LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO XLII ( 42 ).CRISTÓBAL COLÓN.DESCUBRIMIENTO DEL NUEVO MUNDO.1470 - 1493
¿Cómo
habían de pensar los conquistadores de Granada que la metrópoli del imperio
musulmán español que acababan de ganar para el cristianismo había de ser una
adquisición insignificante en comparación de las inmensas posesiones que allá
en otro mundo habían de conquistar sus armas, y con que habían de enriquecer
la corona de Castilla? ¿Y cómo habían de pensar en las conquistas de otro
mundo, si ignoraban que este mundo existía? Y sin embargo, había este mundo,
que la Providencia tenía destinado a engrandecer la nación que más que otra
alguna del globo había luchado con heroísmo, con constancia y con fe contra los
enemigos de la religión y del nombre cristiano. ¿De dónde había de venir, y
quien había de obrar este prodigio que nadie esperaba?
«Un
hombre oscuro y poco conocido, dice un ilustrado escritor español, seguía a la
sazón la corte. Confundido en la turba de los importunos pretendientes,
apacentando su imaginación en los rincones de las antecámaras con el pomposo
proyecto de descubrir un nuevo mundo, triste y despechado en medio de la
alegría y alborozo universal, miraba con indiferencia y casi con desprecio la
conclusión de una conquista que henchía de júbilo todos los pechos y parecía
haber agotado los últimos términos del deseo. Este hombre era Cristóbal Colón.»
Este
personaje, oscuro y desconocido entonces, ilustre y célebre después, era
natural de Génova, hijo de un cardador de lana, industria no reputada por
innoble en aquella república, y en aquella época. Cristóbal era mayor que sus
dos hermanos Bartolomé y Diego, que después tomaron tanta parte en sus
trabajos y en sus glorias. Dedicóle su padre desde muy niño al estudio de la
latinidad, de las matemáticas, de la geografía y astronomía en la universidad
de Pavía. Su genio le inclinaba con ardor a la ciencia geográfica y a la
náutica, y Génova, ciudad marítima, ofrecía abundancia de atractivos y
proporciones a los jóvenes fogosos, activos y emprendedores como Colón. Hizo,
pues, varias expediciones navales por el Mediterráneo, y parece estuvo ya
encargado de arriesgadas empresas náuticas con motivo de las guerras de
Nápoles producidas entonces por las pretensiones de los duques de Anjou. De
todos modos Cristóbal Colón no era ya un marino vulgar, cuando en 1470, a
consecuencia de un terrible combate naval; según unos, de un naufragio, según
otros, o guiado por su instinto, o conducido por la Providencia, arribó a
Lisboa, centro entonces de atracción para los geógrafos y navegantes de todo el
mundo.
Porque en
el siglo XV, en ese siglo que mereció señalarse con el glorioso título de
siglo de los descubrimientos, debido al entusiasmo por las expediciones
marítimas y al desarrollo y progresos de la ciencia náutica, era el pequeño
reino de Portugal el que marchaba al frente de los adelantos en la navegación,
el centro donde concurrían los espíritus aventureros de todos los países.
Merced al superior talento, al celo y a la magnificencia del príncipe Enrique,
hijo de Juan I, la marina portuguesa se distinguía por sus atrevidas
expediciones, por sus conocimientos geográficos y marítimos, por la
grandiosidad de sus empresas y la extensión de sus descubrimientos. La aguja
de marear se generalizó entre los portugueses, los marineros adquirieron nueva
audacia, habían doblado promontorios hasta entonces espanto de los navegantes,
entre ellos el cabo Bojador, suceso que los escritores de aquel tiempo pintaron
como superior a los trabajos de Hércules, habían despojado la región de los
Trópicos de sus fantásticos terrores, reconocido las costas de África desde
Cabo Blanco hasta Cabo Verde, y conquistado islas o desconocidas u olvidadas
hasta aquel tiempo. El príncipe Enrique concibió la grande idea de
circunnavegar el África para abrir un camino directo y expedito al comercio de
la India; pero la navegación del Atlántico estaba en su infancia, y a pesar de
haberse extendido a la isla de la Madera y las Canarias, era tan poco conocido
que los navegantes ignoraban que tuviese límites esta inmensa extensión de
aguas.
Este era
el país que parecía convenirle a Colón, cuyo genio y cuyos conocimientos le
llamaban a salir de los estrechos mares de la Liguria. Cuando llegó a Lisboa se
hallaba en el vigor de su vida, pues contaba sobre 34 años de edad. Allí
adquirió amorosas relaciones y se casó con la hija de un piloto italiano
(llamada Felipa Muñiz o Monis de Palestrello), famoso navegante del tiempo del
príncipe Enrique, y gobernador que había sido de la isla de Puerto Santo. Su
viuda, conociendo la pasión de su nuevo yerno a los estudios marítimos, le
entregó todos los papeles, cartas, diarios, apuntes e instrumentos que de su
difunto esposo le habían quedado, y que fueron verdaderos tesoros para Colón,
puesto que por ellos conoció las navegaciones de los portugueses, sus planes y
sus ideas, y su lectura y estudio le ayudaron a discurrir sobre la navegación
por el Occidente y la India, y le excitaron a viajar con los portugueses por
las costas de Guinea y de Etiopía. Esto le proporcionó también vivir algún
tiempo en la isla de Puerto Santo, donde su mujer había heredado alguna propiedad,
y allí tuvo a su hijo primogénito Diego. El tiempo que no navegaba lo empleaba
en dibujar y levantar cartas geográficas que vendía y de que sacaba para
sustentar a su familia, y sus mapas le iban dando grande reputación de
entendido cosmógrafo entre los sabios. Uno de éstos fue el docto florentino
Pablo Toscanelli, cuya correspondencia le fue utilísima, y el cual contribuyó
poderosamente a alentarle en sus estudios y en los grandes proyectos que ya
Colón traía en su mente. Acaso también fue el que le dio a conocer las
magníficas y maravillosas narraciones del veneciano Marco Polo, que entonces se
consideraban como fabulosas, acerca de las opulentas regiones del Asia, de
Cipango y de Cathay, de los países del oro y de las perlas. Ellas ayudaron a
Colón a fijarse en el pensamiento de llegar por el Occidente a las costas de
Asia o de la India, como él la llama siempre, suponiendo extenderse aquella
parte del globo hacia Oriente hasta comprender la mayor parte del espacio
desconocido.
Diferentes
especies de razones servían de fundamento a Colón para creer que hubiese
tierras desconocidas en Occidente, y que el mar interpuesto entre el mundo
antiguo y el que imaginaba, fuese posible y tal vez fácil de atravesar.
Apoyábase en las vagas opiniones de Aristóteles, de Estrabón, de Tolomeo, de Plinio,
de Séneca y otros autores antiguos sobre la redondez de la tierra. Recogía con
avidez cuantas noticias, datos o indicios suministraban los pilotos y
navegantes que habían pasado más allá de las Azores. Pero el principio en que
fundaba principalmente su teoría era la esfericidad del globo y la existencia
de los antípodas. Si la tierra es esférica, decía, se podrá pasar de un
meridiano a otro, ya en dirección de Oriente, ya en sentido inverso, y ambos
caminos serán complemento uno de otro, de modo que si uno pasa de ciento ocho
grados, el otro será mucho menor. Así que, dos felices errores, el de la
extensión imaginaria del Asia hacia el Oriente, y el de la supuesta pequeñez de
la tierra, le conducían a una verdad, y como dice uno de sus doctos biógrafos,
el atractivo de lo falso le llevaba hacia lo verdadero. De todos modos, Colón
intentó penetrar uno de aquellos misterios de la naturaleza, que entonces se
hacían increíbles, aun supuesta la rendondez del mundo, no descubiertas aún las
leyes de la gravedad específica y de la gravitación central. Y tan pronto como
estableció su teoría, se fijó en ella con toda la resolución de un hombre de
genio que tiene fe en sus cálculos, lo cual unido a su profundo sentimiento
religioso le hacía mirarse como un hombre destinado por Dios para cumplir
altos designios.
Fijo en
su grande idea, y aprovechando la feliz oportunidad con que se descubrió la
aplicación del astrolabio a la navegación, pero falto de recursos, propuso al
rey don Juan II de Portugal, en cuya corte tanto se protegían las empresas
náuticas, que si le suministraba hombres y bajeles, emprendería el descubrimiento
de un camino más corto y directo para la India, marchando vía recta al
Occidente a través del Atlántico. El rey le oyó, y consultó la proposición con
una junta de personas inteligentes, la cual calificó su pensamiento de
quimérico y extravagante, y condenó su proposición por insensata. Con todo, no
faltó quien al ver al monarca poco satisfecho del dictamen de la corporación,
le propusiera que se entretuviese al marino genovés, en tanto que se enviaba
sigilosamente un buque en la dirección por él indicada, para cerciorarse de los
fundamentos de su teoría, cuyo buque salió, y regresó después de haber pasado
las Azores, sin resultado alguno, lo cual sirvió para acabar de ridiculizar el
proyecto de Colón. Indignado éste de la superchería, y no ligándole ya lazo
alguno con aquel reino, pues había perdido a su esposa, abandonó secretamente
Portugal, llevando consigo a su hijo Diego, reducidos ambos a la más extrema
pobreza.
No se
sabe si fue entonces o antes cuando hizo Colón igual ofrecimiento a Génova su
patria, donde no tuvo más feliz acogida, y donde recibió también una repulsa
igualmente desdeñosa. Lo cierto es que desechado su plan en ambos países,
volvió su vista a Castilla, donde los genoveses habían sido de antiguos tiempos
muy generosamente favorecidos, y determinó buscar amparo en los reyes de
Castilla, que tenían fama de amantes de las grandes empresas y de protectores
de la marina y del comercio.
A la
puerta del convento de religiosos franciscanos de la Rábida, distante media
legua escasa de Palos, pequeño puerto de Andalucía, llegaron un día dos
viajeros a pie, pobremente vestidos, llenos de sudor y de polvo, el uno que
parecía ya de edad madura, el otro joven de corta edad, que mostraba ser hijo
suyo, para el cual pidió al portero del convento pan y agua. Era el estío de
1485, y un sol ardiente abrasaba los campos de Andalucía. Mientras el niño
tomaba aquel pequeño refrigerio, el guardián del convento Fr. Juan Pérez de
Marchena, que por allí pasaba, reparó en la majestuosa y grave presencia del
viajero, en su mirada penetrante, expresiva y dulce, en su noble fisonomía, y
hasta en su vestido, que aunque pobre y estropeado por el polvo y las fatigas
de un largo viaje, revelaba cierta elegancia que no era de hombre vulgar.
Acercóse a él, le habló con dulzura, se informó de los antecedentes de su vida,
y entonces supo que los huéspedes de la portería eran Cristóbal Colón y su hijo
Diego, que caminaban a la vecina ciudad de Huelva, donde residía un cuñado de
aquél. Detúvolos el guardián, hombre tan piadoso como entendido, admirado y
enamorado de la agradable e instructiva conversación del extranjero, dándoles
grata hospitalidad en el convento. Entendiéronse fácilmente el religioso y el
peregrino. Éste confió a aquél el secreto de sus grandiosos planes; y el padre
Marchena, que tal vez por su trato con los famosos y entendidos marinos del
vecino puerto de Palos, poseía conocimientos acerca de la ciencia de la
navegación que no podían esperarse en un hombre del claustro, comprendió la
importancia, la grandeza y tal vez la posibilidad de los vastos designios de
Colón, y se ofreció a ser su amigo y su protector, y a introducirle y
recomendarle en la corte de sus soberanos. La religión comprendió al genio,
dice elocuentemente uno de los biógrafos del ilustre genovés. El piloto
Velasco y el médico Garci Fernández de Palos contribuyeron mucho en las
conferencias de la Rábida, con su práctica el uno, con su ciencia el otro, a
confirmar al padre Marchena en la alta idea que formó de la persona y de la gigantesca
concepción del huésped que parecía haberle deparado el cielo.
Fr. Juan
Pérez había sido confesor de la reina Isabel, y conservaba relaciones de
amistad con el que lo era entonces, Fr. Fernando de Talavera, prior del
monasterio de Prado. Parecióle, pues, que a ninguno mejor podía encomendar el
patrocinio del grandioso plan y del magnífico ofrecimiento que Colón iba a
presentar a los reyes de España, y en el principio del año siguiente (1486)
envió a Colón a Córdoba, donde se hallaba la corte, con cartas para el confesor
Talavera. Pero este piadoso varón, instruido y docto en las ciencias
eclesiásticas, carecía de los conocimientos, extraños en verdad a su profesión
y carrera, que pudieran hacerle comprender la sublime teoría que se le
recomendaba, y la miró como un sueño irrealizable. Siendo como era el confesor
un hombre tan benéfico, ni siquiera le proporcionó una audiencia con la reina.
Colón, extranjero, pobremente vestido, y sin otra recomendación que la de un
fraile franciscano, no era fácil que se hiciera escuchar de una corte, por otra
parte embargada toda en las atenciones de una guerra viva con los moros. No es
en medio del bullicio y de la movilidad donde se puede hacer comprender los pensamientos
grandes y nuevos. Sin embargo, no desmayaron ni Colón ni su generoso protector
el padre Marchena. Tuvieron paciencia y esperaron ocasión más propicia. Logró
al fin el infatigable guardián de la Rábida interesar al gran cardenal de
España don Pedro González de Mendoza, varón juicioso, ilustrado, benévolo y
amable, el cual accedió a oir a Colón y escuchar sus razones. Asustó al
principio al cardenal una teoría que le parecía envolver opiniones heterodoxas;
pero la elocuencia de Colón, la fuerza de sus razones, la grandeza y la
utilidad del designio, y la fervorosa religiosidad de que estaba animado el
autor, vencieron las preocupaciones del prelado, y Colón obtuvo por su
mediación una audiencia con los reyes.
Apareció
el extranjero con modesta gravedad ante la presencia de los soberanos de
Castilla. «Pensando en lo que yo era, escribía él mismo después, me confundía
mi humildad; pero pensando en lo que llevaba, me sentía igual a las dos
coronas.» Fernando, frío y cauteloso, pero nunca indiferente a las grandes
ideas; Isabel, más expansiva y más entusiasta de los grandes pensamientos, ambos
oyeron a Colón benévolamente; pero tratábase de un proyecto que requería
conocimientos científicos y especiales, y quisieron someterle al examen de una
asamblea de hombres ilustrados, que determinaron se reuniese en Salamanca,
bajo la presidencia de Fr. Fernando de Talavera. Aunque para este consejo se
nombraron profesores de geografía, de astronomía y de matemáticas, eran la
mayor parte dignatarios de la Iglesia y doctos religiosos, que miraban con desconfianza
y con incredulidad toda idea que no estuviese en consonancia con su limitado
saber y rutinarias doctrinas, y era peligroso sostener teorías que pudieran
parecer sospechosas a la recién establecida Inquisición. Así fue que en lugar
de examinarse el proyecto de Colón científicamente en la junta del convento de
San Esteban de Salamanca, apenas se hizo sino combatirle con textos de la
Biblia, y con autoridades de Lactancio, de San Agustín y de otros padres de la
Iglesia, de las que deducían que la tierra era plana, que no era posible
existiesen antípodas que anduvieran con los pies arriba y la cabeza hacia
abajo, y con otros semejantes argumentos, calificaron las proposiciones de
Colón de insensatas, de poco ortodoxas y casi heréticas. Sin embargo, Colón
combatió con dignidad, con elocuencia y con razones sólidas las preocupaciones
del consejo. Pero eran los albores de la luz luchando con una niebla densa y
apoderada del horizonte, no sólo de España, sino de todo el mundo: y el que
hablaba era además un extranjero desconocido, y mirábanle como un aventurero
miserable. Así, a los ojos del vulgo pasaba por un fanático, un soñador o un
loco. No faltó a pesar de eso quien conociera el valor de sus elocuentes
raciocinios, y se mostrara adicto a sus proyectos. Entre otros merece citarse
con honra el religioso dominico Fr. Diego de Deza, profesor de teología
entonces y maestro del príncipe don Juan, inquisidor después y arzobispo de
Sevilla, que le daba habitación y comida en el convento, y fue más adelante su
especial protector para con los reyes. La apática junta no resolvió nada, y
dejó trascurrir tiempo y años, como cosa que ni le importaba, ni en su entender
había de tener nunca resultados.
En los
años que en tal estado trascurrieron, Colón, extranjero y pobre, teniendo que
atender a su subsistencia y a la de su hijo, se la procuraba «vendiendo libros
de estampa, o haciendo cartas de marear,» como dicen dos célebres escritores
contemporáneos. Protegiéronle también algunos magnates, principalmente los
poderosos duques de Medina-Sidonia y Medinaceli, y consta que este último le
mantuvo a sus expensas al menos por espacio de dos años. Los reyes no le
abandonaban tampoco: librábanle de tiempo en tiempo cantidades para su
manutención y particulares gastos, y solían expedir reales cédulas para que en
sus viajes se le hospedase gratuitamente y con decoro. Honráronle también en
cuanto podían, y quisieron tenerle a su lado en los sitios de Málaga y de
Granada. De modo que Colón solía seguir frecuentemente la corte, y puede
decirse que obraba como quien estaba al servicio de los reyes de Castilla.
Pero
cansado al fin de la penosa tardanza en resolver su proposición, instó a la
corte para que se le diese una contestación definitiva (1491). Triste y
apesadumbrado oyó entonces que la junta de Salamanca había declarado su plan
quimérico, irrealizable, y apoyado en débiles fundamentos, y que el gobierno
no debía prestarle su apoyo, si bien el cardenal Mendoza y el maestro Deza,
obispo ya de Palencia, templaron la fatal sentencia, asegurándole que si
entonces los reyes se hallaban demasiado ocupados para adoptar su empresa,
concluida que fuese la guerra tratarían con él y no dejarían de tomar en
consideración sus ofrecimientos. Parecióle aquella respuesta a Colón o una
evasiva, o una repulsa política, y más desesperado que abatido, se disponía a
abandonar á España para ir a presentar su proposición al rey Carlos VIII de
Francia, de quien por aquel tiempo había recibido una carta satisfactoria; y
con esta intención se dirigió al convento de la Rábida a despedirse del guardián
su amigo y a recoger á su hijo Diego que se había quedado allí. Disgustado el
P. Marchena con la contestación que su protegido le anunciaba, redobló su interés
y su celo, suplicó a Colón que difiriese su partida, pidió una audiencia a la
reina, de quien había sido confesor, y obtenida respuesta favorable, en el
momento de recibirla, que era media noche, mandó ensillar su mula y se encaminó
a Santa Fe, donde los soberanos se hallaban. Admitido a la presencia de Isabel,
habló el elocuente religioso con tanta energía en favor del proyecto de Colón,
que la reina, conmovida con sus razones, y ardiente partidaria de las empresas
heroicas, envió a llamar al marino genovés librando una buena suma para que
pudiese presentarse con el conveniente equipo en la corte.
Llegó
Colón al real de Santa Fe en ocasión de presenciar la rendición de Granada, y
cuando los ánimos se hallaban rebosando de júbilo por la gloriosa terminación
de aquella famosa guerra. En aquella feliz coyuntura presentóse el gran
proyectista a los reyes, esforzó las razones y fundamentos de su plan, expuso
la convicción que tenía de llegar a la India por el camino de Occidente, pintó
con vivos colores la opulencia de los reinos de Cipango y de Cathay, según los
describían las magníficas relaciones de Marco Polo y otros viajeros y
navegantes de la edad media, y representó cuánta gloria y cuán noble orgullo
cabría a los monarcas a quienes se debiera la propagación de la fe católica
entre los infieles de tan remotos climas y regiones. Lo primero era un gran
aliciente para el rey Fernando: en cuanto a la piadosa Isabel, la sola
esperanza de ver difundida la luz del Evangelio por extrañas tierras le
hubiera bastado, aunque otras ventajas no viese, para acoger con entusiasmo el
pensamiento y la empresa de Colón. Inmediatamente, pues, nombró una comisión,
no ya para examinar el proyecto, sino para que ajustara con su autor las condiciones
con que había de ejecutarle. Colón tenía tal confianza en sí mismo y en el éxito
y magnitud de su empresa, que pidió para sí y sus herederos el título y
privilegios de gran almirante de los mares que iba a explorar, la autoridad de
virrey en las islas y continentes que descubriese, el derecho de designar para el
gobierno de cada provincia tres candidatos, entre los cuales elegiría el rey, y
además la décima parte de las riquezas o beneficios que se sacaran de la
expedición. Parecieron exorbitantes e inadmisibles estas condiciones,
tacháronlas los cortesanos y magnates, y entre ellos el docto arzobispo
Talavera, de exigencias ofensivas al trono e intolerables en un miserable y
extraño aventurero. Propusiéronle modificaciones que Colón se negó a admitir
con inflexible entereza. Rompiéronse, pues, las negociaciones, y Colón
resolvió de nuevo alejarse de España, renunciando a sus esperanzas más
halagüeñas.
A la
noticia del alejamiento de Colón, conmoviéronse sus amigos, que los tenía ya
muchos y muy buenos, contándose entre ellos Alonso de Quintanilla, contador
mayor de Castilla, Luis de Santángel, secretario racional de la corona de
Aragón, la marquesa de Moya doña Beatriz de Bobadilla, la íntima amiga de la
reina Isabel, y otros de grande influjo en sus consejos. Presentáronse éstos a
la reina, y pintáronle con vivos colores la gloriosa empresa que iba a dejar
escapar de las manos, y de que tal vez se aprovechara algún otro monarca,
insistiendo mucho Luis de Santángel en recomendar las prendas que concurrían en
Cristóbal Colón, y la ventaja de otorgar unos premios que cuando se dieran los
tendría sobradamente merecidos. Isabel examinó de nuevo el proyecto, le meditó
y se decidió a proteger la grandiosa empresa. Menos resuelto o más receloso Fernando,
vacilaba en adoptarla en atención a lo agotado que habían dejado el tesoro los
gastos de la guerra. Pues bien, dijo entonces la magnánima Isabel, no expongáis
el tesoro de vuestro reino de Aragón; yo tomaré esta empresa a cargo de mi
corona de Castilla, y cuando esto no alcanzare, empeñaré mis alhajas para
ocurrir a sus gastos. ¡Magnánima resolución, que decidió de la suerte de
Castilla, que había de engrandecer a España sobre todas las naciones, y que
había de difundir el glorioso nombre de Isabel por todos los ámbitos del globo
y por todas las edades!
Un correo
fue despachado a alcanzar a Colón, que iba ya a dos leguas de Granada, y
conducirle a Santa Fe, donde los reyes le manifestaron que aceptaban sus
condiciones. En su virtud se concluyó en 17 de abril (1492) un tratado entre
los reyes de España y Cristóbal Colón, bajo las bases siguientes: 1.a Que Colón y sus herederos y sucesores gozarían para siempre el empleo de
almirante en todas las tierras y continentes que pudiese descubrir o adquirir
en el Océano: 2.a Que sería virrey y gobernador de todas aquellas
tierras y continentes con privilegio de proponer tres sujetos para el gobierno
de cada provincia, uno de los cuales elegiría el soberano: 3.a Que
tendría derecho a reservar la décima parte de todas las riquezas o artículos de
comercio que se obtuviesen por cambio, compra o conquista dentro de su
almirantazgo, deduciendo antes su coste: 4.a Que él o su lugarteniente
serían los solos jueces de todas las causas y litigios que ocasionara el
tráfico entre España y aquellos países: 5.a Que pudiera contrbuir
con la octava parte de los gastos para el armamento de los buques que hubieran
de ir al descubrimiento, y recibir la octava parte de las utilidades.
Hecho
este convenio, la reina Isabel, con su maravillosa actividad, procedió a dar
las órdenes necesarias para llevar a efecto la expedición, que había de salir
del pequeño puerto de Palos, cuyos habitantes estaban obligados a mantener cada
año dos carabelas para el servicio público. La tercera la proporcionó el
almirante mismo con ayuda del guardián de la Rábida y de su amigo el rico
comerciante y constructor de aquel puerto Alonso Pinzón. A esto se reducía la flota
que había de ir a través del grande Océano a descubrir nuevos mundos. Los
mismos habitantes del país tenían tan poca confianza en el éxito del viaje, que
fue necesario dar seguro por cualesquiera crímenes a los que se resolviesen a
embarcarse, hasta dos meses después de su regreso. Merced a esta y otras
concesiones, fueron venciendo su repugnancia los marineros andaluces, y aun así
tardó tres meses en estar dispuesta la flotilla. «Parecía, dice un elocuente
escritor, que un genio fatal, obstinado en luchar contra el genio de la unidad
de la tierra, quería separar para siempre estos dos mundos que el pensamiento
de un sólo hombre trataba de unir .»
Por
último, en la madrugada del 3 de agosto, después de haber confesado y comulgado
la pequeña armada, según la piadosa costumbre de los viajeros españoles, se dió
a la vela el intrépido almirante en el mayor de los tres buques, al cual se
puso por nombre Santa María. La primera de las dos carabelas, llamada la Pinta,
iba mandada por Alonso Pinzón, y la segunda nombrada, la Niña, por su hermano
Francisco. Componíase la tripulación de unas ciento veinte personas, contados
noventa marineros, un médico, un cirujano, un escribano y algunos sirvientes de
varias clases. El coste de la flotilla había ascendido a unos 20,000 pesos, y
llevaba víveres para doce meses.
Dejemos
ahora al más atrevido de los navegantes, reputado hasta entonces por
desjuiciado, insensato o temerario, entregarse en tres frágiles y pequeñas
barcas a un piélago inmenso y desconocido, en busca de regiones ignoradas,
llevando por principal guía la inspiración de su genio y veamos lo que
aconteció acá en España, hasta que tengamos noticias de la suerte que haya
corrido el audaz navegador.
Ocupados
hasta entonces ambos monarcas casi exclusivamente en las cosas de Castilla,
vencidos los moros, expulsados los judíos, aceptada y protegida la empresa de
Colón, y provista y equipada su flotilla, los reyes, después de haber vivido
alternativamente en Granada y Santa Fe, determinaron pasar a Aragón, y dejando
el gobierno temporal de Granada a cargo de don Iñigo López de Mendoza, segundo
conde de Tendilla, y el eclesiástico y espiritual al de Fr. Fernando de
Talavera, primer arzobispo de aquella ciudad, encamináronse al reino aragonés
llevando consigo al príncipe don Juan y a las infantas. El 18 de agosto (1492)
fueron recibidos con grandes fiestas en Zaragoza, donde se detuvieron algún
tiempo, ya reformando los estatutos de la Santa Hermandad para la persecución
de malhechores, ya entendiendo en algunos asuntos del reino de Navarra, y ya
reuniendo gente de armas, con la cual, unida a la que llevaban de Castilla,
pudieran imponer al rey de Francia, si por acaso rehusara entregar los
condados de Rosellón y Cerdaña, según tenían concertado y convenido, y era el
objeto principal de la ida de los reyes a aquel reino. Hecho lo cual, siguieron
su camino a Cataluña e hicieron su entrada el 18 de octubre en Barcelona,
recibiendo en el tránsito inequívocas pruebas del amor de sus pueblos.
Mas a los
pocos días de su estancia en Barcelona ocurrió un lance inopinado que puso en
peligro la vida del rey, en sobresalto y conflicto a la reina, en consternación
y alarma al Principado, y en turbación y desasosiego la nación entera. Un
viernes (7 de diciembre), saliendo el rey de presidir en persona el tribunal de
Justicia, según una antigua y loable costumbre, así en el reino de Castilla
como en el de Aragón, y al tiempo de bajar por la escalera del palacio
conversando con algunos oficiales de su consejo, vióse repentina y furiosamente
acometido por un asesino, que saliendo de un rincón con una espada desnuda, le
hirió en la parte posterior del cuello con tal fuerza, «que si no se
embarazara, dice el cronista aragonés, con los hombros de uno que estaba entre
él y el rey, fuera maravilla que no le cortara la cabeza.» «¡Traición,
traición!» exclamó el rey, y arrojándose sus oficiales daga en mano sobre el
asesino, clavaron los aceros en su cuerpo, y hubiéronle dejado sin vida, si
Fernando con gran valor y serenidad no hubiera mandado que no le mataran para
poder averiguar los cómplices del crimen El rey fue llevado a un aposento del
mismo palacio para ser inmediatamente puesto en cura. La noticia se difundió
instantáneamente por la ciudad, y hacíanse sobre el hecho y sus causas las más
diversas conjeturas y cálculos, y se temían conspiraciones y tumultos, como en
tales casos acontece siempre. La reina, a quien la nueva del suceso produjo un
desmayo, luego que volvió en sí, mandó que estuviesen prontas las galeras para
embarcar a sus hijos, sospechando alguna conjuración nacida de enemiga que a
su esposo tuviesen los catalanes. Engañábase en esto la reina Isabel, porque
nunca el pueblo catalán dio una prueba más patente y más tierna de afecto y aun
de entusiasmo por su monarca, puesto que habiendo corrido la voz de que la
herida era mortal y de que peligraba su vida, una indignación general se
apoderó de los habitantes de Barcelona, todos corrían a las armas ansiosos de
empaparlas en la sangre del vil asesino y de sus cómplices, si los tuviese;
las mujeres corrían por las calles como furiosas, mesándose los cabellos, y
mezclando agudos alaridos de pena con los gritos de ¡viva el rey! y no se
aquietó el tumulto popular hasta que se aseguró repetidas veces al pueblo que
el rey se hallaba fuera de peligro, que el malhechor estaba preso, y que él y
los culpados que resultasen serían juzgados por el tribunal y recibirían el
condigno castigo.
El rey
había querido presentarse a su pueblo para tranquilizarle; pero se opusieron a
ello sus médicos y consejeros, hasta que lo permitió el estado de la herida,
que había sido en efecto grave y profunda, aunque no hubo incisión de hueso, o
vena o nervio alguno. El asesino era un labrador de los llamados de remensa, y
todas las pruebas que con él se hicieron acreditaron que estaba falto de
juicio. Puesto a cuestión de tormento, declaró que había querido matar al rey
porque le tenía usurpada la corona, que le pertenecía de derecho, pero que no
obstante, si le daban libertad la renunciaría. En vista de que se trataba de un
demente, y de que no se descubrían por lado alguno síntomas de complicidad,
mandó Fernando que no se quitara la vida a aquel miserable. Pero los catalanes,
creyendo que no quedaba lavada de otro modo la negra mancha de deslealtad que
había caído en su suelo, acabaron con aquel desgraciado de un modo algo
tenebroso, diciendo al rey que había expirado en los tormentos. Excusado es
decir que la reina Isabel dio a su marido en esta ocasión las más tiernas
pruebas de su solicitud y de su amor conyugal, dándole por su mano las
medicinas, y velándole constantemente día y noche.
Había
sido el principal objeto de la ida de los reyes a Aragón y Cataluña acabar de
asentar la concordia comenzada con el rey Carlos VIII de Francia, que con
motivo de sus pretensiones al reino de Nápoles como heredero del duque de
Anjou, y de querer prepararse a ellas quedando en paz con España, había
ofrecido devolver al monarca aragonés los condados de Rosellón y Cerdaña,
empeñados a la corona de Francia desde el tiempo de don Juan II de Aragón, y
que por espacio de treinta años habían sido asunto de negociaciones e intrigas
y manzana de discordia entre los soberanos de ambos reinos. Al paso que había
ido progresando la curación de Fernando, había ido adelantando también la
concordia con el monarca francés, de modo que a principios del año siguiente
(19 de enero, 1493) quedó firmada y jurada por los representantes de ambos
reyes en Tours, con más beneplácito de España que de Francia, porque aquélla
era la favorecida y ésta la perjudicada en el contrato. Así fue que de tal
manera y con tal disgusto se recibió en Francia el convenio, y tanto se
murmuraba de los ministros, suponiéndolos sobornados por Fernando, que el
monarca francés no hacía sino buscar medios de eludir el cumplimiento de la
concordia, y suscitáronse tantas dificultades para la entrega de Perpiñán y de
los condados, que más de una vez estuvo a punto de ser causa de guerra lo que
se había firmado y jurado como ajuste de paz. Fué necesario que Fernando
amenazara a un tiempo a Francia y Navarra por Rosellón, para que Carlos,
después de muchas moratorias, se resolviera a hacer formal restitución de
aquellos Estados (setiembre), de los cuales pasaron Fernando e Isabel a tomar
posesión solemne, volviéndose en seguida a Barcelona.
La
recuperación de los condados de Rosellón y Cerdaña era considerada por los
hombres de aquel tiempo como una empresa no menos difícil y no menos importante
que la conquista de Granada. Por lo cual causó grande admiración, creció en
Europa la fama de la astucia y la política de Fernando, y no se comprendía que
el rey de Francia hubiera hecho la restitución sin alguna ventaja o recompensa
oculta; mas como nunca el tiempo la descubriese, «no cesan hasta ahora los
franceses, dice un cronista aragonés, de reprobar en sus historias el consejo
y condenar sus consejeros como autores, unos comprados y otros sinceros, de un
injusto escrúpulo del rey.» Época de fortuna y de prosperidad fue esta para los
dos esclarecidos monarcas de Castilla y de Aragón. Con la toma de Granada y con
la recuperación de los dos importantes condados de Rosellón y de Cerdaña, coincidió
la conquista de la Gran Canaria y de la Palma, hecha, ésta por el intrépido y
atrevido Alonso Fernández de Lugo, uno de los más ilustres guerreros de su época,
digno émulo de Bethencourt, y que estaba destinado a llevar a ejecución la
parte más difícil de la empresa del famoso normando. Hasta la desgraciada
muerte del marqués de Cádiz, el campeón de la guerra granadina, contribuyó al
engrandecimiento del patrimonio real, puesto que habiendo muerto sin hijos,
volvió la ciudad y puerto de Cádiz a incorporarse a la corona. De modo que todo
era nuevas adquisiciones para los reyes.
Faltaba,
no obstante, la mayor y más gloriosa de todas, y esta se realizó también.
Cristóbal Colón les anunciaba su vuelta a España con la plausible noticia de
haber descubierto tierras al otro lado del Océano Occidental. El ilustre
navegante había visto coronada su empresa, y venía a certificar a la Europa de
que existía un nuevo mundo, y de que la incredulidad general quedaba
desmentida. Los reyes aguardaban con ansia la llegada del audaz viajero, y
deseaban con impaciente curiosidad oír de su boca las circunstancias de aquel
acontecimiento extraordinario.
Hacia la
hora de mediodía del 15 de marzo de 1493, notábase una agitación desusada en
el pequeño puerto de Palos al avistar un buque que entraba por la barra de
Saltes. Era uno de los que constituían la pequeña flota del almirante Colón que
hacía siete meses habían visto partir con tanta desconfianza. Los parientes y
amigos de los que con él se habían embarcado, y a quienes creían ya muertos y
engullidos por las olas de desconocidos mares después de un invierno
tempestuoso, acudían a la playa con la natural zozobra y ansiedad de ver si los
reconocían de nuevo. Imponderable fue la alegría de todos, expresada primero
con los ojos y los semblantes, manifestada después con mutuos y tiernos
abrazos, cuando Colón saltó a tierra con sus compañeros. Todos miraban asombrados
al almirante, y los raros objetos que consigo traía como muestras de las
producciones y habitantes de los países nuevamente descubiertos. Las campanas
de la población tocaban a vuelo, y el pueblo entero acompañó al ilustre
viajero y sus marinos a la iglesia mayor, donde fueron a dar gracias a Dios por
el éxito venturoso de su empresa. «Celébrense procesiones, había escrito el
afortunado navegante desde Lisboa, háganse fiestas solemnes, llénense los
templos de ramas y flores, gócese Cristo en la tierra cual se regocija en los
cielos, al ver la próxima salvación de tantos pueblos entregados hasta ahora a
la perdición.»
Poco
permaneció el esclarecido viajero en Palos, porque los reyes deseaban verle, y
él también quería tener pronto el orgullo y la satisfacción de ofrecer a las
plantas de sus soberanos el fruto de su arriesgada empresa y los testimonios
de verdad de sus cálculos, con las pruebas de la existencia de las regiones por
él descubiertas. Cerca de un mes tardó en llegar a Barcelona, porque su marcha
era a cada paso obstruida por la muchedumbre que se agolpaba a ver y admirar al
insigne navegante y los objetos curiosos que consigo llevaba, llamando muy
particularmente la atención los isleños semidesnudos y engalanados a la manera
rústica y salvaje del país, así como los cuadrúpedos traídos de allá y no
conocidos en Europa. En las ciudades por donde pasaba se plagaban las calles, y
se coronaban las ventanas, los balcones y hasta las torres y tejados de curiosos
espectadores. Así llegó Colón a Barcelona en medio del general entusiasmo de
las poblaciones. Esperábanle los reyes en su palacio, sentados bajo un soberbio
dosel. Momento grande y solemne fue aquel en que un extranjero, desdeñado de
propios y extraños, menospreciado por los poderosos, ridiculizado por los
ignorantes, y protegido sólo por la reina de Castilla, se presentaba ante su
augusta protectora a decirle: «Señora, mis esperanzas se han cumplido, mis
planes se han realizado, vengo a mostrar mi gratitud a vuestra generosidad y a
ofrecer al dominio de vuestro cetro y de vuestra corona regiones, tierras y
habitantes hasta ahora desconocidos del mundo antiguo: a ofreceros una
conquista que no ha costado hasta ahora a la humanidad, ni un crimen, ni una
vida, ni una gota de sangre, ni una lágrima: a vuestras plantas presento los
testimonios que acreditan el feliz resultado de mi expedición y el homenaje de
mis más profundos respetos a unos soberanos a quienes tanta gloria en ello
cabe.» «Fue aquel, en verdad, dice un escritor ilustrado, el momento de mayor
satisfacción y orgullo de toda la vida de Colón: había probado plenamente la
certeza de su teoría por tanto tiempo combatida, contra todos los argumentos,
sofismas, sarcasmos, incredulidad y desprecios, y la había llevado a cabo, no
por acaso, sino por razón, y venciendo con su prudencia y entereza los más
grandes obstáculos y contradicciones. Los honores que se le tributaron,
reservados hasta entonces a la clase, a la fortuna, o a los triunfos militares
comprados con la sangre y las lágrimas de millares de seres, fueron en este
caso homenaje rendido al poder de la inteligencia empleada gloriosamente en
favor de los más altos intereses de la humanidad.»
Tuvieron
los reyes especial complacencia en oír de boca de Colón la interesante relación
de su arriesgado viaje y la descripción de las tierras que había descubierto.
Con aire satisfecho, mas sin ostentar orgullo, les refería el gran marino los
peligros que había corrido en su navegación, no por lo que hubiera tenido que
luchar con los elementos, sino por los riesgos en que más de una vez le habían
puesto la desconfianza, los recelos y la impaciencia de sus mismos compañeros
de expedición. En efecto, cuando aquellos hombres, después de haber perdido de
vista las Canarias, vieron que trascurrió más de un mes, y que habiendo
franqueado con rapidez distancias inmensas, no veían delante de sí sino un mar
sin límites comenzaron a desconfiar y a impacientarse, y cada día que pasaba,
crecían los recelos y murmuraciones hasta prorrumpir en denuestos contra el
orgulloso o el insensato de quien se habían fiado, y que así los conducía a una
muerte cierta, sin que sus familias a tan incalculable distancia pudieran
saber siquiera el sitio en que habían perecido. No ignoraba Colón los rumores
desfavorables de los marineros, y trabajaba cuanto podía por tranquilizarlos
infundiéndoles nuevas esperanzas. Mas éstas desaparecían pronto, y ya los
murmullos se convertían en amenazas, no faltando entre aquellos hombres
turbulentos quien en su desesperación concibiera y aun propusiera el proyecto
de arrojar al agua al extranjero que así los había comprometido, y así había
engañado a los reyes, y en seguida tomar rumbo para España. Colón lo sabía todo,
pero imperturbable y sereno, con fe en el corazón, con la vista fija en los
astros o en la brújula, y fingiendo ignorar lo que contra él se tramaba,
todavía logró persuadirles a que por unos días no desconfiaran de él, y con
esto y con las señales que decía observar de no estar muy distante la tierra, y
con la tranquilidad que procuraba mostrar en su rostro, iba entreteniendo y
manteniendo la paz entre aquella gente bulliciosa y casi desesperada. Cuando
calculaba hallarse a setecientas cincuenta leguas de Canarias, bandadas de
aves, de las cuales algunas posaron sobre los mástiles de las carabelas,
vinieron a anunciar que no podía estar muy lejos alguna isla o continente donde
ellas tuvieran alimento y reposo. Colón observó su vuelo y le siguió, a costa
de variar un poco el rumbo que antes llevaba. Al cabo de algunos días vióse
revolotear en derredor de los buques nuevas aves de variados colores, notáronse
a la superficie del agua hierbas verdes que parecía acabar de desprenderse de
la tierra, pero se echaba la sonda y no se encontraba fondo, y al ponerse el
sol no se divisaba sino un horizonte sin límites
La
desesperación llegó ya a su colmo, veíanse síntomas de atentar a la vida de
Colón, y los oficiales de su mismo buque, y los mismos hermanos Pinzones se lo
advirtieron, y el temor de alguna violencia les hizo aconsejarle que mandase
virar para regresar a España. «Tres días os pido no más, dijo entonces el almirante
con firmeza, y si al tercer día no hemos descubierto la costa, os prometo
solemnemente que volveremos, renunciando a todas mis esperanzas de gloria y de
riquezas.» El tono firme con que pronunció estas palabras tranquilizó algún
tanto a los revoltosos y les movió a concederle tan corto plazo. No fué
menester que se cumpliese entero. Parecía que el hombre tentaba a Dios, y Dios
premió la fe del hombre en vez de castigarla. Al segundo día se vio flotar
sobre las aguas alguna caña, una rama de árbol con fruta, un nido de pájaros
suspendido en ella, y un bastón labrado con instrumento cortante. La tristeza
iba desapareciendo de los semblantes de los marineros. Soplaba una fuerte brisa
que hacía avanzar grandemente las naves. Por la noche, colocado Colón de pie en
la cubierta de su buque, queriendo penetrar con su vista la inmensidad del
espacio, creyó ver brillar una luz en lontananza; su corazón latía con
violencia; toda la tripulación aguardaba con ansia ver apuntar el nuevo día; el
almirante mandó por precaución amainar el velamen; aquella noche pareció a
todos un siglo. Amaneció al fin, y al despuntar los primeros rayos de la
aurora... un grito general de alegría resonó a un tiempo en los tres buques;
¡tierra, tierra! Ofrecióse a los ojos de los navegantes y a corta distancia
una costa cubierta de espeso verdor, poblada de árboles aromáticos cuyos
perfumes les llevaba la brisa de la mañana. Colón mandó anclar y echar al mar
las chalupas, que llenas de gente se acercaron a la costa al son de instrumentos
de música y con todo el ruido y aparato de una conquista. Distinguíanse ya en
ella habitantes, que con gestos y actitudes extrañas mostraban la sorpresa y
admiración de ver por primera vez lo que a ellos, según después significaron,
se les antojaban monstruos salidos del seno del mar durante la noche. También a
los españoles les causaba sorpresa la forma y el color de los rostros de aquellos
seres humanos. Al paso que los unos se acercaban, los otros huían como
espantados. Saltó, pues, a tierra Cristóbal Colón vestido con rico manto de
púrpura, como almirante del Océano, con la espada en una mano y la bandera de
sus reyes en la otra, siendo el primer europeo que puso el pie en ese Nuevo
Mundo, cuyo descubrimiento se debía a su genio y a su perseverancia.
Desembarcaron tras él sus compañeros, y prosternáronse en tierra para dar
gracias a Dios por el éxito feliz con que acababa de coronar su empresa.
Colón se
hincó de rodillas, besó la arena y la regó con sus lágrimas. «Lágrimas de doble
sentido y de doble agüero, dice una elocuente pluma extranjera, que humedecían
por la vez primera la arcilla de aquel hemisferio visitado por hombres de la
antigua Europa: ¡lágrimas de alegría para Colón que brotaban de un corazón
altivo, reconocido y piadoso! ¡lágrimas de luto para aquella tierra virgen que
parecía presagiarle las calamidades, las devastaciones, el fuego, el hierro, la
sangre y la muerte que aquellos extranjeros le llevaban con su orgullo, sus
ciencias y su dominación! El hombre era el que derramaba esas lágrimas; la
tierra era la que debía llorar.» Pero lágrimas de consuelo, añadiríamos
nosotros, para aquella tierra virgen, a la cual llevaban también aquellos
extranjeros una civilización, una religión, una fe: vertíalas un hombre, y la
tierra y el cielo se regocijaban.
Los
pilotos y los marineros que la víspera habían ultrajado, atentado a la
existencia del hombre que allí los conducía, se avergonzaron de sus criminales
tentaciones, se prosternaron con respeto ante aquel ser que miraban ya como
sobrehumano, le pedían perdón y le besaban las manos y los vestidos. El gran
almirante tomó solemne posesión del país a nombre de la corona de Castilla.
Sus esperanzas se habían cumplido; sus sueños habían tocado la realidad.
Trabajos, miserias, desdenes, sinsabores, sustos, peligros, amenazas y
amarguras, todo se olvidó en aquel momento de suprema felicidad. Era el 12 de
octubre de 1492.
Concluida
aquella ceremonia, los naturales, que habían estado observándola a cierta
distancia, se fueron aproximando poco a poco y cobrando confianza, hasta el
punto de tocar los vestidos y las armas de sus nuevos huéspedes, y con tal
sencillez que alguno se hirió al tomar incautamente una espada por el filo.
Entonces tuvieron ocasión de contemplarse y admirarse unos a otros. La
desnudez de aquellos naturales, su tez cobriza, su rostro sin vello ni barba,
sus armas, que consistían en una caña a cuya punta ponían un pedazo de madera o
de hueso afilado, formaban singular contraste con el color blanco, la barba
poblada, los vistosos trajes y las relucientes armas de acero de los españoles.
Dulces, afables, ignorantes y tímidos aquellos isleños, entusiasmábanse a la
vista de los más fútiles objetos, como sartas o cuentas de rosario, botones,
cascabeles, pedazos de vidrio o de cristal y otras baratijas, mostraban tal
deseo de adquirirlos, que por ellos daban gustosos las producciones del país,
el oro, todo lo más precioso que ellos creían tener, y se hacían cambios con
gran beneplácito de todos. «Así, dice un escritor, en la primera entrevista de
los habitantes del Nuevo Mundo con los del Antiguo todo pasó a gusto de los
unos y de los otros. Probablemente los hijos de la vieja Europa, ambiciosos e
ilustrados, calculaban ya las ventajas que reportarían de estas regiones nuevas;
pero los pobres indígenas no podían prever, en su sencilla ignorancia, la
pérdida de la independencia que amenazaba a su patria.»
Llamaban
los naturales a esta isla Guanahani, pero Colón le puso el nombre de San
Salvador, «en conmemoración de su Alta Majestad, dice él mismo, el cual
maravillosamente todo esto ha dado.» Guanahani era una de las muchas islas que
forman el archipiélago de las Lucayas, de las cuales reconoció algunas otras, y
les puso los nombres de Santa María de la Concepción, Fernandina e Isabela.
Parecíanse en todas ellas los habitantes y las producciones, mas como no
hallase allí las riquezas ni los pueblos florecientes que él se había
imaginado, preguntábales por señas a los isleños de dónde sacaban el oro que
ellos tenían, y ellos le significaban que de otras regiones más distantes,
señalándole al Sur. Dirigió, pues, sus naves al Mediodía, siempre en busca de
las opulentas comarcas que eran el objeto de su viaje, y al cabo de algunos
días arribó a una vasta región sembrada de colinas y montañas, con tan lozana
vegetación que creyó ser Cathay, o Cipango, o algunas de las que había visto
descritas en las maravillosas relaciones de Mandeville y de Marco Polo, siempre
considerándolas como una continuación del continente de Asia. Aunque más fértil
que las Lucayas o de Bahama, y rica y variada en producciones, tampoco encontró
allí la abundancia de oro que se prometía; supo que los habitantes la nombraban
Cuba, y aunque él la denominó Juana por honor al príncipe don Juan,
primogénito de los reyes, aquella grande isla ha conservado su primer nombre.
Detúvose muy poco en Cuba, pues habiéndole indicado los indios el Este como la
parte de donde sacaban el oro, dióse otra vez a la vela sin tardanza, y
continuó navegando hasta descubrir la isla Haití, que él nombró la Española, y
lleva también el nombre de Santo Domingo. «La Española es maravilla, decía él
en su relación: las sierras y las montañas y las vegas y las campiñas y las
tierras fermosas y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganados de todas
suertes, para edificios de villas y lugares. Los puertos de la mar, aquí no haría
creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes, y buenas aguas; los más de
los cuales traen oro.»
Aquellos
habitantes huían despavoridos a los bosques; mas habiendo alcanzado los
españoles una joven y tratádola con amabilidad, dándola cuentas de vidrio,
anillos de cobre, alfileres y algunas otras bagatelas, enviándola en seguida a
reunirse con sus parientes, la joven les contó lo que le había pasado con los
hombres blancos, y todos acudían ya a cambiar su oro, sus frutas, sus pescados,
sus hermosas aves y todo cuanto poseían, por cuentas de vidrio, y hasta por
pedazos de platos y de escudillas, que les parecían preciosas joyas, no
cansándose de admirar los vestidos y armas de aquellos hombres, a quienes en
su rústica sencillez miraban como bajados del cielo e incapaces de hacerles
daño alguno. «Venid, se decían unos a otros en su lengua, venid a ver la gente
del cielo.» El cacique Guacanagari que mandaba en aquella costa, y era uno de
los más poderosos del país, había de indicar a Colón el paraje de la isla en
que se encontraba el oro en abundancia, que era un país montuoso que ellos
llamaban Ciba, y el almirante entendió ser su apetecida y codiciada Cipango.
Mas desgraciadamente cuando iba a dirigirse a aquel sitio ocurrió un desastre
lamentable. Por negligencia o ignorancia de un grumete que provisionalmente
gobernaba el timón de la capitana, mientras Colón descansaba un rato en su
camarote, se estrelló el buque contra un escollo, abriéndose por cerca de la
quilla, y empezó a hacer agua de tal manera que hubiera perecido toda la gente,
incluso el almirante, sin el oportuno auxilio de los de la Niña, y de los
indígenas mismos que botaron al agua porción de canoas, merced al cual se logró
salvar la tripulación y los objetos de algún valor de la Santa María. Colón se
mostró muy agradecido a Guacanagari, el cual lloraba de placer por haber
contribuido a salvar al cacique de los blancos.
Quedaba,
pues, reducido el gran mareante a una sola carabela, porque Alonso Pinzón que
mandaba la Pinta se había alejado de allí con su nave por desavenencias
ocurridas entre los dos, tal vez porque el marino andaluz, a quien, como a sus
hermanos, se debía en gran parte el mérito y resultado de la expedición, sentía
que un extranjero se atribuyera toda la gloria; o, según otros, se
indispusieron por haber desaprobado Pinzón una de las disposiciones del
almirante, si bien después se reconciliaron por intercesión de los otros dos
hermanos Pinzones, Francisco Martín y Vicente Yáñez, en el puerto que de este
suceso se llamó de Gracia. La disposición de Colón fue dar la vuelta desde allí
a España, así por creerse con poca gente para conquistar países tan vastos como
los que se descubrían y proveerse de más hombres y navíos, como por traer
pronto a sus soberanos la noticia del feliz resultado de su viaje, dejando en
aquella isla una parte de sus marineros, ya porque no podían venir todos en la
Niña, ya también porque fuesen aprendiendo la lengua de los indios y familiarizándose
con ellos, lo cual podría ser muy útil para el segundo viaje que pensaba hacer
pronto. Contando, pues, con la buena voluntad del cacique Guacanagari, que le
prestó para ello muy gustoso sus súbditos, hizo construir una pequeña
fortaleza de tierra y madera, en la cual empleó el tablaje y puso los cañones
del buque encallado; mandó disparar algunos tiros de cañón para imponer a los
Caribes que decían habitaban una parte de la isla; recibió suntuosos regalos
del obsequioso cacique, oro en coronas, en pepitas, en planchas y en polvo,
papagayos y otras vistosas aves, hierbas aromáticas y medicinales, y otros
objetos; tomó varios indios que quisieron venirse con él; encargó mucho a los
treinta y nueve hombres que allí dejaba que no incomodasen a los indígenas,
antes procurasen hacerse amar de ellos, y despidiéndose de sus compañeros y del
amable jefe de aquellos salvajes, dióse a la vela prometiendo volver a verlos
muy pronto, y viéndole todos partir con mucha pena, y más los pocos españoles
que allí quedaban tan lejos de su patria y aislados de todo el antiguo mundo (4
de enero, 1493).
A los dos
días de haber perdido de vista las montañas de Haití, se encuentra el
almirante con la carabela Pinta y con Alonso Pinzón que la comandaba. Explicó
Martín Alonso la causa de su separación, asegurando haber sido contra su
voluntad, y disimulando Colón su resentimiento, navegaron juntas las dos naves
por más de un mes con dirección a España, hasta que se levantó una de aquellas
borrascas terribles que suelen poner a prueba en los mares el valor, la
serenidad y la destreza de los más esforzados marinos y de los más hábiles y
prácticos pilotos. Fue ésta tan espantosa y brava, que todos creyeron ser
tragados por las olas y que con ellos iba a quedar sepultada la noticia que
traían a Europa de la existencia de un nuevo mundo, que era una de sus mayores
aflicciones, y ya no tenían más esperanza que en la misericordia de Dios. Por
fortuna, después de muchos peligros, calmó la tempestad, pero las dos carabelas
se habían apartado y cada cual siguió separadamente su rumbo a España. La del
almirante arribó a las aguas de Lisboa, la de Pinzón a Bayona de Galicia.
Cristóbal Colón dio noticia de su arribo al rey don Juan II de Portugal; este
monarca, aunque en vista del resultado de la expedición se acusaba a sí mismo
de no haber aceptado las proposiciones y prohijado la empresa del marino
genovés, disimuló su pesar y su envidia y tuvo con Colón las más finas
atenciones, haciendo justicia a sus extraordinarias prendas. Después de
descansar allí unos días continuó su viaje el almirante, y entró con felicidad
en la bahía de Palos de donde había salido, según dejamos ya apuntado. A las
pocas horas llegó también Alonso Pinzón con su carabela. Pero este famoso
mareante, que venía ya bastante delicado de salud, temeroso además de que Colón
intentara algún procedimiento contra él por las pasadas desavenencias, se
encerró en su casa, donde murió a los pocos días, con lo que perdió la marina
española uno de sus más diestros y arrojados pilotos.
Lágrimas
de placer y de ternura derramaban Fernando e Isabel al escuchar en su palacio
de Barcelona la relación que de palabra les hizo el ilustre viajero de estas y
otras circunstancias de su expedición. El júbilo embargaba a la reina Isabel
cuando le oyó decir que los sencillos habitantes de aquellas islas le parecían
muy dispuestos a recibir la luz del Evangelio, y que allí se abría un ancho
campo para difundir la salvadora doctrina del cristianismo. Acabada la
relación, durante la cual había tenido Colón la honra desusada de estar sentado
delante de los reyes de Castilla, prosternáronse éstos y todos los presentes
para dar gracias a Dios por el éxito venturoso de tan grande empresa. Mientras
permaneció Colón en Barcelona recibió las más señaladas y honrosas distinciones
de la corte y de los reyes. Fernando hacía gala, cuando salía en público, de
llevar a su lado al gran almirante. Le confirieron los monarcas el almirantazgo
hereditario y perpetuo; le ratificaron las prerrogativas concedidas el año anterior;
ennoblecieron su linaje, dándole el privilegio de usar el título de Don, que,
como dice un escritor moderno, no había degenerado aún en palabra de mera
cortesía; y por último, le hicieron el grande honor de autorizarle para poner
en su escudo las armas reales de Castilla y de León, mezcladas y repartidas con
otras que asimismo le concedieron de nuevo, con un lema o divisa que decía: Por Castilla y por LeÓn nuevo mundo hallÓ ColÓón.
Efecto
grande de sorpresa y de admiración causó en toda Europa la noticia del
descubrimiento de vastas regiones más allá del Atlántico; todo el mundo
envidiaba la gloria del atrevido y sabio cosmógrafo y la fortuna de los reyes
de España, al propio tiempo que todos se felicitaban de haber nacido en un
siglo en que se había obrado tal maravilla. Continuaba, no obstante, Colón en
creer que las tierras descubiertas eran como una dependencia del vasto
continente de Asia, y los más de los sabios contemporáneos, así españoles como
extranjeros, adoptaron esta errada hipótesis. Así es que se les dió el nombre
que conservan de Indias Occidentales, para distinguirlas de las Orientales, y a
los naturales del Nuevo Mundo se los llamó indios, nombre que aun llevan.
Desde
luego se procedió á preparar otra segunda expedición para proseguir los
descubrimientos, y con más grandeza y con más medios que la primera. Se creó un
consejo de Indias, cuya dirección se dió al arcediano de Sevilla don Juan de
Fonseca. Se estableció en Sevilla una lonja y en Cádiz una aduana dependiente
de ella; principio de la casa de la Contratación de Indias. Se prohibió, con
arreglo al sistema mercantil restrictivo de aquel tiempo, ir a Indias, ni menos
comerciar allí sin licencia de las autoridades puestas por el gobierno; se hizo
provisión de caballos, cerdos, gallinas y otros animales domésticos, de
plantas, granos y semillas para trasportarlas y ver de aclimatarlas en las
nuevas regiones; de mercancías, espejos, cascabeles, y otros dijes y juguetes
para traficar con los naturales; se declaró libres de derechos los artículos
necesarios para proveerla armada; se obligó a todos los dueños de barcos en
los puertos de Andalucía a tenerlos prontos para la expedición; se alistaron
artesanos y mineros para que, provistos unos y otros de los instrumentos de sus
oficios, ejerciesen y enseñasen las artes, y descubriesen las riquezas
subterráneas encerradas en aquellos países. Nunca los reyes, y menos en este
caso, se olvidaban de los intereses de la religión, y así destinaron también
doce eclesiásticos, que en calidad de misioneros propagasen la fe, instruyendo
en ella aquellos pobres gentiles. Determinóse igualmente enviar los indios que
había traído Colón y habían sido bautizados, para que estimulasen a sus compañeros
a hacer lo mismo, excepto uno que quedó agregado a la servidumbre del príncipe
don Juan, y se recomendó mucho al almirante que procurara fuesen tratados los
indígenas de aquellos países con toda consideración y benignidad, y que
castigara severamente a los que los vejasen o molestasen en lo más mínimo.
Para
autorizar más la conquista, quisieron los reyes, «aunque para esto no tuviesen
necesidad,» como dice un cronista contemporáneo, fortalecer su derecho con la
sanción pontificia; a cuyo efecto impetraron una bula del papa, que lo era
entonces Alejandro VI, el cual no vaciló en otorgarla (3 de mayo, 1493),
confirmando a los reyes de Castilla en el derecho de posesión de las tierras
ya descubiertas y de las que en lo sucesivo se descubriesen en el Océano
Occidental, en atención a los servicios que los monarcas españoles habían hecho
a la religión destruyendo en su reino y preservando a Europa de la dominación
mahometana. Pero a esta bula siguió inmediatamente otra de una naturaleza bien
extraña y singular. A fin de evitar las cuestiones que pudieran ocurrir entre
españoles y portugueses sobre derecho de descubrimiento y conquista de las
tierras que hubiese en el Océano, trazó el pontífice una línea imaginaria de
polo a polo, y declaró pertenecer a los españoles todo lo que descubriesen al
Occidente, a los portugueses lo que descubriesen ellos al Mediodía.
No podían
desechar los portugueses la mortificante idea de haber sido ellos los primeros
que pudieron aprovecharse de la ciencia y de los ofrecimientos de Colón, ni
ver sin inquietud y sin envidia el engrandecimiento marítimo de la España
debido al hombre que ellos habían desdeñado. Y aunque el almirante a su regreso
por Lisboa había declarado que su rumbo y su plan y las instrucciones del
gobierno de España eran de alejarse de todos los establecimientos portugueses
en la costa de África, andaba, no obstante, el político don Juan II de Portugal
discurriendo cómo entorpecer o desconcertar los descubrimientos de los
españoles; y si bien había hecho a Colón una buena acogida, y no había dejado
de felicitar a los reyes por el éxito de su empresa, tampoco dejaba de hacer
armamentos que Fernando e Isabel tuvieron por sospechosos, y que los movieron a
enviar por embajador a Lisboa a don Lope de Herrera, con órdenes secretas y
facultades especiales para obrar según el empleo que los portugueses dieran a
aquella armada. El astuto don Juan lo comprendió, y como no le convenía chocar
directamente con un enemigo tan poderoso, para disipar sus recelos se
comprometió a no dejar salir de su reino escuadra alguna en el espacio de dos
meses, y para manifestar su deseo de hacer un ajuste amistoso entre ambas
naciones, envió una embajada a Barcelona, proponiendo que la línea divisoria
de las pertenencias de España y Portugal fuera el paralelo de las Canarias, de
modo que el derecho de descubrimiento hacia el Norte fuese de los españoles,
quedando el del Sur para los portugueses.
Durante
estas negociaciones avanzaban los preparativos para la segunda expedición del
almirante. La dificultad ahora no era encontrar gente que quisiese embarcarse
como la vez primera, sino desembarazarse de la muchísima que a competencia se
alistaba cada día, ya por el espíritu aventurero de la época, que concluida la
guerra de los moros hallaba en las regiones de un nuevo mundo un vastísimo campo
en que desarrollarse, ya por la codicia que habían excitado los objetos
traídos por Colón, figurándose muchos que iban a países donde no tenían que
hacer otra cosa que recoger oro y riquezas, y algunos iban también impulsados
sólo por la curiosidad. Entre los alistados se contaban personas de la casa
real, caballeros y gente de clase.
Distinguíase
entre éstos el joven caballero Alfonso de Ojeda, primo hermano del inquisidor
de su mismo nombre, hijo de una familia noble de Andalucía, que gozaba ya fama
de generoso y esforzado, ágil en sus movimientos, de genio fogoso y vivo, tan
fácil en irritarse como en perdonar, siempre el primero en toda empresa
arriesgada, hombre que ni conocía el temor, ni reparaba en el peligro, que
peleaba más por placer que tenía en la pelea que por ambición ni por vanidad,
querido de la juventud por sus prendas personales, y uno de los héroes que por
sus hazañas estaban destinados a adquirir gran renombre entre los primeros
descubridores del Nuevo Mundo.
Se limitó,
sin embargo, el número de personas a mil quinientas, y la armada se componía de
diez y siete buques entre grandes y pequeños. Para ocurrir a estos gastos
contrataron los reyes un empréstito, destinando además el producto de los
bienes confiscados a los judíos. Dispuesto ya todo, se dió Colón a la vela con
su grande escuadra en la bahía de Cádiz a 25 de setiembre (1493), facultado
hasta para expedir órdenes con título y sello real sin necesidad de acudir al
gobierno.
Tan
pronto como partió la armada, despacharon los reyes de Castilla una embajada al
de Portugal participándole el envío de la expedición, y manifestándole que la
línea divisoria de navegación que él proponía no era admisible, ya por ser
contraria a la demarcada por las bulas de Alejandro VI que se suponía tirada
de polo a polo, y no de Oriente a Occidente, según el cual el Océano Occidental
quedaba todo a disposición de los españoles, ya porque el tratado de 1479 sólo
se refería a las posesiones que entonces tenía Portugal en la costa de África y
a su derecho de descubrimiento en dirección de las Indias Orientales. Recibió
el portugués con igual disgusto la noticia de la expedición y la respuesta de
los embajadores; y si bien éstos ofrecieron someter el asunto a la decisión
arbitral de la corte de Roma, o a la de otro árbitro que de acuerdo nombrasen,
pareció al principio querer intimidar a los enviados españoles, llevándolos
como por acaso a que viesen la brillante caballería portuguesa, dispuesta a
salir a campaña. Mas como luego supiese que en la corte española se tomasen
medidas enérgicas y se preparaban duplicadas fuerzas para el caso de un
rompimiento de hostilidades, con mucha sagacidad procuró desvanecer la idea de
que abrigase tal pensamiento. Convencido también, por otras tentativas que ya
había hecho, de que el juicio arbitral de Roma no había de serle favorable,
optó por que se decidiese la cuestión por medios y conferencias amistosas.
Pero en
esto se había dejado trascurrir el resto de aquel año. Al siguiente cada
corona nombró sus representantes para tratar el asunto. Reuniéronse éstos en
Tordesillas (7 de junio, 1494), y después de conferenciar algún tiempo
firmaron un tratado, por el cual se ratificaba a los españoles el derecho
exclusivo de navegación y descubrimiento en el Océano Occidental, y éstos, en
atención de que los portugueses se quejaban de que la línea del papa reducía
sus empresas a muy estrechos límites, convinieron en que en lugar de tirarse a
las cien leguas al Occidente del Cabo Verde y las Azores, según la bula
pontificia, se extendiese a las trescientas sesenta. Cada nación había de
enviar a la Gran Canaria dos carabelas con hombres científicos, que
dirigiéndose al Occidente hasta la expresada distancia, designasen la línea de
partición, poniendo señales de distancia en distancia. Esto último no llegó a
verificarse: pero la ampliación de la línea con arreglo al tratado, que
ratificaron ambos monarcas, sirvió después a los portugueses para fundar las
pretensiones al imperio del Brasil. «Así, dice Vasconcellos, esta gran
cuestión, la mayor que se agitó jamás entre las dos coronas, porque era la
partición de un nuevo mundo, tuvo amistoso fin por la prudencia de los dos
monarcas más políticos que empuñaron nunca el cetro.»
No
seguiremos a los descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo en los
interesantes pormenores, sucesos y aventuras de sus viajes de exploración y de
conquista, porque sería embarazar el curso de nuestra historia con
interminables episodios, que dan copioso y digno asunto para determinadas y
particulares historias que de ellos se han hecho, y donde pueden verse.
Expondremos sólo los principales resultados de estas y otras sucesivas
expediciones, y las consideraremos en su índole y carácter, y en el influjo que
iban ejerciendo en la condición de España.
Sin las
inquietudes, hijas de la desconfianza de la vez primera, y sin otro contratiempo
que alguna pasajera, aunque imponente borrasca, siguiendo desde las Canarias
el rumbo de Sudoeste, y con intención de encontrar las islas de los Caribes, de
que tanto habían hablado a Colón los indios de la Española, en la tarde del 2
de noviembre vió el almirante señales de estar cerca de tierra; y en efecto, al
día siguiente toda la flota divisó con regocijo y arribó con entusiasmo a una
isla cubierta de verdes florestas, a la cual llamó Colón la Dominica, por ser
domingo aquel día. No viendo en ella proporción de buen anclaje, pasó a otra
que les pereció desierta, y de que tomó posesión en nombre de sus soberanos,
según costumbre, llamándola Marigalante, del nombre de su buque. Forman estas
islas parte del grupo de las Antillas. Continuando su exploración descubrió
otra, que nombró Guadalupe, en cumplimiento de una promesa que había hecho a
los religiosos del convento de este título en Extremadura. En ésta hallaron
pequeñas y rústicas poblaciones, cuyos habitantes huían a su vista, abandonando
hasta sus propios hijos. Grande fué el asombro y el terror de los españoles
cuando al reconocerla hallaron en las chozas huesos y cráneos humanos, al
parecer como si les sirvieran de vasos y utensilios del servicio doméstico.
Esto y las explicaciones de algunas mujeres que cogieron, los convencieron de
que estaban en una isla de caribes, de aquellos que hacían largas expediciones
en sus canoas contra los de otras islas, a quienes aprisionaban y destinaban
para pasto en sus feroces festines. Algunas de las mujeres aprehendidas por
los españoles eran de estas infelices cautivas, y otras se les presentaban
pidiéndoles amparo. Por lo mismo fue mayor el sobresalto de Colón y dé sus
compañeros al observar que Diego Márquez, capitán de una carabela, que con
ocho hombres se había internado por la isla, no pareció en los días siguientes.
En vano fue disparar cañonazos en los bosques y en la playa, destacar partidas
que sonaran trompetas, y hacer otras llamadas y señales. En vano el intrépido
Alonso de Ojeda, seguido de algunos de los más resueltos, recorrió hondos
valles y elevadas montañas descargando arcabuces y haciendo resonar clarines.
Ojeda volvió con el desconsuelo de no haber hallado vestigios de Márquez y sus
compañeros, y ya todos los suponían muertos y devorados por los fieros
caníbales. La flota, que sólo por ellos había esperado muchos días, estaba ya
para darse a la vela, cuando con universal alegría se vió aparecer a los
extraviados, cuyos macilentos y descarnados rostros revelaban los trabajos que
habían sufrido. Traían consigo algunas mujeres y muchachos: hombres no habían
visto ninguno, pues por fortuna suya habían salido a una de sus expediciones
predatorias.
Deseaba
mucho Colón volver a encontrar la Española, y saber los progresos que había
hecho la colonia del fuerte de Navidad que allí había dejado en su primer
viaje. Al efecto navegó costeando al Noroeste de la Guadalupe. Sin empeñarse en
ensanchar sus descubrimientos, fue poniendo nombres a las islas que en aquel
hermoso archipiélago al paso se le aparecían, como Monserrate, Santa María la
Redonda, Santa María de la Antigua, San Martín, Santa Cruz y otras. Aquí
sostuvieron los nuestros un combate con una canoa de feroces caribes, armados
de arcos y flechas envenenadas. Las mujeres peleaban lo mismo que los hombres.
El aspecto de aquellos salvajes era fiero y horrible, y los colores con que se
pintaban la circunferencia de los ojos daban a sus rostros una expresión
siniestra y repugnante. Vencidos, prisioneros y atados por los españoles,
conservaban aquellos salvajes una impavidez imponente. Una carabela enviada por
Colón hacia unas islas que se divisaban, volvió diciendo que se descubrían al
parecer más de cincuenta. A la mayor del grupo le puso Colón Santa Ursula, y a
las otras Las Once mil vírgenes. Dejando su reconocimiento para otra ocasión,
continuó su rumbo hasta llegar a una isla grande, revestida de hermosas
florestas y circundada de muy seguros puertos. Era la patria de los cautivos
hechos por los caribes que se habían refugiado a los buques, y casi siempre
estaban con ellos en lucha. Gobernábalos un cacique, que vivía en una casa
grande y regularmente construida, pero todo estaba desierto, porque los
naturales habían huido a los bosques al divisar la escuadra. Daban ellos a su
isla el nombre de Boriquen: el almirante la llamó San Juan Bautista, y es la
que hoy se denomina Puerto-Rico.
A los dos
días de estancia en aquella isla, y acabando así el crucero por entre las
Caribes, se dio de nuevo a la vela la escuadra, y el 22 de noviembre arribó a
otra isla, que desde luego se reconoció ser el extremo oriental de Haití o la
Española, que con tanta ansiedad buscaba el almirante. Sin hacer mucho caso a
algunos indios de aquel país de agradables recuerdos, que se presentaron a
convidarle de parte de uno de los caciques a ir a tierra ofreciéndole mucho
oro, continuó su rumbo con la impaciencia de encontrar el puerto de la
Navidad, a cuyo frente llegó al anochecer del 27. Aquí comenzaron las halagüeñas
esperanzas de Colón y las doradas ilusiones de los expedicionarios a
convertirse en tristes y fatídicos presentimientos. Los cañonazos que aquella
noche dispararon desde el buque no fueron contestados por la colonia que había
quedado en la fortaleza. Ni se veía luz en la costa, ni se percibía ruido, ni
se advertía señal alguna de vida; todo era silencio y oscuridad. ¿Qué se
habría hecho la gente del fuerte? Crueles sospechas empezaron a agitar el ánimo
de Colón y de todos los españoles. Las noticias vagas que por algunos indios
adquirieron al día siguiente no hacían sino aumentar su perplejidad y su
amargura. Un bote que envió a reconocer la silenciosa y solitaria costa, que
creyó encontrar rebosando de animación y de alegre bullicio, volvió con la nueva
fatal de no haber hallado sino ruinas y huellas de incendio en el fuerte, y a
su inmediación cajones y utensilios rotos y jirones de vestidos europeos. Más
y más alarmado Colón saltó él mismo a
tierra. En su afanoso reconocimiento halló las mismas señales, con más diez o
doce cadáveres semienterrados, que por algunos retazos de ropa que aún se descubrían
mostraban haber sido españoles. ¿Habían perecido los treinta y ocho infelices
que Colón dejó allí en su primer viaje para que recogieran y almacenaran el oro
de la isla, y a los indios los hicieran
amigos y les enseñaran su lengua aprendiendo ellos la suya? Tiempo es ya de que
sepamos la historia de aquella primera colonia europea en las regiones del
Nuevo Mundo.
Gente la
mayor parte indócil, turbulenta y soez la que había dejado allí Colón, como
casi toda la que había llevado la vez primera, tan pronto como se vio sin el
freno de la presencia del almirante, olvidó sus prevenciones y consejos, menospreció
la autoridad de Diego de Arana su lugarteniente, comenzó a cometer todo género
de desórdenes y malos tratamientos con los indios; cada cual pensó en
satisfacer su avaricia y su sensualidad; a pesar de haber dado el cacique
Guacanagari dos mujeres a cada uno, no estaban libres de sus brutales pasiones
las mujeres ni las hijas de los isleños, como no estaban seguros de su
rapacidad sus adornos; y los infelices indios que se veían maltratados y
despojados, no acertaban a comprender cómo unos hombres a quienes habían
creído bajados del cielo, se entregaban a tales excesos y demasías. Perdida y
relajada entre ellos la disciplina, ansiando llenar cada cual de por sí su
cofre de oro, se dividieron en facciones, abandonaron los más de ellos el
fuerte, incluso los otros dos jefes Pedro Gutiérrez y Rodrigo de Escobedo,
que con una partida de diez hombres y algunas mujeres se internaron la isla adelante
en busca del oro de las ponderadas montañas de Cibao. Dominaba allí el cacique
Caonabo, que quiere decir Señor de la casa de oro, caribe de nacimiento, tan
feroz como valiente, que aprovechando la ocasión de vengarse de aquellos
extranjeros que iban a apoderarse de sus riquezas, armó secretamente a sus
súbditos, y cayendo de improviso sobre los españoles, los degolló a todos.
Seguidamente, concertado con el cacique de Marión o Maireni, atravesó
silenciosamente las montañas, sorprendió el fuerte de los cristianos, donde
sólo había quedado Arana con otros diez hombres, y casi todos fueron
horriblemente despedazados, y los pocos que huyeron al mar perecieron en él. El
buen Guacanagari peleó con sus súbditos en defensa de los españoles, pero
derrotados por sus salvajes vecinos, herido él mismo en una pierna de una
pedrada lanzada por el feroz Caonabo, presenció la muerte de muchos de los
suyos, y su misma residencia fue incendiada y destruida. Tal es la trágica
historia del primer establecimiento europeo que hubo en el Nuevo Mundo.
Aunque
Colón, invitado por Guacanagari, pasó a visitar a este cacique su antiguo
amigo, y le halló efectivamente herido y en cama, y aunque Guacanagari lloró al
verle lamentando el desastre de la guarnición española, casi todos sospecharon
alguna traición de parte de aquel cacique, menos Colón que nunca dudó de su
lealtad, y a pesar de las sugestiones del padre Boil contra el jefe de los
indios, no quiso el almirante malquistarse con un aliado que aún era poderoso
en el país y de quien tantas finezas y tantas pruebas de amistad había
recibido la vez primera. Sin embargo, ni ya los indios miraban con tanto
respeto a sus celestiales huéspedes y a los símbolos de su fe, ni los españoles
se fiaban ya de las amistosas demostraciones de Guacanagari y sus isleños:
había una oculta y recíproca desconfianza, nacida en los unos del mal comportamiento
de los primeros colonizadores, en los otros del misterio que envolvía la
lamentable tragedia de la guarnición del fuerte de Navidad.
Determinó,
no obstante, Colón, dejar fundado en aquella isla un establecimiento formal,
una ciudad que asegurara su posesión, y en que aprovechar los elementos de
colonización que había llevado en la escuadra y que se estaban ya deteriorando.
Con este objeto reconoció varios lugares y comarcas de la isla, hasta que halló
uno que ofrecía cómodo puerto, en clima suave y feraz, no lejos de las
apetecidas montañas de Cibao, donde se encontraban las ricas y abundantes minas
de oro. Mandó, pues, aproximarse allí las naves, y comenzó el desembarque de
la gente de tierra, de los artesanos, menestrales y labradores, de los
instrumentos de cada oficio, de los animales, plantas y semillas, de los
cañones y provisiones de todas clases para la defensa y mantenimiento de la
colonia. Con mucha diligencia y actividad se emprendieron los trabajos de
construcción, se levantaron casas de piedra, madera y otros materiales, se
erigió un templo, se hicieron almacenes, se edificó, en fin, una población con
sus calles y sus plazas, y quedó fundada la primer ciudad cristiana del Nuevo
Mundo. Colón le dio el nombre de Isabela, en honra de la reina de Castilla, su
regia patrona.
Pero
pronto comenzaron a desarrollarse enfermedades en los nuevos colonos; las
privaciones que habían sufrido en una navegación larga, la dura vida que habían
hecho a bordo, a la que no estaban
acostumbrados, la mala calidad de algunos alimentos, los trabajos de
edificación y de plantación de huertas, las exhalaciones de un suelo virgen y
de un clima húmedo y cálido, multitud de causas físicas y morales contribuyeron
al desarrollo de enfermedades, de las que no se vio libre el mismo Colón, quien
se vio obligado a pasar algunas semanas en cama, si bien su espíritu no se
abatió nunca ni dejó de atender a los cuidados de su gobierno. Era menester ya
enviar a España la mayor parte de los buques. Se necesitaban medicinas, ropas y
alimentos de España. Hacían falta armas y caballos para imponer sumisión a los
indios; trabajadores mecánicos, mineros y fundidores para los metales que se
esperaba obtener. ¿Pero qué enviaba a España para mantener vivo el entusiasmo
de los reyes y de los pueblos por los descubrimientos y conquistas del Nuevo
Mundo? ¿Qué dirían los españoles si en vez de los cargamentos de oro que
esperaban, veían regresar los bajeles vacíos, con más la triste nueva del
asesinato y degüello de la guarnición que había quedado en la Española? Todo
esto angustiaba el ánimo de Colón, y resuelto a no enviar así la escuadra,
despachó a los dos jóvenes e intrépidos caballeros Ojeda y Gorbalán a explorar
las doradas montañas de Cibao, que distaban sólo tres o cuatro días de viaje.
Estos dos
emisarios partieron por distinta dirección, y después de haber trepado elevadas
sierras, y cruzado hondos y oscuros valles, atravesando el impertérrito Ojeda
el país que gobernaba el terrible Caonabo, hallando en unas partes cabañas
desiertas, en otras indios que le recibían con extraña y sospechosa
amabilidad, vadeando auríferos ríos, y pasando por desfiladeros y rocas
resplandecientes de oro, volvieron a Isabela con sus respectivas comitivas, no
sólo haciendo maravillosas descripciones de la riqueza que encerraban las
grietas y senos de las montañas, sino trayendo piedras jaspeadas con ricas
venas de oro, cantidad de polvo del mismo metal regalado por los indios, y
hasta pedazos grandes de oro virgen hallados en los cauces y lechos de los
torrentes, alguno hasta de nueve onzas de peso. Esto reanimó el abatido
espíritu de los colonos y del mismo almirante, que ya tenía nuevas muestras que
enviar a España de sus prometidas riquezas, con que ir manteniendo y
alimentando las esperanzas públicas. Con esto, y sin perjuicio de ir
personalmente a visitar las minas y formar allí un grande establecimiento,
despachó a España nueve de sus buques, haciendo también embarcarse en ellos los
hombres, mujeres y niños cogidos en las islas de los caribes, para que se los
instruyese en la fe, y pudieran ser después intérpretes y misioneros para
propagarla en sus propios países. La flota se hizo a la vela el 2 de febrero
(1494), y su llegada a España volvió á exaltar el entusiasmo público, halagados
unos con la idea de las grandes riquezas que esperaban ver llegar de las nuevas
regiones, otros con la más noble de ver difundida por los españoles la civilización
y la fe cristiana por los ámbitos de un nuevo mundo, otros con la de la
dominación en extensas y dilatadas naciones, y cada cual, en fin, con lo que
lisonjeaba más su imaginación y sus gustos.
Dejemos
ahora el famoso descubridor engolfado en su nuevo mundo, que tantos misterios
encerraba para él todavía, y que había de ser ancho teatro de grandes e
interesantísimos sucesos, y volvamos ya la vista al interior de nuestra España,
y veamos la marcha política que en su gobierno seguían los dos esclarecidos
monarcas Fernando é Isabel.
CAPÍTULO XLIII.GOBIERNO Y POLÍTICA DE LOS REYES CATÓLICOS,1475 - 1500
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CRISTOBAL COLON . (1451-1506)nació en Savona, en la República de Génova. Sus padres serían Doménico Colombo —maestro tejedor y luego comerciante— y Susanna Fontanarossa. De los cinco hijos del matrimonio, dos, Cristoforo y Bartolomeo, tuvieron pronto vocación marinera. El tercero fue Giacomo, que aprendió el oficio de tejedor. Respecto a los dos restantes, Giovanni murió joven y la única mujer no dejó rastro. Existen actas notariales y judiciales, como el mentado testamento de su hijo en donde afirma la oriundez genovesa de su padre, que defienden esta tesis. Además, el mismo Colón declara ser genovés, en el documento denominado Fundación de Mayorazgo él dice «della salí y en ella nací [en Génova]», |