LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO XLIX ( 49)
GUERRAS DE ITALIA
PARTICIÓN DE NÁPOLES
1498 - 1502
El lector recordará que en el primer
movimiento de insurrección de los moros de las Alpujarras el Gran Capitán
Gonzalo de Córdoba fue de los que acudieron presurosos a sofocarla, y el
primero que asaltó y rindió la villa y castillo de Guéjar.
Desde entonces, aunque se reprodujeron las sublevaciones en las ásperas
montañas del reino granadino, el Gran Capitán no volvió a aparecer en el campo
de los insurrectos, ni nosotros le mencionamos ya más en aquel capítulo, sino
para decir que era hermano suyo el esforzado y brioso don Alonso de Aguilar,
que murió haciendo prodigios de personal valor en las fragosidades de aquellas
sierras. El Gran Capitán no pudo socorrer ni vengar a su hermano, porque no se
hallaba en España. El rey don Fernando le había destinado a otro campo más
digno de sus altas prendas militares, el teatro de sus más gloriosos triunfos,
a Italia, cuyo estado reclamaba otra vez la presencia del vencedor de Aubigny y de Carlos VIII de Francia. Grandes sucesos
acontecían allí, y muy importantes para la monarquía española.
Muerto el rey Carlos VIII de Francia, su
sucesor Luis XII comenzó a manifestar desde que subió al trono, contra lo que
se esperaba de su mayor edad y experiencia, los mismos ambiciosos proyectos que
tan caros habían costado a su temerario antecesor, sobre los Estados de Milán y
de Nápoles. Alentábanle en sus designios de
usurpación muchos caballeros franceses ansiosos de medrar en la guerra, y en la
misma Italia encontró también muy pronto príncipes o maliciosos o débiles que
se prestaran a servirle de instrumento en sus planes. El papa Alejandro VI se
hallaba altamente resentido del rey don Fadrique de Nápoles por haberse éste negado
obstinadamente a dar su hija en matrimonio al hijo del papa, el cardenal César
Borgia, que, como dijimos, estaba resuelto, con anuencia de su padre, a dar el
escándalo de trocar el capelo por el tálamo nupcial. Con esto le fue fácil al
monarca francés atraer al pontífice a una liga contra el de Nápoles,
halagándole con dar a su hijo César la mano de una princesa napolitana,
húngara, navarra o francesa, y además el ducado de Valentinois. Conveníale también al francés tener propicio al papa
a fin de obtener de la Santa Sede su divorcio de la reina Juana que andaba
solicitando. Tales fueron y tan bastardos los móviles que impulsaron al papa
Alejandro VI y al rey Luis XII de Francia a confederarse contra el inocente don
Fadrique de Nápoles.
La república de Venecia aceptó también la
alianza que le propuso el francés contra el duque Sforza de Milán, y accedió a
juntar sus armas para derrocarle, con la mezquina mira y por el vil interés de
participar del despojo y quedarse con la presa de algunas ciudades y
territorios del Milanesado. La de Florencia y otros Estados inferiores
consintieron, o por miedo o por debilidad, o en ayudar a los confederados, o en
mantenerse neutrales. A tal degradación habían venido los príncipes y las
potencias de Italia, que por reyertas miserables no vacilaban en abrir su país
a un usurpador y una inundación extranjera (1498). Fuerte con estos apoyos el
nuevo monarca francés, en paz con España y hecha tregua con el emperador y rey
de romanos, dio principio a la ejecución de sus proyectos, invadió con fuerza
de gente las bellas campiñas de Italia, inundó la Lombardía, sometió en poco
más de quince días todo el ducado de Milán, y derrocó al duque Sforza, que fue
destinado a pasar el resto de sus días en Francia en miserable cautiverio
(1499). Aquel desgraciado, que pocos años antes había llamado a un rey de
Francia contra otros príncipes de Italia, fue a su vez destronado por otro
monarca francés ayudado de príncipes italianos. El invocador de Carlos VIII se
vio cautivo de Luis XII. ¡Lección insigne, aunque no nueva, para los príncipes
imprudentes o mal intencionados, que tales auxilios invocan y con tales fines!
Rara vez dejan ellos mismos de ser víctimas de sus malas artes.
Dueño Luis XII del Milanés, quedaba amenazando
a Nápoles, sin que don Fadrique tuviese un solo príncipe italiano a quien
volver los ojos. Motivos tenía también para no confiar ya, como en otra
ocasión, en su deudo y natural aliado el Rey Católico de España; y sus mismos
súbditos, acostumbrados a mudar de reyes, no se mostraban muy dispuestos a sacrificarse
por sostener ninguno. En tal situación, tentó conjurar la tormenta ofreciendo
al mismo rey de Francia pagarle un tributo y poner en sus manos algunas de las
principales fortalezas del reino. El francés oyó con desdeñosa frialdad estas
proposiciones, antes bien envalentonado con aquel acto de flaqueza, determinó
poner luego en obra su empresa sin más dilatarla. En este conflicto el débil
don Fadrique apeló al último recurso a que podía apelar un príncipe cristiano, a
pedir auxilio al sultán de Constantinopla Bayaceto,
terror de la cristiandad, cuyas tropas tenían ya invadidas algunas comarcas y
posesiones de la república de Venecia. Semejante desesperada determinación fue
un motivo más de que se valieron sus enemigos, o un plausible pretexto para
consumar su ruina.
El rey Fernando de España, no sabemos si por
política ó con sinceridad, no había dejado de dirigir
representaciones y protestas al francés contra el intento de despojar a su
pariente el de Nápoles. Decimos esto, porque nunca Fernando había perdido de
vista sus derechos al trono de aquel reino, y nunca se había conformado con que
le ocupara un príncipe de la línea bastarda de la casa de Aragón. Ello es que
viendo a Luis XII empeñado en su empresa apoyado por los príncipes de Italia,
conociendo los inconvenientes de oponerse él solo al monarca francés y a sus
aliados, y no pudiendo por otra parte permitir que se apoderara de Nápoles y pusiera
en peligro su reino de Sicilia, ocurrióle un medio,
si no fundado en justicia y en buena moral, sugerido al menos por la política y
la conveniencia, a saber: proponer al rey de Francia, que pues ambos se creían
con derecho al trono de Nápoles se partiese aquel reino entre los dos por
partes iguales buenamente y sin guerras. Ya en tiempo de Carlos VIII había
tenido el Rey Católico un pensamiento o proyecto semejante a este:
consideraciones y circunstancias le aconsejaron entonces no proponerle
abiertamente. Para cohonestarle ahora, alegaba que don Fadrique, descendiente
de la línea bastarda de Aragón, ocupaba indebidamente aquel trono, en perjuicio
y contra los derechos de la legítima descendencia de Alfonso V: que no merecía
ser protegido un rey que había llamado al turco en su socorro y se valía de
auxilio de infieles: que si bien su derecho a la corona de Nápoles era mejor y
más legal que el de los reyes de Francia, debía ahorrar a sus súbditos los
sacrificios y los males de una guerra con un monarca tan poderoso como el
francés, y que así era más conveniente arreglar este asunto por medio de
negociaciones con el rey Luis, con lo cual aseguraba sus posesiones de Sicilia
y adquiría siquiera la mitad del reino de Nápoles. Consiguiente a este plan,
envió sus embajadores al rey de Francia para que le propusiesen como cosa que salía
de ellos, y le sondeasen sobre este punto, con las competentes instrucciones de
cómo le habían de dar un colorido aceptable.
Llegado que hubo a Mesina, salió inmediatamente
a unírsele la escuadra veneciana mandada por Benito Pésaro, con objeto de
contener a los turcos, que se hallaban delante de Nauplia, o sea Nápoles de
Romanía. A la aproximación de los aliados se retiró la armada turca a
Constantinopla. Gonzalo y los venecianos se dirigieron a atacar el fuerte de
San Jorge de Cefalonia, ciudad poco tiempo hacía arrancada por los turcos a la
república de Venecia. Setecientos turcos aguerridos y feroces defendían aquella
fortaleza situada sobre una roca de áspera y difícil subida. Españoles y
venecianos sufrieron cerca de dos meses todo género de penalidades en aquel
sitio sin poder rendirla. Tenían los turcos entre sus armas ofensivas una
máquina guarnecida de garfios, que llamaban lobos, con los cuales asían a los
soldados por la armadura, y levantándolos en alto, los estrellaban dejándolos
caer de repente, o los atraían a la muralla para matarlos o cautivarlos. Diego
García de Paredes, uno de los que de esta manera fueron llevados al muro, se
defendió con tan heroico esfuerzo, que aquellos bárbaros le respetaron y
guardaron prisionero, esperando obtener por su rescate mejores condiciones en
el caso de rendirse. Los venecianos hacían jugar con acierto su buena
artillería, y el capitán español hizo volar varios trozos de muralla por medio
de las minas que acababa de inventar Pedro Navarro, y que le dieron una
terrible celebridad en Italia. Los turcos reparaban pronto los boquetes, y
resistían los ataques con bárbaro y desesperado valor. Pero a los cincuenta días
Gonzalo y Pésaro acordaron dar un asalto general: tronaron los cañones,
reventaron con horrible estampido las minas, los soldados escalaban los muros y
rompían por las brechas atronando con voces y gritos, y penetrando en la plaza
y combatiendo a muerte, sólo dejaron ochenta turcos vivos: los demás habían
perecido peleando con su valeroso jefe Gisdar. Las
victoriosas banderas de Santiago y San Marcos tremolaron juntas en las almenas
de San Jorge.
Recobrada Cefalonia, y dejada en poder del
caudillo veneciano, el capitán español se volvió a Sicilia en principios de
1501. La fama de Gonzalo, vencedor de Bayaceto, voló
por Italia y por Turquía, y Fernando, con su pronto y oportuno socorro contra
el turco, ganó en Europa gran reputación de protector de la cristiandad. La
república de Venecia, agradecida a Gonzalo de Córdoba, inscribió su nombre en
el libro de oro de los nobles venecianos, y le envió a Siracusa un presente de
piezas de plata labrada, de martas y telas de seda y brocados, y de magníficos
caballos de Turquía. El caballero español aceptó solamente los honores, y lo
demás lo envió a su rey, «para que sus competidores, decía, aunque fuesen más
galanes, no pudiesen a lo menos ser más gentiles-hombres que él.»
A este tiempo ya las negociaciones entre los
soberanos de España y Francia para el repartimiento y conquista del reino de
Nápoles habían dado un resultado el más funesto para el desgraciado don
Fadrique. Los dos monarcas se habían ofrecido y jurado perpetua confederación y
amistad, dando de mano a todas las demandas y pretensiones que entre sí traían,
de tal suerte que no se pudiese mover ninguna en adelante. So pretexto de que
el rey don Fadrique había puesto en peligro toda la cristiandad llamando a los
turcos, le declararon depuesto del trono; y a fin de evitar las calamidades de
una guerra, y supuesto que nadie más que ellos dos tenía derecho a aquel reino,
acordaron repartirle entre sí en iguales porciones. La parte septentrional, que
comprende la Tierra de Labor y el Abruzo, se adjudicó al rey de Francia con el
título de rey de Nápoles y de Jerusalén: aplicáronse al de España la Calabria y la Pulla, donde él conservaba algunas fortalezas,
con título de duque. Los rendimientos de aduanas se recaudarían por comisarios u
oficiales del Rey Católico, y se repartirían con igualdad entre Francia y
España. Si al tiempo de apoderarse del reino, alguna de las partes tomase
lugares o villas pertenecientes a la otra, se las restituirían mutuamente sin
dilación. Estos artículos se habían de presentar al papa para su aprobación,
conviniendo en no desistir de ello hasta que a uno y a otro les diese la
correspondiente investidura. El tratado se ratificó por el Rey Católico en
Granada (11 de noviembre, 1500).
Tal fue el famoso tratado de partición del
reino de Nápoles, hecho por propia autoridad entre dos monarcas, contra otro
que estaba en tranquila posesión de aquel trono, que en nada les había
ofendido, y a quien el rey de Aragón había colocado en él con sus armas. Cuatro
príncipes de la misma dinastía habían llevado ya aquella corona; pero Fernando,
remontándose a su origen, negaba el derecho de Alfonso V a disponer en favor de
un hijo natural, y con perjuicio de los legítimos herederos, de un reino ganado
con las armas aragonesas. Nunca, decía, había renunciado a esta reclamación, y
sólo la había diferido por las circunstancias. La opinión pública, así en
Aragón como en toda España, se le mostró favorable. Sin embargo, suponiendo la
legitimidad del derecho, no alcanzamos cómo pueda justificarse, si no acudimos a
la política usada en aquel tiempo, ni la partición entre dos potencias que no
tenían iguales títulos, ni la protección dispensada antes a don Fadrique y el
empeño de reponerle en el trono con el propósito de derrocarle después, sin que
para ello diese nueva causa.
En virtud del convenio, el monarca francés
puso en movimiento un ejército de diez mil infantes y mil lanzas en dirección
de Nápoles al mando del veterano Aubigny, el que
anteriormente había hecho la guerra de Calabria contra el Gran Capitán,
mientras de Génova salía en la propia dirección una armada de seis mil
quinientos hombres a las órdenes de Felipe de Ravenstein.
Como el tratado de partición estaba todavía secreto, todos fijaron su vista en
el rey don Fernando de España y en Gonzalo de Córdoba, suponiendo que no
tardarían en declararse, como la vez primera, los protectores de don Fadrique
para resistir o rechazar la invasión francesa. Don Fadrique era el único en
Italia que sabía, por cartas que había recibido de sus embajadores, que no
tenía que esperar nada del monarca español, pero ignoraba todavía lo del
tratado. Fernando lo había comunicado secretamente al Gran Capitán. Los
franceses atravesaron la frontera de Nápoles (julio, 1501), y siguieron
avanzando sin resistencia hasta Capua. Costosísima fue
a esta ciudad la que quiso oponer al invasor. A los ocho días de ataques, y
cuando el gobernador Fabricio Cotona estaba conferenciando sobre la rendición,
entraron los franceses saqueando y degollando con bárbara impiedad: las
mujeres, sin distinción de estados, aun las vírgenes consagradas a Dios, fueron
miserable triunfo a la licencia y al desenfreno de los vencedores: muchas
vendieron después en Roma a bajísimos precios, y otras, por no sucumbir a tan vergonzosos ultrajes, se arrojaron a los pozos o al
río. La horrible suerte de Capua aterró a las demás
ciudades; entregóse Gaeta y los franceses
prosiguieron, detestados, pero triunfantes.
Mientras por su parte el Gran Capitán
preparaba su invasión por la Calabria y la Pulla, el papa Alejandro VI,
informado por el monarca francés del tratado de partición, no solamente aprobó
aquella concordia, sino que accedió gustoso a otorgar a los soberanos de
Francia y España la respectiva investidura de la parte del reino de Nápoles que
cada cual se había adjudicado, declarando a don Fadrique indigno de la posesión
de aquel reino por el favor que había pedido a los infieles: y para dar más a
entender que el celo por la cristiandad era el que le impulsaba a fulminar
aquella destitución, quiso formar parte de la liga española y veneciana contra
los turcos. Sin embargo, nadie olvidaba la causa y principio de su desabrimiento
con el rey don Fadrique, que fue la obstinada negativa de éste a dar su hija al
cardenal César Borgia.
Gonzalo de Córdoba se veía en una situación
delicada y comprometida. Como súbdito español, tenía que obedecer a su rey, que
le mandaba apoderarse de los Estados de don Fadrique, de aquel don Fadrique a
quien debía grandes estados y mercedes, juntamente con el título de duque de Santángelo, como recompensa de sus servicios anteriores.
Como caballero de honor, no podía Gonzalo conservar tales títulos y mercedes
recibidas de un rey a quien iba a despojar de la mitad de sus Estados. Obrando,
pues, como caballero, renunció los estados y le devolvió el título, pidiéndole
le relevara de las obligaciones de fidelidad. Pero don Fadrique, aunque
desgraciado, excedió al Gran Capitán en lo generoso. Accediendo sólo a
dispensarle de aquellas obligaciones, le respondió que él sabía apreciar las
virtudes, aun en sus enemigos, y que no sólo no revocaba las honras que por sus
anteriores servicios le había hecho, sino que las acrecentaría si pudiese.
Admirable rasgo de magnanimidad en un príncipe maltratado y caído. Con esto
pasó Gonzalo el Faro, desembarcó con su pequeño ejército en Tropea, y en menos
de un mes sometió las dos Calabrias, donde tantos
recuerdos habían quedado de sus anteriores triunfos, a excepción de la plaza de
Tarento.
El desventurado don Fadrique, viéndose perdido
y desamparado de todos, envió a decir al embajador español Francisco de Rojas
que renunciaría al favor de los turcos y dejaría el reino, siempre que se le
diese en España con qué sustentar su esposa, sus hijos y hermanos; pero el Rey
Católico no quería sino que se le diese igual estado en Francia y en España,
para que pudiese vivir mitad en un reino y mitad en otro. Por último, habiendo
tenido que abandonar la capital a los franceses, y vivir algunos meses
refugiado con su familia en la isla de Ischia,
aconsejado por el almirante Ravenstéin, se entregó
finalmente a la generosidad de Luis XII, el cual le señaló en Francia el ducado
de Anjou con rentas considerables para su mantenimiento, que le pagó siempre
religiosamente, si bien ejerciendo sobre él la mayor vigilancia. En aquella
especie de dorado cautiverio continuó don Fadrique hasta su muerte, y así acabó
el último soberano de la rama bastarda de la casa de Aragón que ocupó el trono
de Nápoles.
Faltaba al Gran Capitán someter la plaza de
Tarento, la más fuerte de Calabria, fundada sobre una isleta en lo más estrecho
del golfo de su nombre, y sin más comunicación con tierra que dos puentes
defendidos por dos fuertísimos castillos. A esta plaza había enviado don
Fadrique su hijo primogénito el duque de Calabria, joven de catorce años. Defendíala el conde de Potenza con buena guarnición. Fiado
Gonzalo en la posición de la plaza, creyó que mejor que por ataque la rendiría
por bloqueo, y levantando trincheras y reductos por tierra dispuso que las
galeras de Juan Lezcano le cortaran toda comunicación por mar. Toda Italia se
hallaba en ansiosa expectación del éxito de esta empresa. Prolongábase el asedio, y el ejército español padecía grandes trabajos por la falta de
dinero y de mantenimientos, que comúnmente el rey Fernando los escaseaba en demasía.
Los soldados se quejaban y murmuraban, mas la
murmuración se convirtió en abierto tumulto cuando vieron la abundancia de
provisiones y equipajes con que Gonzalo socorrió al almirante francés y a
varios de sus oficiales que una tempestad arrojó a la costa de Calabria «Mejor
fuera, decían, que pagara lo que debe a los suyos que ser tan liberal con los
extranjeros.» Estos y otros arranques de desahogo produjeron una formal
insurrección militar. Un soldado se atrevió a dirigir la pica al pecho de su
general; Gonzalo la apartó suavemente diciéndole: «Alza esa pica, y mira lo que
haces, no me hieras sin querer». Un capitán vizcaíno llamado Iciar, como oyese a Gonzalo asegurar a la tropa que pronto
tendría fondos y sería socorrida, tuvo la audacia de decirle: «Que vaya tu hija
a ganarlos y pronto los tendrás»
Oyó Gonzalo la insolente increpación sin
inmutarse y sin darse entonces por entendido. Sosegó el motín, y se retiraron
los soldados A la mañana siguiente amaneció el cadáver del osado vizcaíno
colgado de la ventana de su alojamiento. El espectáculo aterró a los demás, y
aunque seguía el descontento, ninguno se atrevió a desmandarse; lo que hacían
los quejosos era desertarse a las banderas de César Borgia, que andaba ofreciendo
grandes pagas a los que quisieran seguirle.
Cansado el Gran Capitán de la prolongación del
sitio, activó y discurrió nuevos medios de ataque, que sorprendieron y consternaron
a los de Tarento. El gobernador de la plaza, participando también de la consternación,
pidió a Gonzalo una suspensión de hostilidades por dos meses hasta recibir
instrucciones del padre del príncipe que se la había confiado. Durante la
tregua se pactó que si los sitiados no recibían ni provisiones ni socorro, se
entregaría la plaza al general español, con la condición de que dejara en
libertad al duque de Calabria y a los suyos para ir donde quisiesen. Gonzalo de
Córdoba aceptó la cláusula, y para asegurar de una manera solemne su
cumplimiento, lo juró sobre la hostia sagrada á vista de todo el campo. El
socorro no llegó, y la plaza se entregó a los españoles con arreglo al
concierto (l.° de marzo, 1502).
Aunque por los términos de la capitulación no
se podía obligar al joven duque de Calabria a seguir otro partido que el que él
libremente eligiese, el Gran Capitán, conociendo la ventaja de tenerle en
prenda si se pudiese, procuró persuadirle a que se viniera al servicio del Rey
Católico, ofreciéndole un estado con treinta mil ducados de renta. El inexperto
príncipe parece que después de algunas vacilaciones llegó a aceptar la
proposición. Mas el conde de Potenza y otros capitanes y personajes adictos al
duque, mirando aquellos ofrecimientos como una especie de soborno y engaño hecho
a un joven de corta edad, se quejaron de que el general español faltaba a la fe
del juramento y violaba la capitulación, según la cual el duque debería ir
donde buenamente quisiese, y aconsejábanle que se
fuese a Francia a incorporarse con su padre. Gonzalo, a quien costaba trabajo
soltar tan buena prenda, y que sentía fuese a poder de franceses, entretuvo
mañosamente al príncipe, mientras consultaba al rey Fernando y recibía
respuesta de éste sobre lo que debería hacer de él. Afírmase que Gonzalo usó de no muy honestos artificios para retener al hijo del
desgraciado don Fadrique y arrancarle el consentimiento de venir a España, aun
contra la voluntad de su padre. En este tiempo recibió instrucciones de
Fernando, mandándole que por ningún título soltase al joven duque, sino que le
retuviese y destinase a su servicio. En su virtud el duque de Calabria fue
embarcado en un navío de guerra y enviado a España a sufrir el trato y suerte
de un prisionero de Estado. Así violó el Gran Capitán la fe del tratado de
Tarento, pudiendo considerarse como un lunar con que empañó algún tanto el
brillo de su claro nombre, que sorprendió más, viniendo, como dice un moderno
historiador, «de un hombre como Gonzalo, de carácter magnánimo y noble, de una
vida privada ejemplar, y exento enteramente de los grandes vicios de su tiempo»
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ARMAS DEL SIGLO XV Y XVI 1. Daga de Diego Garcia de Paredes. 2.
Capacete de Felipe II. 3. Casco de Felipe III. 1. Pistola de la época. - 5.
Espada de Felipe II. (Espada de Bernal Díaz del
Castillo. 7. Espada de Hernán Cortés. (Todos estas objttos existen en. la Armería Real de Madrid.)
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