De 1486 a 1487
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SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

LOS REYES CATÓLICOS

CAPÍTULO XXXVIII

EL ZAGAL Y BOABDIL.—SUMISIÓN DE LOJA, VÉLEZ Y MÁLAGA

 

 

El resultado de la partición del reino granadino entre el Zagal y Boabdil fue el que debía esperarse, y el que esperaba sin duda el rey Fernando, conocedor de las pasiones de los hombres y de la mala voluntad que mutuamente se tenían los dos príncipes musulmanes. Ni el uno ni el otro habían aceptado el convenio de buena fe, y de ello se regocijaba en secreto el rey de Aragón. Así fue que Abdallah el Zagal previno desde luego a los walíes de Almería y de Guadix que estuviesen dispuestos a ayudarle contra Boabdil su sobrino, y éste por su parte notició a Fernando el cristiano que la mitad del reino había quedado bajo su obediencia, y que siendo feudatario de Castilla se abstendría de hacer la guerra a los pueblos de sus dominios. Dando el astuto esposo de Isabel a la comunicación del rey Chico una interpretación y un sentido en que sin duda no pensó el musulmán, mostróse ofendido y receloso de su alianza con el Zagal, y dióle a entender que lo consideraba como una confederación contra Castilla, impropia de su amistad, a la cual necesitaba hacer frente con las armas. El objeto de Fernando era intimidar a Boabdil, obrar como si no le ligase con el ningún compromiso, separarle de la alianza de su correinante, y mantener viva la rivalidad entre los dos príncipes sarracenos.

Con gran asombro y no poca indignación supo el rey Chico que una numerosa hueste cristiana de doce mil infantes y cinco mil caballos marchaba sobre Loja (mayo, 1486), una de las ciudades más importantes de su pertenencia. Aquello no era sino una parte de un gran ejército de cuarenta mil soldados y doce mil jinetes que Isabel y Fernando habían llegado a reunir en Córdoba. Mandábalo en jefe el mismo rey, y llevaba por caudillos al maestre de Santiago, al marqués de Cádiz, a los condes de Cabra y de Ureña, a don Alonso de Aguilar, al adelantado de Andalucía y a otros ilustres campeones. Además del enojo que produjo en Boabdil esta conducta de Fernando, en cuya amistad había creído poder confiar, enardeciéronle los alfaquíes de Granada y excitáronle a que acudiese lo más brevemente posible en socorro de Loja, y así lo hizo, presentándose con cuatro mil soldados y cinco mil jinetes en la plaza de la ciudad muy poco antes que se vieran ondeae los pendones cristianos en una de las lomas que la dominaban. Entre los capitanes de Boabdil se contaban el brioso y terrible Hamet el Zegrí con sus negros africanos, y el hijo del famoso alcaide de Loja, Aliatar, llamado Izam ben Aliatar. Acompañaban al ejército cristiano Gastón de Lyón, senescal de Tolosa, con algunos caballeros franceses, y el lord Scales, conde de Rivers, enlazado con la sangre real de Inglaterra, acaudillando trescientos hombres de su casa, armados de arcos y de hachas a la manera de su tierra. Estos ilustres aventureros habían venido a España atraídos por la fama de los reyes de Castilla a tomar parte con ellos en las guerras contra los moros.

Pronto se les presentó ocasión de ver por sí mismos lo que eran combates entre sarracenos y españoles. Comenzó la pelea con furioso ardimiento entre Boabdil, Ben Aliatar y los abencerrajes por una parte, don Alonso de Aguilar, el marqués de Cádiz y los hidalgos andaluces por otra. El rey Chico, que se hacía notar por su fina y brillante armadura, gallardo y apuesto en su presencia, y más valiente que afortunado, tuvo que ser retirado del campo por sus abencerrajes, brotando sangre en abundancia por dos heridas que le abrieron los tiradores del marqués de Cádiz. Las furiosas acometidas de Hamet el Zegrí no bastaron a impedir a Fernando plantar sus reales en las colinas, colocar su artillería, fortificar sus trincheras y atacar la plaza por cuatro puntos simultáneamente. Allí comenzó a distinguirse entre otros capitanes el joven Gonzalo de Córdoba, cuyas proezas habían de resonar por todo el mundo. Asaltada la ciudad por puertas, por muros y por tejados, arrollados los moros en calles y plazas, se refugiaron en el alcázar después de tres horas de mortandad, dejando la población sembrada de cadáveres y a la merced de la soldadesca cristiana, que saqueaba a discreción y degollaba sin piedad. El caballero inglés, conde de Rivers, que al frente de su cohorte había combatido armado de punta en blanco descargando con su hacha golpes tan terribles que dejaba asombrados a los más robustos montañeses, al dar el asalto del arrabal recibió una pedrada que le arrebató dos dientes y le derribó sin sentido en tierra. A su vez Hamet el Zegrí había sido herido también de una lanza cristiana, después de presenciar la muerte de muchos valerosos alcaldes y de muchos feroces gómeles de los de su tribu. Oponíase Boabdil a pedir capitulación, a pesar de su mal estado y del abatimiento de los encerrados en el alcázar, temiendo la cólera de Fernando. Un discurso de Ben Aliatar le decidió a hacerlo, y se enarboló la bandera de parlamento en el castillo. Gonzalo de Córdoba fue el elegido para conferenciar con Boabdil, por ser amigo personal suyo desde la prisión del rey moro en Porcuna. Con Hamet el Zegrí trató al propio tiempo el marqués de Cádiz. Al cabo de algunas conferencias quedó concertada la entrega del castillo con las condiciones siguientes:

Boabdil abdicaría el título de rey de Granada; en su lugar se le daría el de duque o marqués de Guadix con el señorío de esta ciudad si se ganaba antes de seis meses, de otro modo obtendría la grandeza de Castilla: había de hacer guerra sin descanso al Zagal, su tío: a los soldados y moradores de Loja se les permitiría pasar con sus bienes muebles a África o Granada, o a cualquier punto de la España cristiana, si lo preferían. Dados algunos rehenes para la seguridad del cumplimiento de la capitulación, se entregó la fortaleza (29 de mayo, 1486), cuyo gobierno se encomendó al señor de Fuentidueña don Alvaro do Luna. Con llanto en los ojos evacuaron Loja los moros, conduciéndolos el marqués de Cádiz hasta dejarlos en lugar seguro. El rey Chico salió casi desfallecido en compañía de Gonzalo de Córdoba a besar la mano a Fernando, que le recibió con la dulzura y benignidad que acostumbraba a usar con los vencidos. Curado Boabdil en Priego de sus heridas por médicos cristianos, trasladóse a Lorca para alimentar desde allí la guerra contra su tío el Zagal. Así se rindió la soberbia Loja, que pocos años antes había visto retirarse de delante de sus muros con poca honra al ejército cristiano, y así vengó Fernando la afrenta que en otro tiempo le había hecho sufrir el brioso y altivo Aliatar. La reina Isabel celebró en Córdoba tan señalado triunfo de la manera que solía hacerlo, distribuyendo limosnas y repartiendo dádivas y consuelos a los cautivos rescatados. Queriendo honrar con un rasgo de esplendidez al valeroso gentilhombre inglés, señor de Scales, le hizo un presente de doce hermosos caballos, de joyas y telas preciosas, dos camas con colgaduras de tisú de oro ricamente labrado, y una magnífica tienda de campaña.

Un acontecimiento interesante, o más bien un espectáculo dramático y tierno ocurrió poco después en el campamento del ejército cristiano. A la conquista de Loja había seguido la rendición de Íllora, asaltada con arrojo por la gente del duque del Infantado, y el ejército había procedido a cercar Modín. Esperábase aquí a la reina Isabel para concertar en su presencia y con su dictamen el plan de las operaciones subsiguientes. Un brillante y lucido cuerpo al mando del marqués duque de Cádiz se había adelantado a saludar a la ilustre princesa junto a la Peña de los Enamorados. Saludó Isabel muy cordialmente al esclarecido conquistador de Alhama a quien estimaba como a la flor y espejo de sus caballeros, y prosiguió por Archidona a Loja, donde sólo se detuvo el tiempo preciso para premiar a los valientes y socorrer y consolar a los heridos y enfermos. Aguardábasela con impaciente entusiasmo en el campamento de Modín (junio, 1486). Grande y general fue el júbilo cuando se divisó la regia comitiva. A la media legua de la villa la esperaba el duque del Infantado con un brillante séquito de caballeros vestidos de toda gala. A su llegada abatió la hueste de Sevilla su vieja bandera, y a esta señal resonaron por el campo los vivas de todo el ejército.

Llevaba a su lado la reina de Castilla su hija la infanta Isabel, y rodeábale un cortejo de ilustres damas, todas en mulas cubiertas de ricos jaeces. Cabalgaba Isabel en una mula de color castaño, con silla guarnecida de oro y plata, enmantillada de terciopelo carmesí bordado de oro, con falsas bridas de raso entrelazadas con letras de aquel precioso metal. Cubría su cabeza un sombrero negro bordado, su cuerpo un manto de grana a estilo de las princesas árabes, y debajo vestía brial de terciopelo, y saya de brocado. Llevaba dos faldas de brocado y terciopelo, y una especie de capuz morisco de escarlata, a usanza de las nobles doncellas granadinas. Los caballeros y donceles del ejército iban luciendo sus mejores arreos y haciendo alarde de gallardía y gentileza al lado de las damas castellanas, y contrastaban con aquellos lujosos trajes las viejas y acribilladas banderas que se humillaban a hacer el saludo de honor a la ilustre heroína. Adelantóse en esto a recibir a su amada esposa el rey Fernando con vistoso séquito de nobles andaluces y de grandes de Castilla. Montaba el rey un soberbio corcel castaño; vestía jubón carmesí y calzas de raso amarillo; cubría su coraza una sobreveste de brocado, y de sus hombros pendía un manto de lo mismo; ceñía al costado una cimitarra morisca. Entre los caballeros que acompañaban al rey se distinguía por su exquisito porte el noble inglés conde de Rivers, vestido de punta en blanco, con sombrero de plumaje a la francesa, sobre todo de brocado de seda también francés, y un broquelete pendiente del brazo con bandas de oro. Caracoleaba en su soberbio caballo cubierto con ricos paramentos con tal garbo, soltura y gallardía, que excitaba la admiración de los mejores jinetes españoles.

Saludáronse el rey y la reina al encontrarse, haciéndose tres reverencias. Luego se acercó Fernando y besó afectuosamente en la mejilla primeramente a su esposa y después a su hija Isabel, trasladándose seguidamente a las tiendas que les tenían preparadas.

Era ciertamente un espectáculo interesante y tierno el de un ejército que se entusiasmaba y fortalecía con la presencia de una mujer. Pero era una mujer a quien capitanes y soldados estaban igualmente agradecidos, porque a ella se debían los aprestos y recursos de la guerra, era el alma de todo, y a todos atendía y de todos cuidaba con solicitud prodigiosa, y la veían dispuesta hasta a compartir con ellos las privaciones y las fatigas de la guerra. Isabel continuó en efecto con el ejército durante esta campaña, que, habiendo comenzado por la conquista de Loja, y proseguido por las de Íllora, Modín, Montefrío, Colomera y el Salar, concluyó con una tala rigurosa en la vega de Granada, siendo Isabel la que tomaba medidas y disposiciones para la conservación y seguridad de las poblaciones y castillos conquistados.

La conducta de Boabdil en Loja, su debilidad, su falta de fe, y sobre todo el compromiso a que suscribió de mantener guerra contra su tío el Zagal, encolerizó a éste en términos que desplegó una persecución a muerte contra todos los parciales de su sobrino, y envió emisarios que con pretexto de una conferencia con Boabdil le propinaran uno de aquellos venenos activos y sutiles que conocían y empleaban los árabes. Súpolo el rey Chico y escribió al Zagal: «No aplacaré mi sed de venganza hasta ver clavada en una puerta de la Alhambra tu cabeza». Respirando encono y acompañado de sus abencerrajes corrió la áspera cordillera que se extiende desde Vélez Blanco a Granada, y se apareció una madrugada al pie de los muros del Albaicín, cuyos habitantes se prepararon a defender a su soberano.

AÑAFIL

Apercibido el Zagal, enarboló banderas en la Alhambra mandó tocar los añafiles y tambores, multitud de zegríes y de negros africanos corrieron furiosos a atacar a los abencerrajes que esperaban atrincherados en las calles contiguas al Albaicín. Ambas facciones combatían con igual saña; el que caía en manos de sus contrarios era sin remedio degollado instantáneamente; corría a torrentes la sangre de bizarros jóvenes musulmanes; á veces les parecía estrecho el recinto de la ciudad, y salían a pelear a la Vega; volvían a la población y se renovaba el combate. Viéndose estrechado el rey del Albaicín por el rey de la Alhambra, y notando desánimo en sus parciales y defensores, pidió auxilio al frontero cristiano don Fadrique de Toledo. Con grande alegría vio el rey Chico asomar por las montañas de Sierra Elvira las banderas y las lanzas cristianas; el mismo Boabdil salía a recibir a sus auxiliares, pero se encontró con una fuerte línea de tropas del Zagal que impedían su reunión.

Un caballero árabe se vio cruzar al campamento de los cristianos seguido de una pequeña escolta. Era un emisario del Zagal encargado de proponer a don Fadrique de Toledo una alianza con Castilla bajo condiciones más ventajosas que las estipuladas con Boabdil. Don Fadrique, que tenía instrucciones del rey Fernando para fomentar la discordia entre los dos soberanos granadinos, envió al intrépido comendador don Juan de Vera para que tratara personalmente con el mismo Zagal. Espléndidamente recibió el rey moro en los magníficos salones de la Alhambra al comendador cristiano. No así algunos de sus fanáticos servidores, que no pudiendo tolerar los agasajos que se hacían a un descreído en el gran alcázar de los soberanos musulmanes, provocábanle con pláticas y cuestiones religiosas, descendiendo a comparaciones obscenas entre la madre de Mahoma y la madre de Dios. Apurósele la paciencia al fogoso cristiano, y desnudando su acero dividió de un solo tajo en dos piezas la cabeza de uno de los imprudentes y provocativos moros. Movióse gran alboroto en la Alhambra; por todas partes no se veían sino alfanjes desnudos; el cristiano se defendía con serenidad imperturbable de las muchas cimitarras que se dirigían a su pecho; acudió el Zagal, restableció el orden, protegió al embajador cristiano, e informado de la causa del alboroto castigó ejemplarmente a los promovedores. Mas no tardó en difundirse por la ciudad la voz de que había cristianos en el alcázar, introducidos por renegados traidores: tumultuóse el populacho, y temiendo el Zagal su actitud amenazante y feroz, se apresuró a poner en salvo al cristiano dándole uno de sus más ligeros caballos y un disfraz. Rápidamente cruzó Juan de Vera por entre las turbas de los moros, ganó el campo, y corriendo a toda brida se incorporó con don Fadrique y le refirió su aventura. El caudillo cristiano escribió al Zagal dándole las gracias por su generoso comportamiento, regaló al intrépido comendador el mejor de sus caballos, e informada por él la reina de Castilla del arrojo y de los peligros de Juan de Vera, amiga de no dejar nunca sin premio las acciones heroicas, le hizo merced de trescientos mil maravedís. Contento don Fadrique de Toledo con haberse mostrado amigo de los dos príncipes musulmanes, sin comprometerse con ninguno, se retiró con su hueste a Loja dejándoles que se destrozaran entre sí.

Otros continuaron su obra y su política. El joven Gonzalo de Córdoba, alcalde de Illora, Martín Alarcón, que lo era de Modín, y los demás gobernadores de las plazas últimamente conquistadas, viendo la decadencia en que iba el partido de Boabdil, propusiéronse auxiliarle por lo menos hasta nivelar otra vez las fuerzas de los dos rivales e implacables moros. Por feliz se contó con tan oportuno socorro el rey Chico, y reanimados también sus partidarios se renovaron con furor los combates en Granada y sus inmediaciones. Por meses enteros continuó una lucha sangrienta en los barrios, en las calles y en las plazas de la ciudad entre las dos encarnizadas facciones; era una matanza diaria y una situación horrible. La fuerza de la necesidad y las gestiones de los alfaquíes, de los ancianos y de los hombres pacíficos, movieron ya a pensar en poner término a aquel angustioso e intolerable estado; mas cuando Gonzalo de Córdoba, cuya espada había brillado ya algunas veces hasta en las calles del Albaicín, vio los ánimos predispuestos a la paz, atizó de nuevo la discordia haciendo halagüeños ofrecimientos a los partidarios de Boabdil, y se retiró con los demás alcaides cristianos dejando a los dos príncipes moros y sus secuaces desgarrándose con ruda y rencorosa saña.

Habían entretanto los reyes de Castilla y Aragón reunido en Córdoba y su comarca un ejército formidable, que las crónicas de aquel tiempo hacen subir a la cifra de cincuenta mil infantes y veinte mil caballos, que de todas las provincias de España habían concurrido gustosos a aquella guerra; testimonio inequívoco del entusiasmo que aquellos monarcas habían sabido excitar en sus pueblos. A la cabeza de tan numerosa hueste salió el rey Fernando de Córdoba (7 abril, 1487), sin arredrarle los funestos pronósticos que la gente supersticiosa fundaba en un temblor de tierra que la noche antes había conmovido algunos edificios, y hasta el mismo alcázar de la ciudad. Acompañábanle los capitanes que más fama habían ganado en las anteriores campañas, el maestre de Santiago, el marqués de Cádiz, los condes de Cabra y de Ureña, los duques de Plasencia y de Medinaceli, don Alonso de Aguilar, don Fadrique de Toledo, el clavero de Calatrava, el conde de Cifuentes, recién rescatado del cautiverio en que quedó desde el desastre de la Axarquía, y otros ilustres caballeros y caudillos, entre los cuales no era el menos principal el entendido ingeniero Francisco Ramírez de Madrid, jefe superior de la artillería, a quien mandó ponerse en movimiento con sus trenes desde Écija donde se hallaba acantonado. La expedición se dirigía contra Vélez-Málaga, plaza situada a orillas del mar, a cinco leguas de Málaga, y al extremo de una cordillera de montañas que se extiende hasta Granada, enseñoreando un valle apacible y casi rodeado de bellas y fértiles colinas, cubiertas de sabrosos y sazonados frutos y primorosamente labradas. Su ocupación equivalía a cortar las comunicaciones entre las dos principales ciudades del reino granadino; era por lo tanto importante, pero por lo mismo difícil de conquistar y peligrosa de sostener. Un recio temporal de aguas que hizo salir de sus cauces los ríos, desbordarse los torrentes y convertirse en pantanos las llanuras, puso casi intransitables los caminos en un terreno de por sí harto desigual, áspero y montuoso. Pasábanse días sin que ni pudiera avanzar el ejército, ni encontrara donde acampar: soldados y bestias sucumbían desfallecidos bajo el peso del arnés o de la carga, o resbalaban y caían por las laderas de las montañas. Merced a dos mil peones que llevaba delante el alcalde de los Donceles, armados de barras y de picos, de pontones para atravesar los arroyos, y de otros útiles para allanar cuestas y rellenar pantanos, pudo irse facilitando paso a la infantería, y al cabo de nueve días de penosísima marcha acampó el ejército delante de Vélez, y tras él las pequeñas piezas de asedio, no habiéndose podido llevar las lombardas y artillería pesada.

Sorprendiéronse los moradores de Vélez al ver desplegarse cerca de sus muros columnas y banderas cristianas que muchos no habían visto nunca, al propio tiempo que por el mar se aproximaban muchas galeras con gallardetes que no eran moriscos. Pero repuestos del primer pavor, y apenas el rey había asentado sus reales, hicieron una salida en que acuchillaron una banda de cristianos que fortificaban una eminencia contigua. Descuidadamente comía Fernando en su tienda cuando oyó la gritería y el tropel de los fugitivos: sin vacilar un punto montó en su caballo, y saliendo con algunos de sus continuos, sin otra armadura defensiva que un peto, arremetió briosamente a los moros, sepultó el hierro de su lanza en el pecho de un musulmán que acababa de matar a sus pies a uno de sus palafreneros, y de tal manera y tan ciegamente se metió entre los enemigos, que de cierto hubiera perdido la vida si tan oportunamente no se hubieran interpuesto el marqués de Cádiz, el conde de Cabra, el adelantado de Murcia y los capitanes Garcilaso de la Vega y Diego de Ataide, que salvaron a su soberano y ahuyentaron a lanzadas a los moros. Expusiéronle estos caballeros que era temeridad arriesgase de aquella manera su vida, a lo cual respondió Fernando que les agradecía el consejo, pero que «no podría buenamente ver los suyos sufrir, y no aventurarse para salvarlos», respuesta que le granjeó el amor del ejército, pero que produjo también cariñosas reconvenciones de parte de la reina por el ardimiento excesivo con que se arrojaba a las batallas.

En este sitio de Vélez expidió Fernando unas ordenanzas rigurosas, prohibiendo a los soldados bajo las más severas penas las riñas, las blasfemias y los juegos de azar, a lo cual se debió el orden, la disciplina y la compostura que se conservó en un ejército compuesto de gentes de tantos países. Atento a todo, destacó fuerzas que vigilaran y defendieran los cerros de la parte de Granada, y cuando todo estuvo dispuesto ordenó el ataque y asalto de la ciudad. La toma de los arrabales costó la vida a algunos caballeros cristianos, pero los moros dejaron en ellos hasta ochocientos cadáveres. Intimada la rendición de la ciudad, la negó obstinadamente el alcaide Abul Cacim Venegas, fiado en que no podía llegar la artillería gruesa y en el socorro que pensaba recibir de Granada. En efecto el Zagal, informado del conflicto de los de Vélez e instigado por los alfaquíes granadinos, hizo, aunque de mala gana, y con el temor de que Boabdil se apoderara de la capital durante su ausencia, el sacrificio de aventurar su fortuna acudiendo en socorro de los de Vélez. Hogueras encendidas en las cumbres anunciaron a los cristianos la presencia del enemigo en las alturas, al propio tiempo que infundieron esperanzas a los cercados. Todo lo había previsto el rey, y enviando primeramente a Hernán Pérez del Pulgar, el de las Hazañas, a reconocer las fuerzas enemigas, atacadas éstas después por los valientes del marqués de Cádiz, del conde de Cabra y otros esforzados capitanes, los moros de Vélez vieron con desconsuelo retirarse de los cerros, dispersas y en derrota, las tropas del Zagal. El desmayo y desaliento de los sitiados llegó a su último punto al oír el ruido de los trenes de la artillería gruesa y de los carros de municiones, que conducidos por el maestre de Alcántara, superados como por encanto obstáculos que se creían invencibles, llegaban al campamento cristiano con gran júbilo del ejército español.

Ya no quedó esperanza alguna a los de la ciudad; todos reconocieron la imposibilidad de resistir, y Abul Cacim Venegas concertó su rendición con el conde de Cifuentes, su antiguo cautivo, bajo las acostumbradas condiciones de seguridad de vidas y bienes muebles, de poder trasladarse libremente a África o a Granada, y de ser respetados en sus costumbres, creencias y culto los que quisiesen permanecer como mudéjares o vasallos de Castilla. Entregada la ciudad, se enarboló el estandarte de la fe en los torreones del alcázar, y se purificó y convirtió la mezquita principal en templo cristiano, según costumbre. A la rendición de Vélez-Málaga siguió la de muchas villas y fortalezas de la Axarquía, cuya guarnición se encomendó a capitanes valerosos, entre los cuales se encuentra ya el nombre de Pedro Navarro, que después se hizo tan célebre por sus hazañas.

Otro resultado importantísimo produjo la conquista de Vélez. Los temores del Zagal al salir de Granada se realizaron. La veleidosa plebe, propensa siempre a interpretar como desaciertos los infortunios, noticiosa de la derrota del Zagal en los cerros de Vélez, púsose casi toda de parte de Boabdil y entre vivas y aclamaciones le condujo al palacio de la Alhambra. Cuando el Zagal regresaba de su malograda empresa, encontró antes de llegar a Granada algunos de sus amigos que con acento triste le dijeron: «Volveos, señor; Boabdil impera en Granada, y hallaréis cerradas las puertas de la ciudad.» A tan funesta nueva el desventurado Zagal alzó los ojos al cielo, calló, torció las riendas de su caballo, y tomó por la Alpujarra el camino de Guadix, que seguía su voz como Baza y Almería. «Así desamparan siempre los hombres, exclama aquí el escritor arábigo, a los perseguidos de la fortuna».

Quedaba Málaga, la feraz y opulenta Málaga, el emporio del comercio de los sarracenos españoles con África y con Oriente, incomunicada con Granada, aislada y sola entre el mar y entre poblaciones en que ondeaban las banderas de Castilla. Natural era que Fernando, dueño ya de Vélez, pensara en redondear con la conquista de aquella importante plaza la de toda la costa occidental del reino granadino, y cortar de una vez la comunicación de África con la península española. Pero Málaga, situada a la orilla del Mediterráneo, protegida por dos fuertes castillos, Gibralfaro y la Alcazaba, que se enlazaban y comunicaban por galerías subterráneas, ceñida de un grueso muro reforzado con torreones, provista de artillería y de toda clase de municiones de guerra, estaba bien preparada para un sitio, y sobre todo la defendía el terrible Hamet el Zegrí, con sus fieros gómeles y sus feroces africanos, conocidos ya por su genio belicoso y por su rudo y bárbaro valor en los combates. En cambio los comerciantes y mercaderes, los propietarios y labradores y la gente acomodada y rica de Málaga, avezados a las comodidades, a los goces y a los placeres de la paz, suponiendo y temiendo los horrores y trastornos de un ataque formal por parte de los conquistadores de Vélez, entablaron clandestinas negociaciones con Fernando por medio del opulento comerciante Alí Dordux y del alcalde de la Alcazaba Abén Comixa para entregarle la ciudad á trueque de no sentir los males de una resistencia que contemplaban inútil. Mas estos tratos no fueron tan secretos que no llegaran á noticia de Hamet, el cual montando en cólera mandó inmediatamente degollar a cuantos supo que tenían participación en ellos y pudo haber á las manos, y proclamándose jefe único y superior de la población, amenazó ejecutar lo mismo con los que estuviesen tibios en la defensa.

 

ALCAZABA DE MÁLAGA

 

Fernando, a quien también hubiera agradado más ganar la plaza por tratos y convenios que por los medios siempre crueles de la guerra, no desmayó por eso, y de acuerdo con el marqués de Cádiz envió al Zegrí dos emisarios, uno de ellos un noble y acaudalado moro de Málaga de los de la capitulación de Vélez, con cartas reservadas, haciendo ventajosas proposiciones a Hamet y a los demás caudillos, y en general a todos los malagueños. Recibió el Zegrí muy cortésmente y aun agasajó a los embajadores en el castillo de Gibralfaro, manifestando gran aprecio y consideración al marques de Cádiz. Mas al tratarse de las proposiciones y ofrecimientos, el altivo moro no sólo las rechazó con desdén, sino que no queriendo acabar de escucharlas se apresuró a despachar los comisionados dándoles un salvoconducto para que pudiesen retirarse con seguridad. Todavía Fernando quiso que se hiciese una intimación pública ante todo el pueblo, para que se supiese el partido ventajoso que ofrecía en caso de sumisión. El encargado de esta peligrosa embajada fue el bravo campeón Hernán Pérez del Pulgar, el de las Hazañas, que tuvo el arrojo de presentarse y cumplir su misión ante las turbas irritadas por el Zegrí, si bien fue necesaria la enérgica intervención de este caudillo y de algunos nobles alfaquíes para que el caballero cristiano pudiese escapar sin lesión a informar al rey de que Hamet y sus gómeles estaban resueltos a defenderse hasta morir.

Entonces el rey levantó ya sus reales de Vélez (7 de mayo), y marchando con su ejército por la costa, avanzó por las ventas de Bezmiliana, mientras las galeras y barcos trasportaban por mar a la vista las baterías y municiones. El ejército tenía que pasar para acercarse a Málaga por un estrecho valle dominado por dos eminencias, una la del castillo de Gibralfaro, y la otra un cerro de agria subida colocado entre el castillo y la áspera sierra que cubre a Málaga por la parte del Norte. Esta altura es la que tenía que ocupar la vanguardia de los cristianos para facilitar el paso al ejército que avanzaba por la angostura. Pero defendida por la gente de Hamet el Zegrí y protegida por los fuegos del castillo, era menester un gran esfuerzo para tomarla, y grande y vigoroso fue el que hizo un cuerpo de gallegos conducido por el maestre de Santiago. Varias veces fueron rechazados los de Galicia por los moros, y otras tantas volvieron a trepar con el mismo ánimo la montaña; peleábase cuerpo a cuerpo con cimitarras y puñales; era una lucha a muerte, en que ni se pedía ni se daba perdón de la vida; hasta que reforzados los gallegos por el comendador de León, por el caballero Garcilaso de la Vega y por algunas compañías de las hermandades, ganaron el cerro, en cuya cumbre plantó un alférez de Mondoñedo su estandarte, y obligaron a los moros a refugiarse en Gibralfaro. Pasó entonces adelante el ejército, y la altura de la sierra tan briosamente disputada se dejó al cuidado del alcalde de los Donceles.

Al día siguiente avistó Fernando los muros y los torreones de Málaga. Acercóse, plantó el pabellón real, sentó las tiendas y distribuyó las estancias, haciendo una línea de circunvalación que se extendía sobre las colinas y los valles, formando un medio círculo; el otro medio le formaban las naves ancladas en la bahía, dejando Málaga en el centro. Desembarcó la artillería, de la cual se colocaron cinco lombardas gruesas en la cuesta que ocupaba el marqués de Cádiz, distribuyéndose las demás piezas mayores y menores por las otras estancias, defendidas todas por capitanes célebres. Hiriéronse fosos, se construyeron parapetos, y detrás de la línea se estableció una fábrica de pólvora, y se pusieron fraguas y talleres de herreros, carpinteros, picapedreros y otros oficios para la construcción y reparo de las máquinas de batir. Comenzaron a disparar las baterías y a vomitar piedra y hierro; pero Hamet el Zegrí que tenía también diestros artilleros y disponía de formidables trenes, obligó con sus certeros tiros a los cristianos a suspender de día sus maniobras y el rey tuvo que retirar al amparo de una colina su tienda, que llamando la atención del enemigo por las banderas reunidas de Aragón y de Castilla que en ella ondeaban, la habían hecho los moros blanco de las descargas de su artillería. El conde de Cifuentes fue el primero que aportilló un torreón del arrabal, por cuya abertura intentó dos asaltos, protegido en uno de ellos por el duque de Nájera y el comandante de Calatrava: mas cuando algunos castellanos pantabaln ya sus banderas sobre el baluarte los moros que tenían minada aquella parte del muro la hicieron volar, y los cuerpos de aquellos valientes volaron también hechos fragmentos para venir a sepultarse entre los escombros. Por otra brecha que se abrió en otro lienzo del arrabal penetraron también algunos intrépidos cristianos, que envueltos por los enemigos en aquellas tortuosas calles probaron una suerte poco menos desastrosa que sus compañeros. Con tan desgraciados principios entró el desaliento en el campamento cristiano: a las verdaderas penalidades que se sufrían se añadieron voces siniestras, corrieron rumores fatídicos, y alarmados con ellos algunos soldados, tuvieron la flaqueza de desertar a la ciudad, y exagerando allí las noticias, dieron nuevos bríos a los moros, que envalentonados y soberbios renovaron con furia los ataques y se atrevieron a hacer salidas impetuosas.

Conoció Fernando el desánimo de sus gentes, y comprendiendo cuál era el remedio más eficaz para realentarlas, llamó a la reina que se hallaba en Córdoba. No tardó Isabel en presentarse en el campamento delante de Málaga, acompañada de la infanta su hija, de prelados y caballeros, y de las damas y dueñas de su servidumbre. Pintado se veía en todos los semblantes el mágico efecto, la transición del desánimo a la esperanza que producía siempre la presencia de Isabel recorriendo a caballo las filas de sus guerreros. El mismo monarca sintió fortalecido su espíritu, y preparando los cañones de más grueso calibre, quiso antes de romper un fuego destructor hacer otra intimación al Zegrí dándole a escoger entre la rendición con generosas condiciones y la destrucción de la ciudad y la esclavitud de sus habitantes. Inexorable y duro el indómito Hamet, despachó a los emisarios con una ruda negativa, dándoles escolta para que no pudiesen hablar con ningún moro de la población: publicó una proclama propia para enardecer a los suyos, organizó su policía, y decretó pena de muerte para todo el que pronunciase la palabra capitulación. El moro ejecutaba lo que decía: una comisión de honrados padres de familia y de comerciantes y capitalistas pacíficos se le presentó a hacerle algunas reflexiones respetuosas sobre los peligros a que exponía a todos su inflexibilidad. Hamet los oyó, llamó a sus gómeles, les mandó cercar a los peticionarios y conducirlos a la plaza pública, y ordenó que todos fuesen allí degollados sin piedad ni consideración. Con tan ejemplar escarmiento los hombres más tímidos, los mismos que no habían manejado nunca un arma, se presentaban a pelear en los puestos más peligrosos, toda vez que arriesgaban menos en exponer sus pechos a los tiros de los cristianos que en incurrir en las iras de su propio gobernador.

Oyóse en esto una detonación horrible que estremeció a los malagueños e hizo retemblar los edificios de la ciudad. Era el estampido de una descarga general que Fernando mandó hacer con todas las baterías a un tiempo, para que vieran los de Málaga que no faltaba pólvora en el campamento cristiano, y cuán falsos eran los rumores que se habían hecho circular y lo que en su proclama les había dicho Hamet el Zegrí. El marqués de Cádiz había recibido un insulto que no pudo tolerar. Cuando el caudillo moro vio al marqués afanado en agasajar a la reina Isabel que había ido a visitar su estancia, hizo clavar en el más alto torreón del castillo de Gibralfaro el estandarte cogido al marqués de Cádiz en los riscos de la Axarquía. Encendió en ira aquella provocación al caballero andaluz, y al día siguiente hizo disparar todas las lombardas contra el castillo hasta conseguir desmantelar una de sus torres, y aproximó sus trenes y atrincheramientos a tiro de ballesta del formidable baluarte. Lejos de intimidarse por esto la guarnición sarracena, se vio una noche el campamento del de Cádiz rudamente atacado por una horda de hasta dos mil feroces gómeles acaudillados por Ibrahim Zenete, el segundo de Hamet. Descansaba el marqués en su tienda abrumado por la fatiga, cuando oyó el ruido de la pelea, se levantó despavorido, acudió a medio armar con su alférez y su pendón, arengó a los suyos y los rehizo, y en aquella reñidísima lucha se le clavó una saeta enemiga en un brazo: también Ibrahim Zenete recibió una lanzada que le obligó a retirarse; entre los capitanes cristianos que allí perecieron se contó el intrépido Ortega del Prado, aquel famoso jefe de escaladores que proyectó y fue el primero a ejecutar la célebre conquista de Alhama; pero los sarracenos tuvieron que replegarse al castillo.

Un cuerpo auxiliar de caballería que el Zagal enviaba desde Guadix a los malagueños, cayó y fue deshecho en una emboscada que Boabdil, el rey Chico de Granada, le había preparado en el camino, noticioso de aquella expedición. De esta manera el rey moro, por odio a un rival y competidor de su misma creencia, favorecía y cooperaba al triunfo de los cristianos, llegando su humillación y su bajeza hasta el punto, no sólo de noticiar a Fernando aquella victoria, sino de enviar a la reina Isabel un magnífico regalo de preciosas telas de seda y oro, de perfumes orientales, de caballos, armaduras, elegantes vestidos y joyas de primorosas labores. Fernando e Isabel, que secretamente y para sus adentros condenaban la conducta infiel de Boabdil como príncipe moro, alegrábanse de ella por propio interés, recibían sus agasajos con benevolencia, y en premio de su debilidad y humillación otorgaron a sus súbditos permiso para comerciar con los españoles en todo género de mercancías, como no fuesen efectos de guerra, y para cultivar en paz sus campos. Al propio tiempo llegaron naves y embajadores del sultán de Tremecén con ricos presentes para los reyes de Castilla, con la misión de rendirles homenaje y de interceder por los defensores de Málaga y pedir que las naves tremecinas fueran respetadas por las españolas que cruzaban el Mediterráneo. Accedieron los reyes a esto último, cumplimentaron al africano enviándole una bandeja de oro con el escudo de las armas reales, y le exigieron que no auxiliase con tropas, armas ni víveres a los moros de Granada.

Íbase en tanto estrechando el cerco de Málaga, y reforzándose las estancias con nuevos fosos, minas, palizadas, máquinas de escalar y municiones trasportadas de Barcelona, Valencia y otros puntos de la Península, mientras la escasez y el hambre hacían sentir ya sus horrores en la ciudad, dando ocasión al inflexible Hamet para publicar terribles bandos y disposiciones y para distribuir con rigurosa economía entre los vecinos y la población las poquísimas subsistencias que conservaban en sótanos algunos particulares.

Ocurrió en este tiempo en el campamento de los cristianos un raro y extraordinario lance, que, merced a una feliz casualidad, no costó la vida a los reyes Una especie de profeta o santón moro llamado Abraham el Gerbi, que había pasado su vida en el desierto y pasaba por inspirado, se presentó en las calles de Guadix, envuelto en su tosco albornoz, con su semblante lívido y su barba blanca y desaliñada, anunciando que Dios le había revelado por medio de los ángeles de Mahoma la manera de liberar a Málaga y destruir a los enemigos del Corán. Agregáronse al fanático musulmán hasta cuatrocientos supersticiosos moros de la tribu de los gómeles, los cuales, caminando de noche y por excusadas veredas, llegaron al campo de los cristianos, en ocasión que una partida de éstos había salido a reconocer el terreno. La mitad de ellos logró penetrar en la plaza, la otra mitad cayó en manos de los exploradores, y fueron todos acuchillados, excepto uno a quien encontraron de rodillas y con las manos levantadas al cielo, en actitud de orar y como si estuviera en un éxtasis. Dejóse prender sin resistencia, y como dijese que tenía importantes secretos que revelar a los reyes, lleváronle al pabellón real. Ya se entenderá que el misterioso moro no era otro que el santón de Guadix Abraham el Gerbi. Dormía a la sazón el rey, y se mandó que hasta que despertara condujeran al prisionero a la tienda vecina. Hallábase en ésta la marquesa de Moya doña Beatriz de Bobadilla, la íntima amiga de la reina Isabel, jugando a las damas con don Alvaro de Portugal, hijo del duque de Braganza, pariente de la reina. Por el aparato del pabellón sospechó el moro que aquellos personajes eran la reina y el rey. Pidió un vaso de agua y haciendo ademán de beber, sacó un cuchillo de debajo del albornoz, y asestándole contra el príncipe de Portugal le hizo una herida en la cabeza que le derribó bañado en sangre en el suelo; y revolviendo de improviso sobre la marquesa le dirigió una estocada que por fortuna se embotó en los bordados de su vestido; quiso repetir el golpe, y unos palos de la tienda en que tropezó el acero salvaron a doña Beatriz. Abalanzáronse los caballeros sobre el asesino, y cien espadas se clavaron en sus entrañas. Al ruido y alboroto acudieron el rey y la reina, aquél envuelto todavía en la colcha de su cama, y asombráronse y se estremecieron a la idea del peligro que habían corrido, tomando el más vivo interés por don Alvaro y por su querida doña Beatriz.

Desde entonces se tomaron serias precauciones para seguridad de las preciosas vidas de los monarcas, entre ellas la de crear una guardia de doscientos hidalgos de Castilla y otros tantos de Aragón para la custodia de las reales personas. El cadáver del moro asesino fue arrojado a la ciudad con un disparo de catapulta, al modo de lo que en otro tiempo habían ejecutado los árabes con el del hijo de Guzmán el Bueno en el campo de Tarifa, pero vengáronse los malagueños matando a un hidalgo de Galicia cautivado en Vélez, y atando su cadáver a un pollino que hicieron salir a los reales de los cristianos.

Otro fanático agorero mantenía en Málaga el entusiasmo religioso; hacía venerar como mártir al santón de Guadix; docto tradicionista y orador elocuente, predicaba con fervor al pueblo, empuñando con una mano una cimitarra y con otra un estandarte blanco, prometiendo por aquella sagrada enseña que todas las provisiones que los cristianos tenían hacinadas en sus reales, habían de ser para el sustento de los verdaderos creyentes, y que los enemigos del Profeta desaparecerían como aristas al soplo del huracán. El astuto Hamet, que conocía la influencia de tales predicaciones en el pueblo, protegía al mago alfaquí, y aparentaba creer en él y venerarle como un oráculo. Pero a vueltas de tan halagüeños augurios, los escasos víveres de la ciudad se agotaban, las madres mantenían a sus niños con hojas de parra cocidas con aceite, los adultos comían hasta cueros de vaca remojados, los fieros gómeles entraban en las casas a ver si encontraban algún alimento que arrebatar, y familias enteras abandonaban sus hogares para ir a ofrecerse por esclavos a los cristianos con tal que les diesen pan. Y como al propio tiempo la ciudad era cañoneada, y se volaban algunas torres y puentes con estremecimiento espantoso, resolviéronse otra vez algunos principales ciudadanos, con varios alfaquíes y propietarios ricos, a representar a Hamet los incalculables males de prolongar una resistencia inútil. El indomable moro, menos cruel con ellos que con los anteriores emisarios, les contestó no obstante que todavía contaba con medios de triunfo, que preparaba un combate decisivo, al cual quería que estuviesen dispuestos, y que la señal sería la desaparición de la bandera blanca del Profeta que ondeaba en la más alta almena de Gibralfaro. Y eso que sabía el soberbio moro que toda la línea de circunvalación, así de mar como de tierra, había sido reforzada con naves y tropas que diariamente acudían al cerco de varios puntos de España. Entre otros habían concurrido los condes de Concentaina, de Almenara y de Denia, y el duque de Medina-Sidonia, llevando consigo la gente de sus Estados, dinero para los gastos de la guerra y multitud de galeras con provisiones, de modo que llegó a subir el número de los cristianos del cerco a setenta u ochenta mil.

A pesar de todo cumplió su palabra el terrible Hamet. La bandera santa desapareció de Gibralfaro; era el anuncio del combate; el pendón había pasado a manos del alfaquí, que arengaba frenéticamente a las tropas puestas en orden por Hamet. Así salieron de la ciudad, marchando a la delantera de los gómeles el fanático predicador. Terrible y furiosa fue la primera acometida de los feroces africanos a las estancias de los maestres de Santiago y de Alcántara, cuyas trincheras lograron arrollar. Un cronista español contemporáneo refiere y pondera un rasgo de humanidad que tuvo en esta ocasión Ibrahim Zenet que mandaba la expedición. Habiendo hallado en una tienda algunos jovenzuelos cristianos, quedáronse éstos absortos ante la presencia del formidable guerrero musulmán, y cuando ellos temían por su vida tocóles Ibrahim suavemente con el asta de su lanza y les dijo: Ea, muchachos, id con vuestras madres. Reconviniéndole luego los otros moros porque los había dejado ir con vida, añade el cronista (vertiendo al castellano de su tiempo las palabras del sarraceno) que les respondió: Non los maté, porque non vide barbas. Supiéronlo los cristianos, y aplaudieron todos el hidalgo proceder del musulmán. Repuestos los castellanos, y socorridos por algunos caballeros, hicieron cejar a los feroces gómeles, y defendieron heroicamente el paso por donde Hamet el Zegrí intentaba penetrar hasta el pabellón real con intención de apoderarse de los reyes. Una piedra lanzada por una catapulta aplastó la sien y cortó la palabra y la vida al fervoroso alfaquí que con su bandera en la mano exhortaba a los infieles y les prometía la victoria. La muerte del seudo-profeta desalentó a los moros, aglomeráronse fuerzas cristianas, y los fieros gómeles tuvieron que volver la espalda a refugiarse en la población, con pérdida de muchos de sus más bravos campeones. Desacreditóse con esta derrota Hamet el Zegrí, tanto que temiendo la exasperación y la saña del pueblo se encerró con algunos gómeles en Gibralfaro, donde en un arrebato de cólera estuvo tentado a bajar con sus soldados a la ciudad, matar a los niños, a los viejos y a las mujeres, incendiar la población, y arremeter en seguida a los cristianos hasta vencer o morir. Pasado que le hubo este loco frenesí, determinó defenderse cuanto pudiera en el castillo, y abandonara su propia suerte la población.

Tan pronto como los malagueños se vieron libres del tiránico yugo de Hamet el Zegrí, acosados también por el hambre horrorosa que se padecía, acordaron que una comisión de moros principales, a cuya cabeza había de ir el opulento comerciante Alí Dordux que siempre había sido el primero en estas comisiones, saliera a proponer a los reyes de Castilla la entrega de la ciudad con tal que les diesen seguro para sus personas y bienes, y les permitiesen pasar a África o vivir como mudéjares en Castilla o Andalucía. Respondióles Fernando por medio del comendador mayor de León, que era ya muy tarde y habían sido demasiado obstinados para obtener tan ventajosas condiciones, y puesto que sólo el hambre los obligaba a capitular estuviesen a lo que el rey quisiese hacer de ellos, «conviene a saber, los que a la muerte, a la muerte, e los que al cautiverio, al cautiverio». Comunicada por los emisarios tan dura respuesta a los vecinos de la ciudad, enviaron a decir, que si no se les concedía seguro para sus personas, colgarían de las almenas hasta quinientos cristianos, hombres y mujeres que tenían cautivos, pondrían fuego a la población, arrojarían a las llamas sus familias, y saldrían todos a morir matando cristianos, de tal manera que el hecho de Málaga resonara en todos los siglos y en todos los ámbitos del mundo. Fernando se mantenía en su primera respuesta, añadiendo que si mataban un solo cristiano, no quedaría un moro en la ciudad que no fuese pasado a cuchillo. Al fin acordaron enviar catorce representantes de los catorce barrios en que la ciudad estaba dividida, con una carta para los reyes que comenzaba: «Alabado Dios Todopoderoso. A nuestros señores, a nuestros reyes el rey y la reina, mayores que todos los reyes y todos los príncipes, ensálceos Dios; encomiéndanse en la grandeza de vuestro estado, y besan la tierra debajo de vuestros pies vuestros servidores y esclavos los de Málaga, grandes y pequeños: remédielos Dios, y después de esto ensálceos Dios. Vuestros servidores suplican a vuestro estado real, que los remedie como conviene a vuestra grandeza, habiendo piedad y misericordia de ellos, según hicieron vuestros padres y vuestros abuelos los reyes grandes y poderosos, etc.»

No obstante lo humilde de esta carta, algunos capitanes cristianos proponían que se hiciese en los moros malagueños un degüello general para que sirviese de escarmiento a otros. Opúsose la reina Isabel a tan sanguinaria proposición, diciendo que no permitiría que sus victorias se empañaran con tales actos de crueldad, y Fernando les contestó que no cumplía a su servicio recibirles de otra manera que entregándose a discreción, «salvo dándoos a mi merced.» Alí Dordux inclinó a los malagueños a que aceptaran en estos términos la rendición. En su virtud, entregados al rey veinte nobles y principales moros en rehenes, concedida licencia de permanecer en Málaga como mudéjares a cuarenta familias designadas por Alí Dordux, quedando todos los demás cautivos hasta que comprasen su rescate en determinado plazo y cantidad, pasó el comendador mayor de León a tomar posesión de aquella ciudad tan heroicamente defendida; tras él entraron varios cuerpos de tropas; plantáronse cruces y estandartes en los baluartes y torres; a su vista los prelados y clérigos entonaron arrodillados el Te Deum, guarneciéronse las torres y fuertes; se hizo un empadronamiento de los moros y se les obligó a entregar las armas; doce cristianos traidores de los que se habían pasado del real fueron asaeteados con cañas; los ancianos y mujeres se lamentaban por las calles, exclamando, dice el cronista, con lastimera voz: «¡Oh Málaga, ciudad nombrada y muy fermosa! ¿Cómo te desamparan tus moradores? ¿Dó está la fortaleza de tus castillos? ¿Dó está la fermosura de tus torres? ¿Qué farán tus viejos y tus matronas? ¿Qué farán las doncellas criadas en señorío delicado, cuando se vieren en dura servidumbre? ¿Podrán por ventura los cristianos tus enemigos arrancar los niños de los brazos de sus madres, apartar los fijos de sus padres, los maridos de sus mujeres sin que derramen lágrimas?»

Continuaba Hamet el Zegrí encerrado en su castillo de Gibralfaro: mas como no hubiese quien le ayudara a prolongar su resistencia, fue hecho prisionero por un hijo del mismo Alí Dordux, que cargó cruelmente de grillos y cadenas al altanero caudillo, y así fue llevado después a la fortaleza de Carmona. Ni un momento le abandonó su espíritu al valeroso musulmán: digno era de mejor causa y de mejor tratamiento el heroico defensor de Málaga. El rey y la reina no quisieron entrar en la ciudad hasta que se limpió de los insepultos cadáveres que infestaban con su fetidez la atmósfera, y hasta que se purificó y consagró la mezquita principal. Entonces hicieron su entrada solemne, acompañándolos en brillante procesión la corte, los prelados, todo el clero que había asistido a la campaña, incluso el venerable cardenal Mendoza, con cruces y pendones, y dirigiéndose al nuevo templo, postrados todos dieron gracias al Dios de los ejércitos por el glorioso triunfo que les había concedido (20 de agosto). El espectáculo que más enterneció a todos, y muy especialmente a los reyes, fue el de los seiscientos cristianos que después de muchos años de cautividad se presentaron recién sacados de las mazmorras, con sus rostros macilentos, sus largas barbas, los miserables harapos que apenas cubrían sus enjutos cuerpos, y sus brazos y pies señalados por los hierros. Estos infelices, derramando lágrimas de alegría, quisieron prosternarse ante los soberanos sus libertadores, pero ellos, alzándolos cariñosamente, no consintieron aquella humilde demostración, y contentándose con darles a besar sus reales manos, los despidieron enternecidos, mandando que se les suministrase alimento en abundancia y se les proveyera de medios para que pudiesen regresar al seno de sus familias y antiguos hogares. Los reyes erigieron a Málaga en silla episcopal, nombrando por primer prelado a su limosnero el docto y honrado don Pedro de Toledo, canónigo de Sevilla, sujetando a la diócesis varias villas y territorios de la costa, de la serranía de Ronda y de la Axarquía. Se fijó también su jurisdicción civil; se tomaron medidas para repoblar una ciudad que iba a quedar desierta de sus antiguos moradores, y se concedieron tierras y heredades a los cristianos que quisiesen habitarla.

Habíase hecho saber al pueblo congregado en los patios de la Alcazaba la terrible sentencia de su esclavitud, y llegó el caso de cumplirla. Los desventurados moros malagueños fueron repartidos como manadas de ovejas en tres porciones: de ellas una se destinó para rescate de cautivos cristianos en África; otra tercera parte se distribuyó entre los nobles, caballeros, capitanes y oficiales que habían concurrido a la conquista; la restante se aplicó a indemnizar al tesoro de los gastos hechos para la guerra. Al papa le fueron enviados cien gómeles, cincuenta doncellas moriscas a la reina de Nápoles, y otras treinta a la de Portugal: muchas tomó la reina para sí, y otras regaló a las damas y dueñas de su servidumbre. Concedíase el rescate al que entregaba treinta doblas dentro del improrrogable plazo de ocho meses.

Tal y tan trabajosa fue la conquista de la opulenta Málaga, y su defensa una de las más heroicas y brillantes que hicieron los guerreros del islamismo. Los reyes de Castilla, dueños ya de la costa occidental del reino de Granada, tomadas las medidas que hemos apuntado y otras conducentes al gobierno de la recién conquistada ciudad y su territorio, regresaron con su victorioso ejército en la estación del otoño a Córdoba, donde fueron recibidos en medio de aclamaciones populares, y se prepararon a emprender nuevas y todavía más gloriosas campañas.

 


CAPÍTULO VI

CÉLEBRE CONQUISTA DE BAZA

 

 

ALHAMBRA DE GRANADA

NICHO EN EL PALACIO DE LA ALHAMBRA