LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO XLV ( 45 ).LOS HIJOS DE FERNANDO E ISABEL,1490 - 1500
La suerte
y porvenir de un Estado depende muchas veces, o en todo o en parte, de los
enlaces de los príncipes de la familia reinante. Esta máxima, demasiado
conocida para que pudiera ocultarse al talento y penetración de unos monarcas
tan ilustrados como los Reyes Católicos, no podía menos de ser uno de los
resortes de su política, y por lo mismo cuidaban con la mayor solicitud de
procurar a sus hijos las colocaciones más decorosas y dignas, y que creían más convenientes
y útiles al bien del país en que habían nacido, y que alguno de ellos debería
estar destinado a regir algún día. Si la Providencia favoreció o no en este
punto las nobles miras de aquellos grandes monarcas, y si se cumplieron o
defraudaron las esperanzas que la nación tuvo motivos para concebir, nos lo
irá diciendo la historia.
Diferentes
veces se nos ha ofrecido ya hablar de algunos de los hijos de Fernando e
Isabel, y hemos demostrado con cuánto esmero, con cuánta prudencia y
discreción, con cuán solícito celo cuidaron, señaladamente la reina Isabel, de
su educación pública y privada, religiosa, moral, literaria y política. Los
reyes gozaban el dulce placer de ver el fruto de sus paternales desvelos,
puesto que así el príncipe don Juan como las princesas sus hermanas daban las
más lisonjeras muestras de corresponder como buenos y dóciles hijos a la
educación que recibían, y de participar del talento, de las virtudes y de las
eminentes cualidades de sus ilustres padres, si bien no era fácil que igualaran
las privilegiadas dotes de entendimiento y de corazón de la magnánima y
virtuosa reina de Castilla.
De los
hijos que el cielo había concedido a los regios consortes por fruto de su amor
conyugal vivían un hijo varón y cuatro hijas. La princesa doña Isabel, la
primogénita, que nació en Dueñas (Castilla) a 2 de octubre de 1470, al
cumplirse el año del matrimonio de sus padres: el príncipe don Juan, nacido en
Sevilla el 30 de junio de 1479; doña María, que vio la luz en Córdoba el 29 de
junio de 1482; y doña Catalina, e quien tuvieron en Alcalá de Henares el 15 de
diciembre de 1485.
En el
capítulo X dejamos ya apuntados los fines políticos que impulsaron a los Reyes
Católicos a negociar el matrimonio de su hija primogénita la princesa Isabel
con el príncipe don Alfonso de Portugal, heredero de la corona de aquel reino
(1490), a saber: atraer al monarca allí reinante para que dejara de prestar su
tenaz apoyo a las pretensiones siempre vivas de doña Juana la Beltraneja, hacer
desaparecer los recelos y restablecer la buena inteligencia entre las dos
naciones, y quedar los reyes de Castilla y Aragón desembarazados y libres de
cuidado por aquella parte para atender con más desahogo a la guerra de Granada.
Pero la temprana viudez en que quedó la princesa castellana por la inesperada y
prematura muerte de don Alfonso, acaecida a los pocos meses, frustró en parte
las halagüeñas esperanzas que de aquel enlace se habían concebido y aun
empezado a experimentar. Este fue el primer disgusto que probaron Fernando e
Isabel en la larga cadena de amarguras con que los contratiempos de familia
habían de acibarar sus goces, sus prosperidades y sus glorias. La princesa
viuda, cuyo genio grave y reflexivo propendía naturalmente a la melancolía, no
quiso permanecer en una corte donde acababa de sufrir tan sensible pérdida, y
se volvió a Castilla al lado de sus padres, donde se ejercitaba en obras de
piedad y de beneficencia, sin pensar en nuevos vínculos y resuelta a no
contraerlos, siendo ejemplo de fidelidad y de amor a su primero y malogrado
esposo.
Mas la
fama de sus virtudes y el conocimiento de sus bellas prendas había dejado tan
gratas impresiones en la corte de Portugal, que cuando vacó el trono de aquel
reino (1495) y heredó la corona el infante don Manuel, este ilustrado
príncipe, que había quedado prendado de la viuda de su primo, envió una
embajada solemne a los reyes de España ofreciendo a su hija Isabel su mano y su
trono. Agradábales la propuesta a los Reyes Católicos, que nunca perdían de
vista la conveniencia de las buenas relaciones de amistad con el vecino reino,
y aun el caso eventual de la unión de las dos coronas. Y sin embargo, la
princesa, fiel a la memoria de su primer marido, rehusó por entonces pasar a un
segundo tálamo, sin que fuera bastante a deslumbrarla la risueña perspectiva de
un reino, y se creyó conveniente aguardar tiempo y ocasión para ver de vencer
su voluntad.
Había
habido el proyecto de casar al príncipe don Juan con doña Catalina de Navarra
y se pensó también en la duquesa de Bretaña. Mas los sucesos de Italia, la
conquista de Nápoles por el monarca francés Carlos VIII, y las relaciones en
que se pusieron los reyes de España con los soberanos de Europa y que
produjeron la Liga Santa para expulsar a los franceses de aquel reino,
inspiraron a Fernando e Isabel el pensamiento y les proporcionaron ocasión de
enlazar a sus hijos con algunas de las principales familias reinantes, y
entonces fue cuando se concertaron los casamientos del príncipe heredero de
España con la princesa Margarita de Austria, hija de Maximiliano, rey de
Romanos, y el de doña Juana, hija segunda de los Reyes Católicos, con el
archiduque Felipe, hijo y heredero del emperador, y soberano de los Países
Bajos por herencia de su madre María Carolina duquesa de Borgoña, concertándose
en estas bodas que ninguna de las hijas llevase dote.
Tiempo
hacía que los reyes de España deseaban y procuraban casar también una de sus
hijas con el príncipe heredero de Inglaterra, Arturo, hijo de Enrique VII, a
fin de evitar que este monarca aceptase la tregua con que le andaba brindando
el francés. Diferentes causas interrumpieron, tanto por parte de España como
de Inglaterra, las negociaciones de este matrimonio. La guerra de Italia movió a
Fernando el Católico a renovarlas con mayor interés y empeño (1496), porque le
tenía también en hacer entrar al inglés en la gran liga y confederación contra
el de Francia, a cuyo efecto empleó cuantos medios le sugería su sagacidad. Al
fin lo consiguió, a pesar de la contradicción que al de Inglaterra le oponían
sus consejeros, y de los ardides diplomáticos que para estorbarlo empleaban
los franceses. Y aunque el inglés no pensara tomar una parte activa en la liga,
se estrecharon las relaciones con España por el tratado de matrimonio que al
fin se ajustó (l.° de octubre, 1496) del príncipe de Gales Arturo con la
infanta doña Catalina, cuarta y última hija de los Reyes Católicos, si bien se
difirió su realización por la corta edad de ambos contrayentes.
No
habiendo esta razón para demorar los casamientos concertados entre los
príncipes de Austria y de España, aparejóse en Castilla una flota bien surtida
de todo género de provisiones y grandemente tripulada, cuyo mando se confió al
almirante don Fadrique Enríquez, dándole un brillante séquito de caballeros y
buen número ele tropas, sacadas principalmente de Castilla, Asturias y Vizcaya,
para llevar a Flandes la infanta doña Juana (la que después fue reina de España,
doña Juana la Loca), prometida del archiduque, y para traer la princesa
Margarita desposada con el príncipe heredero don Juan. La reina Isabel acompañó
a su hija hasta Laredo, donde se despidió tierna y dolorosamente de ella (22 de
agosto). Creció la ansiedad y el cuidado de aquella cariñosa madre con la
tardanza que hubo en recibir noticias de la flota. Preguntaba a los marineros
ancianos, quería que los conocedores de aquellos mares le dijesen qué peligros
podía haber corrido la armada, y en su ansia de saber hubiera querido inquirir
de las olas mismas qué había sido de su hija. Súpose al fin que los vientos
habían obligado a la flota a tomar puerto en Inglaterra, y que después de
reparada allí había sufrido en el resto de la navegación tormentas y averías,
en que perecieron muchos de la comitiva, entre ellos el obispo de Jaén, pero
que por fin había arribado a Flandes, llegando la princesa algo fatigada y un
tanto doliente. Poco después se celebraron las bodas en Lille (20 de octubre),
donde se hallaba el archiduque, dándoles la bendición nupcial el arzobispo de
Cambray.
No sufrió
la flota menos borrascas al traer a España la princesa Margarita, que había de
casar con el príncipe heredero de Castilla don Juan. En esta ocasión, y estando
en peligro de irse a pique la nave misma que conducía a la ilustre novia,
asombró a todos la heroica serenidad de la joven princesa, y en su continente,
expresiones y pensamientos reveló el talento de que había de dar tantas pruebas
en edad más adulta. Llegó al fin la armada al puerto de Santander (marzo,
1497). El príncipe de Asturias había salido a recibirla acompañado del rey su
padre, del patriarca de Alejandría y de muchos nobles del reino. Encontráronse
en el valle de Toranzo, junto a Reinosa, y juntos se encaminaron a Burgos, donde
se celebró con toda ceremonia el matrimonio (3 de abril), que bendijo el
arzobispo de Toledo. Tal vez hacía siglos que no se celebraban bodas de
príncipes en Castilla con tanta pompa, boato y solemnidad, y en pocas habría
reinado tanta alegría y regocijo. Fernando e Isabel habían convocado todos los
embajadores de las potencias extranjeras, toda la grandeza, y todos los
personajes más notables e ilustres de sus reinos, los cuales asistieron
ostentando sus insignias y vestidos de toda gala. Las fiestas fueron también
suntuosas, y sólo turbó la universal alegría el desastre lastimoso del cumplido
caballero don Alonso de Cárdenas, hijo del comendador mayor don Gutierre, que
murió de una caída de su caballo. Eran en fin las bodas del heredero del trono,
del único príncipe varón, del predilecto de sus padres, y nada perdonaron los
reyes para darles esplendor, y para agasajar a la ilustre princesa que venía a
formar parte de la familia real española.
Solamente
extrañó la mesurada gravedad y etiqueta de la corte de España que se la obligó a
guardar, y aun cuando se le dejaron todas sus damas, dueñas y sirvientes
flamencos, y no se hizo novedad en el orden y estilos de su casa, habituada
como estaba a la llaneza, sencillez y familiaridad de Austria, Francia y
Borgoña, no podía acostumbrarse al ritual ceremonioso de la de Castilla. En
cambio la reina Isabel con admirable generosidad y desprendimiento hizo a su
nuera el más rico presente de bodas que jamás se había visto, el de las alhajas
y preseas de más precio y de más exquisita labor que poseía.
Al poco tiempo de este matrimonio
se concluyó también el de la infanta doña Catalina con el príncipe de Gales,
primogénito del rey de Inglaterra (15 de agosto, 1497); y lo que fue más
notable, por menos esperado, el de la infanta doña Isabel con el rey don Manuel
de Portugal. Este monarca
no había descansado en sus instancias y gestiones hasta vencer la repugnancia
de la princesa de Castilla al segundo himeneo, y habíanle ayudado en su porfía
los reyes de España y los principales personajes de uno y otro reino. Sólo se
pudo obtener el asentimiento de la solicitada princesa con una condición bien
extraña, pero muy propia de sus religiosos sentimientos, y de sus ideas algo
intolerantes en materias de fe y un tanto propensas a la superstición, puesto
que atribuía la muerte desgraciada de su primer marido don Alfonso al asilo que
habían hallado en Portugal los judíos y herejes expulsados o huidos de España.
Así la condición que irrevocablemente impuso fue que el rey don Manuel, antes
de darle su mano, había de desterrar de su reino a todos los herejes y judíos o
castigarlos con arreglo a las penas que en España tenían. Grande era en verdad,
y grande se necesitaba que fuese el amor del monarca portugués a la princesa
española para que él se resolviese a tomar una medida que su ilustración y sus
sentimientos repugnaban, tanto que estaba solicitando bulas pontificias en
favor de aquella desgraciada gente. Causa fue esta de perplejidad, vacilaciones
y sospechas por parte del portugués: pero la princesa no transigía en lo de la
condición; de la resolución del portugués hacían los reyes de España pender en
gran parte lo de la paz general que entonces se trataba: por último, prevaleció
la pasión sobre todos los principios y todas las consideraciones, dio el rey
don Manuel el edicto de expulsión de los judíos, juró castigar a los que
quedasen, la infanta Isabel accedió entonces a darle su mano, y en su virtud
puestas de acuerdo las familias reales de España y Portugal, juntáronse todos
en Valencia de Alcántara (setiembre, 1497), y se hicieron las bodas sin ruido,
sin fiestas y sin aparato.,
Pero los
días de más placer suelen ser vísperas de los de más amargura. Cuando todo
marchaba en bonanza para los Reyes Católicos, cuando estaba para firmarse una
paz y la nación iba a gozar del sosiego que tanto necesitaba, y cuando en toda
España se hacían regocijos y festejos públicos por los enlaces tan ventajosos
y casi simultáneos de sus príncipes, un acontecimiento funesto vino a llenar de
amargura el corazón de los reyes y a derramar el dolor en toda la monarquía. El
príncipe don Juan, el querido de sus padres y el amado de los pueblos, había
caído gravemente enfermo en Salamanca, y el mal amenazaba acabar con su
preciosa existencia. Tan luego como la triste nueva llegó a Valencia de Alcántara,
donde se hallaban sus padres con motivo de las mencionadas bodas, el rey don
Fernando voló a Salamanca, donde encontró a su hijo sin esperanzas de vida, muy
cristianamente resignado y conforme con la voluntad de Dios, dispuesto con
religiosa tranquilidad a dejar un mundo de vanidad y de miseria. Algo
fortaleció el afligido espíritu del padre la heroica y santa conformidad del
hijo moribundo, que al fin exhaló el último aliento (4 de octubre. 1497),
cuando parecía sonreírle más la felicidad, y cuando acababa de entrar en la
primavera de sus días. Compréndese cuál sería la aflicción de la joven viuda,
recién venida a país extranjero, y cuál el dolor de una madre tan amorosa y
tierna como la reina Isabel, por más medios que se emplearan para prepararla a
recibir el terrible golpe. No es maravilla que traspasara como un dardo los
corazones de la esposa y de los padres la muerte de un príncipe que apesadumbró
profundamente a todos los españoles, que cifraban en sus bellas dotes
intelectuales y morales las más lisonjeras esperanzas para el porvenir de la
monarquía. Muchas fueron las demostraciones públicas con que la nación
manifestó su sentimiento. La corte vistió un luto más riguroso de lo que
acostumbraba: enarboláronse banderas negras en las puertas y en los torreones
de las ciudades; cerráronse por cuarenta días todas las oficinas y oficios
públicos y privados, «y fueron, dice un cronista, las honras y obsequias las
más llenas de duelo y tristeza que nunca antes en España se entendiese haberse
hecho por príncipe ni por rey ninguno.»
Fundábase
algún consuelo en el estado de preñez en que se quedó la princesa Margarita, y
en la esperanza de que podría nacer un heredero varón. Mas esta esperanza se
desvaneció también muy pronto, malpariendo la ilustre viuda una niña, con lo
cual llegó a su último punto la aflicción general. La desconsolada Margarita,
por más pruebas de cariño y por más halagos que recibía de los padres de su
difunto esposo, no tuvo ya gusto para permanecer en España, e instigada al
propio tiempo por los flamencos de su servidumbre, determinó volverse a su
tierra. Verémosla más adelante casada otra vez, y otra vez viuda, desempeñando
importantes cargos políticos con el talento y la discreción de que en su
juventud había mostrado ya estar adornada.
Muerto
sin sucesión el príncipe de Asturias, heredaba la corona según las leyes de
Castilla su hermana mayor doña Isabel, reina de Portugal. Mas no tardó en
saberse que contra toda razón y derecho el archiduque Felipe de Austria, casado
con doña Juana, había tomado para sí y para su esposa el título de príncipes de
Castilla, apoyado por el emperador su padre. Esta injustificada usurpación, que
descubría ya los proyectos ambiciosos de la casa de Austria, y contra la cual
protestaron inmediatamente los Reyes Católicos, movió a estos monarcas a
llamar apresuradamente a los reyes de Portugal sus hijos para que recibiesen
en las cortes de Castilla el reconocimiento y título de príncipes de Asturias y
de herederos de estos reinos. Partieron, pues, los reales esposos de Lisboa
(fin de marzo, 1498). Desde su entrada en Extremadura hasta Toledo, donde estaban
convocadas las cortes, todo fue agasajos y obsequios prodigados a porfía por
los monarcas españoles y por los grandes y señores castellanos. El 29 de abril,
ante los prelados, nobles, caballeros y procuradores de las ciudades de
Castilla congregados en la gran basílica de Toledo, se reconoció y juró a la
princesa doña Isabel, reina de Portugal, por sucesora legítima de los reinos de
Castilla, León y Granada para después de los días de la reina doña Isabel su
madre, y al rey don Manuel de Portugal su esposo por príncipe, y después por
rey.
Seguidamente
partió la corte para Zaragoza, donde el rey don Fernando había convocado
cortes de aragoneses para el 2 de junio, con objeto de que hiciesen igual
reconocimiento por lo respectivo a aquellos reinos. Acompañaban a los reyes y
príncipes de España y Portugal los principales personajes eclesiásticos y
seglares de ambas naciones. Pero allí ocurrieron dificultades que no debían
sorprender, nacidas de los usos y costumbres de aquel reino en materia de
sucesión, y de la fidelidad y constancia de los aragoneses en la observancia de
sus costumbres y fueros. Así fue que cuando don Fernando, en sesión del 14 de
junio, sentado en su solio, propuso a las cortes aragonesas el reconocimiento
de su hija primogénita como heredera de los reinos de la corona de Aragón a
falta de hijos varones, por más que apeló con muy dulces palabras a su amor y
fidelidad, y ofreció que les tendría muy en memoria aquel servicio, opusiéronle
desde luego con su natural franqueza los inconvenientes de alterar la costumbre
del país, confirmada por los testamentos de varios reyes, por la cual no eran
admitidas a la sucesión de aquellos reinos las hembras. Prolongáronse con tal
motivo las cortes, bien a pesar del rey don Fernando, suscitándose las
cuestiones y debates que ya en otros semejantes casos se habían sostenido, y
citando cada cual ejemplos y alegando razones en pro y en contra de la sucesión
femenina, según la opinión o el interés de cada uno. Un camino se hallaba para
conciliar los deseos de todos, aunque algo dilatorio, que era una cláusula del
testamento del último rey de Aragón don Juan II, por la cual se daba derecho
de sucesión, en el caso de no tener el rey hijos varones, a los descendientes
varones de sus hijas, o sea a los nietos; y como doña Isabel se hallaba en
cinta y en meses ya mayores, convendría diferir la resolución por si naciese un
hijo, con lo cual se disiparían las dudas y cortarían las discordias.
Así
aconteció para alegría y para pesar de los Reyes Católicos. El 23 de agosto,
reunidas todavía las cortes, dio a luz la reina de Portugal un príncipe, mas
con la triste fatalidad de que con el gozo del nacimiento del hijo se juntara
el llanto de la muerte de la madre. A la hora de su alumbramiento expiró la
princesa Isabel; terrible golpe para sus padres, aun no recobrados del amargo
pesar de la pérdida de su único y querido hijo. Las esperanzas de los españoles
se concentraron todas en el recién nacido, a quien se puso por nombre Miguel,
de la iglesia parroquial en que se bautizó (4 de setiembre). El rey don Manuel
de Portugal, su padre, dejó el título de príncipe de Castilla, y ya ni unos ni
otros tuvieron dificultad en reconocer y jurar al infante don Miguel como
sucesor y legítimo heredero de los reinos de Castilla y de Aragón. Así se
verificó tan pronto como la reina Isabel se halló un tanto aliviada de una
enfermedad que tan repetidas y grandes pesadumbres le habían ocasionado. Fue,
pues, jurado el tierno príncipe (22 de setiembre) por los cuatro brazos del
reino reunidos en el salón de la casas de la diputación, nombrándose a sus
abuelos Fernando e Isabel guardadores del futuro heredero, y obligándose éstos
solemnemente, en cuanto podían, a que cuando el príncipe niño llegase a mayor
edad juraría por sí mismo guardar y conservar al reino de Aragón sus fueros y
libertades. Celosos siempre de éstas los aragoneses, hicieron también una
solemne protesta para que aquel reconocimiento no causase perjuicio a sus
fueros, usos, privilegios y costumbres, y que se entendiese que no por eso
fuesen obligados a jurar los primogénitos antes de los catorce años, en
conformidad a lo que las leyes del reino disponían.
Al año
siguiente (enero, 1499) fue reconocido también el príncipe don Miguel y jurado
heredero de los reinos de León y Castilla en las cortes de Ocaña; y los
portugueses le juraron a su vez en las de Lisboa (16 de marzo) como legítimo
sucesor de aquel reino. De esta manera un príncipe niño venía a reasumir en sí
el derecho de unir en su cabeza las coronas de las tres principales monarquías
españolas, Portugal, Castilla y Aragón; combinación que deseaban hacía mucho
tiempo los Reyes Católicos, y de que se alegraban los pueblos de Castilla, no
obstante que hubiese sido producida por bien tristes causas y acontecimientos,
pero que miraban con recelo los portugueses, temerosos de perder con la unión a
mayores Estados su importancia y su independencia. Pronto quedaron desvanecidas
las esperanzas de los unos y los temores de los otros, y malograda la única
ocasión que hasta entonces se había presentado de unirse en una misma cabeza,
sin guerras, sin hostilidades, sin menoscabo de la independencia y sin
mortificación del amor nacional, las coronas de los tres reinos de la
península española llamados por la naturaleza a formar una gran familia y una
sola monarquía. No habían acabado para los Reyes Católicos los infortunios y
las pérdidas de familia, que inutilizaban y frustraban todos sus planes en
punto a la sucesión futura del reino. Todo se trocó y deshizo con el
fallecimiento del tierno príncipe en Granada (20 de julio, 1500), y la sucesión
de los reinos de Castilla recayó por esta serie de fatales defunciones en la
princesa doña Juana, esposa del archiduque Felipe de Alemania.
Todavía,
no queriendo los Reyes Católicos renunciar a las ventajas de una buena y
amistosa relación con el vecino reino de Portugal, lograron enlazar otra vez
con su familia al monarca viudo don Manuel por medio del matrimonio que se
concertó (abril de 1500) con la infanta doña María, hija tercera de aquellos
reyes, con quien antes de su casamiento con la princesa Isabel había estado ya
tratado. Tal fue el interés y el afán con que Fernando e Isabel procuraron las
colocaciones más ventajosas para sus hijos, tal la política con que manejaron
este asunto, haciéndole uno de los resortes más importantes de sus planes, y
tal el estado y situación creada por aquellos enlaces al terminar el siglo XV.
Además de los hijos legítimos que hemos mencionado, tuvo don Femando el
Católico otros cuatro naturales, a saber: don Alfonso de Aragón, que nació en
1469 de doña Aldonza Roig, vizcondesa de Evol, el cual fue arzobispo de
Zaragoza: doña Juana de Aragón, habida de una señora de la villa de Tárrega,
que casó con el gran condestable de Castilla don Bernardino Fernández de
Velasco; y dos llamadas Marías, la una hija de una señora vizcaína, y la otra
de una portuguesa, y ambas fueron religiosas y prioras del convento de
Agustinas de Santa Clara de Madrigal.
CISNEROS.—REFORMA
DE LAS ÓRDENES RELIGIOSAS.
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