LOS REYES CATOLICOS CISNEROS.—REFORMA DE LAS ÓRDENES RELIGIOSAS. 1493 - 1498 ">
LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO XLVI.
CISNEROS.— REFORMA
DE LAS ÓRDENES RELIGIOSAS.
1493 - 1498
No basta a
los príncipes y a los soberanos y jefes de las naciones para regir con acierto
un grande Estado, guiarse por sus propias luces y talento. Por grande y
privilegiado que sea éste, y por luminosas que se supongan aquéllas, necesitan
rodearse de varones doctos y de consejeros prudentes, que, o los ayuden con su
consejo, o les inspiren ideas saludables, o sepan ejecutar y dar cumplida cima a
sus pensamientos. De la elección acertada o inconveniente de las personas
depende la buena o mala dirección de los asuntos públicos y el éxito feliz o
desgraciado de los más graves negocios. Esta fue precisamente una de las dotes
en que sobresalió más la reina Isabel, y en que más se mostró la discreción y
buen juicio de aquella gran señora. No solamente tuvo un admirable tino, resultado
de la penetración de su ingenio, para conocer y elevar los sujetos de más valer
por sus virtudes y su talento y llevarlos cerca del trono, sino también para
darles aquel grado de autoridad, y dispensarles aquella honra y consideración a
que su saber y sus prendas los hacían acreedores.
Limitándonos
ahora a los que escogió para directores de su conciencia, cargo de la primera
importancia en aquel tiempo, y al que era como inherente un influjo grande en
los negocios del Estado, aparte de una lamentable excepción, en la que
precisamente tuvo menos participación su voluntad, siempre se pronunciarán con
veneración y respeto los nombres de don Fr. Fernando de Talavera y de don Pedro
González de Mendoza. Nada más merecido y justificado, y nada más honroso para
la reina Isabel que la elevación del virtuoso, del prudente, del humanitario Talavera
al confesonario regio, al obispado de Ávila y al arzobispado de Granada. Nada
tampoco más noble y más sublime que la conducta de la reina y de su confesor la
primera vez que éste ejercitó tan delicado ministerio. Este es el confesor que
yo buscaba, dijo la reina de Castilla; y estas palabras las pronunció con
ocasión de haberle dicho el religioso: Señora, yo he de estar sentado, y V. A.
de rodillas, porque este es el tribunal de Dios, y hago aquí sus veces. Grande
se mostró en este acto la reina Isabel, y bien merecía tan digno sacerdote
sentarse el primero en la silla arzobispal de la última ciudad que se ganó a
los moros.
El gran
cardenal de España y arzobispo de Toledo don Pedro González de Mendoza, a quien
tantas veces hemos tenido ya que mencionar, alcanzó tanto influjo, tanto poder
y autoridad en el gobierno por espacio de más de veinte años, que uno de los
más ilustrados escritores de su tiempo le llamaba por donaire el tercer rey de
España. Mas no sin justicia había elevado Isabel a tan alta dignidad, y no sin
razón dispensaba tanto favor e influjo al «gran varón, y muy experimentado y
prudente en negocios,» según la calificación de otro de sus sabios
contemporáneos, al hombre de tan grandes y elevadas miras y que tanto ayudó a
sus reyes en todas sus más generosas empresas, al que gastaba las inmensas
rentas de su sedeen fomentar la instrucción pública, en proteger a los hombres
instruidos y en crear escuelas y establecimientos piadosos, al fundador del
colegio mayor de Santa Cruz de Valladolid y del hospital de expósitos del mismo
nombre en Toledo, al que si en la edad juvenil pagó como hombre su tributo a la
flaqueza humana y a las costumbres de su época, supo en la edad madura borrar
aquellas faltas con grandes y gloriosas acciones, con sabios y prudentes
consejos, y con importantes y eminentes servicios. La reina se los pagó con
honras y mercedes. En la última enfermedad del cardenal, Isabel fue en persona a
visitarle acompañada del rey su marido, le prodigó todo género de consuelos, y
admitió el cargo de albacea suyo. «Vióse a una reina rodeada de poder y de
gloria, dice su ilustrado panegirista, objeto de la admiración de toda Europa,
tomar por sí misma las cuentas a los criados de su amigo, y entender
menudamente en el arreglo de sus intereses y en la ejecución de sus últimas disposiciones».
Así elevaba y honraba la reina Isabel a los hombres que por su talento y sus
prendas descollaban entre sus súbditos.
Con la
muerte del ilustre cardenal Mendoza en Guadalajara (11 de enero, 1495) quedaba
vacante la sede primada de Toledo, la más alta y la más pingüe dignidad de la
Iglesia española, y tal vez en aquel tiempo de toda la cristiandad, a excepción
del pontificado. La reina, a quien por el arreglo pactado con el rey
correspondía la provisión de todos los beneficios, piezas y dignidades
eclesiásticas de Castilla, había consultado con el cardenal Mendoza acerca de
la persona que podría sucederle en aquella sede. El gran cardenal, después de
aconsejarla que no elevase a tan alto puesto a ningún individuo de la grandeza,
por el temor de que unidos el poder de dignidad y el poder de familia en algún
sujeto ambicioso, pudiera dar disgustos o intentar ataques a la autoridad real
(prevención notable de parte de quien pertenecía a una de las casas más
poderosas é ilustres de Castilla), procedió a indicar como el más apto y más
digno, y como el más conveniente al bien de la Iglesia y del reino, a un hombre
de discreción, de saber, de virtud acrisolada, pero de más humilde que elevada
cuna, y que vestía el tosco sayal de la orden de San Francisco: sujeto a quien
en otras ocasiones había ya recomendado y favorecido, y aun puesto al lado de
la reina. Hablábale de su mismo confesor. Pronunció, pues, el cardenal el
nombre de Fr. Francisco Jiménez de Cisneros. El nombre sonó bien en los oídos
de la piadosa Isabel, y resolvió aceptarle.
El gran
papel que este hombre extraordinario ha representado con mucha justicia en la
historia de España, y el influjo poderoso que desde entonces ejerció como
confesor, como prelado, como ministro, como gobernador y regente en la suerte
de esta nación, hace necesario dar cuenta de los antecedentes que motivaron su
elevación y encumbramiento, para poder apreciar después mejor sus hechos en las
importantes situaciones en que sus merecimientos le colocaron.
CARDENAL CISNEROS 1436 -1517Jiménez
de Cisneros, hijo de un hidalgo pobre de Torrelaguna (provincia de Madrid),
donde nació en 1436 (2), comenzó sus estudios en Alcalá de Henares, continuó
su carrera en la universidad de Salamanca, donde se graduó de bachiller en
ambos derechos, canónico y civil, y pasó después a Roma, como otros muchos de
los que deseaban ampliar su instrucción en aquel tiempo, prometiéndose también
hacer allí más adelantos en su carrera eclesiástica. Había, no obstante,
progresado más en ciencia que en fortuna, cuando al cabo de seis años tuvo que
regresar a su patria con motivo del fallecimiento de su padre y del mal estado
en que éste había dejado los intereses y negocios de su casa, obteniendo antes
una bula y gracia apostólica, por la que se le confería el primer beneficio de
cierta congrua que vacara en el arzobispado de Toledo. En su virtud se
posesionó Cisneros del arciprestazgo de Uceda que vacó algunos años después,
mas con tan poca ventura, que teniendo anticipadamente destinada el arzobispo
don Alfonso Carrillo aquella prebenda para uno de sus familiares, quiso obligar
a Cisneros a que cediese su derecho en favor de aquél. Pero en esta ocasión
comenzó a mostrar Jiménez su carácter firme, digno e independiente; y como no
se dejase vencer ni de persuasiones, ni de halagos, ni de amenazas, irritóse
el irascible prelado, y procedió a encerrarle en el castillo de Uceda, de donde
le trasladó a la torre de Santorcaz, como si fuese un eclesiástico díscolo o
rebelde, que para éstos estaba destinada aquella prisión. Sufrióla con imperturbable
entereza el digno sacerdote, sin doblegarse a las exigencias de su injusto
perseguidor, hasta que, o mejor aconsejado éste, o convencido de la invencible
inflexibilidad del preso, determinó después de seis años ponerle en libertad,
y Cisneros se posesionó de su arciprestazgo.
A poco
tiempo se le proporcionó permutar su beneficio por la capellanía mayor de la
catedral de Sigüenza, en lo cual no vaciló, a trueque de salir de la
jurisdicción inmediata de un prelado de quien había recibido tan mal
tratamiento. La resolución no pudo ser más acertada. Ocupaba la silla episcopal
de Sigüenza otro prelado, cuyos sentimientos y carácter no se asemejaban en
nada a los del primado de Toledo. Era el ilustre don Pedro González de Mendoza,
de quien hablamos poco há. Cuando la casualidad o las circunstancias ponen en
contacto dos genios extraordinarios, pronto se comprenden. Mendoza supo
apreciar las altas dotes de saber y de virtud de Cisneros, que se consagraba
allí con nuevo ardor a los estudios sagrados, y al de las lenguas hebrea y
caldea, que tanto habían de servirle para la famosa edición de la Biblia de que
después habremos de hablar, y le nombró vicario general de su diócesis, empleo
en que desplegó Cisneros su gran capacidad y sus relevantes dotes de
gobernador.
Pero otra
era la carrera, otro el género de vida a que le inclinaba su genio austero y
contemplativo. Enemigo del ruido mundanal, deseaba consagrarse al servicio de
Dios en el retiro y silencio de un claustro, y empapado su espíritu religioso
en esta idea, dispuesto a abrazar la institución monástica que se distinguiese
más por la severidad de su regla, se resolvió a abandonar la ventajosa
posición que ocupaba, y sin moverle las razones de los amigos que intentaban
disuadirle, tomó el hábito en el convento de franciscanos observantes de San
Juan de los Reyes en Toledo. Señalóse allí entre los mismos conventuales por
las mortificaciones de todo género con que se preparaba a la profesión, y por
una rigidez en la observancia de la regla, en que tal vez el mismo santo
fundador no le habría excedido. Cuando profesó, era ya tal la fama de su
santidad y de su doctrina, que apenas entró en el ejercicio del púlpito y del
confesonario, sus sermones atraían un inmenso concurso, y las gentes más
ilustradas le buscaban por director de sus conciencias. Todavía era poca
soledad y poca penitencia aquella para el recogimiento y la austeridad que
anhelaba el espíritu ya un tanto tétrico de Cisneros, y en su virtud pidió y le
fue permitido trasladarse al convento del Castañar, así llamado por un bosque
de castaños que rodeaba aquella solitaria casa. Allí se entregó a su gusto a la
contemplación, a la oración, al estudio, a la abstinencia y a las maceraciones.
en una estrecha cabaña que fabricó por su mano junto al convento, donde pasaba
los días y las noches, alimentándose con hierbas y agua como el anacoreta más
austero de los primitivos tiempos del cristianismo. Destinado tres años más
adelante de orden de sus superiores al convento de Salceda en la provincia de
Guadalajara, continuaba allí en los mismos devotos y severos ejercicios, hasta
que la reputación de sus virtudes hizo que fuera elevado al cargo de guardián
del mismo convento. Entonces tuvo que renunciar en mucha parte a la vida
individual y contemplativa para atender al cuidado de otros y al gobierno de la
comunidad. Tal era la situación de fray Francisco Jiménez de Cisneros, cuando,
impensadamente para él, y ya a los cincuenta y cinco años de su edad, se le
abrió una nueva y vastísima carrera, a que ni había sentido nunca inclinación,
ni siquiera se le había pasado jamás por el pensamiento.
Conquistada
Granada de los moros (1492), y nombrado para la dignidad de arzobispo de la
nueva diócesis el confesor de la reina Isabel don Fr. Fernando de Talavera,
consultó la reina a su íntimo consejero el cardenal de España don Pedro
González de Mendoza, que ya era arzobispo de Toledo por muerte de don Alfonso
Carrillo, sobre la persona a quien le convendría encomendar su dirección
espiritual en el confesonario. El gran cardenal no se había olvidado nunca del
hombre virtuoso a quien había conocido en Sigüenza, y que con tanto tino y
sabiduría había desempeñado el cargo de vicario general que le confió. El
ilustrado Mendoza sentía que un hombre tan docto y de tan sólida virtud y
extraordinarias dotes se hallara como sepultado en la lóbrega soledad de un
claustro, y aprovechó aquella ocasión para encomiar y recomendar a la reina de
Castilla el guardián de San Francisco de Salceda. Isabel, deferente siempre a
las insinuaciones y consejos del cardenal, quiso ver y hablar al virtuoso
franciscano, y Cisneros fue llamado a la corte, que se hallaba en Valladolid,
sin que supiese el verdadero objeto de su llamamiento. Acudido que hubo el
religioso, condújole un día el cardenal como por acaso y le presentó en la
cámara de la reina. El anacoreta del Castañar no se turbó por verse tan
inopinadamente a la presencia de la reina de Castilla, antes con noble
continente y con respetuoso desembarazo contestó a las preguntas de su reina,
la cual con singular penetración comprendió que el recomendado era muy
merecedor de las alabanzas que de él le había hecho el cardenal. A los pocos
días el franciscano Jiménez de Cisneros estaba nombrado confesor de la reina.
Era demasiado elevado el espíritu de Cisneros para que le fascinara el brillo
de tan envidiada posición, y así, lejos de mostrarse envanecido por favor tan señalado,
no lo aceptó sin violencia, y puso por condición para admitirle que todo el
tiempo que no necesitara para el cumplimiento de sus nuevos y sagrados deberes,
se le habría de permitir observar las reglas de su instituto y consagrarse a
sus ejercicios de devoción y de piedad.
Gran
sensación causó en los cortesanos la aparición en la escena de aquel nuevo
Hilario sacado del desierto, pálido su rostro y macerado su cuerpo con las
vigilias y los ayunos, a la edad de 55 años; censurábanle los envidiosos, y los
más adictos a sus virtudes temían verlas sucumbir a la prueba de una transición
tan repentina. A envidiosos y amigos fue tranquilizando el nuevo confesor,
conduciéndose con la misma abnegación en la corte que en el claustro; y la
reina Isabel, tan justa apreciadora del mérito, le halló tan digno de su
confianza, que en los negocios más arduos y graves no dejaba nunca de consultar
con su buen franciscano. La justa celebridad que había adquirido y la
consideración de que gozaba para con la reina, influyeron sin duda en el
nombramiento de provincial que al año siguiente hizo en Cisneros el capítulo de
su orden. En cumplimiento de este nuevo cargo, se dio a visitar los conventos
de Castilla, lo cual ejecutaba caminando a pie, pidiendo limosna, y guardando en
todo muy escrupulosamente la regla como si fuese el último y el más humilde de
todos los religiosos. En estas visitas fue cuando tuvo ocasión de observar por
sí mismo la relajación de costumbres en que comúnmente vivían las comunidades y
casas de regulares, y se propuso reformarlas restableciendo la observancia
rigurosa de la antigua disciplina, a cuya obra halló muy dispuestos a los
reyes.
La
relajación de costumbres en las órdenes monásticas era por desgracia demasiado
cierta, y ya en otro capítulo de nuestra historia lo dejamos demostrado.
Tiempo hacía ya que Fernando e Isabel trabajaban por poner remedio a la
licencia y a los escándalos de aquellas casas que en otro tiempo habían sido
modelos de recogimiento, de pureza y de virtud. Pero el fruto de su celo y de
sus diligencias había sido hasta entonces escaso, por las dificultades y
obstáculos que para resistirlas opusieron, especialmente algunos institutos,
acostumbrados a la soltura, a la posesión de bienes y riquezas, a la profusión,
al desorden y a la vagancia, y apoyados por sus mismos superiores, que se
suponían autorizados por bulas pontificias para dispensar en las reglas y
preceptos de sus santos fundadores. No eran en verdad los franciscanos los que
menos se habían separado de las obligaciones de su instituto, en especial los
llamados claustrales o conventuales, que vivían holgadamente y poseían en toda
España magníficos conventos y pingües rentas, a diferencia de los observantes (a
los cuales pertenecía Cisneros), que eran menos en número, más pobres, y
observaban más estrictamente la regla del santo fundador. Los reyes acogieron
con avidez el pensamiento y proyecto de reforma de Cisneros, y se propusieron
ayudarle y favorecerle. Al efecto impetraron de la Santa Sede, y el papa
Alejandro VI les otorgó y expidió, un breve pontificio (27 de marzo, 1493),
autorizándolos para nombrar prelados y varones de integridad y conciencia que
visitasen los conventos y casas de religión de su reino, con facultad para
adquirir, informar y reformar in capite et in membris los dichos
monasterios, corregir y castigar mediante justicia, y restablecer en ellos la
vida santa y religiosa.
Íbase, pues, haciendo la reforma lenta y trabajosamente y a través de mil dificultades, cuando aconteció la muerte del cardenal Mendoza y la vacante de la mitra de Toledo. Ya hemos visto cómo aquel ilustre prelado dejó recomendado a la reina para sucesor suyo en aquella primera dignidad de la Iglesia española a su confesor Fr. Francisco Jiménez de Cisneros. La reina Isabel le prefirió a otros en quienes había pensado, y tuvo la suficiente firmeza para anteponerle al arzobispo de Zaragoza don Alfonso de Aragón, hijo natural del rey su marido, sujeto que no carecía de talento, pero cuya conducta y costumbres no le recomendaban para el ministerio que ejercía, cuanto más para la silla primada a que su padre se empeñaba en elevarle. Resistió, pues, la reina con tan mañosa dulzura como entereza a todas las recomendaciones, y solicitó secretamente las bulas en favor de Cisneros (1495). Cuando estas llegaron, llamó a su confesor y se las dio a leer. Grandemente turbado se quedó el religioso cuando llamándole la atención la reina hacia el sobrescrito, leyó: A nuestro venerable hermano Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, electo arzobispo de Toledo. Demudósele el color, y exclamando: Señora, estas bulas no se dirigen a mí, entregó el pliego, y se salió rápida y bruscamente de la regia cámara. —Al
menos, padre mío, repuso dulcemente la reina, me permitiréis que yo vea lo que
el papa os escribe:—y le dejó salir de palacio, disimulándole, y tal vez
complaciéndose en aquel arranque de ruda abnegación.
No era
abnegación simulada, sino muy sincera. Cisneros se apresuró a salir de Madrid,
donde esto acontecía, y los caballeros de la corte que la reina despachó en su
seguimiento le encontraron ya a tres leguas de esta población, caminando a pie
con dos religiosos de su orden. Todas las exhortaciones y todas las instancias
que aquéllos le hicieron para que regresara a la corte y aceptara la dignidad a
que la reina y el pontífice le habían ensalzado, fueron inútiles. A todas sus
reflexiones contestaba el humilde religioso: «que no se consideraba digno de
tan alto ministerio, ni con fuerzas para sobrellevar tan grave carga; que la
reina y el papa no le conocían bastante, y se habían equivocado en cuanto a sus
luces y su mérito; que su vocación era la pobreza, la austeridad y el retiro, y
que creía hacer un servicio a la religión y a los hombres en no aceptar una
elección que debería recaer en sujeto más digno.» Expuso todo esto con tanta
decisión y energía, que los enviados de la reina hubieron de volverse a Madrid
con el desconsuelo de no haber logrado su objeto. Por más de seis meses se
mantuvo inflexible en su resolución el franciscano, hasta que la reina obtuvo
segunda bula del papa, en la cual Su Santidad ya no sólo le exhortaba, sino que
le mandaba con toda su autoridad que aceptara sin dilación ni excusa su
nombramiento, hecho en toda forma y por ambas potestades, temporal y
eclesiástica. A tan explícito mandamiento, hubo Cisneros de resignarse, mas no
sin la condición de que las rentas de la Iglesia vinculadas al sustento de los
pobres no se habían de distraer a otros usos y objetos, condición que los reyes
aceptaron sin contradicción alguna. En su virtud se consagró el nuevo arzobispo
de Toledo en Tarazona (11 de octubre, 1495) en presencia de sus monarcas, a
quienes besó respetuosamente las manos, y ellos a su vez quisieron también
besar con humilde devoción las del prelado.
Jamás se vio
llevado a más alto punto por parte de un sujeto el Nolo episcopari, y
nunca por parte de un soberano y de un pontífice se cumplió mejor y con más
provecho de la Iglesia el Nolentibus datur. Pronto se vio también la
noble independencia con que Cisneros se proponía ejercer su autoridad.
El
arzobispo de Toledo tenía anexos a la dignidad desde el tiempo de San Fernando
ciertos empleos y gobiernos civiles y militares, como el de gran canciller de
Castilla y otros. Acaso el más pingüe de todos era el adelantamiento de
Cazorla. que por nombramiento del último arzobispo, el cardenal Mendoza,
poseía don Pedro Hurtado de Mendoza su hermano. Este caballero, temeroso de que
peligrara su destino en las reformas que el nuevo arzobispo comenzaba a hacer
en el personal, obtuvo una recomendación de la reina, e hizo que sus parientes
y amigos hablaran en su favor al prelado. Hiriéronlo éstos así, ensalzando los
merecimientos de su pariente, exponiendo el interés que por él tomaba la reina,
y recordándole las consideraciones que siempre había debido al cardenal su
antecesor. Cisneros, después de haberlos escuchado, “El arzobispo de Toledo,
les dijo, debe disponer libremente y no por recomendaciones, de los empleos
que le pertenecen: los reyes, mis señores, a quienes respeto, podrán enviarme a
la celda de donde me han sacado, pero no obligarme a hacer cosa alguna contra
mi conciencia y contra los derechos de la Iglesia”. Incomodados los
pretendientes con esta respuesta, la llevaron a la reina quejándose de la
arrogancia del prelado, y procurando irritarla contra él. Isabel calló, y no dio
muestras de disgustarse de la entereza del arzobispo.
Algún
tiempo después, al entrar Cisneros en su palacio, divisó a don Pedro Hurtado de
Mendoza, que parecía huir de encontrarse con él, resentido del anterior
desaire. El arzobispo le señaló llamándole adelantado de Cazorla. Como el
Mendoza se quedase un tanto sobrecogido, “Sí (le dijo acercándose el prelado),
Adelantado de Cazorla, ahora que estoy en plena libertad os confirmo en este
cargo, que no he querido dar á ningún otro, por seros debido de justicia; y
espero que en adelante serviréis al rey, al Estado y al arzobispo como antes lo
hicisteis”. Mendoza se mostró altamente reconocido, y sirvió fielmente á
Cisneros toda la vida. Desde este episodio nadie se atrevió a molestar al
arzobispo con recomendaciones para empleos.
Estos
rasgos de inflexible independencia resaltaban más en un hombre que después de
haber empuñado el báculo del apóstol y posesionádose de los cuantiosos bienes
de la primera mitra de España, continuaba haciendo la vida humilde y austera
del franciscano observante. El arzobispo Cisneros no había dejado de llevar
sobre sus carnes el tosco sayal de San Francisco; el primado de España seguía
viajando a pie con el bastón del peregrino: el opulento prelado comía parca y
frugalmente, y reposaba sobre una tarima miserable: ni decoraban tapices las
habitaciones de su palacio, ni se veían ricas vajillas en su mesa, ni cubrían
su lecho telas de seda, ni aun de lino: las rentas del arzobispado se repartían
la mayor parte entre los pobres, y el arzobispo de Toledo no había dejado de
ser Fr. Francisco Jiménez. Acostumbradas las gentes al boato y ostentación de
los anteriores prelados toledanos, y no pudiendo comprender tanta virtud y
humildad en medio de tanto poder y opulencia, murmurábanle los envidiosos
llamando hipocresía a la virtud, bajeza a la humildad, y desdoro de la dignidad
apostólica lo que era austeridad evangélica. Menester fue también que el jefe
de la Iglesia universal le advirtiera y exhortara a que en su porte exterior y
en el orden económico de su casa y mesa guardara formas y maneras más
correspondientes a su elevada posición, para que ni su dignidad ni su persona
se rebajaran en la estimación del pueblo. Desde entonces, obediente siempre
Cisneros a los mandatos de la Santa Sede, desplegó toda la magnificencia que
acostumbraban sus antecesores. Admitió en su palacio familiares de ilustres
casas y aumentó el número de sirvientes; pero los educaba en ejercicios de
piedad y les hacía observar una rigurosa disciplina: decoró su casa e hizo
mejorar el servicio de su mesa; pero los manjares de más gusto y delicadeza y
que ya con más abundancia se presentaban, estaban de perspectiva para el arzobispo,
que no salió nunca de su frugal alimento: ostentábase en la cámara arzobispal
un lecho adornado con ricas telas y colgaduras, pero el prelado seguía
durmiendo sobre un pobre jergón de paja: sobre las vestiduras arzobispales se
veían ricas pieles de armiño, pero nunca llegó a sus carnes la camisa de
lienzo, ni dejó nunca de llevar sobre ellas la túnica de lana prescrita por el
fundador de su orden, que él solía coser con sus propias manos. Los que antes
le criticaban de bajo y humilde, le censuraban después de espléndido y
ostentoso. Cisneros menospreciaba unos y otros juicios, y muchas veces los
murmuradores tuvieron que rendir homenaje a la virtud, abochornados de la
ligereza de sus calificaciones.
El gran
poder que a este hombre singular y extraordinario le daba su nueva dignidad, le
alentó a proseguir con más vigor la obra difícil de la reforma de las órdenes y
comunidades religiosas de ambos sexos, que tanto ansiaban llevar a cabo los
Reyes Católicos. Pero la reina y el arzobispo emplearon para ello distintos
medios, según su diverso carácter y el diferente temple de su alma. Isabel
visitaba en persona los conventos de monjas, llevaba la rueca o la costura,
juntaba las hermanas y las invitaba a tomar parte en aquellas labores, las
trataba y hablaba con dulzura y agrado, las exhortaba a dejar la vida frívola y
desarreglada que hacían, y a guardar la clausura y las reglas monásticas, y de
tal modo les captaba los corazones, que fue raro el convento que visitó en que
más o menos no recogiera el fruto de su piadoso trabajo y deseo.
Cisneros,
por el contrario, acostumbrado a ser severo consigo mismo, no acertaba a ser
indulgente con los demás. Horrorizado a la vista de la licencia y la relajación
que contaminaba a los claustrales, creyó necesario refrenarla con mano fuerte y
firme. Hízose pronto intolerable aquella severidad a hombres avezados a la
soltura, y desconfiando de poder desacreditarle para con la reina,
denunciáronle al general de la orden que residía en Roma, pintándole como un
enemigo de la institución, que trataba a los de su hábito como esclavos, y que
estaba desacreditando la orden en España. Apresuróse el general a venir á
Castilla, habló con los enemigos del arzobispo, y guiado por sus informes
solicitó una audiencia y se presentó a la reina Isabel. Expúsole atrevidamente
que se admiraba de que hubiera elegido para arzobispo de Toledo a un hombre
sin cuna, sin ciencia y sin virtudes, cuya santidad no era sino hipocresía, que
tan ligeramente pasaba de la extremada pobreza al más insultante fausto, cuyo
carácter intratable y duro le hacía odioso a todos; concluyendo por aconsejar a
Isabel que, si estimaba su reputación y el bien de la Iglesia y del Estado,
depusiera a un hombre tan inepto y perjudicial, o le obligara a hacer dimisión
de un puesto que no le correspondía. La reina, reprimiendo su indignación, se
limitó a decirle: “¿Habéis pensado bien, padre mío, lo que decís, y sabéis con
quién habláis?”—“Sí, señora, contestó el osado interlocutor, lo he pensado
bien, y sé que hablo con la reina doña Isabel de Castilla, que es polvo y
ceniza como yo”. Y se salió enfurecido del aposento. La reina estuvo demasiado
indulgente con el perpetrador del desacato, pero continuó honrando y estimando
cada día más a Cisneros: éste tuvo la prudencia y la virtud de no mostrar
desabrimiento hacia su calumniador y de no intentar justificarse con la reina,
y ambos prosiguieron la obra de la reforma.
No halló
el ilustre reformador menos oposición y resistencia en el cabildo de su
iglesia misma, cuyas costumbres tampoco eran nada edificantes. El solo anuncio
del arzobispo de quererlos sujetar en lo posible a la antigua disciplina, fue
una trompeta cuya voz alarmó a aquellos capitulares, en términos que
inmediatamente enviaron a Roma al más hábil negociador de entre ellos, don
Alfonso de Albornoz, para representar al papa contra el arzobispo. La salida y
objeto del comisionado capitular no fueron tan secretos que no los trasluciera
el prelado. En su virtud despachó por su parte a dos oficiales de justicia con
mandamiento de prender al canónigo dondequiera que le alcanzasen, y con
autorización, si aquél se hubiese ya embarcado, para que tomasen el buque más
velero y procuraran llegar antes que él a Roma, provistos al propio tiempo de
cartas de la reina para el embajador Garcilaso de la Vega, en que le ordenaba
detuviese y entregase al canónigo en cuanto llegase. Esto último fue lo que
aconteció. Al poner el pie el representante del cabildo en el puerto de Ostia,
apoderáronse de su persona de orden del embajador Garcilaso, y entregado a los
oficiales de justicia, trajéronle éstos a España como preso de Estado.
Encerráronle primeramente en un castillo, y después fue trasladado a Alcalá,
donde pasó diez y ocho meses en prisión o con centinelas de guardia. Este rasgo
de energía atemorizó a los demás capitulares, a los cuales, sin embargo,
procuró tranquilizar el arzobispo, exponiéndoles que su intención no era
hacerlos vivir rigorosamente como regulares, sino corregir los desórdenes,
moralizar las costumbres, y hacer que se practicasen y cumpliesen mejor los
preceptos del Evangelio.
Mientras
el celoso arzobispo se ocupaba sin descanso en el arreglo de su diócesis,
haciendo importantes y utilísimas novedades, la reforma de los regulares estaba
causando grandes alborotos en el reino, siendo los más renitentes y díscolos
los claustrales de San Francisco, apadrinándolos muchos grandes señores por
una mal entendida piedad, pues suponían que reducidos los frailes al
cumplimiento del voto de pobreza, y no pudiendo poseer las rentas que las
fundaciones de sus mayores habían aplicado a los conventos, tampoco se
cumplirían las obligaciones religiosas de memorias, misas y otras semejantes
afectas a aquellas rentas. Cisneros, sin embargo, iba con su natural e
inflexible energía venciendo estas dificultades en España. Los mayores
obstáculos los encontraba en Roma, donde el general, a su regreso de Castilla,
representó al pontífice que Cisneros estaba abriendo la puerta a disensiones
escandalosas entre los frailes, y que destruía la orden en vez de reformarla,
y así le persuadió a que le permitiera enviar a España dos comisarios suyos,
que unidos a los nombrados por la corte de Castilla interviniesen en la
reforma, y no consintiesen hacer innovación alguna sin su voluntad y consejo.
Pero el arzobispo continuaba su obra como si tales comisarios no hubiesen
venido. Entonces el general redobló sus quejas al papa, diciendo, entre otras
cosas, que era tal el rigor con que Cisneros se conducía, que muchos, antes que
someterse a tanta estrechez, preferían abandonar los conventos y el país, y pasarse
desesperados a tierras de infieles y apostatar de la fe. Guiado por estos
informes el papa Alejandro, y oída la congregación de cardenales, expidió un
breve (9 de noviembre, 1496) mandando a los reyes que se suspendiese la reforma
hasta que se declarase más la verdad, y la Santa Sede pudiese dar providencia.
Comunicado
por la reina el contenido de la bula al arzobispo, éste, que sentía crecer la
fortaleza de su espíritu al compás que crecían las contrariedades, lejos de
desmayar alentó a la reina a que perseverara con mayor ardimiento en su noble y
religioso designio. Isabel, a quien tampoco hacían fácilmente desfallecer los
obstáculos, le ofreció ayudarle con todas sus fuerzas, y emplear todos los
oficios con Su Santidad a fin de hacerle conocer el verdadero objeto de una
obra tan útil y santa a despecho de sus enemigos y calumniadores. Los agentes
de la reina Isabel en Roma fueron tan diestros y tan eficaces, que al fin el papa,
persuadido de la verdad que hasta entonces le habían ocultado, expidió nuevo
decreto autorizando la prosecución de la reforma, y nombrando al mismo
Cisneros comisario apostólico en unión con el nuncio de Su Santidad, el
arzobispo de Catana (1497). Con esto el infatigable arzobispo pudo llevar a
feliz término su empresa a pesar de todas las oposiciones, «y quedaron, dice
uno de sus biógrafos, pocos monasterios donde la observancia no se restableciese,
con gran contento del arzobispo y edificación de los pueblos, que se hicieron
muy devotos con los grandes ejemplos de penitencia y piedad que recibieron de
este santo orden»
Aunque la
reforma no fuese tan completa como la reina y el arzobispo deseaban, ni tanto
tal vez como la demandaba y requería la relajación que en las costumbres y en
la disciplina monástica se había introducido, consiguiéronse, no obstante,
resultados admirables, atendida la resistencia que los reformadores
encontraron, y que ciertamente sin la entereza y la constancia de una reina
como Isabel, sin la insistencia imperturbable de un prelado como Cisneros, y
sin el ejemplo de las virtudes de ambos no se hubieran obtenido. El clero
regular español se puso por lo menos en situación de poder sufrir sin
desventaja un paralelo con el de otras naciones en materia de costumbres, y se
preparó el terreno para que pudiera producir los hombres eminentes en ciencia y
en virtud que de su seno brotaron después.
Desembarazado
Cisneros del espinoso asunto de la reforma de los regulares, emprendió con la
propia energía y firmeza la del clero secular, especialmente en materia de
privilegios, inmunidades y exenciones alcanzadas de la corte de Roma, continuo
manantial de indisciplina y de rebeldías en el arzobispado. Provisto también
para esto de una autorización de la Santa Sede, fortalecido ya con el doble
apoyo de la reina y del papa, revocó todos aquellos privilegios, restableció en
su plenitud la jurisdicción episcopal, resucitó la antigua severidad de
costumbres, e hizo a sus diocesanos tan dóciles, obedientes y sumisos que
parecían otros hombres.
Dejémosle
aquí para verle obrar en el siguiente capítulo en otro bien diferente teatro.
CAPÍTULO XLVII (47)ALZAMIENTO DE LOS MOROS DE GRANADA.—REBELIÓN DE LAS ALPUJARRAS1499 - 1502
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CISNEROS FUNDA LA UNIVERSIDAD DE ALCALA |