajos y los pasos estrechos de aquella rada peligrosa. Ya había sido imitado su ejemplo por otros navegantes que iban a Lilibeo y volvían impunemente cuando la casualidad hizo que cayese en poder dejos romanos un cuadrirreme cartaginés, notable por la elegancia de su construcción y la ligereza de sus movimientos: eligieron para tripularle soldados aguerridos y remeros excelentes, y le destinaron a observar a los que intentasen, penetrar en el puerto, y especialmente a Aníbal. Este que había entrado en la ciudad, salió al mediodía; pero estrechado por el cuadrirreme, que seguía lodos sus movimientos, le reconoció y no pudo liberarse de un sentimiento de temor. Procuró primero sustraerse a la persecución por la rapidez de su buque; pero, superándole el otro en ligereza, y en el momento de ser alcanzado, se vio en la precisión de volver la proa y aceptar el combate. Entonces, demasiado débil para resistir al número y al valor de los soldados romanos, fue apresado con su galera. Los vencedores la equiparon cono el mayor esmero, y emplearon con tan buen éxito aquellos dos hermosos bajeles en la guarda del puerto, que nadie, en adelante, se atrevió a entrar en Lilibeo.

Nieva salida de Himilcón: incendio de las máquinas.

Desde aquel momento, los sitiadores reiteraron sus asaltos con nuevo vigor y atacaron las fortificaciones inmediatas al mar para atraer hacia aquel lado  toda la atención y todas las fuerzas de la guarnición: esperaban que, a favor de aquel falso ataque, sus tropas acampadas por el lado de tierra lograrían apoderarse del muro exterior de la ciudad. Este proyecto tuvo muy buen resultado al principio; pero aún no habían tenido tiempo los romanos para establecerse en sus posiciones, cuando Himilcón cayó sobre ellos de improviso, dio muerte a diez mil y obligó a los restantes a emprender la fuga. 

Algún tiempo después, una circunstancia inesperada proporcionó a los sitiados la ocasión de destruir las obras de los romanos. Se levantó de repente un huracán impetuoso que conmovió sus galerías y aun derribó las torres destinadas a protegerlas. Algunos soldados mercenarios juzgaron el momento favorable para incendiarlas, tanto más cuanto que el viento les ayudaba soplando del lado de la ciudad: comunicaron su idea a Himilcón, y se ofrecieron a llevar a ejecución la empresa; el general aprobó el proyecto e hizo todos los preparativos necesarios. Salieron de la plaza divididos en tres cuerpos, y pusieron fuego a las máquinas por tres diferentes puntos a la vez. Estas máquinas, construidas hacía mucho tiempo y formadas de una madera seca por el sol y los ardores del estío, se incendiaron fácilmente, y la violencia del viento, llevando por todos lados los restos inflamados de los manteletes y de las torres, propagó el incendio con una rapidez espantosa. Los romanos acudieron a la defensa de sus obras; mas sus socorros eran dirigidos a la ventura, y sus esfuerzos impotentes, porque el viento, que les daba de frente, arrojaba a sus ojos y semblantes nubes de ceniza, de llama y de humo; así es que pereció un gran número de ellos antes que hubiesen podido acercarse a los sitios que querían defender. Los cartagineses, al contrario, favorecidos por la dirección del viento, y alumbrados por el fuego que consumía las máquinas, lanzaban sus dardos con seguridad; y rara vez desperdiciaban sus tiros. Al fin, los manteletes, las tortugas, los arietes, las balistas, todas las máquinas destinadas a minar o a batir los muros, fueron enteramente reducidas a cenizas. 

Desde aquel momento; los romanos perdieron toda esperanza de hacerse dueños de Lilibeo por la fuerza, limitándose a rodear la ciudad de un foso y una trinchera. Cercaron también su campamento con una fuerte muralla, y cambiando el sitio en bloqueo, aguardaron a qué el hambre obligase a la plaza a rendirse. Por su parte los sitiados, levantaron las fornicaciones que habían sido destruidas y se procuraron todos los medios para hacer una vigorosa resistencia.

AÑO XVI DE LA GUERRA. BATALLA NAVAL DE DREPANO (219 a.C.)

Cuando se supo en Roma que una parte de las tropas había perecido en Lilibeo, ya en el incendio de las máquinas, ya en las otras operaciones del sitio, esta triste noticia, lejos de abatir los espíritus, pareció reanimar el ardor y la energía de los ciudadanos Todos se apresuraban a alistarse, y bien pronto diez mil hombres y un considerable refuerzo de marineros pasaron el estrecho y fueron por tierra a reunirse con los sitiadores.

La provincia de la Sicilia babia tocado al cónsul Publio Claudio Pulquer; era este romano de un carácter duro y violento, infatuado con su nobleza y su propio mérito, lleno de confianza en sus luces, al pasó que despreciaba las ajenas; castigaba las menores faltas con un extremo rigor, y sin embargo; él mismo en los negocios más importantes, hacía ver que no era menor su extravagancia que su incapacidad. Así es que, aun cuando había censurado con excesiva acrimonia a los últimos generales porque intentaron cerrar la entrada del puerto por medio de un dique, se obstinó en proseguir la ejecución de aquel proyecto impracticable, y quedó desairado ante los propios obstáculos.

Pero, entre todas las faltas que cometió, la más funesta fue el combate de Drepano, donde por su imprudencia y por el valor de Adherbal, perdió la flota más brillante que los romanos habían aventurado a la inconstancia del mar. Llegó a persuadirse que le sería fácil sorprender a Adherbal en Drepano; y que este general, instruido de las pérdidas que la armada romana había sufrido en el sitio de Lilibeo, pero ignorando el nuevo refuerzo que había recibido, no se imaginaria que fuese a tomar súbitamente la ofensiva ni estaría prevenido contra un repentino ataque. Eligió, pues, entre, toda la armada doscientos bajeles; embarcó en ellos los mejores remeros y los soldados más valientes de las legiones, y salió del puerto a medianoche sin que lo apercibiesen los sitiados. La vanguardia de la flota estaba ya cerca de Drepano, cuando amaneció y fue descubierta por Adherbal: esta aparición imprevista le sorprendió sin desconcertarle. Era indispensable decidirse prontamente entre los dos únicos partidos que podía adoptar: era el primero ir al encuentro de los romanos y batirlos sin tardanza; el segundo, aguardarlos y dejar que le bloqueasen: desechó este último porque le pareció a la vez cobarde y peligroso: reunió en la ribera a los marineros y a los soldados y les hizo entender en pocas palabras, pero llenas de fuerza y energía lo que podían esperar saliendo del puerto para dar la batalla a los romanos, lo que debían temer si aguardaban a ser acometidos.

Todos pidieron el combate con grandes gritos de alegría, y Adherbal les ordenó que se embarcasen al momento y siguiesen a la galera que iba a comandar él mismo, sin perderla de vista. Ganó el primero la alta mar e hizo colocar su Ilota en hilera detrás de las rocas inmediatas al puerto, del lado opuesto a aquel por donde entraba el enemigo. Claudio, viendo, contra lo que había creído, que los cartagineses estaban fuera del puerto y dispuestos a darle la batalla en alta mar, envió orden a aquellos de sus bajeles que estaban ya en el puerto o en el momento de entrar en él, para que retrocediesen y se uniesen al grueso de la flota. La ejecución de aquella maniobra fue causa de un desorden extremo: los más ligeros entre los bajeles romanos habían penetrado ya en el puerto, otros les seguían de cerca, y algunos se habían detenido a la misma entrada: de todo esto resultó que en aquel estrecho paso, lodos hacían a la par grandes esfuerzos para virar de bordo, se embarazaban mutuamente, se chocaban unos con otros, y se rompían sus remos. En fin salieron de allí con gran trabajo y se pusieron en orden de batalla a lo largo de la costa, y vuelta la proa hacia el enemigo.

El desorden y la confusión causados por aquella maniobra habían comenzado a producir inquietud y desaliento en la armada: una acción irreligiosa del cónsul acabó de desconcertarla y de hacer que las tropas perdiesen todo su valor y su esperanza. Por aquel tiempo tenían los romanos una confianza supersticiosa en los presagios y en los augures: pocos momentos antes de trabarse el combate fueron a decir a Claudio que los pollos sagrados no querían salir de su jaula, ni tomar alimento: «Que beban, pues, toda vez que no quieren comer» dijo Claudio con un tono burlón de impiedad, y mandó que los arrojasen al mar. 

Mientras tanto, el mismo cónsul, que anteriormente estaba colocado a retaguardia, se halló, por el movimiento que se acababa de efectuar a la cabeza del ala izquierda, y a la extremidad de la línea: por su parte Adberbal haciéndose mar adentro formó sus galeras en una misma línea, frente  por frente de las romanas que se extendían a lo largo de la ribera. Dada la señal por los generales, se trabó el combate que, al principio fue sostenido por una y otra parte con el mismo ardor e igual éxito con corta diferencia: pero bien pronto se inclinó la balanza en favor de los Cartagineses que, en aquella batalla tenían grandes ventajas sobre los romanos. Sus bajeles eran mucho más ligeros, sus remeros más hábiles y experimentados: además habían escogido diestramente su posición, dejando la alta mar a su espalda. En efecto, si se veían muy estrechados, podían retirarse sin riesgo alguno y eludir el ataque del enemigo por la velocidad de sus galeras: si los romanos se dejaban conducir demasiado lejos por el ardor de la persecución, se volvían de improviso, los cercaban por todas partes, destrozaban con el espolón los costados de sus bajeles y los echaban a pique. Claudio, al contrario, tenía que vencer todas las dificultades: la pesadez de sus galeras y la inexperiencia de los remeros hacían todas sus maniobras infructuosas. Colocados muy cerca de la costa sus bajeles ni tenían el espacio necesario para evolucionar, ni los medios para retirarse cuando se veían acosados por el  enemigo: así  es que la mayor parte de ellos encallaron en los bancos de arena, o fueron a estrellarse contra las rocas. Solo se libraron treinta que, estando en la inmediación del cónsul,  emprendieron con él la fuga, deslizándose por entre la ribera y la flota victoriosa. Todo el resto de los bajeles, en número de noventa y tres, cayó con su equipaje en poder de los cartagineses, cuya pérdida fue de poca consideración en aquella batalla. De parte de los romanos, ocho mil hombres fueron muertos o ahogados; y veinte mil entre soldados y marineros, prisioneros y conducidos a Cartago. Claudio, para arribar con más seguridad a Lilibeo, al pasar cerca de las costas que estaban en poder de los cartagineses, adornó sus galeras con palmas, laureles y todos los signos de la victoria; y por medio de esta estratagema consiguió, aun cuando iba fugitivo, inspirar terror. 

Este brillante triunfo, debido enteramente a la previsión y habilidad de Adherbal, le valió grandes distinciones en Cartago. En Roma, al contrario, se castigó con una fuerte multa la incapacidad y la insolente impiedad de Claudio, que habían sido tan funestas a la república.

Entre tanto, Adherbal se aprovechó de su victoria para apoderarse, cerca de Palermo, de un gran número de barcos romanos cargados de víveres: logró introducirlos en Lilibeo, y de este modo hizo volver la abundancia a la ciudad sitiada.

Los romanos experimentaron aun nuevos desastres al concluir aquel año. Habían encargado a Lucio Junio, uno de los cónsules, la conducción a Lilibeo de víveres y municiones para el ejército que sitiaba aquella plaza: Junio arribó a Mesina, donde halló una infinidad de embarcaciones de toda clase que se habían reunido de los diferentes puntos de la Sicilia, y compuso una flota de ciento veinte bajeles de guerra y ochocientos barcos de trasporte, con la cual se dirigió a Siracusa. Tan pronto como llegó a esta ciudad, envió a los cuestores con la mitad de los trasportes y algunas galeras, para subvenir a las urgentes necesidades de las tropas que asediaban Lilibeo, y esperó en Siracusa los buques que habían salido con él de Mesina y aún no habían llegado, así como los convoyes de víveres que sus aliados le enviaban desde las provincias del centro.

Sin embargo Adherbal, alentando por sus primeras victorias y por un refuerzo de sesenta bajeles que Cartalón acababa de llevarle de Cartago, se resolvió á llar un golpe decisivo. Confió cien galeras al mismo Cartalón, y le ordenó que, dirigiéndose a Lilibeo, procurase, por medio de un violento ataque, apoderarse de los bajeles romanos que estaban anclados delante del puerto, o al menos los incendiase y hundiese a pique. Cartalón partió al momento para ejecutar aquellas órdenes: llegó antes de amanecer a Lilibeo, acometió con impetuosidad a la flota romana, apresó algunas galeras, incendió otras, y llevó el terror y la confusión al campo de los sitiadores. Estos acudieron precipitadamente a defender sus bajeles; pero Himilcón, gobernador de la ciudad sitiada, advertido por el tumulto y los gritos de Jos combatientes, hizo una salida a la cabeza de sus mercenarios y se arrojó por el lado opuesto sobre los romanos, cuyo desorden se aumentó con este doble ataque.

La aproximación de la nueva flota romana impidió a Cartalón sacar más partido de sus ventajas: fue a apostarse en Heraclea para observar la llegada de los cuestores y cortarles la comunicación con el ejército sitiador. Poco después, habiéndole participado sus exploradores que una armada compuesta de toda clase de embarcaciones se dirigía hacia Lilibeo, aprovechó con alegría aquella ocasión; y despreciando a los romanos, a quienes ya había vencido, se adelantó a su encuentro para darles la batalla. La escuadra mandada por los cuestores, creyéndose demasiado débil para sostener el combate, arribó a una ciudad aliada, de poca importancia, nombrada Phintias, que en verdad no tiene puerto, pero donde ciertos promontorios avanzados en la mar forman un abrigo cómodo para las embarcaciones y una rada de fácil defensa. Allí desembarcaron, y después de haber dispuesto las catapultas, balistas y todo lo demás que la ciudad pudo proporcionarles, aguardaron el ataque de los cartagineses. Creyeron estos al principio que los romanos atemorizados se retirarían a la ciudad y les abandonarían sus bajeles; pero bailando en ellos, contra lo que esperaban, una vigorosa resistencia, y viéndose expuestos a multiplicados peligros en aquella posición difícil, hubieron de contentarse con algunos barcos de carga que habían apresado y se retiraron al río Halyco para observar la salida de la flota romana.

Al mismo tiempo el cónsul Junio, después de haber terminado los asuntos que le detenían en Siracusa, dobló el promontorio Pachyno, e puso rumbo a Lilibeo , ignorando aun lo que ahbia ocurrido en Phintias. Cartalón, al recibir esta noticia se hizo inmediatamente a la vela con el objeto de dar la batalla al cónsul antes que pudiese reunirse con la división de su flota que mandaban los cuestores. Junio reconoció desde lejos la numerosa armada de los cartagineses; pero encontrándose muy débil para aceptar el combate, y demasiado próximo al enemigo para evitar su persecución, tomó el partido de anclar cerca de Camarina en una rada circunvalada de ásperas rocas y casi inaccesible, queriendo mejor exponerse a perecer en medio de los escollos, que caer con toda su flota en poder de los enemigos. Cartalón se guardó bien de atacar a los romanos en tan peligrosa posición: fue a fondear cerca de un promontorio, desde donde podía observar al mismo tiempo a las dos flotas enemigas y usar de todas sus ventajas sobre ellas.

Bien pronto se levantaron recios vientos, y los pilotos cartagineses, acostumbrados a la navegación de aquellos mares, aconsejaron a Cartalón que abandonase el fondeadero y doblase sin dilación el promontorio Pachyno: el general siguió su consejo y consiguió, no sin grandes esfuerzos, poner su flota en seguridad: pero las de los romanos, sorprendidas ambas por la tormenta en medio de rocas y bajíos, sufrieron un naufragio tan espantoso que, de tantos bajeles como las componían, solo se salvaron dos galeras, con las cuales se dirigió a Lilibeo el cónsul Junio.

Junio se apodera por traición del monte y de la ciudad de Eryx.

Este último desastre acabó de abatir a los romanos, ya desalentados y débiles por las pérdidas precedentes. Renunciaron de nuevo a disputar el imperio del mar a los cartagineses , y convirtieron sus esfuerzos a sostener la superioridad que habían adquirido en tierra, resolviendo emplear al efecto todos sus recursos. Así, lejos de renunciar al sitio, emprendieron las operaciones con mayor vigor: el ejército no carecía de municiones ni de víveres, que le suministraban los pueblos de Sicilia, sometidos voluntariamente a los romanos en gran parte, o que estaban unidos a ellos por tratados de alianza. Entro tanto, el cónsul Junio que permanecía en Lilibeo, atormentado por el recuerdo de sus faltas y de su naufragio, deseaba hacerles olvidar por medio de alguna acción brillante; y procurándose ciertas inteligencias secretas en Eryx, le entregaron la ciudad y el templo de Venus. El Eryx que es el monte más alto de la Sicilia después del Etna, está situado en la inmediación del mar, entre Drepano y Palermo, pero mucho más próximo a Drepano. En la cumbre del monte hay una vasta planicie, en la cual se había edificado el templo de Venus Erycina, el más bello y el más rico sin comparación a todos los de Sicilia. Un poco más abajo de la cumbre se elevaba la ciudad de Eryx, a la cual solo podía subirse por un camino muy largo y dificultoso. Junio había colocado una parte de sus tropas junto al templo, guardando con él mayor cuidado los puntos accesibles del monte por la parte de Drepano: además fortificó la plaza de Egitala, situada en la orilla del mar, al pie del Eryx, y dejó en ella ochocientos hombres de guarnición. Creía haber asegurado perfectamente su conquista con estas disposiciones; pero Cartalón hizo un desembarco de tropas durante la noche cerca de Egitala, tomó esta plaza por asalto, y dio muerte o hizo prisioneros a los que la defienden, exceptuando unos pocos que se refugiaron en la ciudad de Eryx.

AÑOS XVII, XVIII, XIX y XX, primera guerra púnica (de 248 a 244 a.C.)

En este año apareció en el teatro de la guerra uno de los más grandes hombres que produjo Cartago. Amílcar, por sobrenombre Barca, padre del famoso Aníbal, recibió el mando general de los ejércitos de mar y tierra en Sicilia. Salió al frente de toda su flota, fue a asolar las costas de Italia y volvió cargado de botín a las inmediaciones de Palermo. Allí se hallaba cuando su hábil golpe de vista le hizo reconocer en Erete una posición admirable para atrincherarse con su ejército y desafiar por mucho tiempo los esfuerzos del enemigo. Erete es una montaña de bastante altura, situada a la orilla del mar, entre Eryx y Palermo, escarpada por todos lados, y coronada por una planicie de cien estadios de circunferencia: esta planicie es muy fértil y produce abundantes cosechas de todo género de cereales. Por la parte de tierra, lo mismo que por la del mar, los flancos de la montaña están casi llenos de agudas rocas, interrumpidas solamente por algunas torrenteras fáciles de fortificar: en medio de la planmicia, se eleva una eminencia que parece haber formado la naturaleza a la vez para servir de ciudadela, y para observar todo lo que pasa en las llanuras inmediatas: el pie de esta montaña, donde hay gran abundancia de agua dulce, se extiende hasta un puerto muy cómodo para los que se dirigen a Italia desde Lilibeo o Drepano: finalmente no puede llegarse a la cumbre sino por tres caminos, dos por el lado de tierra y uno por el del mar; pero todos igualmente penosos y difíciles. En esta posición fue donde Amílcar tuvo la audacia de establecerse: se colocaba en medio de un país enemigo, cercado por todas partes de tropas romanas, lejos de sus aliados, sin esperar ningún género de socorro: y sin embargo por la ventaja misma de esta posición, por su valor y experiencia en el arte de la guerra, supo oponer a los romanos obstáculos sobre obstáculos, y tenerlos expuestos a peligros y alarmas incesantes .

Triunfos de Hanón en Africa.

Mientras que Amílcar restablecía en Sicilia el honor de las armas púnicas, Hanón, su rival de gloria, extendida en África los dominios de Cartago. Este general, con el objeto de ejercitar a sus soldados y mantenerlos a expensas del enemigo, había llevado la guerra a la parte de la Libia cercana a Hecatompylos. Se apoderó de esta gran ciudad; pero deseando realzar con la clemencia la brillantez de su victoria, se mostró compasivo a las súplicas de sus habitantes, condújose como vencedor generoso, les dejó sus bienes y su libertad, y se contentó con exigir de ellos tres mil rehenes para garantizarle su fidelidad. 

Hacia este mismo tiempo el cónsul Fabio se hallaba sitiando Drepano. Al mediodía, de esta ciudad y muy inmediata a la costa hay una isla o mas bien una roca, que los griegos llamaban la Isla de las Palomas: el cónsul, envió una noche algunos soldados, que se apoderaron de ella después de haber degollado la guarnición cartaginesa. Amílcar, que había acudido a la defensa de Drepano, salió al amanecer el siguiente día para recobrar aquel punto importante para la seguridad de la ciudad sitiada; y Fabio que supo este movimiento demasiado tarde , no pudiendo ir al socorro de los suyos, ordenó a todas sus fuerzas el asalto de Drepano, esperando por aquella diversión, o tomar la ciudad en ausencia del general o poner a este en la necesidad de retroceder. Obtuvo en afecto una de estas dos ventajas: Amílcar volvió a la plaza para rechazar a los que la asaltaban, Fabio quedó siendo dueño de la isla que unió a la costa por medio de un dique, y de la cual se sirvió después útilmente para establecer allí sus máquinas y estrechar más y más a los sitiados.

Entretanto, Amílcar seguía conservando su fuerte posición de Erete: infestaba incesantemente con su flota las costas de Sicilia y de Italia; y aun cuando los romanos, al mando de Metelo, se establecieron cerca de Palermo, a cinco estadios de sus trincheras, supo hacer inútiles sus maniobras y mantenerse por espacio de tres años en aquella posición formidable.

Durante tan largo tiempo no se pasó casi un día sin que viniese a las manos con el enemigo: las emboscadas hábilmente preparadas, los ataques repentinos, las falsas retiradas, en una palabra, los combates eran tan frecuentes, tan semejantes entre sí, que su descripción pareció excusada hasta a la minuciosa exactitud de Polibio. «Una idea general de aquella lucha cuyo éxito pudo equipararse, bastará, dice, para dar a conocer la habilidad de ambos generales. En efecto, todas las estratagemas que la experiencia puede enseñar, todas las intenciones que pueden sugerir la ocasión y la apremiante necesidad, todas las maniobras que exigen el auxilio de la audacia y de la temeridad, fueron empleadas por una y otra parte, sin que produjesen resultados importantes. Las fuerzas de los dos ejércitos eran iguales; los dos campamentos bien fortificados e inaccesibles; el intervalo que los separaba, muy pequeño. Todas estas causas reunidas daban cada día lugar a combates parciales, mas impedían que la acción llegase a ser nunca decisiva; porque, cuantas veces venían a las manos, los que salían vencidos encontraban en la proximidad de sus atrincheramientos un asilo seguro contra la persecución de los enemigos, y el medio de combatirlos con ventaja.»

Los nuevos cónsules no fueron más dichosos que sus predecesores en la Sicilia, teniendo siempre, que luchar contra las dificultades del terreno, contra las atrevidas empresas y los ardides hábilmente concertados de Amílcar. Este gran general, con su actividad, con su valor, presencia de ánimo y habilidad para aprovechar las ocasiones, sabía, con fuerzas inferiores, conservar todas las plazas que había tomado, inquietar las de los enemigos, y equilibrar en Sicilia su fortuna y su poder con los de Roma. Resolvió socorrer a Lilibeo que, bloqueada por mar y tierra, había caído en el desaliento y era presa de la escasez, y lo consiguió por esta estratagema. Ordenó a una parte de su flota que se presentase en alta mar y evolucionase como si intentara penetrar en Lilibeo. Tan pronto como la vieron los romanos salieron a su encuentro; y Amílcar, con treinta de sus bajeles que había tenido cuidadosamente ocultos, se apoderó inmediatamente del puerto, hizo entrar víveres y socorros, y proveyó a todas las necesidades de la guarnición, cuyo valor se reanimó y fortificó con su presencia.

Año XXI de la guerra: (244 a.C.)

Al año siguiente, Amílcar, siempre Infatigable, concibió una empresa todavía más arriesgada. Ya hemos dicho que los romanos se habían apoderado de la ciudad y del monte de Eryx: en consecuencia establecieron dos campos atrincherados, uno en la falda e la montaña, otro sobre la planicie que dominaba la ciudad; de suerte que, al parecer, nada podían temer por la plaza, defendida por su situación natural y por aquella doble guarnición. Pero tenían que habérselas con un enemigo, cuya vigilancia y actividad hubieran debido inspirarles siempre zozobra. La audacia de Amílcar, a quien nada parecía imposible, se burló de aquellos obstáculos casi insuperables: hizo avanzar sus tropas durante la noche, púsose a su cabeza, subió por el monte en el más profundo silencio, y después de dos horas de una marcha tan penosa como llena de riesgos, llegó delante de Eryx, la tomó por asalto, pasó a cuchillo una parte de la guarnición el hizo conducir el resto a Drepano.

A partir de este momento aquella pequeña montaña fue la estrecha arena donde se debatieron los destinos de las dos más grandes repúblicas del mundo. Amílcar, colocado entre dos ejércitos enemigos, estaba sitiado por aquel a quien dominaba, mientras que a su vez, sitiaba el campo establecido en la cumbre. Los romanos, atrincherados en este último punto, desafiaban todos los peligros y soportaban todas las privaciones con una persistencia obstinada: los cartagineses, constantes basta un grado que tenía algo de prodigioso, aunque estaban rodeados de enemigos por todas partes, aunque no pueden procurarse víveres sino por un solo punto de la costa, del cual eran dueños, permanecían firmes en aquella posición sin ejemplo. Los dos pueblos, expuestos por la proximidad de sus campamentos a trabajos y peligros incesantes, reducidos lodos los días y casi todos los instantes a temer o a sostener un combate, a rechazar al enemigo, a evitar los lazos que se tendían, se habían condenado voluntariamente a unos sufrimientos superiores a las fuerzas humanas. La falta de reposo, la privación de alimentos, aniquilaban su vigor sin abatir su intrepidez: siempre iguales y siempre invencibles, sostuvieron durante dos años aquella lucha encarnizada sin que ninguno de ellos se desanimase por sus pérdidas, ni pudiese obligar al otro a cederle la victoria.

AÑO XXII DE LA GUERRA. DEFECCION DE LOS MERCENARIOS CARTAGINESES: RESTABLECIMIENTO DE LA MARINA ROMANA (243 aC.)

La llegada de los nuevos cónsules no cambió el aspecto de los negocios: la guerra continuaba en el mismo territorio, con la propia obstinación y con idéntica alternativa de reveses y triunfos, cuando los galos y algunos otros cuerpos de tropas mercenarias que estaban al servicio de Cartago, descontentos con el atraso que sufrían en el pago de sus sueldos, formaron el proyecto de entregar a los romanos la ciudad de Eryx, donde se hallaban de guarnición. Se descubrió su conspiración y entonces se pasaron al campo de los cónsules y  fueron los primeros extranjeros admitidos a llevar las armas al servicio de la república romana. Aquella defección, que disminuía las fuerzas de Amílcar, pareció aumentar todavía su valor y su energía. Este general, a quien no podían sorprender por astucia, ni someter por la fuerza, logró oponer una resistencia tan vigorosa a los romanos, que desesperando de concluir la conquista de Sicilia con sus fuerzas de tierra únicamente, volvieron a pensar en el restablecimiento de su marina. 

Pero la prolongación de la guerra había dejado exhausto el tesoro público, y el poco dinero que restaba apenas era suficiente para el sostenimiento de las legiones. El amor a la patria y la generosidad de los principales ciudadanos, suplieron los recursos que faltaban; y merced a las contribuciones voluntarias de todas las clases de la república, Roma armó en poco tiempo una flota de doscientas galeras de cinco órdenes de remos. Fueron construidas sirviendo de modelo la que habían apresado a Aníbal el Rodio, y se puso la mayor atención y esmera en su fabricación y equipo.

AÑO XXIII Y ÚLTIMO DE LA PERIMERA GUIERRA PÚNICA: BATALLA NAVAL DE LAS NAVAL DE LAS ISLAS EGATAS ; VICTORIA DE LOS ROMANOS (242 a. C.)

A principios de la primavera, el cónsul Lutacio reunió todos los bajeles de la república y de los particulares, y pasó a Sicilia con trescientas galeras y setecientos barcos de trasporte. Sé apoderó de los puertos de Drepano y Lilibeo sin encontrar resistencia; porque los cartagineses, que estaban lejos de aguardar la llegada de una flota romana, se habían retirado al África con todos sus bajeles. Alentado por un principio tan feliz, el cónsul se aproximó a Drepano y dispuso lo conveniente para ponerla sitio; mas al propio tiempo este general, cuya actividad igualaba a su prudencia, previendo que la flota púnica no tardaría en presentarse, y persuadido de que el resultado de aquella larga guerra dependía de una batalla naval, empleaba todos los medios imaginables para preparar la victoria. Ejercitaba sin descanso a los marineros, los remeros y los soldados de sus galeras; les enseñaba todas las evoluciones, les acostumbraba a todas las maniobras; y en fin, con estas lecciones repetidas sin cesar, logró  darles en poco tiempo una instrucción y una experiencia casi iguales a las de sus enemigos. Entretanto, los cartagineses, sorprendidos de la audacia de los romanos que acababan de tomar de nuevo la superioridad en el mar, cuidaron inmediatamente de abastecer el campamento de Eryx. Con este objeto hicieron pasar a Sicilia, bajo la conducta de Hanón, una flota de 400 bajeles, cargados de dinero, de víveres y de municiones de toda especie. El proyecto de Hanón consistía en arribar cerca de Eryx sin que le viese el enemigo, descargar sus embarcaciones, reforzar la armada naval con los veteranos aguerridos que Amílcar debía suministrarle, e  ir enseguida, con este general, a batir la flota romana. Bien tomadas estaban estas medidas; pero la vigilancia de Lutacio las desconcertó. Adivinando el cónsul los proyectos del enemigo, hizo embarcar en su armada la flor de sus legiones, y de la vela para Egusa, isla situada entre Drepano y Lilibeo, desde donde vio de lejos la flota enemiga: advirtió a los pilotos y a los soldados que se preparasen para combatir al día siguiente, y los exhortó a cumplir bien con su deber.

Mas al amanecer el día señalado, viendo que el viento le era tan contrario como favorable a los cartagineses, y que el mar estaba muy agitado, comenzó a vacilar sobre el partido que debería seguir. Sin embargo, calculó que si, a pesar de estas desventajas, daba en seguida la batalla, no tendría que luchar sino contra Hanón solo, contra bajeles incompletamente armados y embarazados por un considerable cargamento de municiones y de víveres; mientras que si aguardaba la calma y dejaba a Hanón unirse al ejército de Eryx, le sería necesario combatir contra buques aligerados del peso de su carga, contra lo escogido de las tropas de tierra y, lo que aún era más terrible contra el genio y la intrepidez de Amílcar. Estos motivos le arrastraron y determinaron a elegir aquella oportunidad. 

Como los enemigos se aproximaban navegando a toda vela, el cónsul mandó levar anclas y se adelantó a su encuentro. La destreza y el vigor de los marineros se burlaron de la resistencia de las olas: la flota se formó en una sola línea, con las proas vueltas hacia el enemigo. Los cartagineses, viendo que los romanos les cerraban el paso de Eryx, cargaron las velas y se prepararon a combatir. 

Pero no eran ya, ni de una ni de otra parte, las mismas flotas que habían chocado en Drepano; por eso el éxito debía ser diferente. Los romanos habían hecho grandes progresos en el arte de construir bajeles; sus tripulaciones se componían de excelentes marineros, de remeros ejercitados y de soldados escogidos entre los más valientes del ejército. Los cartagineses, al contrario, confiando demasiado en su superioridad, hacía ya mucho tiempo que abandonaban su marina. A la primera noticia del armamento de los romanos, dispusieron una flota equipada aceleradamente, y en la cual todo dejaba conocer la incuria y la precipitación: soldados y marineros, todos eran mercenarios nuevamente alistados, sin experiencia, sin valor, sin celo por la patria, sin que mostrasen interés por la causa común. Así es que la victoria no estuvo indecisa por largo tiempo: los cartagineses retrocedieron por todas partes al primer choque, y perdieron ciento veinte galeras, de las cuales, cincuenta fueron echadas a pique, y setenta apresadas con sus tripulaciones que ascendían a diez mil hombres. El resto logró salvarse, con el auxilio del viento que, cambiando de repente, favoreció su fuga: Lutacio condujo a Lilibeo Ios bajeles y prisioneros de que se había apoderado. 

Tratado de paz entre Roma y Cartago.

Tal fue la célebre batalla de las islas Egatas: cuando su resultado se supo en Cartago, causó una sorpresa tanto mayor cuanto menos se esperaba. El senado no carecía de voluntad ni de constancia para sostener la guerra, pero no veía medio alguno para continuarla. En efecto, habiéndose hecho los romanos dueños del mar, no podía enviarse al ejército de Eryx víveres ni refuerzos: abandonar este ejército a sus propios recursos, valía tanto como entregarle al enemigo y entonces ya no le quedaban a Cartago generales ni soldados. En tan duras circunstancias, el senado dio a Amílcar plenos poderes para obrar como juzgase conveniente para los intereses de la república. Este gran hombre, mientras que vislumbraba algún resto de esperanza, había hecho todo lo que podía esperarse del valor más intrépido y de la más consumada experiencia; había disputado la victoria con una terquedad, con una constancia que carecían de ejemplo. Pero cuando vio que la resistencia había llegado a ser imposible, que la paz era el único medio de salvar patria y  soldados, sus compañeros de fatigas, supo como hombre sabio ceder a  la imperiosa necesidad, y desplegó tanta prudencia y habilidad en las negociaciones como serenidad y audacia había mostrado en el mando de los ejércitos. Envió pues al cónsul Lutacio diputados con el encargo de hacerle proposiciones de paz y de alianza.

El cónsul, deseoso de arrebatar a su sucesor la gloria de terminar una guerra tan importante, acogió con placer estas proposiciones. Sabía por otra parte que las fuerzas y las rentas de la república estaban agotadas, y que el pueblo romano se cansaba ya de una lucha tan difícil como prolongada; en fin, no había olvidado las funestas consecuencias de la inexorable e imprudente altivez de Régulo. Así pues no se mostró muy severo y consintió en la paz bajo las siguientes condiciones: que los cartagineses evacuarían enteramente Sicilia; que no harían la guerra contra Hierón y los siracusanos, ni contra sus aliados; que devolverían a los romanos, sin rescate, todos los prisioneros y los tránsfugas; en fin, que les pagarían , en el espacio de veinte años, dos mil y doscientos talentos euboicos. 

Lutacio había exigido también al principio que las tropas que se hallaban en Eryx entregasen sus armas; pero Amílcar declaró que jamás entregaría a los enemigos de su nación las armas que esta le había confiado para defenderla; que perecería él mismo y dejaría perecer a su patria antes que volver a ella cubierto de semejante oprobio: esta generosa resistencia obligó al cónsul a ceder.

Se envió a Roma el tratado, y no fue desde luego aceptado por el pueblo : se encargó a diez comisionados que se presentasen en el teatro de la guerra para examinar más de cerca el estado de las cosas. Estos comisionados no cambiaron las bases del tratado: añadieron únicamente a las primeras condiciones, que los cartagineses pagarían de pronto mil talentos para los gastos de la guerra, y dos mil en los diez siguientes años, y que abandonarían todas las islas situadas entre la Sicilia e Italia

De este modo se terminó una de las más prolongadas guerras de que hace mención la historia; duró sin interrupción cerca de veinticuatro años. Puede formarse una idea de los increíbles esfuerzos que hicieron entrambos pueblos, cuando se les ve, al fin de la guerra, y después de las inmensas pérdidas experimentadas por una y otra parte, reunir en una misma batalla naval 700 galeras de cinco órdenes de remos. Una pasión igual de dominar animaba a las dos repúblicas: por eso se advertía en ellas la misma audacia en las empresas, la misma actividad en la ejecución, la misma constancia en los reveses. Los cartagineses superaban a sus adversarios por la ciencia de la marina, por la habilidad en la construcción de los bajeles, la precisión y la rapidez de las maniobras, la experiencia de los pilotos, el conocimiento de las costas, de las radas y de los vientos; en fin, por sus riquezas, que les proporcionaba un comercio floreciente y les daban los medios para subvenir a todos los gastos de una guerra larga y dispendiosa. Los romanos no tenían ninguna de estas ventajas; pero el valor, el celo por el bien público, el amor a la patria, una noble emulación por adquirir gloria y un vivo deseo de extender su dominación, compensaban todo lo demás que les faltaba.

En cuanto a los soldados, el ejército romano era muy superior al de los cartagineses por su valor y disciplina, pero respecto a generales, ningún romano puede ser comparado con aquel Amílcar que, llegando a Sicilia en el momento que estaba ya casi perdida toda esperanza, mudó el aspecto de las cosas con el solo recurso de su genio, que supo inutilizar con fuerzas inferiores, durante cinco años enteros, todos los esfuerzos del poder romano, y que, hasta cuando sucumbió Cartago, tuvo la gloria de no ser vencido. En todo el curso de aquélla guerra, no apareció entre los romanos general alguno cuyos brillantes talentos hayan podido mirarse como la causa de la victoria, de modo que Roma triunfó de Cartago únicamente por la fuerza de su constitución y por sus virtudes nacionales.

 

 

CONTINUARÁ