LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO XLVII ( 47 ).ALZAMIENTO DE LOS MOROS DE GRANADA.REBELIÓN DE LAS ALPUJARRAS,1499 - 1502
Ocho años
iban a cumplirse desde la conquista de Granada. En todo este tiempo los
rendidos moros habían vivido tranquilos y en paz bajo el benigno gobierno
militar del guerrero conde de Tendilla, y bajo la prudente gobernación
eclesiástica del humanitario arzobispo don Fernando de Talavera. Estos dos
ilustres varones, siguiendo los benéficos impulsos de su corazón, acomodándose a
las instrucciones benévolas de la reina Isabel, y en cumplimiento de las
condiciones de una capitulación solemne, dejaban vivir a los moros en el libre
goce de sus antiguas leyes y culto, reprimían los excesos y desmanes de los
castellanos díscolos que a fuer de vencedores osaban inquietarlos, se
granjeaban con su gobierno justo y templado el respeto y la veneración de los
musulmanes, y no era poco mérito saber mantener en paz una población compuesta
de tan distintos y aun encontrados elementos, y en que cada día se ofrecían
continuos motivos de discordias y de choques.
No por
eso dejaba de trabajar el buen arzobispo Talavera en la obra santa de la
conversión de los moros. Al contrario, se ocupaba en ella asiduamente,
empleando los medios dulces y suaves á que su natural benigno le inclinaba, y
que le había dejado recomendados la reina Isabel, a saber, la instrucción, la
persuasión, la caridad y el ejemplo. El digno prelado, para poder conversar
mejor con los moros e iluminarlos e instruirlos en las verdades y excelencias
de la religión cristiana y abrir sus entendimientos a la luz de la fe, se
dedicó, a pesar de su avanzada edad, al estudio del idioma arábigo, excitó a
otros eclesiásticos a que le aprendiesen con el propio objeto, hizo escribir un
vocabulario árabe, una gramática y un catecismo, y aun parece se proponía hacer
lo mismo más adelante con toda la Escritura para que los infieles bebieran en
las fuentes más puras las verdades divinas. Esto, unido a la santidad de su
vida, hacía que los moros le respetaran y amaran, llamándole el Santo Alfakí, y
atraídos por la dulzura del trato, por la doctrina, y por la pureza de costumbres
del gran sacerdote, se iban convirtiendo y recibiendo el bautismo en no escaso
número, atendidas las antiguas antipatías entre las dos creencias y los dos
pueblos.
Pero
estos medios les parecían demasiado lentos y demasiado suaves a algunos
eclesiásticos de temperamento más fogoso y de celo más exagerado, los cuales
opinaban que no se debía guardar tanta consideración con los infieles, y que a
pesar de la capitulación debía obligárselos a que se bautizaran al punto, o a
que vendieran sus bienes y se marcharan a Berbería, que si en ello se faltaba
al tratado, sus almas lo ganarían si se bautizaban, y la tranquilidad del reino
se aseguraría si ellos preferían abandonarle. Los reyes, sin embargo, se
mantenían fieles cumplidores de la capitulación, y cuando fueron a Granada en
el estío de 1499 manifestaron aprobar la política templada de Talavera para
con los moros, tanto que al partir a los pocos meses para Sevilla (noviembre),
dejaron recomendado a los prelados que procuraran no darles motivo de
descontento.
Había
acompañado a sus reyes a Granada, y quedóse en aquella ciudad, el arzobispo de
Toledo Jiménez de Cisneros para trabajar en unión con Talavera en la conversión
de los infieles. Más vivo, más enérgico y menos tolerante el prelado toledano
que el granadino, comenzó la obra de la conversión con la misma energía y
actividad que le vimos desplegar antes en la reforma de las órdenes religiosas.
Promovió conferencias con los alfaquíes, exhortábalos con fervorosos
razonamientos, acompañaba sus discursos con dádivas, y les regalaba telas y
vestidos a la usanza de Castilla. La elocuencia y la liberalidad de Cisneros
produjo la conversión de algunos doctores; familias enteras siguieron el
ejemplo de los que respetaban por sabios, y a su imitación el pueblo pedía y
se agolpaba a recibir el bautismo, siendo tal la afluencia, que habiendo
acudido un día hasta tres o cuatro mil, y no siendo posible practicar la
ceremonia de la ablución con cada uno, recurrió Cisneros al método de
aspersión, derramando el agua santa sobre los grupos con el hisopo.
Indignados
con tan pronunciada defección los más fervientes mahometanos, propagaban que
los cristianos faltaban a la capitulación empleando el soborno, y hacían todos
los esfuerzos posibles por contener aquel torrente. Uno de los que con más
actividad trabajaban, sin ocultar sus quejas y sus murmuraciones, era el Zegrí
Azaator, rico y altivo moro de los que habían mostrado más valor en la guerra.
Cisneros, cuyo genio no se arredraba ante ninguna contrariedad y que gozaba en
vencer dificultades, hizo prender al Zegrí, y envió uno de sus familiares, el clérigo
don Pedro de León, al calabozo donde le había puesto, para que le abriera los
ojos a la fe. Mas como las exhortaciones y esfuerzos del catequista fuesen
infructuosos, mandó Cisneros que se pusieran al Zegrí unos grillos, y le
condenó a ayuno y a otras no muy tolerables privaciones. El orgulloso moro fue
perdiendo su arrogancia, y con humildad más o menos verdadera pidió y obtuvo
el bautismo, poniéndole por nombre, a indicación suya, Gonzalo Fernández Zegrí,
en memoria de un desafío o combate que en la guerra había tenido con Gonzalo
Fernández de Córdoba. Aquella conversión hizo una sensación tan profunda, que
los más pertinaces moros se resolvieron a seguir su ejemplo. Cisneros aprovechó
aquella especie de consternación para redoblar su actividad, ya no sólo contra
los infieles, sino contra los libros de los mahometanos, y recogiendo de las
bibliotecas públicas y de las librerías particulares cuantas obras escritas en
arábigo pudo haber, sin atender ni al lujo exterior ni al mérito intrínseco,
hizo una hoguera de todas y las redujo a pavesas en medio de la plaza de Bibarrambla,
reservando sólo unas trescientas que trataban de medicina para la biblioteca de
su colegio de Alcalá de Henares. Así pereció una gran parte de la riqueza
literaria de los árabes españoles, siendo muy de notar y no poco de sentir que
este terrible auto de fe fuera ordenado por uno de los hombres más eminentes y
más sabios que ha tenido España.
El rigor
de Cisneros iba produciendo ya grave irritación en los moros granadinos, que se
sentían demasiado humillados, y proclamaban que se faltaba a las cláusulas más
solemnes de las capitulaciones. Crecía aquélla con la persecución que el
arzobispo desplegaba contra los renegados y sus hijos, a quienes los moros
llamaban elches, en virtud de poder conferido por el inquisidor general
Fr. Diego de Deza, arzobispo de Sevilla, que había sucedido ya al célebre
Torquemada. El disgusto era tal, que presentaba síntomas de estallar en
rebelión, y no tardó en ocurrir un incidente que la hizo reventar, como suele
acontecer cuando los ánimos están exaltados y predispuestos.
Dos
familiares del arzobispo, de aquellos que solían prender o maltratar a los
renegados o a los moros pertinaces, y que eran ya mirados con odio por el
pueblo infiel, fueron un día al Albaicín, apresaron a una joven sirviente y la
conducían a la cárcel. Los gritos de aquella desgraciada atrajeron un grupo de
moros, que enfurecidos y armados de puñales insultaron y provocaron a los
alguaciles, las contestaciones de éstos irritaron más los ánimos, creció el
furor de la plebe, y el uno de ellos tuvo que ocultarse para salvar la vida; el
otro, menos afortunado, cayó aplastado bajo el peso de una enorme piedra que
sobre él arrojaron desde una ventana. Esta fue la señal de la insurrección: los
vecinos del barrio corrieron a las armas, levantaron parapetos en las calles, y
un grupo de sediciosos se dirigió a la casa de Cisneros, que vivía en la
Alcazaba, con propósito de asesinarle. El arzobispo armó sus criados, y se
defendió con valor y serenidad toda una noche. A la mañana siguiente bajó de
la Alhambra el conde de Tendilla con buen número de gente, dispersó las turbas
y salvó a Cisneros. Trató el conde de exhortar y apaciguar a los amotinados;
pero éstos, lejos de desistir, apedrearon al escudero que el conde envió al Albaicín
con proposiciones de paz. Diez días pasaron sin poder aquietar la gente
tumultuada, resuelta al parecer a defenderse hasta el último trance,
proclamando que ellos no se alzaban contra los reyes, sino en favor de sus
firmas estampadas en una capitulación y holladas por sus mismos ministros.
Cuando en
vista de aquella actitud se vacilaba sobre los medios de sofocar la
insurrección, tomó el arzobispo Talavera una resolución arriesgada y heroica.
Fiado en el prestigio de su nombre para con los moros, se presentó en medio de
las enfurecidas turbas acompañado sólo de un capellán y llevando delante la
cruz. Nunca se vio de una manera más palpable el efecto mágico del ascendiente
de un hombre benéfico y virtuoso. A la vista del semblante apacible y dulce del
prelado, que ya conocían, y al recuerdo de las bondades de que le eran
deudores, no sólo se aplacó la airada muchedumbre, sino que se agruparon todos
en derredor del Santo Alfaquí de los cristianos, y hasta los más díscolos se
apresuraban a besar sus vestiduras. Animó esto al conde de Tendilla a
presentarse también en el Albaicín con unos pocos alabarderos: al llegar a la
plaza se quitó de la cabeza su gorro de grana y le arrojó en señal de paz. Los
moros le alzaron y prorrumpieron en aclamaciones. Con esto se calmó el
tumulto, y el de Tendilla, para inspirarles más confianza, dejó en el barrio su
mujer y sus hijos pequeños como en rehenes. El pueblo quedó sosegado y tranquilo,
y el cadí principal, hombre respetable y de grande influjo, dio una
satisfacción a los gobernadores cristianos entregándoles cuatro de los culpados
en el asesinato del alguacil, los cuales fueron juzgados y ahorcados en la
plaza del Beiro.
Habían
entretanto llegado nuevas y avisos de la rebelión a Fernando e Isabel que se
hallaban en Sevilla; sintiéronlo amargamente, y como entendiesen que por causa
del arzobispo de Toledo se había movido tal desorden, y ayudara a confirmarlos
en esta idea la circunstancia de no haber recibido cartas suyas, mostráronsele
muy enojados y le escribieron muy desabridos. Conoció Cisneros la necesidad
de justificarse ante sus monarcas, y envió delante a su socio predilecto Fr.
Francisco Ruiz, el cual pintó los hechos de la manera más favorable al
arzobispo. Poco después se presentó éste personalmente, e hizo la defensa de
sus actos con tanta elocuencia y con tanta habilidad, que no solamente logró
desenojar a los reyes, sino persuadirlos también de la conveniencia de no
levantar mano en la obra de la conversión, añadiendo, que pues los moros habían
sido rebeldes, dejaban de obligar las condiciones de la capitulación, y por lo
tanto debían ser compelidos, o a tornarse cristianos, o a vender sus bienes y
dejar la tierra de España. Aunque Fernando e Isabel no siguieron del todo el
consejo del arzobispo, formóse proceso sobre las pasadas revueltas, lo cual
debió hacerse con algún rigor, puesto que los moros del Albaicín se creyeron en
la necesidad de enviar una embajada al Sultán de Egipto, diciendo que se les
obligaba a ser cristianos por fuerza, y reclamando su protección. El Sultán
atendió su demanda, e hizo intimar a los Reyes Católicos que si seguían
haciendo fuerza a los rendidos moros granadinos, él haría lo propio con los
cristianos que tenía en sus reinos. En su vista acordaron los monarcas
españoles enviar al soberano musulmán el docto Pedro Mártir de Angleria, el
ilustrado escritor a quien hemos citado tantas veces, para que expusiese
verbalmente a aquel príncipe los motivos de su conducta. Tan hábilmente
desempeñó su cometido el clérigo milanés, que el Sultán se dio por satisfecho,
y aun creyó que debía mostrarse agradecido a la generosidad de los reyes de
España para con sus correligionarios.
Viéndose
los moros granadinos sin esperanza de protección y con un proceso abierto,
algunos vendieron sus bienes y se pasaron a Berbería, pero los más prefirieron
abrazar el cristianismo. Toda la población musulmana se apresuró a abjurar su
antigua fe, y como era tanta la muchedumbre que se agolpaba a pedir el
bautismo, dábase éste sin el tiempo necesario para instruir a los convertidos
en la doctrina de la nueva religión que iban a profesar. Calcúlase en
cincuenta mil el número de los que en esta ocasión se bautizaron. No era
ciertamente de esperar ni suponer que todas estas conversiones fuesen
sinceras; por el contrario, no era difícil prever reincidencias o a la fe o a
las prácticas y ritos del antiguo culto, que habían de suministrar, como
aconteció, abundante pasto al tribunal encargado de la averiguación y castigo
de los delitos contra la religión Todos, sin embargo, aplaudieron por entonces
la invencible energía de Cisneros, que tan admirable cambio había producido en
el pueblo infiel.
Pero al
tiempo que esto acontecía en la capital del reino granadino, túvose noticia de
que los moros de las sierras y de las Alpujarras, los más apegados a su antiguo
culto y que con más dificultad habían soltado las armas, sabedores de lo que se
hacía con sus hermanos los del Albaicín y no queriendo sufrir igual suerte,
trataban de alzarse en rebelión. Fernando e Isabel intentaron contenerla por
medio de la siguiente carta que les dirigieron desde Sevilla: «Don Fernando y
doña Isabel, etc. A vos Alí Dordux, cadí mayor de los moros de la Jarquía y
Garbia, y a vos cadix, alguaciles, viejos y buenos hombres moros, nuestros
vasallos de las villas y lugares de la dicha Jarquía o Garbia del obispado de
Málaga y Serranía de Ronda, y cada uno de vos, salud y gracia. Sepades, que nos
es fecha relación que algunos vos han dicho que nuestra voluntad era de vos mandar
tornar y haceros por fuerza cristianos, y porque nuestra voluntad nunca fue, ha
sido, ni es que ningún moro torne cristiano por fuerza, por la presente vos
aseguramos y prometemos por nuestra fe y palabra real, que no habernos de
consentir ni dar logar a que ningún moro por fuerza torne cristiano: y Nos
queremos que los moros nuestros vasallos sean asegurados y mantenidos en toda
justicia como vasallos é servidores nuestros. Dada en la ciudad de Sevilla a
27 días del mes de enero de 1500 años. —Yo el Rey.—Yo la Reina.—Yo Fernando de
Zafra, secretario, etc.».
Sin duda
esta carta no llegó a tiempo, porque ya en aquella fecha los moros se habían
rebelado, y propagádose el fuego de la insurrección por todas las aldeas de
aquellas ásperas montañas. La noticia del levantamiento sobresaltó al rey don
Fernando, que acudió con la mayor celeridad a Granada para disponer los medios
de sofocarle (27 de enero, 1500). Hallábase a la sazón en esta ciudad el Gran
Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, y éste con el conde de Tendilla salieron
apresuradamente contra el enemigo, dirigiéndose a Guéjar, donde los rebeldes se
habían atrincherado. Los montañeses habían arado las tierras de las
inmediaciones, y al tiempo de atravesarlas la caballería de los cristianos,
soltaron el agua de las acequias y empantanaron el campo, de modo que los
caballos se hundían hasta las cinchas, siendo el blanco de los proyectiles que
les arrojaban desde la altura los peones moros. Con mil trabajos y no sin
pérdida ganaron los cristianos la sierra, y emprendieron con furia el ataque de
Guéjar. Apeáronse todos, tomaron las escalas y las aplicaron a los muros.
Gonzalo de Córdoba se anticipó a todos al asalto: asido fuertemente con la mano
izquierda a una almena, descargó con la derecha tan furiosa cuchillada al moro
que se le puso delante, que le hizo rodar al suelo. Penetró Gonzalo en la
villa, le siguieron sus soldados, pasaron a cuchillo muchos rebeldes, y los
demás fueron reducidos a cautiverio.
A pesar
de este escarmiento y de la rendición de Montújar y otros lugares, la rebelión
había cundido de tal modo, que el mismo rey don Fernando creyó indispensable
acudir en persona al foco de la insurrección, e hízolo con grande ejército,
como si se tratara de conquistar nuevamente aquel reino.
Los
insurrectos habían formado trincheras y abierto cortaduras en los desfiladeros.
Pero Fernando, que ya conocía el país, condujo sus tropas por veredas y caminos
tortuosos flanqueando la montaña que conduce a Lanjarón, pueblo situado en una
de las alturas más inaccesibles de la sierra, y defendido por tres mil moros.
Sorprendidos se quedaron los rebeldes al ver tremolar las banderas cristianas
en lo más empinado de aquellas cumbres. El alcalde de los Donceles, el conde de
Cifuentes, el comendador mayor de Calatrava y otros caballeros que acompañaban
al rey, asaltaron denodadamente los muros de Lanjarón y forzaron los sitiados a
rendirse, a excepción de un capitán negro que los acaudillaba, y que por no
entregarse se arrojó de cabeza de lo alto de una torre haciéndose pedazos (7
de marzo, 1500).
Casi
simultáneamente el conde de Lerín, que había entrado por la taha de Andarax,
cercó la fortaleza de Laujar, y se apoderó de ella empleando un sangriento y
horrible medio, que fue volar con pólvora una mezquita donde se habían
refugiado multitud de moriscos con sus hijos y mujeres.
Estos
ejemplos de severidad, unidos al convencimiento de su impotencia, movieron a
los moros a darse a partido, poniendo por mediador a Gonzalo de Córdoba, en
cuya generosidad fiaban, y a quien debieron en efecto que el rey aceptase su
sumisión con condiciones que sin la mediación del Gran Capitán no hubieran tal
vez obtenido. Volvióse Fernando a Sevilla, y llevando consigo la reina pasó
otra vez a Granada (julio). Allí adoptaron nuevas medidas para la conversión de
los infieles de las montañas, sin lo cual no se prometían asegurar la
tranquilidad de un modo permanente. Enviáronseles misioneros, se les
prometieron y aun concedieron privilegios y franquicias, se empleó la
persuasión y el halago, y antes de terminar el año lograron los reyes ver
convertidos, por lo menos exteriormente, los moros de la Alpujarra, de Baza, de
Guadix y de Almería.
Mas de
tal manera había encarnado el espíritu de rebelión en aquellas gentes, que a
fines de aquel año y principios del siguiente (1501) estalló nueva insurrección
en la sierra de Filabres, la cual se encargó de sofocar el alcaide de los
Donceles, e hízolo cercando y rindiendo la villa de Belefique, donde los
rebeldes se habían fortalecido, e imponiéndoles las mismas condiciones que a
los del valle de Lecrín, con lo que muchos prefirieron el bautismo al castigo.
Cuando por aquella parte se apagaba también la insurrección, levantóse otro
imponente incendio en la Serranía de Ronda, especialmente en los distritos de
Harahal, de Sierra Bermeja y Villaluenga, habitados por la raza africana más
belicosa y feroz, y la que había resistido más la sumisión en la pasada guerra.
Conócese que un mismo espíritu animaba a todos los moradores de las montañas,
pero que faltaba a estos movimientos un plan, una dirección y un jefe. Estos
últimos parece habían procurado interesar en su causa y solicitado socorro de
sus hermanos de África; mas sin aguardar a que llegase, ellos, descendiendo de
sus riscos, después de asesinar a los misioneros cristianos, aterraban a los
pueblos de la comarca con robos, cautiverios y muertes.
Para
sujetar a esta gente fiera se puso un buen ejército a las órdenes de los más
ilustres y acreditados capitanes de Andalucía, entre los cuales figuraban los
primeros el conde de Cifuentes, el de Ureña y don Alonso de Aguilar, el hermano
mayor de Gonzalo de Córdoba, con su hijo primogénito don Pedro Fernández de
Córdoba. Esta escogida hueste penetró desde luego en la Serranía (marzo, 1504),
haciendo a los moros reconcentrarse en las asperezas de Sierra Bermeja. En una
de las posiciones en que acamparon los cristianos, vieron circular en derredor
varias cuadrillas de enemigos de aspecto feroz. Eran los moros llamados
Gandules, gente brava, intrépida y tenaz, que acaudillaba el Feherí de Ben
Estepar, capitán veterano y astuto, digno caudillo de aquellos soberbios
montaraces. Enardecidos a su vista los cristianos de la vanguardia que mandaba
don Alonso de Aguilar, tomaron una bandera, atravesaron un arroyuelo que los
separaba, y subieron tras ellos en tropel por las cuestas y laderas. Aunque don
Alonso reprobaba aquella temeridad, apresuróse a proteger a su gente, y en
unión con su hijo don Pedro fue batiendo a los moros, los cuales se iban
retirando por entre escabrosidades y precipicios hasta el corazón de la Sierra,
en medio de la cual y en un terreno llano, pero rodeado por todas partes de
rocas, tenían sus mejores alhajas, sus niños y sus mujeres. Los moros se
escondieron entre los riscos; y los cristianos, dando por segura la victoria,
se abalanzaron sobre el botín, desordenándose y esparciéndose en todas
direcciones.
Era una
noche tenebrosa, y los lamentos de las mujeres y los niños avisaron a los moros
del peligro que corrían sus más preciosos objetos. Por desgracia, en aquel
momento crítico, la explosión y el resplandor de un barril de pólvora que se
incendió en el campo permitieron a los moros descubrir el desorden en que los
cristianos estaban, sin armas muchos de ellos y cargados de botín. Animados a
la vista de aquel espectáculo, deslizáronse a manera de espíritus infernales,
valiéndonos de la frase vigorosa de un historiador, por todas las gargantas y
entradas de la meseta, y arremetiendo con horrenda gritería sobre los
españoles, tiñeron sus cuchillas en la sangre de los unos, y obligaron a los
otros a huir despavoridos perdiéndose por aquellos laberintos o precipitándose
por las simas de la sierra, repitiéndose aquella noche la desastrosa y
memorable tragedia que años antes se había ejecutado en la Axarquía. En aquella
espantosa confusión el conde de Ureña pudo ganar un lugar alto y despejado de
la montaña y rehacer algunos de los suyos. Don Alonso de Aguilar, creyéndose
abandonado de su compañero, exclamó con arrogancia: «pues el estandarte de la
casa de Aguilar nunca huyó de los moros:» y se preparó á la defensa. Peleaba a
su lado de rodillas su joven hijo don Pedro, atravesado un muslo de un
flechazo y magullado el rostro con una piedra que le derribó dos dientes.
«Retírate, hijo mío, y ve a consolar a tu afligida madre, le decía aquel padre,
tan tierno como valeroso: retírate y vive como buen caballero, no perezcan de
una vez las esperanzas de nuestra casa.» El intrépido mancebo se obstinaba en
seguir peleando, pero de cierto hubiera perecido si don Francisco Álvarez de
Córdoba no le hubiera retirado de aquel peligroso sitio y llevádole donde
estaba el de Ureña.
Éste que
no había sido más afortunado, puesto que vio caer a su lado a su hijo, y se
hallaba él mismo herido también, se defendió cuanto pudo con los grupos que
había logrado reunir. Pero se vio al fin tan acosado, que se tuvo por dichoso
de poder descender con unos pocos a la falda de la montaña, y de encontrarse al
poco rato con el conde de Cifuentes y sus sevillanos, los que menos habían
padecido en aquella noche fatal (16 de marzo), y ya juntos pudieron defenderse
hasta el amanecer. Con la luz del día volvieron los africanos, a manera de
fieras, a sus agrestes guaridas; pero aquella luz descubrió también todo lo
horrible de la catástrofe pasada. Las cañadas y laderas de aquellos riscos estaban
sembradas de banderas y cadáveres cristianos. Entre ellos se reconoció el del
famoso y célebre ingeniero Francisco Ramírez de Madrid, a cuya inteligencia y
bravura se habían debido tantos triunfos en la guerra de Granada. Muchos otros
esforzados caballeros habían perecido en aquellas fragosidades.
¿Y qué
había sido del valeroso, del invicto y esclarecido don Alonso de Aguilar? Con
dolor refiere el historiador el triste, aunque heroico remate que tuvo el
hermano del Gran Capitán, que también fue uno de los más insignes capitanes él
mismo. Don Alonso de Aguilar llegó a verse solo, herido, sin caballo y casi sin
armas, después de haber tronchado por su mano las cabezas de muchos enemigos.
En tal situación pudo colocarse con la espalda apoyada en una gran roca, vuelto
el rostro a los que le acometían y acosaban. Así continuaba defendiéndose,
hasta que un robusto y forzudo moro le obligó a luchar con él a brazo partido.
En la refriega desabrochósele el arnés al caballero andaluz: aunque herido el
de Aguilar se abrazó con su contrario, y ambos vinieron al suelo. Quedó encima
el vigoroso moro, y el de Aguilar, viéndose vencido, como si esperara que su
nombre había de aterrar a su adversario: Yo soy, le dijo, don Alonso de
Aguilar.—Y yo soy, contestó el moro, el Feheri de Ben Estepar. Al oír este
odioso nombre, el cristiano se encendió en ira, recogió todo su aliento, e
intentó descargarle el último golpe; pero le fue fácil al moro detener su casi
desfallecido brazo, y clavando el puñal en el desnudo pecho del cristiano, le
dejó sin vida. Así acabó el insigne don Alonso Fernández de Aguilar, llamado
también de Córdoba, uno de los más ilustres y de los más hazañosos capitanes de
la guerra de Granada, a quien por espacio de diez años de ruda campaña parecía
haber respetado los alfanjes sarracenos, para venir a terminar su brillante y
gloriosa carrera a manos de un bandido en el oscuro rincón de una montaña.
Déjase
comprender la sensación que causaría en toda España el desastre de Sierra
Bermeja: un mismo deseo de venganza ardía en los corazones de todos, y el rey
don Fernando quiso, contra los consejos de sus cortesanos, marchar al frente
de un cuerpo de tropas al corazón de aquellas sierras a castigar por sí mismo
aquella gente feroz, y se presentó en Ronda a principios del mes siguiente
(abril). Felizmente no tuvo necesidad de grandes esfuerzos para rendir a los
sublevados. Éstos se habían asombrado de su mismo triunfo, y reconociendo su
temeridad, sabiendo las disposiciones que contra ellos se tomaban, noticiosos
de la indignación del rey, y reflexionando sobre su suerte futura, renunciaron a
la resistencia y se decidieron a aplacar la cólera del monarca pidiéndole
perdón en los términos más sumisos. Oyó Fernando sus proposiciones, y
queriendo unir la clemencia con la energía, las aceptó, concediendo indulto y
general olvido a todos los que habían tomado parte en la insurrección, pero
poniendo a todos los moros en la obligación y alternativa, o de abrazar la
religión cristiana, o de abandonar para siempre el suelo español, perder sus
bienes y trasladarse a África, ofreciendo suministrar naves al precio de diez
doblas de oro por cada individuo para el trasporte de los que optasen por este
último partido. Pocos fueron los que le tomaron, siendo menos tal vez por el
subido precio de trasporte, y con éstos cumplió el rey su promesa. La inmensa
mayoría se decidió a bautizarse, no con la mayor vocación ni con las mejores
disposiciones según los escritores de estos sucesos.
Aquellas
sublevaciones y su resultado habían hecho crecer el partido de Cisneros, esto
es, de los que aconsejaban la conveniencia de las medidas violentas para
lograr la conversión. Y como aun no estaba la nación limpia de mahometanos,
puesto que, si bien en el reino granadino, todos, en lo exterior por lo menos,
habían dejado de serlo, había todavía en Ávila, Toro, Zamora y en otros puntos
de Castilla muchos moros de los que llamaban mudéjares, Isabel y Fernando
creyeron deber tomar con ellos una medida semejante a la que habían adoptado
con los de Ronda y las Alpujarras. Primeramente expidieron una pragmática
prohibiendo toda comunicación entre éstos y los recién convertidos de aquellas
tierras, a fin de evitar el pernicioso influjo que pudieran ejercer en unos
hombres que se suponían poco firmes o mal contentos con la fe nuevamente abrazada.
No se creyó esto lo suficiente para extirpar de raíz la semilla, y expidióse
en Sevilla otra pragmática (14 de febrero, 1502) muy semejante al famoso edicto
contra los judíos. En ella se mandaba que todos los moros no bautizados
existentes en los reinos de Castilla y León, mayores de catorce años siendo
varones y de doce siendo hembras, o recibieran el bautismo, o salieran de la
península dentro de un breve plazo (hasta fin de abril), pudiendo vender sus
bienes y llevarse su valor en efectos que no fuesen oro, plata y otros
artículos, cuya extracción estaba prohibida, y pasar a otro país que no fuese
África y Turquía, con los cuales España se hallaba entonces en guerra. Parece
que los más prefirieron abjurar sus antiguas creencias y recibir el agua
bautismal, acordándose sin duda de los trabajos y miserias que pasaron los
judíos cuando en un caso semejante prefirieron abandonar el suelo que los vio
nacer a renegar de la fe de sus padres.
Desde
entonces, por primera vez al cabo de ocho siglos, no quedó un solo habitante en
España que exteriormente diera culto a Mahoma, ni uno solo que, al menos en
apariencia, no profesara el cristianismo, y la unidad de religión quedó
completamente establecida. La historia nos dirá después si fueron sinceras y
durables las conversiones por aquellos medios obtenidas, o si por tales las
reputaron en lo sucesivo los cristianos.
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LOS MORISCOS EMBARCAN EN DENIA PARA AFRICA |