LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO LIX. (59)
CONQUISTA DE NAVARRA.
1512 - 1515
Desde que se formaron los dos grandes reinos
de Castilla y Aragón, y mucho más desde que las dos monarquías se reunieron
bajo un mismo cetro, era de suponer y esperar que el pequeño reino de Navarra,
colocado en medio de dos Estados tan poderosos, como eran Francia y la doble
monarquía de Castilla y Aragón, concluyera por ser absorbido por uno de ellos.
Y aun era de maravillar que cuando todo marchaba con
cierta rapidez hacia la unidad material y política a que era llamada España por sus naturales límites geográficos, conservara el
reino navarro tanto tiempo su independencia en medio de la lánguida existencia
que iba arrastrando, codiciado por dos tan formidables vecinos, y combatido y
destrozado siempre interiormente por los encarnizados partidos de los
agramonteses y biamonteses, que accidentalmente
alguna vez sosegados, volvían a cada paso a renacer con nueva furia.
Sin embargo, lejos de atentar los Reyes
Católicos Fernando e Isabel a la independencia del reino de Navarra, hemos visto ya en otros capítulos de
nuestra historia los diversos enlaces que se proyectaron entre los príncipes
de Navarra y de Castilla. El mismo Fernando después de la muerte de Isabel había protegido a los reyes
doña Catalina y don Juan de Albret (o de Labrit, como dicen nuestros antiguos historiadores)
contra las pretensiones de Juan de Foix, señor de Narbona, tío de la reina
doña Catalina, a la corona de Navarra, alegando en
su favor la ley sálica, y no queriendo reconocer el derecho de las hembras a suceder en aquel trono. Fernando los había sostenido aún
contra los intereses de Luis XII de Francia. Verdad es que por otra parte había
favorecido siempre a los disidentes y revoltosos
condes de Lerín, condestables de Navarra, cuñado el uno y sobrino el otro del
Rey Católico, que de continuo estaban en guerra con sus reyes, y apoderados de
algunos estados y fortalezas de aquel reino. También lo es que no se mostró muy
escrupuloso Fernando en los
medios que aconsejó a su sobrino el de Lerín para posesionarse de lo que pretendía.
Pero aun así se iba sosteniendo aquel reino,
cuyo interés estaba entonces en acogerse al amparo del Rey Católico para
frustrar las pretensiones de Gastón de Foix, aquel joven general francés que fué a Italia contra los de la Santísima Liga y salvó a Bolonia del cerco que le tenían puesto los aliados.
Gastón de Foix, hermano de la reina Germana de Aragón, y sobrino de Luis XII de
Francia, era hijo del vizconde Juan de Narbona, y aspiraba al trono de Navarra,
fundado en el derecho de su difunto padre. Fernando el Católico también tenía
interés en que el reino navarro no se incorporase a l Francia, ni le poseyera ninguno de sus príncipes, y más desde que se había
roto la amistad entre ambas naciones a causa de la
nueva liga entre el papa, España y Venecia contra los franceses. Mas los reyes
de Navarra, bien porque temieran más al de Aragón, bien por antiguas afecciones
al francés, cometieron la indiscreción de inclinarse al lado y en favor de Luis
XII de Francia, precisamente en la ocasión más inoportuna, cuando Francia
tenía que luchar sola contra las potencias de la Santísima Liga, cuando los
franceses eran tratados por la Santa Sede como cismáticos, como enemigos de la
Iglesia romana, y como promovedores del conciliábulo de Pisa, y cuando Enrique
VIII de Inglaterra, yerno y aliado de don Fernando de Aragón, acababa de entrar
en la liga y amenazaba invadir la Francia por la Guiena.
Y de tal manera se adhirieron, o se los creyó
adheridos a la causa de los franceses, que el papa
Julio II, no pudiendo conseguir que abandonaran a los
que entonces se llamaban cismáticos y enemigos de la Iglesia, procedió a tratar como tales a los reyes
de Navarra, pronunciando sentencia de excomunión contra ellos, poniendo
entredicho en las ciudades y villas de su reino, y haciendo uso de las
facultades que otros pontífices de los tiempos pasados se habían atribuido, los
declaró privados y depuestos del reino, relevó a sus
súbditos del juramento de fidelidad, y concedió sus tierras y señoríos al primero
que los ocupase y tomase en justa guerra.
El rey don Fernando, á quien se atribuyó haber procurado esta bula, la tuvo por muchos días reservada
y secreta, porque así convendría a su astuta y
cautelosa política: y sin darse por entendido de ella, antes bien representando a los reyes de Navarra cuán conveniente fuera que
hubiese entre ellos buena y verdadera amistad, y cuán preferible les sería esta a la del francés de quien
les decía que aspiraba a despojarlos del reino de
Navarra y del señorío de Bearne, les pedía ciertas
prendas para mayor
seguridad de la alianza y unión entre Navarra
y Castilla (marzo, 1512). Proponíales, pues, que le
entregaran su hijo don Enrique, príncipe de Viana, para que se criase algunos
años en Castilla, y que luego le casaría con la infanta doña Isabel su nieta, o si esto no pudiese ser, con la infanta doña Catalina su
hermana. Pedíales, además, que se obligasen a no dar paso por su reino ni por el señorío de Bearne a los franceses, ni a gente de
otros reinos que fuese en favor de la Francia o contra la causa de la Iglesia, so pena de rebelión ó de confiscación de bienes.
Pidieron tiempo los monarcas navarros para
deliberar, y en tanto que meditaban lo que habían de responder ocurrió la
muerte del joven y aventajado general francés Gastón de Foix, duque de
Nemours, en la célebre batalla de Rávena, de que hemos dado noticia en el
capítulo precedente, grande. Mas para su solución debe tenerse presente que a esta última fecha el papa Julio había convertido ya
contra el Rey Católico de España el odio que antes había tenido a Luis XII de Francia y a sus auxiliares,
y que pretendía arrojar de Italia a los españoles,
como antes arrojó a los franceses, y un pontífice que
promovió la Santísima Liga contra la nación francesa y después buscaba su
alianza, según hemos visto en el anterior capítulo, pudo muy bien en un tiempo
pronunciar sentencia de deposición contra los reyes de Navarra y llamarlos en
otro sus amados hijos. Por lo menos no es increíble, según nos pintan el
carácter y condición del papa Julio II Mártir de Angleria,
el Cura de los Palacios, Bembo, Guicciardini, Zurita, Abarca y otros
historiadores graves, italianos y españoles.
Hay además en favor de la existencia de
aquella bula la instrucción que se dió a los que habían de publicarla en Burgos y en Calahorra, y
que existe entre los manuscritos de la Biblioteca nacional de Madrid (Letra
F., núm. 353), que también cita el mencionado Ortiz y Sanz.
Entonces el rey de Francia envió una embajada a los navarros con el señor de Orbal, ofreciéndoles que, pues Gastón de Foix había muerto
y con eso cesaba la pendencia que con él tenían sobre sucesión a la corona, estaba dispuesto a casar una de sus hijas con el príncipe de Viana, y a estrechar con ellos alianza y amistad perpetua bajo aquella y otras no menos
ventajosas condiciones. Pero si al monarca francés le convenía entonces más
que nunca la unión con Navarra por el giro que sus cosas llevaban en Italia,
no le interesaba menos por la circunstancia de estar para romper los ingleses
la guerra con Francia por la parte de la Guiena, o más bien por Guipúzcoa, como confederados del Rey
Católico y de la Santa Liga. Estas mismas circunstancias precisaban o daban ocasión al rey Fernando para exigir más y más
seguridades de los reyes de Navarra sus sobrinos, y para ponerlos en más
aprieto y necesidad de decidirse abiertamente por una de las alianzas. Así,
cuando ellos contestaron rehusando, aunque en términos muy comedidos y
corteses, entregar la persona del príncipe, el rey les pidió que pusiesen seis
plazas fuertes en tercería en poder de caballeros navarros, los que él
nombrase; que no diesen ayuda a nadie en contra de la
causa de la Iglesia ni del rey de Aragón y de Castilla, y que habían de guardar
una completa neutralidad, o caso de ayudar al de
Francia con lo de Bearne, le habían de servir a él
con lo de Navarra, y así lo escribió á los tres
estados del reino que se hallaban reunidos en cortes.
Hostigados los monarcas navarros en sentido
opuesto por sus dos poderosos y enemigos vecinos, y no pudiendo mantenerse
neutrales, como sin duda les hubiera convenido, optaron al fin por la amistad
del rey de Francia, a lo cual, además de sus
naturales afecciones, les indujo el temor de que la reina doña Germana de
Aragón, hermana del difunto Gastón de Foix, o por sí o instigada por su marido, quisiera renovar las
pretensiones de su padre y hermano a la sucesión de
aquel reino. Echáronse, pues, en brazos de la
Francia, y celebraron con Luis XII un tratado (17 de julio, 1512), cuyas
principales condiciones eran las siguientes: casamiento de la hija menor de
Luis con el príncipe de Viana; amistad y liga perpetua como amigos de amigos y
enemigos de enemigos; que el rey y la reina de Navarra ayudarían con todas sus
fuerzas al de Francia contra ingleses y españoles, y el de Francia ayudaría a los navarros a conquistar ciertas
tierras de Castilla y de Aragón, que en lo antiguo habían sido de los reyes de
Navarra; que éstos enviarían al príncipe de Viana para que estuviese en poder
del francés como prenda de seguridad; que éste les daría en cambio los ducados
de Nemours y de Armañac, con cien mil ducados de oro por una vez; que les
pagaría cuatro mil peones y mil lanzas que llamaban gruesas por el tiempo que
durase la guerra.
Un eclesiástico de Pamplona, que por un raro
incidente cogió al secretario particular del rey don Juan de Navarra los
papeles en que se contenía el proyecto de este concierto, los entregó al Rey
Católico antes que se
firmara. En su virtud mandó Fernando apercibir el
ejercito que preventivamente tenía preparado al mando de don Fadrique de
Toledo, duque de Alba, el cual se hallaba en Vitoria; aprestó otro en las
villas fronterizas de Aragón, del cual nombró general en jefe al arzobispo de
Zaragoza don Alfonso su hijo, y él formó para sí una guardia de doscientos
caballeros o gentiles hombres que estuviesen
aparejados y a punto de guerra para acompañarle y
seguirle donde fuese menester. A tiempo que esto se determinaba llegó a Pasajes, puerto de Guipúzcoa, la armada inglesa, al
mando del lord Grey, marqués de Dorset. A vista de tanto aparato de guerra
todavía don Juan y doña Catalina de Navarra, ignorando que el de Aragón
estuviese informado de sus tratos con el francés, despacharon a Burgos al mariscal don Pedro de Navarra para que le
dijese, que se maravillaban mucho de que por haberlos requerido de amistad
manifestase tales recelos y desconfianzas; añadiendo que lo que ellos podían
hacer era no dar paso por su reino ni ayudar a los
que fuesen contra los reyes de Castilla y Aragón, ni contra otros que
defendiesen la causa de la Iglesia. Al propio tiempo los generales inglés y
español, marqués de Dorset y duque de Alba, insistían con los monarcas navarros
en que diesen las fortalezas y el paso seguro por su reino para hacer la
guerra contra los cismáticos; y mientras así andaban en requerimientos,
demandas y contestaciones, el ejército de Francia se acercaba a la frontera, y todo el Bearne se ponía en armas por el
francés.
Con esto y con la noticia que tenía el rey don
Fernando de los tratos que mediaban entre los reyes de Francia y de Navarra, dió orden al duque de Alba para que avanzara sobre
Pamplona, capital de este reino, y escribió al inglés para que se incorporase
con su ejército al duque. Pero el lord Grey, que siempre se había opuesto a que comenzase la guerra por Navarra, y se obstinaba en
que había de entrarse derechamente por Fuenterrabía a Bayona y la Guiena, no
se movió de su puesto, alegando no tener para ello instrucciones de su rey, a quien en todo caso necesitaba consultar, sin que
alcanzasen todas las reflexiones del Rey Católico a hacerle variar de
resolución. Todavía Fernando volvió a instar a los reyes de Navarra sus sobrinos para que le diesen paso
seguro y vituallas para sus tropas por su dinero, ofreciendo, caso de hacerlo
así, toda paz y amistad, añadiendo que de lo contrario lo tomaría él por sí
mismo, pues no podía consentir que la Navarra fuese impedimento para hacer la
guerra a los enemigos de la Iglesia. No obteniendo
contestación satisfactoria á esta demanda, penetró el
duque de Alba en territorio navarro (21 de julio, 1512), publicando que no se
haría daño á los que no opusiesen resistencia
armada, y a los dos días, después de vencer algunas
pequeñas dificultades, se puso a la vista de
Pamplona.
Aquel mismo día abandonó el rey don Juan de Albret la ciudad, y se retiró a la villa de Lumbier. La reina doña Catalina se había refugiado ya en Bearne con
sus hijos. Los pamploneses, viéndose así desamparados, acordaron entregar la
ciudad al Rey Católico bajo la condición de que serían respetados sus fueros,
privilegios y libertades, con cuya condición
hizo su entrada el duque de Alba en Pamplona
(24 de julio), y juró en nombre del rey la conservación de sus privilegios.
No encontrando el refugiado en Lumbier el
auxilio eficaz que esperaba del general francés duque de Longueville que
acampaba en la frontera junto a Bayona, y entendiendo
que las demás ciudades y villas de sureino propendían a imitar el ejemplo de Pamplona, intentó alguna concordia bajo las
estipulaciones que sus comisionados pactasen con el duque. Pero llevada esta
propuesta al rey don Fernando, que se hallaba en Burgos, resolvió
definitivamente que todas las ciudades, villas y fortalezas de Navarra habían
de estar bajo su obediencia y gobierno, como si fuese rey de Navarra, todo el
tiempo que a él le conviniese para seguridad de su
empresa, quedando también a su voluntad determinar el
tiempo, forma y manera en que hubiese de dejarlas sin perjuicio de los reinos
de Castilla y Aragón. Comprendiendo que era irrevocable esta resolución del
rey, casi todos los pueblos de Navarra se le sometieron con las mismas
condiciones que lo había hecho Pamplona. Pasando después el rey a Logroño con objeto de penetrar, si era menester, en la
baja Navarra, y habiendo mandado al arzobispo de Zaragoza su hijo que
estuviese pronto a incorporársele con la gente de
Aragón, el prelado fué avanzando por Tarazona y
Cascante hasta reducir la importante ciudad de Tudela, que después de alguna
resistencia se le entregó, jurando el arzobispo en nombre del rey guardarle sus
usos y fueros.
Desde Logroño envió el rey al obispo de Zamora
a notificar á don Juan
de Albret las condiciones con que había recibido a su obediencia las ciudades de su reino (agosto). Al
llegar el prelado a Salvatierra, fué detenido y
preso con los suyos, ultrajado por los soldados, y entregado al duque de
Longueville, sin respeto a su dignidad, ni a la misión y seguro que llevaba del rey, con achaque de
haber publicado aquel obispo la bula de excomunión y privación del reino
expedida por el pontífice contra los reyes de Navarra, añadiendo más de lo que
en ella se contenía. En su virtud pasó el duque de Alba de orden del rey a apoderarse de Lumbier y de Sangüesa, que se le rindieron,
teniendo el destronado navarro que refugiarse en Francia, donde se presentó en
la corte de Luis a disculpar lo mejor que pudiese la
facilidad con que se había dejado despojar del reino.
Todo el empeño y todas las instancias del rey
de Aragón y de Castilla se dirigían, una vez subyugada la Navarra,aque se uniese el ejército español al general inglés
marqués de Dorset con el suyo para acometer juntos la empresa de Guiena, dejando asegurada la espalda, mucho más cuando el
francés aglomeraba todas sus fuerzas, juntamente con las que habían venido de
Italia, en Bearne y Gascuña con los generales
Longueville,
Borbón y La Paliza. Pero no había medio de
mover al inglés, ni de hacerle entrar en un plan que parecía tan conveniente a las dos naciones, por más que el rey le representaba y
hacía ver lo fácil que de aquella manera les sería vencer a la Francia y hacer la conquista de Guiena, objeto de
la venida de la armada inglesa a Guipúzcoa. El de Dorset buscaba siempre
evasivas para no reunirse nunca con el ejército español y para no conformarse
con el parecer de Fernando ni del duque de Alba: los caballeros ingleses no
mostraban ni interés ni gusto en emprender la guerra con Francia, sintiendo
perder las pensiones que muchos de ellos percibían de esta nación; y el mismo
Enrique VIII, aunque a las reclamaciones de Fernando
su suegro contestó que había dado orden al de Dorset para que procediese en
unión con los españoles aá la entrada y conquista de Guiena, sospechóse que daba muy
otras instrucciones a su general, porque no bastaron
ni consejos ni exhortaciones, ni ruegos para alcanzar del lord Grey que obrase
en conformidad a la orden pública de su soberano. Mostrábase sentido de que el Rey Católico hubiese atendido
con preferencia a lo de Navarra, como si hubiera sido
político en Fernando emprender antes lo de Guiena en
interés de la nación inglesa, y comprometer sus tropas dejando atrás un reino y
un rey aliado de Francia, de quienes hubiera podido recibir un daño inmenso.
Finalmente, después de haber hecho perder los ingleses con su inacción un
tiempo precioso al rey Fernando y al duque de Alba, y cuando las cosas de Guiena estaban en disposición de no poder resistir a los ejércitos aliados de Inglaterra y de España, anunció
el marqués de Dorset que los ingleses desistían de todo punto de aquella
guerra, y que había resuelto definitivamente reembarcarse para Inglaterra con
su armada. Así dejó comprometido al ejército español, llevando el resentimiento
de no haber sido complacido como él quería, al extremo de dejar que se perdiese
su codiciada provincia de Guiena, a trueque de no
ayudar a los españoles que habían tenido la
previsión de asegurarse antes por Navarra.
A pesar de tan extraña conducta por parte de
los ingleses, el duque de Alba había traspuesto los montes y tomadoSan Juan de Pie de Puerto (setiembre), fiado en la
cooperación y ayuda de aquellos por quienes ya se continuaba la empresa. Mas
desde la retirada del ejército inglés érale casi imposible al de Alba
sostenerse solo en tan difícil posición, por más que hubiera procurado
fortificarla haciendo conducir artillería con mil trabajos por entre altos
riscos y ásperos cerros, teniendo que trasportarla con máquinas y asegurar los
cañones con gruesas maromas que había que amarrar a los troncos de los robles de la montaña. Era también para él la ocasión más
desfavorable, no sólo por el aliento que infundió a los franceses la retirada de la armada inglesa, sino por los refuerzos que
llegaron de Italia, de donde acababan de ser arrojados. Juntáronse,
pues,
los mejores generales franceses. Los de Bearne
y Gascuña se alzaron por su rey don Juan de Albret, y Francia puso a su
disposición considerables fuerzas. Estella y otras ciudades de Navarra se
rebelaban contra el Rey Católico.
Dividióse el ejército francés en tres grandes cuerpos, el uno al mando del rey don Juan con el señor
de La Paliza, el otro al del conde de Angulema, y el tercero al de Carlos
de Borbón duque de Montpensier. El del monarca navarro, que no constaba de
menos de quince mil hombres, atravesó el Pirineo por entre Aezcoa y Roncal, y tomó por asalto Burguete degollando toda la guarnición, pereciendo en el
combate el valiente capitán de la guardia del Rey Católico Fernando Valdés,
pero costándoles a los enemigos la pérdida de mil
hombres. Si don Juan de Albret hubiera ocupado pronto
los desfiladeros de Roncesvalles, el duque de Alba hubiera podido ser cogido
entre dos ejércitos; pero deteniéndose en las cercanías de Burguete, dió tiempo al de Alba para retirarse a Pamplona, donde llegó con oportunidad para contener las conspiraciones que se
fraguaban, y donde concentró sus fuerzas. Los otros dos cuerpos de tropas
francesas invadieron Guipúzcoa, destruyeron Irún, Oyarzun, Rentería y
Hernani y cercaronSan Sebastián, donde se había
encerrado toda la nobleza guipuzcoana y vizcaína. Mandaba el sitio el general
francés Lautrec: la ciudad rechazó heroicamente hasta ocho asaltos, y viendo el
de Lautrec la mucha pérdida que sufría su ejército, escaso por otra parte de recursos,
y que acudían los guipuzcoanos y vizcaínos en socorro de la plaza, se vió obligado a levantar el cerco.
Estella, Miranda, Tafalla y otras villas se
alzaban contra la dominación castellana, y don Juan de Albret se dirigió a sitiarPamplona. Mas los capitanes aragoneses y castellanos fueron recobrando y
subyugando las ciudades sublevadas: don Francés de Beaumont, primo del conde de
Lerín, asaltó y tomóEstella; Pedro de Beaumont,
hermano del conde, recuperó Monjardín, y reforzó a los sitiadores del castillo de Estella hasta forzarle a rendirse. El de Alba se defendía heroicamente en Pamplona, rechazaba con vigor
los asaltos del enemigo, acudían tropas de Castilla en socorro de los sitiados,
y faltando los víveres al ejército franco-navarro, levantó el de Albret el sitio (noviembre) al tiempo que Angulema y
Lautrec iban desde San Sebastián a reunírsele. Viendo
la empresa perdida, y sin llegar a incorporarse los
dos cuerpos de Montpensier y Angulema con el de Albret y La Paliza, tomaron el camino de Francia, no obstante hallarse los Pirineos
cubiertos de nieve (diciembre, 1512), y no sin que la retaguardia del de don
Juan fuera destrozada y dejara doce cañones en poder de los guipuzcoanos y
montañeses que la atacaron en los desfiladeros de Elizondo. Precipitaron los
franceses aquella marcha por temor también a un
ejército de quince mil hombres que el rey don Fernando había reunido en Puente
la Reina al mando del duque de Nájera don Pedro Manrique. El mismo rey pasó
entonces de LogroñoaPamplona, así para acabar de
reducir lo poco que faltaba, que eran algunos pueblos del Roncal, como para
recibirla obediencia de los lugares de la tierra llana
que no la habían prestado todavía. Con esto
acabaron los reyes doña Catalina y don Juan de Albret de perder toda esperanza de verse restablecidos en su trono de Navarra.
Dedicóse Fernando a reparar
las fortificaciones de Pamplona y de otras ciudades atacadas por el enemigo, y a prepararse convenientemente por si los franceses
intentaban otra vez repasar el Pirineo. Mas estos temores y peligros cesaron
desde que a principios del año siguiente (1513), y
con motivo de las combinaciones políticas a que
dieron lugar las guerras de Italia, ajustó el Rey Católico con Luis XII de
Francia la tregua de un año de que hablamos en el capítulo precedente, y que se
renovó y prolongó después. Con este concierto el destronado rey de Navarra don
Juan de Albret quedó sacrificado a los intereses de su aliado Luis, e imposibilitado de emprender nada en Bearne,
mientras Fernando el Católico alejaba la guerra de Navarra, no importándole
dejarla abierta en otros países, donde sabía que había otros tanto o más interesados que él en proseguirla, y aprovechando aquel
reposo para afianzar el reino nuevamente conquistado. Los navarros que habían
seguido el partido de sus reyes fueron sometiéndose a su nuevo monarca, el cual con su acostumbrada política los recibía muy
benignamente, y los restablecía en sus casas, haciendas y oficios. Tomó muy
prudentes medidas de orden y administración, procuró extinguir los inveterados
odios y conciliar los antiguos partidos que tenían destrozado aquel reino, y
confirmó y aun amplió los fueros y franquicias municipales, con lo cual se fué granjeando las voluntades de sus nuevos súbditos.
Trasladóse desde Pamplona, primero a Burgos y después a Logroño, dejando por virrey de
Navarra a D. Diego Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles. En 23 de
marzo (1513), en cortes convocadas en Pamplona juró el virrey a nombre y con
poderes del monarca guardar a los navarros sus
fueros, y éstos a su vez prestaron juramento de ser
fieles al rey don Fernando, según que buenos y leales súbditos y naturales son
tenidos de facer, como los fueros y ordenanzas del
reino disponen. Sin embargo, al decir de los escritores navarros, Fernando se
titulaba todavía en 1514 depositario del reino de Navarra, y con este título,
dicen, le gobernó, tal vez hasta que perdió las esperanzas de tener en doña
Germana un hijo que le sucediese en los reinos de Navarra y Aragón. Esta misma
circunstancia, junto con la de haber sido las armas de Castilla las que más
habían trabajado en la conquista de aquel reino, y la consideración de que los
navarros sentirían menos ofendida su altivez en verse asociados a Castilla que á Aragón a causa de las antiguas pretensiones de este reino,
influyeron sin duda en la determinación que tomó al año siguiente de incorporar
definitivamente el reino de Navarra a la corona de
Castilla, como lo verificó por solemne declaración que hizo en las cortes de
Burgos (15 de junio, 1515), con alguna general extrañeza, si bien ya se
comprendía que no teniendo descendencia de su segundo matrimonio, uno
solo había de ser el heredero de los tres
reinos, de Navarra, de Castilla y de Aragón.
Habiendo fallecido por este tiempo Luis XII de
Francia, y sucedídole Francisco I en el trono, más
afortunado que él, por lo menos en el principio, en
la empresa de Italia, según más adelante veremos, los reyes de Navarra doña
Catalina y don Juan, a quienes el nuevo monarca
francés había ofrecido ayudarlos a recobrar su reino,
dirigieron una embajada al Rey Católico demandándole la restitución de su
corona, y citándole, de lo contrario, para ante el tribunal de Dios. Pero Fernando,
que, como dice un historiador aragonés, «declaró al tiempo de morir que tenía
la conciencia tan tranquila respecto a la posesión
de aquel reino como podía tenerla por la corona de Aragón» contestó al
requerimiento, que él había conquistado justamente el reino de Navarra en
virtud de la bula pontificia que le daba a quien primero
se apoderase de él, y que Dios le había hecho la gracia de conservar la
conquista por la fuerza de las armas.
De esta manera y por tales medios quedó
incorporado y refundido en Castilla el pequeño reino de Navarra, una de las
primeras monarquías que se formaron en España después de la irrupción de los
sarracenos, y así se completó y redondeó al cabo de siglos la unidad a que
estaba llamada la gran familia española, a excepción
del reino de Portugal, lastimosa desmembración de la corona castellana, que se
mantenía independiente.
La conquista de Navarra por el Rey Católico ha
dado larga materia de cuestión a los escritores
extranjeros y nacionales, y vasto asunto de polémica entre los navarros,
castellanos y aragoneses, calificándola unos de injusto despojo y hasta de
usurpación aleve, y defendiéndola otros como una ocupación legal, justa y
merecida. Ciertamente, si hubiera de examinarse la legalidad de las conquistas a la luz del rigoroso derecho, pocas podrían legitimarse.
Pero se debe confesar que, aparte del bien que de ésta resultó a la unidad y nacionalidad española, las protestas y proposiciones que Fernando hizo a los reyes de Navarra, y que constan de sus
cartas y documentos, no parece vez fue su
intención apoderarse de todos modos de aquel reino, lo que tampoco nos
maravillaría en el carácter del monarca aragonés, menester es convenir en que
supo conducir el negocio con bastante arte y maestría para dar a la ocupación toda la apariencia de legalidad, y para
justificar, al menos exteriormente, la legitimidad de su título de rey de Navarra. Entre los muchos
documentos que hemos visto relativos a este negocio,
el que nos ha parecido que arroja más luz sobre las causas, precedentes y
trámites de esta conquista le hallarán nuestros lectores por apéndice al final
de este volumen.