LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO LVIII (58).
LA LIGA DE CAMBRAY.
De 1508 a 1513
Al tiempo que estos sucesos pasaban en África,
otros asuntos exterires ocupaban la atención del Rey Católico, como
consecuencias de la liga de Cambray, una de las confederaciones más ruidosas
que se han hecho entre las naciones, y de las más notables por su objeto y
circunstancias, la cual por lo mismo nos es fuerza dar á conocer.
El papa Julio II, deseoso de recobrar los
estados y tierras de la Iglesia que la república de Venecia le había ocupado en
las guerras anteriores, promovió una confederación entre todos los príncipes
que tenían quejas o reclamaciones contra aquella
república por despojos o usurpaciones que les hubiese
hecho. En este caso estaban la Santa Sede, el emperador y rey de Romanos, el
rey de Francia como duque de Milán, y el de España como rey de Nápoles. Las
gestiones del papa dieron por resultado la liga o concordia entre los soberanos de estas potencias que se
ajustó en Cambray, ciudad del norte de Francia, en 10 de diciembre de 1508. Las
bases del concierto eran que cada uno de estos príncipes para el 1º de abril próximo había de invadir con ejército las tierras
y señorío de Venecia, y que ninguno desistiría de la guerra hasta que se
hubiesen recobrado y devuelto a cada soberano las ciudades que cada cual
alegaba haberle usurpado los venecianos. Las que el rey de Aragón y de Nápoles
señaló por su parte fueron cinco: Trani, Brindis,
Gallipoli, Polignano y Otranto, empeñadas a la república por sumas adelantadas durante la última
guerra. También se procuró incluir en la confederación a los duques de Saboya y de Ferrara, al marqués de Mantua y al rey de Navarra; éste
no fué aceptado por el de Francia sino a condición de declararse que entraba en ella sólo por un
año.
Lo notable de este célebre tratado de
partición era que todas las potencias se hallaban en aquel tiempo en alianza y
amistad con la república cuya desmembración y distribución se resolvía. Por lo
mismo, y para encubrir la injusticia del objeto, se propalaba, y así lo expuso
el papa en consistorio (enero, 1509), que aquella liga era una confederación de
los príncipes cristianos contra los turcos. Así lo aseguraban también las
cortes de Francia y España a los venecianos,
haciéndoles las más amistosas protestas. Nadie mostraba ir de buena fe en este
negocio; todos llevaban un segundo fin; y el papa llegó a entablar inteligencias secretas con los de Venecia para ver si concertándose
con ellos podía recobrar sus tierras con menos ruido, y evitar que quedasen
después confederados en Italia tres príncipes tan poderosos y temibles. Las
diferencias entre el emperador Maximiliano y Fernando el Católico sobre el
gobierno de Castilla quedaron aplazadas para después de terminado el
repartimiento de Venecia. Para que todo fuese odioso y mercantil en este
negocio, los reyes de Francia y España para atraer a la liga a los florentinos sacrificaron vilmente la
ciudad y común de Pisa, vendiéndola a Florencia por
cien mil ducados después de haberla tomado bajo su protección. Este innoble
tráfico hecho con la libertad e independencia de un
Estado amigo, será siempre un borrón para aquellos dos monarcas, y más aún
para el Rey Católico, bajo cuyo amparo había puesto el Gran Capitán aquella
señoría. Otra prueba de la poca sinceridad de los confederados entre sí fué otra liga muy secreta que se hizo entre el papa y los
reyes de España y Francia contra el emperador, para el caso en que recobradas
las tierras del imperio quisiese emprender algo, como sospechaban, contra
alguno de ellos.
Tal fué la famosa
liga de Cambray, uno de los tratados más impolíticos y más injustos que se han
celebrado entre naciones, si bien esta misma injusticia parecía permitida por la Providencia para hacer
expiar a la república veneciana su política interesada,
codiciosa y mercantil, a que debía el engrandecimiento y riqueza que excitaba
la envidia y la codicia de las demás naciones.
En su virtud cada confederado tomó sus
disposiciones para la invasión y la guerra proyectada y convenida, y el de
España procuró justificar su derecho a las ciudades
que iba a recobrar, alegando que los venecianos por
su parte no habían cumplido los pactos, y que mayor suma que la empeñada por la
posesión de aquellas ciudades había gastado él en recuperar de los turcos para
Venecia la isla de Cefalonia. Apercibidos ya todos, rompieron los primeros la
guerra el papa Julio II y el rey de Francia Luis XII. Este monarca,
ansioso de indemnizarse en Italia de la pérdida de Nápoles,
cruzó los Alpes a la cabeza de un numeroso ejército
(abril, 1509), con la ira de un soberano que fuera a castigar vasallos rebeldes. Vencidos en Agnadel los venecianos con grande estrago, y hechos prisioneros sus principales
caudillos, en breves días ganó el francés Crema, Cremona, Bérgamo y Brescia,
que era lo que se le había señalado en la liga o convenio. Quebrantado con
esto el poder de Venecia, el papa recobró
también fácilmente lo suyo: y aunque las tropas españolas de Nápoles, reunidas por el virrey conde de Ribagorza,
difirieron algún tanto por falta de concierto entre los jefes sus operaciones,
las ciudades de la Pulla
asignadas al Rey Católico se
rindieron Fernando el católico
igualmente y entregaron al dominio y señorío
de España. Faltaba sólo el emperador, que habiéndose mostrado el más fogoso e
impaciente de los aliados, observaba ahora una inacción extraña, de que los
venecianos en su extremidad y angustia procuraban prevalerse, haciéndole
proposiciones y aun enviándole cartas en blanco para ver de comprometerle a que los sacase de aquel conflicto contra tan universal
conjuración.
Poco amigos entre sí los confederados y con
poca sinceridad unidos, era natural que se desaviniesen tan pronto como se
apoderaran de la presa, y así aconteció. El de Francia fué el primero que, envanecido con sus fáciles triunfos y procediendo más allá de
lo que le correspondía, después de recuperadas las ciudades que le
pertenecían por el Estado de Milán, excitó los recelos de los otros príncipes,
y señaladamente del papa en cuyo corazón renacieron los antiguos odios y
antipatías a los franceses, aumentados con el temor,
no sólo de que el francés aspirase a hacerse señor de
toda Italia, sino era prontamente atajado, sino de que pretendía hacer
pontífice al cardenal de Rouán, deponiéndole a él de la silla. Con este motivo promovió el papa una
nueva liga con el emperador y el Rey Católico contra el francés, a fin de arrojar de Italia a los
de aquella nación.
No es posible detenerse en una historia
general a presentar las varias y diferentes fases que
tomaron los muchos proyectos de alianzas, tratos y convenios que formaban entre
sí los confederados de la liga de Cambray y la república misma que habían
tratado de repartirse, obrando cada cual por sus particulares miras e
impulsados por opuestos intereses. El político Fernando no se descuidaba en
sacar partido de estas combinaciones. La situación adversa en que pusieron al
emperador el rey de Francia por una parte y los venecianos por otra, le sirvió
para hacerle venir al arreglo de sus antiguas diferencias sobre el gobierno de
Castilla. Después de muchas peticiones y réplicas por una y otra parte, concertáronse al fin en que el rey tendría la gobernación y
administración del reino hasta que el príncipe Carlos su nieto cumpliese los
veinte años; que éste sería jurado otra vez heredero; que entretanto se le
pasarían cada año treinta mil ducados puestos en Flandes; que al emperador se
le darían cincuenta mil escudos de oro de los que al rey tenían que pagar los
florentinos, y una ayuda de trescientos hombres de armas por cuatro o cinco meses para la guerra contra los venecianos; y que cuando
el príncipe quisiese venir a España enviaría el rey
una armada a Flandes para traerle, y en la misma se llevaría al infante don
Fernando su hermano para que residiese allá. Esta concordia fué confirmada después en Blois con autoridad del rey de
Francia (diciembre, 1509). Favorecía al convenio la circunstancia de hallarse
el Rey Católico sin hijos de su segundo matrimonio, pues el príncipe don Juan,
que había nacido en mayo de este año, había muerto a las pocas horas .
Grandemente explotaba Fernando las enemistades
suscitadas entre los confederados de Cambray, y con su diestra y astuta
política parecía que en aquel complicado juego era el que tenía en su mano la
baraja y poseía el arte de echar para sí las mejores suertes. Las pretensiones
del francés sobre los Estados de la Iglesia, y el aborrecimiento que el papa
tomó a aquel monarca, fueron causa de que el
pontífice buscara su apoyo y amparo en el Rey Católico, y Fernando se prevalió
muy bien de esta necesidad para conseguir del pontífice, no sólo la investidura
del reino de Nápoles que había esquivado hasta entonces darle, sino también que
le relevara del censo que como feudatario estaba obligado a pagar a la Santa Sede.
Y no hizo esto sólo
el pontífice en favor del Rey Católico, sino que en odio al de Francia le
declaró libre de la concordia que había hecho con el francés sobre la partición
y sucesión de aquel reino y su reversión a la corona
de Francia en el caso de morir sin hijos de la reina Germana de Foix,
relevándole del juramento, restituyendo el reino en el estado que tenía antes
de la partición, y declarando que debían suceder en el de Nápoles los
herederos y sucesores del de Aragón por línea recta, así varones como
hembras, que fué deshacer el grande error de
Fernando y su compromiso contraído en el fatal tratado de 1505.
En esta coyuntura, y cuando así se iban
convirtiendo en provecho suyo las complicaciones en que andaban envueltos los
soberanos de aquella malhadada liga, expúsose el
monarca español por su voluntad a un gravísimo
conflicto en su propio Estado de Ñapóles, ocasionado
por el empeño de establecer en aquel reino la Inquisición de la misma manera
que lo estaba en España. Opúsose el pueblo tenazmente a la admisión del Santo Oficio, y cuando se
recibieron los despachos del rey parala creación del tribunal, movióse grande alboroto y la muchedumbre corría furiosa las
calles gritando: «¡Viva el rey, y mueran los malos consejeros!» Atentaron los
amotinados contra la vida del inquisidor Andrés Palacio y
de sus oficiales, y amenazaban hacer pedazos al almirante que le había recogido
en su casa (1510). No era sólo en la capital donde dominaba este espíritu; era
general en todo el reino el odio y la resistencia a la Inquisición: en esto se hallaban acordes napolitanos, angevinos y españoles,
y todos protestaban conformes y unánimes que antes arrostrarían cuantos
peligros y daños les viniesen, inclusa la muerte, que consentir que se pusiese
el terrible tribunal en el reino. El virrey y el almirante vieron de tal
modo pronunciada la opinión general, y los ánimos tan acalorados y resueltos,
que tuvieron por seguro que el insistir en aquella demanda era poner el reino
en peligro hasta de darse a los enemigos de la
dominación española, y ya muchos barones y principales personajes de todos los
partidos se andaban confederando so pretexto de rechazar la Inquisición, e
induciendo a las ciudades y pueblos a novedades y
alteraciones, en cualquier ocasión muy peligrosas, pero entonces más, atendido
el estado en que toda la Italia se encontraba. En su vista el virrey, que lo
era en aquella sazón don Ramón de Cardona, y todos los del consejo, acordaron
que sería una temeridad insistir en aquel negocio, y publicaron dos edictos,
anunciando que cimiento del dominio, y a que le
asistiera con trescientas lanzas siempre que fuesen invadidos los Estados de la
Iglesia.
Sostenía ya entonces el papa Julio II guerra
abierta y encarnizada con los franceses, cuya expulsión de Italia había jurado
so pena de morir en la demanda, si bien esto había producido un cisma
lamentable en la Iglesia, convocando el rey de Francia un concilio en Pisa
contra el pontífice, y congregando el papa otro concilio general en San Juan de
Letrán contra los cismáticos. En tal situación, y a instancias del papa, que siempre había fiado en el auxilio del Rey Católico, se
concluyó en 4 de octubre de 1511 una alianza entre la Santa Sede, el monarca
español y la república de Venecia, qué por su objeto se llamó la Santísima
Liga, puesto que se encaminaba a restituir a la Iglesia el condado de Bolonia y demás tierras de que
el francés se había apoderado, y a acabar con el
cisma y dar libertad y unidad a la Iglesia y silla
romana. Para esto el rey don Fernando había procurado ponerse bien con el
emperador, y aliarse con el rey de Inglaterra su yerno; y como ya en este
tiempo se había suspendido la empresa de África, se hallaba desembarazado por
aquella parte, y aun se encontraba ya en Italia con su flota el conde Pedro
Navarro. El monarca español se obligó á contribuir
para esta liga con mil doscientos hombres de armas, mil caballos ligeros y diez
mil soldados, pero el general en jefe de los ejércitos de las tres naciones coligadas había de ser el virrey de Nápoles don Ramón de
Cardona, a quien el rey amaba como a hijo, y aun por
tal pasaba en la opinión de muchos.
El rey de Francia por su parte puso en campaña
un ejército aun más numeroso que el de los aliados, y
le dió por general en jefe a su sobrino el duque de Nemours, Gastón de Foix, hermano de la reina doña
Germana de Aragón: joven de solos veintidós años, pero de tan precoz
inteligencia y de tan aventajados talentos militares, que en su edad era ya
reputado por el mejor y más intrépido y entendido general de la Francia.
Don Ramón de Cardona pasó con el ejército de
la liga a ponerse sobre Bolonia, de que estaban
apoderados los franceses, y cuando ya tenía sitiada y en bastante aprieto
aquella ciudad pontificia presentóse el joven duque
de Nemours con su ejército y obligó a los aliados,
que no contaban con tan buen general, a levantar el
cerco (febrero, 1512). Esta victoria, y la que de allí a pocos días alcanzaron los franceses sobre las tropas venecianas en Brescia,
cuya ciudad tomaron por asalto, levantaron a grande altura la reputación del
duque de Nemours como valeroso y excelente general, y llamábanle ya «el rayo de Italia.» Sabedor de este suceso el Rey Católico, previno a su general que procurara sólo entretener a tan orgulloso enemigo, evitando cuanto pudiese venir con
él a batalla, y no aceptándola sino muy forzado. Pero Cardona lo hizo tan al
revés, que sabiendo que los franceses se habían bajado sobre Rávena, abandonó
su fuerte y ventajosa posición del Castillo de San Pedro y se fue a buscarlos.
Funesta fue a la
causa de la liga la desobediencia del general español al prudente consejo de su
monarca. La batalla que se dió á la vista de los muros de Rávena fue la más sangrienta que hacía un siglo había
enrojecido los hermosos campos italianos. Era el primer día de la pascua de
Resurrección (1512), cuando se oyeron retumbar los cañones de uno y otro
campo; la artillería de los enemigos hizo gran destrozo en la hermosa
infantería española capitaneada por el conde Pedro Navarro, que
imprudentemente la expuso a los tiros de las
baterías francesas: mas luego la condujo contra los
lansquenetes alemanes armados de largas picas, y arremetiéndoles los españoles
con sus espadas cortas tan de cerca que les impedían el uso de sus incómodas
armas, les arrollaron y deshicieron, acreditando más que nunca la superioridad
de la infantería española. Pero no ayudada por la gente de a caballo, y cargando sobre ella toda la gendarmería francesa, capitaneada por
aquel Ivo de Alegre, tan famoso ya en otro tiempo en las guerras con el Gran
Capitán, obligaron a los aliados a recogerse con gran pérdida, bien que costara también la vida al caudillo
Alegre, como antes había perecido Zamudio y otros valerosos capitanes
españoles. Repusiéronse éstos un tanto y arremetieron
con tal furia, que llegó a estar otra vez dudosa la
batalla, cuando se presentó el joven duque de Nemours, y combatiendo como el
más brioso soldado en lo más recio de la pelea, dicidió la victoria en favor de los franceses, bien que la compró con su propia vida:
un soldado español le derribó del caballo y le atravesó con su espada, sin que
le hubiera servido exclamar: Soy Gastón de Foix, hermano de la reina de Aragón.
Pero ya entonces habían muerto los mejores capitanes españoles, otros habían
sido hechos prisioneros, y el ejército aliado se retiró deshecho y cansado de
pelear.
La derrota de Rávena aterró y desconcertó a los de la liga, y más a los
venecianos, que se tuvieron por perdidos, juzgando ya a los franceses dueños de toda Italia; pero reanimáronlos las exhortaciones del embajador español conde de Cariati.
El papa Julio II llegó a vacilar también; y el Rey
Católico creyó necesario enviar por capitán general de la liga al Gran Capitán
Gonzalo de Córdoba, y así se lo escribió al papa, sabiendo cuánto se había de
animar y alegrar el pontífice, que en más de una ocasión había querido nombrar general de las tropas
de la Iglesia al duque de Terranova, persuadido de que con él, no sólo
recobraría Ferrara, sino que podría hacerse señor de toda Italia. Mas no
tardó Fernando en arrepentirse de aquel buen pensamiento, pues tan luego como vió el diferente rumbo que llevaban las cosas de Italia y
la decadencia inopinada del poder de los franceses, buscó excusas para mandar
suspender la ida del Gran Capitán, y le ordenó que no se moviese de España, con
gran sentimiento de aquel insigne caudillo, y con escándalo general y no poca
murmuración de la ingratitud e injusticia del rey
hacia el más esclarecido de sus servidores.
La victoria de Rávena que parecía deber
afianzar la prepotencia francesa en Italia, fue, por el contrario, de peores
consecuencias para los de aquella nación que para los vencidos aliados. La
muerte de su general produjo rivalidades y discordias entre los capitanes y
caudillos, insubordinación e indisciplina entre los soldados. Por otra parte
el Rey Católico consiguió en aquella ocasión dos cosas por las que había estado
trabajando mucho tiempo hacía, a saber, que el rey
de Inglaterra su yerno entrara abiertamente en la liga, y que el emperador
hiciera treguas con Venecia. Esto facilitó el paso de un ejército suizo en
favor de la confederación, compuesto de unos veinticuatro mil hombres, con diez
y ocho piezas de artillería. Perseguidos vigorosamente los franceses por los
suizos, y abandonados por los tudescos, que se negaron a seguir sirviendo en sus filas por la seguridad que se les dió de que el emperador se declaraba contraFrancia, no sólo
perdieron lo que habían conquistado, sino también lasciudades de
Lombardía, siendo arrojados de unas y rebelándoseles otras. En tal estado intentó Luis XII introducir la discordia entre los
aliados procurando indisponer al Rey Católico con el emperador. Mas deshecha
esta intriga por Fernando, volvió el francés su pensamiento a Navarra, donde sostenía el Rey Católico la guerra de que hablaremos después.
Desde que el papa Julio vió el poder de los franceses decaído en Italia y dejó de temerlos, comenzó a dar diverso rumbo a su política
y a pensar en confederarse con los otros Estados para
arrojar de allí a su vez a los españoles; pues la condición de aquel pontífice, como dice un historiador
aragonés, «era tal que con la necesidad quería y suspiraba por el amparo del
Rey Católico, y quando estaba fuera della y se veia con alguna
prosperidad, tornaba a su natural condición, que era
no reconocer obligación de los beneficios recibidos, y
pagar con ingratitud». Al efecto no había medio que no empleara: negaba las
pagasalos soldados y hacía que los venecianos las
negasen también; indisponía a los suizos con los
españoles; trataba de estorbar la ida del virrey de Nápoles don Ramón de Cardona
con el ejército aliado á Lombardía y detenerle en la empresa de Milán;
publicaba que quería hacer la guerra contra el turco, para excusar que el rey
de Aragón tuviese ejército en Italia; andaba para todo esto en tratos con los
venecianos, y. aun con el mismo rey de Francia, y confiando en Venecia y en los
suizos proponíase hacer con el rey de España y con el
emperador lo mismo que había hecho con el de Francia, diciendo con
cierto donaire: «¡Buena ganancia fuera la mía
con sacar de Italia á los franceses, insolentes y de
mal gobierno, pero ricos, y de tal condición que no se podían conservar mucho
en un Estado, si en su lugar hubiese de hacer señores á los españoles, soberbios, pobres y valerosos!»
Con estas disposiciones, y habiendo
reemplazado en su ánimo el odio a Fernando y los
españoles al que antes tenía a Luis y los franceses,
todo eran planes y proyectos contra el rey y la nación española, entre ellos el
de concertar al emperador con el rey de Francia contra el de España, hasta
abrigar el pensamiento de hacer al emperador rey de Nápoles,
con la esperanza de arrojar después de Italia a los
alemanes con más facilidad que podía hacerlo con los españoles. Conocía el
monarca español estos y otros manejos del inquieto y revolvedor Julio II, y
aunque procuraba hacer rostro a todas las
complicaciones que aquella conducta producía dentro y fuera de Italia,
comprendía también que no podía haber paz y sosiego en la cristiandad,
mientras el jefe visible de la Iglesia fuese el que todo lo alteraba y
conmovía. En esta situación, en guerra por una parte el rey Fernando con
Francia y con Navarra, envuelto por otra su virrey de Nápoles en las que allá
en Italia traían entre sí el papa, el emperador, la república de Venecia, los
duques de Milán, de Parma y de Ferrara, y en turbación y desasosiego todo,
falleció el papa Julio II (20 de febrero, 1513), y le reemplazó en la silla
pontificia el cardenal Juan de Médicis, que tomó el nombre de León X.
Desde entonces, y sin que por esto se
aquietaran las agitaciones que entre todos los Estados europeos había dejado
sembradas la fatal liga de Cambray, tomaron las cosas nuevo giro. Venecia, no
pudiendo concertarse con el emperador, por más que en este sentido había trabajado siempre el Rey Católico, se echó en brazos de la
Francia, y ajustó un tratado de confederación con el rey Luis (23 de marzo,
1513): lo cual produjo la necesidad de nuevas combinaciones. Fernando el
Católico creyó entonces conveniente hacer tregua con el francés, y así se pactó
(1º de abril), con gran disgusto del emperador, el
cual en su enojo propalaba que el intento del rey era librar de la guerra a España y que cargase toda sobre Italia, y que a trueque
de entorpecer la venida del príncipe Carlos a Castilla, se concertaría el rey
su abuelo, no sólo con Francia, sino con el infierno mismo. En efecto, la
guerra ardió furiosa en Italia, principalmente en el desgraciado país de
Lombardía, donde se hallaban tropas francesas, tudescas, venecianas, florentinas,
pontificias, suizas y españolas. Dióse, pues, una
reñida y terrible batalla (6 de junio, 1513) cerca de Novara entre franceses y
suizos, en la cual aquéllos sufrieron una derrota sangrienta. De sus’ resultas
hubieran tal vez los suizos atravesado la Francia sin oposición hasta París, si
por la parte de Borgoña no hubieran sido detenidos y rotos por el señor de Tremouille. Esta fué la salvación
de la Francia, y esto produjo un tratado entre suizos y franceses, en que se
declaró que el rey de Francia renunciaría al concilio de Pisa, no se
entrometería más en los Estados de la Iglesia, no se apartaría de la
obediencia a la silla apostólica, y retiraría las
guarniciones de Cremona y de Milán.
Los españoles eran los que habían quedado
campeando en Lombardía, y el virrey Cardona atravesó sin resistencia el
Milanesado, devastó las
tierras de Venecia, llegó a vista de la reina del Adriático, y bombardeó la ciudad. Irritó esto á los venecianos, exasperó al famoso y aguerrido Bartolomé
de Albiano su general, en otro tiempo compañero de triunfos de Gonzalo de
Córdoba, y se puso en armas todo el país contra los españoles. En su virtud
acordaron el virrey Cardona y el marqués de Pescara, jefes del ejército aliado,
tomar el camino de Vicenza, llevando consigo más de quinientos carros cargados
con los despojos de su correría por las tierras venecianas. Seguíalos Albiano, y parecíale ir tan seguro de la victoria,
que mandó pregonar y ordenó a sus soldados que no
dejasen un alemán ni un español con vida. Pero se dió la batalla a dos millas de Vicenza (7 de octubre,
1513), y a pesar de la confianza y de la bravura del
general enemigo, fué tal el arrojo, el valor y la
disciplina de la infantería española, que las armas del Rey Católico ganaron en
los campos vicentinos uno de los más completos, señalados y decisivos triunfos
que se vieron en aquellos tiempos en las regiones de Italia. Quedaron en poder
de los españoles veintidós piezas de artillería, todas las banderas y
estandartes y todas las acémilas, con multitud de prisioneros. Murieron sobre
cinco mil venecianos, entre ellos casi todos los capitanes, pudiendo decirse
que sólo se salvaron Albiano y Gritti, huyendo el uno a Padua y el otro a Treviso.
Pareció esto un castigo de aquella república,
que estando en liga con España e Inglaterra fué s aliarse con el mayor enemigo que había tenido. El
papa León X, viendo a Venecia tan en peligro, envió á requerir amistosamente al rey de Nápoles que sobreseyese
en aquella guerra, de la cual no podía resultar beneficio a la cristiandad. Conveníale ya también al emperador,
una vez que poseía los lugares que le habían sido aplicados en la liga de
Cambray. Y como desde el triunfo de los españoles en Vicenza fueron más
combatidos los franceses, tuvieron éstos al fin que entregar el castillo de
Milán (noviembre, 1513) juntamente con la ciudad de Cremona, y abandonar al fin
la Lombardía y toda Italia.
Tal fué el remate
que por entonces tuvieron las largas y complicadas contiendas, negociaciones,
alianzas, tratados y guerras, en que se envolvieron casi todas las naciones de
Europa, a consecuencia, primero de la liga de
Cambray, y después de la Santa Liga. En ellos perdió mucho Venecia, Luis XII
sacó por todo fruto el ver sus franceses lanzados de Italia, ganaron poco los
demás Estados, y sólo España, mercedla gran
política del Rey Católico, sostuvo su influencia y la alta reputación de que
ya gozaban las armas españolas.