LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO LVII (57).
CISNEROS CONQUISTA DE ORÁN.
De 1508 a 1510
Ya en vida de la reina Isabel, y a persuasión
del arzobispo de Toledo don Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, hombre de
elevados pensamientos y dado a las grandes empresas,
había habido el designio de llevar las armas cristianas l África y arrancar
las ciudades de la costa berberisca del poder de los infieles. Encargado estuvo
ya el conde de Tendilla de dirigir y comandar la armada que se pensó enviar al
litoral del continente africano; pero la muerte de la reina y las novedades que
se siguieron en Castilla fueron causa de que se suspendiese aquella expedición.
Al poco tiempo volvió a insistir el primado de España
con el Rey Católico, regente del reino, en la conveniencia de que se realizara
aquel pensamiento. Fernando acogió la empresa, para la cual le prestó el
prelado toledano once cuentos de la moneda de Castilla, y no tardó en salir del
puerto de Almería y cruzar las aguas del Mediterráneo una armada al mando del
valeroso don Diego Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles, llevando onsigo al entendido marino don Ramón de Cardona (agosto, 1505). El resultado
de esta expedición fue apoderarse de la ciudad y castillo de Mazalquivir en la
costa de Berbería (setiembre), puerto cómodo y muy importante para el comercio
con Orán, de donde dista sólo tres cuartos de legua, y a donde se refugiaron los moros que la defendían. Don Ramón de Cardona volvió a
Málaga con la armada y con la noticia de aquella conquista, de que se alegraron
todas las naciones de Europa. Pero más adelante (en 1507), habiendo salido el
alcaide de los Donceles del fuerte de Mazalquivir e internádose hasta cuatro leguas con una hueste de tres mil españoles, fueron éstos
asaltados y arrollados por numerosas tropas del rey de Tremecén,
viéndose el valeroso jefe de los cristianos en gran peligro, y teniendo que
retirarse con gran trabajo a la plaza después de
dejar muertos en el campo muchos de los suyos.
Cuando el rey vino de Nápoles a Castilla, se volvió a promover la empresa de Africa, para la cual ofrecía buena ocasión la guerra que al
rey de Fez hacían sus dos hermanos, uno de los cuales ofreció al rey Fernando
que le daría su favor y ayuda para la conquista de Oran y de otros lugares de
la costa, siempre que él le pusiera en posesión de la ciudad de Túnez que decía
pertenecerle, obligándose además el moro a darle en
rehenes su hijo mayor. En virtud de esta propuesta mandó Fernando, aparejar
una buena flota en Málaga al mando del conde Pedro Navarro, y de cuyo orden y
provisiones cuidaba muy principalmente el ya cardenal de España Jiménez de
Cisneros (1508). Mas como en aquel tiempo anduvieran los corsarios berberiscos
inquietando e invadiendo continuamente la costa de Granada robando y haciendo
cautivos, de orden del rey salió Pedro Navarro con sus naves contra ellos, les
tomó algunas fustas, mató muchos moros, y dando caza a los demás llegó hasta la costa fronteriza de África, y les ganó el Peñón de la
Gomera (julio, 1508), castillo de muy extraña fortaleza, construido sobre un
peñasco dentro del mar, con lo que quedaron protegidas las costas de Andalucía
y de Valencia contra las correrías de los piratas. La ocupación del Peñón por
los españoles produjo vivas contestaciones entre Fernando y el rey de Portugal
su yerno, que pretendía ser de su conquista como perteneciente al reino de Fez;
y aunque el Rey Católico le hizo poco tiempo después un inmenso servicio
enviando a Pedro Navarro con su armada en socorro de
Arcila que el rey de Fez tenía cercada y en grande aprieto, batiendo al moro,
haciéndole levantar el cerco y libertando aquella posesión portuguesa, todavía
el monarca portugués no desistía de reclamar su derecho al Peñón de Vélez.
Tales eran los precedentes que habían mediado
respecto a la empresa de África, cuando el cardenal
Cisneros, ya por haber sido antiguo pensamiento suyo, ya por celo religioso, ya por distraer a otra parte y a otros objetos la atención de los turbulentos nobles
castellanos, excitó al reya que emprendiese seriamente la conquista de Orán,
ciudad opulenta y bien murada del reino de Tremecén,
uno de los mejores mercados para el comercio con Levante, asilo y madriguera
de multitud de corsarios moros que infestaban y estragaban las costas del
Mediterráneo, y muy inmediata, como hemos dicho, al fuerte y puerto de
Mazalquivir, conquistado tres años antes por el alcaide de los Donceles. A este
plan sólo tuvo que oponer Fernando el inconveniente de la falta de fondos, pero a esta dificultad ocurrió Cisneros ofreciéndose él a anticipar todo el coste y gastos de la empresa, y lo que
es más, a conducirla y mandarla en persona. Para lo
primero contaba el cardenal arzobispo con los ahorros que había ido haciendo de
sus pingües rentas, de las cuales sólo había empleado algunas en la redención
de cristianos cautivos. Lo segundo, propuesto por un
hombre que había pasado la mayor parte de su
vida en el retiro y en las penitencias de un claustro, y se hallaba además en
la edad septuagenaria, hubiera parecido una locura, si no fuera ya conocido el
ánimo levantado y grande del religioso Cisneros. que con este objeto había
tenido ya empleado al ingeniero veneciano Jerónimo Vianelo en reconocer las costas de Berbería y levantar planos exactos de sus ciudades,
puertos y fortalezas.
Admitida la proposición por el rey, se ajustó
y firmó por los dos una capitulación o asiento (29 de
diciembre, 1508), en que el soberano ponía a cargo
del cardenal arzobispo la dirección y proveimiento de la armada y los gastos de
la guerra, se obligaba a indemnizarle de lo que se
fuera cobrando de la décima y subsidio en todos sus reinos y señoríos, teniendo
entretanto en prendas y a su disposición todo lo que
se ganase de tierra de moros, y el cardenal por su parte prometía y se
obligaba a pagar todos los sueldos, provisiones,
fletes y demás que fuese menester para el equipo de las naves y mantenimiento
de la gente de guerra. Nombróse general de la
armada al conde Pedro Navarro, y habían de ir de capitanes Diego de Vera, el
conde de Altamira, Jerónimo Vianelo, Gonzalo de
Ayora, García Villarroel y otros caballeros de los que más se habían distinguido
en las guerras de Italia y de España. Levantóse gente
en todas las provincias, especialmente en la diócesis del cardenal:
proporcionó éste un buen
tren de artillería, se hicieron provisiones de
boca y guerra, y en la primavera de 1509 se halló aparejada en el puerto de
Cartagena una armada de diez galeras y ochenta naves menores, con catorce mil
hombres de desembarco. Advertíase, no obstante, poco
orden y arreglo en la disposición de la flota, lo cual atribuía el cardenal al
poco gusto con que Navarro se sometía á estar bajo la
dirección de un eclesiástico para una tal empresa como aquella; mientras
Cisneros decía del conde que era muy bueno para pelear, mas no para gobernar y
dirigir. Ello es que desde el principio no reinó el mejor acuerdo entre el
arzobispo y el conde. Hubo también excesos e insubordinación en la gente de
tropa, y muchos de ellos decían con cierto donaire, especialmente los de Italia,
«que era cosa chistosa lo que en España pasaba, que un arzobispo de Toledo
quisiese dirigir y hacer la guerra, en tanto que Gonzalo de Córdoba, el Gran
Capitán, se entretenía en rezar rosarios». Los nobles por otra parte
procuraban desacreditar al cardenal atribuyéndole miras codiciosas y designios
no muy leales.
Mas no era Cisneros hombre a quien arredraran contrariedades ni obstáculos, y fuerte con su propio espíritu
y con el favor y apoyo de Fernando que le conocía bien, castigados los soldados
disidentes, animados los demás a vista de los sacos de moneda para la paga, y
restablecida la disciplina en el ejército, dióse la
armada a la vela á 16 de
mayo (1509), y al día siguiente arribó al puerto de Mazalquivir. Las fogatas
que se divisaban en las alturas indicaban bien que los moros se hallaban
apercibidos. Opinaba, sin embargo, el cardenal que no debía perderse tiempo, y
que convenía sobre todo apoderarse de una eminencia que hay entre Mazalquivir
y Orán. Salieron, pues, las tropas al campo para prepararse a acometer al enemigo. El cardenal de España recorrió las filas montado en una
muía, vestido con los hábitos pontificales y con la espada al costado, rodeado
de sacerdotes y religiosos, entre ellos el franciscano Fr. Fernando, que
montaba un caballo blanco, llevando el tahalí y la espada sobre el sayal, y en
la mano el estandarte arzobispal con la cruz, cantando todos muy devotamente el
himno Vexilla Regis prodeunt.
El venerable prelado, después de ordenadas las tropas, subió á un repecho, desde el cual les dirigió una enérgica
arenga, exhortándolos a pelear con esfuerzo contra
aquellos infieles que habían querido esclavizar a España, y a penetrar animosos en la ciudad y sacar de las mazmorras a los cristianos que gemían cautivos y a quienes sus madres esperaban ansiosas de abrazarlos. «Yo quiero, añadió, tener
parte en esta victoria, y seré el primero en el peligro, porque me sobra
aliento para plantar en medio de las huestes enemigas esta cruz, estandarte
real de los cristianos, que veis delante de mí, y me tendré por dichoso de
pelear y morir entre vosotros, como muchos de mis predecesores lo han hecho»
La fogosa elocuencia del septuagenario
sacerdote inflamó a aquellos guerreros devotos, los
cuales, viendo al arzobispo resuelto a guiarlos y a marchar con ellos al combate, se acercaron a él con respeto y le suplicaron tuviese a bien de retirarse, pues de otro
modo el cuidado que todos pondrían en proteger y salvar su persona les
embargaría la atención y podría perjudicar al éxito de la pelea. Cedió el
prelado, aunque con repugnancia, a tan justas
instancias y consideraciones, y dejando a Navarro el
mando del ejército y de la batalla, les dió su
bendición y se retiró a orar a la capilla de San Miguel de Mazalquivir. La noche se acercaba, y viendo Navarro
las colinas de la sierra coronadas de moros, volvió a consultar al cardenal si convendría diferir el ataque o comenzarle pronto a pesar de la proximidad de la
noche. «Atacad al enemigo sin dilación y sin miedo, contestó el animoso
prelado; porque estoy cierto de que vais a ganar hoy
una gran victoria» Animado con estas palabras como de inspirada predicción
volvió Navarro al ejército y ordenó inmediatamente el ataque.
Moviéronse las tropas, divididas en cuatro cuerpos, y
llevando la artillería que el cardenal había hecho desembarcar. Resonaron las
trompetas por valles y cerros, y a la voz de
¡Santiago! comenzaron los españoles a trepar atrevidamente por las ásperas
laderas de las montañas, sufriendo impertérritos los tiros de flechas y de
piedras que los moros desde lo alto arrojaban. Allí murió por querer avanzar
con temeraria precipitación el capitán de los de Guadalajara Luis Contreras. Pero maniobrando Navarro oportunamente con
cuatro piezas de artillería, desalojó los enemigos de las alturas con grande
estrago, aturdiéndolos y desordenándolos de tal manera, que todos se dieron a huir dispersos y despavoridos y persiguiéndolos los
cristianos en no menor dispersión y desorden hasta las puertas de la ciudad,
con gran peligro de los nuestros si los moros hubieran tenido ánimo para
rehacerse.
Entretanto la armada española anclada frente
de Orán batía incesantemente la ciudad, y si bien de la plaza contestaban los
enemigos con vivo fuego de las numerosas piezas que coronaban sus muros,
habiendo tenido los cristianos el acierto y la fortuna de apagar los de la
principal batería enemiga, desembarcaron las tropas que iban a bordo, juntáronse con las de
tierra, y comenzaron a escalar intrépidamente la
muralla. El capitán de la guardia del cardenal, llamado Sosa, fué el primero que a la voz de
¡Santiago y Cisneros! plantó sobre los adarves la bandera que representaba por
un lado la cruz y por el otro el blasón de las armas del primado.
Inmediatamente se vieron ondear otros seis estandartes sobre los muros. Apoderáronse los soldados de las puertas, se abrieron y
penetró todo el ejército en la ciudad arrollando y pasando a cuchillo cuanto
encontraban sin perdonar ni sexo ni edad.
Algunos moros se refugiaron en las mezquitas o se
fortificaron en las casas. Los soldados vencedores se entregaron
desenfrenadamente a la licencia y al saqueo, sin que
la voz de Navarro bastara a contenerlos, hasta que
cansados y saciados de sangre, de manjares y de vino, se entregaron embriagados
al sueño, reposando los vivos entre los muertos, todos confundidos y mezclados.
Sólo Navarro y sus capitanes velaron aquella noche. Horrorizados de tanta
mortandad y tanto exceso, ofrecieron perdón a los
refugiados en las mezquitas y los obligaron a rendirse. Llegado el día, ordenó Navarro que se limpiase la población de tanta
impureza como la infestaba, y avisó al cardenal para que fuese a tomar posesión de la importante conquista que acababan de
hacer las armas españolas.
El portador de esta feliz nueva fue el capitán
Villarroel. El cardenal la recibió con modesta alegría, dió gracias a Dios, y al día siguiente partió en una
galera a Oran con los religiosos y sacerdotes que solía llevar en su compañía. Llenóse su alma de santo júbilo cuando divisó los
pabellones cristianos ondeando sobre los alminares de la opulenta ciudad
morisca. Al desembarcar le saludaron los soldados como al verdadero vencedor:
«Vos, señor, le decían, sois el que ha vencido:» a lo
cual contestaba el prelado con las palabras de David: «Non nobis,
Domine, non nobis. No a nosotros Señor, sino a vuestro santo nombre se debe darla gloria.» El gobernador de la alcazaba le
presentó las llaves de la fortaleza: púsose a su disposición la riqueza y botín de la ciudad que
ascendía a una inmensa suma, pero Cisneros, no
queriendo nada para sí, mandó que se reservara todo para el rey y para el
sustento de los soldados. Lo que más lisonjeó al pontífice-general fue el gusto
de abrir por sí mismo los calabozos subterráneos y dar libertada trescientos infelices cautivos que gemían allí entre
cadenas.
La facilidad y prontitud con que se tomó una
ciudad tan rica y tan bien guarnecida y fortificada como Orán causó general
sorpresa y maravilla. Los soldados decían que Dios había detenido el sol en su
carrera para darles la victoria como en tiempo de Josué; mientras otros
suponían, tal vez no sin fundamento, que Cisneros había tenido secretas
inteligencias con los árabes que vivían entre los moros. Al siguiente día el
cardenal montó a caballo, dió una vuelta en derredor de la ciudad, dispuso que se repararan las
fortificaciones, visitó las mezquitas, purificó y consagró una de ellas a nuestra Señora de la Victoria, y otra al apóstol
Santiago. ordenó que se erigiese un hospital y algunos conventos, despachó a don Fernando de Vera con cartas para el rey anunciándole
el éxito glorioso de su empresa. No fué poca dicha
haber tomado tan pronto la ciudad, porque a las
pocas horas se presentó en sus inmediaciones un ejército de Tremecén que acudíaasocorrerla, el cual hubo de retirarse
luego que supo la rendición. Vengáronse los de Tremecén y descargaron su furor degollando a los mercaderes cristianos y judíos que se hallaban en
aquella capital.
Cuando halagaba al gran Cisneros la idea de
dilatar la religión y hacer
ondear la enseña del cristianismo en otras
ciudades infieles de la costa africana, detuviéronle en sus pensamientos graves desavenencias que sobrevinieron entre él y el conde
Pedro Navarro. Soldado de genio un tanto áspero y brusco Navarro, que ya desde
España había mostrado harta repugnancia en someterse a un caudillo eclesiástico, no podía ver sin celos los honores que se hacían al
cardenal, y más cuando se sentía él con aptitud y con valor para dirigir la
guerra como jefe. Así un día, con motivo de una reyerta ocurrida entre
soldados de uno y otro, dijo al prelado en desabrido tono: «que jamás dos
generales habían conducido bien un ejército; que haría bien en volverse á su diócesis á recoger los
aplausos de su victoria; que su misión había terminado con la toma de Orán; que
todo lo demás se había de hacer en nombre del Rey Católico y no en el suyo; y
que le dejara a él el mando del ejército y la armada,
y él se fuese a cuidar de sus ovejas, dejando el
cuidado de pelear a los que tenían oficio de
soldados.» Y se despidió de él bruscamente. Disimuló el prelado, y sin
darse por sentido de la irreverencia, llamó otro día a Navarro y le dió sus órdenes con la dulzura
acostumbrada.
A este tiempo interceptó el cardenal una carta
del rey a Navarro, en que le encargaba procurara detener por allá al arzobispo
todo el tiempo que creyera necesaria su presencia. El anciano y suspicaz
prelado interpretó aquella prevención en el sentido más desfavorable; supuso
mala voluntad en el rey hacia su persona, y como sabía que el monarca deseaba
el arzobispado de Toledo para su hijo natural don Alfonso, que lo era de
Zaragoza, y aun le había hecho proposiciones de permuta, hasta sospechó en
Fernando la intención de que permaneciendo en África sucumbiera allá, no
pudiendo resistir la temperatura ardiente de aquel clima en la estación en que
se iba a entrar. Esto, unido al disgusto que le
causaba la altivez y casi abierta desobediencia de su general, le determinó a regresar a España; y llamando a Navarro, a Villarroel, a Diego
de Vera y otros capitanes, les comunicó su designio, declaró que dejaba al
primero el mando del ejército y armada, dió a todos
oportunos consejos para el mantenimiento de la disciplina, la conservación de
lo conquistado y la conveniencia y modo de proseguir la empresa de África, y
despidiéndose afectuosamente de todos se embarcó en una sola galera (23 de
mayo, 1509), sin escolta y sin aparato, para demostrar la seguridad con que se
navegaba ya por aquellos mares, antes tan expuestos a los ataques de los piratas. Sólo
traía consigo algunos criados, unos esclavos
moros con camellos cargados de piezas de oro y plata que había separado del
botín y destinado al rey, junto con una colección de libros arábigos de
astronomía y medicina para su biblioteca de Alcalá. En aquel mismo día arribó
con próspero viento a Cartagena, de donde había
partido con la expedición.
Esquivó el victorioso prelado con recomendable
modestia las fiestas públicas con que en varios pueblos querían agasajarle, y
temiendo ya los calores del estío, partió para Alcalá de Henares, su ciudad
predilecta. Los doctores de su universidad habían enviado una diputación a recibirle; todos los gremios le habían preparado una
entrada triunfal, y habían derribado un trozo de muralla para que aquella pudiera ser más solemne; pero él, enemigo del
fausto y de las demostraciones ruidosas, prefirió entrar por una de las puertas
ordinarias; y con la misma humildad y abnegación rehusó ir a la corte, donde le llamaban y le tenían preparados festejos, «por temor, decía,
de verse abrumado con frívolas urbanidades, que son pesadas y embarazosas a los que no deben perder el tiempo, y que por su edad y
profesión han de ser serios y graves.» En todo manifestó la misma modestia y
sencillez; y sin mostrarse envanecido por su glorioso triunfo, ni hablar
siquiera de él, sino para exhortar al rey a que no dejara de proseguir las
conquistas de Africa y a que no faltaran provisiones
al ejército, se consagró a los cuidados espirituales
de su diócesis, y al fomento de su querida universidad de Alcalá, de que
hablaremos luego.
Aguardábanle, no obstante, al venerable cardenal muy
graves disgustos y sinsabores por premio del gran servicio que acababa de hacer a su rey y a su patria. Acusáronle sus enemigos de haber violado el sagrado de las
cartas, abriendo las que el rey dirigía a Pedro
Navarro, de cuyo cargo procuró justificarse, si bien en verdad no parece que
satisfacían de todo punto las razones que en justificación de este hecho
alegaba, o las que por lo menos nos presentan sus
biógrafos y panegiristas, por más recelos y avisos que tuviese de lo que se
trataba entre el conde y el rey. Persuadieron además a éste los enemigos del prelado que no debía satisfacerle las sumas anticipadas
para los gastos de la guerra y conquista de Orán, puesto que el saco de la
ciudad excedía a las expensas que había hecho.
Fuerte en este punto el cardenal, expuso con sobra de razón que nada había
recogido para sí del botín sino algunos libros arábigos y algunas otras
curiosidades destinadas a la biblioteca de Alcalá,
ni traído otra riqueza que la parte correspondiente al rey; que del dinero
anticipado para la expedición tenía que dar cuenta a su iglesia; recordábale la palabra empeñada en un
trato y compromiso solemne; y concluía proponiendo que si el estado de los
negocios públicos no permitía sacar cantidad alguna de las tesorerías, cediese
el rey á los arzobispos de Toledo el dominio de la
ciudad de Orán en indemnización de la deuda, que él y sus sucesores
renunciarían. Sometido el asunto al consejo, el rey, después de oídos
diferentes pareceres, reconoció al fin la justicia de la reclamación; pero
antes de satisfacer el crédito mortificó al cardenal con graves pesares,
cuales fueron el de enviar un comisario regio a visitar su palacio para que examinara su menaje y viera si se había aumentado
con el saco de Orán, y el de despachar comisionados por los lugares de su
diócesis, con encargo de hacer
presentar a los
soldados los esclavos y cualesquiera otros objetos quede África hubiesen
traído.
Cisneros con su grande alma sufría todas estas
mortificaciones sin proferir una sola queja y sin alterarse su espíritu. Representábase los ejemplos de los dos grandes hombres que
tenía delante, Cristóbal Colón y el Gran Capitán, y de sus mal pagados
servicios, y aguardaba tranquilo y sin impacientarse la resolución del rey. Por
último determinó éste satisfacerle sus anticipos; el cardenal le dió las gracias, y sin mostrar resentimiento por la
conducta de su soberano, siguió respetándole y sirviéndole como antes.
Aunque desde el regreso de Cisneros a España parece que el gobierno y administración de lo de
Orán no se manejaba con la mayor pureza y economía, según las quejas que por
acá llegaron y que Cisneros expuso al rey, diéronse,
sin embargo, las providencias oportunas para que, remediados aquellos males,
se prosiguiese la empresa y conquista de África bajo la dirección del conde
Pedro Navarro, que no era un hombre político, pero era un guerrero brioso y
emprendedor. Enviáronsele auxilios de hombres y
dinero, con los cuales emprendió y llevó a cabo en
poco tiempo la conquista de Bugía, ciudad marítima de la antigua Numidia perteneciente al reino de Argel (enero, 1510). Con
la nueva de este triunfo vino a España el capitán
Diego de Vera, y a consecuencia de este suceso se
presentaron los jeques de la ciudad de Argel en Bugía a hacer su sumisión al Rey Católico de España ante el conde y capitán general de
África Pedro Navarro. A su imitación el rey de Túnez se declaró también
vasallo y tributario del rey, según antes había ya prometido, obligándose a venir a las cortes siempre que
el rey le llamase, a poner en libertad todos los
cautivos
Dirigióse luego Navarro con todo su ejército y armada
sobre Trípoli, una de las ciudades marítimas más fuertes de Berbería. La
resistencia que allí hicieron los moros fue vigorosa y obstinada: se peleó por
una y otra parte con tenacidad y hasta con desesperación: asaltada la ciudad,
no hubo torre, ni mezquita, ni casa, ni plaza, ni calle en que no se
combatiera a muerte, siendo los caballeros y nobles
cristianos los primeros en el peligro y muriendo muchos de ellos, pero
haciendo tal mortandad y estrago en los moros, que puede decirse que apenas
quedó uno solo con vida (26 de julio, 1510). Repartiéronse entre los soldados los despojos de aquella ciudad rica, pero arruinada. El rey
Fernando, que se hallaba en Monzón celebrando cortes cuando recibió la nueva de
esta conquista, tuvo intención, y así lo declaró, de pasar a África en persona a proseguir aquella empresa, pero
detenido por otras atenciones, envió a don García de
Toledo, hijo del duque de Alba, con nueva armada y ejército, a fin de que continuase las conquistas por el interior de
Berbería, y pudiese el conde Navarro atender a lo de
la costa.
En mal hora, y para mal suyo y sentimiento
general de España arribó el intrépido y fogoso don García de Toledo a Bugía y á Trípoli con los siete mil hombres que constituían su
ejército, al cual volvió incorporado el capitán Diego de Vera. Era en ocasión
que Pedro Navarro había tratado de someter al dominio de España la isla de los Gelbes, la mayor y más principal de aquella costa,
aunque poco poblada, de terreno arenoso y estéril, y llena sólo de bosques,
palmeras y olivos. Mas como el jeque que la gobernaba se hubiese mostrado
resuelto a defenderla, y cuando ya Navarro había
embarcado su gente para invadir la isla, incorporósele don García de Toledo con la mayor parte de la suya, componiendo entre todos un
total de doce mil hombres. Desembarcaron, y se internaron en tierra, sin que de
la torre que defendía la isla ni de otra parte alguna les saliera nadie al
encuentro, lo cual no era extraño, porque de los
doce mil habitantes que aquélla tendría, apenas contaba el jeque con unos
ciento y veinte jinetes armados y en disposición de pelear. Don García de
Toledo había pedido ir delante, y el conde Navarro condescendió con su deseo,
dándole las mejores compañías y los soldados más escogidos y mejor armados.
Era el 28 de agosto (1510), y hacía un sol tan abrasador que el aire parecía
que ardía y la arena del suelo los quemaba. Fatigados, abrumados y medio
muertos de calor, de la fatiga y de la sed, desmandáronse con el ansia de apagarla al divisar unas palmeras donde había algunos pozos de
agua dulce junto a unas casas destruidas. Cuando los
soldados se ocupaban con afán en sacar agua de los pozos, los moros, que se
hallaban a corta distancia y observaron lo
desordenados, desmayados y sin aliento que iban los españoles, dieron sobre
ellos de rebato, y aunque la mayor parte era gente de a pie y sin armas y sólo había unos setenta armados y a caballo, arremetieron con tal furia, y fué tal el
espanto que se apoderó de
los nuestros, que muy pocos tuvieron ánimo
para hacerles frente. Fueron de estos pocos don García de Toledo y los
capitanes que le acompañaban, mas su esfuerzo y su
valor no les sirvió sino para pagar los primeros su imprudente temeridad de
penetrar en aquellos abrasados desiertos, cayendo acuchillados por los
infieles.
Los cristianos fugitivos, al salir de entre
las palmeras, encontraron ya en el llano hasta cuatro mil moros: creció con
esto su aturdimiento, soltaban y arrojaban en la arena las armas que apenas
podían sostener, atropellaban a los escuadrones que
habían quedado detrás, y todos huían espantados, sin que apenas bastaran los
esfuerzos del conde y de algunos caudillos a contener
algún tanto el desorden y hacer que no fuera tan completo el estrago. Muchos,
sin embargo, sucumbieron de ardor y sed, otros se ahogaron en el mar por la
prisa de querer ganar las galeras, y hasta el mismo Navarro, tan valeroso y
esforzado en otras ocasiones, participando de la general perturbación, fue de
los primeros que procuraron embarcarse. Entre muertos y cautivos quedaron aquel
día en los arenales de los Gelbes hasta cuatro mil
españoles, y siendo entre todos doce mil, y poco más de un centenar los moros
armados, se dejaron arrollar de aquella manera tan desastrosa; bien que el
clima suplió al número y a las armas enemigas, y la
imprudencia y temeridad de penetrar en tal estación y sin precaución alguna en
tan áridos, pobres y ardientes desiertos quedaron bien expiadas.
Tal fue la desastrosa y lamentable jornada de
la isla de los Gelbes. Navarro envió a España al valeroso Gil Nieto y al maestre don Alonso de
Aguilar para que comunicaran al rey la nueva de tan triste suceso. Sus
consecuencias no fueron menos lastimosas. Los elementos parecía haberse
conjurado contra las naves españolas en el mar como contra los hombres en los
arenales de la isla. Furiosos temporales dispersaron las galeras de los que se
habían embarcado en el puerto de los Gelbes, y unas
volvieron al puerto, y las más corrieron la vía de las costas de Sicilia.
Navarro, después de dejar por orden del rey a Diego
de Vera la guarda y defensa de Trípoli, y de despedir los navios que ganaban sueldo, con tres mil soldados enfermos y malparados (setiembre),
corrió con algunas naves la costa entre los Gelbes y
Túnez, pero una deshecha borrasca le puso a
punto de perderlas todas: tres de ellas se
abrieron, y otras fueron á parar á la isla de Malta (octubre, 1510), y el conde tuvo que limitarse a pasar el invierno donde mejor pudo con los restos de la
armada.
El contratiempo de la isba de los Gelbes detuvo el progreso de las armas españolas en África
durante el reinado de Fernando V de Castilla, y fue también como el término de la gloriosa carrera militar del conde Pedro
Navarro, aquel soldado brioso, pero áspero y rudo, a quien por desgracia hallaremos todavía después, faltando a la fidelidad debida a su patria y a su rey.