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SALA DE LECTURA

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

LOS REYES CATÓLICOS

CAPÍTULO LIII (53).

REGENCIA DE FERNANDO.

De 1504 A 1506

 

En la misma tarde del día en que falleció la reina Isabel, y casi caliente todavía su inanimado cuerpo (26 de noviembre de 1504), salió el viudo rey don Fernando acompañado de los grandes y señores que allí se hallaban, y en un tablado, o cadahalso que entonces se decía, levantado en la plaza mayor de Medina, se alzaron pendones por doña Juana su hija como reina propietaria de Castilla y de León, y por el archiduque don Felipe de Austria como marido suyo, llevando el estandarte real el duque de Alba don Fadrique de Toledo. El rey de Aragón renunció en el acto el título de rey de Castilla que había llevado con no poca gloria por espacio de treinta años, y tomó el de regente o gobernador, conforme al testamento de la reina, en cuya calidad fue reconocido por todos los nobles que se hallaban presentes. Acto continuo expidió Fernando como regente cartas reales a todas las ciudades y villas del reino ordenando se hiciesen exequias a la reina Isabel, y seguidamente se aclamara reina de Castilla a su hija doña Juana, en cuyo nombre se había de ejercer toda jurisdicción y autoridad. Poco después se despacharon convocatorias para cortes generales del reino que habían de celebrarse en la ciudad de Toro. Todos estos documentos se expedían a nombre de la reina doña Juana, sin hacerse mención de su marido, con objeto de obligar á éste á que jurara guardar y respetar los fueros y libertades de Castilla antes de darle participación en el gobierno del reino.

No dejó de causar extrañeza la precipitación con que Fernando se apresuró a proclamar a su hija, por lo mismo que había muchos que le aconsejaban e instigaban a que en vez de conformarse a gobernar como administrador tomara el camino más breve y más derecho, haciéndose ceñir en propiedad la corona que tanto tiempo había llevado como consorte de la reina, para lo cual podía alegar algún derecho como legítimo descendiente por línea de varones de la casa real de Castilla; añadiendo que el reino, por el cual tanto y tan gloriosamente había trabajado, agradecería más verse regido por manos tan vigorosas y expertas que por las de una muy débil mujer y por las de un extranjero casi desconocido y no ventajosamente reputado. Cualquiera que fuese el efecto que en los oídos y en el ánimo del monarca aragonés hiciesen estas tentadoras palabras y excitaciones, es lo cierto que él prefirió seguir el noble ejemplo y la generosa conducta de su abuelo y antecesor el esclarecido don Fernando I en circunstancias casi iguales, obrando al parecer el segundo Fernando de Aragón con su hija doña Juana con la misma nobleza y abnegación con que obró el primer Fernando de Aragón con el niño don Juan II de Castilla.

Reunidas las cortes en Toro (11 de enero, 1505), y leídas las cláusulas del testamento de la reina Isabel relativas a la sucesión, y aprobadas unánimemente por los prelados, grandes y procuradores de las ciudades, juraron todos fidelidad a doña Juana como reina propietaria y a don Felipe como marido suyo. Seguidamente, atendiendo á la ausencia de doña Juana, y reconocida además su incapacidad, procedióse á declarar hallarse en el caso previsto en el testamento, y en su virtud se prestó juramento de obediencia y fidelidad al rey don Fernando como legítimo regente y gobernador del reino de Castilla en nombre de su hija. Una comisión de las cortes fué enviada a Flandes a dar cuenta a doña Juana y don Felipe de lo determinado. Mas a pesar de la legalidad de estos actos, no faltaban descontentos en Castilla que se hubiesen anticipado a excitar a Felipe a que como natural guardador de su mujer no consintiese que la regencia estuviera en manos de otro. Contábanse entre éstos el duque de Nájera y otros poderosos nobles agraviados y perjudicados por la reversión de las rentas y mercedes a la corona ordenada por Isabel en su testamento, y muy principalmente el marqués de Villena, cuyos estados realengos había mandado Isabel expresamente que se devolviesen al patrimonio y nunca más se desmembrasen de él. Todos éstos esperaban recobrar mejor sus posesiones a la sombra del gobierno débil de un príncipe extranjero que del vigoroso de Fernando.

Felipe, naturalmente ofendido de aquella especie de postergación en que quedaba, era además instigado por el embajador de Castilla en la corte de su padre, el inquieto, activo y mañoso intrigante don Juan Manuel, que habiendo logrado tomar un funesto ascendiente sobre el archi­duque, y esperando engrandecerse él mismo engrandeciendo al marido de doña Juana, se presentó apresuradamente en Flandes, e instó a Felipe a que reclamara cuanto antes su derecho al gobierno exclusivo de Castilla, y entabló larga correspondencia con los descontentos castellanos. Por consejo suyo escribió a su suegro, requiriéndole que se retirara a Aragón, dejando el gobierno de Castilla que a él le pertenecía. Fernando contestó a tan extraña exigencia con cierto desdén, pero al mismo tiempo le instaba a que se viniese a España con la reina, como ya antes se lo había rogado por medio de don Juan Fonseca, obispo de Palencia, y de don Fr. Diego de Deza. que había sido promovido a la iglesia de Sevilla. Cuando más se agitaban los enemigos de Fernando por indisponer con él a su yerno, ocurrió en Flandes un suceso que acabó de dar al asunto el giro más funesto y desagradable. El secretario de la reina doña Juana, Lope de Conchillos, obtuvo de ella una carta para su padre, en que le declaraba explícitamente que era su voluntad conservase el gobierno del reino. Esta carta fué entregada con otros despachos a un aragonés nombrado Miguel de Ferreira para que la trajese a España, mas seducido, o por sobra de candidez o de malicia, el mensajero, interceptada la carta, y sacada y enseñada una copia de ella al archiduque, hizo encerrar al secretario en estrecha prisión y poner incomunicada y bajo rigurosa custodia a la reina, lo cual contribuyó a alterar y trastornar más su juicio.

Al propio tiempo concibió Fernando no pocos recelos y sospechas acerca de la lealtad del Gran Capitán; sospechas a que él era ya harto inclinado y propenso por el influjo y prestigio de que Gonzalo de Córdoba gozaba en Nápoles y en toda Italia, que le fomentaban personas de alta posición en la corte, envidiosas tal vez de Gonzalo, y que parecía confirmar las alarmantes noticias que le daban de tratos que decían mediar entre el archiduque Felipe y el emperador Maximiliano su padre con el Gran Capitán para asegurar el reino de Nápoles a Felipe como conquista de Sevilla. Y era verdad que por parte del archiduque y del rey de Romanos se trabajaba por quebrantar con halagüeñas proposiciones la fidelidad de aquel insigne guerrero. Por otra parte, inquietábanle las noticias que recibía de los grandes preparativos de guerra que estaba haciendo el monarca francés Luis XII, como si pensase en renovar sus pretensiones a la corona y trono de Nápoles, sin respeto a la tregua que mediaba. Ninguna potencia se le mostraba amiga. El belicoso papa Julio II deseaba más las alteraciones que la paz. Venecia estaba como siempre atenta a sacar partido de ajenas disensiones: Florencia se hallaba sentida de la protección que el Gran Capitán daba a Pisa: Portugal fortificaba su frontera: Navarra deseaba libertarse del peso de un vecino tan poderoso, y los magnates de Castilla mostraban desear que volviesen tiempos como los de don Juan II o don Enrique IV para recuperar sus antiguas regalías, lo cual no se prometían mientras estuviese a la cabeza del reino el adusto y económico aragonés, á quien trataban o calificaban otra vez de extranjero.

En tal situación, y como luego supiese además que se habían concertado ya entre sí el emperador, el archiduque y el rey de Francia, si no directamente contra él, por lo menos sin su anuencia y con ventaja del francés, después de alguna vacilación resolvió como príncipe animoso conservar a toda costa y a despecho de todos la autoridad que legítimamente poseía, en lo cual, aunque se mezclara algo de apego al mando, entraba también sin duda la consideración de los inconvenientes de dejar el reino entregado a manos tan inexpertas y tan poco aptas como las de Felipe. Era también demasiado astuto Fernando para creer en una carta que a poco tiempo recibió del emperador Maximiliano, en que le anunciaba que «conociendo el grande amor que el rey de Castilla su hijo (Felipe) tenía al rey su suegro,» había determinado que viniese a España con la reina su mujer para que juntos acordasen lo conveniente a la conservación y aumento de los reinos. Receloso, pues, de esta venida, y sabedor de que la mayor parte de los grandes de Castilla estaban dispuestos a declararse por el joven archiduque, de cuya liberalidad esperaban grandes mercedes, y de que en este sentido andaban ya conmoviendo sus pueblos y vasallos, discurrió conjurar toda aquella tormenta tomando un partido y resolución que seguramente no podía nadie sospechar ni imaginar.

Persuadido de que la manera de frustrar la triple alianza del rey de Romanos, del archiduque Felipe y de Luis XII de Francia, y aun de impedir la venida a España de doña Juana y don Felipe, era desmembrar de ella al francés pactando y haciendo amistad con su propio enemigo, envió secretamente a Francia al monje bernardo Fr. Juan de Enguera, inquisidor apostólico de Cataluña y hombre notable por su saber, encargado de hacer en su nombre al rey Luis las proposiciones siguientes: que Fernando casaría con la sobrina de aquel monarca, Germana de Foix, hija de su hermana y de Juan de Foix, señor de Narbona: que cedería en ella la parte que le correspondía en el reino de Nápoles conforme al tratado de partición, juntamente con el título de rey de Jerusalén, y en los hijos e hijas que naciesen de este matrimonio, y en el caso de no tener sucesión, volverían aquellas posesiones al rey Luis y a sus herederos: que pagaría a éste quinientos mil ducados en diez años en recompensa de los gastos hechos en aquella empresa, y que restituiría a los barones napolitanos del partido angevino o francés los estados y villas que les había confiscado y dado a españoles: y que bajo estas bases serían amigos de amigos y enemigos de enemigos, y vivirían «como dos almas en un mismo cuerpo.» El partido era demasiado ventajoso para que dejara de aceptarle el rey Luis, bien que tuviera que romper con el archiduque Felipe, con cuyo hijo Carlos tenía concertado el matrimonio de su hija Claudia, matrimonio que era en Francia impopular. En este concepto envió Fernando a Francia en agosto de aquel año al conde de Cifuentes y al consejero Malferit para que se efectuase el matrimonio y trajesen a España la nueva reina. El tratado se firmó por el rey de Francia en Blois el 12 de octubre (1505), y por Fernando el 16 del mismo mes en Segovía.

Parecía inconcebible que un hombre tan político como Fernando, por más que se le suponga ambicioso de autoridad y deseoso de venganza, hubiera dado un paso tan impolítico, con el cual se separaban otra vez, en el caso posible de tener sucesión, los reinos de Aragón y de Castilla, que era la grande obra de la unidad, se desmembraban de todos modos las magníficas y costosas conquistas de Italia, dividiéndolas con su antiguo competidor, y se desacreditaba como esposo, correspondiendo con ingratitud y ofendiendo la buena y reciente memoria de la bondadosa y cariñosa Isabel, que debía tener muy profundamente grabada en su corazón, aun no admitiendo la especie por algunos escritores vertida de haber jurado a la reina su esposa que no volvería a casarse más. De todos modo, no puede considerarse este acto sino como un arrebato de desesperación, impropio de la habitual política, calculada, circunspecta y sagaz de Fernando. Por de pronto empezó a recoger algún fruto de su extraña negociación, puesto que el rey de Francia hizo intimar al archiduque Felipe que no le permitiría pasar por su reino para ir a España mientras no arreglara sus diferencias con su suegro el rey Fernando, y éste le escribió una carta en que le decía: «Vos, hijo mío, entregándoos por víctima a Francia, me habéis obligado muy a pesar mío a contraer segundo matrimonio, y despojado del precioso fruto de mis conquistas de Nápoles.  Sin embargo, hijo mío, volved en vos, y venid a recibir mi abrazo, porque la fuerza del cariño paternal es muy grande»

Este matrimonio, que hizo tan mal efecto en casi toda Europa como en Castilla, fué bien recibido y aun celebrado en Aragón, donde todavía no se llevaba con gusto la unión con Castilla, y donde se deseaba tener un príncipe que sólo heredara aquel reino con sus pertenencias naturales y adquiridas. En cuanto al archiduque Felipe, aunque su pensamiento y resolución era de venir a España, no a abrazara su padre como hijo amoroso, sino a posesionarse del trono como rey, contando con el apoyo y adhesión de los grandes y nobles castellanos, fingió querer concertarse con su suegro, y a persuasión de su consejero y confidente don Juan Manuel, señor de Belmonte en Castilla, abrió tratos con Fernando, que vinieron a producir una concordia bajo las bases siguientes: «que don Fernando, don Felipe y doña Juana gobernarían y administrarían juntos los reinos de Castilla y de León; que las cédulas irían firmadas por los tres, encabezándolas con las palabras: Los Reyes y la Reina: que don Felipe y doña Juana, tan luego como llegasen a España, serían jurados en cortes reyes de Castilla, y don Fernando como gobernador perpetuo: que las rentas de todos los Estados castellanos, así de la Península como del Nuevo Mundo, se repartirían por mitad entre don Fernando y los reyes sus hijos: que las encomiendas de los maestrazgos se proveerían también por mitad y alternativamente, etc.» Fuera de esta concordia, que se hizo el 24 de noviembre, se convino en que no queriendo o no pudiendo entender doña Juana en las cosas de gobierno, firmarían las provisiones solamente los dos reyes, y en el caso de ausencia de los dos consortes, firmaría solo don Fernando en nombre de los tres. Después de esto escribió don Felipe a su suegro una carta sumamente respetuosa, atenta y llena de cariñosas frases (10 de diciembre).

Con esta concordia, que se llamó de Salamanca, por haberse ajustado en esta ciudad con los embajadores de Felipe, logró el archiduque flamenco adormecer a Fernando a pesar de toda su recelosa astucia, mientras acababa de preparar la armada que había de conducirle a Castilla y avisaba de ello a los grandes de su partido, el almirante, el marqués de Villena, los duques de Nájera y Medina-Sidonia y otros que le esperaban. En efecto, el 8 de enero (1506) salió ya de los puertos de Zelandia con una armada numerosa. Pero no menos desgraciada doña Juana a su vuelta de Flandes que a su ida, una furiosa tempestad dispersó las naves, teniendo que ir a ampararse después de muchas averías y no pocos trabajos a Weymout en Inglaterra, siendo el navio en que venían los reyes uno de los que más sufrieron en la borrasca, y habiendo manifestado la reina en el peligro una impasibilidad propia de su estado. Agasajó Enrique VII de Inglaterra a sus reales huéspedes, hízolos ir a Londres, y aprovechó su estancia y la no mucha experiencia de Felipe para ajustar con él un tratado de comercio harto ruinoso para Flandes, su matrimonio con Margarita, hermana de Felipe, viuda del príncipe don Juan de Castilla y de Filiberto de Saboya, y el del infante don Carlos, hijo de don Felipe y doña Juana, con María, hija del rey de Inglaterra, con el cual no dejó de indemnizarse de la hospitalidad que dió a los náufragos. A los tres meses, habiéndose ya reunido y reparado la flota, diéronse otra vez a la vela doña Juana y don Felipe con toda su armada y comitiva, y con próspero viento arribaron felizmente el 28 de abril en la Coruña.

Durante la estancia de los príncipes en Inglaterra, el rey don Fernando había realizado sus ruidosas bodas con la joven y hermosa Germana de Foix, habiendo salido a recibirla en Dueñas, donde se velaron, y el 22 de marzo se celebró con mucha solemnidad y grandes fiestas el matrimonio en Valladolid; sitios ambos que parecían escogidos por algún genio enemigo de aquel rey para recordar a los castellanos con amargura que eran los mismos lugares en que habían presenciado, treinta años hacía, el feliz enlace de Fernando e Isabel, cuya memoria veían en esto doblemente profanada. Allí juró de nuevo Fernando el cumplimiento del tratado hecho con el rey de Francia, y concluidas las bodas partió para Burgos a esperar a sus hijos, creyendo que desembarcarían en Laredo o en algún puerto de aquella costa. Cuando supo que lo habían verificado en la Coruña, varió de dirección, y tomando el camino de Galicia llegó hasta As-torga, con objeto de salirles al encuentro, y con el más vivo deseo, al parecer, de abrazar a su hija la reina-princesa, como él la llamaba. Mas no sin objeto había escogido Felipe para su desembarco uno de los puertos más distantes del centro: esperaba que se le reunirían allí los nobles de su partido antes de encontrarse con el rey don Fernando, y no se engañó. Así, lejos de darse prisa a incorporarse con su suegro, desde su arribo a la Coruña comenzó a manifestar que no venía en ánimo de cumplir la concordia de Salamanca. El embajador Pedro de Ayala le propuso, que, pues era ya innecesario el cuerpo de tres mil alemanes de infantería que había traído consigo, los enviase a su país, con lo cual se ahorrarían gastos e inspiraría más confianza a los castellanos; pero hízose sordo a la proposición el príncipe flamenco, el cual además llegó a reunir muy pronto otro cuerpo de seis mil españoles, gente que le habían llevado el marqués de Villena, el duque de Nájera y otros nobles y caballeros desafectos a Fernando. Con esto cada día declaraba más abiertamente don Felipe su determinación de no guardar la concordia de Salamanca, despedía no muy cortésmente a los enviados de don Fernando, y negábase ya sin rebozo a todo arreglo que no fuese la exclusiva posesión de la corona y gobierno de Castilla que de derecho competía a su esposa doña Juana.

Sabedor de estas disposiciones el Rey Católico, procuró interesar en su favor al consejero don Juan Manuel ofreciendo heredarle grandemente en Castilla; pero el favorito de Felipe, que se prometía más de la privanza de que gozaba con el flamenco que de cuanto pudiera darle el aragonés, no hacía sino entretener a Fernando, y era de los que más trabajaban por evitar la entrevista que éste deseaba tener con su yerno, recelando que de verificarse no podría menos de ceder el joven príncipe al ascendiente y superioridad que daban a su padre su edad, su experiencia, y su mayor destreza y astucia. Mediaron sobre esto de la entrevista, que Fernando proponía y deseaba, largas y repetidas negociaciones; muchos del consejo de Felipe se oponían decididamente a que se verificara; eran otros de opinión de que convenía se tuviese; mas entre estos mismos y el rey Fernando no había medio de venir a un acuerdo sobre si habían de verse en Galicia o en Castilla, si en Santiago, en Valladolid o en Simancas, o en otros lugares que se proponían. Entretanto el monarca aragonés se veía abandonado de casi toda la nobleza castellana; los más se habían ido con don Felipe y le rodeaban como un enjambre de codiciosas abejas: el marqués de As torga y el conde de Eenavente, para más lisonjear al nuevo rey, publicaron un edicto prohibiendo la entrada en sus villas y estados al monarca aragonés y sus parciales; hasta el condestable de Castilla su yerno le abandonó. Quedábanle a Fernando muy pocos adictos desde su fatal matrimonio con Germana que tanto había disgustado a los castellanos. Los más notables de los que se le conservaban fieles eran el duque de Alba y el conde de Cifuentes, pues casi no se puede contar al conde de Tendilla y al arzobispo Talavera, que hallándose en Granada, lejos del teatro de los sucesos, poco ó nada podían influir en ellos.

Por último, las rivalidades mismas que se suscitaron entre los magnates que rodeaban al príncipe flamenco disputándose su favor, y que daban ya no pocos celos al privado don Juan Manuel, influyeron en que éste accediera en lo de las vistas, y en que fuese de los que lo aconsejaron así al de Flandes, en ocasión que Fernando avanzaba ya por Villafranca del Vierzo a Galicia. Después de muchos debates y no pocas alteraciones en los campos y en las cortes de los dos reyes, que tenían la monarquía en un estado lastimoso de conflagración, se acordó que se viesen y concertasen suegro y yerno en un lugar que se designó en los confines de León, Galicia y Portugal, en las inmediaciones de la puebla de Sanabria. Allí concurrieron Fernando y Felipe, y saliendo el uno de la Puebla, el otro de la vecina aldea de Asturianos, juntáronse en una alquería nombrada el Remesal. Con muy diferente aparato y cortejo se presentaron uno y otro. Llevaba Felipe toda su gente de guerra; marchaban delante los alemanes y flamencos; seguían los castellanos que se le juntaron en Galicia, todos en orden como si fuesen a una conquista o a dar una batalla: iban detrás los nobles de Castilla formando como la guardia del rey archiduque, el cual marchaba a caballo protegido por una numerosa retaguardia de arqueros y de caballería ligera. Dábase por pretexto para tan bélico aparato la voz que se había difundido de que Fernando levantaba fuerzas por todas partes y de que el duque de Alba reunía su gente en León. La verdadera causa era el recelo de los nobles de que en la conferencia quedara vencido el hijo por la superioridad del padre. Formaba contraste aquel aparato con la sencillez con que se presentó el aragonés, acompañado del duque de Alba, y de solos unos doscientos caballeros y oficiales de su casa y corte, montados en mulas y sin otras armas que las que todos en aquel tiempo ordinariamente llevaban ceñidas.

Saludáronse ambos reyes con mucha cortesía. Observóse, no obstante, que mientras Fernando mostraba cierta alegría y jovialidad en su rostro, el semblante del archiduque revelaba cierta mezcla de timidez, de sentimiento, de seriedad, y de recelosa esquivez, que parecía descubrir el convencimiento de su inferioridad. Los nobles de su séquito no pudieron resistir al natural impulso de acercarse a rendir una especie de homenaje a Fernando, el cual a todos los recibía y hablaba con mucho donaire y gracejo. Al tiempo de besarle la mano el conde de Benavente, le abrazó el rey, y como sintiera la armadura y cota que llevaba debajo del vestido, le dijo sonriéndose: Mucho has engordado, conde. Y como observase lo mismo en Garcilaso de la Vega, su antiguo embajador en Roma: Y tú también, Garcilaso, le dijo.—Señor, le respondió el de la Vega, doy fe a Vuestra Alteza de que todos venimos así. Cuando llegó el duque de jera seguido de sus dependientes armados: Tú, duque, le dijo en tono festivo, nunca te olvidas de lo que debe hacer un buen capitán. Así procuraba disimular el político Fernando la pena de ver trocados en enemigos los que poco antes le habían acatado tanto, y muchos de los cuales le debían no pocas mercedes.

Después de los primeros saludos entraron suegro y yerno a conferenciar en una pequeña ermita inmediata. Acompañáronlos hasta la puerta el arzobispo Cisneros y don Juan Manuel. Nosotros no debemos, le dijo a éste el arzobispo, oir la conversación de nuestros amos. Y cerró tras sí la puerta y añadió: Yo haré de portero. La plática fué muy breve (20 de junio, 1506), y según luego se vió, sin resultado, puesto que aquella noche se volvieron ambos interlocutores cada cual con su gente, el uno a Asturianos y el otro a la Puebla, desde cuyo punto envió a decir don Felipe a su suegro, en términos no muy corteses, que siendo su ánimo pasar desde allí a Benavente, sería bien que él fuese por otra parte para que no le embarazara el camino, y al propio tiempo le escribió una carta señalándole las personas con quienes se había de entender para lo de la concordia. Aunque sintió mucho don Fernando este desabrimiento, le fué todavía más sensible el no haber logrado ver a la reina doña Juana su hija, a quien don Felipe tuvo retraída sin dejarla salir de la Puebla.

Comprendió de todos modos Fernando que ni la reconciliación con su yerno era por entonces posible, ni gozaba de autoridad en Castilla, antes era ya mirado con general desvío, y como al propio tiempo recibiese noticias alarmantes de Nápoles y trajese las peligrosas negociaciones que adelante diremos con el Gran Capitán, resolvió contemporizar con las circunstancias y resignarse y ceder a ellas, esperando, como buen político, que el tiempo y las desavenencias que preveía entre los mismos que ahora veía declarados enemigos suyos, le traerían ocasiones más favorables y días más bonancibles. Así, pues, por medio del arzobispo de Toledo, que era la persona que el archiduque le había señalado, hallándose el rey en Villafáfila y don Felipe en Benavente, accedió a firmar nueva concordia, por la cual renunciaba la regencia y gobierno de Castilla en doña Juana y don Felipe sus hijos, reservándose solamente las rentas que le estaban señaladas por el testamento de la reina Isabel, juntamente con la administración de los maestrazgos de las órdenes militares (27 de junio, 1506). Declaróse además la incapacidad de doña Juana, y por consecuencia quedaba la gobernación y regimiento del reino exclusivamente a cargo de don Felipe, en tal manera que si ella por sí misma o por inducción de otros quisiese o intentase algún día entrometerse en el gobierno del Estado, se obligaban los dos reyes a impedirlo y a darse mutua ayuda para estorbarlo. Esta última cláusula es tan extraña de parte de Fernando, que no se concebiría a no explicarse por la protesta semisecreta que antes tuvo cuidado de hacer ante tres testigos, a saber, mícer Tomás de Malferit, regente de la chancillería de Aragón, mosén Juan Cabrero su camarero, y el secretario Miguel Pérez de Almazán, en la cual decía que iba a firmar la concordia contra su voluntad y sólo por salir de la peligrosa situación en que se hallaba, pero que su ánimo y resolución era rescatar del cautiverio a su hija y recobrar la administración del reino tan pronto como pudiese.

Acabado lo cual, pasó a Tordesillas, donde publicó un largo manifiesto a todos los pueblos ( de julio), en que declaraba, que libre y espontáneamente había renunciado sus derechos y facultades en favor de doña Juana y don Felipe, según había pensado siempre hacerlo tan pronto como sus hijos llegasen a España. Semejantes contradicciones parecía que no podían proceder y emanar sino de un espíritu enteramente conturbado: atendido, no obstante, el carácter y la política habitual del Rey Católico, y lo que después dieron de sí los sucesos, no es del todo aventurado sospechar que fuesen todos ardides para disimular su disgusto, cohonestar la afrenta de su derrota, aquietar los ánimos alejando recelos, y prepararse mejor para recobrar en adelante a golpe más seguro lo que entonces perdía.

Dábase gran prisa el rey archiduque y mostrábase afanoso por que los grandes reconociesen el estado de imbecilidad de su esposa doña Juana, y como tal se la recluyese. Algunos vinieron en ello y lo firmaron; pero el almirante y el conde de Benavente lo resistieron con energía, y quisieron certificarse por sí mismos hablando a la reina, a cuyo fin fueron a buscarla a la fortaleza de Mucientes, donde la hallaron acompañada de Garcilaso y del arzobispo Cisneros. Y como en los días que hablaron largamente con ella no la encontrasen nunca desconcertada, dijéronle con mucha valentía al rey su esposo que se mirase bien en eso de recluirla, ni apartarla siquiera un instante de su lado, pues se llevaría muy a mal en el reino, y siempre que los grandes se alterasen o descontentasen, pedirían la libertad de su reina. Con esto don Felipe desistió en lo de la reclusión y se determinó a llevarla consigo a Valladolid.

Todavía quiso Fernando, antes de partir para Aragón, tener otra entrevista con su yerno, mostrando interés y entrando sin duda en sus cálculos el que apareciese a los ojos del público que estaban en cordial armonía. Verificóse aquélla en la pequeña aldea de Renedo (una legua de Valladolid) dentro de una capilla y en presencia del arzobispo de Toledo. Hablaron allí cerca de hora y media, luciéronse mutuamente algunas demostraciones exteriores de amor, Fernando dió a Felipe algunos consejos para el mejor gobierno del Estado, mas pasó esta entrevista, como la del Remesal, sin que se hablase de doña Juana, a quien su padre no tuvo el consuelo de ver desde su venida a España, reteniéndola siempre don Felipe a distancia de una o dos leguas. Todos estos desaires los sufría el Rey Católico con el más profundo disimulo, nadie le vió alterado ni triste, ni se notaba en su semblante síntoma alguno de disgusto o intranquilidad: con todo estudio había difundido la voz de que los asuntos de Nápoles le llamaban con urgencia a Italia; y aparentando alegrarse de que le dejaran desembarazado los negocios de Castilla, despidióse de los grandes sin demostración alguna de descontento, recordándoles con palabras dulces de gratitud sus antiguos servicios, y hecho todo esto tomó el camino de Aragón. Algunos pueblos de esta misma Castilla que había regido por más de treinta años se negaban a admitirle y le cerraban las puertas: a lo cual exclamaba Fernando con fría serenidad: «más solo, menos conocido y con mayor contradicción venía yo por esta tierra cuando entré a ser príncipe de ella, y Nuestro Señor quiso que reinásemos sobre estos reinos para algún servicio suyo.» «Parece, añade uno de sus cronistas, que con su gran juicio estaba mirando lo venidero »

 

 

CAPÍTULO XXI

MUERTE DE CRISTÓBAL COLÓN

1506