De 1486 a 1487
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SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

LOS REYES CATÓLICOS

CAPÍTULO XLIV.

GUERRA DE NÁPOLES.—EL GRAN CAPITÁN,

1493 - 1498

 

Asegurada Isabel en el trono de Castilla, restablecido el orden en el Estado, organizada la administración, terminada la lucha de ocho siglos con la conquista de Granada, descubierto un nuevo mundo y enriquecida la corona castellana con inmensas posesiones del otro lado de los mares, faltábales a los españoles, mal hallados con el reposo de una inacción desusada, hallar un campo en el mundo antiguo en que ejercitar su ardor bélico, y necesitaban acreditar ante las naciones europeas que eran dignos vencedores de los pendones del Islam. Conveníale además a Fernando mostrar al mundo que si España después de aciagas dominaciones tenía la fortuna de poseer la mejor de las reinas y la más hábil de las gobernantes para todo lo perteneciente al gobierno interior de un reino, también se sentaba en el trono aragonés un genio que no reconocía superior en cuanto a saber dirigir y manejar las relaciones exteriores de un Estado.

Uno y otro les deparó la Providencia en los bellos campos de la culta Italia, donde habían de recoger los españoles larga cosecha de glorias militares, y lo que es más apreciable y útil para la humanidad, de donde habían de traer una cultura y una civilización, la cultura y la civilización de las bellas letras y de las artes liberales. Diremos los precedentes que prepararon y las causas que produjeron aquella famosa guerra.

Hallábase la Italia dividida en pequeños Estados, de los cuales eran los principales las repúblicas de Venecia y de Florencia, los Estados pontificios, el reino de Nápoles y el ducado de Milán. Venecia, la reina del Adriático, era la más antigua, poderosa y respetable de las repúblicas de la edad media: Florencia se había hecho el refugio de los amigos de la libertad: ocupaba la silla pontificia Alejandro VI, cuyas costumbres eran criticadas entonces por todos y han sido censuradas unánimemente después con grave detrimento de la Iglesia, y cuya elección, aunque español de nacimiento, había desagradado a Fernando e Isabel: dominaba, o más bien tiranizaba el Milanesado Luis o Ludovico Sforza, llamado el Moro, en nombre de su sobrino Juan Galeazo, como inhábil para el gobierno: y regía el cetro de Nápoles Fernando I, hijo natural del gran Alfonso V de Aragón, tío de Fernando el Católico, el cual por su carácter despótico, adusto y feroz era aborrecido de los napolitanos.

Temiendo el regente de Milán Luis Sforza que el rey de Nápoles y la república de Florencia tramaran algo contra su poder y en favor de su nieto el legítimo duque de Milán, excitó a Carlos VIII de Francia a que renovara las antiguas pretensiones de la casa de Anjou al reino de Nápoles, ofreciendo ayudarle en la empresa y pintándole como cosa fácil lanzar del trono napolitano la dinastía aragonesa que le ocupaba hacía más de medio siglo. Con gusto, y hasta con avidez acogió tan halagüeña excitación el joven monarca francés, que lleno de caballerescas ilusiones, alentado en sus ensueños de gloria militar por aduladores cortesanos tan ligeros como él, creyéndose llamado a acabar grandes y arriesgadas empresas, veía abierta una carrera de conquistas, que había de conducirle hasta la toma de Constantinopla y hasta hacerse señor del imperio de los turcos. Para prepararse a la realización de tan lisonjero proyecto, en guerra como estaba con Alemania y con Inglaterra, y pendientes grandes disensiones con los reyes de España, procuró allanar todos los obstáculos, no habiendo concesión ni sacrificio que no hiciera a fin de quedar desembarazado y en paz con estas grandes potencias. Al efecto devolvió al emperador Maximiliano el Franco-Condado y el Artois, compró la paz con Inglaterra sometiéndose a pagar a Enrique VII seiscientos veinte mil escudos de oro, y para arreglar sus diferencias con España y no ser perturbado en sus empresas cedió a Fernando II de Aragón los condados de Rosellón y Cerdaña, asunto de largas negociaciones desde el tiempo de su padre, y objeto principal de la política de Fernando. Este tratado se ajustó en Barcelona, y fue firmado por ambos soberanos en un mismo día (19 de enero, 1493). «Así empezaba, dice un crítico erudito, cediendo lo que no podía perder, para adquirir lo que no podía conservar, y según la expresión de un historiador, se imaginaba el insensato llegar a la gloria por la senda del oprobio »

Con esto quedó resuelta la expedición a Italia para el año siguiente. Alarmaron sus preparativos a todos los Estados italianos. Pusieronse unos en favor y otros en contra del francés. El anciano Fernando I de Nápoles, a quien éste intentaba derrocar, falleció en principios de 1494, y le sucedió su hijo Alfonso II, príncipe más animoso que su padre, pero menos político que él y no menos odiado por su crueldad. El papa, antes enemigo suyo, y Pedro de Médicis, jefe de la república de Florencia, favorecían su causa; Venecia se mantenía indecisa y a la mira esperando sacar partido de las disensiones de otros: a las potencias europeas no les pesaba ver al francés empeñado en una empresa temeraria: pero Fernando de Aragón, que no podía mirar con indiferencia y sin inquietud que se tratara de despojar a una rama de su familia de un trono que poseía por legítimos títulos, confirmados por siete pontífices, ni consentir a la vecindad de sus Estados de Sicilia a un soberano rival y poderoso, envió de embajador a Roma á Garcilaso de la Vega, caballero de tanta discreción como valor, para alentar al papa Alejandro a que persistiera unido a Alfonso de Nápoles, ofreciéndole su protección y ayuda si alguno intentara dañarle o inquietarle en su persona o Estados. Quería el papa que este ofrecimiento se le confirmase por escrito, pero Fernando era sobrado sagaz para no comprometerse de aquella manera y tan pronto con el de Francia, así como había tenido la política de no acceder a las excitaciones que le ha­cían los barones napolitanos, descontentos de su rey, para que tomara sobre sí la empresa de Nápoles y agregara aquel reino, como en otro tiempo lo estuvo, a la corona de Aragón; porque su sistema era seguir todavía aparentando que estaba en buena concordia con el francés.

Así fue que lejos de sospechar éste los designios de Fernando, tuvo la candidez de enviarle un embajador, como dice el historiador aragonés, «con una bien graciosa requesta.» Decíale que pensaba emprender la guerra contra los turcos (era el pretexto con que intentaba disfrazar también sus proyectos al papa, solicitando su ayuda); añadiendo, como si se tratase de cosa de poca monta, que de pasó quería tomar el reino de Nápoles, para lo cual esperaba que, con arreglo al tratado de Barcelona, le ayudara el aragonés con gente dinero, y le abriera sus puertos de Sicilia. Parecióle a Fernando buena ocasión aquella para empezar a declarar al insensato sucesor del político Luis XI lo que de él podía prometerse, a cuyo efecto envió a su corte el diestro negociador don Alonso de Silva, hermano del conde de Cifuentes. Este hábil político comenzó a exponer con mucha cortesanía a Carlos de Francia en nombre del soberano español, que si se limitara a guerrear contra los infieles, nada habría más digno de alabanza ni más útil a la cristiandad, y que por lo tanto el rey su amo le ayudaría con mucho gusto y contentamiento en tan digna empresa. Pero en cuanto a lo de Nápoles, viera bien lo que hacía, pues primero era saber a quién pertenecía de derecho aquel reino, para lo cual el rey su señor se sometería gustoso a una declaración de jueces imparciales y competentes: que además tuviese presente que Nápoles era feudo de la Iglesia, y como tal estaba exceptuado por el tratado de Barcelona, y obligado el rey a su defensa como protector de la silla apostólica sobre todas las alianzas pactadas en aquel asiento. Desconcertó al monarca francés esta respuesta; contestó al enviado español el presidente del parlamento; Silva insistió, y las contestaciones se fueron agriando. «Si el rey de Portugal (le preguntó un día airado el monarca francés) estuviese en guerra con los de Castilla, y los navíos castellanos arribasen a mis puertos, ¿cumpliría yo como amigo y hermano suyo, si no les diese recaudo de las cosas necesarias?—Si Portugal moviese guerra a Castilla, contestó discreta y serenamente el embajador, los reyes mis señores llamarían al de Francia si les convenía, y él estaría obligado a acudirles en la necesidad: pero si voluntariamente ellos moviesen guerra a Portugal, lo que el francés quisiese hacer por su gentileza se lo tendrían en merced, mas por los capítulos del tratado no le tendrían por obligado a ello.»

Prolongóse el debate y se cruzaron ásperas demandas y respuestas; de modo que irritado el rey Carlos, así con el objeto de la embajada como con la entereza del embajador, hizo a éste todo género de desaires, tratábale como a enviado y agente de un rey enemigo, púsole centinelas para que no se comunicara con nadie, y aun llegó el caso de mandarle salir de su corte. Todo lo sufrió don Alonso de Silva, haciéndose el paciente, porque así convenía al servicio del rey; y en cambio de sus disgustos gozábase en ver al de Francia declamar furiosamente contra la que él llamaba perfidia del rey Fernando, diciendo que le había burlado introduciendo maliciosamente en el concierto la cláusula relativa al papa y a los derechos de la Iglesia.

No bastó, sin embargo, la actitud imponente del rey de España para hacer desistir de sus planes al francés, el cual desoyendo los consejos y reflexiones de los hombres prudentes, y escuchando sólo aduladores cortesanos que fomentaban sus caballerescos impulsos, terminado que hubo sus preparativos movió su ejército (agosto, 1494), compuesto de tres mil seiscientos hombres de armas, veinte mil franceses de infantería y ocho mil suizos, y cruzando los Alpes, pisó el territorio italiano, cuyos príncipes estaban ya envueltos entre sí en guerra aun antes que los franceses la comenzasen. Aunque para resistirles había enviado Alfonso II de Nápoles una armada al mando del infante don Fadrique su hermano, y un ejército de tierra capitaneado por el valeroso duque de Calabria su hijo primogénito, aquélla y éste hubieron de ceder a la disciplina y superioridad de las naves y de las armas francesas, y las tropas de Carlos VIII avanzaban victoriosas. La alarma de los Estados y príncipes italianos creció con la muerte repentina del verdadero y legítimo duque de Milán, el inocente e inofensivo Juan Galeazo, que según la opinión y voz universal murió envenenado por su mismo tío, Ludovico Sforza, que sin escrúpulo se hizo reconocer duque de Milán. Los franceses entretanto se internaban en Toscana y amenazaban a Roma, declarándose por ellos muchos súbditos y muchos pueblos de Florencia, de los Estados pontificios y del reino mismo de Nápoles, disgustados de sus propios soberanos y príncipes, siendo recibido el monarca francés como un libertador, poniéndose en las puertas de los castillos el escudo real de Francia con la flor de lis, y titulándose Carlos rey de Jerusalén y de las Dos Sicilias. Venecia no se declaraba: Alfonso de Nápoles se hallaba en la mayor turbación y apuro, y el papa, requerido por el francés para que le franquease las puertas de Roma, vacilaba entre dar el escándalo de abandonar la ciudad santa, y el temor de resistir en ella á tan poderoso y osado enemigo.

En tal situación todas las miradas se dirigían, y todas las esperanzas se cifraban en Fernando de Aragón. El de Nápoles reclamaba su socorro en nombre de los lazos de familia y de dinastía, y en nombre de la misma reina, que era hermana del aragonés, haciéndole grandes ofrecimientos, y añadiendo que confiaba en los títulos de deudo y de amigo que no le habría de desamparar, ni permitir que aquel reino que por tantos conceptos pertenecía a la casa de Aragón fuese presa de franceses. El papa Alejandro le reclamaba a su vez con instancia la protección que le había ofrecido, y para tenerle más propicio y granjearse más su voluntad otorgábale todo género de gracias y de mercedes. En virtud del supremo poder que entonces se atribuían los pontífices en la tierra sobre lo temporal le concedió la conquista de África, dándole la investidura y posesión perpetua de aquellos reinos de infieles, excepto lo de Fez y Guinea, que por concesión apostólica poseían ya los portugueses. En el mismo día (13 de febrero, 1494) dió también a los reyes de Castilla perpetuamente para sí y sus sucesores cierta porción de los diezmos de Castilla, León y Granada, que con el nombre de tercias reales han sido hasta nuestros días una parte esencial de las rentas de la corona.

Satisfecho don Fernando de Aragón de la liberalidad del pontífice, reiterábale las seguridades de que no faltaría a proteger su persona y Estados, y alentábale a resistir en Roma la entrada de la gente francesa, y a no acceder a las pretensiones del rey Carlos. No tan satisfecho y contento con las ofertas que le hacía Alfonso de Nápoles, y teniéndolas por escasa recompensa de su protección, exigíale, además del matrimonio del duque de Calabria con su hija María, la cesión de una parte de su reino, con las fortalezas de Nápoles y de Gaeta, para su seguridad y la de su reino de Sicilia, con lo cual se obligaba a tomar a su cargo la defensa de Nápoles y la guerra contra los franceses. Aunque faltaran a Alfonso II otras prendas, no le faltó en esta ocasión dignidad y pundonor, y antes que comprar un socorro con tan humillantes condiciones, conociendo por otra parte que desamparado de los suyos no le era posible resistir al poder del de Francia, prefirió tomar el partido de retirarse a Sicilia, después de haber renunciado la corona en su hijo el duque de Calabria, que tomó el nombre de Fernando II.

Cuando esto acontecía, ya don Fernando de Aragón y de Castilla, que aun sin excitaciones ni remuneraciones de ningún género estaba sin duda en ánimo de no consentir que poseyera Nápoles el francés, por lo que interesaba a la seguridad de sus Estados de Sicilia, había apercibido las gentes de sus reinos, aparejado una armada en Alicante para enviarla a las costas sicilianas, nombrado general de ella a Galcerán de Requeséns, y dado el mando de las tropas de desembarco a Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido después con el renombre de Gran Capitán. Para dar más reputación a la empresa, tenía determinado que fuese con más gente un grande de Castilla, que lo era el duque de Alba, don Fadrique de Toledo; mientras por otro lado acercaba tropas al Rosellón para obrar por aquella parte según conviniese. Pero antes de llegar a un rompimiento abierto con el francés, quiso todavía, como buen político, guardarle cierta consideración, a cuyo efecto le envió los embajadores Juan de Albión y Antonio de Fonseca con letras de Isabel y de Fernando exhortándole a que depusiese las armas y desistiese de la empresa de Nápoles. Expusiéronle los embajadores las quejas de sus reyes, la injusticia de aquella guerra, la ofensa que hacía a la silla apostólica y el escándalo que daba a la cristiandad; que si quería concertarse con el papa, ellos servirían gustosamente de medianeros; si dirigía sus armas contra los infieles, España le ayudaría en tan santa obra, pero que si insistía en la empresa de apoderarse de Nápoles, los monarcas españoles se tendrían por libres y quitos de todo compromiso y alianza con él. Después de muchas contestaciones y debates, respondió soberbiamente que estaba ya demasiado adelante para que pudiera pensar en retroceder, y que el punto de derecho al trono de Nápoles se ventilaría después que hubiera tomado posesión de aquel reino. Entonces Antonio de Fonseca repuso con energía y dignidad: Pues que así lo queréis, en manos de Dios ponemos nuestra causa, y las armas lo decidirán. Y sacando el papel que contenía el tratado original de Barcelona, le rasgó e hizo pedazos en presencia del rey y de su consejo.

Verdad era que el francés había avanzado ya demasiado, tanto que había hecho ya su entrada en la capital del orbe católico (31 de diciembre, 1494). El papa Alejandro VI, sin fiarse en el juramento que antes h­bía hecho Carlos de no hacer daño en la persona y Estado y en la preeminencia y dignidad del pontífice, habíase refugiado al palacio de San Pedro, y después en el castillo de Sant-Ángelo. Mas como viese que el pueblo de Roma había recibido y celebrado con alborozo la entrada de los franceses por odio a su persona, y se encontrase sin el socorro que esperaba de España, tuvo la debilidad de pactar con el francés, poniendo a su disposición el castillo de Civitavecchia mientras durase la empresa de Nápoles, facultándole para entrar en cualquier otra fortaleza de sus dominios a excepción del castillo de Sant-Angelo, y obligándose Carlos a restituir a la Iglesia la plaza de Ostia, que se le había entregado, cuando terminara la conquista. Con esto hizo el francés la ceremonia de prestarle obediencia y besarle el pie en público consistorio; hecho lo cual, salió de Roma (28 de enero, 1495) en dirección de Nápoles; y entonces fue cuando recibió en Velletri a los embajadores españoles.

No hace a nuestro propósito seguir al rey y al ejército francés en su rápida marcha y breve campaña. Bástenos decir que en menos de quince días casi sin combatir, se apoderaron de todo el reino, y que el 22 de febrero de 1495 hizo el rey Carlos VIII de Francia su entrada triunfante en Nápoles, siendo recibido con grandes demostraciones de alegría por todo el pueblo, como si hiciera mucho tiempo que no veían a su rey, cuando en un solo año habían conocido y perdido tres reyes, «que es, dice un juicioso historiador, la cosa más nueva y de considerar que se puede notar». Hizóse Carlos coronar, revestido con los ornamentos imperiales, que no habían sido concedidos a Carlos I, hermano de San Luis. Veía, pues, realizada una parte de los ensueños que le habían halagado en París, y «con una mano amenazaba A Sicilia y con otra al imperio de Oriente.»

La rapidez de esta conquista, hecha casi en el tiempo que necesitaría un viajero para recorrer el país, dependió de muchas causas. Los Estados italianos, desde que perdieron con la muerte de Lorenzo de Médicis el equilibrio que este gran político había sabido establecer y conservar, se hallaban desunidos entre sí y desorganizados. Los cuatro adversarios de Carlos: Fernando y Alfonso en Nápoles, Pedro de Médicis en Florencia, y Alejandro VI en Roma, eran príncipes mal queridos de la mayor y más principal parte de sus pueblos, que o deseaban sacudir su dominación, o no sentían perderla. Así que muchas plazas y ciudades florentinas, pontificias y napolitanas, se daban y abrían espontáneamente a los franceses, y Carlos VIII fue bien recibido por el pueblo de Florencia, en Roma y en Nápoles. En este último reino había todavía un partido angevino respetable dispuesto a admitir y proclamar un príncipe de la antigua dinastía de Anjou. El duque de Milán, Luis Sforza, que había llamado y convidado al francés, le ayudó también mucho en su empresa, distrayendo y quebrantando las fuerzas de sus contrarios. Además los italianos en los años de prosperidad y sosiego que llevaban, habían casi olvidado el oficio de pelear, y se llenaron de asombro y de terror al ver descolgarse por sus fértiles campos la bien organizada infantería francesa, los cuerpos disciplinados y valientes de suizos, y sobre todo los grandes trenes de artillería, en que los franceses aventajaban entonces, no sólo a los italianos, sino a todas las naciones de Europa. De modo que todo contribuyó a difundir la consternación y el espanto en aquellas regiones, y a facilitar a los invasores un triunfo y una conquista que de otro modo no hubieran podido obtener, al menos sin mucho tiempo y sin gran trabajo y sacrificio. El nuevo rey de Nápoles, Fernando II, príncipe joven, vigoroso y enérgico, que por su talento y afabilidad era más querido de sus súbditos que su padre y su abuelo, el único que tenía disposición para haber resistido al francés, no halló quien le apoyara, porque encontró ya a sus pueblos aterrados y paralizados, y a pesar de sus esfuerzos no pudo evitar el general aturdimiento y desánimo, y tuvo que abandonar su corte sin disparar un tiro, y retirarse a Ischia y de allí a Sicilia.

Pero poco tiempo gozó el orgulloso conquistador las dulzuras de su triunfo. Entregado a una vida voluptuosa y afeminada, más propia de un joven disipado y licencioso que de un jefe de Estado y de un hombre político; vejando inconsideradamente a sus nuevos súbditos; pensando más, él y los suyos, en saciar sus pasiones y antojos que en captarse las voluntades y en asegurar y conservar el nuevo reino; amenazando con la conquista de Sicilia, pero empleando los días y los recursos en frívolos pasatiempos, el insensato ni advertía que se iba haciendo odioso a los napolitanos, ni conocía la aversión que inspiraba a los príncipes y potentados de Italia, ni veía el ruido de las tormentas que se estaban formando en el Norte, en el Occidente, y a las puertas mismas de sus nuevos dominios. En efecto, el disgusto y la exasperación de los napolitanos era tal, que volviendo los ojos al rey Fernando de España, le decían que si quisiera libertarlos de la opresión del francés, con solos tres mil hombres que acudiese, todos alzarían por él banderas y se le entregarían con mejor voluntad que a otro príncipe alguno. Pero Fernando, que no había estado ni descuidado ni ocioso, además de las disposiciones tomadas para la defensa de Sicilia, proseguía otro plan más en grande, que era el de promover una gran liga de muchas potencias para dar al francés el golpe seguro y destruirle. Al efecto había procurado confederarse con las casas de Austria y de Inglaterra, interesar al emperador y rey de romanos, nego­ciando los matrimonios del príncipe don Juan su hijo con la princesa Margarita, y de su hija doña Juana con el archiduque Felipe, traer a su partido al duque de Milán, Luis Sforza, haciendo servir a su objeto las quejas y el disgusto que éste tenía ya del francés, pesándole mucho de haberle llamado, hacer salir la república de Venecia de su calculada neutralidad, persuadir en fin a todos estos Estados del peligro común que corrían mientras el francés continuara posesionado de Nápoles, de la ne­cesidad de aunarse para expulsarle de Italia, y de la utilidad y la justicia de salvar la dignidad de la Iglesia y la integridad del territorio pontificio, injustamente ultrajada aquélla y usurpado éste por Carlos VIII.

Los embajadores empleados por Fernando e Isabel para cada una de estas negociaciones, correspondieron maravillosamente a los deseos y a las miras de sus monarcas, y todos dieron con su hábil y discreta política y con sus infatigables esfuerzos los más lisonjeros resultados, Juan de Deza en Milán logró hacer entrar en la confederación al duque Sforza: en Roma se avinieron bien con el papa Garcilaso de la Vega, señor de Batres, y su hermano: Antonio de Fonseca y Juan de Albión arreglaron en Worms los matri­monios de los hijos del emperador electo con los de Fernando de España, y Lorenzo Suárez Figueroa era el alma de las conferencias que se celebraban en Venecia entre los futuros aliados. Estas conferencias se tenían de noche y con tal sigilo, que el mismo ministro de Carlos VIII, el sagaz Felipe de Comines, que residía en aquella ciudad, no pudo traslucir nada hasta que estuvo formada la liga. Realizóse, pues, la gran confederación, que tomó el nombre de Liga Santa, entre los príncipes y Estados de España, Austria, Roma, Milán y la república de Venecia, que apareció firmada por todos en 31 de marzo de 1495, y había de durar por espacio de 25 años. Los capítulos públicos de la liga tenían por principales objetos, la conservación de los derechos y dominios de todos los confederados, y señaladamente de la sede romana, y la cooperación común a este fin, aprestando cada uno el respectivo contingente de tropas, hasta for­mar un ejército de treinta y cuatro mil caballos y veintiocho mil soldados, que se había de poner inmediatamente en campaña: a España le correspondieron ocho mil. En las estipulaciones secretas se contenía que el rey de Aragón emplearía las fuerzas que había enviado a Sicilia para restablecer a su deudo Fernando II en el trono de Nápoles; que cuarenta galeras venecianas atacarían las posiciones de los franceses en las costas napolitanas; que el duque de Milán los arrojaría de Asti, y cerraría los pasos de los Alpes para impedir la entrada de nuevos refuerzos de Francia, y que el emperador Maximiliano y el rey de España penetrarían por las fronteras francesas. Los gastos serían de cuenta de los aliados.

Al propio tiempo, y atento a todo el rey don Fernando, daba instrucciones a Requesens y a Gonzalo de Córdoba sobre lo que habían de hacer en Sicilia, y cómo habían de ayudar a Fernando de Nápoles a recobrar la Calabria; enviaba tropas y capitanes a Perpiñán para asegurar el Rosellón y ocurrir a lo que por aquella parte sobrevenir pudiese, y estrechaba relaciones y pactaba tratos con el rey de Navarra para que en caso de guerra con el francés impidiese el paso de las tropas francesas a España por aquel reino y si era menester se uniese y obrase con las fuerzas de Castilla. De modo que a todo y por todas partes se prevenía el rey Fernando con suma prudencia.

Tanta como fue la alegría que en toda Italia, principalmente en Roma y en Venecia, produjo la noticia de la Liga Santa, fue la turbación que causó a Carlos VIII y los franceses, haciéndolos salir del letargo en que los placeres los tenían sumidos. No temían ellos a los príncipes italianos a quienes con tanta facilidad habían vencido, sino lo que les amenazaba por España y Alemania. Comprendió Carlos que necesitaba tomar pronto un partido, y en la incertidumbre de si abandonaría el territorio conquistado, o resistiría en él a los confederados hasta que le llegaran refuerzos de Francia, tomó el peor y más indiscreto que podía tomar, que fue resolverse a dejar en Nápoles la mitad de su ejército, y emprender la vuelta de Francia con la otra mitad, quedando de este modo sin fuerzas bastantes, ni para asegurar su retirada, ni para mantener su nuevo reino. Mas no quiso abandonar aquella capital sin halagar su desmedida presunción y sin satisfacer su codicia, con dos actos que acabaron de confirmar su vanidad pueril y de poner el sello a la fama de no distinguirse por la pureza. El primero fue su entrada pública en la ciudad (12 de mayo) con la diadema imperial en la frente, el cetro en una mano y el globo en otra, símbolos del universal poder, y cubierto de púrpura y armiños, regalando sus oídos con el dictado que se hacía dar de emperador. El segundo fue el despojo que hizo de las obras artísticas de más mérito y de los objetos más preciosos de escultura y arquitectura que decoraban aquella ciudad, para trasportarlos al sur de Francia; si bien estos objetos fueron luego apresados por una flota vizcaína y genovesa antes de llegar a su destino. Con esto el emperador a los ocho días de su dramática coronación salió de Nápoles (20 de mayo), sin haber conseguido del papa que le diese la investidura con tanta instancia solicitada, antes bien, como le escribiese que pensaba pasar por Roma a fin de conferenciar con él sobre algunos asuntos importantes, el papa se retiró con sus cardenales a Orvieto, y desde allí a Perugia, y preparado para pasar a Venecia en caso de peligro. Carlos en su retirada se detuvo sólo dos días en Roma; en Viterbo intentó tener una entrevista con el pontífice, mas no pudo lograrlo. Prosiguió, pues, su camino por Sena y Pisa, atravesó el Po sin ser senti­do, y tomó por trato a Novara. Al salir su ejército de los desfiladeros de los Apeninos, y a orillas del Taro, cerca de Fornovo, a cinco millas de Parma, se encontró con un grueso cuerpo de tropas venecianas; los suizos de Carlos atacaron vigorosamente a los soldados de la república y los vencieron y derrotaron, con lo que pudo el francés continuar sin ser molestado su retirada a Turín. Allí entabló nuevos tratos con el inconstante duque de Milán, Luis el Moro, que dieron por fruto separarle de la Liga Santa. Por último, repasó los Alpes, y de vuelta en Francia se entregó de nuevo a una vida disipada y voluptuosa, olvidando a sus compañeros de Italia, y olvidando también su dignidad de rey y hasta sus ensueños de gloria.

A los cuatro días de haber salido Carlos VIII de Nápoles, llegó a Mesina en Sicilia, después de una penosa navegación, el capitán español Gonzalo Fernández de Córdoba (24 de mayo), enviado por los reyes de España para ayudar, en unión con Requesens, a Fernando II de Nápoles a recobrar el trono que le habían quitado los franceses. Antes de dar cuenta de las famosas campañas de Gonzalo en Italia recordaremos algunos antecedentes de este ilustre guerrero que tan gran papel hará siempre en la historia.

Gonzalo Fernández de Córdoba, hijo de Castilla don Pedro Fernández de Aguilar, y hermano menor de don Alonso de Aguilar, tan famoso en las guerras de Granada, había nacido en Montilla, Andalucía, en 1453. Habiendo recaído por la ley los bienes de su casa en su hermano don Alonso, Gonzalo no tenía otro patrimonio que su mérito y sus servicios. Éstos le bastaron. En las guerras entre Enrique IV y su hermano don Alonso Córdoba abrazó el partido del infante, y Gonzalo se presentó en Ávila enviado por su hermano a seguir y ayudar la suerte del nuevo rey. Muerto este príncipe, y cuando el voluble Enrique IV intentaba negar a su hermana Isabel el derecho a la sucesión del trono por favorecer a la Beltraneja, Isabel, casada ya con Fernando de Aragón, llamó a Segovia a Gonzalo, que se distinguía y gozaba ya de gran crédito por sus prendas de cuerpo y de espíritu, por la gallardía de su persona, por su robustez y destreza en el ejercicio de las armas, en las cabalgadas y en los torneos, por la finura y dignidad en sus modales, por su liberalidad y ostentosa magnificencia en galas, en trajes y en todos los actos de la vida, por la viveza y prontitud de su ingenio, por su amabilidad y su conversación animada y amena, cualidades que le hacían el más recomendable y estimado de los jóvenes de su tiempo. En las guerras que Isabel tuvo que sostener con Portugal, el joven Gonzalo, que servía a las órdenes del gran maestre de Santiago don Alonso de Cárdenas, mandando una compañía de ciento veinte caballos, y que se distinguió de todos los guerreros por el gusto y brillo de su armadura, por el penacho de su yelmo, y por la púrpura que solía vestir acreditó ya que su bizarría en los combates correspondía bien al lucimiento de sus armas, y en la batalla de Albuera mereció particular alabanza de su general.

Si en el principio de la guerra de Granada no desempeñó en razón a su juventud cargos eminentes, mostró valor y habilidad en cuantos lances se halló, señaladamente en Tajara, en Loja y en Illora, llamada esta última el ojo derecho de Granada, cuyo gobierno se le encomendó, y desde cuya plaza hacía frecuentes y atrevidas excursiones, no dejando reposar a los moros granadinos. Cuando los cristianos se propusieron fomentar las escisiones entre los emires de Granada el Zagal y Boabdil, Gonzalo de Córdoba y Martín de Alarcón fueron los escogidos y enviados para este objeto, y la expulsión del Zagal se debió a una estratagema de Gonzalo. En el último período de aquella guerra, Gonzalo fue de los primeros que escoltaron a la reina Isabel cuando quiso acercarse a ver de cerca Granada, y en el asalto que dieron entonces los moros perdió Gonzalo su caballo, y hubo de costarle más cara su osadía. Uniendo este guerrero la galantería al valor, la noche que consumió el fuego las tiendas del campamento cristiano, Gonzalo, al ver quemada la de su reina, envió inmediatamente a Illora por la recámara de su esposa doña María Manrique, e Isabel se quedó asombrada de la prontitud del servicio y de la magnificencia de sus ropas y de su menaje. Por último, Gonzalo, por su talento y destreza, y por su inteligencia en la lengua arábiga, tuvo la honra de ser elegido por sus reyes, en unión con el secretario Hernando de Zafra, para ajustar con el rey Chico las capitulaciones decisivas para la entrega de la capital del reino granadino. Y entre las mercedes con que los monarcas premiaron a los conquistadores, cupo a Gonzalo una hermosa alquería con muchas tierras, y la cesión de un tributo que el rey percibía en la contratación de la seda.

Terminada aquella guerra, seguía Gonzalo la corte de sus reyes, siendo el principal ornamento de ella. Isabel, con su natural penetración para conocer el mérito de las personas, no cesaba de alabarle y recomendársele a su esposo como el sujeto más apto para dar cima a las más altas empresas, y Fernando lo reconocía así también. Aquel aprecio singular de la reina pudo hacer sospechar a algunos cortesanos envidiosos si en sus preferencias a Gonzalo habría algo más que estimación a sus eminentes cualidades y servicios. Pero el tiempo, y las costumbres puras y sin tacha de Isabel desvanecieron completamente su maliciosa sospecha, si la hubo, y ni entonces ni después ha habido quien haya podido encontrar el fundamento más leve en que apoyar aquel mal pensamiento. Ocurrió, pues, la invasión francesa en Italia, y Fernando e Isabel, de común acuerdo, eli­gieron a Gonzalo de Córdoba como el más a propósito para detener en su carrera al temerario invasor. Veremos si Gonzalo correspondió en Italia a las esperanzas de sus reyes.

Cuando Gonzalo llegó a Sicilia encontró allí a los dos monarcas des­poseídos de Nápoles, Alfonso II y Fernando II, padre e hijo. Este último, alentado con la liga veneciana, con la retirada de los franceses, y con el disgusto y la indignación en que éstos dejaban los pueblos, había hecho ya un desembarco en la costa meridional de Calabria, auxiliado por el almirante español Requesens, y apoderádose de la plaza de Reggio. Allí concertaron el rey Fernando de Nápoles y Gonzalo de Córdoba un plan de operaciones, especialmente sobre la provincia de Calabria, donde el espíritu era más favorable a la casa real de Aragón y al partido de España, y cuya abatida lealtad se había reanimado con la presencia de su legítimo monarca y con la protección del español. Había quedado de virrey en Nápoles por Carlos VIII el duque de Montpensier, príncipe de la casa real de Francia, más ilustre por su estirpe que por su capacidad, y más amigo de guardar el lecho que de las fatigas de campaña. No era así el que mandaba las fuerzas francesas de Calabria: era éste el señor de Aubigny, caballero escocés de la ilustre familia de Stuart, general experimentado, valeroso y hábil, el caballero sin tacha, que le llamaban sus contemporáneos. Con este distinguido jefe tenían que habérselas Fernando de Nápoles y Gonzalo de Córdoba.

Las primeras operaciones del ejército siciliano-español sobre Calabria fueron felices. El espíritu del país les favorecía. Santa Agata les abrió sus puertas. Seminara siguió su ejemplo, después de haber sido hecho pedazos un destacamento francés que marchaba a guarecerla. Fernando de Nápoles cometió la indiscreción de mandarla despoblar contra el parecer de Gonzalo, y Aubigny conoció la necesidad de atajar el progreso de sus enemigos, y recogiendo sus fuerzas derramadas por la provincia, y llevan­do consigo la gente de los barones angevinos y al esforzado caballero Precy, uno de los mejores capitanes franceses, se apresuró a presentarles el combate cerca de aquella misma Seminara.

El prudente Gonzalo, que no tenía confianza en las tropas sicilianas, que contaba con escasa infantería española, armada sólo de espadas cortas y escudos, con poca caballería pesada, y con ligeros jinetes, muy propios para los combates de guerrillas, mas no para batirse en formal batalla con la veterana gendarmería francesa y contra las picas de la formidable falange suiza, no quería comprometer el crédito de su tropa, y se opuso cuanto pudo a que se aceptara la pelea. Empeñóse en ello obstinadamente Fernando de Nápoles, ansioso de acreditar su valor para con el pueblo que iba a recobrar, y también los principales caudillos italianos y españoles. Cedió por fin Gonzalo, aunque sin darse por convencido, y el éxito justificó lo fundado de sus recelos. En lo crítico del combate, los si­cilianos, traduciendo por retirada una maniobra de los españoles, a que estaban acostumbrados en la guerra de Granada, diéronse a la fuga poseídos de espanto. En vano el rey Fernando trabajó exponiendo valerosamente su vida por rehacer a los fugitivos, poniendo en tal riesgo su persona, que, muerto su caballo, hubiera caído en poder del enemigo, si el soldado Juan Andrés de Altavilla no le hubiera prestado el suyo, cuya generosidad le costó la existencia. En vano también Gonzalo a la cabeza de sus pocos españoles hizo esfuerzos de valor por sostener el combate. Los franceses quedaron victoriosos.

Esta fue la primera acción en que Gonzalo de Córdoba tuvo un mando importante, y también fue la única que perdió durante su larga y gloriosa carrera, y eso por haberse dado contra su opinión y consejo, lo cual hizo que lejos de disminuir creciera su reputación militar. Afortunadamente para italianos y españoles el mal estado de salud de Aubigny no le permitió sacar el fruto que hubiera podido de su triunfo. Gonzalo se retiró a Reggio con cuatrocientas lanzas españolas, y el rey Fernando se volvió en una nave a Sicilia. Desde allí determinó ir a Nápoles, de donde le reclamaban con instancia y le llamaban con urgencia, embarcándose en la flota de Requesens, compuesta de ochenta naves de pequeño porte, y apresurándose a llegar antes que la noticia de la derrota de Seminara desalentara a sus partidarios. Empeñábase en llevar consigo a Gonzalo, pero éste lo resistió tenazmente, persuadido de que convenía más al interés de ambos quedarse a sujetar la Calabria, país harto parecido al reino granadino, y donde se proponía hacer a los franceses la misma clase de guerra que aquí había hecho a los moros. El duque de Montpensier, que gobernaba y guarnecía Nápoles con seis mil franceses, salió a oponerse al desembarco de Fernando; mas no bien hubo evacuado la ciudad, cuando los habitantes tocaron a rebato, tomaron las armas, degollaron a los franceses que habían quedado, y abriendo las puertas a Fernando le recibieron en medio de frenéticas aclamaciones. ¡Tan exasperados los tenía el yugo de los franceses, y tan ansiosos estaban de ver otra vez y dar de nuevo su obediencia a su legítimo monarca!

Montpensier logró conservar los dos castillos que defienden la ciudad. Pero estrechado allí por los habitantes, que desde las ventanas, torres y tejados arrojaban todo género de proyectiles sobre los franceses, se vio forzado a capitular, y aun antes del día prefijado para la rendición pudo fugarse por mar con dos mil quinientos hombres y retirarse a Salerno, donde tampoco se detuvo mucho: antes recogiendo cuanta gente pudo allegar se encaminó con ella a la Pulla, donde Fernando había acudido, con intento de comprometer a éste a una batalla decisiva. La rehusaba Fernando hasta que contase con más fuerzas; mas aun después de reforzado con los venecianos, y casi equilibrados los dos ejércitos enemigos, no emprendieron ni uno ni otro acción alguna importante, como si ambos se temiesen igualmente; la campaña se prolongó con cierta languidez, y sin que hubiese sino hechos de armas parciales y sin resultado decisivo.

Entretanto Gonzalo de Córdoba justificaba con hechos positivos cuán acertada y útil había sido su determinación de quedarse en la Calabria, puesto que poco a poco iba reduciendo y enseñoreando toda la parte del Mediodía. Rindiéronsele pronto las plazas de Fiumar de Muro, Calaña, Bagnara, Terranova, Tropea, Maida y todas las fortalezas y lugares de los condados de Melito y de Nicastro, de grado las unas y por combate las otras. Su dificultad era no poder guarnecerlas todas por falta de gente. Igual escasez experimentaba en cuanto a recursos en metálico para pagar sus tropas, dificultad que solía causar algún entorpecimiento en sus operaciones. De mil trescientos hombres de Asturias y Galicia que los reyes de España habían ofrecido enviarle, apenas llegaron a Italia trescientos, desarmados, desnudos y en el estado más lastimoso. Setecientos se habían vuelto a su país desde Cádiz, y el resto hizo lo mismo desde Alicante. Mas no por eso se interrumpieron sus triunfos, y Gonzalo siguió apoderándose de Cosenza y su distrito, de los condados de Montalto y Renda, del Val de Grato, de Crotona, de Lauria, de Laino, en una palabra, a fines de la primavera de 1496 tenía ya reducida toda la alta Calabria, excepto una pequeña parte en que se mantenía Aubigny, y parecía estar a punto de acabar de arrojar de la provincia a los franceses.

Una de las sorpresas más brillantes y de las más importantes de Gonzalo en esta campaña, fue la de Laino, pueblo situado al nordeste de las fronteras de la Calabria Superior, en las riberas del Lao, donde se hallaban gran número de señores angevinos con sus vasallos y con tropas francesas esperando reunirse con Aubigny. Gonzalo anduvo toda una noche por sendas ásperas y montuosas, hizo pedazos los montañeses que guardaban aquellas gargantas, especialmente el valle de Murano, al rayar el día entró de improviso en la plaza, cortó el paso y arrolló a los que acudían a la fortaleza, mató al jefe principal de aquella facción, Americo de San Severino, hijo del conde de Capacho, hizo prisioneros a Honorato de San Severino, al conde de Nicastro, y aa otros doce barones y más de cien caballeros, y envió presos los principales de ellos al rey Fernando. La victoria de Laino fue la que acabó de dar fama a Gonzalo de Córdoba, y la que decidió más de la suerte de la Calabria.

Lo admirable de tan brillantes resultados, que formaban singular contraste con lo poco que desde su entrada en Nápoles había adelantado el rey Fernando, sino es la deserción que se iba declarando en las tropas mercenarias de Montpensier, era el haberse obtenido con tan pocas fuerzas como las que contaba Gonzalo y con los mezquinos recursos que de Sicilia y de España recibía, tanto que dejaba de ocupar muchas de las plazas que se le rendían por falta de presidio con que mantenerlas. Favorecíale, es verdad, el mal estado de salud que seguía afligiendo y molestando a Aubigny, y la creciente desafección de los pueblos y de los barones calabreses a la dominación francesa; pero a lo que se debieron más principalmente sus triunfos fue a la táctica y sistema de guerra que empleó allí Gonzalo, igual al que había aprendido en la escuela práctica de Granada; sistema nuevo y desconocido para los franceses, a quienes desconcertaban y aturdían las rápidas correrías de los ligeros jinetes y aun de los infantes españoles, sus repentinos asaltos y sorpresas, sus fugaces retiradas, su continua movilidad, sus emboscadas y sus ardides para evitar los peligrosos choques con la pesada caballería francesa y con la formidable infantería suiza; sistema el más acomodado al corto número de tropas que Gonzalo llevaba a sus órdenes, y a la naturaleza del terreno, en lo áspero, quebrado y montuoso muy semejante a las Alpujarras. Su política era tratar con dulzura a los pueblos que se sometían y escarmentar con rudo rigor a los que le hacían resistencia. En su virtud fueron pasadas a cuchillo no pocas guarniciones francesas, y aun de naturales pertenecientes al partido angevino. En todas partes hacía jurar fidelidad al rey de España, y ponía alcaldes de su mano.

Cuando en tal prosperidad llevaba Gonzalo su campaña, y hallándose acampado en Castrovillari, en la parte septentrional de la Calabria superior, recibió un llamamiento del rey Fernando de Nápoles para que fuese a unírsele en la Pulla. El motivo era el siguiente. El duque de Montpensier, que de Salerno se había retirado a aquella fértil provincia, se hallaba con el grueso de su ejército en Atella, ciudad situada al extremo occidental de la Basilicata, y cerca de Ripa Cándida, plaza fuerte defendida también por guarnición francesa. Fernando, que deseaba dar un golpe que pusiese término a aquella guerra, aprovechando el aliento que en sus soldados había infundido la esperanza de la ida del emperador Maximiliano a Italia, tenía bloqueado en Atella a Montpensier; mas ni él ni los caudillos de su consejo tuvieron por prudente aventurar la batalla sin el apoyo de Gonzalo de Córdoba, a quien por lo tanto se determinó a llamar. Por más que el capitán español sintiera abandonar el teatro de sus triunfos, el rey Fernando insistió tanto en ello, que no queriendo ni desatender sus instancias, ni que por causa suya dejaran de realizarse los designios del rey, le fue forzoso partir, encomendando antes la guarda y defensa de lo conquistado al cardenal de Aragón y a otros capitanes de su confianza. Partió, pues, Gonzalo (7 de junio, 1496) con cuatrocientos caballos ligeros, setenta hombres de armas y mil peones escogidos, y aunque tenía que caminar por tierra enemiga, no hubo obstáculo que no venciera; y tomando de paso fortalezas y lugares, siendo su más poderoso auxiliar el terror que inspiraba su nombre, llegó al campo de Atella (24 de junio), donde parecía que todo el ejército le esperaba como a su verdadero general. Salieron a recibirle el rey de Nápoles, el legado del papa, César Borgia, y el marqués de Mantua, jefe de las tropas de Venecia. “Desde entonces, dice el analista aragonés, como si todos hubiesen acordado en ello, de un común consentimiento de los contrarios y de la gente del rey, le comenzaron a llamar Gran Capitán”, y así parece que se puso en el instrumento de la concordia y asiento que se tomó con los enemigos en el mismo lugar de Atella.

La presencia de Gonzalo reanimó al rey Fernando y a los demás jefes, y haciéndoles salir de su irresolución y de sus vacilaciones, al instante ofrecieron a los enemigos la batalla, que ellos rehusaron. El Gran Capitán, vista la disposición del sitio, que halló bien dispuesto, emprendió aquel mismo día la operación de destruir unos molinos que surtían de harina a la población, sin que le arredrara un cuerpo de piqueros suizos y de arqueros gascones que Montpensier destacó para impedirlo. Dividiendo después su caballería en dos trozos, y colocándola convenientemente para que protegiese la infantería, llevó sus soldados al combate. Los gascones huyeron sobrecogidos de espanto, y los suizos, lejos de conducirse con su intrepidez acostumbrada, se batieron flojamente y se fueron retirando a la ciudad. Gonzalo destruyó los molinos, estrechó el cerco, menudeó los combates, marchó al asalto de la fortaleza de Ripa Cándida, dejó a los sitiados sin comunicaciones y sin socorros y los obligó a capitular. Convino Montpensier en que si en el plazo de treinta días no recibía socorro, entregaría, no sólo a Atella, sino todas las plazas del reino de Nápoles dependientes de su gobierno, a excepción de Gaeta, Venosa, Tarento y las que defendía Aubigny: que le serían suministradas las naves suficientes para trasportar a Francia sus soldados; que los mercenarios extranjeros podrían volverse libremente a sus casas, y que se concedería un indulto general a los napolitanos que habían seguido sus banderas si en el término de quince días reconociesen a su antiguo rey (21 de julio, 1496), Esta capitulación, que Felipe de Comines calificó de tratado vergonzoso, cotejándole con el que los cónsules romanos hicieron en las horcas caudinas,  tuvo cumplimiento en cuanto a Atella y otras plazas, porque el socorro no llegó, y Montpensier hizo la entrega convenida. Pero los gobernadores de otras muchas se negaron a ella so pretexto de que su autoridad no dependía del virrey, sino directamente del rey de Francia, sin cuya orden expresa no se rendirían; lo cual produjo que los vencedores se dieran también por relevados de cumplir la capitulación.

Mal podían haberles ido socorros de Francia a los sitiados en Atella. Por una parte el rey Carlos VIII, como si totalmente se hubiera borrado la Italia de su pensamiento desde que repasó los Alpes, continuaba entregado a una vida sensual y estragada, con tanto menoscabo de su fama como detrimento de su salud. Y por otra don Fernando de Aragón, con una actividad que contrastaba grandemente con la molicie del francés después de algunos buenos sucesos en la frontera de Narbona, por donde distraía a los de aquel reino, se encaminaba a Gerona con gente y con ánimo de escarmentar a Carlos si por acaso se acercaba al Rosellón, según pregonaba. Desgraciada suerte y triste remate tuvieron los comprendidos en la capitulación de Atella. Trasladados a Baia, Pozzuolo y otros lugares de la costa, la insalubridad del clima y los excesos a que imprudentemente se entregaron, produjeron una epidemia que los arrebataba a centenares. Uno de los que allí sucumbieron fue el duque de Montpensier, Giliberto de Borbón. De cinco mil franceses que habían salido de Atella, sólo llegaron a su país quinientos. Los mercenarios alemanes y suizos padecieron también toda clase de miserias; y el capitán Virgilio Ursino y los señores de su casa, entregados al pontífice que los reclamó para vengarse de aquella ilustre familia, sufrieron las iras del papa Alejandro, que satisfizo su encono arruinando a unos y teniendo en prisión perpetua a otros. Así se deshizo a un solo amago de Gonzalo de Córdoba aquel ejército que había dominado a Nápoles y amenazaba enseñorear toda la Italia.

El Gran Capitán fue inmediatamente enviado otra vez por el rey de Nápoles a Calabria, donde el inteligente y diestro Aubigny, a pesar de sus padecimientos físicos, aprovechando la ausencia de Gonzalo había vuelto a recobrar casi todas las plazas perdidas. Mas toda la prosperidad del francés desapareció de nuevo y rápidamente ante la presencia del general español. Su fama y su nombre ejercían un poder mágico. Las plazas se le rendían sin defenderse; los soldados italianos se pasaban a sus banderas, haciendo alarde de servirle sin sueldo. Ayudándose oportunamente de los conocimientos y del valor de los dos hermanos Cervellones, Gonzalo corrió la provincia venciendo por todas partes; y convencido Aubigny de la im­posibilidad de contener ni resistir aquel torrente tuvo por buen acuerdo desamparar la provincia y salir del reino, quedando Gonzalo dueño de Calabria, y dándosele ya poco por tal cual población que aisladamente se mantenía en poder de franceses.

Fernando de Nápoles abrigaba el deseo y andaba ya en preliminares de concertarse con Francia por temor a las miras de los venecianos y no fiarse mucho de las intenciones del emperador, cuando entró éste en Italia llamado por aquéllos. El ejército que llevaba Maximiliano no correspondía a la multitud y a la grandeza de los planes que ostentaba, que eran nada menos que reformar la Iglesia, dar paz a la cristiandad y libertad a Italia, acometer a París, hacer donación de la Provenza al duque de Lorena, recobrar el ducado de Borgoña, juntarse en Narbona con el rey de España, marchar con él y con el archiduque su hijo (casado ya con doña Juana, hija de don Fernando y doña Isabel) contra Lyon, coronarse en Roma, llevar la guerra al turco, y otros no menos altos y grandiosos pensamientos. Del cuidado de estos imaginarios planes sacó a Fernando II de Nápoles la muerte que pronto le sobrevino. En mal hora había contraído matrimonio este príncipe con una tía suya, casi de su misma edad, de quien hacía mucho tiempo se hallaba prendado. El abuso de los placeres conyugales le produjo una enfermedad que le llevó al sepulcro (7 de octubre, 1496) a los veintiocho años de su edad y en el segundo de su reinado, con no poco sentimiento de los napolitanos, que habían visto en él un príncipe vigoroso, activo y resuelto, y de ánimo elevado y generoso. Algo, sin embargo, oscureció su gloria el mal trato que dio a los prisioneros franceses, y de que fue víctima el duque de Montpensier, y el sacrificio de la familia de los Ursinos debido a su debilidad por contentar al papa.

Sucedióle por aclamación de los napolitanos su tío don Fadrique, prín­cipe que gozaba fama de amable, ilustrado y justiciero, pero de condición apacible y sosegada, que le hacía más a propósito para regir un Estado en tiempos tranquilos que para defenderle en época de borrascas. Uno de sus primeros actos fue conceder una amnistía a los napolitanos desafectos, con lo cual los mayores enemigos de la casa de Aragón volvieron a su fidelidad confiados en su palabra y buena fe. Púsose el nuevo rey inmediatamente sobre Gaeta, auxiliado del almirante de la armada española, y rindiósele aquella ciudad, ocupada por franceses, desesperanzada de ser socorrida. Un día antes de la rendición de aquella plaza llegó al campo Gonzalo de Córdoba llamado por el rey, que le recibió con las más expresivas demostraciones de gratitud, como al libertador de la Calabria, y se manifestó resuelto a colmarle de mercedes y de Estados. El Gran Capitán, no ambicionando otro premio que su gloria, lo rehusó modestamente, y se negó a admitir sus dones, por lo menos mientras no fuese autorizado a ello por los reyes de España.

A este tiempo la guerra que por Rosellón había ido encendiéndose entre españoles y franceses, y que sostenía como general de los nuestros don Enrique Enríquez de Guzmán, había tomado nuevo aspecto con la sorpresa que los franceses hicieron de la plaza marítima de Salsas, en ocasión que el monarca aragonés acababa de licenciar la mayor parte de sus tropas engañado por la conducta de Carlos VIII. Aquel acontecimiento movió a Enríquez de Guzmán a ajustar treguas con el general francés desde mitad de octubre (1496) hasta la de enero (1497): lo cual produjo gran sensación y desánimo en los coligados de Italia, cuyo país trataba también de abandonar el emperador de Alemania, poco satisfecho del resultado del cerco que había puesto a Liorna. Sólo el papa Alejandro VI se mantuvo entonces impertérrito e inexorable contra el francés, y como si se propusiera darle más en ojos, concedió a Fernando e Isabel, reyes de Aragón y de Castilla, el título de Reyes Católicos fundado en la piedad y personales virtudes de los monarcas, en el mérito de haber dado cima a la guerra de los moros y expulsado de España los infieles y judíos, en el servicio inmenso que prestaban a la religión propagando el nombre de Cristo por las islas del Océano y por las descubiertas regiones del Nuevo Mundo, en la protección que dispensaban a la causa de la Iglesia en general y en particular a la sede pontificia, y en otros no menos gloriosos títulos, cosa que no pudo ver sin celos y sin envidia el francés, orgulloso con el dictado que llevaba de Cristianísimo, otorgado a su padre Luis XI por el papa Pío II.

No tardó el Rey Católico en pagar esta honra al papa con un servicio que le prestó por medio del Gran Capitán. En tregua el monarca francés con España, aprestábase en la entrada de 1497 a invadir otra vez la Italia por mar y tierra, solicitado por los Fregosos de Génova contra el duque de Milán, que contaba con el socorro de la armada española, y requería el favor de los de la liga. Pero en verdad los confederados cuidaban ya menos del bien general de Italia y de auxiliar a otros que de atender cada cual a su propio estado y defender sus fronteras. La liga no era ya lo que había sido, a pesar de la cláusula de duración de 25 años, y Florencia, Venecia, Milán y Roma estaban lejos de marchar de concierto ni de ser amigas; el rey de Romanos, sin renunciar a sus particulares e imaginarios proyectos, se retiraba a Alemania; entre Francia y España se trataba de una tregua que había de ser como el proemio de una paz general, para cuyas conferencias se designaban los meses de marzo a noviembre, y la familia de los Ursinos, con dinero y gente que había llevado de Francia, hacía cruda guerra a su mortal enemigo el pontífice, y batió en Vasano a la gente de la Iglesia, quedando prisionero el duque de Urbino, y herido en el rostro el de Gandía, hijo del papa, cosa de que se alegraron mucho los venecianos, que aconsejaban al papa se concordase con los Ursinos, y por ser condición natural de aquella nación, como dice un historiador juicioso, sostener a los enemigos de sus amigos. Vióse, pues, el papa precisado a aceptar la concordia con la familia Ursina, que le podía dar muy gran molestia.

En tal situación, y mientras se ajustaba la tregua entre los confederados, quiso Alejandro VI recuperar Ostia, el puerto de Roma, plaza ocupada por franceses desde el paso por ella de Carlos VIII, y defendida por cierto aventurero y jefe de forajidos llamado Menaldo Guerri, que desde allí hacía una guerra cruel al papa, y tenía reducido al mayor aprieto y necesidad al pueblo de Roma, interceptando y apresando los víveres que podía recibir por el Tíber, sordo a todos los partidos que el papa le proponía, e insensible a las excomuniones que éste le lanzaba. El pueblo romano clamaba por remedio a aquella situación angustiosa; el papa Alejandro volvió los ojos al rey católico de España, y Gonzalo de Córdoba, que se hallaba en Gaeta, fue llamado en auxilio de Roma y del pontífice. El Gran Capitán acudió presuroso al llamamiento del jefe de la Iglesia, y se puso con sus españoles sobre Ostia, guarida del bandido Guerri, resuelto a arrojar al tigre de su caverna. Fiado éste en la fortaleza y pertrechos de la plaza, desechó con soberbia altivez las primeras intimaciones de Gonzalo; en su vista el general español ordenó el ataque, y en cinco días abrió una brecha practicable por donde los españoles se arrojaron al asalto. A tal tiempo el embajador de Roma, Garcilaso de la Vega, que con unos pocos españoles había acudido presuroso en ayuda de sus compatriotas, escalaba con admirable valor los muros de la ciudad por otro lado. Sorprendidos y estrechados los franceses y bandidos por el frente y por la espalda, diéronse a partido, y el mismo Guerri se rindió a condición de salvar la vida. Concediósela generosamente el Gran Capitán, mandó cesar la matanza, y se reservó al feroz y terrible prisionero para presentarle como trofeo al papa y al pueblo romano.

Hizo, pues, Gonzalo su entrada pública en la capital del orbe católico, donde fue saludado con universal aclamación apellidándole el libertador de Roma; apeóse en el Vaticano para dar cuenta de su feliz expedición al papa, que le esperaba sentado en su solio, rodeado de su familia, de los cardenales y de toda la corte. Inclinóse el vencedor a besarle el pie, pero el pontífice se levantó y besó en la frente a Gonzalo; y después de manifestarle su gratitud por el gran servicio que le había hecho, le dio por su mano la rosa de oro con que solían los papas decorar cada año a los be­neméritos de la Santa Sede. Gonzalo le pidió solamente dos cosas, el per­dón que había ofrecido a Guerri y la exención para los habitantes de Ostia, que tanto habían sufrido, de un tributo que estaban obligados a pagar a la sede romana. Ambas demandas le fueron concedidas.

No fue tan amistosa y fraternal la escena que luego pasó entre el papa Alejandro y Gonzalo de Córdoba. Como al tiempo de despedirse éste le hablara el papa de los Reyes Católicos, y prorrumpiese en algunas quejas contra su comportamiento, añadiendo la mal meditada expresión de que no le extrañaba, «porque los conocía bien,» el general español, con mucho ardor, pero también con mucha dignidad, replicó al pontífice, «que en efecto tenía motivos para conocerlos bien, y para no olvidar tan pronto los grandes servicios que les debía: que por defender su autoridad pontificia atropellada por los franceses habían ido las armas españolas a Italia: que sin los buenos oficios de los españoles le hubieran impuesto la ley los Ursinos: que se acordara de lo que había dicho hacía poco tiempo: si las armas españolas me recobraran Ostia en dos meses, debería de nuevo al rey de España el pontificado, y que Ostia le había sido recobrada, no en dos meses, sino en ocho días.» Y acalorándose el capitán español en su discurso, le dijo, «que le valiera más no poner la Iglesia en peligro con sus escándalos, profanando las cosas sagradas, teniendo con tanta publicidad cerca de sí y en tanto favor sus hijos, y que le requería reformase su persona, su casa y su corte, que bien lo necesitaba la cristiandad.» A tan ásperas reconvenciones parece no halló palabras que contestar el pontífice, sobrecogido «y turbado, dice el jesuíta Abarca, del esplendor vivo de la verdad, y enmudeció del todo, asombrado de que supiese apretar tanto con las palabras un soldado, y de que a un pontífice tan militar y resuelto hablase en Roma, en su palacio y rodeado de armas y parientes, un hombre no aparecido del cielo, en puntos de reforma, y con tan clara reprehensión.»

Despidióse con esto Gonzalo del papa, y regresó a Nápoles, donde el rey don Fadrique le recibió con la mayor honra y magnificencia en uno de sus palacios, y agradecido a sus servicios, le dio el título de duque de Santángelo, asignándole dos ciudades en el Abruzzo, con siete lugares dependientes de ellas, y hasta tres mil vasallos, diciendo «que era preciso dar una pequeña soberanía a quien era acreedor a una corona.» Al poco tiempo tuvo Gonzalo que salir de Nápoles para acudir a Sicilia, que andaba alterada por las exacciones conque el virrey Juan de Lanuza tenía sobrecargados los pueblos «Allí, dice su biógrafo español, hizo el hermoso papel de pacificador, después de haber tan dignamente ejercido el de guerrero; oyó las quejas, reformó los abusos, administró justicia, contentó los pueblos y fortificó las costas». Todavía, sin embargo, le volvió a necesitar y a llamar don Fadrique para que le ayudara en la conquista de Diano, en el Principado Citerior, única plaza que aun ocupaban los franceses, y que las armas de Nápoles no bastaban a reducir. Volvió, pues, el general español, y de tal manera y con tal vigor apretó el cerco, que a pesar de la tenacidad de los sitiados hubieron de rendirse a discreción. Con esta hazaña coronó Gonzalo de Córdoba la cadena de triunfos que señalaron su primera expedición a Italia, siendo de este modo el primero y el último que lanzó de aquel hermoso suelo los franceses.

Ya antes de este suceso habían hecho gran progreso las pláticas y ne­gociaciones de tregua y paz entre Francia y España, y cruzádose muchas embajadas, propuestas, réplicas y contestaciones entre los soberanos de ambos reinos. Uno y otro la deseaban ya, cada cual por sus motivos y fines; y don Fernando el Católico, expulsados de Italia los franceses, no tenía interés ni en proseguir las hostilidades con Francia, ni en sostener la liga, puesto que se hallaba descontento de los confederados, los cuales, ni habían cumplido sus compromisos, ni satisfecho los gastos de la guerra a que estaban obligados, ni cuidaban ya, pasado el peligro, sino de sacar provecho de la confederación para sus particulares intereses. El emperador no había penetrado por las fronteras del enemigo, según sus jactanciosos ofrecimientos y con arreglo al tratado; el de Milán había hecho su asiento particular con el rey Carlos; Venecia, según costumbre antigua de aquella república, no pensaba sino en asegurar para sí, so pretexto de indemnización de gastos, la parte de territorio que pudiera ocupar en el reino de Nápoles y entraba en su política especuladora fomentar la enemistad entre España y Francia. Disgustado de este proceder el monarca español, consentía en la tregua con el francés, mas a pesar de las buenas disposiciones de ambos atravesábanse dificultades no pequeñas. Ni el une ni el otro querían ceder ni renunciar al derecho que cada cual creía tener al reino y trono de Nápoles. El francés desechaba la idea de paz general, al propio tiempo que instaba por ajustarla especial con España y el imperio, y Fernando no accedía a ella sino comprendiendo a todos los confederados. Aun en el caso de partir entre sí las dos potencias el reino de Nápoles, proyecto que entró ya en las pláticas, disentían sobre la parte que se había de adjudicar a cada uno, lo cual dio ocasión a muchas conferencias y altercados que tuvieron los embajadores respectivos en diferentes puntos. Resentíanse los coligados de no ser llamados a intervenir en aquellas negociaciones, y algunos, como Venecia, trabajaban cuanto podían por impedir la concordia.

Traslucíase en Fernando el Católico, por más que lo disimulara, el pensamiento que alimentaba de reclamar para sí algún día y en ocasión oportuna los derechos a la corona de Nápoles, puesto que ni los reyes ni el pueblo aragonés podían ver sin disgusto ocupado un trono conquistado con sus tesoros y su sangre por una rama bastarda. Además, don Fadrique había sido elevado con ayuda de los angevinos, antiguos enemigos de la casa de Aragón, y aun procuró Fernando que el papa no le diese la investidura, lo cual no logró por los intereses y relaciones de casamientos que enlazaban al pontífice con la familia real de Nápoles. La tregua se iba prolongando, pero al fin, antes de ajustarse la paz, falleció casi repentina­mente en Amboise el rey Carlos VIII de Francia (7 de abril, 1498), sucediéndole en el trono el duque de Orleáns con el nombre de Luis XII, príncipe que abrigaba otros pensamientos y otras afecciones, y cuya elevación fue causa, como veremos, de que tomaran otro giro los asuntos de Euro­pa.

Fue notable la muerte de Carlos VIII. Queriendo presenciar una partida de pelota que estaban jugando sus cortesanos, fue a atravesar un callejón bastante infecto y hediondo; la puerta era tan baja y la galería tan oscura, que se dio un golpe en la frente. El suceso no causó inquietud, puesto que estuvo el rey largo rato viendo el juego y conversando con los que le rodeaban; pero de repente cayó de espaldas atacado de apoplejía, sin dar lugar sino para llevarle a un pobre pajar inmediato, donde se le acostó. Acudió toda la corte, acudió también su confesor el obispo de Angers, pero no recobró ya el habla, y a las nueve horas expiró en aquel humilde y miserable lugar, a los 27 años de su edad.

A pesar de las desfavorables disposiciones del nuevo monarca francés hacia el rey de España, de tal modo y con tal perseverancia y ahincó trabajaron los embajadores de éste, y en especial el clavero de Calatrava don Alonso de Silva en favor de la concordia, que por último Luis XII, llevado sin duda de su máxima favorita: el rey de Francia no venga los agravios del duque de Orleáns, accedió a firmar un tratado definitivo de paz con los reyes de Castilla y Aragón (5 de agosto, 1498).

Las principales cláusulas de este tratado fueron: que ambos reyes se ayudarían para conservar sus respectivos Estados, contra cualesquiera otros que intentasen hacerles guerra, sin exceptuar a ninguno sino al Sumo Pontífice: que si el rey de Francia quisiese mover guerra al de Romanos, a los de Inglaterra, Portugal o Navarra, o al Archiduque, pudiese el rey Católico ayudarlos solamente en la defensa de sus Estados. Extrañóse mucho el silencio que en esta concordia se guardó respecto al rey de Nápoles, a quien parecía dejar el de España expuesto a las iras de un príncipe tan belicoso y astuto como Luis XII, y a la venganza del papa Alejandro, irritado contra el de Nápoles por negarse éste a dar su hija en matrimonio al cardenal César Borgia, hijo del papa, que con acuerdo de su padre quería trocar la mitra y el capelo por el lecho conyugal, con no poco escándalo del mundo cristiano. Don Fadrique de Nápoles se había obligado a satisfacer a los reyes de España los gastos ocasionados en la guerra para cuya seguridad les hipotecó seis plazas en la Calabria, de que se posesionó y en que dejó guarnición de españoles Gonzalo de Córdoba.

Tal fue el término que tuvo por parte de Francia y de España la primera guerra de Nápoles, en la que Fernando el Católico se acreditó ante toda la Europa y ganó gran reputación de político, cauto, y hasta artificioso, de inteligente y activo, de diplomático astuto y sutil; en que dejó envolverse al rey de Francia para perderle; en que hizo el papel de deudo agraviado y de defensor de la Iglesia, y en que supo dejar bien preparado el campo de Italia para sus designios ulteriores.

Gonzalo de Córdoba, concluida por entonces su misión de Italia, des­pués de haber sido guerrero victorioso en Calabria, prudente pacificador en Sicilia, y consejero discreto de don Fadrique en Nápoles, regresó a su patria con la mayor parte de las tropas que le habían asistido en la campaña, y fue recibido con aplauso y entusiasmo general en Castilla. La reina Isabel se felicitaba con orgullo de haber escogido y enviado a la empresa de Nápoles a quien volvía con el glorioso y merecido título de Gran Capitán, y Fernando no tenía reparo en decir, que las victorias de Calabria y la reducción de Nápoles hacía tanto o más honor a su corona que la conquista de Granada.

 

El señor William Prescott, en su historia del reinado de los Reyes Católicos, hablando de estas primeras guerras de Italia, dice: “Hasta entonces habían estado los españoles encerrados en los estrechos límites de la Península, sin pensar ni tomar mucho interés en los sucesos del resto de Europa”.

No es la primera vez que el ilustrado historiador anglo-americano se ha expresado en el propio sentido, y parece haber formado cierto empeño en pintar a la España anterior a la época de los Reyes Católicos como encerrada dentro de sí misma y completamente extraña a los sucesos y cuestiones de Europa. Error grave que no podemos menos de rectificar.

Parece haber olvidado el señor Prescott (y no queremos, aunque pudiéramos bien, remontamos a tiempos más remotos) el enlace de la casa de Aragón con la de Sicilia en tiempo de don Jaime el Conquistador (siglo XIII): su expedición a Tierra Santa, su asistencia al Concilio general de Lyon, y sus desabrimientos con el papa:

Las negociaciones de Alfonso el Sabio de Castilla (siglo XIII) en reclamación de sus derechos a la corona imperial de Alemania, sus viajes y entrevista con el pontífice, y la parte que en esta cuestión tomaron en pro o en contra del rey de Castilla casi todos los soberanos y príncipes de Europa:

Las expediciones de Pedro III de Aragón (siglo XIII) a Sicilia, a Nápoles y a Francia, sus guerras con los príncipes de la casa de Anjou y con el monarca francés Felipe el Atrevido, los combates navales entre napolitanos y franceses contra catalanes y sicilianos, las campañas y triunfos del aragonés en Sicilia, en Calabria y en Rosellón, y sus ruidosas desavenencias con la Santa Sede:

Las relaciones diplomáticas de Alfonso III de Aragón (siglo XIII) con los soberanos de Roma, Sicilia, Francia e Inglaterra, los congresos políticos promovidos por él en Olorón y Canfranc, y las capitulaciones de la paz general de Tarascón:

Los tratados y relaciones exteriores de Jaime II (siglo XIV), la guerra de Calabria los triunfos de aragoneses y sicilianos sobre los franceses, el tratado de Anagni, las batallas de Siracusa, Falconara y Cabo Orlando, y la expedición de catalanes y aragoneses contra turcos y griegos:

La guerra marítima y los combates navales entre catalanes y genoveses en tiempo de Alfonso IV (siglo XIV) la revolución de Cerdeña, la intervención del papa y de casi todas las potencias y potentados italianos:

Las alianzas, paces, rompimientos y tratados de Pedro IV (siglo XIV) con diversos soberanos y príncipes de Europa, la célebre batalla naval entre catalanes, genoveses, venecianos y griegos en las aguas de Constantinopla, la oposición del pontífice, la insistencia del aragonés, y el continuo envío de armadas a Cerdeña y a Sicilia:

El triunfo de una flota castellana en tiempo de Enrique II (siglo XIV) en la costa de Francia, y la prisión del almirante inglés:

La parte que tomaron y la gran influencia que ejercieron los reyes y los prelados de Castilla y Aragón en el asunto del cisma de la Iglesia (siglos XIV y XV) en las cortes de Europa, en Roma, en los concilios de Pisa, de Perpiñán, de Constanza, de Basilea y de Ferrara, sus tratados con el papa, con el rey de Francia, con el emperador y rey de romanos, y su influjo en el restablecimiento de la unidad de la Iglesia:

Las recíprocas embajadas del Gran Tamerlán y Enrique III de Castilla (siglo XIV) y la conquista de Canarias:

La de Nápoles por Alfonso V de Aragón (siglo XV), sus guerras en Italia y en Francia, relaciones y tratados con los pontífices, con la reina de Nápoles, con los duques de Anjou, con los de Milán, con las repúblicas de Génova, Florencia y Venecia, la paz universal de Italia y la confederación general de los príncipes cristianos contra el turco, promovida por el español:

Las relaciones, tratos y guerras de Juan II con Luis XI de Francia (siglo XV) y con los duques de Anjou, sus confederaciones con los reyes de Inglaterra y de Nápoles, con los duques de Saboya y de Milán, la recuperación del Rosellón, etc., etc.

No sólo no había sido raro, sino muy frecuente que los reyes de España enlazaran con princesas extranjeras. Sin contar los muchos enlaces de los reyes y reinas de Navarra con princesas y príncipes de otras naciones, y limitándonos a las dos grandes monarquías de Castilla y Aragón, recordamos al presente los siguientes matrimonios:

Desde el siglo IX hallamos ya a Alfonso II de Asturias, el Casto, casado con Bertha, princesa de Francia.

En el siglo XI a Alfonso VI de Castilla con Inés, hija del duque de Aquitania; con Constanza, que lo era del duque de Borgoña, y con Beatriz, de familia francesa y toscana; y con Isabel, hija del emperador de Alemania.—A don Ramón Berenguer I de Barcelona, con doña Almodis, francesa: y a don Ramón Berenguer II, con Mahalda, hija de Roberto Guischard, duque de Calabria y de Pulla.

En el siglo XII a Alfonso VII de Castilla, el Emperador, con Rica, hija de Ladislao II, duque de Polonia; a don Ramón Berenguer III, el Grande, con Dulcia, hija de Gisberto, conde de Provenza: a Alfonso VIII de Castilla, el de las Navas, con Leonor, hija de Enrique II de Inglaterra.

En el siglo XIII a Fernando III de Castilla (San Fernando), con Beatriz de Suabia, hija del electo emperador Felipe I; y con Juana, hija de Simón, conde de Boulogne: a Pedro II de Aragón, con María, hija de Guillermo, señor de Montpellier; a Jaime II el Conquistador, con Violante, hija de Andrés II, rey de Hungría: a Pedro III con Constanza, hija de Manfredo, rey de Sicilia: a Alfonso III, con Leonor, hija de Eduardo IV de Inglaterra: y a Jaime II, con Blanca, hija de Carlos el Cojo, de Nápoles.

En el siglo XIV a don Pedro de Castilla, con Blanca de Borbón, francesa: a Enrique III, con Catalina, hija del inglés duque de Lancáster: a don Jaime II de Aragón, con María, hija de Hugo III, rey de Chipre: a don Pedro IV el Ceremonioso, con Leonor, hija de Pedro de Sicilia: a don Juan I, con Juana de Valois, hija de Felipe VI de Francia, y con Violante, hija de Roberto, duque de Bar, y sobrina de Carlos el Sabio de Francia.

Además, varias princesas españolas habían ido a ser reinas de Francia, de Inglaterra, de Sicilia, y de otras naciones, e hijas fueron de los Alfonsos VII y VIII de Castilla las reinas de Francia Isabel y Blanca, esposas de los Luises VII y VIII: y multitud de enlaces hubo entre príncipes españoles y princesas extranjeras, como el de don Pedro, hijo quinto de don Alfonso el Sabio, con Margarita, hija del señor de Narbona: de don Manuel, hijo de San Fernando, con Beatriz, hija del conde Amadeo de Saboya: de doña Isabel, hija de don Sancho el Bravo, con el duque de Bretaña: de doña Beatriz, hija de don Alfonso el Sabio, con Guillermo, marqués de Montferrato, y otros muchísimos que con facilidad podríamos recordar.

Creemos, no obstante, que bastan para demostrar, que ni fue raro que los reyes de España saliesen de los límites de la Península para sus casamientos, ni las familias reinantes de Europa estaban tan alejadas como si las separaran piélagos insondables.

Creemos que bastan estos ligeros recuerdos (que podríamos prolongar cuanto quisiéramos) de sucesos que quedan explanados en nuestra historia, para demostrar cuán inexacto es que los españoles hubiesen estado hasta fines del siglo XV encerrados en los estrechos límites de la Península, sin pensar ni tomar interés en los sucesos del resto de Europa, como afirma el historiador de los Reyes Católicos William Prescott.

 

CAPÍTULO XLV

LOS HIJOS DE FERNANDO E ISABEL

1490 - 1500