De 1486 a 1487
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SALA DE LECTURA

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA
 

LOS REYES CATÓLICOS

CAPÍTULO XLVIII

ÚLTIMOS VIAJES DE COLÓN

1494 - 1504

 

 

Ni las atenciones de la guerra de Italia, ni la alternativa de regocijos y duelos, de fiestas y lutos por los sucesos prósperos y adversos de la real familia, ni el grave negocio de la reforma eclesiástica, ni las sublevaciones de los moros del reino granadino, ni tantos otros asuntos como traían de continuo ocupados a los Reyes Católicos, bastaban a distraerlos ni a apar­tar su vista de los descubrimientos y del descubridor del nuevo imperio agregado a su corona del otro lado de los mares.

Dejamos a Cristóbal Colón en el capítulo IX en la Española (1494), después de haber enviado a Castilla algunas naves con habitantes y con producciones de aquellas islas para mantener vivo el entusiasmo, o por lo menos las esperanzas de los españoles, y la protección de sus reyes. Pero pronto se fue entibiando este entusiasmo, y reemplazándole la desconfianza, ya porque las remesas no correspondían a las ponderadas riquezas que se esperaban de regiones que se suponía tan abundosas, ya por las desagradables nuevas que se fueron recibiendo del lastimoso estado en que se hallaba la colonia. Gente aventurera, codiciosa, díscola, viciosa y turbulenta la mayor parte de la que había acompañado a Colón en el segundo viaje, sin consideración a su jefe, y sin respeto a la ley de la humanidad, ni a Dios mismo, su comportamiento con los infelices isleños, sus tiranías y sus ultrajes habían provocado una insurrección general; insurrección que a su vez produjo una guerra de venganza, en que los españoles, abusando de las ventajas y de la superioridad que les daba la civilización, se ensangrentaron con aquellos rudos y sencillos indios que la primera vez los habían recibido como a hombres bajados del cielo. El almirante castigó severamente a los causadores de aquella revolución, hizo fusilar a algunos y envió otros a España: sujetó en seguida a los insulares, y pareció quedar restablecida la tranquilidad. Quiso que todos los colonos trabajaran, inclusos los hidalgos, y puso coto a las excesivas raciones que percibían. Medidas fueron estas que le atrajeron la enemistad de parte de unos hombres que se habían propuesto vivir sin freno y enriquecerse rápidamente y sin trabajar. Unos y otros, así los que allá quedaban, especialmente su falso auxiliar el padre Boil, como los que aquí habían venido castigados, se esforzaban por desacreditarle con Fernando e Isabel. Pintábanle como un hombre cruel y despótico, codicioso además, y que sólo miraba a su provecho, no al de España, a la cual serían siempre más costosos que útiles sus descubrimientos. Tales y tan repetidas eran las acusaciones, que aunque los reyes, y en especial la reina Isabel, estaban lejos de darles crédito, juzgaron prudente no manifestarse sordos a aquellos rumores, y enviaron a Juan de Aguado con carácter de comisario regio para que se informara del estado de la colonia y de las verdaderas causas de aquellos disgustos y turbaciones (1495).

Revestido el almirante del carácter de conquistador, impuso gravísimos tributos a las provincias sometidas. En la región de las minas cada individuo mayor de catorce años había de pagar cada trimestre la medida de un cascabel flamenco lleno de polvos de oro, y en los distritos distantes de las minas, cada habitante debía pagar una arroba de algodón por trimestre. La contribución de los caciques era mucho mayor: el hermano de Caonabo quedó obligado a pagar cada tres meses una calabaza de oro, que ascendía a 150 pesos. Al entregar el tributo se les daba por vía de recibo una medalla de cobre, que debían llevar colgada del cuello, quedando sujetos a prisión y cautivos los que no iban provistos de este documento. Estas exacciones exasperaban a los naturales, y para tenerlos sujetos levantó Colón muchas fortalezas en la isla. El objeto del almirante era sacar muchas riquezas para enviarlas a España y satisfacer las esperanzas públicas.

A la llegada de aquel magistrado, y vista su arrogancia y su imprudente conducta, Colón, no queriendo someterse allí a un proceso que le expusiera a perder su gloria por testimonios de gente enemiga, la sola que oía el insolente y mal intencionado comisario, juzgó más oportuno venir sin tardanza a dar personalmente sus descargos a la reina, y partió apresuradamente de Haití (1.° de marzo, 1496). Por tomar un derrotero diferente al que había traído la vez primera, tuvo que hacer una navegación lenta y penosa, y un error de cálculo le acarreó mil peligros, trabajos y privaciones; él y la tripulación sufrieron un hambre horrorosa y desesperada; pero al fin, después de muchas penalidades y riesgos logró echar el ancla en la bahía de Cádiz (11 de junio). La palidez de los rostros del almirante y sus compañeros, la escasez de objetos y producciones que traían, respecto a las riquezas que siempre se esperaban, y las acusaciones y rumores que por acá habían corrido, causaron una impresión triste y desagradable en los españoles, y Colón debió conocer cuánta era la mudanza de los ánimos desde su primero a su segundo regreso . Pero la reina, que no había perdido su fe en el ilustre marino, la reina que en su talento y discreción había dudado siempre de la verdad de las acusaciones y las hablillas, la reina que no estimaba el descubrimiento de los nuevos países por el valor de la material riqueza, la reina que miraba su importancia desde el punto de vista más elevado de los beneficios de la civilización, recibió muy benévolamente al gran navegante, a quien ya habían escrito ambos reyes en términos muy cariñosos.

Recibido Colón en Burgos por sus monarcas, y hecha en su presencia una sencilla exposición de los hechos, desvaneció fácil y prontamente las calumniosas acusaciones y cargos de sus enemigos, y ambos se mostraron dispuestos a proporcionarle lo necesario, ya para la colonización de lo descubierto, ya para la exploración de otras comarcas cuya existencia daba por cierta. Pero muchas cosas contribuyeron a entorpecer y diferir el cumplimiento de estas buenas disposiciones. Los gastos que ya habían ocasionado las anteriores expediciones y el mantenimiento de la colonia, las guerras de Italia y las suntuosas bodas de los príncipes, que se celebraban entonces, tenían agotado el tesoro. Por otra parte, el artificioso obispo Fonseca, que tenía la dirección de los negocios de Indias, hombre vengativo, y enemigo de Colón por algún disgusto que antes entre los dos hubiera mediado, no perdonaba medio para neutralizar los esfuerzos de los reyes y para embarazar los planes del almirante. Así, aunque la reina con su acostumbrado desprendimiento había destinado al equipo de una flota el dinero que se hubiera podido gastar en las bodas de la princesa Isabel, que dijimos haberse hecho sin ostentación ni aparato, la flota tardó cerca de dos años en estar dispuesta.

En este intermedio Colón continuaba recibiendo las más satisfactorias distinciones de sus reyes, y aún mayores honras y mercedes que las que antes le habían dispensado. Confirmáronle los privilegios concedidos en la capitulación de la Vega de Granada; diéronle licencia para que hiciese el repartimiento de las tierras de Indias bajo ciertas condiciones; hicieron a su hermano don Bartolomé merced de adelantado de Indias; fueron nombrados sus hijos don Fernando y don Diego pajes de la reina; y le dieron facultad para fundar uno o más mayorazgos. Al mismo tiempo no cesaban de tomar medidas para la expedición. Facultaron al almirante para llevar a sueldo hasta trescientas treinta personas de varias artes y oficios con el objeto de establecerlos en la India, y aun extendieron después este enganche hasta otras quinientas más, con orden al tesorero de la hacienda de ultramar para que pagase los libramientos del virrey o de su lugarteniente: eximieron de derechos las mercancías y objetos que se embarcasen para aquellas regiones: dieron permiso al almirante para extraer en cinco meses quinientos cincuenta cahíces de trigo y cincuenta de cebada, libres también de todo derecho, y dieron otras varias órdenes y provisiones conducentes a alentar la expedición, con las competentes instrucciones al virrey para el buen gobierno y mantenimiento, así de la colonia que allá quedaba, como de la gente que iba de nuevo a poblar aquellos países y a ejercer allí sus oficios.

Mas a pesar del empeño y de los esfuerzos de los monarcas, era tal el descrédito en que habían caído las expediciones al Nuevo Mundo y tal la desconfianza de los resultados, que así como antes se agolpaban todos a porfía y se disputaban el afán de ir en las naves, ahora apenas se encontraba quien quisiera acompañar a Colón en el tercer viaje proyectado, no obstante los alicientes con que se procuraba alentar a este servicio. Tal vez esta consideración fue la que movió a los reyes a acordar una medida, que fue verdaderamente manantial de corrupción y de desórdenes en la colonia, y el germen de los disgustos y amarguras que había de experimentar Colón, y hasta de su ruina. Hablamos del funesto indulto concedido a los delincuentes de estos reinos, con tal que fuesen en persona a servir por cierto tiempo a la isla Española a sus expensas, así como la conmutación de las penas por delitos en destierro a las Indias por cierto número de años. Error fatal, que llevó a los criminales del antiguo mundo a infestar las regiones del mundo nuevo, y que contrastaba con las instrucciones religiosas, morales y humanitarias que la piadosa Isabel daba a Colón sobre el modo de tratar a aquellos habitantes, adelantándose en su gran talento a proscribir la esclavitud que la religión y la filosofía habían de tardar todavía siglos en abolir.

Al fin, después de tantos entorpecimientos y dilaciones llegó el caso de poderse dar Colón a la vela en el puerto de Sanlúcar (30 de mayo, 1498), llevando una escuadrilla de seis naves con harto escasa tripulación. En este tercer viaje pasó el ilustre marino nuevos y no menos ímprobos trabajos, especialmente cuando se halló en las regiones conocidas hoy con el nombre de latitudes en calma, en que por espacio de muchos días reinó una calma tan absoluta, acompañada de un sol tan ardiente y abrasador, que derretía el alquitrán y resquebrajaba los buques, corrompía los vinos y las viandas, e hizo enfermar a la mayor parte de sus compañeros, adoleciendo él mismo de fiebre y atormentado al propio tiempo de la gota, lo cual le obligó a variar de rumbo en busca de climas más templados. No entra en nuestro propósito seguir al gran navegante en todos sus derroteros. Bástenos saber que en esta tercera expedición descubrió otra isla que llamó Trinidad, y que no tardó en encontrar el verdadero continente del Nuevo Mundo, la Tierra Firme que con tanto afán había buscado, pero que él no imaginaba que lo fuese, continuando en la idea fija de que era la extremidad occidental del Asia, en cuya opinión le confirmaba la gran cantidad de oro y perlas que en los puntos de la costa en que desembarcaba le ofrecían a cambio de otros objetos los naturales, y que después de haber navegado algunos días por el golfo y costa de Paria, y encontrado al paso algunas islas, entre ellas las de Cubagua y la Margarita, célebres después por la pesca de la perla, desembarcó otra vez en Haití.

Encontró Colón la colonia de la Española en el más lastimoso desorden, abandonados todos los intereses, en guerra mortífera los españoles, no sólo con los naturales, sino entre sí mismos, divididos en sangrientos bandos, insurreccionados muchos contra su hermano don Bartolomé, gobernador en su ausencia, y la fuerza de la familia, como le nombra un elegante escritor de nuestros días. La misma gente que había llevado le servía sólo para aumentar el número de los díscolos y sediciosos. Empleó el almirante todos los medios para restablecer primeramente la paz entre los colonos y los indios, después para apagar las disensiones de éstos que amenazaban arruinar totalmente la colonia. Esta última era la más difícil tarea. Uno de los recursos de que usó para sosegar las discordias, fue el de hacer concesiones a los rebeldes para contentarlos, y el de distribuirles terrenos en cuyo cultivo pudieran emplear un número determinado de indios, con arreglo a la facultad que dijimos llevaba de los reyes; recurso funesto, que menoscabó su autoridad, y que fue el origen del célebre sistema de los repartimientos, de que tanto se había de abusar después. Dio también permiso a los que quisiesen volver a España, y por ellos envió un relato de la conducta que las circunstancias le habían obligado a observar, juntamente con la descripción de los nuevos países descubiertos en este tercer viaje, todo lo cual fiaba que habría de servirle para justificarse completamente, no sólo para con los reyes, sino para con sus mismos enemigos.

No conocía Colón bastante a los hombres a pesar de su mundo y de sus experiencias, que no basta la experiencia del mundo a abrir los ojos del desengaño al hombre que obra a impulsos de un buen corazón. Siguieron las intrigas de los cortesanos y de los envidiosos, a las cuales se agregaron las quejas de los descontentos. Unos y otros hacían servir los desórdenes de la colonia, que Colón no había podido evitar, para esparcir las más injuriosas imputaciones contra el virrey y contra su hermano, acusándolos de opresores de los españoles y de los indios, de que convertían en provecho propio los públicos intereses, y hasta se los suponía desleales a sus monarcas, y que abrigaban el pensamiento de erigir para sí un señorío independiente en los dominios de Indias. No faltaba quien con envidia de su fama y con la ambición de ocupar su puesto, trabajaba sin cesar y usaba todo género de artificios para hacer sospechoso a Colón y desconceptuarle con los reyes. Los enviados por él a España se vengaban de un modo menos disimulado, pidiendo a voz en grito las pagas que decían haberles dejado en deber el almirante, y se agrupaban en derredor del rey repitiendo su reclamación cuando salía en público. Las calumniosas voces tomaron tal incremento, que sus mismos hijos don Diego y don Fernando, pajes de la reina, eran insultados por la plebe vagabunda, llamándolos hijos del embaucador aventurero.

Por muy adversa que se mostrara la opinión pública al almirante, nunca la reina Isabel perdió la confianza en su ilustre protegido, si bien no dejaba de recelar si habría algo en su carácter que le hiciera poco a propósito para gobernador y excitara las antipatías de sus subordinados. Pero en esto ocurrió un incidente que hizo a la reina disgustarse, y hasta indignarse, cuanto su bondadoso corazón lo permitía, contra el hombre de su particular aprecio. Ya hemos indicado que desde un principio y en cuantas ocasiones se presentaban no cesaba la benéfica Isabel de recomendar a Colón y a cuantos tenían mando en las nuevas regiones, que trataran con toda consideración y humanidad a los indios, y todo su afán era civilizarlos y convertirlos a la fe por los medios más dulces y suaves, y a esto se dirigían sus instrucciones verbales y sus ordenanzas escritas. Colón, sin embargo, por contentar a los disidentes, les había dado como esclavos cierto número de indios, en lo cual obraba con arreglo al sistema que ya en otra ocasión había propuesto, de dar esclavos á trueque de mercaderías. Compréndese bien cuánto sería el desagrado de una princesa que se estremecía y horrorizaba a la sola idea de la esclavitud, cuando supo haber llegado a España dos carabelas con trescientos esclavos indios, de los que el virrey había otorgado a los sediciosos, y que se iban a poner en venta en los mercados de Andalucía. «¿Y cómo se atreve Colón, exclamó alterada, a disponer así de mis súbditos?» E inmediatamente ordenó que se suspendiese la venta, y que fuesen todos puestos en libertad, y restituidos a los países de su naturaleza. Menester fue toda la consideración en que la reina tenía los servicios del almirante para que con aquel solo hecho no decayese de todo punto de su gracia.

Tantas habían sido ya las quejas contra Colón, que Isabel se creyó al fin en la necesidad de enviar por segunda vez un comisionado real, no ya contra el virrey, sino encargado de averiguar quiénes se habían levantado contra el virrey y contra las justicias reales, y de proceder contra ellos con todo rigor de derecho. Confióse tan delicada misión al comendador de Calatrava Francisco de Bobadilla. Nombráronle los reyes gobernador de Indias, invistiéronle de la suprema autoridad y de la más amplia jurisdicción en lo civil y en lo criminal, expidieron provisión para que se le entregasen las fortalezas, casas, navíos, armas, pertrechos, mantenimientos, caballos y demás que Sus Altezas poseían en aquellos dominios, y le dieron carta de creencia para el almirante. Difirióse, no obstante, el cumplimiento de esta comisión hasta el año siguiente (1500), tal vez porque la reina quiso dar treguas para ver si podía evitar una medida que tanto repugnaba.

Bobadilla debía ser uno de los enemigos ocultos de Colón y de los más vengativos y crueles, puesto que tan luego como llegó a la Española, como si los poderes le hubiesen sido conferidos exclusivamente para perseguir y maltratar al almirante, mandóle inmediatamente comparecer a su presencia, y sin forma legal de proceso le redujo a prisión e hizo ponerle grillos como a un criminal. Colón se dejó encadenar sin oponer la menor resistencia, conduciéndose con una magnanimidad que asombró a todos menos a su impasible juez, y aun encargó a sus hermanos Bartolomé y Diego que se le sometieran sin replicar. El comisario oyó cuantas injurias y cuantas calumnias quisieron denunciarle los enemigos del ilustre preso, y sin oír sus descargos dispuso enviarle a España aherrojado, y custodiado además por una guardia. Luego que el buque que le conducía se alejó de la isla, el capitán encargado de su custodia se acercó a él lleno de respeto proponiéndole desembarazarle de los grillos. «No, le contestó dignamente Colón, os agradezco vuestra buena intención, pero mis soberanos me han escrito que me sometiese a todo lo que Bobadilla me ordenase en su nombre; y pues él me ha cargado con estos hierros, yo los llevaré hasta que ellos ordenen que me sean quitados, y los conservaré siempre como un monumento de la recompensa dada a mis servicios»

La llegada de Colón a España en aquel estado produjo en la opinión pública una de esas reacciones que suelen ser tan frecuentes cuando se lleva al extremo la persecución de un personaje de eminentes servicios, y más cuando se trasluce la venganza y el odio personal. En todas partes iba excitando el ilustre preso compasión e interés hacia su persona, indignación hacia el hombre que tan inhumanamente trataba a quien acababa de dar a su patria un vastísimo imperio, y los mismos que antes habían declamado contra el almirante alzaban ahora el grito contra su odioso perseguidor. Los reyes se apresuraron a mandar ponerle en libertad, y le brindaron en los términos más bondadosos a que se presentase en Granada, donde se hallaba la corte, librándole una cantidad de dinero para que pudiera hacerlo de una manera decorosa. La entrevista de Colón desgraciado y perseguido con sus reyes en Granada (17 de diciembre, 1500) fue más patética, pero no menos tierna y sublime que la del navegante afortunado y glorioso en Barcelona. El rey le recibió con afabilidad y cortesanía, la reina no pudo contener las lágrimas, y Colón se prosternó a los pies de su señora, que regó con llanto de placer y de amargura. La desgracia inmerecida confundió las lágrimas de la mejor de las reinas y del más esclarecido de los hombres. Ambos monarcas procuraron tranquilizar su ánimo, y le prometieron ser sus más ardientes protectores y hacer justicia imparcial con sus enemigos. Devolviéronle todos sus honores, menos el título y mando de virrey y gobernador de las Indias, sin duda porque no creyeron prudente enviarle todavía al foco de las turbaciones, y donde tenía tantos desafectos, al menos hasta que sosegadas aquéllas pudiera hacerlo con seguridad. Para esto acordaron Fernando e Isabel valerse de un hombre de carácter templado y de reconocida prudencia y sagacidad, que pudiera restablecer sólidamente la tranquilidad de la colonia y de la isla. El elegido fue don Nicolás de Ovando, comendador de Alcántara, que había sido uno de los diez jóvenes escogidos para educarse en el palacio en compañía del malogrado príncipe don Juan. Hombre íntegro y virtuoso Ovando, faltábale, no obstante, como veremos después, el temple y la grandeza de alma que se necesita para ciertos cargos y situaciones críticas.

Diéronsele a Ovando treinta naves, las mejor equipadas y surtidas que se habían enviado a los mares de Occidente, conduciendo a bordo dos mil y quinientos hombres, muchos de ellos pertenecientes a las familias más distinguidas del reino. Llevaba orden para que en cuanto llegase enviara a España a Bobadilla para juzgarle, y encargo de indemnizar a Colón y a su hermano de los bienes de que hubiesen sido despojados por Bobadilla, y de asegurarles la posesión y libre goce de sus legítimos derechos y rentas. Isabel declaró libres a los indios, y ordenó al nuevo gobernador y a todas las autoridades de la Española que los respetaran como a buenos y leales vasallos de la corona. La escuadrilla, sin embargo, tardó, no sabemos por qué causas, en estar dispuesta, y Ovando no se embarcó hasta el 15 de febrero de 1502 en Sanlúcar. En la primera semana de navegación sufrió una horrible borrasca que hizo temer que todas las naves hubiesen perecido, mas luego se supo con indecible satisfacción que la flota había llegado a su destino con la pérdida de un solo buque.

Todavía el veterano navegante, a pesar de su edad y de sus padecimientos, de sus persecuciones y disgustos, si bien tuvo momentos de desánimo, no quiso renunciar ni a los servicios que aun podía prestar a los reyes de España, y señaladamente a su constante protectora la reina Isabel, ni a su gloriosa carrera de descubrimientos, ni a su afán de más de treinta años de llegar a las Indias sin doblar el África, y navegando derecho a Oriente, su constante problema, aun insistía en otro de sus sueños dorados, el rescate del Santo Sepulcro de Jerusalén.

El español Rodrigo de Bastidas, que había partido de Sevilla con dos buques, había doblado el cabo Vela y llegado a la ensenada, donde se fundó después el puerto de Nombre de Dios en el golfo de Darien. El portugués Vasco de Gama acababa de descubrir el camino de las Indias por el cabo de Buena Esperanza. Una noble rivalidad acabó de estimular a Colón, y ofrecióse con un ardor juvenil a emprender otro viaje para comprobar la verdad de sus cálculos y conjeturas, a costa de arrostrar nuevas fatigas y peligros. Los reyes le dieron gusto, y le escribieron una afectuosísima carta, asegurándole el cumplimiento de sus promesas, y que perpetuarían en su familia por juro de heredad todos sus honores. Mas con extrañeza se vio que para esta expedición no le suministraran sino cuatro carabelas con ciento cincuenta hombres de mar, miserable armamento, comparado con la magnífica escuadra que acababa de llevar Ovando. Pero acostumbrado el navegante genovés a desafiar los mares y los peligros y a acometer grandes empresas con escasos recursos, no vaciló en aceptar la pequeña flota, y emprendió su cuarta expedición, dándose a la vela en el puerto de Cádiz (9 de mayo, 1502).

La necesidad de tomar agua y reparar algunas averías de sus buques obligó a Colón a tocar en la Española. Este hombre insigne era bien desgraciado. ¿Quién lo creería? El gobernador Ovando se negó bruscamente a dar abrigo por un momento al mismo hombre sin el cual ni habría isla para los españoles ni gobierno para él. La Providencia pareció encargarse de castigar visiblemente aquella ingratitud. Colón había observado en el horizonte señales de que iba a sobrevenir una horrorosa borrasca, y en su carta a Ovando le aconsejaba que suspendiera la partida de una flota que estaba para levar anclas, y era la que había de traer a España a Bobadilla y a los revoltosos de la Española con los tesoros mal adquiridos. El nuevo gobernador despreció el aviso, salió la flota compuesta de diez y ocho buques, levantóse un furioso huracán como Colón había previsto, catorce o quince naves fueron tragadas por las embravecidas olas, sepultáronse en ellas las que traían á Bobadilla y a los enemigos de Colón, perecieron multitud de españoles, perdiéronse doscientos mil castellanos de oro, y sólo llegó a España sano y salvo el buque en que venía la parte perteneciente al almirante, que consistía en cuatro mil onzas de oro. Colón casi presenció el desastre desde la rada en que se había abrigado, y pasada la tormenta dio las velas al viento y se alejó de aquella tierra inhospitalaria.

Este cuarto y último viaje del marino genovés fue una cadena de trabajos y de esperanzas frustradas. Después de descubrir la Guayana y atravesar el golfo de Honduras, cuyos habitantes le indicaron que llevaban de Occidente el oro de sus adornos, en lugar de tomar aquel rumbo que le hubiera llevado al imperio mejicano, giró al Sur, siempre con el pensamiento de descubrir una comunicación con el mar de las Indias. Arribó al golfo de Darien; con mucho trabajo exploró la costa del continente meridional, e hizo muchos viajes al interior, mas sin poder hallar el es­trecho que buscaba, y aun sin llegar a reconocer cuán poco ancho es el istmo que separa el golfo de Méjico del gran mar del Sur. «En este reconocimiento, dice un escritor ilustrado, adquirió únicamente la triste prueba de que el paso que había imaginado no existía, y no tuvo el consuelo de poder decir que si se había frustrado su esperanza es porque la misma naturaleza se ha engañado en sus esfuerzos, puesto que parece haber intentado abrir uno, y no ha podido conseguirlo». Finalmente, frustrado su intento de establecer una colonia en la provincia de Veragua, por haberle expulsado de ella sus feroces naturales, y después de haber perdido sus cuatro buques en las costas de la Jamaica queriendo volver a Europa, llegó como un pobre náufrago a aquella isla (1503), donde le detuvo más de un año el gobernador Ovando. Pudo al fin fletar un mediano buque a sus expensas, y después de haber sufrido terribles borrascas y privaciones y vístose juguete de las olas en las inmensidades de aquel Océano que parecía había llegado a dominar, arribó por último en el más deplorable estado a su apetecida España (7 de noviembre, 1504), dando fondo en el puerto de Sanlúcar.

Allí le dejaremos por ahora, para dar cuenta más adelante de la suerte que por término de su carrera le estaba reservada, y del fin que tuvo este hombre extraordinario, con quien tan caprichosa se había mostrado la fortuna.

Diremos ahora, por conclusión de este capítulo, que el ejemplo de Colón y sus resultados excitaron tal afición a las expediciones marítimas y tal afán por los descubrimientos, que al expirar el siglo XV y en los primeros años del XVI, contábanse ya varios navegantes, así de España como de otros reinos, que se habían lanzado a los mares de Occidente en busca de nuevas regiones, si bien llevando los más de ellos el derrotero que les había enseñado el sabio genovés. Contribuyó a dar este impulso en Espa­ña la facultad que en 1495 (10 de abril) otorgaron los Reyes Católicos para que cualquiera pudiese ir libremente, ya a buscar fortuna en los países descubiertos, ya a descubrir otros nuevos, bajo ciertas condiciones. Y aunque en los primeros años el descrédito en que las expediciones habían en aquella sazón caído retrajo a los mercaderes y aventureros, animáronse algún tiempo después. Rompió la marcha el intrépido Alonso de Ojeda, que había acompañado a Colón en su primer viaje, y aunque no se desvió del rumbo que había visto llevar al almirante, llegó a Tierra Firme y costeando hasta el golfo de Paria y continuando su viaje hacia el Oeste, arribó hasta el cabo Vela, más lejos todavía que Colón, Los hermanos Pinzones, compañeros también del almirante, partieron de Palos en cuatro carabelas, y fueron los primeros europeos que atravesaron la línea en el Océano occidental: estos atrevidos marinos, sin guía y sin conocimiento del hemisferio en que habían penetrado, llegaron en 1500 a la extremidad oriental del Brasil, y prosiguiendo desde allí a Occidente exploraron hasta el río de las Amazonas. Otro marinero, también de Palos, nombrado Diego Lepe, dobló el cabo de San Agustín, y reconoció que la costa se prolongaba mucho más allá hacia Suroeste. Y ya hemos mencionado antes la expedición de Rodrigo de Bastidas.

También a los extranjeros había alcanzado este furor por los descubrimientos que Colón había impreso a los espíritus de su siglo. Los hermanos Juan y Sebastián Cabot, venecianos establecidos en Brístol, salieron en 1497 de este puerto de Inglaterra en una pequeña flota costeada por el rey Enrique VII en busca de tierras desconocidas. Sebastián, que quedó mandando la escuadrilla, tal vez por muerte de su hermano, adoptando las ideas de Colón, buscó la extremidad del Asia esperando hallar para las Indias un paso que no existe. Pero bajando hacia Suroeste descubrió la Tierra Nueva (Newfoundland), visitó la costa occidental de la América del Norte, y variando de rumbo dio la vuelta al cabo de la Florida, desde cuyo punto por falta de provisiones tuvo que regresar a Brístol. Este es el hombre que los ingleses, en sus aspiraciones a ser los primeros del mundo en todos los ramos de la marina, han pretendido presentar como rival de Colón, diciendo con énfasis: «Cabot fue para Inglaterra lo que Colón para España: éste descubrió a los españoles las Islas, aquél descubrió a los ingleses el continente de América». Esfuerzos de rivalidad, que no han podido arrancar a Cristóbal Colón la gloria de haber sido el primer descubridor del Nuevo Mundo.

Ya hemos indicado el viaje del portugués Vasco de Gama en 1498, y cómo dobló el cabo de Buena Esperanza y abrió por mar un tránsito a las Indias Otro portugués, Pedro Álvarez Cabral, enviado por el rey don Manuel en 1500 con trece buques a las Indias orientales, se vio arrojado por una tempestad a unas costas hasta entonces desconocidas, de que tomó posesión en nombre de su soberano. Esta tierra era el Brasil. Volviendo después a tomar su primitiva ruta, llegó a las grandes Indias, término de su viaje, y fue el primero que entabló con los indígenas las relaciones comerciales que tan útiles fueron después a Portugal; en 1501 regresó a Lisboa con un rico cargamento de producciones de aquellos países.

Pero entre todos merece especial mención el que tuvo la inesperada fortuna de dar para siempre su nombre a un mundo que él no había descubierto, privando a Cristóbal Colón, y aun pudiéramos decir usurpándole o robándole una gloria a que él solo tenía derecho. Ya se entenderá que hablamos de Américo Vespucci, o Vespucio. Este mercader florentino, que hizo su primer viaje como aventurero con el español Alonso de Ojeda en 1499, era ciertamente un buen geógrafo y un buen marino, y como tal tomó tal ascendiente sobre sus compañeros, que el mismo Ojeda concluyó por someterse a sus órdenes. A su regreso a Europa, a petición de uno de los príncipes de la familia de los Médicis, escribió una relación de sus aventuras, y de supuestos viajes y descubrimientos, muy propia por cierta elegancia de estilo y por lo maravilloso del relato para excitar las imaginaciones exaltadas, y aun para sorprender la buena fe de algunos cosmógrafos en aquella época de grandes errores geográficos. Esta relación fue impresa y reimpresa con títulos pomposos en Alemania, en Italia y en Francia, con lo cual iba creciendo prodigiosamente la fama del navegante florentino. A poco tiempo un autor alemán publicó un libro sobre las navegaciones de Américo Vespuccio, en el cual por primera vez se proponía dar al Nuevo Mundo el nombre de América. El nombre hizo fortuna, la moda le adoptó, y el tiempo le fue sancionando. En vano los españoles Las Casas, Herrera y otros célebres historiadores de Indias reclamaron contra la usurpación y contra el impostor; era ya tarde para remediar el mal y castigar la impostura; la costumbre y la rutina habían triunfado. Sensible es; pero si al Nuevo Mundo le quedó para siempre el mentido nombre de América, el Mundo Nuevo y el Mundo Antiguo reconocerán perpetuamente en Cristóbal Colón el mérito indisputable de haberle imaginado o de haberle descubierto.

 

   

CAPÍTULO XLIX

GUERRAS DE ITALIA

PARTICIÓN DE NÁPOLES

1498 - 1502