LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO LII ( 52)
MUERTE DE LA REINA ISABEL
1504
En tanto que allá en el otro hemisferio
seguían descubriéndose nuevas regiones y agregándose a la corona de Castilla, y
que en el centro de Europa se incorporaba a la corona de Aragón un reino
importante, debidas aquéllas al talento y a la ciencia de Cristóbal Colón,
debido éste a la inteligencia y a la espada de Gonzalo de Córdoba, para venir
aquéllas y éste a ser regidos por un mismo cetro; en tanto que la España,
marchando por la vía de la prosperidad y de la gloria, se colocaba la primera
en extensión y en poder entre las naciones del mundo, amenazábale a esta misma nación una terrible desventura, una pérdida irreparable, la
pérdida de quien así la conducía por el camino de la gloria, de la felicidad y
del engrandecimiento, y que valía más que todas las materiales adquisiciones.
La reina Isabel sufría física y moralmente.
Los trabajos, las fatigas, las inquietudes, la continua movilidad, el asiduo
afán del gobierno, el ejercicio incesante de cuerpo y de espíritu habían
debilitado su naturaleza y quebrantado su salud. Los padecimientos morales, las
amarguras y sinsabores producidos por las desgracias e infortunios de familia,
tenían lacerado su tierno corazón, y las penas del alma agravaban visiblemente
las dolencias del cuerpo. Porque en medio de aquella serie de venturosos
acontecimientos con que el cielo remuneraba largamente la constancia y la fe
del pueblo español y las virtudes de los Reyes Católicos, la Providencia
parecía haberse propuesto también poner a prueba la fortaleza y la resignación
cristiana de Fernando e Isabel, derramando sobre ellos la copa de los más
amargos pesares, arrebatándoles las prendas más queridas de su corazón, los
hijos de sus entrañas. Isabel, más delicada por su sexo, y también más
afectuosa y más sensible por temperamento que Fernando, veía decaer sus fuerzas
al peso de tanto dolor. De entre las pérdidas de familia de que hemos dado
cuenta, la que la afectó más profundamente y abatió más su espíritu fue la del
príncipe don Juan, espejo del amor de sus padres y esperanza de todos los
españoles. Aun no estaban enjutos los ojos de aquella madre cariñosa, cuando la
muerte de su mayor y más querida hija Isabel vino a acabar de traspasar como un
agudo dardo su afligido pecho. Y por si el vaso del dolor no estaba bastante
lleno, plúgole á Dios colmarle privando del aliento
antes de nacer al fruto de amor que la viuda del príncipe don Juan llevaba en
su seno, y llevando desde la cuna al cielo al tierno príncipe don Miguel que
había de haber heredado tres tronos, único vástago de la princesa Isabel que hubiera
podido servir de consuelo y templar algún tanto el dolor de su atribulada
abuela.
Así iba la tierna y virtuosa reina de Castilla
viendo desaparecer prematuramente aquellos hijos que tanto amaba y á cuya
educación había consagrado tantos desvelos. Las demás hijas, enlazadas con
extranjeros príncipes, en Flandes, en Portugal y en Inglaterra, separadas de su
lado, no podían ni aliviarla ni asistirla en sus males. Sólo la princesa doña
Juana, casada con el archiduque Felipe de Austria, fue la que, llamada a heredar
la doble corona de Castilla y Aragón, vino de Flandes a España en compañía del
duque de Borgoña su esposo (enero, 1502). Venida fue esta que la reina Isabel
esperaba habría de servirle de bálsamo, y sólo le sirvió de continuo torcedor y
suplicio. Grandes y suntuosos preparativos se habían hecho para su
recibimiento; la nación celebró su llegada con regocijos y fiestas públicas, y
Fernando e Isabel tuvieron la satisfacción de estrechar en sus brazos a su hija
y a su yerno.
En otra parte dijimos ya con cuánto gusto
habían sido jurados en Castilla, y con cuán extraña facilidad habían sido
reconocidos en Aragón herederos de las dos respectivas coronas y monarquías.
Tenían ya doña Juana y don Felipe un hijo varón, el príncipe Carlos, nacido en
Gante en 24 de febrero de 1500 (1), y además a la vuelta de Aragón a Castilla dio
a luz doña Juana en Alcalá de Henares su segundo hijo varón, el príncipe
Fernando (10 de marzo, 1503).
Mas ya antes de este último suceso habían
conocido los reyes de España, bien a pesar suyo, el carácter ligero, veleidoso
y frívolo del archiduque, su tendencia a la vida disipada, su aversión a las
ocupaciones graves, su indiferencia hacia su esposa, y los sinsabores con que
había de mortificarlos en vez de las satisfacciones que de él esperaban. Su
precipitado regreso a Flandes por el reino de Francia, de que en otro lugar
dimos también cuenta, contra el dictamen y la voluntad del rey y de su consejo,
dejando a su mujer en cinta y a su madre enferma, sin oír los amorosos ruegos
de la una ni las sentidas reflexiones y tiernas quejas de la otra, acabó de
confirmarlos en la poca felicidad que podían prometerse de su inconsiderado
yerno.
Mas no era esto lo peor todavía. Tan
indiferente y esquivo como era don Felipe con su esposa, ya por las
distracciones del príncipe, ya por el poco aliciente que le ofrecieran las
dotes físicas de doña Juana, con quien la naturaleza no se había mostrado
pródiga en atractivos, tan extremado y ciego era el amor de doña Juana al
archiduque, amor que convertía en delirio la pasión de los celos, a que él por
desgracia daba sobrado pábulo.
Pronto se empezaron a notar en doña Juana
síntomas de no tener sana su razón ni cabal su juicio. Desde el momento de la
partida de su esposo manifestó un deseo vehemente é irresistible de ir a
buscarle y acompañarle, sin que fuera posible apartar ni distraer de esta idea
su pensamiento. Desconsolaba a la reina Isabel el estado de trastorno y perturbación
que observaba en su hija, y agravábanse con esto sus
padecimientos y dolencias. Procuraba entretenerla blandamente, por lo menos
hasta que volviera el rey Fernando de la guerra en que entonces se hallaba por
Cataluña y Rosellón. La noticia de la victoria de Fernando en el sitio de
Salsas fue recibida por su hija con indiferencia y con desdén, y como con una
completa insensibilidad. Encerrada en Medina del Campo, donde de orden de la
reina había sido trasladada desde Segovia, no pensaba sino en disponer su
partida para reunirse con su esposo. Recelando la reina que quisiese emprender
el viaje sin su anuencia ni conocimiento, encargó al obispo Fonseca que la
vigilase y procurase mañosamente detenerla, ofreciéndole que tan pronto como el
rey su padre viniese, ella iría a Medina a acompañarla. Mas no hubo persuasión
ni remedio que alcanzara a contenerla. Una tarde se salió sola y a pie hasta la
última puerta del castillo de la Mota, resuelta a emprender la marcha por
tierra o por mar, por donde pudiese. Gracias a que sus guardadores llegaron a
tiempo de cerrarle la puerta y levantar el puente levadizo, pudo evitarse su
evasión aquel día. La trastornada princesa se vengó en sí misma, pasando
aquella noche y la siguiente en la barrera a la intemperie, sin admitir
resguardo alguno contra el frío (era ya el mes de noviembre, 1503), y sin que
bastasen las exhortaciones del obispo a convencerla a que se mudase de aquel
lugar y se recogiese. Avisada la reina Isabel, a quien su enfermedad no
permitía salir de Segovia, de los caprichosos delirios de su hija, despachó a
Medina primeramente a don Enrique Enríquez su tío, después al arzobispo de
Toledo, los cuales pudieron lograr de doña Juana que por lo menos se albergase
para pasar la noche en una miserable cocina que estaba inmediata, mas con mucha dificultad se la reducía a tomar algún sustento.
En tan lamentable estado la halló su afligida
madre la reina Isabel, que no obstante la enfermedad que la aquejaba no pudo
resistir a los impulsos del amor maternal, y desde Segovia pasó, aunque con
mucho trabajo, a Medina en alas del deseo y del afán de aliviar la suerte de su
desgraciada hija. Con todo el ascendiente de madre apenas pudo recabar de doña
Juana que volviese a subir a los aposentos del castillo.
Las almas sensibles comprenderán bien, y más
las que hayan probado los profundos y delicados afectos de la paternidad, cuán
hondamente herido quedaría el corazón de aquella grande y piadosa reina al
convencerse del completo desorden en que se hallaban las facultades
intelectuales de su hija. Sufría como madre al ver la desventura de la misma a
quien había dado el ser, y sufría como reina al contemplar a qué manos iba a
quedar encomendada la suerte del pueblo español. Algo se alivió la desgraciada
princesa con los cuidados tiernos de una madre, pero fue para caer después en
estado de mayor debilidad. Constante y fija en su idea de marchar a Flandes a
reunirse con su esposo, fue ya indispensable darle gusto, y como medida que
evitara acaso una catástrofe lastimosa se determinó trasladarla a Flandes
embarcándola en Laredo en la primavera de 1504. Con el corazón lacerado se
despidió la reina Isabel de su desventurada hija, para no verla ya más, y lo que
fue peor, para recibir noticias que habían de acabar de sumirla en la más
profunda aflicción y tristeza.
No habían trascurrido aún tres meses, cuando
ya se recibieron las más desagradables nuevas del trato que el archiduque daba a
su esposa, y de las escenas a que los devaneos de don Felipe y la
sobrexcitación de doña Juana, exacerbada por los celos, daba ocasión, «en
términos de ser la princesa española grosera y descortésmente tratada, y de
producir serios escándalos.» A poco tiempo de esto enfermó el rey Fernando de
fiebre, y todo contribuía a agravar los padecimientos de la sensible reina, que
iban ya inspirando cuidado. Al fin el rey venció la enfermedad y se restableció,
mientras la salud de la reina iba empeorando de día en día; siendo lo admirable
que en medio de la postración y quebranto del cuerpo conservase el espíritu
bastante fuerte para atender con viva solicitud al bien de sus súbditos, para
dar audiencias, oír consultas, recibir embajadas, informarse de los negocios
más graves, dar providencias en todos los asuntos, y seguir en una palabra
gobernando el reino desde el lecho del dolor.
A medida que desfallecían las fuerzas físicas
parecía que cobraban vigor las facultades del alma. El pueblo no cesaba de
dirigir preces a Dios por la salud de su soberana: hacíanse procesiones por las calles, peregrinaciones a los santuarios, rogativas
públicas en todos los templos. La reina, que veía acercarse el término de sus
días y no abrigaba esperanza alguna de restablecimiento, solía decir a los que
la rodeaban que no rogaran a Dios por su vida, sino por la salud de su alma.
En 12 de octubre (1504) otorgó su testamento,
cuya extensión, así como las muchas y graves materias sobre que da sus últimas
disposiciones, demuestran que su entendimiento se hallaba en el más completo y
perfecto estado de lucidez. En este notable documento resaltan los sentimientos
de la virtud más pura y de la piedad más acendrada. La reina de dos mundos dejó
consignado en este último acto de su vida un ejemplo insigne de humildad,
mandando que se la enterrara en el convento de San Francisco de Granada,
vestida con hábito franciscano, en sepultura baja, y cubierta con una losa
llana y sencilla. «Pero quiero y mando, añade, que si el rey mi señor eligiere
sepultura en otra qualquier iglesia o monasterio de qualquier otra
parte, o lugar destos mis reinos, que mi cuerpo sea allí trasladado y sepultado junto
con el cuerpo de su señoría, porque el ayuntamiento que tuvimos viviendo, y que nuestras ánimas espero en la misericordia de Dios tendrán en el cielo, lo tengan y representen nuestros
cuerpos en el suelo.» Ordena que se le hagan unas exequias sencillas, sin
colgaduras de luto y sin demasiadas hachas, y lo que había de gastarse en hacer
un funeral suntuoso se invierta en dar vestidos á pobres. Que se paguen todas
sus deudas religiosamente, y satisfechas que sean, se distribuya un millón de
maravedís en dotes para jóvenes menesterosas, y otro millón para dotar
doncellas pobres que quieran consagrarse al servicio de Dios en el claustro; y
destina además ciertas cantidades para vestir a otros doscientos pobres y para
redimir de poder de infieles igual número de cautivos.
Manda que se supriman los oficios superfluos
de la Real Casa, y revoca y anula las mercedes de ciudades, villas, lugares y
fortalezas, pertenecientes a la corona, que había hecho por necesidades e
importunidades, y no de su libre voluntad» aunque las cédulas y provisiones
lleven la cláusula proprio mota. Pero confirma las mercedes concedidas a sus fieles
servidores el marqués y marquesa de Moya (don Andrés de Cabrera y doña Beatriz
de Bobadilla, su íntima y constante amiga), y les otorga otras de nuevo.
Recomienda y manda a sus sucesores que en manera alguna enajenen ni consientan
enajenar nada de lo que pertenece a la corona y real patrimonio, que han de
mantener íntegro, haciendo expresa mención de la plaza de Gibraltar, que quiere
no se desmembre jamás de la corona de Castilla.
Atenta a todo, aun en aquellos momentos críticos, prescribe a los grandes
señores y caballeros que de ninguna manera impidan, como lo estaban haciendo
algunos, a sus vasallos y colonos apelar de ellos y de sus justicias a la
chancillería del reino, pues lo contrario era en detrimento de la preeminencia
y suprema jurisdicción real.
Después de varias otras medidas y reformas que
dice dejar ordenadas «en descargo de su conciencia» procede a designar por
sucesora y heredera de todos sus reinos y señoríos a la princesa doña Juana su
hija, archiduquesa de Austria y duquesa de Borgoña, mandando que como tal sea
reconocida reina de Castilla y de León después de su fallecimiento. Mas no
olvidando la calidad de extranjero de su yerno don Felipe y queriendo prevenir
los abusos a que pudieran dar ocasión sus relaciones personales, recomienda,
ordena y manda a dichos príncipes sus hijos, que gobiernen estos reinos
conforme a las leyes, fueros, usos y costumbres de Castilla, pues de no
conformarse a ellos no serían obedecidos y servidos como deberían; «que no
confiaran alcaldías, tenencias, castillos ni fortalezas, ni gobernación, ni
cargo, ni oficio que tenga en cualquier manera anexa jurisdicción alguna, ni
oficio de justicia, ni oficios de cibdades, ni villas, ni lugares de estos mis
reinos y señoríos, ni los oficios de la hacienda de ellos ni de la casa y corte... ni presenten arzobispados, ni obispados. ni abadías,
ni dignidades, ni otros beneficios eclesiásticos, ni los maestrazgos ni
priorazgos, o personas que non sean naturales destos mis reinos, y vecinos y moradores de ellos».
Y les manda que mientras estén fuera del reino no hagan leyes ni pragmáticas,
«ni las otras cosas que en cortes se deben hacer según las leyes de Castilla.»
Previendo también aquella gran reina el caso
de que la princesa su hija no estuviese en estos reinos al tiempo que ella
falleciese, o se ausentase después de venir, «o estando en ellos no quisiese o no pudiere entender en la gobernación de ellos» nombra para todos estos casos por único regente,
gobernador y administrador de los reinos de Castilla, al rey don Fernando su
esposo, en atención a las excelentes cualidades y su
mucha experiencia y el amor que siempre se han tenido, hasta que el infante
don Carlos, primogénito y heredero de doña Juana y don Felipe, tenga lo menos
veinte años cumplidos, y venga a estos reinos para
regirlos y gobernarlos. Y suplica al rey su esposo que acepte el cargo de la
gobernación, pero jurando antes en presencia de los prelados, grandes,
cballeros y procuradores de las ciudades, por ante notario público que dé
testimonio de ello, que regirá y gobernará dichos reinos en bien y utilidad de
ellos, y los tendrá en paz y en justicia, y guardará y conservará el patrimonio
real, y no enajenará de él cosa alguna, y mantendrá y hará guardar a todas las iglesias, monasterios, prelados, maestres,
órdenes, hidalgos, y a todas las ciudades, villas y
lugares los privilegios, franquicias, libertades, fueros y buenos usos y
costumbres que tienen de los reyes antepasados Encarga a los dichos sus hijos que amen, honren y obedezcan al rey su padre, así por la
obligación que de hacerlo como buenos hijos tienen, «como por ser (añade) tan
excelente rey y príncipe, y dotado y insignido de
tales y tantas virtudes, como por lo mucho que ha satisfecho y trabajado con
su real persona en cobrar estos dichos mis reynos que
tan enajenados estaban al tiempo que yo en ellos sucedí......... » y da a
Con arreglo a su testamento tratóse seguidamente de trasladar sus restos mortales á Granada. Al día siguiente una numerosa y lúgubre
comitiva, compuesta de prelados, de grandes caballeros y de personas
distinguidas de todas las profesiones, salió de Medina del Campo, lugar del
fallecimiento de aquella inolvidable reina. Las lluvias que sobrevinieron a poco de la salida pusieron intransitables los caminos. El
cielo parecía haberse-cubierto de luto, puesto que todo el tiempo de aquel
trabajoso viaje no alumbró el sol la procesión funeral. Los ríos y los
torrentes inundaban los campos; y hombres, caballos y muías se inutilizaban o perecían en los barrancos y en los valles. Después de
mil penalidades y trabajos llegó al fin el triste cortejo con el precioso y
venerando depósito al lugar de su destino (18 de diciembre), y los inanimados
restos de la heroica conquistadora de Granada descansaron, en cumplimiento de
su última voluntad, en el convento de San Francisco de la Alhambra, «a la sombra, como dice un elocuente escritor, de aquellas
venerables torres musulmanas, y en el corazón de la capital que con su noble
constancia había recobrado para su reino»
CAPÍTULO XXREGENCIA DE FERNANDODe 1504 a 1506
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