LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO L (50) GUERRAS DE ITALIA
GONZALO DE CÓRDOBA EN NAPOLES.
Menester era no conocer absolutamente el
corazón humano para esperar que el famoso tratado de partición del reino de
Nápoles entre Francia y España fuese una prenda de paz y amistad entre los dos
monarcas y las dos naciones, y no un germen funesto y un manantial fecundo de
envidias y rivalidades, de tentaciones y abusos, de quejas y reclamaciones, de
rompimientos, en fin, y de guerras entre los dos pueblos, de que habían de
participar los Estados de la desdichada Italia, centro y teatro en que habían
de debatirse las discordias.
Faltábanle al famoso convenio todos los elementos que
pudieran darle prendas de seguridad. Los principios de justicia no habían sido
ni el móvil ni la base de la distribución, y el derecho entre tres
contendientes le fallaron dos de las partes interesadas, sacrificando a la
tercera sin oírla. La buena fe que presidiera a la repartición por parte de
ambos monarcas podía suponerse, dado que los sucesos no la hubieran puesto en
evidencia tan pronto. Provincias hermanas eran separadas violentamente y agregadas
a pueblos que se regían por distintas leyes y tenían diferentes costumbres.
Tropas hasta entonces enemigas se veían en contacto y a la presencia de los
tentadores despojos que sus soberanos se habían repartido, y cuyos límites no
se cuidaban ellas de deslindar. Y como si no bastasen estos elementos de
discordias, habían quedado, o por descuido o de propósito, vaga y confusamente
designadas, en el tratado nada menos que tres provincias, el Principado, la Capitanata y la Basilicata, que era natural intentase cada
cual aplicar después a su dominio, como así aconteció.
Desde luego comenzaron las pretensiones de
Luis XII a la Capitanata, que de cierto no estaba
comprendida en su partida, so pretexto de que sus provincias valían menos que
las del Rey Católico; los soldados franceses por su parte se intrusaban en las
plazas de la Pulla, y las ocupaban como si perteneciesen a su soberano. A
reprimir estas invasiones volvió Gonzalo de Córdoba su atención tan pronto como
sometió a Tarento y a Manfredonia, que se rindió en
seguida a sus oficiales. No conviniendo a Gonzalo romper inmediatamente la
guerra con los franceses, por el número mucho mayor de fuerzas con que éstos
contaban en Italia, acordó verse y conferenciar con el duque de Nemours su
general en jefe: mas de las pláticas que los dos
caudillos celebraron en la ermita de San Antonio entre Atella y Molfi, lejos de resultar avenencia, no se obtuvo
otra solución que la de remitir a la fuerza o a, la fortuna de las armas la
parte que cada uno pudiera ocupar del territorio disputado, con lo cual la
desgraciada Italia se vio condenada a ver reproducidas en su suelo las antiguas
guerras de las casas de Aragón y de Anjou.
Franceses y españoles se culpaban mutuamente
de haber llevado las cosas a aquel término. Pero evidentemente habían sido
aquéllos los primeros a invadir y a apoderarse de las posesiones adjudicadas a
España por el tratado. Por otra parte, sin negar nosotros las miras ulteriores
que don Fernando el Católico abrigara respecto a la dominación de Nápoles, en
esta ocasión fue el monarca francés quien se mostró más codicioso, más
descontentadizo y más agresor. En sus quejas de desigualdad, y en sus
pretensiones de indemnización, harto hacía el Rey Católico en darle a elegir
dos medios: o remitir la disputa al fallo arbitral del papa y del colegio de
cardenales, o trocar entre sí la partición que tenían hecha. Ni a lo uno ni a
lo otro se avino Luis XII, y no podía exigirse más de Fernando. Pero lo que
prueba más que todo de parte de quién podía estar la culpabilidad del
rompimiento, es la poca fuerza que el monarca español tenía a la sazón en
Italia, comparada con la del francés, lo desprevenido que aquél se hallaba para
la guerra, y los medios amistosos y pacíficos que intentó Gonzalo para evitarla.
Por estas mismas razones, y por encontrarse
además las tropas españolas no bien pagadas ni vestidas, el Gran Capitán se
limitó, mientras daba lugar a recibir refuerzos y recursos, a concentrar los
pequeños destacamentos que tenía diseminados por la Calabria, y habiéndolos
reunido primeramente en Atella, allí donde antes
había sido aclamado con el título de Gran Capitán, tuvo por prudente retirarse
con la mayor parte de sus fuerzas a Barletta, plaza
fuerte en los confines de la Pulla a orillas del Adriático, distribuyendo el
resto de su gente en los inmediatos puntos de Bari, Andria,
Canosa y otros lugares. Era virrey de Nápoles y general en jefe del ejército
francés el duque de Nemours, de la antigua casa de Armagnac:
el segundo en el mando, aunque el primero en inteligencia, en mérito y en
reputación, era el veterano Aubigny: contábanse además otros ilustres y esforzados caballeros
franceses, entre ellos Luis de Ars; Ivo de Alegre,
hermano del famoso Precy; Jacobo de Chavannes, señor de la Paliza, favorito de Luis XII; y el
terrible Bayard, «el caballero sin miedo y sin tacha»
Después de algunas vacilaciones entre los malavenidos
caudillos franceses sobre la dirección que se había de dar a la guerra,
determinó el duque de Nemours bloquear á Barletta,
tomando antes a Canosa, plaza que defendía con seiscientos hombres escogidos el
esforzado Pedro Navarro. Este bizarro español, después de haber rechazado dos
asaltos dirigidos por Bayard y los principales caballeros franceses, capituló
por mandato del Gran Capitán, obteniendo tan ventajosas condiciones, que con un
puñado de la gente que le había quedado, salió con banderas desplegadas y
tambor batiente por en medio del campo enemigo gritando sus soldados: ¡Viva
España! Aubigny fué destinado a ocupar las Calabrias, donde en otro
tiempo había hecho la guerra, y Nemours se propuso estrecharla guarnición de Barletta y privarla de recursos devastando los campos vecinos.
Para inquietar a los franceses en tanto que le llegaban refuerzos, apeló
Gonzalo de Córdoba al sistema que con tan buen éxito había ensayado en Granada,
de las salidas y ataques repentinos, de las emboscadas, de las escaramuzas en
guerrilla y otras operaciones irregulares, con que mortificaba a los franceses,
no acostumbrados a esta táctica singular, les arrancaba el botín y les diezmaba
sus destacamentos. Daba esto ocasión a diarios combates parciales, los cuales
fueron convirtiéndose en célebres desafíos que dieron una fisonomía enteramente
caballeresca a esta campaña.
Confesaban los franceses que los españoles
eran tan buenos como ellos peleando a pie; pero añadían que sus jinetes
llevaban mucha ventaja a los nuestros. Negaban esto último los españoles, y el
altercado vino a parar en un mensaje que aquéllos enviaron a Barletta diciendo, que pues ellos querían mostrar al mundo
quiénes eran, proponían un combate de once caballeros franceses con otros
tantos españoles. Aceptaron los nuestros el reto: señalóse día y lugar para el combate, que fue el 20 de setiembre (1502) bajo los muros
de Trani, campo neutral que cedieron los venecianos. Escogiéronse los campeones españoles, entre los cuales se
contaban el valeroso Diego de Vera y el forzudo Diego García de Paredes, que
hallándose con tres heridas en la cabeza no quiso faltar a aquel lance de
honor. Dióseles por padrino á Próspero Colona, el
segundo del ejército español, y el Gran Capitán los llamó a todos a su
presencia, y los arengó exhortándolos a pelear como buenos y a ayudarse
lealmente unos a otros. Entre los paladines franceses se señalaba el caballero
Bayard. El día designado se presentaron en la liza unos y otros armados de
punta en blanco y en caballos cubiertos con primorosos jaeces. Los padrinos les
dividieron el sol, y dada por las trompetas la señal del combate, arremetieron
con igual furia los combatientes. En el primer encuentro derribaron los
españoles cuatro franceses, matándoles los caballos. En el segundo cayó un
español, y asaltado por los cuatro franceses de a pie, le fue forzoso rendirse.
Otro francés cayó del caballo sin vida, y otro se rindió también a su
contrario. Mezcláronse todos los combatientes, y estremeciéronse los espectadores al ver correr la sangre de
unos y otros por entre las armas. En esta confusa refriega sólo dos franceses
quedaron montados; uno de ellos era el caballero Bayard. Pero éstos,
atrincherándose detrás de los caballos muertos esperaron a sus contrarios,
cuyos corceles espantados a la vista de los cadáveres se resistían a entrar.
«Apeaos, les gritaba García de Paredes, y pelead a pie, ya que a mí no me
dejan las heridas que en la cabeza tengo.» Y quiso arremeter él solo, pero
herido su caballo, tuvo que retirarse para no caer entre ellos.
Se había puesto ya el sol, y los franceses movían
partido diciendo que todos podían salir como buenos del campo, puesto que
confesaban haberse equivocado en no tener a los españoles por tan diestros
caballeros como ellos. Inclinábanse todos a aceptar
el partido, menos García de Paredes que opinaba ser mengua no acabar de vencer a
aquellos hombres ya medio rendidos. Y enojado de que no se siguiera su
dictamen, habiendo perdido ya las armas, echó mano a las piedras que servían
para señalar el término del palenque y comenzó a lanzarlas sobre los franceses.
«Parece al leer esto, dice el biógrafo del Gran Capitán, que se ven las luchas
de los héroes en Homero y Virgilio, cuando rotas las lanzas y las espadas,
acuden a herirse con aquellas enormes piedras, que el esfuerzo de muchos no
podía mover de su sitio.» Admitióse, por fin, después
de cinco horas de combate el partido que los franceses volvieron a ofrecer. Así
lo aconsejó Próspero Colona, diciendo que el honor español quedaba satisfecho. Apeáronse todos, se canjearon los rendidos, los jueces
declararon que todos eran buenos caballeros, habiendo mostrado los españoles
más esfuerzo y los franceses más constancia, y cada cual se volvió a su campo.
No satisfizo, sin embargo, al Gran Capitán el éxito del combate, pues hubiera
querido que los suyos hubieran acabado de vencer a los contrarios. El honrado
Diego de Paredes, a pesar de haber sido el que en la lid se opuso tan
tenazmente a transigir con los enemigos, tomó entonces con loable generosidad
la defensa de sus compañeros, y expuso a Gonzalo que harto habían hecho en
hacer confesar a los franceses públicamente que los españoles eran tan buenos
caballeros como ellos. Por mejores os envié yo, replicó fríamente el Gran
Capitán, y puso término a las contestaciones.
Repetíanse frecuentemente estos retos y estas luchas
particulares, ya de uno a uno, ya de tantos a tantos, hasta que cansados los
franceses llegaron a esquivar las contiendas y a faltar a ellas, o a responder
que de ejército a ejército se verían. Pero hubo un desafío, notable por sus circunstancias,
y en que la víctima merecida fue un español. Un oficial llamado Alonso de
Sotomayor había sido hecho prisionero en guerra por el caballero Bayard, el
cual le tuvo en el castillo de Monervino, tratándole
con toda consideración, y bajo la sola garantía de su palabra. El español, después
que recobró su libertad, fue publicando que le había tratado inhumanamente. El
pundonoroso Bayard le desmintió, retándole a que probara lo contrario en
singular combate, y Gonzalo de Córdoba le obligó a aceptarle so pena de
castigarle como calumniador. Tuvo, pues, que salir al campo, escogiendo pelear a
pie, por las circunstancias que en los dos contendientes concurrían. El español
era alto, robusto y vigoroso; el francés pequeño de cuerpo, y se hallaba
debilitado por unas cuartanas de que aun no estaba
restablecido. Ambos entraron en el palenque armados de espada y daga, cubiertos
de acero y con las viseras alzadas. Sotomayor se
propuso aturdir a su contrario golpeándole atropelladamente; Bayard, más ágil y
más diestro, burlaba los golpes de su enemigo, y consiguió herirle en un ojo:
furioso el español alzó su robusto brazo para descargarle sobre su rival, pero
éste aprovechó el movimiento para clavarle la daga en la parte que dejaba
descubierta la juntura de la gola; la sangre corrió a borbotones, y Sotomayor
cayó muerto. Cuando los jueces adjudicaron la gloria del combate a Bayard, el
caballero sin tacha mandó callar las músicas y se retiró sin jactancia diciendo
que hubiera deseado que la lucha no tuviese tan trágico fin. Los españoles no
dieron muestras de sentirlo, reconociendo que su indigno proceder había
conducido a Sotomayor a tan desastroso fin.
Con estos combates caballerescos, en que se
ostentaba cierta magnificencia y cortesanía, que, como dice un juicioso
escritor, cubría con cierto viso parecido a civilización el feroz aspecto de
aquellas edades, mantenía Gonzalo el ardor bélico de los suyos, y entretenía al
enemigo, dando lugar a que mejorara su situación, que era por cierto bien poco
lisonjera, sin víveres, sin vestuario, y sin pertrechos de guerra para su
escaso ejército. Ni fondos ni hombres llegaban de España; los franceses
estrechaban cada vez más a los de Barletta, y
Fernando parecía tenerlos olvidados. El Gran Capitán, cuyo espíritu no decaía
nunca, se esforzaba por dar aliento y esperanzas a sus soldados, valiéndose a veces
de ardides, como el de fingir que había llegado un gran cofre lleno de oro,
pero que lo reservaba para un caso extremo. Unos no lo creían, y otros lo
tuvieron por verosímil, mediante a haber arribado dos barcos de Sicilia y
Venecia con vestuario y algunos pertrechos. Mas el buen efecto de este pequeño
auxilio se neutralizó con la triste nueva de haber derrotado Aubigny dos cuerpos de ejército que iban de España y de
Sicilia. De modo que Aubigny dominaba toda la
Calabria, el almirante francés cruzaba con su escuadra el Adriático cortando
toda comunicación y socorro, y la situación de los de Barletta era ya tan apurada, que sólo la prudencia de Gonzalo, su impasibilidad y hasta
su aparente alegría en los sufrimientos, y el amor y el respeto que había
sabido inspirar a sus soldados, pudieron evitar una insurrección: antes lo
admirable fue que en un sitio tan largo y penoso, y en medio de aquel abandono,
y de las escaseces, privaciones y penalidades, no se oyera un solo murmullo, ni
se notara un solo síntoma de insubordinación.
Así las cosas, y llegado ya el año 1503,
cansados y hasta irritados los franceses de la constancia inalterable de los
españoles, determinó Nemours salir de Canosa, cruzó el Ofanto,
tomó posiciones al pie de los viejos muros de Barletta,
y envió un mensaje al Gran Capitán provocándole a batalla. «No acostumbro a
combatir, respondió Gonzalo con mucha sangre fría, cuando a mis enemigos se les
antoja, sino cuando la ocasión y las circunstancias lo piden: así, esperad a
que mis soldados tengan tiempo de herrar sus caballos y limpiar sus armas.» El
general francés, viendo que no había medio de comprometer a su sagaz enemigo,
levantó el campo y se fue retirando con cierta confianza de vencedor. Entonces
de orden de Gonzalo salió el esforzado Diego de Mendoza con toda la caballería,
alcanzó la retaguardia del enemigo que marchaba sin precaución, trabó con ella
una pequeña escaramuza, fingió retirarse hasta donde estaba la infantería
española que había salido a protegerle, viéronse los
franceses atacados de improviso por los flancos, volvió grupas el intrépido
Mendoza, los franceses fueron envueltos y arrollados, y cuando el duque de
Nemours supo la derrota de los suyos, ya estaba Mendoza con los prisioneros al
.abrigo de las murallas de Barletta.
La fortuna comenzaba a sonreír a los sufridos
españoles. El almirante Lezcano batió y derrotó en las aguas de Otranto la
escuadra francesa, con lo cual quedaron libres los mares, y pudieron a poco
tiempo arribar a Barletta siete naves sicilianas
cargadas de provisiones para los sitiados, que bien las habían menester después
de tantas privaciones y escaseces. La ciudad de Castellaneta,
a seis leguas de Tarento, exasperada por los excesos de los franceses, había
tomado la resolución de entregarse a los españoles Luis de Herrera y Pedro
Navarro. Y como el duque de Nemours saliese de Canosa, respirando venganza, a
castigar la población rebelde, aprovechó Gonzalo aquella ocasión para ponerse
aceleradamente con casi todas sus fuerzas sobre la plaza de Ruvo,
que defendía el valeroso comandante francés Chavannes,
señor de La Paliza. Al amanecer cayó el ejército español sobre Ruvo, habiendo andado de noche las catorce millas que la separan
de Barletta. A las cuatro horas se hallaba rota la
muralla, pero no fue tan fácil penetrar por la brecha, porque los franceses la
defendieron por espacio de siete horas con heroico brío, como mandados por tan
bizarro capitán. Corrió la sangre de españoles y franceses en abundancia. Al
fin rompieron los nuestros aquel parapeto de carne, entraron en la plaza y
arrollaron el resto de la guarnición. La Paliza herido se arrimó a una pared,
donde se hizo fuerte con su espada contra la multitud que le rodeaba y
acometía, cuyo hecho nos recuerda el de don Alonso de Aguilar apoyado en una
roca de Sierra Bermeja luchando solo con una muchedumbre de moros. Herido por
muchas lanzas el francés y derribado al suelo de un golpe en la cabeza, todavía
tuvo espíritu y arrogancia para arrojar su espada, diciendo, a guisa de
caballero andante, que no quería entregarla a la gente villana que le hacía
prisionero. El Gran Capitán mandó dar libertad y tratar con todo respeto a las
mujeres que se habían refugiado en los templos, recogió el botín, y logrado el
objeto de la expedición, se retiró a Barletta con la
misma precipitación, llevando consigo prisioneros de gran valía. A éstos los
trató con la mayor consideración; con los soldados usó de más dureza,
enviándolos a servir de remeros en las galeras del almirante Lezcano. Con cerca
de mil caballos que cogió al enemigo montó otros tantos soldados suyos, los
cuales no ansiaban sino ocasiones de ir al combate, enardecidos y orgullosos de
que los vieran montados en caballos franceses.
El duque de Nemours, con la noticia de la
marcha de Gonzalo a Ruvo, abandonó la empresa de Castellaneta por acudir al socorro de aquella plaza: mas cuando llegó frente de sus muros vio ondear en ellos la
bandera española, de modo que por atender a dos partes perdió una plaza y se
quedó sin recobrar la otra. Volvióse, pues, a Canosa
mustio y arrepentido de haber salido de aquel punto.
A poco tiempo se vió Gonzalo reforzado con dos mil soldados mercenarios alemanes, reclutados y
enviados por don Juan Manuel, ministro embajador de España cerca del rey de
romanos. Alentado el Gran Capitán con este refuerzo, escaseando los víveres
para tanta gente en Barletta, amenazando ya la peste
en tan estrecho recinto, y aprovechando el ardor que a sus soldados habían
infundido los anteriores triunfos, determinó abandonar ya aquel punto y medir
sus fuerzas con el enemigo en formal batalla: llamó a Navarro y a Herrera, y
sin vacilar más salió con todo su ejército de Barletta (abril, 1503), «lugar por siempre memorable en la historia dice con mucha razón
Prescott, como teatro de los extraordinarios padecimientos e invencible
constancia de los soldados españoles»
Antes de dar cuenta del importantísimo
resultado de este movimiento para Francia, para España y para Italia, y en que
aventuraba el Gran Capitán su reputación como guerrero y como súbdito,
expondremos breve-mente el estado en que se hallaban las negociaciones
diplomáticas que se habían seguido entre Francia y España, al tiempo que
Gonzalo salió de Barletta.
Habiendo recaído la herencia de los reinos de
Castilla y Aragón por muerte de los príncipes don Juan, doña Isabel y don
Miguel, en la princesa doña Juana, hija de los Reyes Católicos, casada con el
archiduque Felipe de Austria, hijo del emperador y rey de romanos, vinieron los
príncipes herederos a España (enero, 1502), donde a poco tiempo fueron jurados
y reconocidos como tales, no sólo en las cortes de Toledo (22 de mayo), sino
también en las de Zaragoza (27 de octubre); siendo de notar la gran política y
el diestro manejo que el rey Fernando debió emplear en esta ocasión con los
aragoneses, para que éstos, casi sin oposición y contra la costumbre del reino,
juraran por heredera de la corona aragonesa a la princesa doña Juana y al
archiduque don Felipe como su legítimo marido.
Pero el joven archiduque, ligero y frívolo,
más afecto a las costumbres francesas que a las españolas, como la comitiva
flamenca que había traído, no sólo se mostró indiferente y desdeñoso a los
obsequios y distinciones con que había sido recibido y agasajado en España,
sino que sorprendió a todos con la resolución que manifestó de volverse
inmediatamente a Flandes, solo, sin la princesa su esposa, a quien lo
adelantado de su embarazo no lo permitía acompañarle. Ni los ruegos de doña
Juana que le amaba con inmerecido delirio, ni las tiernas y prudentes
reflexiones de la reina doña Isabel su madre, que se hallaba gravemente
enferma, ni las razones del rey, ni el disgusto que de ello mostraba el reino,
nada bastó a detener al irreflexivo mancebo, y fue menester complacerle. Pero
no era esto sólo. Empeñóse don Felipe en hacer su
viaje por Francia, por donde antes había venido a Castilla; y como a su venida
hubiese entablado relaciones de amistad con el monarca francés Luis XII,
pretendió ahora con ahínco ser el encargado de arreglar con aquel soberano las
negociaciones pendientes entre Francia y España, sobre la partición y sobre la
guerra de Nápoles. Harto repugnaba ya a los Reyes Católicos la ida de un
príncipe a una nación con la cual estaban en guerra, cuanto más encomendar negocio
tan delicado a un joven que daba más pruebas de ligero y arrebatado que de
diestro y prudente. Muchas y muy justas fueron las reflexiones que para
disuadirle de lo uno y de lo otro le hicieron: todas fueron inútiles, y el
príncipe partió de Madrid (diciembre, 1502), no sin publicar el rey que iba
contra su voluntad y la de la reina.
En cuanto a las negociaciones con el rey de
Francia, por si en efecto Luis XII quisiese de buena voluntad venir a
concordia, dio don Fernando al archiduque unas instrucciones de las cuales no
había de salir, y el príncipe prometió muchas veces que no las traspasaría en
un ápice. No satisfecho con esto el receloso y cauto Fernando, no le dio a él
mismo el poder, sino que le envió por medio del abad de San Miguel de Cuxa Fray-Bernardo Boil,
encargando a éste que le tuviese secreto y no le entregase sino en caso
necesario, prescribiéndole además, que si en los tratos viese que el príncipe
se excedía en algo de lo que estrictamente contenían las instrucciones, le
avisase de ello y le consultara, no permitiendo que se pasara adelante sin
contar con su voluntad. Vióse luego que no sin
fundamento tomaba el Rey Católico tan exquisitas y escrupulosas prevenciones.
Llegado que hubo el archiduque a Lyon, entró luego en conciertos con el rey
Luis que allí se encontraba, pero conciertos en que se faltaba abiertamente al
tenor literal de las instrucciones, y en que se revelaba, o la afición que ya
se suponía del archiduque y los de su consejo a los franceses, o que como joven
y bisoño se dejaba envolver incautamente por aquel monarca. Fuese que el padre Boil no pudiera avisar al rey Fernando tan pronto como
convenía de que el príncipe traspasaba las atribuciones de su cometido, fuese
que el francés, previendo la desaprobación del Rey Católico, y abusando de su
ascendiente con el archiduque le obligara a precipitar la conclusión del
tratado, es lo cierto que cuando llegó la contestación de Femando requiriendo
el cumplimiento exacto de las instrucciones, el convenio estaba ya concluido (5
de abril).
Lo pactado era que el reino de Nápoles se
destinase a los príncipes Carlos y Claudia, hija ésta del monarca francés, y
aquél del archiduque y de doña Juana (había nacido en 1500), cuyo matrimonio
estaba concertado; que hasta tanto que los príncipes niños llegaran a edad de
poder casarse, la parte francesa del reino de Nápoles la tendría y gobernaría
el rey de Francia por su hija, y la parte española el archiduque por su hijo; o
bien que se guardase la partición hecha, y la Capitanata que se disputaba se pusiese en tercería hasta las bodas de los príncipes, o
hasta aplicarla después a quien pareciese de derecho. Los dos contratantes
comenzaron a obrar ni más ni menos que si el Rey Católico hubiera aprobado y
ratificado el asiento; el de Francia le hizo publicar en su reino con toda
solemnidad mandó suspender el embarque de tropas que se estaba disponiendo para
Nápoles, y ordenó a sus generales de Italia que no emprendiesen nuevas
operaciones: el archiduque previno también a Gonzalo de Córdoba que cesara en
la guerra hasta que otra cosa se le ordenase, en virtud del tratado y poderes
cuya copia le enviaba. Llegaron estos despachos en ocasión que Gonzalo,
reforzado con nuevas tropas, preparaba su salida de Barletta.
Mas como el Gran Capitán hubiese recibido avisos anticipados del rey, en que le
prevenía que no atendiese a cartas, órdenes o despachos que pudieran llegarle
del archiduque mientras no llevasen su expresa aprobación o mandamiento,
respondió que él no podía ejecutar órdenes del príncipe mientras no le fuesen
comunicadas por sus soberanos; que por lo tanto sabía lo que tenía que hacer, e
iría en persona a dar la respuesta al duque de Nemours. Y salió de Barletta en los términos que hemos dicho.
Prosiguió, pues, el Gran Capitán su marcha, y
después de atravesar y aun de hacer alto aquella noche en el campo de Canas,
célebre por la famosa batalla que diez y siete siglos antes había ganado Aníbal
a los romanos, dirigióse al otro día y llegó por la
tarde cerca de Cerignola, o Ceriñola que decimos los
españoles, distante unas diez y seis millas de Barletta.
La jomada había sido en extremo fatigosa; el terreno era árido y seco, el sol
estaba abrasador y sofocante, los soldados sentían una sed irresistible, y
algunos odres que Gonzalo había hecho llenar de agua al paso por el río Ofanto no alcanzaron para refrescar sino una pequeña parte
de la hueste. Los que iban pesadamente armados se caían en el camino abrumados
de calor y de fatiga. Gonzalo ordenó que cada jinete llevara á las ancas un peón, y él mismo dio el primer ejemplo
haciendo montar a la grupa de su caballo a un oficial de los alemanes
auxiliares. Por fortuna los franceses que habían salido ya en su seguimiento no
los alcanzaron en la llanura, y Gonzalo consiguió ganar la altura del pequeño
pueblo de Ceriñola, que le ofrecía favorables posiciones para poder esperar el
ataque. A pesar del cansancio y rendimiento de los soldados, no se podía
perder un momento, y todo el mundo de orden de Gonzalo se ocupó en ensanchar y
ahondar un pequeño foso que resguardaba un viñedo: con la tierra que sacaba se
levantó un parapeto de bastante altura, guarneciéndole con estacas puntiagudas
para detener la caballería enemiga: detrás de él formó sus tropas en orden de
batalla, y colocó en los sitios más convenientes las trece piezas de
artillería que había llevado.
Antes de concluirse estas operaciones divisáronse a lo lejos las armas francesas que relumbraban a
intervalos por entre nubes de polvo. Al llegar frente al campamento español
hizo alto el ejército francés. El motivo de aquella pausa era que el duque de
Nemours opinaba por suspender el ataque hasta otro día, en atención a la poca
luz que ya quedaba, y á que amenazaba la noche. Opusiéronse sus caudillos, y tanto éstos como los soldados
pedían entrar inmediatamente en combate. Uno de aquéllos soltó expresiones que
ofendían el valor acreditado del virrey; indignóse éste, y quiso castigar aquella injuria, pero al fin cedió diciendo: «pues bien,
pelearemos de noche, y veremos si los que ahora se muestran más arrogantes no
hacen después más uso de las espuelas que de las espadas.» El tiempo invertido
en aquella disputa sirvió grandemente a Gonzalo para ordenar convenientemente
sus tropas. El número de éstas, contadas todas las armas, era poco más o menos
de siete mil hombres, casi igual al del ejército enemigo. Gonzalo hizo de ellas
tres cuerpos: en el centro colocó a los alemanes armados de largas picas; hizo
dos alas de la infantería española, mandada la derecha por Pizarro, Zamudio y
Villalba, la izquierda por Diego García de Paredes y Pedro Navarro con cargo de
proteger la artillería. Encomendó la caballería pesada a Diego de Mendoza y
Fabricio Colona, y la ligera a Pedro de la Paz y á Próspero Colona, jefe de los
auxiliares italianos. La caballería francesa de línea que mandaba Luis de Ars era, según Gonzalo decía, la más brillante que se había
visto en muchos años en Italia. Capitaneaba Alegre los caballos ligeros, que
iban un poco a retaguardia; guiaba la infantería suiza y gascona el coronel
suizo Chandieu; y la vanguardia, compuesta de los
hombres de armas, era conducida por el mismo Nemours. El general español tenía
su mayor confianza en la infantería, en aquella infantería que él supo hacer,
si no la mejor, tan buena como la mejor de Europa.
Alumbraba el crepúsculo de la tarde y anunciábase ya la noche, cuando Nemours arremetió a galope
con sus hombres de armas contra la izquierda española; comenzó a disparar
nuestra artillería, mas a las primeras descargas una
chispa que cayó en el almacén de la pólvora le voló con terrible explosión
iluminando todo el campo. Buen ánimo, amigos, exclamó Gonzalo; esas son las
luminarias de la victoria. A este tiempo Nemours y los suyos avanzaban lanza en
ristre, hasta que se hallaron atajados por el foso y clavados algunos de sus
caballos en las agudas estacas. El general francés anduvo entonces por todo el
frente buscando algún paso por donde penetrar, expuesto a los tiros de la
infantería española; el intrépido y joven virrey recibió un arcabuzazo que le
derribó muerto del caballo. El valeroso coronel suizo Chandieu hizo todos los esfuerzos imaginables por forzar la barrera con su infantería,
pero sus soldados, o se resbalaban en la tierra movediza, o eran ensartados por
las largas picas alemanas. Aquel valeroso jefe cayó también sin vida en la
trinchera de un balazo. Ya todo fue confusión y desorden en las filas
francesas. En tal estado manda Gonzalo a los suyos franquear la línea y dar el
ataque general. Los caudillos franceses se desbandan usando más de las espuelas
que de las espadas, y justificando la predicción del desgraciado Nemours: los
españoles acuchillan sin piedad a los descuidados en la fuga hasta muy entrada
la noche, y Próspero Colona penetra en el abandonado campamento de los
enemigos, se aloja en el pabellón de Nemours y cena los manjares que para aquél
habían quedado preparados en una mesa
Jamás se vio más completo triunfo en menos tiempo
alcanzado. El número de los combatientes no era grande, pero lo que ha dado
celebridad a la batalla fue la disposición, la conducta y el acierto del
general español, y las consecuencias importantes y decisivas que tuvo. Ningún
escritor hace pasar de cien muertos la pérdida de los españoles, mientras
ninguno calcula tampoco la de los franceses en menos de tres mil, y casi todos
la suponen de muchos centenares más. Entre un montón de cadáveres se reconoció
por los anillos que acostumbraba a llevar en los dedos el del desgraciado
Nemours que tenía tres heridas. Gonzalo se conmovió y derramó lágrimas sobre
los desfigurados restos de su ilustre y valeroso rival, con quien tantas veces
había conversado antes como aliado y amigo, y los hizo conducir a Barletta y depositarlos con magníficas exequias en el
convento de San Francisco.
Gozando estaban los soldados de Gonzalo la
gloria del triunfo, cuando al siguiente día les llegó la noticia de otra
victoria poco menos importante ganada por los españoles en la Calabria (21 de
abril). El veterano y entendido general francés Aubigny había sido derrotado por las tropas de Fernando de Andrade cerca de Seminara, casi en el mismo lugar en que ocho años antes
había el mismo Aubigny ganado a Gonzalo de Córdoba la
única batalla que perdió en su vida este guerrero español.
Divulgóse rápidamente la fama de la batalla de
Ceriñola: rindiéronse Canosa, Melfi y multitud de otras poblaciones; y Gonzalo, que no era de los guerreros que se
dormían sobre los laureles, marchó derecho sobre Nápoles. Esta población
versátil, sin valor y sin fe, que en poco más de ocho años había aclamado con
igual regocijo seis reyes, Fernando I, Alfonso II, Fernando II, Carlos VIII,
Fadrique III y Luis XII, se hallaba dispuesta a darse con el propio entusiasmo a
Fernando el Católico, y envió una diputación de nobles y ciudadanos a ofrecer a
Gonzalo de Córdoba las llaves de la ciudad, pidiéndole solamente que les
confirmara sus derechos y privilegios. Así lo prometió el Gran Capitán en nombre
de su rey, y al día siguiente hizo su entrada pública en Nápoles, con el mismo
aparato que si fuera el monarca en persona (16 de mayo, 1503), siendo llevado
bajo un palio por los diputados, sembradas de flores las calles y coronados los
edificios de gente, que contemplaba con asombro al gran guerrero que había
abatido él solo todo el poder de la Francia.
Quedaban todavía los dos castillos que
dominaban la ciudad, bien pertrechados de gente, de vituallas y municiones. Era
menester rendir aquellas dos formidables fortalezas, y allí le volvió a servir
el sistema de minas en que tanta reputación había adquirido el ingeniero Pedro
Navarro. A los cinco días (21 de mayo) reventó con horrible estruendo la que se
había practicado debajo del castillo Nuevo, viniendo al suelo una gran parte de
la muralla, por cuya boca penetraron el Gran Capitán y Pedro Navarro embrazados
los broqueles, antes que la guarnición tuviera tiempo de levantar el puente
levadizo. Siguiéronles los soldados, y se trabó un
reñido y furioso combate, en que los españoles peleaban con hachas, espadas,
picos, machetes y todo género de armas, los franceses se defendían arrojando
piedras, cal, aceite hirviendo y todo lo que la desesperación les ponía en las
manos; cincuenta españoles fueron abrasados con proyectiles encendidos, lo
cual embraveció tanto a sus compañeros, que arrojándose con furia sobre los del
fuerte los degollaron a todos, excepto unos pocos que pudieron acogerse a la
clemencia del Gran Capitán. Los soldados en premio de su arrojo y en indemnización
de las pagas que se les debían obtuvieron licencia para apoderarse del inmenso
botín de oro, plata, alhajas, provisiones y efectos de todo género que la gente
rica del partido angevino había acumulado en la fortaleza. Y como algunos, menos
afortunados o menos diestros, se lamentaran de la pequeña parte que les había
tocado en el despojo, Pues id, les dijo Gonzalo como de chanza, id d mi casa,
tomad lo que hay en ella, y os desquitaréis de vuestra poca fortuna. La
invitación fue tomada por lo serio: la soldadesca se encaminó al palacio del
príncipe de Salerno en que se alojaba Gonzalo, y desde los magníficos salones
hasta las cuevas, no quedó alhaja, ni mueble, ni artículo de lujo o de boca que
no consumieran o arrebataran.
El otro castillo, Castello d’Ovo,
minado igualmente por Pedro Navarro, cayó también a las pocas semanas con
horrible estrépito, un día antes que llegara una escuadra francesa que iba a
socorrerle. Retiróse la armada a la isla de Ischia, y encontró también enarbolada allí la bandera española.
El ilustre Aubigny se había rendido con los restos
que pudo salvar en Seminara: los dos Abruzos, las
provincias de Capitanata y Basilicata, todas se
habían sometido, a excepción de Venosa, donde se mantenía Luis de Ars con alguna gente, y de Gaeta, donde se había refugiado
Ivo de Alegre con las reliquias del ejército derrotado en Ceriñola. Aquí se
habían acogido los principales barones angevinos, los príncipes de Bisiñano y de Salerno, el duque de Ariano, el marqués de Lochito y otros personajes, y aguardaban al de Saluzzo con un ejército francés. A Gaeta se encaminó
también el Gran Capitán, llamando en su ayuda a Pedro Navarro, a Fernando de
Andrade, a Hugo de Cardona y a los principales caudillos españoles, con objeto
de apoderarse del último asilo del partido francés en Italia.
Tan rápidas habían sido estas conquistas, que
casi al mismo tiempo y con cortísimo intervalo recibió Luis XII de Francia la
noticia de haberse negado el Gran Capitán a reconocer el tratado de Lyon, de la
derrota de Aubigny, del desastre de Ceriñola, de la
entrada de Gonzalo en Nápoles, de la rendición de los castillos y de la
sumisión de casi todo el reino napolitano. Quejóse amargamente el francés al archiduque Felipe de palabra, al Rey Católico por
escrito, de la infracción del convenio, pidiendo la correspondiente
indemnización. Disculpaba el archiduque su inocencia, y aun le costó una
enfermedad el sentimiento del deshonroso papel que se le había hecho
representar en este negocio. El rey don Fernando contestó que no hubiera podido
nunca ratificar un pacto ajustado contra sus instrucciones y contra sus
intereses, pero procuraba entretener al francés con la esperanza de un arreglo
definitivo basado sobre la restitución del reino de Nápoles a don Fadrique.
Este artificio, de que ya antes había usado, estaba lejos de ser suficiente a
tranquilizar al burlado Luis, que no respiraba sino indignación, y en esta indignación
tomaba parte toda la Francia, ofendida en su amor propio nacional.
Así fue que el rey y reino se hallaron
conformes en la necesidad de hacer un grande esfuerzo nacional para lavar la
afrenta y reparar los infortunios de Italia. Pueblo y monarca pusieron en
juego todo su poder, y en poco tiempo se levantaron tres grandes ejércitos
franceses, uno para recobrar la Italia, al mando de La Tremouille,
que había de entrar por el Milanesado; otro para penetrar en España por el
valle de Roncal, mandado por el Señor de Albret.
padre del rey de Navarra; el tercero para entrar en el Rosellón, conducido por
el veterano mariscal de Rieux y apoderarse de Salsas,
plaza fuerte y llave de aquellas provincias. Armáronse además dos escuadras en Génova y Marsella, una al cargo del marqués de Saluzzo para apoyar la expedición del Milanés, otra que
había de obrar en la costa de Cataluña para proteger la invasión del Rosellón.
Veamos el resultado de las dos expediciones al territorio de la Península.
El astuto y previsor Fernando el Católico
había tenido buen cuidado de captarse la amistad del rey de Navarra, hasta el
punto de haberle prometido éste que se opondría al paso de los franceses por
las fronteras de su reino. El señor de Albret, o por
no comprometer a su hijo, o por hallar apercibidos a resistir su entrada los
montañeses de Navarra y Aragón, además de una hueste que por disposición de la
reina había acudido a Navarra con el condestable de Castilla y el duque de
Nájera, mostróse o atemorizado o flojo, y redújose a ver desde Bayona irse menguando y deshaciendo su
ejército entre las escaseces y los fríos de aquellas rudas y ásperas
cordilleras.
Más resuelto el mariscal de Rieux ó de Bretaña, aunque
achacoso y anciano, hizo su entrada por Rosellón a la cabeza de más de veinte
mil hombres, si bien en su mayor parte apresuradamente reclutados y sin disciplina,
y cruzando aquella provincia sin resistencia puso sus reales delante de Salsas
(16 de setiembre, 1503). Pero el rey don Fernando, en medio de los disgustos
domésticos que le rodeaban y afligían, como la enfermedad grave de la reina,
las extravagancias y delirios de la princesa doña Juana, y otros de que después
tendremos que hablar, no dejaba de atender a todas partes y a todos los
peligros con su actividad y su energía acostumbradas. Inmediatamente ordenó que
se reforzase la plaza, mandó acudir al Rosellón la gente de armas que se
hallaba en el Ampurdán, y envió a Perpiñán al duque de Alba don Fadrique de
Toledo con siete mil quinientos combatientes, en tanto que él se preparaba a
salir en persona contra el enemigo. En efecto, tan pronto como la enfermedad de
la reina le permitió ponerse en campaña, levantada cuanta gente pudo en el reino, a lo cual le ayudó grandemente la reina Isabel no
obstante el fatal estado de su salud, sin descuidar al propio tiempo de
interesar al emperador de Alemania y al rey de Inglaterra y de requerirlos a
que tomaran parte en la guerra contra los franceses, se puso en Gerona con
grande ejército de caballos y peones, y muy pronto emprendió el movimiento con
toda su gente para incorporarse con la del duque de Alba, que se había situado
en Ribasaltas.
Tenían los franceses muy estrechado ya el
castillo de Salsas, derribado un trozo de la torre maestra y otro de un
baluarte, aunque el duque de Alba y los caballeros de su hueste no dejaban de
hacer los más extraordinarios esfuerzos por socorrer los sitiados y molestar y
hostilizar de mil maneras los enemigos, hasta provocarlos a batalla con ser los
españoles tan inferiores en número. También los cercados se defendían
valerosamente. En una ocasión colocaron varios barriles de pólvora bajo una de
las bóvedas del castillo; dieron lugar a que los franceses entraran en aquella
parte de la fortaleza, y cuando calcularon que estaba ya llena de gente
encendieron la pólvora, saltó el baluarte y perecieron sobre cuatrocientos
hombres achicharrados. Todos los días ocurrían entre sitiados y sitiadores combates
y lances de guerra. En tal situación, y en peligro ya el castillo de Salsas,
acudió el rey don Fernando con su grande ejército desde Gerona. Tan pronto como
el mariscal de Bretaña supo que el monarca español se hallaba en Perpiñán (19
de octubre de 1503), aquella misma noche, lo más calladamente posible, hizo
trasportar á lomo la artillería camino de Narbona, y a la mañana siguiente
levantó el campo poniendo fuego a las tiendas, y emprendió la vía de Francia,
fingiendo siempre prepararse para hacer frente a los españoles que le seguían,
pero dándose la mayor prisa a repasar aquellos desfiladeros. A pesar de su
precipitación, todavía su retaguardia fue alcanzada por los nuestros en algunas
angosturas, teniendo que dejar parte de su artillería y municiones. El rey don
Fernando se internó en seguimiento de los fugitivos algunas leguas dentro de
Francia hasta los mismos muros de Narbona, a cuyo abrigo los franceses se acogieron.
Tomaron él y el de Alba algunas villas y fortalezas que saquearon y
desmantelaron, y contento el rey con haber ahuyentado al orgulloso enemigo y
vindicado el honor español, volvióse á sus dominios
contento con el triunfo y con los despojos recogidos en aquella breve campaña.
Recibió la reina Isabel estas lisonjeras
noticias en Segovia por medio de los correos que tenía apostados para saber
diariamente los movimientos del ejército. Temía tanto la piadosa Isabel las
consecuencias de esta guerra, y afectaba ya tanto a su bondadoso corazón la
sangre que veía derramarse en las luchas entre naciones cristianas, que además
de rogar a Dios todos los días en la casa y en los templos que se dignara
librarlos de tales calamidades, escribía a su esposo recomendándole con el
mayor encarecimiento que viera de vencer a los enemigos a costa de la menos
sangre que verter pudiese. Por fortuna en esta ocasión la conducta de los
franceses ahorró a Fernando la necesidad de afligir el espíritu de su benigna
esposa con horrores y estragos.
Una estrella fatal parecía alumbrar a Luis XII
en todo lo que emprendía contra España. La escuadra de Marsella destinada a
proteger al mariscal de Bretaña en la costa de Cataluña, apenas salió al mar
tuvo que regresar al puerto inhabilitada para maniobrar de resultas de una
terrible borrasca que la inutilizó, que fue un gran contratiempo para los
sitiadores de Salsas. Así el monarca francés aprobó y esforzó por medio de
embajadores enviados a Perpiñán las proposiciones de tregua que ya sus capitanes
habían hecho al Rey Católico. Y como Fernando hubiese cumplido su objeto y no
tuviese interés en comprometerse en una guerra por aquella parte, accedió a
ajustar una por cinco meses (noviembre, 1503), comprendiendo en ella los
dominios naturales y hereditarios de los dos reyes, Francia y España, y no
extendiéndose a Italia, donde ambos continuarían debatiendo con las armas sus
respectivos derechos. Esta tregua se prorrogó después hasta tres años. A este
resultado habían contribuido como mediadores la princesa Margarita duquesa de
Saboya, y el desposeído rey de Nápoles don Fadrique: siendo de notar, como
observa un ilustrado y discreto historiador, «que el último acto de la vida
política de don Fadrique, fuera intervenir como mediador de paz entre los dos
monarcas que se habían reunido para despojarle a él del suyo.»
Tales y tan humillantes y desdorosos para Luis
XII y para el reino francés fueron los resultados de los dos ejércitos enviados
contra España en un arranque de indignación y en un esfuerzo de patriotismo.
Veamos la suerte que corrió el tercer ejército francés destinado a obrar en
Italia, y volvamos otra vez nuestra atención a ese bello y desventurado país
donde nos esperan acontecimientos importantes, asombrosos y decisivos.
GONZALO DE CÓRDOBA EN EL GARILLANO
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