De 1486 a 1487
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SALA DE LECTURA

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA
 

LOS REYES CATÓLICOS

CAPÍTULO LII ( 52)

MUERTE DE LA REINA ISABEL

1504

 

 

En tanto que allá en el otro hemisferio seguían descubriéndose nuevas regiones y agregándose a la corona de Castilla, y que en el centro de Europa se incorporaba a la corona de Aragón un reino importante, debidas aquéllas al talento y a la ciencia de Cristóbal Colón, debido éste a la inteligencia y a la espada de Gonzalo de Córdoba, para venir aquéllas y éste a ser regidos por un mismo cetro; en tanto que la España, marchando por la vía de la prosperidad y de la gloria, se colocaba la primera en extensión y en poder entre las naciones del mundo, amenazábale a esta misma nación una terrible desventura, una pérdida irreparable, la pérdida de quien así la conducía por el camino de la gloria, de la felicidad y del engrandecimiento, y que valía más que todas las materiales adquisiciones.

La reina Isabel sufría física y moralmente. Los trabajos, las fatigas, las inquietudes, la continua movilidad, el asiduo afán del gobierno, el ejercicio incesante de cuerpo y de espíritu habían debilitado su naturaleza y quebrantado su salud. Los padecimientos morales, las amarguras y sinsabores producidos por las desgracias e infortunios de familia, tenían lacerado su tierno corazón, y las penas del alma agravaban visiblemente las dolencias del cuerpo. Porque en medio de aquella serie de venturosos acontecimientos con que el cielo remuneraba largamente la constancia y la fe del pueblo español y las virtudes de los Reyes Católicos, la Providencia parecía haberse propuesto también poner a prueba la fortaleza y la resignación cristiana de Fernando e Isabel, derramando sobre ellos la copa de los más amargos pesares, arrebatándoles las prendas más queridas de su corazón, los hijos de sus entrañas. Isabel, más delicada por su sexo, y también más afectuosa y más sensible por temperamento que Fernando, veía decaer sus fuerzas al peso de tanto dolor. De entre las pérdidas de familia de que hemos dado cuenta, la que la afectó más profundamente y abatió más su espíritu fue la del príncipe don Juan, espejo del amor de sus padres y esperanza de todos los españoles. Aun no estaban enjutos los ojos de aquella madre cariñosa, cuando la muerte de su mayor y más querida hija Isabel vino a acabar de traspasar como un agudo dardo su afligido pecho. Y por si el vaso del dolor no estaba bastante lleno, plúgole á Dios colmarle privando del aliento antes de nacer al fruto de amor que la viuda del príncipe don Juan llevaba en su seno, y llevando desde la cuna al cielo al tierno príncipe don Miguel que había de haber heredado tres tronos, único vástago de la princesa Isabel que hubiera podido servir de consuelo y templar algún tanto el dolor de su atribulada abuela.

Así iba la tierna y virtuosa reina de Castilla viendo desaparecer prematuramente aquellos hijos que tanto amaba y á cuya educación había consagrado tantos desvelos. Las demás hijas, enlazadas con extranjeros príncipes, en Flandes, en Portugal y en Inglaterra, separadas de su lado, no podían ni aliviarla ni asistirla en sus males. Sólo la princesa doña Juana, casada con el archiduque Felipe de Austria, fue la que, llamada a heredar la doble corona de Castilla y Aragón, vino de Flandes a España en compañía del duque de Borgoña su esposo (enero, 1502). Venida fue esta que la reina Isabel esperaba habría de servirle de bálsamo, y sólo le sirvió de continuo torcedor y suplicio. Grandes y suntuosos preparativos se ha­bían hecho para su recibimiento; la nación celebró su llegada con regocijos y fiestas públicas, y Fernando e Isabel tuvieron la satisfacción de estrechar en sus brazos a su hija y a su yerno.

En otra parte dijimos ya con cuánto gusto habían sido jurados en Castilla, y con cuán extraña facilidad habían sido reconocidos en Aragón herederos de las dos respectivas coronas y monarquías. Tenían ya doña Juana y don Felipe un hijo varón, el príncipe Carlos, nacido en Gante en 24 de febrero de 1500 (1), y además a la vuelta de Aragón a Castilla dio a luz doña Juana en Alcalá de Henares su segundo hijo varón, el príncipe Fernando (10 de marzo, 1503).

Mas ya antes de este último suceso habían conocido los reyes de España, bien a pesar suyo, el carácter ligero, veleidoso y frívolo del archiduque, su tendencia a la vida disipada, su aversión a las ocupaciones graves, su indiferencia hacia su esposa, y los sinsabores con que había de mortificarlos en vez de las satisfacciones que de él esperaban. Su precipitado regreso a Flandes por el reino de Francia, de que en otro lugar dimos también cuenta, contra el dictamen y la voluntad del rey y de su consejo, dejando a su mujer en cinta y a su madre enferma, sin oír los amorosos ruegos de la una ni las sentidas reflexiones y tiernas quejas de la otra, acabó de confirmarlos en la poca felicidad que podían prometerse de su inconsiderado yerno.

Mas no era esto lo peor todavía. Tan indiferente y esquivo como era don Felipe con su esposa, ya por las distracciones del príncipe, ya por el poco aliciente que le ofrecieran las dotes físicas de doña Juana, con quien la naturaleza no se había mostrado pródiga en atractivos, tan extremado y ciego era el amor de doña Juana al archiduque, amor que convertía en delirio la pasión de los celos, a que él por desgracia daba sobrado pábulo.

Pronto se empezaron a notar en doña Juana síntomas de no tener sana su razón ni cabal su juicio. Desde el momento de la partida de su esposo manifestó un deseo vehemente é irresistible de ir a buscarle y acompañarle, sin que fuera posible apartar ni distraer de esta idea su pensamiento. Desconsolaba a la reina Isabel el estado de trastorno y perturbación que observaba en su hija, y agravábanse con esto sus padecimientos y dolencias. Procuraba entretenerla blandamente, por lo menos hasta que volviera el rey Fernando de la guerra en que entonces se hallaba por Cataluña y Rosellón. La noticia de la victoria de Fernando en el sitio de Salsas fue recibida por su hija con indiferencia y con desdén, y como con una completa insensibilidad. Encerrada en Medina del Campo, donde de orden de la reina había sido trasladada desde Segovia, no pensaba sino en disponer su partida para reunirse con su esposo. Recelando la reina que quisiese emprender el viaje sin su anuencia ni conocimiento, encargó al obispo Fonseca que la vigilase y procurase mañosamente detenerla, ofreciéndole que tan pronto como el rey su padre viniese, ella iría a Medina a acompañarla. Mas no hubo persuasión ni remedio que alcanzara a contenerla. Una tarde se salió sola y a pie hasta la última puerta del castillo de la Mota, resuelta a emprender la marcha por tierra o por mar, por donde pudiese. Gracias a que sus guardadores llegaron a tiempo de cerrarle la puerta y levantar el puente levadizo, pudo evitarse su evasión aquel día. La trastornada princesa se vengó en sí misma, pasando aquella noche y la siguiente en la barrera a la intemperie, sin admitir resguardo alguno contra el frío (era ya el mes de noviembre, 1503), y sin que bastasen las exhortaciones del obispo a convencerla a que se mudase de aquel lugar y se recogiese. Avisada la reina Isabel, a quien su enfermedad no permitía salir de Segovia, de los caprichosos delirios de su hija, despachó a Medina primeramente a don Enrique Enríquez su tío, después al arzobispo de Toledo, los cuales pudieron lograr de doña Juana que por lo menos se albergase para pasar la noche en una miserable cocina que estaba inmediata, mas con mucha dificultad se la reducía a tomar algún sustento.

En tan lamentable estado la halló su afligida madre la reina Isabel, que no obstante la enfermedad que la aquejaba no pudo resistir a los impulsos del amor maternal, y desde Segovia pasó, aunque con mucho trabajo, a Medina en alas del deseo y del afán de aliviar la suerte de su desgraciada hija. Con todo el ascendiente de madre apenas pudo recabar de doña Juana que volviese a subir a los aposentos del castillo.

Las almas sensibles comprenderán bien, y más las que hayan probado los profundos y delicados afectos de la paternidad, cuán hondamente herido quedaría el corazón de aquella grande y piadosa reina al convencerse del completo desorden en que se hallaban las facultades intelectuales de su hija. Sufría como madre al ver la desventura de la misma a quien había dado el ser, y sufría como reina al contemplar a qué manos iba a quedar encomendada la suerte del pueblo español. Algo se alivió la desgraciada princesa con los cuidados tiernos de una madre, pero fue para caer después en estado de mayor debilidad. Constante y fija en su idea de marchar a Flandes a reunirse con su esposo, fue ya indispensable darle gusto, y como medida que evitara acaso una catástrofe lastimosa se determinó trasladarla a Flandes embarcándola en Laredo en la primavera de 1504. Con el corazón lacerado se despidió la reina Isabel de su desventurada hija, para no verla ya más, y lo que fue peor, para recibir noticias que habían de acabar de sumirla en la más profunda aflicción y tristeza.

No habían trascurrido aún tres meses, cuando ya se recibieron las más desagradables nuevas del trato que el archiduque daba a su esposa, y de las escenas a que los devaneos de don Felipe y la sobrexcitación de doña Juana, exacerbada por los celos, daba ocasión, «en términos de ser la princesa española grosera y descortésmente tratada, y de producir serios escándalos.» A poco tiempo de esto enfermó el rey Fernando de fiebre, y todo contribuía a agravar los padecimientos de la sensible reina, que iban ya inspirando cuidado. Al fin el rey venció la enfermedad y se restableció, mientras la salud de la reina iba empeorando de día en día; siendo lo admirable que en medio de la postración y quebranto del cuerpo conservase el espíritu bastante fuerte para atender con viva solicitud al bien de sus súbditos, para dar audiencias, oír consultas, recibir embajadas, informarse de los negocios más graves, dar providencias en todos los asuntos, y seguir en una palabra gobernando el reino desde el lecho del dolor.

A medida que desfallecían las fuerzas físicas parecía que cobraban vi­gor las facultades del alma. El pueblo no cesaba de dirigir preces a Dios por la salud de su soberana: hacíanse procesiones por las calles, peregrinaciones a los santuarios, rogativas públicas en todos los templos. La reina, que veía acercarse el término de sus días y no abrigaba esperanza alguna de restablecimiento, solía decir a los que la rodeaban que no rogaran a Dios por su vida, sino por la salud de su alma.

En 12 de octubre (1504) otorgó su testamento, cuya extensión, así como las muchas y graves materias sobre que da sus últimas disposiciones, demuestran que su entendimiento se hallaba en el más completo y perfecto estado de lucidez. En este notable documento resaltan los sentimientos de la virtud más pura y de la piedad más acendrada. La reina de dos mundos dejó consignado en este último acto de su vida un ejemplo insigne de humildad, mandando que se la enterrara en el convento de San Francisco de Granada, vestida con hábito franciscano, en sepultura baja, y cubierta con una losa llana y sencilla. «Pero quiero y mando, añade, que si el rey mi señor eligiere sepultura en otra qualquier iglesia o monasterio de qualquier otra parte, o lugar destos mis reinos, que mi cuerpo sea allí trasladado y sepultado junto con el cuerpo de su señoría, porque el ayuntamiento que tuvimos viviendo, y que nuestras ánimas espero en la misericordia de Dios tendrán en el cielo, lo tengan y representen nuestros cuerpos en el suelo.» Ordena que se le hagan unas exequias sencillas, sin colgaduras de luto y sin demasiadas hachas, y lo que había de gastarse en hacer un funeral suntuoso se invierta en dar vestidos á pobres. Que se paguen todas sus deudas religiosamente, y satisfechas que sean, se distribuya un millón de maravedís en dotes para jóvenes menesterosas, y otro millón para dotar doncellas pobres que quieran consagrarse al servicio de Dios en el claustro; y destina además ciertas cantidades para vestir a otros doscientos pobres y para redimir de poder de infieles igual número de cautivos.

Manda que se supriman los oficios superfluos de la Real Casa, y revoca y anula las mercedes de ciudades, villas, lugares y fortalezas, pertenecientes a la corona, que había hecho por necesidades e importunidades, y no de su libre voluntad» aunque las cédulas y provisiones lleven la cláusula proprio mota. Pero confirma las mercedes concedidas a sus fieles servidores el marqués y marquesa de Moya (don Andrés de Cabrera y doña Beatriz de Bobadilla, su íntima y constante amiga), y les otorga otras de nuevo. Recomienda y manda a sus sucesores que en manera alguna enajenen ni consientan enajenar nada de lo que pertenece a la corona y real patrimonio, que han de mantener íntegro, haciendo expresa mención de la plaza de Gibraltar, que quiere no se desmembre jamás de la corona de Castilla. Atenta a todo, aun en aquellos momentos críticos, prescribe a los grandes señores y caballeros que de ninguna manera impidan, como lo estaban haciendo algunos, a sus vasallos y colonos apelar de ellos y de sus justicias a la chancillería del reino, pues lo contrario era en detrimento de la preeminencia y suprema jurisdicción real.

Después de varias otras medidas y reformas que dice dejar ordenadas «en descargo de su conciencia» procede a designar por sucesora y heredera de todos sus reinos y señoríos a la princesa doña Juana su hija, archiduquesa de Austria y duquesa de Borgoña, mandando que como tal sea reconocida reina de Castilla y de León después de su fallecimiento. Mas no olvidando la calidad de extranjero de su yerno don Felipe y queriendo prevenir los abusos a que pudieran dar ocasión sus relaciones personales, recomienda, ordena y manda a dichos príncipes sus hijos, que gobiernen estos reinos conforme a las leyes, fueros, usos y costumbres de Castilla, pues de no conformarse a ellos no serían obedecidos y servidos como deberían; «que no confiaran alcaldías, tenencias, castillos ni fortalezas, ni gobernación, ni cargo, ni oficio que tenga en cualquier manera anexa jurisdicción alguna, ni oficio de justicia, ni oficios de cibdades, ni villas, ni lugares de estos mis reinos y señoríos, ni los oficios de la hacienda de ellos ni de la casa y corte... ni presenten arzobispados, ni obispados. ni abadías, ni dignidades, ni otros beneficios eclesiásticos, ni los maestrazgos ni priorazgos, o personas que non sean naturales destos mis reinos, y vecinos y moradores de ellos». Y les manda que mientras estén fuera del reino no hagan leyes ni pragmáticas, «ni las otras cosas que en cortes se deben hacer según las leyes de Castilla.»

Previendo también aquella gran reina el caso de que la princesa su hija no estuviese en estos reinos al tiempo que ella falleciese, o se ausentase después de venir, «o estando en ellos no quisiese o no pudiere entender en la gobernación de ellos» nombra para todos estos casos por único regente, gobernador y administrador de los reinos de Castilla, al rey don Fernando su esposo, en atención a las excelentes cualidades y su mucha experiencia y el amor que siempre se han tenido, hasta que el infante don Carlos, primogénito y heredero de doña Juana y don Felipe, tenga lo menos veinte años cumplidos, y venga a estos reinos para regirlos y gobernarlos. Y suplica al rey su esposo que acepte el cargo de la gobernación, pero jurando antes en presencia de los prelados, grandes, c­balleros y procuradores de las ciudades, por ante notario público que dé testimonio de ello, que regirá y gobernará dichos reinos en bien y utili­dad de ellos, y los tendrá en paz y en justicia, y guardará y conservará el patrimonio real, y no enajenará de él cosa alguna, y mantendrá y hará guardar a todas las iglesias, monasterios, prelados, maestres, órdenes, hidalgos, y a todas las ciudades, villas y lugares los privilegios, franquicias, libertades, fueros y buenos usos y costumbres que tienen de los reyes antepasados Encarga a los dichos sus hijos que amen, honren y obedezcan al rey su padre, así por la obligación que de hacerlo como buenos hijos tienen, «como por ser (añade) tan excelente rey y príncipe, y dotado y insignido de tales y tantas virtudes, como por lo mucho que ha satisfecho y trabajado con su real persona en cobrar estos dichos mis reynos que tan enajenados estaban al tiempo que yo en ellos sucedí......... » y da a los príncipes herederos los más sanos y prudentes consejos para el gobierno de sus súbditos. Continúa designando el orden de sucesión desde doña Juana y su hijo primogénito don Carlos en todos los casos que pudieran sobrevenir conforme a las leyes de Partida, prefiriendo el mayor al menor y los varones a las hembras. Señala al rey su marido la mitad de todas las rentas y productos líquidos que se saquen de los países descubiertos en Occidente, y además diez millones de maravedís al año situados sobre las alcabalas de los maestrazgos de las órdenes militares. Y queriendo dejar a él y al mundo un testimonio de su constante amor conyugal, añade esta tierna cláusula: «Suplico al rey mi señor que se quiera servir de todas las joyas y cosas, o de las que a su señoría más agradaren; porque viéndolas pueda haber más continua memoria del singular amor que de su señoría siempre tuve; y aun porque siempre se acuerde de que ha de morir, y que le espero en el otro siglo; y con esta memoria pueda mas santa y justamente vivirá»

Vuelve a acordarse de sus iglesias y de sus pobres, y todavía previene lo siguiente: «Cumplido este mi testamento mando que todos los otros mis bienes muebles que quedaren se den a iglesias y monasterios para las cosas necesarias al culto divino del Santo Sacramento, así como para custodia y ornamento del Sagrario... y asi mismo se den a hospitales, y pobres de mis reinos, y a criados mios, si algunos hobiese pobres, como a mis testamentarios paresciere.» Los testamentarios que dejaba nombrados eran, el rey, el arzobispo de Toledo Cisneros, los contadores mayores A­tonio de Fonseca y Juan Velázquez, el obispo de Palencia Fr. Diego de Deza, confesor del rey, y el secretario y contador Juan López de la Garraga; pero dando plena facultad al rey y al arzobispo para proceder en unión con cualquiera de los otros.

Hemos notado las principales disposiciones contenidas en el célebre testamento de la Reina Católica, para que se vea con cuán admirable solicitud atendía aquella ilustre princesa hasta en sus últimos momentos a las cosas del gobierno, al orden, a la justicia, al bienestar de sus súbditos; sus sentimientos de acendrada piedad y beneficencia; su tierno amor a su esposo; el afecto a sus amigos y leales servidores; su humildad y modestia; y aquella prudencia, aquella política previsora de que había dado constantes muestras en el discurso de su vida.

Y todavía no se contentó con esto. Entre su testamento y su muerte trascurrió aún mes y medio, y en este período, que puede llamarse de agonía, su espíritu admirablemente entero y firme recordó otros asuntos de gobierno que quiso dejar ordenados, y tres días antes de morir otorgó un codicilo (23 de noviembre), dictando diversas disposiciones y providencias. Entre ellas las más notables e importantes son, la de dejar encargado al rey y a los príncipes sus sucesores que nombraran una junta de letrados y personas doctas, sabias y experimentadas, para que hiciesen una recopilación de todas las leyes y pragmáticas del reino y las redujeran a un solo cuerpo, donde estuvieran más breve y compendiosamente compiladas, «ordenadamente por sus títulos, por manera que con menos trabajo se puedan ordenar é saber:» pensamiento que había tenido siempre, y que por muchas causas no había podido realizar. Otra de ellas se refería a la reforma de los monasterios, y mandaba se viesen los poderes de los reformadores y conforme a ellos se les diese favor y ayuda, y no más.

Otra de las providencias que más honran a la reina Isabel, y que es de lamentar no se cumpliese, siquiera por haber sido dictada en el artículo de la muerte, fue la relativa al trato que se había de dar a los naturales del Nuevo Mundo. Sobre esto encargaba y ordenaba al rey y a los príncipes sus sucesores, que pusieran toda la diligencia para no consentir ni dar lugar á que los naturales y moradores de las Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, recibiesen agravio alguno en sus personas y bienes, sino que fuesen bien y justamente tratados, y si algún agravio hubiesen ya recibido, que lo remediasen y proveyesen.

¡Admirable mujer, que al tiempo de rendir su espíritu se acuerda de los habitantes de otro hemisferio, y no se despide de la tierra sin dejar consignado que es una obligación de humanidad y de justicia tratar benignamente a los infelices indios! ¡Cuán mal se habían de cumplir con aquellas razas desventuradas las benéficas intenciones y mandatos de la piadosa Isabel!

Su conciencia abrigaba algunas dudas acerca de la legalidad del impuesto de la alcabala, y manda a sus herederos y testamentarios que con una junta de personas de ciencia y conciencia averigüen bien y examinen cómo y cuándo y para qué se impuso aquel gravamen, si fue temporal o perpetuo, si hubo o no libre consentimiento de los pueblos, y si se ha extendido a más de lo que fué puesto en un principio; y vean si justamente se pueden perpetuar y cobrar tales rentas sin ser fatigados y molestados sus súbditos, dándolas por encabezamientos a los pueblos, o si se pueden moderar, o tal vez suprimir para que no sufran vejaciones y molestias; «y si nescesario fuere (añade), hagan luego juntar cortes, y den en ellas orden qué tributos se deban justamente imponer en los dichos mis reinos para sustentación del dicho Estado Real dellos, con beneplácito de los dichos mis reinos, para que los reyes que después de mis dias en ellos reinasen lo puedan llevar justamente».

Tales fueron los últimos actos de gobierno de esta magnánima reina, ordenados en el lecho y en las vísperas de la muerte.

A pesar de la prolongación de su enfermedad y del convencimiento de que no había humano remedio para ella, el pueblo no podía resignarse con la idea de ver desaparecer el benéfico genio que tantos años había velado por su felicidad y bienestar. Isabel, arreglados sus negocios temporales, no pensó ya más que en aprovechar el breve plazo que le quedaba para dar cuenta a Dios de sus obras, bien que toda su vida hubiera sido una continua preparación para la muerte. Recibió, pues, los sacramentos de la Iglesia con aquella fe y aquella tranquilidad cristiana que es símbolo de la beatitud. Cuéntase que para recibir el óleo santo de la Extremaunción no consintió que se le descubrieran los pies, llevando en el último trance el recato y el pudor al extremo que había acostumbrado toda su vida. Finalmente, el miércoles 26 de noviembre (1504), poco antes de la hora del mediodía pasó a gozar de las delicias eternas de otra mejor vida la que tantos beneficios había derramado en este mundo entre los hombres. Se hallaba en los cincuenta y cuatro años de su edad, y era el treinta de su reinado. Nunca sin duda con más razón vertió el pueblo español lágrimas de dolor y de desconsuelo.

No extrañamos que un hombre como el ilustrado Pedro Mártir de Angleria, que acompañó tanto tiempo aquella magnánima reina, y conoció de cerca su bondad y sus virtudes, y se halló presente en su muerte, escribiera en aquellos momentos afectado y transido de dolor: «La pluma se me cae de las manos, y mis fuerzas desfallecen a impulsos del sentimiento: el mundo ha perdido su ornamento más precioso, y su pérdida no sólo deben llorarla los españoles, a quienes tanto tiempo había llevado por la carrera de la gloria, sino todas las naciones de la cristiandad, porque era el espejo de todas las virtudes, el amparo de los inocentes y el freno de los malvados: no sé que haya habido heroína en el mundo, ni en los antiguos ni en los modernos tiempos, que merezca ponerse en cotejo con esta incomparable mujer»

Con arreglo a su testamento tratóse seguidamente de trasladar sus restos mortales á Granada. Al día siguiente una numerosa y lúgubre comitiva, compuesta de prelados, de grandes caballeros y de personas distinguidas de todas las profesiones, salió de Medina del Campo, lugar del fallecimiento de aquella inolvidable reina. Las lluvias que sobrevinieron a poco de la salida pusieron intransitables los caminos. El cielo parecía haberse-cubierto de luto, puesto que todo el tiempo de aquel trabajoso viaje no alumbró el sol la procesión funeral. Los ríos y los torrentes inundaban los campos; y hombres, caballos y muías se inutilizaban o perecían en los barrancos y en los valles. Después de mil penalidades y trabajos llegó al fin el triste cortejo con el precioso y venerando depósito al lugar de su destino (18 de diciembre), y los inanimados restos de la heroica conquistadora de Granada descansaron, en cumplimiento de su última voluntad, en el convento de San Francisco de la Alhambra, «a la sombra, como dice un elocuente escritor, de aquellas venerables torres musulmanas, y en el corazón de la capital que con su noble constancia había recobrado para su reino»

«Su urna, dice con más laudable entusiasmo que gusto de estilo el autor de las Memorias de las Reinas Católicas, debe ser adornada con extraordinarios relieves. Ruecas, Abujas y Lanzas se pueden hermanar en la que de tal suerte manejó las unas, que no supo desairar las otras. Cruces, Mitras y Cetros debes poner por blasón en la que militaba en sus conquistas por la fe; en la que empeñó su poder por restablecer la disciplina de la Iglesia; en la que fué irreconciliable enemiga de la superstición. No quisiera te distrajeses a formar inscripción de la nobleza de sus ascendientes: di que sabemos los padres; pero no de quién heredó la heroicidad del ánimo. Manda hacer un gran plano de mármol en la frente de su urna para esculpir el epitafio; pero no te fatigues en discurrir elogios. Yo daré la inscripción. En toda esa gran tabla no has de esculpir mas que esto: ISABEL LA CATÓLICA. Pero puedes añadir lo que el Sabio dijo de la temerosa de Dios: Ipsa Laudabitur: por sí misma será ella alabada»

 

 

CAPÍTULO XX

REGENCIA DE FERNANDO

De 1504 a 1506