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SALA DE LECTURA

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA
 

LOS REYES CATÓLICOS

CAPÍTULO LVI (56).

EL REY CATÓLICO Y EL GRAN CAPITÁN SEGUNDA REGENCIA DE FERNANDO.

De 1506 a 1507

 

 

Necesitamos dar cuenta de las causas que habían motivado la marcha del Rey Católico a Nápoles, su estancia en aquel reino durante los sucesos que acabamos de referir, y su conducta con el Gran Capitán antes y después de este período.

Si sensible y funesta fue para Cristóbal Colón la muerte de la reina Isabel, la apreciadora de los grandes servicios y la protectora de los grandes hombres, no lo fué menos para el ilustre Gonzalo de Córdoba. Mientras vivió aquella magnánima princesa, Colón y Gonzalo, el Gran Almirante y el Gran Capitán, contaban siempre con un escudo que los defendía de los ataques de la impostura y de los malignos tiros de la envidia, esas dos envenenadas armas que parece haberse labrado para asestarlas continuamente contra los hombres que saben elevarse sobre los demás por su talento y sus virtudes y ganar una corona de gloria. Ya vimos cuán amargos fueron los días que sobrevivió Colón a la virtuosa Isabel: veamos los sucesos que pasaron entre el rey Fernando y el Gran Capitán.

Opuestos en carácter y en genio estos dos personajes; reservado, suspicaz y económico el monarca, expansivo, espléndido y magnífico el caballero andaluz; aquél escatimando las recompensas a sus servidores, éste prodigándolas a sus auxiliares, ya Fernando había visto de mal ojo y murmurado la liberalidad con que Gonzalo había distribuido tierras y estados en Nápoles entre los que más le habían ayudado en la conquista de aquel reino. No faltaban en la corte envidiosos que atizaran las prevenciones desfavorables y la suspicacia del soberano hacia su virrey, representándole como un dispensador pródigo de honras y mercedes, ponderando su ostentoso lujo, el desarreglo y profusión con que malgastaba las rentas y la licencia que permitía a sus soldados, e insinuando que ejercía una autoridad peligrosa, más propia de un igual que de un súbdito y de un lugarteniente de su rey. Dirigíanse estas instigaciones a quien estaba muy propenso a admitirlas; y aunque Gonzalo desde que terminó la conquista se había consagrado a pacificar Italia y a organizar el reino como medios para asegurar lo adquirido, aquellas sugestiones acabaron de predisponer contra él el ánimo de Fernando, que se manifestaba ya bien en el hecho de haber dado las tenencias de algunas plazas a sujetos diferentes de los que habían sido puestos en ellas por el Gran Capitán. Contábanse entre los que de esta manera insidiosa obraban personajes de gran cuenta, como Francisco de Rojas, embajador de España en Roma, Juan de Lanuza, virrey de Sicilia, Nuño de Ocampo, gobernador que había sido de Castelnovo, don Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito, y el mismo Próspero Colona, el jefe de las tropas italianas en las campañas de Nápoles. De éstos, a unos movía el resentimiento, a otros el enojo inspirado por la protección que el Gran Capitán dispensaba a sus rivales,a otros sólo la envidia de su gran prestigio y de su gloria.

Mientras vivió la reina Isabel, no fueron de grande efecto los cargos y acusaciones más o menos embozadas que se hacían al conquistador de Nápoles. Ya hemos dicho cuánto se mudó el estado de las cosas con la muerte de la reina. Aunque el Gran Capitán se apresuró a escribir al rey haciéndole las mayores protestas de fidelidad, y diciéndole que le diera las órdenes de lo que había de hacer, lejos de tranquilizarse con esto Fernando, le mandó que enviara a España una buena parte de las tropas que allí tenía; y mientras Gonzalo para mejor conservar aquel reino negociaba alianzas con los Estados italianos, y éstos se disputaban y envidiaban su protección, el Rey Católico le iba privando de la gente de guerra para disminuir su autoridad y su poder, siempre receloso de su gran prestigio, y conocedor de sus elevados pensamientos y de la facilidad con que hubiera salido con cualquier grande empresa. Las disidencias de Fernando con su yerno Felipe, su segundo matrimonio, su tratado con Francia, la separación en que quedaba Nápoles de Castilla, y el perjuicio que de una nueva sucesión amenzaba los derechos del príncipe Carlos su nieto, colocaron al Gran Capitán en situación de ser solicitado y requerido por el emperador y rey de Romanos, y por su hijo el archiduque Felipe, los cuales le hicieron grandes ofrecimientos para que se mantuviese en aquel estado y le conservase. El mismo papa Julio II tentaba la fidelidad del Gran Capitán, y sondeaba cómo obraría en el caso de una liga entre la Santa Sede, el emperador, el archiduque Felipe su hijo, y las señorías de Venecia y Florencia contra el Rey Católico. La respuesta de Gonzalo fué tan enérgica y tan digna de un súbdito leal a su soberano, que él papa debió arrepentirse de haber hecho tal pregunta.

Aunque Gonzalo daba aviso de todo esto a su rey, interpretábanlo muy de otra manera sus enemigos, y las siniestras sugestiones de éstos hacían que recreciese en vez de menguar la recelosa inquietud de Fernando, a tal extremo, que determinó enviar a Nápoles con cargo de virrey a su hijo natural don Alonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza, y mandar al Gran Capitán que viniese a España so pretexto de tener que ocuparle en cosas muy delicadas y muy importantes á su servicio.

Como Gonzalo detuviese un poco su venida, ya a causa del mal tiempo, ya por dejar en algún orden las cosas de Nápoles y guarnecidos los castillos, Fernando, cada vez más impaciente, hostigado también a todos momentos por los émulos del ilustre guerrero, envió a ofrecerle la administración perpetua del gran maestrazgo de Santiago con todas sus villas y fortalezas, añadiendo que era necesario partiese a España sin dilación, pues tenía que emplearle en cosas muy arduas y de gran interés para el Estado y para los reyes sus hijos. Y por si esto no bastase, resolvió que el arzobispo de Zaragoza su hijo, con el capitán Pedro Navarro, a quien había hecho conde de Oliveto y ofrecido el cargo de capitán general de la infantería, pasasen a Nápoles, y con el mayor secreto y disimulo viesen de prender al Gran Capitán. Mas cuando tan escandalosa providencia había dictado, llególe una carta muy respetuosa de Gonzalo, en que le explicaba las causas de su detención, y concluía con la siguiente notable protesta de sumisión y fidelidad:

«Que por esta letra de mi mano, y propia leal voluntad escrita, certifico y prometo a vuestra Majestad, que no tiene persona más suya ni cierta para vivir y morir en vuestra fe y servicio que yo, y aunque vuestra Alteza se redujese a un solo caballo, y en el mayor extremo de contrariedad que la fortuna pudiese obrar, y en mi mano estuviese la potestad y autoridad del mundo, con la libertad que pudiese desear, no he de reconocer ni tener en mis días otro rey y señor sino a vuestra Alteza, quanto me querrá por su siervo y vasallo. En firmeza de lo qual por esta letra de mi mano escrita, lo juro a Dios como cristiano, y le hago pleito y homenage de ello como caballero, y lo firmo de mi nombre y sello con el sello de mis armas, y la envio a vuestra Majestad por que de mí tenga lo que hasta agora no ha tenido, aunque creo que para vuestra Alteza, ni para más obligarme de lo que yo lo estoy por mi voluntad y deuda, no sea necesario. Mas pues se ha hablado en lo excusado, responderé con parte de lo que debo, y con ayuda de Dios mi persona será muy presto con vuestra Alteza, para satisfacer a más cuanto convenga vuestro servicio. Nuestro Señor la Real persona y Estado de vuestra Majestad con Vitoria prospere. De Nápoles a dos de julio MDVI.—De V. A. muy humilde siervo, que sus reales pies y manos besa.—Gonzalo Hernández, duque de Terranova.»

De resultas sin duda de esta carta, que debió abochornar a Fernando y disipar todos sus recelos y sospechas, y patentizar la mala fe de los intrigantes envidiosos y enemigos de Gonzalo, desistió en lo de la ida del arzobispo a Nápoles. Mas como en este tiempo aconteciese la conjura de los grandes de Castilla contra el Rey Católico, lo de las vistas con su yerno el archiduque Felipe, lo del tratado de Villafáfila, lo de la renuncia de la regencia, y todo lo demás que dejamos referido en el precedente capítulo, juntamente con la salida de Fernando del reino de Castilla y su marcha a Aragón desairado del pueblo castellano, determinó pasar desde allí a Nápoles en persona, con objeto de traerse consigo al Gran Capitán. Embarcóse, pues, el 4 de setiembre (1506) en Barcelona a bordo de una escuadra de galeras castellanas, llevando consigo a la joven reina doña Germana y a las reinas de Nápoles madre e hija, con muchos nobles aragoneses. Después de una tormentosa navegación arribó el 24 a Genova. Grande fué la sorpresa del monarca, como lo fué la de toda su comitiva, al encontrarse allí con el Gran Capitán, que confiadamente había salido a recibirle llevando consigo para presentárselos los prisioneros de gran cuenta que tenía en su poder. Aquella inesperada visita, hecha con tan noble confianza, pareció extinguir en Fernando las negras sospechas que tanto le habían agitado, y por lo menos exteriormente dió a Gonzalo las mayores muestras de consideración, le colmó de elogios, y quiso llevarle consigo a Nápoles.

Arrojada la escuadra por contrarios vientos al puerto inmediato de Portofino, llegáronle allí nuevas de la muerte de su yerno Felipe, junto con la invitación del arzobispo Cisneros para que se volviese a Castilla. En el capítulo anterior dimos ya cuenta de la respuesta del rey y su determinación de proseguir a Nápoles. Así en las poblaciones del tránsito como en la capital fué recibido con aclamaciones y fiestas y con demostraciones del mayor júbilo y entusiasmo; lo cual pierde gran parte de la significación que pudiera tener al considerar que los napolitanos habían hecho iguales o semejantes demostraciones con muchos reyes y príncipes. Gonzalo, que se había adelantado, salió a recibirle en el muelle. Pasadas las fiestas, convocó el rey el parlamento del reino, en el cual fueron reconocidos por sucesores su hija doña Juana y sus descendientes, sin hacerse mención de los derechos de su nueva esposa, contra lo pactado con Francia, como arrepentido, aunque tarde, y queriendo reformar aquella malhadada estipulación. Si con esto enojó al monarca francés, por querer cumplir otro de los capítulos de aquel fatal concierto disgustó grandemente a españoles y napolitanos, a saber, la restitución a los barones angevinos de los estados y tierras que les habían sido confiscados y distribuidos entre los capitanes españoles que se habían distinguido más en la conquista. Esta operación era sumamente difícil, y tenía que desagradar a todos los interesados. Para hacer esta devolución era menester despojar a caudillos valerosos, como Leyva y Paredes, como Pedro de la Paz y Francisco de Rojas, de lo que tenían en sus manos como premio y fruto de sus servicios y hazañas, para volverlo a sus enemigos; y si aquellos habían de ser compensados, o había que remunerarlos con rentas y estados equivalentes en los dominios de España, o sacar grandes sumas del patrimonio de Nápoles, o apelar a las contribuciones e impuestos y recargar con ellas a los nuevos súbditos. Los barones angevinos tampoco recibían todo lo que pretendían: eludíase la restitución siempre que se encontraba pretexto para ello, o se les hacían compensaciones de que quedaban agraviados. De modo que por cumplir un pacto imprudente, hecho en momentos de una mal reprimida exasperación, descontentó a muchos de sus mejores servidores, y frustró las esperanzas que al principio había hecho concel ir a los napolitanos, dando libertad a los prisioneros y condenando al pueblo a algunas gabelas.

Empleó el Rey Católico el resto de su residencia en Nápoles en negociar la amistad del papa para que le diese la investidura de aquel reino,a cuyo fin no escasearon los ofrecimientos por parte del monarca español: en procurar mantenerse en buena relación con el de Francia, ayudándole en la guerra contra Génova para ver de conseguir que se modificase la concordia en lo relativo a la sucesión de Nápoles a que se había comprometido en el ajuste de su matrimonio con Germana: en ganar la voluntad a los grandes y nobles castellanos, que se mostraban más enemigos suyos, para allanar el camino y obviar los inconvenientes de su vuelta a Castilla, y en contestar a las repetidas embajadas y rehusar las varias y diversas pretensiones del emperador Maximiliano sobre el gobierno y sucesión de Castilla, manteniéndose siempre firme e inflexible el aragonés, no queriendo nunca ceder un ápice de su derecho al gobierno de este reino, fundado en el testamento de doña Isabel, en su calidad de padre de doña Juana, en la voluntad de ésta, muchas veces verbalmente manifestada, y en la declaración de las cortes de Toro, que decía subsistir vigente, muerto el rey Felipe, a pesar de la renuncia de Villafáfila, y negándose a la entrevista y conferencia personal que el emperador muchas veces le propuso para tratar y arreglar este negocio.

En cuanto al Gran Capitán, el rey continuó dándole muestras de una, al parecer, ilimitada confianza, como si sus antiguos recelos se hubieranborrado de todo punto de su ánimo. De Gonzalo se aconsejaba en todos los negocios más arduos; por conducto de Gonzalo se dispensaban las gracias y mercedes reales; nada pedía Gonzalo para otros que le fuese denegado, y no parecía para con Gonzalo de Córdoba aquel hombre tan retraído y parco en galardonar. En las compensaciones le remuneró con el ducado de Sessa. expidiéndole una cédula muy pomposa, para que fuese como un testimonio solemne a todo el mundo y a la posteridad del honor y del agradecimiento que le debía por sus singulares y eminentes servicios. «Nos don Fernando por la gracia de Dios, etc. (empezaba este documento): Como los años pasados vos el ilustre don Gonzalo Hernández de Cór­doba, duque de Terranova, marqués de Santángelo y de Bitonto, y mi condestable del reino de Nápoles, nuestro muy claro y muy amado primo, y uno del nuestro secreto consejo, siendo vencedor hecistes guerra muy bien aventuradamente, etc.» Por su parte Gonzalo correspondía a las demostraciones de distinguido aprecio de su rey, puesto que habiéndole ofrecido el papa el cargo de capitán de los Estados de la Iglesia, y habiéndole hecho también la república de Venecia igual ofrecimiento, nada quiso aceptar, ni accedió en manera alguna a separarse del servicio de su soberano.

Hubo, no obstante, quien le hiciera una acusación, con la que se creyó indisponerle gravemente con el rey. Uno de los cargos que se hacían al Gran Capitán era que con su prodigalidad y magnificencia había derrochado los caudales públicos. Refiérese con este motivo, y está generalmente recibida por tradición, la anécdota siguiente: Solicitaron algunos que se le tomasen las cuentas de las sumas invertidas en los gastos de la guerra. El rey tuvo la debilidad de condescender a que se presentasen los libros. Por ellos resultaba realmente alcanzado Gonzalo en muy considerables cantidades. Pero él, sin turbarse por eso, expuso que al día siguiente presentaría las suyas, y se vería quién alcanzaba, si el fisco o él. En efecto, al siguiente día presentó un libro, en que comenzó a leer partidas por el orden y de la especie siguiente: Doscientos mil setecientos y treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas del rey.—Setecientos mil quatrocientos noventa y quatro ducados en espías. Seguían a éstas otras no menos abultadas y extravagantes, de modo que asombrándose unos, riéndose otros, confundidos los tesoreros y denunciadores y avergonzado el rey, hizo éste suspender la lectura, y mandó que no se volviese a hablar del asunto. Gonzalo se había propuesto con este artificio dar una lección al rey y a sus acusadores de cómo debía ser tratado un conquistador. Las cuentas del Gran Capitán han pasado a ser un proverbio en España.

Mas en medio de estas demostraciones no se aquietaba el ánimo del rey mientras no sacara al Gran Capitán de Italia y se le trajera consigo; y nunca como en esta ocasión hallamos la conducta de Fernando artificiosa y doble. Allí solicitó del papa, que, pues estaba resuelto a resignar el gran maestrazgo de Santiago en Gonzalo de Córdoba, facultase a alguno de los prelados españoles para que le proveyese a nombre de la Santa Sede en el Gran Capitán tan luego como llegasen a España. El pontífice accedía a hacer por sí mismo la provisión en el acto, pero el rey se excusaba de ello so pretexto de que podrían seguirse turbaciones si se supiese en Castilla haberse hecho antes que ellos viniesen, con cuyo achaque se fue difiriendo el negocio. Con esto daba bien a entender que lo del maestrazgo era un arbitrio para arrancar a Gonzalo de Italia so color de más honrarle.

Cuando creyó ya las cosas de Castilla en sazón para su vuelta, y arreglado que hubo los negocios de Nápoles, dióse á la vela y emprendió su regreso (4 de junio, 1507), dirigiéndose al puerto de Saona, donde había convenido en verse con Luis XII de Francia. Gonzalo se detuvo unos días con objeto de satisfacer como hombre de honor, no sólo a todos sus acreedores, que tenía muchos y por grandes cantidades a causa de su esplendidez y boato, sino también a los de sus amigos, para lo cual tuvo que sacrificar una parte de sus estados. Hecho esto, se embarcó para incorporarse a su rey, habiéndole acompañado hasta el muelle multitud de barones, de caballeros, y hasta de damas de alta clase, que le despidieron con lágrimas, y vieron partir con amargura al vencedor ilustre, al guerrero esforzado, al hombre generoso, al caballero espléndido y galante que los había encantado con su dulce y amable trato. Hacía días que el monarca francés esperaba en Saona al rey de Aragón, y salió a recibirle con brillante séquito de los caballeros de su corte. Tan luego como desembarcaron los españoles, el rey Luis colocó con mucho garbo a la grupa de su caballo a su sobrina la reina Germana, los demás caballeros franceses hicieron otro tanto con las damas de la reina, y todos se encaminaron al alojamiento real de Saona. Los dos soberanos que antes se habían hostilizado con tanto rencor o tratádose con más doble y ladina falsía que buena fe, se esmeraban en darse recíprocas muestras de franqueza, de expansión, y al parecer de cordialidad. Franceses y españoles ostentaban allí a competencia su lujo y su bizarría.

En la comitiva del rey Luis se contaban el marqués de Mantua, el veterano Aubigny, el señor de La Paliza y otros bravos capitanes que habían cruzado sus espadas con la del Gran Capitán español, y humilládose a recibir de él la ley del vencedor en los campos de Italia, y ahora le contemplaban con admiración y respeto y se afanaban a porfía por atenderle y agasajarle. Cada cual recordaba y enaltecía alguno de los triunfos que había presenciado, y los que hasta entonces sólo le conocían por su fama no se cansaban de contemplar la gallardía de su presencia, y mostrábanse encantados de su elegante decir y de la finura y dignidad de sus modales. El rey Luis le honró haciéndole sentar a la mesa con él y el rey Fernando. Durante la comida quiso tener la complacencia de oirle contar algunos de los sucesos más memorables de sus famosas campañas: dijo muchas veces que envidiaba la fortuna del rey que tenía tan gran general, y quitándose del cuello una rica cadena de oro que llevaba, se la puso con su propia mano a Gonzalo para que la conservara como una memoria de su grande aprecio. Este día, dice un escritor italiano, fué para él más glorioso que el de su entrada triunfal en Nápoles. Este fué, dice un escritor español, el último día sereno que amaneció al Gran Capitán en su carrera: el resto fué todo desabrimientos, desaires y amarguras.

Lo que se trató en las conferencias de Saona entre los dos soberanos fué casi todo referente a Italia, objeto de su común ambición. La víctima ahora fué Venecia, puesto que allí quedaron ya establecidas las bases de la famosa liga entre aquellos reyes, el de Romanos y el papa contra aquella república, que veremos resultar más adelante recibiendo su complemento en Cambray.

Terminados aquellos agasajos, el rey y reina de Aragón continuaron su viaje a España, y después de una navegación pesada y trabajosa arribaron al Grao de Valencia (20 de julio), donde ya se había adelantado el conde Pedro Navarro con las naves en que traía el resto del ejército de Italia. Al cabo de algunos días, dejando a la reina Germana en Valencia con cargo de lugarteniente general, prosiguió el rey hacia Castilla, a cuyos confines salieron a recibirle varios prelados, grandes y caballeros castellanos, como igualmente enviados y mensajeros de varias ciudades y villas, y de unos y de otros le iban saliendo al encuentro y agregándosele en su marcha, y haciéndole homenaje. Precedíanle además sus reyes de armas, alcaldes, alguaciles, maceros, con las insignias de la autoridad real, y con todo este aparato y ostentación entró Fernando en Castilla (21 de agosto), como si quisiera vengarse de la salida desairada que el año anterior había hecho. La reina doña Juana, que había permanecido en Hornillos, siempre a la vista del cadáver de su esposo, con noticia del regreso de su padre salió, o más bien fué llevada a recibirle a Tortoles, acompañada del arzobispo Cisneros y de otros prelados y grandes. Interesante y tierna fué la entrevista de padre e hija después de tan larga separación. Abrazados estuvieron un buen espacio, manifestando la reina una sensibilidad que no se había advertido en ella desde la muerte de su marido. El rey se afectó al ver el desmejorado rostro, el mirar inquieto y el desaliñado traje de su hija: mas si esto le enterneció como padre, después de hablar con ella se le notó satisfecho como rey, puesto que dejaba en sus manos la gobernación del Estado y le facultaba para obrar como si fuese el verdadero soberano de Castilla. Después de esta afectuosa entrevista, pasaron a Santa María del Campo, donde el rey celebró el cabo de año de la muerte de su yerno Felipe, y donde el arzobispo don Francisco Jiménez de Cisneros fué investido del capelo de cardenal que el rey había impetrado de la Santa Sede, y traído para él. Este insigne prelado había sido ya nombrado también inquisidor general de los reinos de Castilla y de León, por renuncia del arzobispo de Sevilla.

Negóse la reina doña Juana a acompañar a su padre á Burgos, pues no quería entrar en la población en que su marido había muerto. Respetó Fernando este rasgo de delicada sensibilidad de su hija, y la dejó en Arcos, donde hizo venir a la reina Germana para que le hiciese compañía, y suavizara un poco su melancólica soledad. Tomó esta segunda vez el Rey Católico con fuerte mano las riendas de su segunda regencia. Aunque el marqués de Villena, el duque de Alba, el condestable, el almirante y otros proceres de los que antes le fueron tan contrarios, se le habían ya sometido, mantenían otros enarbolada la bandera de la sedición. La misma fortaleza de Burgos se mantenía por don Juan Manuel; el conde de Lemos traía revuelta la Galicia y la provincia de León: el duque de Nájera se fortificaba en esta plaza y ponía en armas sus estados. Estos y otros magnates que se mantenían en rebelión, fiaban en la venida del emperador Maximiliano y en los socorros de Alemania y de Flandes. El rey, a fuerza de actividad y de energía, fue sujetando a todos estos disidentes. El castillo de Burgos fué entregado por su alcaide, a quien hizo una imponente intimación, y don Juan Manuel después de inútiles esfuerzos tuvo que abandonar Castilla y refugiarse en la corte de Maximiliano, donde no le faltaron enemigos que le estorbaran tomar allí el ascendiente que había tenido con el archiduque. El de Lemos se vió forzado a restituir las villas que tenía tomadas y a salir de Galicia y someterse al rey. El más tenaz y más poderoso de todos, el de Nájera, se resistía con una arrogancia al parecer invencible: pero una orden del rey a Pedro Navarro para que con la artillería y la gente de guerra traída de Nápoles pasara a combatir sus fortalezas, le hizo ablandar un poco, y al fin, después de muchas peticiones, después de muchas fórmulas condicionales de sumisión, aconsejado y persuadido por algunos amigos y mediadores, convino en entregar todos sus fuertes y castillos al rey, y dióle su palabra de fidelidad. Fernando se condujo con él con una generosidad que no esperaría, pues fiando en su palabra le devolvió al poco tiempo todas sus fortalezas y estados.

Con igual vigor pacificó las alteraciones de Vizcaya, del señorío de Molina y de otros puntos en que sus desafectos movían alteraciones. En medio de todo se mostraba indulgente con los que se reducían a su obediencia, y propenso a olvidar las injurias. Decíale un día en tono de festiva confianza a uno de los antiguos partidarios del rey archiduque: «¿Quién hubiera podido pensar que tan fácilmente abandonarais a vuestro antiguo amo por otro tan joven y tan inexperto?—¿Y quién hubiera podido creer, replicó en el mismo tono el cortesano, que mi antiguo señor pudiera sobrevivir al joven?» Así le decía también al duque de Nájera, que era menester hacer libro nuevo para lo sucesivo.

Sólo se mostró rigoroso e inexorable con el marqués de Priego. Este fogoso joven, hijo que era del ilustre don Alonso de Aguilar, tan famoso en las guerras de Granada y la Alpujarra, y sobrino del Gran Capitán, junto con el conde de Cabra y algunos otros caballeros andaluces, creyéndose desairados o desfavorecidos del rey Fernando, movieron, o por lo menos apoyaron un alboroto que hubo en Córdoba. Habiendo el rey enviado desde Burgos al alcalde de casa y corte, Hernán Gómez de Herrera, para que procediese contra los culpables, y con orden de hacer salir de la ciudad al de Priego, éste, en vez de obedecerle, le hizo prender y le llevó y encerró en uno de los calabozos de su castillo de Montilla: levantó gente deapie y de a caballo, se apoderó de Córdoba, puso guardas en todas las puertas, y excitando a los enemigos del rey a tomar parte en el movimiento, promovió una verdadera rebelión y asonada. Indignó al rey tal desacato y ultraje a su autoridad, y se preparó a sofocar y castigar la sublevación en persona. Movióse, pues, de Burgos a Valladolid (1508), hizo un llamamiento general a todos los andaluces y a los caballeros de las órdenes, reunió cuantas tropas pudo, y se rodeó de un aparato de guerra formidable. El Gran Capitán, que seguía al rey, y veía todos aquellos apercibimientos, instaba a su sobrino a que se sometiese inmediatamente, como único medio de conjurar tan recia tormenta y de evitar su infalible ruina. «Sobrino, le decía, sobre el yerro pasado lo que os puedo decir es, que conviene que a la hora os vengáis a poner en poder del rey, y si así lo hacéis seréis castigado, y si no, os perderéis.» Y al propio tiempo trabajaba por mitigar la ira del rey, puesto que estaba seguro de que venía a su obediencia. Todos los grandes intercedían en favor del joven marqués, y para templar el enojo del soberano le suplicaban se acordase de los grandes servicios y muerte de su padre don Alonso de Aguilar, así como de los del Gran Capitán, su tío.

Pero el rey se proponía aprovechar aquella ocasión para hacer un ejemplar escarmiento que inspirara un terror saludable a los magnates desafectos y revoltosos, y negóse a oir súplicas y recomendaciones: antes, sabedor de que venía a presentársele el disidente marqués en Toledo, el inexorable monarca ordenó que se mantuviese a distancia de cinco leguas de esta ciudad, y que le entregase todas sus fortalezas. En vista de esto el Gran Capitán dirigió un memorial al rey, con una nómina y estado de todas las plazas y de todos los bienes que su sobrino poseía, y diciendo: «Veis aquí, señor, el fruto de los servicios de nuestros abuelos; este es el precio de la sangre de aquellos que han muerto, que no nos atrevemos a rogaros que contéis por equivalencia alguna los servicios de los vivos.» Pero nada bastó a templar al airado monarca. El cual, aun después de entregadas las fortalezas, salió de Toledo con seiscientos hombres de armas, cuatrocientos jinetes y tres mil infantes, con espingarderos y ballesteros, y llegando á Córdoba mandó prender al marqués y que se le formara proceso ante el consejo real. El acusado no quiso defenderse, diciendo que no le convenía litigar con su señor, y que se ponía en sus manos y sólo apelaba a su clemencia en consideración a los servicios de su padre y abuelo, y a los que él mismo prometía y esperaba hacer todavía. Antes de sentenciarse su causa se impuso pena de muerte y se hicieron varias ejecuciones en vecinos y caballeros de la ciudad, y fueron derribadas algunas casas. El consejo falló respecto al marqués, que como quiera que por su delito como reo de lesa majestad había incurrido en la pena de muerte y perdimiento de todos sus bienes, atendida la calidad de su persona y que se había puesto en manos del rey, estaba éste en el caso de usar de clemencia y templar el rigor de la pena, conmutándola en destierro perpetuo de Córdoba y su tierra, en la entrega de todas sus fortalezas en manos del monarca, y en que fuese derruida para ejemplo y escarmiento la de Montilla, que era una de las mejores y más fuertes de Andalucía.

La severidad de Fernando con un delincuente de tan pocos años y de tan esclarecida familia como el marqués de Priego, cuando tan indulgente había sido con el duque de Nájera y otros, ofendió gravemente, no sólo alGran Capitán, en cuyo agravio parecía haberse hecho, sino a toda la grandeza de Castilla, y muy principalmente al condestable, grande amigo de Gonzalo, y el hombre de más reputación y de más valer entre los nobles. Éste no sólo se quejó al rey con mucho nervio y valentía por su extremada dureza, sino como el monarca le respondiese que el pretender que se hiciese otra cosa sería querer que se antepusiera el bien particular al general del Estado y al mejor servicio de la reina, el condestable le replicó que aquello sólo se decía a los traidores, y que en ello le agraviaba tanto, que si tuviese donde buena y honestamente se pudiera ir, de buena gana se saldría del reino. Gonzalo solamente decía con una moderación, que otro tal vez en su lugar no hubiera tenido: Bastante crimen tenía el marqués con ser pariente mío. Expresión que manifiesta cuán penetrado estaba de lo que había decaído en el favor de su soberano. Dábale, no obstante, gran cuidado al rey la íntima amistad que había entre el Gran Capitán y el condestable, los dos hombres de más corazón y de más elevados pensamientos, a los cuales se unían el duque de Alba y el almirante, y otros nobles de gran influjo y estado, y fue milagro que el rey pudiera irse defendiendo de las varias confederaciones que entre sí hacían los principales personajes de la ofendida grandeza castellana.

Hemos indicado, y bien lo revelan ya estos sucesos, cuán decaído andaba Gonzalo de Córdoba en la gracia del Rey Católico, y así se debió calcular de la manera insidiosa con que le trajo a Castilla. Cuando el conquistador de Nápoles vino a España, todo el mundo se agolpaba a ver y admirar al guerrero victorioso que había asombrado a Europa y que había dado tanta gloria a su patria. Poblaciones y caminos se llenaban de gente que acudía a vitorear y felicitar al vencedor de Ceriñola y del Garillano, y a contemplar su brillante comitiva, que en el boato de sus personas y en el arreo de sus caballos ostentaban los ricos despojos ganados en sus conquistas. Cuentase que el anciano y experimentado conde de Ureña, conociendo bien el contraste que formaban el apuesto porte y carácter del Gran Capitán y del rey Fernando, dijo al verle con mucho donaire: Esta nave tan cargada y tan pomposa necesita de mucho fondo para caminar, y presto encallará en algún bajío. No se equivocó en su pronóstico el viejo magnate. Sin embargo, todavía en Burgos le recibió el rey con muestras, por lo menos exteriores, de grande honra y distinguido aprecio. Mas luego empezó á notarse en Fernando cierta tibieza y desdén hacia el triunfador de Italia. Ya no volvió á hablarle más del prometido maestrazgo de Santiago. Llevábale en su corte, pero como a uno de tantos nobles y de tantos capitanes.

Contribuyó a aumentar el desvío del monarca el proyecto que hubo de casar a la hija de Gonzalo, Elvira, con su íntimo amigo el gran condestable don Bernardino de Velasco, que había estado casado con doña Juana, hija natural del Rey Católico. Habíase éste propuesto que la heredera del duque de Terranova, marqués de Santángelo y de Bitonto, diese su mano y llevase su herencia a su nieto don Juan de Aragón, hijo del arzobispo de Zaragoza don Alonso. Contrariado en esto el rey, y ofendida además la reina Germana por unas expresiones fuertes que sobre este punto oyó de boca del altivo condestable, alejó a éste de la corte, y alcanzando su mezquino resentimiento Gonzalo, dejó de salir con él en público como acostumbraba, y esquivó su brazo y su compañía. En medio de estas mortificaciones, el mérito sobresaliente de Gonzalo resaltaba a la manera de aquellos cuerpos que arrojan chispas de luz en medio de la oscuridad, y no faltaba quien se lo hiciera confesar al mismo rey. El hazañoso García de Paredes oyó un día a dos caballeros en la sala misma del rey ciertas expresiones que parecía rebajar la limpia fama del Gran Capitán, y aunque entonces no estaban en buena amistad los dos guerreros, el terrible Paredes, alzando la voz de modo que pudiera oirle el rey, exclamó: El que se atreva a decir que el Gran Capitán no es el mejor vasallo y de mejores obras que el rey tiene, tome este guante que pongo sobre esta mesa. Nadie se atrevió á recogerle ni a contestar: entonces el rey tomó el guante y se le devolvió, diciéndole que tenia razón en lo que decía.

Los desaires últimamente recibidos del rey en el asunto de su sobrino el marqués de Priego, y sus desatendidas solicitudes de indulto, engendraron en Gonzalo el melancólico disgusto que producen los desengaños y la ingratitud, y pidió al rey le concediese vivir retirado en Loja. No sólo le otorgó el monarca sin sentimiento esta licencia, sino que le dió aquella ciudad por toda su vida, y aun le propuso cedérsela en propiedad para sí y sus descendientes en compensación y equivalencia del maestrazgo de Santiago que le había prometido. Gonzalo contestó con arrogante dignidad: «que no trocaría jamás por el dominio de Loja el título que le daba al maestrazgo la palabra solemne de su rey, y que por lo menos le quedaría el derecho de quejarse, que para él valía más que una ciudad». Y siguió desde entonces en su retiro de Loja, donde disfrutó de la compañía de su antiguo amigo y maestro el conde de Tendilla siendo su casa el centro de reunión de los señores de Andalucía; Gonzalo era el mediador y conciliador de sus diferencias, el padre de los colonos de sus tierras, el protector de los moriscos conversos, y el modelo de fina y caballerosa cortesanía para todos los jóvenes de la nobleza, que por curiosidad, por instrucción, y hasta por vanidad, frecuentaban su morada de Loja.

El pueblo había visto con menos disgusto que la nobleza la severidad del rey en el castigo del marqués de Priego, y no le pesaba ver humillados a los soberbios magnates que volvían a levantar su orgullosa cabeza desde la muerte de la reina Isabel. Asegúrase que el cardenal Cisneros, en cuya política entró siempre el abatimiento de la grandeza, era el que aconsejaba y alentaba al rey en aquella marcha. Creemos también que Fernando desplegó aquella inflexibilidad, no tanto por resentimiento o enemiga a la persona del marqués, como por un cálculo de su fría razón, por infundir temor a los turbulentos proceres castellanos, y por mostrar que sabía hacerse respetar y obedecer y se hallaba resuelto s ello. Y en verdad, aparte de haber recaído tanto rigor en persona de tan ilustres ascendientes y tan allegada al Gran Capitán, y del inconveniente y mal efecto de desairar a este esclarecido personaje en la primera gracia que le pedía después de haberle dado todo un reino, como golpe político produjo el resultado que se proponía, puesto que intimidó y tuvo a raya a los grandes, no obstante las confederaciones que en su resentimiento y mal humor intentaron. Ya después le fué más fácil y se halló más fuerte para subyugar a los duques de Alburquerque, de Medina-Sidonia, del Infantado, y a otros caballeros que le disputaban ciertas fortalezas en Andalucía (octubre, 1508). La villa de Niebla que se empeñó en resistir pagó cara su obstinación, siendo entrada y saqueada por los soldados, y cinco regidores y un escribano puestos en la horca daban horrible testimonio del rigor de la justicia real.

La atención de Fernando no estaba sólo concretada en este tiempo a afianzar su autoridad contra los descontentos interiores y contra los revoltosos y desafectos que tenía en el reino. Además de las dificultades que se le suscitaban por Navarra y Portugal, cuyos reyes veían con recelo un vecino tan temible y poderoso, y no podían llevar en paciencia que una misma mano rigiera las dos monarquías de Castilla y Aragón, dábale continuamente que hacer y traíale incesantemente ocupado el emperador Maximiliano, su consuegro, con sus interminables embajadas, reclamaciones. exigencias, demandas y proyectos para hacer reconocer por rey de Castilla al príncipe don Carlos, nieto de los dos, todo con el afán de tener participación en el gobierno de este reino. Más porfiado y activo el soberano alemán que diestro y acertado en sus planes, no había medio, por extravagante que fuese, que no pusiera enjuego para el logro de sus desacordados designios; tan pronto eran alianzas, guerras o tratados con Venecia, con Inglaterra y con Francia; tan pronto matrimonios y enlaces de príncipes, hasta soñar en el del rey de Inglaterra con la reina doña Juana de Castilla; todo lo cual producía una serie no interrumpida de contestaciones que traían continuamente fatigado al Rey Católico, si bien nunca cedió ni quiso transigir un punto en cuanto a su derecho al gobierno de Castilla y al de su hija doña Juana, reconociendo el que a su tiempo competía a su común nieto el príncipe Carlos.

Tanto le reconocía, que muchas veces instó al emperador a que enviase al príncipe a Castilla, así para que se educase acá conforme a las costumbres del país que estaba llamado a heredar y gobernar, como para asegurar la sucesión de los dos reinos; pues si llegara a acontecer que vacara el trono estando ausente el príncipe, y criándose aquí su hermano menor don Fernando, podría haber peligro de que los grandes se hubieran aficionado a este último y le prefirieran y proclamaran, de lo cual había muchos ejemplos de reyes y príncipes de Castilla que tuvieron hermanos; mucho más cuando por su tierna edad no era necesaria su presencia en Flandes, estando encargada del gobierno de aquel estado su tía la princesa Margarita, y amparándole con su favor y protección su abuelo. Proponíale además que se llevase allá al infante don Fernando, pues con esto se quitaría una ocasión de disturbios y un pretexto a las parcialidades, si por acaso vacase el gobierno del reino hallándose éste presente y ausente el otro. Discurría en esto el rey de Aragón con gran seso y prudencia, y parece que hablaba en profecía, según los sucesos que vinieron después. 

Mas en vez de venir el emperador a tan razonable y honesto partido, tomó el de confederarse con los grandes de Castilla descontentos del rey. Los espías de Fernando, que los tenía en todas partes, prendieron en Pancorboaun emisario del emperador que venía disfrazado de lacayo. Llamábase don Pedro de Guevara, y era hermano de don Diego de Guevara, valido que fué del rey don Felipe, el cual se había refugiado en Flandes, fugitivo de España Llevado a Simancas y puesto a cuestión de tormento, confesó su comisión, y las inteligencias que mediaban, no sabemos si ciertas o si supuestas para libertarse de los dolores de la tortura, entre el emperador Maximiliano y algunos nobles de Castilla, entre los cuales nombraba al Gran Capitán, al duque de Nájera, al conde de Ureña y a varios otros.

Así por informarse bien de lo que resultaba de las declaraciones del emisario preso, como para deshacer mejor con su presencia cualquier trama o movimiento que se intentara contra su persona o gobierno, determinó el Rey Católico a lprincipios del año siguiente regresar a Castilla. Hízolo viniendo por Extremadura; y como hubiese dejado a la reina doña Juana su hija en Arcos, lugar frío e insalubre para ella, pasó a buscarla llevando consigo a su hijo don Fernando. La reina, cuyo pálido rostro y pobres y desmañados vestidos descubrían su malestar intelectual y físico, mostró alegrarse de la idea de su padre, y obedeció gustosa la determinación que éste tomó de trasladarla a Tordesillas (febrero, 1509). Verificóse la marcha de noche, como ella acostumbraba, yendo siempre delante y a su vista el féretro de su esposo, y haciéndole de día exequias en los pueblos. Aposentada en el palacio de Tordesillas, se depositó el cuerpo de su marido en el monasterio de Santa Clara, en que la reina podía ver su túmulo desde su misma habitación. Aquí se encerró esta desgraciada señora, casi sin salir en el resto de su vida, que fué todavía muy larga, ajena siempre a los negocios del reino, así durante el gobierno de su padre como en el reinado de su hijo.

Tal era el estado de las cosas de Castilla en la segunda regencia del Rey Católico, cuando importantes sucesos exteriores vinieron a darles nuevo rumbo y nueva fisonomía.

 

 

 

CAPÍTULO LVII

CISNEROS.CONQUISTA DE ORAN

De 1508 a 1510