LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO XLI ( 41 ).
EXPULSIÓN
DE LOS JUDÍOS,
Resonaban
todavía en las calles de Granada y en las bóvedas de los templos nuevamente
consagrados al cristianismo los cantos de gloria con que se celebraba el
triunfo de la religión, cuando la mano misma que había firmado la capitulación
de Santa Fe, tan amplia y generosa para los vencidos musulmanes, firmaba un
edicto que condenaba a la expatriación, a la miseria, a la desesperación y a la
muerte muchos millares de familias que habían nacido y vivido en España.
Hablamos del famoso edicto expedido en 31 de marzo, mandando que todos los
judíos no bautizados saliesen de sus reinos y dominios en el preciso término
de cuatro meses, en cuyo plazo se les permitía vender, trocar o enajenar todos
sus bienes muebles y raíces, pero prohibíaseles sacar del reino y llevar consigo
oro, plata, ni ninguna especie de moneda.
Esta dura
y cruel medida contra los israelitas, tan contraria al carácter compasivo y
humano de la bondadosa Isabel, y tan en contradicción con las generosas
concesiones que el mismo Fernando acababa de hacer en su capitulación a los
mahometanos, había de ser sin remisión ejecutada y cumplida, bajo la pena de
confiscación de todos sus bienes, y con expreso mandamiento a todos los
súbditos de no acoger, pasado dicho término, en sus casas, ni socorrer ni
auxiliar en manera alguna a ningún judío. En su virtud, los desgraciados
hebreos se prepararon a hacer el forzoso sacrificio de desamparar la patria en
que ellos y sus hijos habían nacido, la tierra que cubría los huesos de sus
padres y de sus abuelos, los hogares en que habían vivido bajo el amparo de la
ley, y el suelo a que por espacio de muchos siglos habían estado adheridos
ellos y sus más remotos progenitores, para ir a buscar a la ventura en
naciones extrañas una hospitalidad que no solía concederse a los de su raza, un
rincón en que poder ocultar la ignominia con que eran arrojados de los dominios
españoles. Vanas eran cualesquiera tentativas de los proscritos para conjurar
la tormenta que sobre sus cabezas rugía. El terrible inquisidor Torquemada
esgrimía sobre ellos las armas espirituales de que se hallaba provisto, y por
otro edicto de abril prohibía a todos los fieles tener trato ni roce, ni aun
dar mantenimiento a los descendientes de Judá, pasados los cuatro meses. No
había compasión para la raza judaica: el clero predicaba contra ella en templos
y plazas, y los doctores rabinos apelaban también a la predicación para
exhortar a los suyos a mantenerse firmes en la fe de Moisés, y a sufrir con
ánimo grande la prueba terrible a que ponía sus creencias el Dios de sus
mayores. Así lo comprendió ese pueblo indómito y tenaz, pues casi todos
prefirieron la expatriación al bautismo. Antes de cumplir el edicto, iban, como
sucedió en Segovia, a los osarios o cementerios en que descansaban las cenizas
de sus padres, y allí estaban días enteros llorando sobre las tumbas y
deshaciéndose en tiernos lamentos.
Dice Llorente,
y de él sin duda lo tomó Prescott, que los judíos ofrecieron a los reyes
treinta mil ducados de oro con tal que anularan el edicto: pero que entrando
Torquemada en el salón en que recibían al comisionado de los hebreos, sacó un
crucifijo de debajo de los hábitos, y presentándolo a los monarcas les dijo:
Judas Iscariote vendió a su maestro por treinta dineros de plata, vuestras
altezas le van a vender por treinta mil: aquí está, tomadle y vendedle. Y
arrojándole sobre la mesa, se salió de la sala.—El ofrecimiento de los judíos
no nos parece inverosímil: lo que nos lo parece más, es que el inquisidor, por
mucha que fuera su confianza con los reyes, se propasara a hablarles con aquel
atrevimiento sin excitar su enojo y su correspondiente correctivo.
Diremos
aquí de paso, que extrañamos que el moderno historiador de Granada, señor
Lafuente Alcántara, tan celoso investigador y narrador tan puntual de las cosas
de aquel reino, no haga mención siquiera del famoso edicto de expulsión de los
judíos, que aunque general para todos los de España fue expedido en aquella
ciudad, y produjo allí mismo tan graves resultados.
Natural
era que decididos a abandonar para siempre sus hogares, aprovecharan la
facultad que el edicto les daba para salvar los restos de su opulencia y
enajenar sus fincas y bienes. Pero la perentoriedad del plazo los obligaba a
malvender sus heredades, puesto que nadie quería comprar sino a menos precio,
como en tales casos acontece siempre, y el cronista Bernáldez nos dice que él
mismo vio dar una casa por un asno, y una viña por un poco de paño o lienzo.
Por otra parte, como les estaba prohibido sacar oro, plata y moneda acuñada, y
sólo se les permitía trasladar sus haberes en letras de cambio, crecían las
dificultades para el trasporte de sus riquezas, y así iban padeciendo una
mengua enorme. En tal conflicto, cuando llegó el plazo de la partida, muchos
recurrieron al arbitrio de coser monedas en los vestidos, en los aparejos y
jalmas de las caballerías, otros las tragaban por la boca, y las mujeres las
escondían donde no se puede nombrar.
Cumplido
el plazo, viéronse los caminos de España cruzados por todas partes de judíos, viejos,
jóvenes y niños, hombres y mujeres, huérfanos y enfermos, unos montados en
asnos y muías, muchos a pie, dando principio a su peregrinación, y excitando
ya la lástima de los mismos españoles que los aborrecían. «La humanidad, dice
un escritor español de nuestros días, no puede en efecto menos de resentirse al
imaginarse aquel miserable rebaño errante y desvalido, llevando sus miradas
hacia los sitios en donde dejaba sus más gratos recuerdos, en donde
descansaban los huesos de sus mayores, lanzando profundos suspiros y lastimosas
quejas contra sus perseguidores.» Embarcáronse en diversos puntos y para
diversas partes. Los que pasaron a África y tierra de Fez, con la confianza de
hallar buena acogida entre los muchos correligionarios que allí contaban,
fueron los que experimentaron más desastrosa suerte. Acometidos por las tribus
feroces del desierto, no sólo fueron despojados hasta de lo que llevaban más
oculto, sino que aquellos bárbaros sin Dios y sin ley abrían el vientre a las
mujeres que sospechaban, o tal vez sabían que habían tragado algún oro, y
uniendo al latrocinio y a la crueldad la más brutal concupiscencia, violaban
las esposas y las hijas en presencia de los infelices e indefensos esposos y
padres. Muchos de aquellos desgraciados pudieron volverse al puerto cristiano
de Arcilla, que en la costa de África tenían los portugueses, donde consintieron
recibir el bautismo a trueque de que les dejaran regresar a su país natal.
Otros tomaron el rumbo de Italia, y no puede decirse que fueron menores los
trabajos y penalidades que pasaron. «Una gran parte perecieron de hambre, dice
un historiador genovés, testigo de su arribo a Génova: las madres, que apenas
tenían fuerza para sostenerse, llevaban en brazos a los hambrientos hijos, y morían
juntamente. No me detendré en pintar la crueldad y avaricia de los patrones de
los barcos que los trasportaban de España, los cuales asesinaron a muchos para
saciar su codicia y obligaron a otros a vender sus hijos para pagar los gastos
del pasaje. Llegaron a Génova en cuadrillas, pero no les permitieron permanecer
allí por mucho tiempo. Cualquiera podía haberlos tomado por espectros; ¡tan
demacrados y cadavéricos iban sus rostros y tan hundidos sus ojos!, no se
diferenciaban de los muertos más que en la facultad de moverse que apenas
conservaban». Los que fueron a Nápoles de resultas de haber sido apiñados en
pequeños y sucios barcos llevaron una enfermedad maligna, que desarrollada
produjo una epidemia que se extendió e hizo muchas víctimas en Nápoles y en
toda Italia.
No se
engañaron menos miserablemente los que prefirieron quedarse en Portugal,
confiados en los informes que les habían dado sus exploradores. El rey don
Juan II dio en efecto permiso para que entrasen en su reino hasta seiscientas
familias, aunque pagando ocho escudos de oro por el hospedaje, y con
apercibimiento de que trascurrido cierto plazo, habían de salir de sus dominios
o quedar como esclavos. Mas luego, con pretexto de haber excedido los
refugiados de aquel número, declaró esclavos a los que no pagasen la
imposición, y envió a los demás a las islas desiertas, llamadas entonces de los
Lagartos, donde contaba que de seguro habían de perecer. Su cuñado y sucesor
don Manuel no fue menos duro y cruel con los que quedaron, obligándoles a
escoger entre la esclavitud y el bautismo, llevándolos por fuerza a los templos
y arrojándoles el agua encima, lo cual hacía que muchos provocaran de intento
las iras del monarca, hasta hacerse merecedores de la muerte, que recibían como
un alivio a sus tribulaciones, o se la daban por sus propias manos, o se arrojaban
a los pozos antes que someterse a una ley impuesta por violencia.
Derramáronse
otros por Grecia, Turquía y otras regiones de Levante, y otros se asentaron en
Francia e Inglaterra. «Aun hoy día, dice un escritor inglés, recitan algunas de
sus oraciones en lengua española en algunas sinagogas de Londres, y todavía los
judíos modernos recuerdan con vivo interés a España, como tierra querida de sus
padres e ilustrada con los más gloriosos recuerdos.»
Aun no se
ha fijado, ni será fácil ya fijar con exactitud el número de judíos no
bautizados que a consecuencia del famoso decreto salieron aquel año de España.
Hácenle algunos subir a ochocientos mil: a la mitad le reducen otros, y otros a
mucho menos todavía. En esta diversidad de cálculos, parécenos que nada
arriesgamos en adoptar el que le limita a menor cifra, y que bien podemos
seguir el que nos dejó expresamente consignado el cronista Bernáldez,
historiador contemporáneo, testigo y actor en aquella gran catástrofe del
pueblo hebreo-hispano, el cual reduce a treinta y cinco o treinta y seis mil
las familias de judíos no conversos que había en España al tiempo de la
expulsión, y que compondrían unos ciento setenta a ciento ochenta mil
individuos.
Mas de
todos modos, no ha de juzgarse la conveniencia o el perjuicio de aquella
terrible medida por el número de personas y por la mayor o menor despoblación
que sufriera el reino, en verdad ya harto despoblado por las guerras y por el
desgobierno de los reinados anteriores, sino por la calidad de los expulsados.
En este sentido no puede menos de calificarse de perjudicial para los
materiales intereses de España la salida violenta y repentina de una clase
numerosa, que se distinguía por su actividad, por su destreza y por su
inteligencia para el ejercicio de las artes, de la industria y del comercio. La
expulsión de los judíos fue en este sentido un golpe mortal que obstruyó en
España estas fuentes de la riqueza pública para que fuesen a fecundar otros
climas y a engrandecer extrañas regiones. Así no nos maravilla que cuando se
hicieron conocer en Turquía los judíos lanzados del suelo español, exclamara el
emperador Bayaceto, que tenía formada una ventajosa idea del rey Fernando: ¿Este
me llamáis el rey político, que empobrece su, tierra y enriquece la nuestra?
Era en verdad error muy común en aquel tiempo que el oro y la plata constituían
las riquezas de las naciones, y sin duda participó de él Fernando creyendo que
remediaba el mal con prohibirles la extracción de aquellos preciosos metales,
sin mirar que llevaban consigo la verdadera riqueza, que era su industria y su
actividad e inteligencia mercantil.
Ya que la
expulsión de los judíos fuera económicamente perjudicial a los intereses del
Estado, ¿infringieron aquellos esclarecidos monarcas las leyes de la nación, y
faltaron a las de la humanidad con aquella violenta medida? ¿Se había hecho
acreedora a ella la raza judaica? ¿O qué causas impulsaron al político Fernando
y a la piadosa Isabel a dictar tan fuerte providencia contra los desventurados
descendientes de Israel?
Rechazamos
desde luego como calumniosa la especie por algunos modernos escritores
vertida, y en ningún fundamento apoyada, de atribuir la expulsión de los
hebreos a codiciosas miras de los reyes y a deseos de apoderarse de sus
riquezas y haberes. Semejante pensamiento, sobre ser indigno de tan grandes
monarcas y opuesto a su índole y carácter, ni siquiera hallamos que pasara por
la imaginación de los mismos judíos; y la única cláusula del edicto en que
quisiera fundarse, que era la prohibición de exportar la plata y el oro, no era
sino el cumplimiento de una ley general, por dos veces sancionada en las
cortes del reino. Tal vez no fuera imposible descubrir en la medida algo de
poca gratitud hacia unos hombres, que aunque odiados, menospreciados y
perseguidos, y aunque impulsados por el móvil de la ganancia y de la usura, al
fin habían hecho beneficios a los monarcas en la última guerra, y habían
contribuido a su triunfo abasteciendo los ejércitos de víveres y vituallas, a
veces no dejando nada que desear a la viva solicitud de la reina Isabel.
Hubo,
pues, una causa más fuerte que todas las consideraciones, que movió a nuestros
monarcas a expedir aquel ruidoso decreto, y esta causa no fue otra que el
exagerado espíritu religioso de los españoles de aquel tiempo, y que en muchos,
bien puede decirse sin rebozo, era verdadero fanatismo: el mismo produjo años
después la expulsión de los judíos de varias naciones de Europa, con
circunstancias más atroces aun que en la nuestra. En el capítulo III de este
libro hicimos una reseña de la historia de la raza hebrea en nuestra España, y
demostramos la enemiga y el odio nacional que contra ella encontraron
pronunciado Fernando e Isabel a su advenimiento al trono: odio y enemiga que se
habían manifestado en las leyes de las cortes, en las pragmáticas de los reyes,
en los tumultos populares; el encono no se había extinguido; manteníase vivo en
la opinión pública, le alentaba el clero y le excitaban los inquisidores; y
una vez establecida directamente la Inquisición contra los judíos, veíase venir
como una consecuencia casi natural, tan pronto como cesaran las atenciones de
la guerra, una persecución general que había de estallar de un modo o de otro.
Hízose estudio de persuadir a los reyes, y no era el inquisidor Torquemada el
que con menos ahínco insistía en ello, que los judíos no bautizados subvertían a
los conversos y los hacían judaizar, y que su comunicación con los cristianos
era una causa perenne de perversión. Traíanles a memoria el robo y profanación
de la hostia sagrada en Segovia a principios del siglo, una conjuración que en
1445 se les atribuyó en Toledo para minar y llenar de pólvora las calles por
donde había de pasar la procesión del Corpus, el robo y crucifixión de un niño
cristiano en Valladolid en 1452, el caso igual acontecido en Sepúlveda en 1468,
otro semejante en 1489 en la villa de la Guardia, provincia de la Mancha, y
otras anécdotas de este género, juntamente con los casos de envenenamiento que
se habían imputado a los médicos y boticarios judíos, y hacíase entender a los
reyes que no habían renunciado a la perpetración de estos crímenes.
Así en el
razonamiento o discurso que precedía al edicto se expresaban los monarcas de
esta manera: «Sepades é saber debedes, que por que Nos fuimos informados que
hay en nuestros reinos é avia algunos malos cristianos que judaizaban de
nuestra santa fe católica, de lo qual era mucha culpa la comunicación de los
judíos con los cristianos é otrosí ovimos procurado é dado orden como se
ficiese inquisición en los nuestros reinos é señoríos, lo qual como sabéis ha
mas de doce años que se ha fecho é face, é por ella se han fallado muchos
culpantes, segunt es notorio é segunt somos informados de los inquisidores é de
otras muchas personas religiosas, eclesiásticas é seglares, é consta é parece
ser tanto el daño que á los cristianos se sigue é ha seguido de la
participación, conversación é comunicación que han tenido é tienen con los
judíos, los quales se precian que procuran siempre por quantas vias é maneras
pueden de subvertir de nuestra santa fe católica á los fieles cristianos,
etc.»
Siguieron,
pues, los reyes, al sancionar tan dura providencia, o contemporizaron con el
espíritu del pueblo, dieron crédito a las acusaciones, acogieron las
excitaciones y consejos que los inquisidores y otras personas fanáticas les
daban y hacían, y creyeron que no era grande abuso de autoridad desterrar a
los que la opinión pública proscribía, y quitar de delante objetos que eran
odiados. No nos atrevemos nosotros a asegurar que por parte de Fernando no se
mezclase también alguna otra mira política, y que tal vez no le pesara de que
le pusieran en aquella necesidad. Pero por lo menos de parte de Isabel tenemos
la firme convicción de que en materias de esta especie, animada como en todas
de la más recta intención y buen deseo, no hacía sino deferir y someter su
juicio, con arreglo a las máximas piadosas en que había sido educada, a los
directores de su conciencia, en quienes suponía ciencia y discreción para bien
aconsejarla y dirigirla en negocios que tocaban a la religión y a la fe. De
modo que si errores había en las resoluciones de Isabel como reina, los mismos
errores nacían de virtud propia, y de la ignorancia, o del fanatismo, o de la
intención de otros.
Tales
fueron a nuestro juicio las causas del famoso decreto de proscripción y
destierro de los judíos, que si dañoso en el orden económico, duro e inhumano,
innecesario tal vez, y si se quiere no del todo justificado, demandábale el
espíritu público; si algunos entonces le reprobaban, ninguno abiertamente le
contradecía; era una consecuencia de antipatías seculares y odios envejecidos;
estaba en las ideas exageradas de la época, y vino a ser útil bajo el aspecto
de la unidad religiosa tan necesaria para afianzar la unidad política.
Pero
apartemos ya la vista de tan triste cuadro, y dirijámosla a otro más halagüeño,
más brillante y más glorioso.
CAPÍTULO XLII ( 42 )CRISTÓBAL COLÓN.—DESCUBRIMIENTO DEL NUEVO MUNDODe 1470 a 1493
|
Profanación de la Hostia y sacrificio del niño, atribuidos a los judíos españoles (detalle del retablo de Sigena, por Pere y Jaume Serra, finales del siglo XIV, Museo de Arte de Cataluña, Barcelona). |
JAIME CONTRERASNo
sabemos todavía muy bien por qué, los historiadores continuarán durante mucho
tiempo debatiéndolo, pero ocurrió que el 31 de marzo de 1492 los Reyes
Católicos emitieron el famoso Edicto de Expulsión que ponía fin a la presencia
centenaria de judíos en territorios de la Corona de Castilla y de la Corona
de Aragón. Sabemos que el texto del famoso documento llevaba varios días
redactado y reposaba, incómoda y molestamente, en la mesa de despacho de los
reyes. Allí había sido depositado una vez que el inquisidor fray Tomás de
Torquemada lo hubiera redactado, arguyendo las mismas razones que explicaban,
una decena de años anteriormente, el establecimiento del Santo Oficio de la
Inquisición.
El
documento que declaraba la obligación de los judíos de abandonar los reinos
hispánicos afirmaba que en, el plazo de tres meses, todos los habitantes
judíos de las aljamas que no hubieran salido serían castigados con penas
rigurosísimas porque, desde entonces, la práctica de su religión sería considerada
como un crimen gravísimo y detestable. Se añadía también que, durante el
plazo establecido, los judíos no sólo deberían atender a poner a buen recaudo
sus bienes, transformándolos en mercancías exportables o en letras de cambio.
También deberían considerar la conveniencia de aceptar la posible alternativa
que al exilio ofrecían los reyes: la conversión al cristianismo y la
integración, como súbditos cristianos, en la sociedad mayoritaria. Se añadía
también que si, una vez abandonados los territorios
del Reino de Castilla y los reinos de la Corona de Aragón, algún judío deseaba
volver a sus lugares de origen, pasado un tiempo prudencial podría libremente
hacerlo; recuperaría sus bienes abandonados y sería recibido benévolamente en
la sociedad cristiana, sociedad en la que debería insertarse, obviamente.
El edicto
en cuestión obligaba al exilio y permitía la conversión. Judíos hubo que se
exiliaron y judíos también que, con más frecuencia de la percibida hasta
ahora, optaron en el último momento por acudir a las pilas bautismales, tornarse
cristianos e iniciar un proceso, largo y dificultoso, de asimilación en la
sociedad de la mayoría. No fue, en cualquier caso, una decisión fácil, porque
si el exilio significaba el desarraigo de la tierra, la conversión suponía
también profundos desgarros personales, sentidos en lo más íntimo de la
mentalidad y la conciencia.
El drama
afectaba por partida doble a aquella comunidad. Uno de los problemas
historiográficos más controvertidos es el del número de los judíos que se
alejaron de los reinos hispánicos; otro problema, también singular, busca
encontrar las razones verdaderas que puedan explicar el móvil de aquella
decisión: la de expulsarlos.
Hoy
parece abrirse camino la idea de que la tantas veces invocada tolerancia
medieval, aquella España de las tres comunidades conviviendo entre sí
armónicamente, más parece responder a deseos de nuestro propio presente que a
la realidad que sostenía las relaciones entre las tres grandes culturas peninsulares:
cristiana, árabe y judía.
Repasando
la historia de los siglos XIV y XV en los reinos hispánicos, el espectáculo de
luchas y conflictos políticos, cambios dinásticos, movimientos culturales y
religiosos, divisiones y partidismos internos, parece cubrir totalmente
aquellos tiempos. Época difícil y problemática que contribuyó sin duda a que,
en medio del conflicto generalizado, las relaciones entre la mayoría
cristiana y, en este caso, la minoría judía se agriaran hasta romperse el
frágil equilibrio entre cristianos y judíos, configurando, para estos últimos,
una situación precisa de marginación.
No pueden
olvidarse tampoco los efectos negativos que para las propias comunidades judías
de Castilla y Aragón tuvieron las profundas disensiones que se abrieron entre
sectores diversos de las aljamas. Se ha hablado con frecuencia de un
progresivo materialismo averroísta cercenando los viejos principios de la
tradición talmúdica, y también se conocen los constantes conflictos entre
diversas escuelas cabalísticas que, sin duda ninguna, transmiten la imagen de
una comunidad judía escindida entre sectores establecidos y otros
marginados y excluidos.
No
faltaron persecuciones durísimas, como las de 1391, y actitudes de
proselitismo descarado de párrocos, obispos y justicias cristianos. Todo ello
de una manera continuada a lo largo de más de un siglo. El resultado, inequívocamente,
fue que, en vísperas de la expulsión de 1492, cuando los reinos hispánicos
despertaban a los tiempos modernos, del tronco originario judío surgieron tres
grandes problemas que en aquellos momentos condicionaron tanto la decisión de
establecer el Tribunal de la Fe como la de decretar el Edicto de Expulsión.
Estos
tres problemas fueron: el de la minoría judía, cada vez más deteriorada y
disminuida; el problema herético que afectaba a los judaizantes, esos
cristianos convertidos que seguían judaizando, y el tercer problema, el de los
conversos, un tipo cultural de singulares características que, en su mayor
parte, intentó asimilarse socialmente en el cuadro de valores de la mayoría de
cristianos y cuyas implicaciones con la herejía apenas existieron sino en una
pequeña franja de individuos de muy reciente conversión.
A la
altura de 1492, la gran cuestión es: ¿cuántos judíos, cuántos conversos,
cuántos judaizantes? Existen algunos indicios que permiten reconstruir parcialmente
la situación de aquellos momentos.
Nadie
puede dudar hoy que el siglo XV fue una centuria negra para las comunidades
judías de los reinos hispánicos. Las persecuciones y la política antihebrea de la sociedad cristiana modificaron el mapa de
la geografía judía peninsular. Abandonaron las grandes ciudades, donde fueron
brutalmente reprimidos, y se refugiaron en pequeñas aglomeraciones rurales,
perdiendo en tan drástico cambio gran parte de sus efectivos, que, pasando por
el bautismo, optaron por instalarse en la sociedad cristiana. Las grandes aljamas
medievales desaparecieron: la de Toledo, la de Burgos, la de Sevilla. En la
Corona de Aragón, el vacío no fue menos espectacular: en vísperas de la
expulsión, apenas existían judíos en Barcelona, en Valencia o en Mallorca, y
tal vez fuera Zaragoza la única excepción. Por contra, aparecieron diseminadas
en gran número juderías por zonas rurales, cuyos efectivos apenas llegaron, en
el mejor de los casos, a superar comunidades de más de cien familias.
Cambio
drástico que produjo efectos singulares. El primero de ellos fue la pérdida de
influencia política y social como minoría, en relación con la mayoría de
cristianos y por referencia a la vinculación institucional que les ligaba a la
monarquía. Pueden, sin duda, señalarse excepciones a esa regla, pero no son
más que espejismos que no pueden empañar una imagen de decadencia política y
de crisis económica y social.
Sin duda,
también aquella comunidad sufrió el trauma de ver cómo perdía efectivos
constantemente, hasta el punto de ser mucho más numerosos los que habían
decidido traspasar la frontera del judaísmo para arribar a la orilla cristiana.
He aquí, pues, cómo los conversos se constituyeron en un singular problema,
tanto por referencia al grupo languideciente del que salían como por las
reticencias de los cristianos (viejos ya) que los recibían.
Se ha
hablado de unos 250.000 convertidos del judaísmo, una cantidad sin duda
notable que muestra una realidad incontrovertible: dos de cada tres judíos, en
aquella centuria del siglo XV, se tornaron cristianos. De ellos, digámoslo
también, la herejía judaizante, de ser cierta, tan sólo afectaba a un pequeño y
reducidísimo grupo.
En
vísperas de la expulsión, la población judía se hallaba extremadamente
debilitada. Es verdad que no podemos dar cifras fiables, porque tampoco tenemos
recuentos precisos, pero la historiografía más moderna y las técnicas depuradas
de la demografía histórica han llegado a perfilar algunas cifras que hablan de
50.000 individuos judíos en la Corona de Castilla y unos 20.000 en la Corona
de Aragón. Unos sumandos claramente diferenciados que elevan la cantidad de
judíos en los reinos hispánicos en torno a los 70.000, cifra que ya indica por
sí misma el proceso decadente del que venimos hablando. Se ha dicho que esa
cifra debe retocarse al alza debido a varios factores, pero en cualquier caso
la cifra jamás puede ascender a más de 90.000 judíos, que habitaban los reinos
de Castilla, Aragón y Navarra, de donde fueron también expulsados en 1498.
Sobre este contingente de personas recayeron las exigencias de la expulsión:
exilio o conversión.
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A
aquellas alturas, la minoría judía optó, sin duda y mayoritariamente, por la
expulsión, aunque tampoco pueden despreciarse numerosos casos que describen la
afluencia de judíos hacia las aguas del bautismo. Conocemos de algunas aljamas
que conjuntamente y en bloque decidieron permanecer en sus hogares como
cristianos, y también de grupos que, habiendo salido ya de sus pueblos, en el
camino hacia el exilio, antes de cruzar la frontera, se hicieron tornadizos, es decir, decidieron la conversión in extremis...; allí, el miedo, la
ansiedad y la extorsión jugaron todas sus bazas.
El
judaísmo hispano quedó, en su nueva diáspora, dividido y disperso, por cuanto
fueron muchos y diferentes los lugares de destino. Sin duda, los más
afortunados fueron los que encaminaron sus destinos hacia tierras de Italia,
en muchas de cuyas ciudades se instalaron, unos de forma definitiva, otros de
paso para comunidades del Imperio otomano. Otros, poco numerosos, eligieron
zonas del centro y Norte europeos, Inglaterra y Flandes principalmente. En
unas y otras zonas, aquellos exiliados de España debían —aunque con cierta
tolerancia— simular ser cristianos por cuanto el judaísmo estaba también
prohibido.
Pero los
mayores contingentes de exiliados, principalmente procedentes de tierras de
Castilla, optaron por dirigirse hacia Portugal y Navarra, aun cuando la
situación de estos reinos evolucionaba hacia opciones tan intransigentes y
duras como las que se vivían en Castilla y Aragón. Efectivamente, unos pocos
años después, en 1497, el Reino de Portugal obligaba a la conversión forzosa
de todos aquellos judíos llegados de España. Finalmente, aquel exilio del
judaísmo hispánico tomó camino también, aunque fueron muy pocos sus efectivos,
hacia el Norte de África, ubicándose en Marruecos y en otras ciudades, como
Orán, donde llegó a constituirse una singular comunidad judía, singular porque
durante el largo período en que aquella plaza reconoció la soberanía de la
monarquía católica, aquellos judíos —los de la aljama de Orán— fueron los
únicos que siguieron reconociéndose como súbditos de Su Majestad.
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|
Miguel Ladero QuesadaHemos de
preguntarnos hasta qué punto los conversos eran un grupo social y, si lo eran,
cuáles fueron sus caracteres definitorios. La respuesta es más complicada de lo
que podría parecer, por varios motivos, y depende, además, del momento
histórico en el que nos situemos. La cuestión conversa nació entre 1391 y 1416,
desde las alteraciones judías del primero de ambos años hasta el final de la
actuación política y religiosa protagonizada por Fernando de Antequera,
Vicente Ferrer y Benedicto XIII. En aquellos decenios muchos judíos
hispánicos se bautizaron, y siguieron otros treinta o cuarenta años de
tranquilidad y ausencia de rechazo, al menos expreso y global. Las tensiones
comenzaron a manifestarse a partir de la revuelta anticonversa de Toledo en 1449, y de nuevo entre 1465 y 1475 en Toledo, Ciudad Real, Córdoba
y Jaén, y, esporádicamente, en Segovia y Valladolid, al mismo tiempo que tenía
lugar una polémica doctrinal de importancia a través de diversos escritos.
Cuando comenzó a actuar la Inquisición, en 1481, fueron surgiendo nuevos
factores de delimitación externa de lo converso que antes no se tenían mucho
en cuenta, y más todavía cuando, tras algún antecedente, se difundieron los
estatutos de limpieza de sangre desde comienzos del siglo XVI. Sin
duda, el retorno y conversión de bastantes judíos, en los años que siguieron a
la expulsión de 1492, contribuyeron también a actualizar o agudizar la cuestión.
Si es
cierto, como se ha estimado, que había en la Península unas 250.000 ó 300.000 personas de condición conversa, o con
antepasados judeoconversos, a finales del siglo XV, es evidente que no
formaban un sector social homogéneo, ni podríamos hoy considerarlo así, por
varios motivos. Ante todo porque sólo son conversos, en sentido estricto, los
judíos que se bautizaron, y nadie más. Desde un punto de vista religioso, la
cuestión se plantea en términos de sinceridad de la conversión o, por el
contrario, continuidad oculta de la antigua fe religiosa por el converso y sus
descendientes, en términos ortodoxos o degradados, o reducidos incluso a
simples hábitos ceremoniales y cotidianos. Existe hoy la hipótesis, contraria
a las predominantes hasta hace poco tiempo, de que la mayoría de los
descendientes de conversos —y muchos de éstos— fue de cristianos sinceros: No
fue la existencia de un alto número de falsos cristianos — escribe E.
Benito Ruano— lo que justificó la aparición del Santo Oficio, sino a la
inversa, el volumen hipertrófico alcanzado por éste, quien precisó del pretexto
de una imaginaria masa de criptojudaísmo para explicar su propia magnitud.
Pasemos
del aspecto religioso —único expresamente admitido para justificar acciones
contra los conversos— al étnico, que también estuvo presente, pues hubo mucho
de xenofobia en las revueltas y acciones contra ellos. La cuestión principal
sería saber si hubo endogamia preponderante entre los conversos y sus
descendientes, que mantuviera la identidad del grupo. Pero ¿cómo saberlo, a
falta de registros matrimoniales, y sin indicaciones onomásticas, pues los
nombres y apellidos de conversos en nada se suelen diferenciar de los del
resto de la población? Dadas las costumbres sociales de la época —permanencia
en los mismos barrios, tendencia a casarse entre iguales, intervención familiar
en la elección del cónyuge— es probable que la endogamia prevaleciera durante
las primeras generaciones, en los medios urbanos, y siempre que no hubieran
mediado fenómenos de emigración o desarraigo importantes; sería fácil saber en
Toledo en 1449 o en Córdoba en 14 73, por ejemplo, quiénes eran cristianos
nuevos o sus descendientes.
La
endogamia debería haberse acentuado en la situación de las mujeres, cuya
posibilidad personal de movilidad era menor que la de los varones. Así lo
leemos en una famosa carta de Hernando del Pulgar, escrita poco antes de 1480: Sin duda, señor, creo que mozas doncellas de diez a veinte años hay en
Andalucía diez mil niñas, que dende que nacieron nunca de sus casas salieron
ni oyeron ni supieron otra doctrina, sino la que vieron hazer a sus padres... Y, sin embargo, en las relaciones de conversos habilitados por la Inquisición entre 1495 y 1497, apenas hay referencia a hombres solos
—siempre aparecen acompañados de sus mujeres y a menudo de sus hijos—, pero el
número de mujeres solas ronda el 20 por 100 del total. Aun contando con la
realidad social de las viudas cabeza de familia, bien conocida en los padrones
urbanos de vecindario del siglo XV, este porcentaje parece sugerir que la endogamia
era menor para las mujeres, que habrían hallado cónyuges fuera del grupo
converso con mayor frecuencia, acaso porque lo facilitaba la idea, tan
extendida entonces, de que la estirpe se transmitía sólo por vía masculina.
En otro
orden de cosas, sería un error pensar que los sucesos históricos relativos a
los conversos, tales como persecuciones, xenofobia o procesos inquisitoriales,
se refieren a todos ellos y a sus descendientes porque está claro que, a pesar
del conservadurismo social de la época, la ausencia de una identificación
religiosa comparable a la que tuvieron los judíos permitiría que la cuestión se
fuera diluyendo. Si aceptamos la cifra, antes avanzada, de un cuarto de millón
de personas conversas hacia 1500, se hace evidente que las actuaciones
inquisitoriales sólo se refirieron a una minoría. Sumando todas las cifras que
conocemos de condenados, penitenciados, habilitados, etc., no llegan a
50.000 entre 1481 y 1512, incluyendo nombres repetidos o actuaciones sobre
generaciones consecutivas de una misma familia. ¿Quiere esto decir que el
resto se había integrado ya por completo? Aun suponiendo que un cuarto de
millón sea una cifra tal vez excesiva, es evidente que muchos conversos habrían permanecido al margen de toda inquisición, y se vendría a demostrar,
si todavía hiciera falta, que el objetivo principal de los promotores de ésta
no fue agredir a quienes llevaran sangre de la nación judía, aunque al señalar
a muchos de sus miembros alentaron indirectamente fenómenos de xenofobia, sino
desarraigar al judaísmo como fe religiosa.
Y también se haría evidente que la desaparición del fenómeno y de la identidad conversa, y la fusión de sus miembros o descendientes en el conjunto de la sociedad española, fue un hecho histórico más profundo y trascendental, aunque silencioso, que las persecuciones y violencias sufridas por los conversos en la segunda mitad del siglo XV y durante la actuación del Santo Oficio, o a lo largo de la vigencia de los estatutos de limpieza de sangre en universidades, órdenes militares y religiosas o cabildos catedralicios. Ahora bien, la fusión, y con ello el olvido de los datos de origen, cada vez más remoto y parcial, y el olvido también del drama padecido, ocurrirían sobre todo en los niveles modestos y medios de la sociedad, los peor estudiados, y donde apenas hay posibilidad de investigar a través de nombres propios o de protagonistas individuales.
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Judíos dedicados a una de las ocupaciones que les hicieron más ricos y odiados: operaciones de préstamo y cambio (miniatura de Las Cantigas, Biblioteca de El Escorial) |
Esto nos
encamina hacia el tercer punto argumental, el relativo a los aspectos
socio-económicos que aparecen integrados en el problema judeoconverso del
siglo XV o, dicho de otra manera, a lo que tuvo de conflicto social, no en el
plano de la voluntad política de los dirigentes, sino más bien en el de la
reacción contra los conversos por parte de otros sectores de la población. Pero
esta reacción no podía ser unívoca, en teoría, por la sencilla razón de que la
situación económica y profesional de los conversos era muy heterogénea. No se
puede afirmar que formaran una clase social. Por el contrario, sin el
ingrediente religioso —y sus derivaciones xenófobas— el conflicto social no
habría existido como tal. Los elementos socio-económicos y de lucha por el
poder fueron utilizados, pues, como elemento adicional, aunque muy potente a
veces, en el conflicto, pero de una manera diferente según cuál fuera la
posición de los conversos en el tejido social, aunque a veces, durante las revueltas
urbanas, todos ellos padecieran las consecuencias explosivas de aquella mezcla
de odios religioso-étnico-sociales.
Pero
estos últimos se referían, casi exclusivamente, a los conversos poderosos. En
efecto, la fortuna y el auge social de algunos conversos, además de la detestada
ascendencia hebrea y de la sospecha de judaizar, concentraba sobre todos los
conversos el odio de un proletariado ignorante y orgulloso de su condición de cristiano
viejo, como se vino a demostrar en al gunas ciudades desde mediados del siglo XV.
Para el pueblo rural, además, la condición urbana de muchísimos conversos,
tenida siempre por rapaz y parasitaria, añadía otro rasgo antipático: aliada
unas veces a los nobles de casta —escribe Domínguez Ortiz—, reducida
otras a sus simples fuerzas, aislada siempre del pueblo (ésta fue su
permanente debilidad), la burguesía conversa avanzaba por el camino
que conducía a los cargos, el poder, la estimación y la riqueza. No pocos lo
consiguieron: otros sólo encontraron al final la cuchilla y el quemadero...
La noción
de burguesía conversa —bien percibida por los contemporáneos— puede
haber ocultado con exceso el hecho de que muchos conversos, aunque habitantes
de las ciudades no pertenecían a ella, sino a las clases medias y modestas de
la menestralía. Hay que delimitar lo mejor posible las situaciones dentro del
esquema o estructura general de las sociedades urbanas de la época. Es cierto
que la ausencia de distinción religiosa permitió a los conversos ocupar
parcelas profesionales vedadas a sus antepasados judíos, y también, en algunos casos,
ascender en la escala social, enlazar por vía familiar con linajes poderosos de
la política local o general del reino, e incluso crear los suyos propios.
Por otra
parte, la solidaridad entre conversos debió ser, con frecuencia, grande, debido
al mismo aislamiento en que vivían, así como su tendencia a apoyar y a apoyarse
en el poder establecido y en su ley: la monarquía y los nobles utilizaron sus
servicios por motivos de eficacia administrativa, y no fue raro ver a
conversos actuando como correa de transmisión del mando que los poderosos
ejercían sobre el resto de la sociedad, y, en ocasiones, como señuelo o
víctima en las luchas por el poder, como sucedió en tiempos de Enrique IV.
Actuaron a menudo con ostentación, y esto concitó sobre ellos muchos males, en
especial el de la envidia. Pero cuando cronistas como Diego de Valera o
Andrés Bernáldez, de linaje converso el primero, y hostil a ellos el segundo,
señalan estos hechos, aunque tienden a generalizarlos, ¿no se están refiriendo
más bien a una minoría destacada y afortunada de gentes? Veamos sus
afirmaciones.
La de
Valera se refiere a la revuelta cordobesa de 1473: Algunos [...] procuraron
meter gran cizaña entre los cristianos viejos e nuevos,
especialmente en la ciudad de Córdoba, donde entre ellos había grandes
enemistades y gran envidia, como los cristianos nuevos de aquella ciudad
estuviesen muy ricos, y les viesen de continuo comprar oficios públicos, de los
cuales usaban soberbiosamente de tal manera que los cristianos viejos no lo podían soportar .
Bernáldez, en cambio, hace una caracterización general: Muchos de ellos, en estos reinos, en pocos tiempos allegaron muy grandes caudales y haciendas, porque de logros y usura no hacían conciencia, diciendo que lo ganaban con sus enemigos ... En cuanto podían adquirir honra, oficios reales, favores de reyes y señores, eran muy diligentes. Algunos se mezclaron con hijos e hijas de caballeros cristianos viejos, con la sobra de riquezas, y halláronse bienaventurados por ello, porque por los casamientos que así hicieron quedaron en la Inquisición por buenos cristianos y con mucha honra... Y fue su elevación y lozanía de muy gran riqueza y vanagloria, de muchos sabios y doctos y obispos y canónigos y frailes y abades y mayordomos y contadores y sacerdotes y secretarios y factores de reyes y de grandes señores. ..
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Representación de un grupo de judíos españoles de la época de la expulsión (detalle del retablo de los Esparteros, del maestro Huguet, siglo XV, Museo de la catedral de Barcelona)
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Eran varias las
vías de acceso a posiciones de influencia y poder, bien a título personal,
bien con la intención de permanecer en ellas y transmitirlas en el seno de la
familia.
La
entrada en el estamento eclesiástico permitía al converso una práctica mejor
de su nueva religión o, a veces, la continuidad más segura en la
antigua, por lo que los casos que conocemos, a través de procesos
inquisitoriales, son de mayor escándalo, pues el converso judaizante
eclesiástico se ocultaba y actuaba en el mismo corazón del sistema. Sin
embargo, los casos de promoción que conocemos son de cristianos sinceros y, a
menudo, eclesiásticos destacados: Pablo de Santa María, obispo de Burgos y
antiguo rabino
de la ciudad, y su hijo Alfonso de Cartagena, también obispo burgalés,
brillante diplomático y uno de los introductores del humanismo en la Castilla
de Juan II, o su pariente, de la siguiente generación, fray Iñigo de Mendoza,
ferviente propagandista de Isabel la Católica.
También
fue de linaje converso el cardenal Juan de Torquemada y, por lo tanto, su
sobrino Tomás, primer inquisidor general. Lo era igualmente
el general de los jerónimos, fray Alonso de Oropesa, en tiempos de Enrique IV,
y su pariente, también jerónimo, Hernando de Talavera, confesor de Isabel I y
primer arzobispo de Granada, una de las grandes figuras
político-eclesiásticas de la época de los Reyes Católicos, sobre todo hasta
1492. Pero, aunque parezca increíble, entre 1505 y 1507 algunos de sus
familiares y él mismo sufrieron proceso inquisitorial —del que saldría
totalmente absuelto— debido a las circunstancias político-eclesiásticas que
alentaron la inicua actividad del inquisidor cordobés Diego Rodríguez Lucero.
Otros eclesiásticos del nuevo reino de Granada fueron también de linaje
converso, como el primer obispo de Málaga, Pedro de Toledo, hijo del relator y
secretario de Juan II, Fernán Díaz de Toledo. La suerte de Juan Arias Dávila,
hijo del contador mayor de Enrique IV, Diego Arias Dávila, y obispo de Segovia
—donde fue un prelado reformador y con inquietudes culturales— no fue tan
buena, pues acabó refugiándose en Roma, donde reivindicó la memoria de sus
padres, procesados post mortem por la Inquisición. Y peor aún la del
obispo de Calahorra, Pedro de Aranda, huido a Roma en 1493, que acabó siendo
condenado por acusaciones de judaizar.
El acceso
de conversos al rango de la alta nobleza fue muchísimo más raro. Sólo la
promoción y apoyo directos de la Corona podían permitir tal cosa a personas que
carecían de una tradición de linaje hidalgo, aunque sus descendientes hayan
procurado alguna falsificación genealógica, como ocurre con los Arias Dávila,
descendientes del contador mayor de Enrique IV, condes de Puñoenrostro,
o con los Cabrera, marqueses de Moya y condes de Chinchón en otra rama,
descendientes de Andrés Cabrera. Este personaje es un caso notable de promoción
nobiliaria: nieto de un posible judeoconverso de Cuenca, sus servicios a
Enrique IV del que fue mayordomo desde 1462 y antes doncel, su casamiento con
Beatriz de Bobadilla, dama de la futura Isabel la Católica, y su aproximación a
ésta como mediador con Enrique IV, desde su puesto clave de alcaide del alcázar
de Segovia, le valieron la protección firme y continua de los Reyes Católicos,
traducida en el marquesado de Moya, la entrega de los sexmos segovianos
de Valdemoro y Casarrubios, base del futuro condado de Chinchón, y numerosas
mercedes y oficios de diverso tipo.
Fue mucho
más frecuente que los conversos se acogieran a la protección de grandes nobles,
por diversos medios. El más simple era la emigración a tierras de señorío,
huyendo de la inseguridad y las revueltas del realengo y, después, de
la Inquisición durante sus primeros años: las relaciones de habilitados andaluces muestran que un 47 por 100 vivía en señoríos nobiliarios, mientras
que un 45 por 100 en los grandes núcleos urbanos de realengo (Sevilla, Jerez, Ecija), pero no en el medio rural. Otra vía de acogida era,
ya se ha indicado, la entrada al servicio profesional o doméstico de una casa
noble, lo que permitía una cobertura mayor, posibilidades de enlace familiar
con otras personas al servicio de la casa e, incluso, en ocasiones, con la
misma familia noble, siempre por vía femenina: son conversas que se casan con
miembros de la alta nobleza, y contribuyen así a la protección, encumbramiento
o asimilación social de sus propios parientes.
Algunas
familias de alta nobleza castellana del siglo XV experimentaron esta situación
en uno u otro momento: los Pacheco, marqueses de Villena; los Enríquez,
almirantes de Castilla; los La Cerda, duques de Medinaceli. El fenómeno debía
de estar lo suficientemente extendido como para que diversos panfletos del
siglo XVI rastrearan ascendientes conversos en casi todas las familias nobles,
con gran exageración: así en el Libro Verde de Aragón, o en el
castellano Tizón de la nobleza de España. Pero es que en el siglo XV no
se conoció la sistematización de la xenofobia provocada por los estatutos de limpieza
de sangre de la siguiente centuria, que fueron el recurso final para
mantener vivo un conflicto cuyos argumentos religiosos se habían debilitado
mucho tras la acción inquisitorial —aunque a veces se reavivaran—, mientras
que los socioeconómicos habían desaparecido ya.
El acceso
de conversos a patriciados urbanos, los enlaces familiares y la formación
incluso de linajes de pequeña aristocracia ciudadana fueron relativamente
sencillos porque las vías habituales de acceso a este sector social de caballeros
y hombres principales eran, en muchas ciudades, la riqueza, la actividad
política y el servicio a la Corona, más que la hidalguía o nobleza de sangre,
de modo que eran caminos abiertos a los conversos poderosos o no tanto
—recordemos que hay muchos tipos de cargos municipales— y a sus parientes.
Veamos algunos ejemplos.
Tal vez
el más conocido es el de los Cartagena, Santa María y Maluenda, burgaleses:
Pedro de Cartagena ocupó una regiduría entre 1426 y 1476 y, a continuación, su
hijo Alonso; fue un caso perfecto de aristócrata urbano, deseoso de adoptar el
modo de vida y las pautas de comportamiento de la nobleza de su tiempo. Los
Maluenda, como los Burgos y los Lerma, sus parientes, formaban parte del
patriciado de mercaderes caballeros de Burgos, en su nivel más alto, y
habría en él otras familias o de origen converso o que habían establecido
enlaces con las que lo eran. En Sevilla había dos importantes linajes del
patriciado urbano de origen converso, pero anteriores a 1391, los Marmolejo y
los Martínez de Medina, y otros cuatro, al menos, que van surgiendo a lo largo
del siglo XV, cada vez con menos fuerza, pues la sociedad aristocrática
sevillana, como otras urbanas de la época, se va cerrando paulatinamente a los hombres nuevos: Cansino, Alcázar, Almonte, Azamar. No son muchos en el
conjunto de casi un centenar de apellidos estudiados.
En
Toledo, en cambio, debían ser más abundantes, y bastantes cristianos nuevos conservaron en el XVI posiciones importantes tanto en el comercio como en la
vida política local. En la época que ahora estudiamos destaca el regidor
Juan Alvarez de Toledo, tal vez pariente del contador
mayor de Juan II, Alfonso Alvarez de Toledo, que fue
también regidor desde 1471. En Cuenca pueden citarse los casos de diversos
parientes de Andrés Cabrera o de Diego de Valera, regidores, y en Segovia la
regiduría de Pedrarias Dávila, hijo del contador mayor de Enrique IV, o la
que recibió en 1492 Fernán Pérez Coronel, antes Abraham Señor, y que heredó su
hijo.
La
promoción de conversos al servicio de la administración monárquica se
corresponde muy bien, tanto con el mantenimiento de una tradición, iniciada
por sus antepasados judíos, como con la necesidad de protección política que
los conversos experimentan, especialmente ante su aislamiento social. Al
monarquismo de los oficiales conversos corresponden los reyes de la época con
una confianza que no deja lugar a dudas: desde Enrique III hasta los Reyes
Católicos hay ejemplos numerosos de destacados colaboradores y oficiales de
origen converso y ninguna muestra de discriminación o recelo debida a su
procedencia étnica o religiosa.
El
establecimiento de la Inquisición no modificó esta situación en los primeros
años. Los reyes no impidieron las actuaciones del Santo Oficio contra los
incursos en acusación o sus familiares, pero tampoco alejaron de su entorno
ni disminuyeron la influencia de sus colaboradores de origen converso. Sólo a
partir de 1497 y, sobre todo, en el bienio 1505-1507, se podría rastrear el uso
de criterios anticonversos o de la misma Inquisición
con ánimo de apartar del poder a algunos conversos, pero no a todos, lo que
hace que esta cuestión haya de considerarse con especiales precauciones.
La
actividad de conversos al servicio regio es de gran importancia en el campo de
la fiscalidad y la administración hacendística, y la nómina de personas de
ese origen es bastante extensa, aunque muy desigualmente conocida aún. Hay
contadores mayores de Hacienda y de Cuentas, desde Juan Sánchez de Sevilla, que
lo fue de Enrique III antes de su bautismo —Samuel Abravanel—
y después. También eran conversos el sevillano Francisco Fernández de
Marmolejo, descendiente del tesorero mayor de Pedro I, del mismo nombre, y
Nicolás Martínez de Medina, tesorero mayor de Andalucía y contador mayor. Bajo
Juan II hallamos al ya citado Alfonso Alvarez de
Toledo y a Diego González de Toledo, cuya hija entró en la familia de Don Alvaro de Luna.
Con
Enrique IV domina las finanzas regias y su manejo, bajo la égida del marqués de
Villena, el contador mayor Diego Arias Dávila, que administraba directamente,
además, todo el dinero que llegaba a la Cámara regia. Pero, claro está, hubo
otros muchos contadores mayores que no eran conversos, o al menos no nos
consta, y bajo los Reyes Católicos casi ninguno lo fue, aunque sí algunos
tesoreros destacados como Gonzalo de Baeza, Alonso de Toledo,
acaso Ruy López de Toledo o Juan Álvarez Zapata.
En la
Administración aragonesa hubo también casos muy notables de conversos al
servicio de las finanzas reales. Recordemos la figura del tesorero general
Gabriel Sánchez, sus hermanos y parientes o, en un plano más modesto, la del
valenciano Luis de Santángel, escribano de ración del rey y autor de múltiples
iniciativas tanto en Valencia como en Castilla, en los años ochenta y noventa
del siglo, por ejemplo, como concertador de préstamos en el extranjero,
tomador de cuentas de la Cruzada, tesorero de la Santa Hermandad, etc.
Hay otros
campos de la Administración en los que encontramos la presencia de algunos
individuos destacados de linaje converso —pero no judíos de origen y bautizados
ellos mismos, salvo excepciones—. Así, diversos cargos de letrados y
secretarios, consecuencia natural en cierto modo del extraordinario número de
escribanos conversos que hubo. En tiempos de Juan II es la conocida figura del relator y secretario Fernán Díaz de Toledo, tronco de un amplio número de servidores de
la Corona. Y en los de los Reyes Católicos, la del secretario Fernán Alvarez de Toledo, que acumula cargos desde 1475 hasta su
retirada política en 1497, entre ellos el de contador mayor de Cuentas, varias
escribanías de rentas, dos encomiendas, una de la Orden de Santiago y otra de
Alcántara, y el señorío toledano de Cedillo, que los reyes transformaron en
condado para sus descendientes.
Al lado
de estos personajes, las figuras de algunos otros secretarios conversos como
Alonso de Ávila tienen menor importancia, e incluso las de letrados como Juan
Díaz de Alcocer, oidor de la Audiencia y miembro del Consejo Real bajo los
Reyes Católicos. O bien las recordamos más por su condición de cronistas
reales, como sucede con Hernando del Pulgar o con Diego de Valera, cuya
biografía bien podría ser el hilo conductor de un relato histórico-novelesco
sobre el mundo político castellano del siglo XV.
Nuestra
enumeración puede terminar con un recuerdo breve a los físicos o
médicos conversos que convivieron o sucedieron a sus colegas judíos en la
confianza personal de los reyes. Isabel y Fernando tuvieron varios, procedentes
de la escuela de Guadalupe, donde predominaban los conversos: hay menciones a
un doctor de Toledo, y a un doctor de Guadalupe, junto con un bachiller
sobrino suyo. Este dr. Juan de Guadalupe es,
seguramente, el Juan de la Parra que alcanzó el protomedicato en 1508 y
falleció en Flandes, en 1521, cuando estaba al servicio del infante Fernando.
Como es
evidente que no se entrega el cuidado de la bolsa, la vida y la administración
a personas en las que no se confía, concluiré por donde comenzaba, afirmando
que los monarcas no participaron ni de los ramalazos xenofóbicos ni de la
hostilidad social que afectaban a los conversos en otros ámbitos de Castilla y
no generalizaron la sospecha sobre su fidelidad religiosa.
Pero, también esto es cierto, la proximidad a ellos de conversos notables
tampoco influyó en contra del establecimiento ni de las actuaciones de la Inquisición.
Atendieron al deseo de
fray Hernando de Talavera al aplazar su entrada en acción entre 1478 y 1480,
mientras el religioso realizaba en Sevilla una campaña de catequesis y
convicción admirable en sus planteamientos doctrinales —como toda la obra
evangelizadora del futuro arzobispo granadino— pero fallida en la práctica.
Escucharon las quejas de Hernando del Pulgar y del protonotario Juan de Lucena,
también converso, sobre los excesos e inconvenientes inquisitoriales, y seguramente
procuraron tenerlas en cuenta. Pero nunca la cercanía de algunos conversos al
poder real impidió que funcionara la temible institución: Fernán Alvarez de Toledo, Juan Arias Dávila, el mismo Talavera, lo
experimentarían en algunos familiares próximos, con diverso resultado.
De la misma manera,
tampoco la confianza o el aprecio de los Reyes Católicos hacia algunos judíos
de su Corte alteraría su línea política, ni impediría la expulsión, en 1492.
Pero analizar el porqué de estas actitudes regias nos llevaría al ámbito
biográfico de las convicciones personales o de las escalas de valores a aplicar
en cada situación, aspectos ambos muy lejanos del objeto de estas páginas.
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Judíos adoctrinados, preparándose para el
bautismo (detalle del retablo de San Marcos, atribuido a Arnau de Bassa, Museo
Episcopal de Vic)
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