LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO LIV (54).
MUERTE DE CRISTÓBAL COLÓN. 1506
La circunstancia de haber fallecido ya en este
tiempo y en este mismo año el famoso descubridor del Nuevo Mundo, nos mueve a dar cuenta de los últimos interesantes momentos de la
vida de este grande hombre, antes de darla del reinado del primer Felipe en
Castilla y de la ida del segundo Fernando de Aragón a Nápoles.
En el capítulo XV de nuestra historia dejamos
a Cristóbal Colón en Sanlúcar de Barrameda (7 de noviembre, 1504) de regreso de
su cuarto y último viaje a las regiones de Occidente.
Enfermo, pobre y abatido de resultas de aquella expedición desastrosa, toda su
esperanza y todo el remedio de sus males le cifraba en su constante protectora
la reina Isabel; pero esta ilustre princesa se hallaba en el lecho del dolor y
próxima a dejar este mundo. Contaba también con el
favor de su buen amigo y patrono el obispo de Palencia fray Diego de Deza, a quien suplicaba alcanzase de los reyes le hiciesen
justicia, reparasen sus agravios y le cumpliesen las cartas de merced que le
habían otorgado: pues, como escribía a su hijo don
Diego (21 de abril) desde Sevilla, donde con gran fatiga y trabajo se había
trasladado, «yo he servido a Sus Altezas con tanta
diligencia y amor y más que por ganar el paraíso; y si en algo ha habido falta,
habrá sido por el imposible o por no alcanzar mi
saber y fuerzas más adelante». Quiso presentarse en la corte, mas la enfermedad que le aquejaba no le permitió emprender
el viaje. «Porque este mi mal es tan malo, le decía en otra carta a su hijo (1 de diciembre), y
el frió tanto conforme a me lo favorecer, que non podia errar de quedar en alguna venta »
Cuando esto escribía, ya había dejado de
existir su regia bienhechora; era la mayor adversidad que podía sobrevenir a Colón, y la nueva más funesta que podía recibir. Sin
embargo, hombre de fe y de creencias, no dejó de mostrar bastante resignación.
«Lo principal es, decía, de encomendar afectuosamente con mucha devoción el
ánima de la reina nuestra
señora a Dios. Su
vida siempre fue católica y santa y pronta a todas
las cosas de su santo servicio; y por esto se debe creer que está en su santa
gloria, y fuera del deseo deste áspero y fatigoso
mundo.» Y recomendaba mucho a su hijo Diego que se
esmerara y desvelara en servicio del rey. Como sus padecimientos le impidiesen
moverse de Sevilla, envió a la corte a Bartolomé su
hermano, y a Fernando su hijo natural, «niño en días,
pero no así en el entendimiento,» para que en unión con su primer hijo Diego
que residía en la corte, gestionasen con el rey a fin
de que le cumpliese las estipulaciones, remediase sus necesidades, le
repusiese en sus derechos, y proveyese también en muchos asuntos y negocios de
Indias que requerían «remedio cierto, presto y de brazo sano.» Pero las circunstancias
eran poco favorables, y aunque a Fernando le
interesaba no desatender a lo de Indias, puesto que
le habían sido aplicadas por el testamento de Isabel la mitad de las rentas de
aquellas posesiones, ocupábanle demasiado sus propios
negocios, y no le sobraba tiempo, dado que intención tuviese, para prestar la
atención que debía a las justas reclamaciones del
Almirante.
Pasados los rigores del invierno, que tan
perjudiciales eran a los padecimientos físicos de
Colón, principalmente a un ataque tenaz de gota que
sufría, y llegada la primavera (1505), pudo el Almirante trasladarse en una
mula a Segovia, donde se hallaba la corte. «El
que pocos años antes había entrado en triunfo en Barcelona, acompañado por la
nobleza y caballería de España, y aclamado entusiasmadamente por la multitud,
llegó a las puertas de Segovia, melancólico,
solitario y desairado, oprimido más de pasión de ánimo que de años o enfermedades. Cuando se presentó en la corte, no encontró
huella alguna de aquella atención distinguida, de aquella cordialidad
bondadosa, de aquella simpatía vivificadora que sus altos servicios y recientes
padecimientos merecían. Fernando V había perdido de vista sus pasados servicios
en lo que le parecía importunidad e inconveniencia de sus peticiones presentes.
Le recibió, pues, con muchas protestas de bondad y con aquella sonrisa fría que
pasa por el rostro como un rayo del sol hiemal sin comunicar calor al corazón»
Sin embargo, el rey le aseguró que no sólo le
cumpliría lo pactado, sino que pensaba remunerarle con más amplios honores en
Castilla. Esto último indicaba ya bien que no pensaba restablecerle en el
gobierno y virreinato de las Indias, para lo cual podía tener más o menos fundadas razones, y no era nuevo ni en Fernando ni
en otros el recelo de que las continuas insubordinaciones en los países
descubiertos naciesen, en parte al menos, del carácter de Colón, más a propósito para la ciencia que para el mando, para el cual
le iba inhabilitando también el quebranto de su salud. Mas no podía alegar
razón plausible para tenerle privado de las rentas y derechos que le
correspondían conforme al pacto celebrado con la corona, dando lugar a que viviese de prestado, teniendo que contraer
deudas el que había dado a sus soberanos tan ricas islas y continentes. Parecíale sin duda al económico Fernando excesiva recompensa para un súbdito la concedida
y estipulada en el convenio de Santa Fe, y olvidando la digna altivez que
mostró Colón cuando se trató de escatimársela, siendo entonces como era sólo un
proyectista, pretendía ahora contentarle con el pago de sus atrasos y rentas, y
reducirle a fuerza de dificultades y mortificaciones
a que renunciase sus dignidades y privilegios por otros estados y títulos en
Castilla. Partido era este que debía suponerse rechazaría con noble desdén
quien había dado tan gloriosa cima a su empresa,
cuando no había admitido modificaciones en tiempo en que su plan era
generalmente tomado por un sueño. Pasaban meses, se le entretenía con consultas
y promesas, pero no se trataba de hacerle justicia.
Si no sabemos las asistencias que recibió
Colón en todo aquel año y primeros meses del siguiente, por lo menos a su hermano y a sus dos hijos
se les libraban cantidades de bastante consideración, a los unos por resto de lo devengado en sus viajes a Indias, al otro como contino de la real casa. Sin embargo, la situación del
Almirante debía ser bien triste, cuando cansado de dilatorias, de evasivas y de
inútiles reclamaciones, se vió en el caso de ofrecer,
como último recurso, sus servicios a los reyes doña
Juana y don Felipe que acababan de llegar a España,
en los sentidos términos siguientes: «Por ende humildemente suplico a VV. AA.
que me cuenten en la cuenta de su leal vasallo y servidor, y tengan por cierto
que bien que esta enfermedad me trabaja así agora sin
piedad, que yo les puedo aun servir de servicio que no se haya visto su igual.
Estos revesados tiempos y otras angustias en que yo he sido puesto contra
tanta razón me han llevado a gran extremo. A esta
causa no he podido ir a VV. AA. ni mi hijo. Muy
humildemente les suplico que reciban la intención y voluntad, como de quien
espera de ser vuelto en mi honra y estado como mis escrituras lo prometen. La
Santa Trinidad guarde y acresciente el muy alto y
real estado de Vuestras Altezas»
Engañábale ya a este grande
hombre el vigor de su espíritu. Los dolores físicos le acababan; el alma se
mantenía firme, pero el cuerpo desfallecía, y sus días eran ya muy contados.
Al fin, convencido de que se aproximaba su última hora, a 19 de mayo (1506),
hallándose en Valladolid, otorgó un codicilo en que confirmaba las
disposiciones testamentarias hechas ya en 1502, instituyendo por heredero
principal a su hijo Diego, y sustituyéndole en caso
de morir sin sucesión con su hijo natural, Fernando, y en caso de fallecer
ambos sin hijos, que pasase la herencia a su querido
hermano Bartolomé y sus descendientes. «E mando, decía, al dicho don Diego, mi
fijo,o a quien heredare,
que no piense ni presuma de menguar el dicho mayorazgo, salvo acrecentalle é ponello: es de saber, que la renta que él hubiese
sirva, con su persona y estado, al Rey é á la Reina nuestros señores, é al acrescentamiento de la Religión cristiana.» Encargaba que se pagasen religiosamente todas sus
deudas: «Digo y mando a don Diego, mi hijo, o a quien heredare, que pague
todas las deudas que yo dejo aquí en un memorial, por la forma que allí dice, y más las otras que justamente parecerá que yo deba.» Y
acordándose de la madre de su hijo Fernando, doña Beatriz Enríquez, con quien
nunca se casó, añadía: «E le mando que haya encomendada á Beatriz Enriquez, madre de don Fernando, mi hijo, que
la provea que pueda vivir honestamente, como persona á quien yo soy en tanto cargo. Y esto se haga por mi descargo de la conciencia,
porque esto pesa mucho para mi ánima. La razón dello non es lícito de la escrebir aquí»
Hechas estas disposiciones, dirigió enteramente su pensamiento a Dios, tomó un pequeño breviario, regalo del papa Alejandro VI, rezó algunos
salmos, recibió con ejemplar unción los sacramentos de la Iglesia, encomendó
su alma al Criador, y el 20 de mayo dejó Colón el mundo visible que tanto había
ensanchado, para gozar en el mundo invisible e inmensurable el reposo que acá
en la tierra le había sido siempre negado. Hiciéronle exequias solemnes, y sus mortales restos fueron
depositados en el convento de San Francisco de Valladolid.
Tal fue el fin de aquel hombre verdaderamente
extraordinario. Su hijo Fernando nos ha dejado descrito un retrato de su
persona. Cristóbal Colón era alto y bien formado, frente ancha y nariz
aguileña, ojos pequeños y garzos, tez buena, cabello rubio, aunque la vida de
movimiento y de exposición continua a la intemperie
habían atezado su rostro y encanecido sus cabellos antes de los treinta años;
dignidad y majestad en su presencia, afluencia en decir, afabilidad y mesura en
sus modales, aunque a veces solía exaltarle la viveza
de su imaginación, y la fe en sus altos designios y proyectos; nada aficionado a diversiones y pasatiempos, porque tenían siempre
embargado su espíritu los graves negocios a que consagró toda su vida.
En cuanto a sus
cualidades morales, sus virtudes, su ilustración, sus pensamientos y su
conducta, no expondremos el juicio que de él hiciera su
hijo, ni ningún español que pudiera parecer
apasionado. Nos remitimos a los escritores
extranjeros de más nota que han tratado de él ex profeso y le han juzgado más de
propósito. «Colón, dice Washington Irving, poseía un ingenio vasto e
inventivo, Su ambición era elevada y noble. Llenaban
su mente altos pensamientos, y ansiaba
distinguirse por medio de grandes hazañas Le caracterizaban la sublimidad de
las ideas y la magnanimidad de espíritu Su natural bondad le hacía
accesible a toda especie
de gratas sensaciones de los objetos
externos. Era devotamente piadoso:
se mezcló la religión con todos los
pensamientos y acciones de su vida, y brilla en sus más secretos y menos
meditados escritos. Acometía todas
las grandes empresas en nombre de la Santísima
Trinidad, y recibía los santos sacramentos antes de embarcarse... creía
firmemente en la eficacia de votos, penitencias y peregrinaciones, y
apelabaa ellos en tiempos de dificultades y
peligros; pero oscurecían su piedad algunas preocupaciones propias de aquel
siglo. Evidentemente profesaba la opinión de que todo pueblo que no confesase
la fe cristiana se hallaba destituido de derechos naturales; que las más
severas medidas podían emplearse para convertirlos y las penas más crueles para
castigarlos si se obstinaban en la incredulidad. Por estos principios fanáticos
se consideraba autorizado para cautivar los indios, trasportarlos a España y venderlos por esclavos si pretendían resistir
sus invasiones. Al hacer esto pecó contra la bondad natural de su
carácter , etc.» A pesar de esto añade el mismo escritor:
«Dicha hubiera sido para España que los que
siguieron las huellas de Colón hubieran tenido su sana política y liberales
ideas. El Nuevo Mundo entonces se habría poblado de pacíficos colonos, y civilizádose por medio de sabios legisladores, en vez de
que lo recorriesen aventureros desalmados, y de que conquistadores avaros le
desolasen»
«Cualesquiera que fuesen los defectos de su
razón, dice William Pres- cott, difícilmente podría
el historiador señalar un solo lunar en su carácter moral: su correspondencia
respira siempre el sentimiento de la más acendrada lealtad á sus soberanos; en su conducta se observa comúnmente el mayor cuidado por los intereses de los que le seguían; gastó hasta el último
maravedí para restituir su desgraciada tripulación á su tierra natal; en todos sus hechos se ajustaba á las reglas más estrechas del honor y de la justicia Ha habido hombres en
quienes las virtudes
extraordinarias han estado reunidas, si no con
verdaderos vicios, con miserias degradantes; pero no sucedía así en el
carácter de Colón: ya le consideremos en su vida pública, o ya en la privada, siempre le encontramos el mismo noble aspecto; su carácter
estaba en perfecta armonía con la grandeza de sus planes, y los resultados de
todo fueron los más grandiosos que el cielo haya concedido realizar a un mortal»
Alfonso Lamartine apura el diccionario de los
elogios para derramarlo a manos llenas sobre Colón
en el bello estilo que le es natural. «Todos los caracteres del hombre
verdaderamente grande (dice) se encuentran reunidos en él. Genio, trabajo,
paciencia, obstinación dulce, pero infatigable hasta lograr el fin, resignación en el cielo,
lucha contra las cosas, estudio constante, conocimientos tan vastos
como el horizonte de su tiempo, manejo hábil pero
honroso de los corazones para reducirlos a la verdad,
nobleza y dignidad en las formas exteriores, que revelaban la grandeza del alma
y encadenaban los ojos y los corazones, lenguaje adecuado a la magnitud y a la altura de sus pensamientos,
elocuencia que convencía a los reyes y aplacaba los
tumultos de sus tripulaciones, poesía de estilo que igualaba sus relaciones a las maravillas de sus descubrimientos y a las imágenes de la naturaleza, amor inmenso ardiente y
activo a la humanidad la ciencia de un legislador y
la dulzura de un filósofo en el
gobierno de sus colonias, piedad paternal para
con los indios, hijos de la raza humana, a quienes
quería dar la tutela del mundo antiguo, pero no la servidumbre de sus
opresores; olvido de las injurias, magnanimidad en perdonar á sus enemigos, piedad, en fin, esa virtud que contiene y diviniza las demás,
cuando ella es lo que era en el alma de Colón; presencia constante de Dios ante
su espíritu, justicia en la conciencia, misericordia en el corazón, alegría y
gratitud en los triunfos, resignación en los reveses, adoración por doquiera y
siempre!
«Tal fue este hombre (prosigue). Nada
conocemos más acabado: contenía a muchos en uno solo... Ninguno por lo grande de su influencia mereció
mejor el nombre de civilizador Él completó el universo; acabó la
unidad física del globo La América no
lleva su nombre, pero el género
humano reunido por él lo llevará a todo el globo»
De los dos hijos de Colón, Fernando, que era
el natural, heredó su genio; Diego, que era el mayor y el legítimo, le sucedió
en las dignidades y estados, por sentencia del Consejo de Indias contra la
corona. Casó después con una sobrina del duque de Alba. Carlos V se opuso
también más adelante a la sucesión del hijo de don
Diego, el cual, desalentado, tuvo por prudente acceder a permutar sus derechos por otras dignidades y rentas que le fueron señaladas en
Castilla. Los títulos de duque de Veragua y marqués de Jamaica que llevan sus
descendientes, proceden de estos lugares que Colón descubrió en su cuarto y último
viaje.