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SALA DE LECTURA

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA
 

LOS REYES CATÓLICOS

CAPÍTULO LVII (57).

CISNEROS CONQUISTA DE ORÁN.

De 1508 a 1510

 

 

 

Ya en vida de la reina Isabel, y a persuasión del arzobispo de Toledo don Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, hombre de elevados pensamientos y dado a las grandes empresas, había habido el designio de llevar las armas cristianas l África y arrancar las ciudades de la costa berberisca del poder de los infieles. Encargado estuvo ya el conde de Tendilla de dirigir y comandar la armada que se pensó enviar al litoral del continente africano; pero la muerte de la reina y las novedades que se siguieron en Castilla fueron causa de que se suspendiese aquella expedición. Al poco tiempo volvió a insistir el primado de España con el Rey Católico, regente del reino, en la conveniencia de que se realizara aquel pensamiento. Fernando acogió la empresa, para la cual le prestó el prelado toledano once cuentos de la moneda de Castilla, y no tardó en salir del puerto de Almería y cruzar las aguas del Mediterráneo una armada al mando del valeroso don Diego Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles, llevando onsigo al entendido marino don Ramón de Cardona (agosto, 1505). El resultado de esta expedición fue apoderarse de la ciudad y castillo de Mazalquivir en la costa de Berbería (setiembre), puerto cómodo y muy importante para el comercio con Orán, de donde dista sólo tres cuartos de legua, y a donde se refugiaron los moros que la defendían. Don Ramón de Cardona volvió a Málaga con la armada y con la noticia de aquella conquista, de que se alegraron todas las naciones de Europa. Pero más adelante (en 1507), habiendo salido el alcaide de los Donceles del fuerte de Mazalquivir e internádose hasta cuatro leguas con una hueste de tres mil españoles, fueron éstos asaltados y arrollados por numerosas tropas del rey de Tremecén, viéndose el valeroso jefe de los cristianos en gran peligro, y teniendo que retirarse con gran trabajo a la plaza después de dejar muertos en el campo muchos de los suyos.

Cuando el rey vino de Nápoles a Castilla, se volvió a promover la empresa de Africa, para la cual ofrecía buena ocasión la guerra que al rey de Fez hacían sus dos hermanos, uno de los cuales ofreció al rey Fernando que le daría su favor y ayuda para la conquista de Oran y de otros lugares de la costa, siempre que él le pusiera en posesión de la ciudad de Túnez que decía pertenecerle, obligándose además el moro a darle en rehenes su hijo mayor. En virtud de esta propuesta mandó Fernando, aparejar una buena flota en Málaga al mando del conde Pedro Navarro, y de cuyo orden y provisiones cuidaba muy principalmente el ya cardenal de España Jiménez de Cisneros (1508). Mas como en aquel tiempo anduvieran los corsarios berberiscos inquietando e invadiendo continuamente la costa de Granada robando y haciendo cautivos, de orden del rey salió Pedro Navarro con sus naves contra ellos, les tomó algunas fustas, mató muchos moros, y dando caza a los demás llegó hasta la costa fronteriza de África, y les ganó el Peñón de la Gomera (julio, 1508), castillo de muy extraña fortaleza, construido sobre un peñasco dentro del mar, con lo que quedaron protegidas las costas de Andalucía y de Valencia contra las correrías de los piratas. La ocupación del Peñón por los españoles produjo vivas contestaciones entre Fernando y el rey de Portugal su yerno, que pretendía ser de su conquista como perteneciente al reino de Fez; y aunque el Rey Católico le hizo poco tiempo después un inmenso servicio enviando a Pedro Navarro con su armada en socorro de Arcila que el rey de Fez tenía cercada y en grande aprieto, batiendo al moro, haciéndole levantar el cerco y libertando aquella posesión portuguesa, todavía el monarca portugués no desistía de reclamar su derecho al Peñón de Vélez.

Tales eran los precedentes que habían mediado respecto a la empresa de África, cuando el cardenal Cisneros, ya por haber sido antiguo pensamiento suyo, ya por celo religioso, ya por distraer a otra parte y a otros objetos la atención de los turbulentos nobles castellanos, excitó al reya que emprendiese seriamente la conquista de Orán, ciudad opulenta y bien murada del reino de Tremecén, uno de los mejores mercados para el comercio con Levante, asilo y madriguera de multitud de corsarios moros que infestaban y estragaban las costas del Mediterráneo, y muy inmediata, como hemos dicho, al fuerte y puerto de Mazalquivir, conquistado tres años antes por el alcaide de los Donceles. A este plan sólo tuvo que oponer Fernando el inconveniente de la falta de fondos, pero a esta dificultad ocurrió Cisneros ofreciéndose él a anticipar todo el coste y gastos de la empresa, y lo que es más, a conducirla y mandarla en persona. Para lo primero contaba el cardenal arzobispo con los ahorros que había ido haciendo de sus pingües rentas, de las cuales sólo había empleado algunas en la redención de cristianos cautivos. Lo segundo, propuesto por un hombre que había pasado la mayor parte de su vida en el retiro y en las penitencias de un claustro, y se hallaba además en la edad septuagenaria, hubiera parecido una locura, si no fuera ya conocido el ánimo levantado y grande del religioso Cisneros. que con este objeto había tenido ya empleado al ingeniero veneciano Jerónimo Vianelo en reconocer las costas de Berbería y levantar planos exactos de sus ciudades, puertos y fortalezas.

Admitida la proposición por el rey, se ajustó y firmó por los dos una capitulación o asiento (29 de diciembre, 1508), en que el soberano ponía a cargo del cardenal arzobispo la dirección y proveimiento de la armada y los gastos de la guerra, se obligaba a indemnizarle de lo que se fuera cobrando de la décima y subsidio en todos sus reinos y señoríos, teniendo entretanto en prendas y a su disposición todo lo que se ganase de tierra de moros, y el cardenal por su parte prometía y se obligaba a pagar todos los sueldos, provisiones, fletes y demás que fuese menester para el equipo de las naves y mantenimiento de la gente de guerra. Nombróse general de la armada al conde Pedro Navarro, y habían de ir de capitanes Diego de Vera, el conde de Altamira, Jerónimo Vianelo, Gonzalo de Ayora, García Villarroel y otros caballeros de los que más se habían distinguido en las guerras de Italia y de España. Levantóse gente en todas las provincias, especialmente en la diócesis del cardenal: proporcionó éste un buen tren de artillería, se hicieron provisiones de boca y guerra, y en la primavera de 1509 se halló aparejada en el puerto de Cartagena una armada de diez galeras y ochenta naves menores, con catorce mil hombres de desembarco. Advertíase, no obstante, poco orden y arreglo en la disposición de la flota, lo cual atribuía el cardenal al poco gusto con que Navarro se sometía á estar bajo la dirección de un eclesiástico para una tal empresa como aquella; mientras Cisneros decía del conde que era muy bueno para pelear, mas no para gobernar y dirigir. Ello es que desde el principio no reinó el mejor acuerdo entre el arzobispo y el conde. Hubo también excesos e insubordinación en la gente de tropa, y muchos de ellos decían con cierto donaire, especialmente los de Italia, «que era cosa chistosa lo que en España pasaba, que un arzobispo de Toledo quisiese dirigir y hacer la guerra, en tanto que Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, se entretenía en rezar rosarios». Los nobles por otra parte procuraban desacreditar al cardenal atribuyéndole miras codiciosas y designios no muy leales.

Mas no era Cisneros hombre a quien arredraran contrariedades ni obstáculos, y fuerte con su propio espíritu y con el favor y apoyo de Fernando que le conocía bien, castigados los soldados disidentes, animados los demás a vista de los sacos de moneda para la paga, y restablecida la disciplina en el ejército, dióse la armada a la vela á 16 de mayo (1509), y al día siguiente arribó al puerto de Mazalquivir. Las fogatas que se divisaban en las alturas indicaban bien que los moros se hallaban apercibidos. Opinaba, sin embargo, el cardenal que no debía perderse tiempo, y que convenía sobre todo apoderarse de una eminencia que hay entre Mazalquivir y Orán. Salieron, pues, las tropas al campo para prepararse a acometer al enemigo. El cardenal de España recorrió las filas montado en una muía, vestido con los hábitos pontificales y con la espada al costado, rodeado de sacerdotes y religiosos, entre ellos el franciscano Fr. Fernando, que montaba un caballo blanco, llevando el tahalí y la espada sobre el sayal, y en la mano el estandarte arzobispal con la cruz, cantando todos muy devotamente el himno Vexilla Regis prodeunt. El venerable prelado, después de ordenadas las tropas, subió á un repecho, desde el cual les dirigió una enérgica arenga, exhortándolos a pelear con esfuerzo contra aquellos infieles que habían querido esclavizar a España, y a penetrar animosos en la ciudad y sacar de las mazmorras a los cristianos que gemían cautivos y a quienes sus madres esperaban ansiosas de abrazarlos. «Yo quiero, añadió, tener parte en esta victoria, y seré el primero en el peligro, porque me sobra aliento para plantar en medio de las huestes enemigas esta cruz, estandarte real de los cristianos, que veis delante de mí, y me tendré por dichoso de pelear y morir entre vosotros, como muchos de mis predecesores lo han hecho»

La fogosa elocuencia del septuagenario sacerdote inflamó a aquellos guerreros devotos, los cuales, viendo al arzobispo resuelto a guiarlos y a marchar con ellos al combate, se acercaron a él con respeto y le suplicaron tuviese a bien de retirarse, pues de otro modo el cuidado que todos pondrían en proteger y salvar su persona les embargaría la atención y podría perjudicar al éxito de la pelea. Cedió el prelado, aunque con repugnancia, a tan justas instancias y consideraciones, y dejando a Navarro el mando del ejército y de la batalla, les dió su bendición y se retiró a orar a la capilla de San Miguel de Mazalquivir. La noche se acercaba, y viendo Navarro las colinas de la sierra coronadas de moros, volvió a consultar al cardenal si convendría diferir el ataque o comenzarle pronto a pesar de la proximidad de la noche. «Atacad al enemigo sin dilación y sin miedo, contestó el animoso prelado; porque estoy cierto de que vais a ganar hoy una gran victoria» Animado con estas palabras como de inspirada predicción volvió Navarro al ejército y ordenó inmediatamente el ataque.

Moviéronse las tropas, divididas en cuatro cuerpos, y llevando la artillería que el cardenal había hecho desembarcar. Resonaron las trompetas por valles y cerros, y a la voz de ¡Santiago! comenzaron los españoles a trepar atrevidamente por las ásperas laderas de las montañas, sufriendo impertérritos los tiros de flechas y de piedras que los moros desde lo alto arrojaban. Allí murió por querer avanzar con temeraria precipitación el capitán de los de Guadalajara Luis Contreras. Pero maniobrando Navarro oportunamente con cuatro piezas de artillería, desalojó los enemigos de las alturas con grande estrago, aturdiéndolos y desordenándolos de tal manera, que todos se dieron a huir dispersos y despavoridos y persiguiéndolos los cristianos en no menor dispersión y desorden hasta las puertas de la ciudad, con gran peligro de los nuestros si los moros hubieran tenido ánimo para rehacerse.

Entretanto la armada española anclada frente de Orán batía incesantemente la ciudad, y si bien de la plaza contestaban los enemigos con vivo fuego de las numerosas piezas que coronaban sus muros, habiendo tenido los cristianos el acierto y la fortuna de apagar los de la principal batería enemiga, desembarcaron las tropas que iban a bordo, juntáronse con las de tierra, y comenzaron a escalar intrépidamente la muralla. El capitán de la guardia del cardenal, llamado Sosa, fué el primero que a la voz de ¡Santiago y Cisneros! plantó sobre los adarves la bandera que representaba por un lado la cruz y por el otro el blasón de las armas del primado. Inmediatamente se vieron ondear otros seis estandartes sobre los muros. Apoderáronse los soldados de las puertas, se abrieron y penetró todo el ejército en la ciudad arrollando y pasando a cuchillo cuanto encontraban sin perdonar ni sexo ni edad. Algunos moros se refugiaron en las mezquitas o se fortificaron en las casas. Los soldados vencedores se entregaron desenfrenadamente a la licencia y al saqueo, sin que la voz de Navarro bastara a contenerlos, hasta que cansados y saciados de sangre, de manjares y de vino, se entregaron embriagados al sueño, reposando los vivos entre los muertos, todos confundidos y mezclados. Sólo Navarro y sus capitanes velaron aquella noche. Horrorizados de tanta mortandad y tanto exceso, ofrecieron perdón a los refugiados en las mezquitas y los obligaron a rendirse. Llegado el día, ordenó Navarro que se limpiase la población de tanta impureza como la infestaba, y avisó al cardenal para que fuese a tomar posesión de la importante conquista que acababan de hacer las armas españolas.

El portador de esta feliz nueva fue el capitán Villarroel. El cardenal la recibió con modesta alegría, dió gracias a Dios, y al día siguiente partió en una galera a Oran con los religiosos y sacerdotes que solía llevar en su compañía. Llenóse su alma de santo júbilo cuando divisó los pabellones cristianos ondeando sobre los alminares de la opulenta ciudad morisca. Al desembarcar le saludaron los soldados como al verdadero vencedor: «Vos, señor, le decían, sois el que ha vencido:» a lo cual contestaba el prelado con las palabras de David: «Non nobis, Domine, non nobis. No a nosotros Señor, sino a vuestro santo nombre se debe darla gloria.» El gobernador de la alcazaba le presentó las llaves de la fortaleza: púsose a su disposición la riqueza y botín de la ciudad que ascendía a una inmensa suma, pero Cisneros, no queriendo nada para sí, mandó que se reservara todo para el rey y para el sustento de los soldados. Lo que más lisonjeó al pontífice-general fue el gusto de abrir por sí mismo los calabozos subterráneos y dar libertada trescientos infelices cautivos que gemían allí entre cadenas.

La facilidad y prontitud con que se tomó una ciudad tan rica y tan bien guarnecida y fortificada como Orán causó general sorpresa y maravilla. Los soldados decían que Dios había detenido el sol en su carrera para darles la victoria como en tiempo de Josué; mientras otros suponían, tal vez no sin fundamento, que Cisneros había tenido secretas inteligencias con los árabes que vivían entre los moros. Al siguiente día el cardenal montó a caballo, dió una vuelta en derredor de la ciudad, dispuso que se repararan las fortificaciones, visitó las mezquitas, purificó y consagró una de ellas a nuestra Señora de la Victoria, y otra al apóstol Santiago. ordenó que se erigiese un hospital y algunos conventos, despachó a don Fernando de Vera con cartas para el rey anunciándole el éxito glorioso de su empresa. No fué poca dicha haber tomado tan pronto la ciudad, porque a las pocas horas se presentó en sus inmediaciones un ejército de Tremecén que acudíaasocorrerla, el cual hubo de retirarse luego que supo la rendición. Vengáronse los de Tremecén y descargaron su furor degollando a los mercaderes cristianos y judíos que se hallaban en aquella capital.

Cuando halagaba al gran Cisneros la idea de dilatar la religión y hacer ondear la enseña del cristianismo en otras ciudades infieles de la costa africana, detuviéronle en sus pensamientos graves desavenencias que sobrevinieron entre él y el conde Pedro Navarro. Soldado de genio un tanto áspero y brusco Navarro, que ya desde España había mostrado harta repugnancia en someterse a un caudillo eclesiástico, no podía ver sin celos los honores que se hacían al cardenal, y más cuando se sentía él con aptitud y con valor para dirigir la guerra como jefe. Así un día, con motivo de una reyerta ocurrida entre soldados de uno y otro, dijo al prelado en desabrido tono: «que jamás dos generales habían conducido bien un ejército; que haría bien en volverse á su diócesis á recoger los aplausos de su victoria; que su misión había terminado con la toma de Orán; que todo lo demás se había de hacer en nombre del Rey Católico y no en el suyo; y que le dejara a él el mando del ejército y la armada, y él se fuese a cuidar de sus ovejas, dejando el cuidado de pelear a los que tenían oficio de soldados.» Y se despidió de él bruscamente. Disimuló el prelado, y sin darse por sentido de la irreverencia, llamó otro día a Navarro y le dió sus órdenes con la dulzura acostumbrada.

A este tiempo interceptó el cardenal una carta del rey a Navarro, en que le encargaba procurara detener por allá al arzobispo todo el tiempo que creyera necesaria su presencia. El anciano y suspicaz prelado interpretó aquella prevención en el sentido más desfavorable; supuso mala voluntad en el rey hacia su persona, y como sabía que el monarca deseaba el arzobispado de Toledo para su hijo natural don Alfonso, que lo era de Zaragoza, y aun le había hecho proposiciones de permuta, hasta sospechó en Fernando la intención de que permaneciendo en África sucumbiera allá, no pudiendo resistir la temperatura ardiente de aquel clima en la estación en que se iba a entrar. Esto, unido al disgusto que le causaba la altivez y casi abierta desobediencia de su general, le determinó a regresar a España; y llamando a Navarro, a Villarroel, a Diego de Vera y otros capitanes, les comunicó su designio, declaró que dejaba al primero el mando del ejército y armada, dió a todos oportunos consejos para el mantenimiento de la disciplina, la conservación de lo conquistado y la conveniencia y modo de proseguir la empresa de África, y despidiéndose afec­tuosamente de todos se embarcó en una sola galera (23 de mayo, 1509), sin escolta y sin aparato, para demostrar la seguridad con que se navegaba ya por aquellos mares, antes tan expuestos a los ataques de los piratas. Sólo traía consigo algunos criados, unos esclavos moros con camellos cargados de piezas de oro y plata que había separado del botín y destinado al rey, junto con una colección de libros arábigos de astronomía y medicina para su biblioteca de Alcalá. En aquel mismo día arribó con próspero viento a Cartagena, de donde había partido con la expedición.

Esquivó el victorioso prelado con recomendable modestia las fiestas públicas con que en varios pueblos querían agasajarle, y temiendo ya los calores del estío, partió para Alcalá de Henares, su ciudad predilecta. Los doctores de su universidad habían enviado una diputación a recibirle; todos los gremios le habían preparado una entrada triunfal, y habían derribado un trozo de muralla para que aquella pudiera ser más solemne; pero él, enemigo del fausto y de las demostraciones ruidosas, prefirió entrar por una de las puertas ordinarias; y con la misma humildad y abnegación rehusó ir a la corte, donde le llamaban y le tenían preparados festejos, «por temor, decía, de verse abrumado con frívolas urbanidades, que son pesadas y embarazosas a los que no deben perder el tiempo, y que por su edad y profesión han de ser serios y graves.» En todo manifestó la misma modestia y sencillez; y sin mostrarse envanecido por su glorioso triunfo, ni hablar siquiera de él, sino para exhortar al rey a que no dejara de proseguir las conquistas de Africa y a que no faltaran provisiones al ejército, se consagró a los cuidados espirituales de su diócesis, y al fomento de su querida universidad de Alcalá, de que hablaremos luego.

Aguardábanle, no obstante, al venerable cardenal muy graves disgustos y sinsabores por premio del gran servicio que acababa de hacer a su rey y a su patria. Acusáronle sus enemigos de haber violado el sagrado de las cartas, abriendo las que el rey dirigía a Pedro Navarro, de cuyo cargo procuró justificarse, si bien en verdad no parece que satisfacían de todo punto las razones que en justificación de este hecho alegaba, o las que por lo menos nos presentan sus biógrafos y panegiristas, por más recelos y avisos que tuviese de lo que se trataba entre el conde y el rey. Persuadieron además a éste los enemigos del prelado que no debía satisfacerle las sumas anticipadas para los gastos de la guerra y conquista de Orán, puesto que el saco de la ciudad excedía a las expensas que había hecho. Fuerte en este punto el cardenal, expuso con sobra de razón que nada había recogido para sí del botín sino algunos libros arábigos y algunas otras curiosidades destinadas a la biblioteca de Alcalá, ni traído otra riqueza que la parte correspondiente al rey; que del dinero anticipado para la expedición tenía que dar cuenta a su iglesia; recordábale la palabra empeñada en un trato y compromiso solemne; y concluía proponiendo que si el estado de los negocios públicos no permitía sacar cantidad alguna de las tesorerías, cediese el rey á los arzobispos de Toledo el dominio de la ciudad de Orán en indemnización de la deuda, que él y sus sucesores renunciarían. Sometido el asunto al consejo, el rey, después de oídos diferentes pareceres, reconoció al fin la justicia de la reclamación; pero antes de satisfacer el crédito mortificó al cardenal con graves pesares, cuales fueron el de enviar un comisario regio a visitar su palacio para que examinara su menaje y viera si se había aumentado con el saco de Orán, y el de despachar comisionados por los lugares de su diócesis, con encargo de hacer presentar a los soldados los esclavos y cualesquiera otros objetos quede África hubiesen traído.

Cisneros con su grande alma sufría todas estas mortificaciones sin proferir una sola queja y sin alterarse su espíritu. Representábase los ejemplos de los dos grandes hombres que tenía delante, Cristóbal Colón y el Gran Capitán, y de sus mal pagados servicios, y aguardaba tranquilo y sin impacientarse la resolución del rey. Por último determinó éste satisfacerle sus anticipos; el cardenal le dió las gracias, y sin mostrar resentimiento por la conducta de su soberano, siguió respetándole y sirviéndole como antes.

Aunque desde el regreso de Cisneros a España parece que el gobierno y administración de lo de Orán no se manejaba con la mayor pureza y economía, según las quejas que por acá llegaron y que Cisneros expuso al rey, diéronse, sin embargo, las providencias oportunas para que, remediados aquellos males, se prosiguiese la empresa y conquista de África bajo la dirección del conde Pedro Navarro, que no era un hombre político, pero era un guerrero brioso y emprendedor. Enviáronsele auxilios de hombres y dinero, con los cuales emprendió y llevó a cabo en poco tiempo la conquista de Bugía, ciudad marítima de la antigua Numidia perteneciente al reino de Argel (enero, 1510). Con la nueva de este triunfo vino a España el capitán Diego de Vera, y a consecuencia de este suceso se presentaron los jeques de la ciudad de Argel en Bugía a hacer su sumisión al Rey Católico de España ante el conde y capitán general de África Pedro Navarro. A su imitación el rey de Túnez se declaró también vasallo y tributario del rey, según antes había ya prometido, obligándose a venir a las cortes siempre que el rey le llamase, a poner en libertad todos los cautivos

Dirigióse luego Navarro con todo su ejército y armada sobre Trípoli, una de las ciudades marítimas más fuertes de Berbería. La resistencia que allí hicieron los moros fue vigorosa y obstinada: se peleó por una y otra parte con tenacidad y hasta con desesperación: asaltada la ciudad, no hubo torre, ni mezquita, ni casa, ni plaza, ni calle en que no se combatiera a muerte, siendo los caballeros y nobles cristianos los primeros en el peligro y muriendo muchos de ellos, pero haciendo tal mortandad y estrago en los moros, que puede decirse que apenas quedó uno solo con vida (26 de julio, 1510). Repartiéronse entre los soldados los despojos de aquella ciudad rica, pero arruinada. El rey Fernando, que se hallaba en Monzón celebrando cortes cuando recibió la nueva de esta conquista, tuvo intención, y así lo declaró, de pasar a África en persona a proseguir aquella empresa, pero detenido por otras atenciones, envió a don García de Toledo, hijo del duque de Alba, con nueva armada y ejército, a fin de que continuase las conquistas por el interior de Berbería, y pudiese el conde Navarro atender a lo de la costa.

En mal hora, y para mal suyo y sentimiento general de España arribó el intrépido y fogoso don García de Toledo a Bugía y á Trípoli con los siete mil hombres que constituían su ejército, al cual volvió incorporado el capitán Diego de Vera. Era en ocasión que Pedro Navarro había tratado de someter al dominio de España la isla de los Gelbes, la mayor y más principal de aquella costa, aunque poco poblada, de terreno arenoso y estéril, y llena sólo de bosques, palmeras y olivos. Mas como el jeque que la gobernaba se hubiese mostrado resuelto a defenderla, y cuando ya Navarro había embarcado su gente para invadir la isla, incorporósele don García de Toledo con la mayor parte de la suya, componiendo entre todos un total de doce mil hombres. Desembarcaron, y se internaron en tierra, sin que de la torre que defendía la isla ni de otra parte alguna les saliera nadie al encuentro, lo cual no era extraño, porque de los doce mil habitantes que aquélla tendría, apenas contaba el jeque con unos ciento y veinte jinetes armados y en disposición de pelear. Don García de Toledo había pedido ir delante, y el conde Navarro condescendió con su deseo, dándole las mejores compañías y los soldados más escogidos y mejor armados. Era el 28 de agosto (1510), y hacía un sol tan abrasador que el aire parecía que ardía y la arena del suelo los quemaba. Fatigados, abrumados y medio muertos de calor, de la fatiga y de la sed, desmandáronse con el ansia de apagarla al divisar unas palmeras donde había algunos pozos de agua dulce junto a unas casas destruidas. Cuando los soldados se ocupaban con afán en sacar agua de los pozos, los moros, que se hallaban a corta distancia y observaron lo desordenados, desmayados y sin aliento que iban los españoles, dieron sobre ellos de rebato, y aunque la mayor parte era gente de a pie y sin armas y sólo había unos setenta armados y a caballo, arremetieron con tal furia, y fué tal el espanto que se apoderó de los nuestros, que muy pocos tuvieron ánimo para hacerles frente. Fueron de estos pocos don García de Toledo y los capitanes que le acompañaban, mas su esfuerzo y su valor no les sirvió sino para pagar los primeros su imprudente temeridad de penetrar en aquellos abrasados desiertos, cayendo acuchillados por los infieles.

Los cristianos fugitivos, al salir de entre las palmeras, encontraron ya en el llano hasta cuatro mil moros: creció con esto su aturdimiento, soltaban y arrojaban en la arena las armas que apenas podían sostener, atropellaban a los escuadrones que habían quedado detrás, y todos huían espantados, sin que apenas bastaran los esfuerzos del conde y de algunos caudillos a contener algún tanto el desorden y hacer que no fuera tan completo el estrago. Muchos, sin embargo, sucumbieron de ardor y sed, otros se ahogaron en el mar por la prisa de querer ganar las galeras, y hasta el mismo Navarro, tan valeroso y esforzado en otras ocasiones, participando de la general perturbación, fue de los primeros que procuraron embarcarse. Entre muertos y cautivos quedaron aquel día en los arenales de los Gelbes hasta cuatro mil españoles, y siendo entre todos doce mil, y poco más de un centenar los moros armados, se dejaron arrollar de aquella manera tan desastrosa; bien que el clima suplió al número y a las armas enemigas, y la imprudencia y temeridad de penetrar en tal estación y sin precaución alguna en tan áridos, pobres y ardientes desiertos quedaron bien expiadas.

Tal fue la desastrosa y lamentable jornada de la isla de los Gelbes. Navarro envió a España al valeroso Gil Nieto y al maestre don Alonso de Aguilar para que comunicaran al rey la nueva de tan triste suceso. Sus consecuencias no fueron menos lastimosas. Los elementos parecía haberse conjurado contra las naves españolas en el mar como contra los hombres en los arenales de la isla. Furiosos temporales dispersaron las galeras de los que se habían embarcado en el puerto de los Gelbes, y unas volvieron al puerto, y las más corrieron la vía de las costas de Sicilia. Navarro, después de dejar por orden del rey a Diego de Vera la guarda y defensa de Trípoli, y de despedir los navios que ganaban sueldo, con tres mil soldados enfermos y malparados (setiembre), corrió con algunas naves la costa entre los Gelbes y Túnez, pero una deshecha borrasca le puso a punto de perderlas todas: tres de ellas se abrieron, y otras fueron á parar á la isla de Malta (octubre, 1510), y el conde tuvo que limitarse a pasar el invierno donde mejor pudo con los restos de la armada.

El contratiempo de la isba de los Gelbes detuvo el progreso de las armas españolas en África durante el reinado de Fernando V de Castilla, y fue también como el término de la gloriosa carrera militar del conde Pedro Navarro, aquel soldado brioso, pero áspero y rudo, a quien por desgracia hallaremos todavía después, faltando a la fidelidad debida a su patria y a su rey.

 

CAPÍTULO XXV

LA LIGA DE CAMBRAY

De 1508 a 1513