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SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

LOS REYES CATÓLICOS

 

CAPÍTULO XXXVII.

PRINCIPIO DE LA GUERRA DE GRANADA.

De 1481 a 1486.

 

Tan pronto como Isabel y Fernando restablecieron la tranquilidad y el orden en sus reinos, y con leyes oportunas y sabias arreglaron los principales ramos de la administración pública, fijaron su atención y su vista en aquella hermosa porción de España que con mengua de la cristiandad y desdoro del nombre español estaba sufriendo cerca de ocho siglos hacía el yugo de la dominación musulmana. Príncipes tan amantes y celosos de la pureza de la fe católica, no podían tolerar en paciencia que el estandarte de Mahoma siguiera ondeando en los muros de Granada, y que los infieles sarracenos continuaran enseñoreando el fértil territorio y las hermosas ciudades del reino granadino.

Imperaba precisamente a aquella sazón en Granada un enemigo terrible del nombre cristiano, príncipe esforzado y animoso, amigo de la guerra y de sus peligros, que ya antes de subir al trono se había señalado por sus atrevidas algaras y correrías, sin respeto a las treguas entre los reyes de Granada y Castilla. Tal era el emir Muley Abul Hacen, que en 1466 había sucedido a su padre el prudente y templado Aben Ismail, aliado más que enemigo del rey Enrique IV., y en cuyo tiempo llegó a haber tal tolerancia entre moros y cristianos, y tal correspondencia entre castellanos y granadinos, que unos y otros, amortiguadas al parecer las antiguas antipatías religiosas, se mezclaban alternativamente en los juegos, torneos y demás espectáculos de la época, y entraban y salían libremente de sus tierras, y gozaban de una seguridad recíproca, los muslimes en la corte de Castilla, los cristianos en la de Granada. Abul Hacen turbó aquella accidental y desacostumbrada armonía y aquel perjudicial adormecimiento, y sin cuidarse de las treguas y aprovechando las fatales disensiones de los castellanos y el desconcierto del reino en los últimos años del débil Enrique, hizo varias entradas por las comarcas fronterizas de Andalucía, llenando de terror aquellos pueblos, harto agobiados ya con sus discordias y guerras civiles. A la muerte de Enrique IV (1474) las turbulencias que a su vez experimentó Muley Hacen en su reino, promovidas especialmente por el alcaide de Málaga, le obligaron, a pesar de su odio a los cristianos, a prorrogar las treguas con Castilla. Hallábanse Isabel y Fernando en Sevilla (1475), cuando les llegaron embajadores de Muley con este objeto. Contestaron los monarcas castellanos que ellos enviarían a Granada un embajador suyo para que expusiera al emir las condiciones con que se había de ajustar la tregua.

En efecto, no tardó en presentarse a las puertas de la ciudad morisca el comendador de Santiago don Juan de Vera, con corta, pero lucida comitiva, el cual introducido en los salones de la Alhambra a la presencia de Muley, manifestó al rey moro de parte de sus señores que no podían aceptar la tregua sin que les aprontase el tributo de dinero y cautivos que los emires sus antecesores acostumbraban a pagar a los reyes de Castilla.—«Id, y decid a vuestros soberanos, contestó con arrogancia el altivo musulmán, que ya murieron los reyes de Granada que pagaban tributo a los cristianos, y que en Granada no se labra ya oro, sino alfanjes y hierros de lanza contra nuestros enemigos.» Juan de Vera salió silencioso, airado y sombrío, a llevar la adusta respuesta a los reyes sus señores. Les fue preciso a nuestros monarcas revestirse de prudencia: ardiente y viva como se hallaba entonces la guerra con Portugal y desconcertado todavía el reino, aceptaron la tregua sin aquella condición, haciendo el sacrificio de su amor propio y difiriendo la venganza para mejores tiempos. Más impaciente y fogoso Fernando que Isabel, solía exclamar en momentos de indignación: yo arrancaré los granos a esa Granada uno a uno. Templábale la prudente Isabel, y exhortábale a que esperara con calma, pues tiempo vendría en que pudiera hacerlo.

Por fortuna era ya felizmente terminada la guerra con Portugal, y muy diferente la situación interior de Castilla, merced a las acertadas medidas de gobierno de Isabel, cuando el rey moro de Granada rompió imprudentemente la tregua sorprendiendo en una noche aciaga y tempestuosa la fortaleza de Zahara (1481), situada en una elevada colina de la frontera a la parte de Ronda, conquistada en otro tiempo a los moros por el intrépido don Fernando de Antequera. Muley había llegado calladamente por entre breñas y senderos hasta los baluartes de la villa. Escaláronla atrevidamente sus soldados, y el primer aviso de su entrada fue el toque de la trompeta que despertó y aterró a sus desapercibidos habitantes. De ellos, unos perecieron al filo de los alfanjes moriscos, otros, que fueron los más, hombres, niños y mujeres, salpicados de sangre y ateridos de frío, fueron llevados entre cadenas a Granada; triste espectáculo, de que hizo sin embargo orgulloso alarde el cruel Muley Hacen, y por el cual se apresuraron a felicitarle en los salones de la Alhambra los cortesanos aduladores, excepto un anciano y venerable santón de barba blanca y lívido semblante, que con lastimero y lúgubre acento comenzó a exclamar al salir del alcázar: «¡Ay, ay de Granada! Las ruinas de Zahara caerán sobre nuestras cabezas: quiera Alá que yo mienta, pero el ánimo me da que el fin del imperio musulmán en España es ya llegado!». Muley Hacen no era hombre a quien amedrentaran presagios fatídicos, ni signos celestes, pero veremos si se fue cumpliendo la profecía del viejo alfaquí.

Afectados los reyes, que se hallaban en Medina del Campo, con la noticia de este contratiempo, inmediatamente expidieron órdenes a los adelantados y alcaides de las fronteras para que las vigilaran, fortificaran y defendieran de las agresiones de Muley. Era necesario además vengar el ultraje de Zahara, y esto fue lo que meditó y preparó con gran maña y destreza el asistente de Sevilla don Diego de Merlo, de acuerdo con el marqués de Cádiz don Rodrigo Ponce de León. Un capitán de las compañías de escaladores llamado Juan Ortega del Prado, enviado a explorar y reconocer las plazas del territorio de los moros que pudieran ser sorprendidas, dio noticia de que Alhama, situada en el corazón del reino granadino, defendida por rocas naturales, por una de cuyas hendiduras serpenteaba un río en derredor de la ciudad, se hallaba descuidada y escasa de presidio, adormecidos sus moradores y fiados en la ventajosa posición de la plaza que hacía considerarla como inexpugnable. Alhama era población importante y rica por sus excelentes fábricas de paños, por ser caja de depósito de los caudales y contribuciones de la tierra, y por sus baños termales, de que iban a gozar con frecuencia los reyes de Granada y los personajes de la corte, de que distaba sólo ocho leguas, todo lo cual la constituía en una especie de sitio real, y era en ciertas épocas del año el punto de reunión y de recreo de la brillante corte granadina.

Mas si la conquista de la plaza era por lo mismo tan ventajosa, también eran grandes las dificultades. Para llegar a ella había que atravesar el país más poblado de los moros, o correr una cadena de rocas y montañas llenas de precipicios. Nada sin embargo arredró a los que meditaban la arriesgada campaña. Comunicado el plan al adelantado de Andalucía don Pedro Enríquez y a algunos otros nobles y caballeros, dispúsose la expedición, juntáronse hasta tres mil jinetes y cuatro mil peones, reuniéronse el día señalado en Marchena, y caminando por Antequera y Archidona, ocultándose de día en las selvas y barrancos, trepando sierras y bosques y escabrosas sendas, llegaron al tercer día silenciosamente y formaron las tropas en un valle inmediato a Alhama. Hasta entonces no había revelado el marqués de Cádiz a sus soldados el verdadero objeto de la expedición, y llenáronse todos de gozo con la esperanza del botín que en una ciudad tan rica pensaban recoger, con cuyo aliciente todos se aprestaban a pelear con arrojo.

Protegidos por las sombras de una noche tenebrosa, antes de amanecer el siguiente día llegaron los escaladores al mando de Juan Ortega al pie del castillo. Aplicaron las escalas, mataron un centinela que dormía, clavaron el cuchillo y cortaron el aliento a otro que comenzaba a gritar, degollaron la primera guardia, y cuando a los lamentos de los moribundos acudían los soldados que vivían cerca del castillo, ya coronaban los baluartes hasta trescientos escuderos cristianos que con espada en mano se arrojaron sobre los moros. Cuando los moradores de la villa se apercibieron y acudieron a las armas con gran gritería, sonaban ya por fuera las trompetas y tambores de la gente del marqués de Cádiz, que se aproximaba a la población (1° de marzo, 1482.) Los escaladores les abrieron una puerta, y el recinto de la fortaleza se vio al punto ocupado por la hueste cristiana capitaneada por el marqués de Cádiz, el adelantado Enríquez, el conde de Miranda y el asistente de Sevilla Diego de Merlo. Mas difícil y penoso les fue apoderarse de la población. Repuestos ya de la sorpresa y armados los habitantes, barreadas las calles y aspilleradas las casas, provistos de arcabuces y ballestas, no podían los cristianos del castillo avanzar un paso sin encontrar la muerte. Celebrado consejo, hubo algunos que opinaron por desmantelar la ciudadela y abandonarla, pero se opusieron con energía el marqués de Cádiz y los demás caudillos. Ideóse, pues, abrir una brecha en el castillo mismo, y saliendo por aquel boquete un grupo de gente escogida, a la voz de ¡Santiago, cierra España! cayeron de recio sobre el enemigo. Viéronse aquellos valientes reforzados por otros que de nuevo escalaron los baluartes, y se trabó en las calles un combate mortífero. Las mujeres y los niños de los moros desde las ventanas y tejados arrojaban sobre los cristianos vasijas de aceite y pez hirviendo. Palmo a palmo iban estos forzando y ganando las trincheras y empalizadas, los moros peleaban con el valor de la desesperación, la sangre corría a torrentes, la lucha duró hasta la caída de la tarde, en que el triunfo se declaró por los cristianos. Grande fue el degüello; y, sin embargo, muchos moros fueron todavía hechos cautivos; salváronse algunos por una mina que salía al río; escondíanse otros en las cuevas y desvanes hasta que el hambre y la sed los acosaba y obligaba a rendirse. Dueños los cristianos de la ciudad, y dada libertad a multitud de infelices cautivos que yacían en las mazmorras, entregóse la soldadesca al pillaje y al saqueo, y cebóse su codicia en aquellos abundantes y riquísimos almacenes, y recogióse además inmenso botín de alhajas de oro y plata, de dinero, y de tejidos de púrpura y de seda.

Gran pesadumbre y honda tristeza causó en Granada la noticia de haberse perdido una ciudad tan fuerte y tan opulenta como Alhama. El pueblo entre atemorizado y absorto recordaba con pavor las fatídicas predicciones del viejo profeta, y un patético romance de aquel tiempo compuesto sobre el triste tema de: ¡Ay de mi Alhama! demuestra cuán profunda debió ser la impresión que produjo en los ánimos. Llegaban a los oídos de Muley no solo los lamentos, sino las murmuraciones y los dicterios que contra él vertía el pueblo, mientras en Medina del Campo, con noticia que envió el marqués de Cádiz a los reyes de Castilla anunciándoles el éxito feliz de su empresa, se entonaba en los templos el himno sagrado de acción de gracias al Dios de los ejércitos. Bien comprendían los monarcas la comprometida situación de los vencedores de Alhama y la necesidad de enviarles pronto socorro; y mientras la reina Isabel dirigía excitaciones a todos los magnates y caballeros castellanos, organizaba los refuerzos y adoptaba disposiciones para el gobierno del Estado, Fernando preparó aceleradamente su marcha a Andalucía, y se encaminó hacia Córdoba acompañado de don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, y de algunos otros nobles y caudillos. También el marqués de Cádiz se apresuró a reclamar el auxilio del conde de Cabra y de otros señores y alcaides de Andalucía. Y todo era menester en verdad, porque el terrible Muley Hacen, reuniendo en pocos días un ejército de cincuenta mil infantes y tres mil caballos, avanzaba ya sobre Alhama, obligando a retirarse a don Alonso de Aguilar que por Archidona acudía en socorro de los cristianos. Al aproximarse los granadinos a los muros de Alhama, excitó su indignación y aumentó su rabia y su coraje el repugnante espectáculo que ofreció a sus ojos una manada de perros y de aves de rapiña devorando los insepultos cadáveres de sus compañeros, arrojados al campo por encima de la muralla. Después de alancear con rabioso frenesí los voraces animales, emprendieron con el mismo furor el asalto de la ciudad por diferentes puntos. Corta y escasa, pero valiente y muy prevenida la guarnición, cuantos moros pisaban los adarves caían estrellados y sin vida. Entonces conoció Muley Hacen el error de haber ido desprovisto de artillería fiado en la muchedumbre de su gente. Quiso suplir aquella falta con trabajos de minería para volar los muros, pero las descargas mortíferas de los sitiadores obligaron a los zapadores a desistir de aquella faena.

Apeló entonces Muley a otro arbitrio. La ciudad no tenía más agua que la del río que lame los hondos cimientos de los muros, y de que se surtía la población por una galería subterránea. A cortar este recurso a los sitiados se dirigieron los esfuerzos de los moros. Vigilada por estos la boca de la mina, cada soldado que asomaba a proveerse de agua recibía una descarga de flechas. Apurada pronto la del único aljibe que había en la ciudad, la sed obligaba a los cercados a sostener cada día sangrientos combates por el afán de llenar un cántaro o de refrescar sus abrasados labios, y a veces atravesaba una flecha envenenada su corazón antes de llegar a la boca el más puro elemento de la vida. Ejemplo de resignación en las privaciones daba a sus soldados el marqués de Cádiz, pero esto no dejaba de hacer su situación apurada y extrema. Algunos adalides descolgados de noche por la muralla pudieron llevar a los caballeros de Andalucía cartas del marqués exhortándolos a que no le abandonaran en aquel trance.

En tal conflicto advirtióse una mañana gran movimiento en el campo de los moros. Era que había sido avisado Muley Hacen de que se veía asomar muchedumbre de gente armada con banderas y cruces, que no dejaban duda de ser soldados cristianos. Convencióse pronto Muley, bien a su pesar, de que se le venía encima el ejército libertador de los de Alhama, y era así en verdad. Los esfuerzos de los reyes de Castilla no habían sido inútiles, y tampoco las excitaciones del marqués de Cádiz a los caballeros andaluces habían sido infructuosas. Todos se prestaron gustosos a hacer un servicio que interesaba a la religión y afectaba la honra castellana, y habíase formado un ejército de cinco mil caballos y cuarenta mil peones. Entre los nobles caudillos de esta hueste figuraba el duque de Medinasidonia don Enrique de Guzmán, el antiguo rival y enemigo del marqués de Cádiz don Rodrigo Ponce de León, los dos troncos de las casas de los Ponces y de los Guzmanes, cuyas discordias y guerras habían agitado tanto tiempo las tierras de Andalucía, y cuyos odios la reina Isabel había logrado templar, pero no extinguir. Por lo mismo el de Cádiz no se había atrevido a escribir al de Medinasidonia, pero éste quiso dar un ejemplo de su magnanimidad, y olvidando añejas rivalidades y oyendo solo la voz del patriotismo y de la galantería, acudió espontánea y generosamente con sus numerosos vasallos en socorro del que había sido antes su enemigo. Venía el intrépido don Alonso de Aguilar, cuñado del marqués, campeón de los más formidables, que no encontraba arnés tan fuerte que resistiera al golpe de una lanza empujada por su robusto brazo. Venían los hermanos gemelos don Rodrigo y don Juan Téllez Girón, maestre de Calatrava el uno y conde de Ureña el otro: los amigos y parientes Diegos Fernández de Córdoba, conde de Cabra el primero, alcaide de los Donceles el segundo, deudos todos de la marquesa de Cádiz: los condes de Alcaudete y de Buendía, el corregidor de Córdoba y otros ilustres caudillos, con diferentes banderas, entre las cuales sobresalía la de Sevilla llevada por la hueste del duque de Medinasidonia.

No se atrevió el soberbio Muley a esperar la llegada de aquella gente, y los soldados delanteros de Guzmán y de Aguilar vieron las últimas tropas de los moros trasponer en retirada las colinas de las montañas (29 de marzo). Llenos de júbilo y de agradecimiento salieron los apurados defensores de Alhama a saludar y abrazar a sus libertadores, y grande fue la sorpresa y la alegría del marqués de Cádiz al divisar entre ellos a su rival el de Medinasidonia. Tendiéronse los brazos a presencia del ejército los dos antiguos enemigos, protestaron olvidar sus discordias y rencillas, y aquella tierna reconciliación se miró por todos como un fausto presagio de triunfos futuros. Abastecida Alhama, y quedando una guarnición de ochocientos hombres de la hermandad al mando de don Diego de Merlo, volvióse todo el ejército con el marqués de Cádiz a Antequera, donde le esperaba y le pasó revista con sumo gozo el rey Fernando, y desde allí se encaminó a Córdoba, a esperar a la reina Isabel, que, a pesar de su delicada situación, próxima otra vez a ser madre, pasó en rápidas jornadas a reunirse con su esposo en aquella ciudad. Sabedor Muley Hacen del retroceso de los cristianos, y deseoso de acallar el descontento y las murmuraciones de los granadinos, resolvió volver sobre Alhama con gente de refresco, y llevando ya pertrechos y trenes de batir (20 de abril). Después de algunos disparos de metralla sin resultado, alentó Muley a una cuadrilla de aventureros, gente animosa y arriscada, a que asaltaran la ciudad por un lado que los defensores tenían desguarnecido, no pensando que pudiera ser acometida por un lugar tan encrespado y lleno de precipicios. A la voz de un centinela que dio el grito de alarma se apercibieron los cristianos de que un grupo como de sesenta moros había trepado por aquel sitio agrio y enhiesto, y corría ya por la ciudad blandiendo con insultante ademán sus alfanjes. Todos corrieron a las armas, y los unos acudían a impedir que entrasen nuevos escaladores, a los cuales empujaban hasta hacerlos caer despeñados y casi deshechos a lo profundo del torrente, los otros sostenían un combate a muerte con los sesenta temerarios que habían penetrado en la población, y formando estrecho círculo se defendían con un valor bárbaro y espantoso. Las espadas cristianas se tiñeron en la sangre de aquellos desesperados, más también sucumbieron algunos bizarros caballeros españoles. Loco de cólera andaba el emir granadino, y maldiciendo su fatalidad levantó otra vez el cerco y se volvió a Granada resuelto a pregonar la guerra santa y llamar a todos los musulmanes del reino, y no descansar hasta recobrar a Alhama, costárale lo que quisiera. Entretanto el valeroso capitán don Diego de Merlo informó a sus reyes del heroísmo con que unos pocos soldados habían defendido la plaza, y les pedía nuevos refuerzos de víveres y de gente, si habían de poder resistir a la nueva embestida que se esperaba. Consultado por el rey en consejo si podía o no sostenerse una ciudad enclavada en territorio enemigo y expuesta a tan continuas acometidas, opinaron muchos que no era posible sin graves riesgos y sin inmensos gastos, y que sería más conveniente desmantelar sus muros, quemar sus casas y dejar en sus escombros un testimonio de la soberbia musulmana. Opúsose enérgicamente a este dictamen la magnánima Isabel, haciendo presente que sería mengua y deshonor para las armas de Castilla abandonar una plaza que representaba el primer triunfo de aquella santa guerra, expuso que sería entibiar el ardor de la nación, y estimuló a sus caballeros a que se aprestasen a abastecer a Alhama y reforzar su presidio.

Habló Isabel, y sus palabras produjeron un efecto mágico. Nadie contradijo ya tan animoso pensamiento. Al contrario, el cardenal de España, los duques de Villahermosa, de Medinaceli, de Alburquerque y del Infantado, los condes de Cabra, de Treviño, de Ureña, de Cifuentes, y de Belalcázar, los marqueses de Cádiz y de Villena, el condestable de Castilla, los maestres de Calatrava y de Santiago, el comendador de León y otros muchos caballeros se apresuraron a reunir una hueste de ocho mil caballos y diez mil peones, y poniéndose a su cabeza el rey don Fernando, marchó el ejército por Écija y llegó sin obstáculo a Alhama (30 de abril). Surtiéronse los almacenes; reparáronse los muros; repartiéronse premios entre los más valerosos defensores; convirtióse las tres principales mezquitas en iglesias cristianas; bendíjolas el ilustre cardenal Mendoza y las dotó de vasos y ornamentos sagrados; la piadosa reina ofreció bordar con sus propias manos los que habían de servir para el templo de la Encarnación, el primero que en su reinado se consagró al culto católico ganado a los enemigos de la fe; el rey dio las gracias por su heroica conducta a don Diego de Merlo y sus capitanes; se nombró gobernador a don Luis Fernández Portocarrero, señor de Palma; se relevó la guarnición, reforzándola con mil ballesteros y cuatrocientas lanzas de las hermandades, y no queriendo el rey dejar aquella tierra sin hacer un alarde que hiriese el orgullo del soberbio Muley, salió con su hueste a correr la vega de Granada, destruyendo sembrados y molinos, apresando ganados, y proporcionando con esto nuevas provisiones a los de Alhama, hecho lo cual, se volvió con el ejército a Córdoba74.

Ocurrían a este tiempo en Granada graves discordias e intrigas domésticas, que comenzando por celos d mujeres y acabando por partidos políticos, traían entretenido, turbado y en no poco peligro a Muley Hacen, e incapacitado para obrar con energía contra los cristianos, teniendo que cuidar de salvar su trono y aún su propia vida. Había motivado esta situación el resentimiento y enojo de la sultana Aixa (la Honesta), a quien el fogoso emir trataba con afrentoso desvío desde que había consagrado su corazón y sus violentos amores a una hermosa cautiva cristiana, cuyo nombre bautismal era Isabel de Solís y entre los moros se llamaba Zoraya (Lucero de la mañana), a quien había hecho la sultana favorita, y para quien eran todos los galanteos, todos los obsequios y caricias del apasionado emir. Fiaba Muley los negocios del gobierno al visir Abul Cacim Venegas, de linaje cristiano también, y descendiente de los Venegas de Córdoba, el cual con toda su familia fomentaba la pasión del rey y sus amores con Zoraya. A instigación y por consejo de este ministro inmoló el rey con inhumana ferocidad varios alcaides y caballeros dela tribu de los Abencerrajes, enemigos de la familia de los Venegas y partidarios de la sultana Aixa77, lo cual no hizo sino exasperar más aquella intrépida raza, y que aceptara con más empeño los planes de la sultana desfavorecida. Era el designio de ésta hacer proclamar a su hijo Abu Abdallah (el Boabdil de nuestras crónicas), y poner en sus manos el cetro arrancándole de las de su padre. La conquista de Alhama por los cristianos, las desgraciadas campañas de Muley, y la correría de Fernando por la vega de Granada, dieron pie a los ofendidos para desacreditar al viejo Abul Hacen y representar como desastroso su reinado, pintándole como el verdugo de los Abencerrajes, como entregado a los hechizos de una cristiana y a las influencias de renegados traidores, y como la ruina del imperio musulmán. Tal era el estado de la opinión en Granada cuando regresó Muley de su última desgraciada expedición a Alhama.

Mostróse este disgusto en un tumulto popular movido en el Albaicín por los Abencerrajes, de cuyas resultas hizo prender el rey y encerrar en una torre de la Alhambra a la sultana Aixa y a su hijo Boabdil, cómplices de aquel movimiento, y como desconfiase ya de sus súbditos, envió una embajada al rey de Marruecos pidiéndole socorro de gentes para intentar otro golpe sobre Alhama. La astuta sultana hizo descolgar a su hijo de la torre de la prisión por medio de una cuerda hecha con su propio velo y con los almaizares y tocas de sus doncellas. Los Abencerrajes, que esperaban con caballos al pie de la torre al joven príncipe, trasportáronle de noche y al galope hasta Guadix. A los pocos días, solazándose el enamorado Muley con su querida Zoraya en los jardines de los Alijares, oyó gritos y voces de tumulto en el recinto de la ciudad. Eran los Abencerrajes que acababan de entrar proclamando a Boabdil de acuerdo con el alcaide de la torre en que estaba la sultana prisionera. Lanzóse Abul Cacim Venegas sobre los tumultuados, y trabóse un combate sangriento en las calles: el populacho se puso de parte de los revoltosos, y el rey y su ministro favorito tuvieron que fugarse de Granada antes de amanecer y buscar un asilo en el castillo de Mondújar. Acudieron allí a ofrecerles sus espadas todos los de la familia Venegas, juntamente con Abdallah el Zagal (el Valeroso) que era de su partido. Alentáronse con esto a revolver sobre Granada en altas horas de la noche con la esperanza de sorprender a los corifeos de la revolución, más como no pudieron hacerlo sin ser sentidos, renováronse las horribles escenas de la noche anterior; peleábase encarnizadamente en todas las calles, en unas en medio de las tinieblas, en otras a la escasa luz de teas y faroles que los vecinos sacaban a las ventanas para alumbrar el combate; todo era degüello, mortandad y estrago; los principales defensores de Muley cayeron inmolados al furor popular, y el rey y su visir tuvieron a gran suerte poder escapar con vida y refugiarse en Málaga seguidos de un pequeño grupo de leales.

Mientras tales escenas ocurrían en Granada, la reina Isabel de Castilla con su acostumbrada actividad despachaba desde Córdoba cartas y provisiones apremiantes a las ciudades y caballeros de Castilla, de León, de Galicia, de Extremadura y de Vizcaya, para que acudiesen con víveres y contingentes a proseguir la guerra contra los moros. Supo que andaban por África emisarios de Muley Hacen pidiendo socorros y reclutando gente del rey de Marruecos, e inmediatamente mandó armar una escuadra, que encomendó a dos de sus mejores almirantes, para que con ella cruzasen el Estrecho e impidiesen todo desembarco y comunicación con la costa de Berbería. Pero la expedición principal que se proyectaba era contra Loja, rica ciudad, situada en un profundo y delicioso valle que atraviesa el Genil entre dos escabrosas sierras, cuya conquista era importantísima, así para asegurar la posesión de Alhama, como para abrir y facilitar la entrada a la vega. Defendíala, además de su natural posición, que la hizo llamar la flor entre espinas, una buena fortaleza, y habíase reforzado su guarnición con tres mil hombres de gente escogida al mando del valeroso y veterano Aliatar, que había sido un pobre especiero, y por sus hazañas se había elevado a los más altos cargos de la milicia. El rey Fernando, ansioso de distinguirse en esta guerra y más fogoso esta vez que prudente, sin esperar a que acabaran de reunirse los subsidios de las ciudades, y contra el dictamen del entendido marqués de Cádiz y otros prácticos caudillos, determinó ponerse sobre Loja, y cruzando por Écija el Genil con una hueste de cuatro a cinco mil caballos y de ocho a diez mil peones, llegó a la vista de Loja y sentó sus reales a orillas del río entre cuestas, olivares y barrancos, donde no podía desplegarse la caballería (1° de julio), y donde las acequias y colinas no permitían ni socorrerse con oportunidad ni siquiera observarse entre sí los diferentes cuerpos.

Pronto advirtió el diestro Aliatar los desaciertos de los enemigos, y más conocedor que ellos del terreno, hizo emboscar una parte de su gente entre los olivares y huertas a la falda del cerro de Alboacen. En una salida que después hizo fingió retirarse huyendo de las lanzas conducidas por el maestre de Calatrava; los cristianos llenos de ardor seguían el alcance, cuando se vieron bruscamente arremetidos por los emboscados, revolvieron también sobre ellos los lanceros y flecheros de Aliatar, una lluvia de saetas descargó sobre el joven y valeroso maestre de Calatrava, don Rodrigo Téllez Girón, que peleaba en primera línea, y se distinguía por la cruz colorada del hábito de su orden, y dos de ellas con puntas envenenadas se le clavaron debajo del brazo por la cortadura del arnés, que le causaron la muerte a las pocas horas con gran pesadumbre de todo el ejército. Fernando conoció ya su error y retrocedió a Riofrío, dando orden a los suyos para que levantaran las tiendas del cerro de Alboacén. No bien habían ejecutado a la mañana siguiente esta operación, cuando vieron ya a los moros posesionados de aquella altura; apoderóse a su vista el pavor de los cristianos, y ya no pensaron sino en salvarse en la más precipitada fuga.

Aprovechó Aliatar el desorden del campo enemigo; y saliendo de Loja con todas sus fuerzas se lanzó con tal furia sobre los contrarios, que sólo un esfuerzo de serenidad del rey puesto a la cabeza de su guardia y de una banda de caballeros pudo detener al formidable moro y salvar al ejército de su total ruina. Siguióse un combate terrible, en que peligró muchas veces la vida de Fernando, no menos que las de los caballeros castellanos que presentaban sus pechos por salvarla, y principalmente la del marqués de Cádiz, que a la cabeza de unas setenta lanzas, y aún peleando a pie después de muerto su caballo, tuvo a raya a los moros y dejó sin vida algunos de sus capitanes. Corrió no obstante con abundancia la sangre de los caballeros castellanos. El condestable don Pedro de Velasco recibió tres cuchilladas en el rostro; el conde de Tendilla sufrió heridas graves y estuvo a punto de caer en manos del enemigo, lo mismo que el duque de Medinaceli, que quedó desmontado y atropellado por la caballería. Al fin los moros comenzaron a aflojar, y pudo el rey continuar su retirada hasta la Peña de los Enamorados, distante siete leguas de Loja, y desde allí prosiguió sin obstáculo a Córdoba.

Gran pesadumbre causó a la reina el éxito desgraciado de esta empresa, si bien con su natural prudencia se abstuvo de manifestarlo en público ni hacer demostración alguna de sentimiento. La guarnición de Alhama fue la que más desalentó creyéndose ya perdida, y fue menester toda la entereza del gobernador Portocarrero para contener la indisciplina de los soldados y evitar que abandonaran la plaza: él con su ejemplo y sus vigorosas arengas infundió nuevo aliento y ardor en los ánimos abatidos, y vínoles bien a todos, porque no tardó en presentarse por tercera vez al pie de los muros una legión sarracena suponiendo a sus defensores acobardados. Por fortuna ni estos lo estaban ya, ni la reina pudo consentir que quedaran sin socorro, y estimulados por ella el rey y los caballeros andaluces volaron en auxilio de los alhameños con multitud de acémilas cargadas de provisiones. Por tercera vez también huyeron de aquel sitio funesto los pendones mahometanos al asomar las banderas cristianas. Abasteciéronse los almacenes de vituallas, e informado el rey de las fatigas, privaciones y pervigilios de aquellos heroicos defensores, relevó la guarnición dejándola al cargo del comendador Juan de Vera.

Reducido en tanto Muley Hacen a la ciudad y distrito de Málaga que le permanecían fieles, limitábase a hacer algaras y correrías por los campos de Estepona, de Algeciras y de Gibraltar, si bien costándole a veces sostener vivas refriegas con los alcaides de las fortalezas cristianas, tales como los intrépidos Pedro de Vera y Cristóbal de Mesa, que algunas veces daban no poco que hacer con sus valientes lanceros al expulsado rey de Granada.

Los monarcas castellanos, por el contrario, pensaron entonces seriamente en emprender una guerra formal bajo un plan bien meditado que les diera por resultado algún día la conquista del reino granadino. Al efecto acordaron volver a Castilla, dejando las fronteras de Andalucía encomendadas al celo de capitanes valerosos y experimentados, la de Jaén a cargo del conde de Treviño, al del maestre de Santiago Alonso de Cárdenas la de Écija, nombrando asistente de Sevilla por fallecimiento de don Diego de Merlo al conde de Cifuentes, y dando órdenes a los adelantados, duques, marqueses, condes y alcaides de toda la línea para que cada cual vigilara su distrito con esmero. Con esto se vinieron a Madrid para acordar con las cortes sobre los medios de realizar sus planes. Atentos los reyes a todo, se dedicaron a reformar los abusos que se habían introducido en las hermandades de los reinos. Celebraron al efecto en la inmediata villa de Pinto junta general de todos los diputados de las provincias, y de todos los procuradores, tesoreros, oficiales y letrados de las hermandades. En esta reunión cada cual exponía las quejas, los agravios, abusos o vejaciones de que tenía noticia, bien por parte de los capitanes, empleados o cuadrilleros de la hermandad, bien por la de los diputados mismos. Los reyes oyeron todas las demandas y querellas, hicieron justicia sin acepción de personas, moderaron los salarios, reorganizaron en fin y acabaron de moralizar la institución, y agradecidos los procuradores de las hermandades a su imparcial y justiciera conducta, les otorgaron hasta ocho mil hombres y diez y seis mil acémilas que habían pedido para reforzar y abastecer de mantenimientos la guarnición de Alhama. A su ejemplo todos los particulares y personas pudientes del reino, a una indicación de sus soberanos, les facilitaron un empréstito general, contribuyendo cada cual según sus facultades, en la confianza de ser religiosamente reintegrados. Asimismo el pontífice expidió una bula para que el clero y las órdenes militares y religiosas así de Aragón como de Castilla les acudiesen con un subsidio para las necesidades de la guerra, y otorgó los honores e indulgencias de cruzada a todos los que en ella se alistasen para pelear contra los moros. Con esto se hallaron los monarcas provistos de recursos (febrero, 1483), para pagar sus atrasos al ejército, y para dar grande impulso a los preparativos de la guerra.

Pero la nueva fatal de un suceso, más desastroso aún que el de la malograda expedición de Loja, vino a este tiempo a turbar la alegría y las halagüeñas esperanzas de los reyes, de la corte y de los pueblos. El maestre de Santiago don Alonso de Cárdenas, encargado de la frontera de Écija, ansioso de señalarse con alguna hazaña contra los moros, determinó hacer una invasión en la Axarquía de Málaga, fiado en las noticias que le habían dado sus adalides de que allí, después de atravesar algunas sierras y bosques, hallaría una comarca deliciosa donde pastaban numerosos rebaños de que podría apoderarse fácilmente, volviendo por un camino llano con inmensa presa y privando de sus mejores mantenimientos a los moros de Málaga. En vano el marqués de Cádiz le expuso que según sus noticias la Axarquía era un país montuoso y enriscado, lleno de barrancos y precipicios, propio sólo para abrigo de bandoleros y salteadores. El plan del maestre de Santiago fue a pesar de estas reflexiones seguido, y en su virtud reunidos en Antequera los capitanes fronterizos, el marqués de Cádiz, el adelantado don Pedro Enríquez, el conde de Cifuentes, don Alonso de Aguilar y otros caballeros, con las banderas de Córdoba, de Sevilla, de Jerez y otras ciudades de Andalucía, la más lucida, aunque no la más numerosa hueste que en muchos años se había visto, emprendieron su marcha (marzo, 1483) con la esperanza de volver cargados de material riqueza, y con la confianza de no encontrar quien pudiera atreverse a resistirlos.

Tropezando pronto con escabrosos cerros y con ásperas y tortuosas veredas a orillas de hondos precipicios, iban hallando solamente pobres y desiertas aldeas, cuyos infelices habitantes huían con sus ganados a refugiarse en las cuevas o en las cumbres casi inaccesibles de las montañas. Los soldados se vengaban en incendiar chozas y en cautivar ancianos a quienes sus achaques no habían permitido seguir a sus fugitivas familias. En esta marcha de devastación se fueron internando insensiblemente y sin orden, porque no lo consentía el terreno, en lo más fragoso de las sierras. El ruido de los peñascos que se derrumbaban de lo alto de los riscos cayendo sobre la retaguardia de los cristianos, y arrojando en su ímpetu algunos soldados al fondo de los valles, mezclados con una lluvia de venablos y de saetas, avisaron a los expedicionarios, juntamente con los gritos de los moros que coronaban las cumbres, del paso peligroso en que se hallaban metidos. Con ansia esperaban la luz del día para variar de rumbo: pero azorados ya los adalides, cada vez iban metiendo el desordenado ejército en más intransitables sinuosidades. Para colmo de su mal, apercibido el viejo Muley Hacen por las fogatas que se divisaban en los montes de que había enemigos en el territorio de la Axarquía, ya que los suyos en atención a su edad y achacosa salud no le consintieron empuñar, como él quería, la cimitarra, y salir en persona a país tan agrio, envió a su hermano Abu Abdallah el Zagal y a los dos Venegas, Reduán y Abul Cacim, con lo mejor de sus tropas a tomar la embocadura de la Axarquía hacia el mar y acuchillar a cuantos cristianos intentaran buscar por allí la salida.

Cuando los cristianos, siguiendo su fatigosa marcha por las vertientes de la sierra, divisaron la ordenada hueste de los musulmanes, creció su confusión y su aturdimiento, muchos por huir resbalaban y caían despeñados en los barrancos, se atropellaban unos a otros, y nadie pensaba sino en salvar su persona. En tal situación el maestre de Santiago se mantuvo firme y sereno, arengó con fogosa energía a los suyos, «muramos, les dijo, faciendo camino con el corazón, pues no lo podemos facer con las armas, e no muramos aquí muerte tan torpe: subamos esta sierra como hombres, e no estemos abarrancados esperando la muerte, e veyendo morir nuestras gentes no las pudiendo valer.» Y espoleando su caballo trepó a una montaña seguido de los más esforzados de los suyos, pero perdiéndose en aquella subida su alférez el comendador Becerra, y rodando otros por aquellos despeñaderos. El marqués de Cádiz, guiado por un adalid leal, pudo ladear la misma montaña y salir de la sierra con unas sesenta lanzas. El conde de Cifuentes, el adelantado y don Alonso de Aguilar, no pudiendo seguir la tortuosa senda que el marqués llevaba, dieron en la celada de el Zagal, que interpuesto entre unos y otros no los permitía socorrerse. Por todas partes eran los cristianos envueltos y despedazados, los unos con lanzas y alfanjes, los otros con flechas y venablos, con piedras los demás, siendo no pocos los que morían sin heridas abrumados del hambre y del cansancio, «e tan grande era el temor que tenían, dice el cronista, que ninguno sabía de su compañero, ni le sabía ayudar, y en aquella hora ni veían señal de trompeta que guardasen, ni donde se acaudillasen.» Allí perecieron tres hermanos y dos sobrinos del marqués de Cádiz con muchos caballeros de ilustre linaje. El nombre de Cuestas de la Matanza que quedó a las montañas de Cútar es un triste testimonio de la horrible mortandad que aquel día sufrieron los cristianos.

Salváronse por fortuna los principales caudillos como mejor pudieron. El marqués de Cádiz anduvo cuatro leguas de selva en un caballo que le prestaron para poder salir de la Ajarquía. El gran maestre de Santiago, que se encontró también a pie, tomó el caballo de uno de sus criados, y se salvó con un guía por los más ásperos senderos. «No vuelvo las espaldas a estos moros, decía, pero fuyo, Señor, la tierra que se ha mostrado hoy contra nosotros por nuestros pecados.» El adelantado Enríquez y don Alonso de Aguilar pasaron la noche entre unos peñascos oyendo la gritería y algazara de los vencedores, y no pudieron hasta la mañana hallar salida a aquel laberinto por lugares fragosos. Mas desgraciado todavía el conde de Cifuentes, huyendo por desfiladeros dio en la emboscada de Reduán Venegas. el cual viéndole defenderse de una multitud de moros que le rodeaban quiso batirse con él cuerpo a cuerpo hasta que le rindió, prohibiendo después bajo pena de la vida a los soldados que le injuriaran ni le molestaran. Su hermano don Pedro de Silva y algunos otros caballeros se entregaron también al generoso moro, y todos fueron conducidos prisioneros a Málaga. Era tal el aturdimiento de los cristianos en su desastrosa huida, que a veces un solo moro desarmado hacía prisioneros a cinco o seis cristianos con armas, y hasta las mujeres cautivaban a los que andaban por entre los matorrales atónitos y dispersos81.

El desastre de la Axarquía derramó el luto y la consternación en todos los pueblos de Andalucía; apenas había familia que no llorara algún individuo muerto o cautivo, y como dice un cronista, no había ojos enjutos en todo el país. Los escritores de aquel tiempo atribuyeron la desgracia a castigo de la Providencia por las interesadas miras que dicen impulsaron a aquella expedición a los cristianos, y porque la codicia y no el mejor servicio de Dios los había conducido allí, no cuidando de prepararse como gente religiosa que iba a pelear en defensa dela fe82. Otros culparon de traición a los adalides. Al fin los que se salvaron se fueron reuniendo en Archidona y Antequera, algunos de ellos después de haber andado muchos días por los montes y breñas alimentándose de yerbas y raíces, volviendo escuálidos y moribundos cuando ya se los contaba por muertos.

General fue la alegría que causó en Granada el desastre de los cristianos en la Axarquía. Sólo hubo uno que no participara del gozo público; que fue el rey Boabdil, el cual veía con envidia y con pena los aplausos que el pueblo daba a su padre Muley, y principalmente a su tío el Zagal. Comprendiendo pues Boabdil el Chico que para no acabar de desconceptuarse con los suyos, que ya le murmuraban al verle pasar la vida en las delicias de la Alhambra, necesitaba acometer también alguna empresa ruidosa contra los cristianos, juntó una hueste de mil quinientos caballos y siete mil infantes, la flor de los guerreros de Granada con ánimo de entrar por la frontera de Écija, antes que se repusieran de su catástrofe los españoles. Contaba para ello con la ayuda del intrépido Aliatar, el veterano alcaide de Loja, a cuya hija, la tierna y sensible Moraima, había hecho Boabdil la compañera de su trono y de su lecho, y era la sultana favorita. Al salir el rey por la puerta de Elvira espantóse su caballo tordo, y tropezando la lanza en la bóveda del arco se hizo astillas. A este funesto presagio, que no es el primer ejemplar de esta especie que nos han contado los escritores árabes, siguió otro de bien diferente índole, y no menos fatídico para los supersticiosos musulmanes. A poco de salir el ejército de la ciudad atravesó el camino una raposa por entre las filas de los soldados, escapando ilesa de las muchas flechas que éstos la arrojaban. Aconsejaron algunos caudillos al rey que abandonara o por lo menos suspendiera una empresa que se anunciaba con tan siniestros auspicios, pero el rey, mostrando despreciar tan pueriles pronósticos, «yo desafiaré, dijo, a la fortuna», y prosiguió su marcha yendo a pernoctar a Loja.

Incorporado allí con su suegro Aliatar, pasó el Genil, devastó los campos de Aguilar, Cabra y Montilla, y procedió a poner sitio a Lucena. Mandaba en esta villa don Diego Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles, el cual, noticioso de la invasión de los sarracenos, había pedido auxilio a su tío el conde de Cabra, don Diego Fernández de Córdoba como él, y preparádose a defender a todo trance la población. Cercada ésta y acometida por el ejército de Boabdil antes que llegara el socorro del conde de Cabra, el joven alcaide de los Donceles hizo tocar la campana de rebato; a su tañido acudieron los vecinos armados a las tapias y a las aspilleras, logrando rechazar los primeros ataques de los moros. A nombre de Boabdil intimó Ahmed, caudillo de los Abencerrajes, al alcaide de los Donceles, que si instantáneamente no le abría las puertas de la villa entraría a degüello; «decid a vuestro rey, contestó Fernando de Argote en nombre del alcaide cristiano, que con la ayuda de Dios le haremos levantar el cerco de Lucena, y sabremos cortarle la cabeza y ponerla por trofeo en nuestros adarves.» En esto un ruido estrepitoso de cajas e instrumentos de guerra, cuyo eco se repetía y aumentaba en las montañas, conmovió el campo agareno e hizo creer a Boabdil y Aliatar que venía sobre ellos todo el poder de Andalucía, y no era sino el conde de Cabra que acudía con los guerreros de Baena y demás estados de su señorío. Una cobarde retirada de la infantería granadina proporcionó al conde y alcaide reunir más fácilmente sus banderas, y juntos los dos caudillos y animados de igual ardor salieron de la plaza en busca de la caballería enemiga, que encontraron en un llano dispuesta en orden de batalla y pronta a la pelea. Terribles fueron las primeras arremetidas de los caballeros Abencerrajes, pero no fue menos vigorosa la resistencia de los jinetes cristianos. Dudoso estuvo el combate; hasta que los escuadrones de Fernando de Argote y de Luis de Godoy rompieron y desordenaron las filas sarracenas, y obligaron a Boabdil y Aliatar a pelear revueltos en confusos pelotones. La aguda voz de unos clarines que resonando en un inmediato cerro hirió los oídos de los caudillos musulmanes les dio a conocer que nuevos enemigos los iban a atacar por el flanco. Era en efecto la gente de Alonso de Córdoba y de Lorenzo de Porras que se aparecía saliendo de una cañada y cruzando unos encinares. Creció con esto la confusión y el pavor entre los moros: la infantería sarracena atropellada por su misma caballería fugitiva abandonó las acémilas cargadas con el botín de la anterior correría, y todos juntos y en tropel emprendieron una retirada vergonzosa y torpe, cebándose en los que menos corrían las lanzas de los cristianos.

Sólo un escuadrón de nobles jóvenes granadinos se fue sosteniendo con mucho orden hasta las márgenes de un arroyo, en cuyo cieno se encallaban hombres y bestias que intentaban vadearle. Al frente de este escuadrón peleaba un joven armado de lanza y cimitarra y de puñal damasquino, ceñido de corazas forradas en terciopelo carmesí, y montado en un soberbio alazán, cubierto de ricos jaeces. Al llegar a la orilla del arroyo perdió este joven su magnífico caballo, y corrió a ocultarse entre los zarzales. El intrépido regidor de Lucena, Martín Hurtado, descubrió al ilustre fugitivo y le acometió con su pica; defendióse el apuesto moro con su cimitarra cuanto pudo, hasta que habiendo llegado unos soldados de Cabra y de Baena hubo de rendirse ofreciendo un gran rescate. Disputábanse los soldados la posesión del cautivo, y como uno de ellos se propasara a asirle con su mano, desnudó el altivo musulmán su acero y le asestó una puñalada, a tiempo que a las voces de la disputa acudía el alcaide de los Donceles, al cual se acogió el moro rindiéndose a discreción.—«¿Quién sois?» le preguntó aquel.—«Soy, respondió el sarraceno, de la ilustre familia de los Alnayares, hijo del caballero Aben Alnayar.» El cristiano le puso la banda de cautivo, y mandó conducirle con todo miramiento y consideración al castillo de Lucena, donde se averiguaría su calidad y linaje (21 de abril, 1483).

En tanto el veterano Aliatar con el resto de la caballería avanzaba por los campos de Iznajar y de Zagra a buscar el paso del Genil. Pero allí se encontró súbitamente con una banda de caballeros cristianos que le arremetieron visera calada y lanza en ristre. Era el valeroso don Alonso de Aguilar, uno de los caudillos que se salvaron del desastre de la Axarquía, que desde Antequera había acudido con sus hidalgos cruzando a galope los campos de Archidona y de Iznajar en auxilio del alcaide de Lucena.—«Ríndete, le dijo el antiguo vencedor de Loja, y te otorgaré la vida».—«Ni a ti ni a cristiano alguno, contestó el arrogante moro, se rendirá nunca Aliatar.»—«Pues acabe de una vez tu arrogancia», replicó el cristiano: y le descargó un tajo que le dividió las sienes, y su cuerpo derrumbado del caballo se perdió en las aguas del río. Así acabó el anciano y terrible alcaide de Loja, el padre de la sultana Moraima, la mejor lanza de todo el ejército granadino, que de este modo se libró de presenciar la humillación y la ruina de su patria.

Y de esta manera quedo vengado el desastre y derrota de la Axarquía. Costó a los moros la batalla de Lucena la pérdida de cinco mil hombres entre muertos y cautivos, entre ellos mucha parte de la nobleza de Granada, mil caballos, novecientas acémilas cargadas de botín y veinte y dos estandartes. Y aún nos falta explicar otra pérdida que para el reino granadino fue la más sensible de todas.

Llevaba ya tres días en la torre del homenaje de Lucena el ilustre cautivo, sin que se hubiese dado a conocer sino como un caballero de la familia de Alnayar. Unos prisioneros granadinos conducidos a la misma prisión, tan pronto como le vieron, se postraron a su presencia y prorrumpieron en sentidos lamentos nombrándole su rey y señor. Entonces el desconocido personaje se vio ya en la necesidad de descubrirse al alcaide de los Donceles. Era el mismo Boabdil, el rey Chico de Granada. Noticióselo el sorprendido alcaide a su tío el conde de Cabra, y ambos redoblaron entonces sus atenciones tratándole como rey, y procurando mitigar su pena y consolarle en su infortunio. Un noble moro llevó la infausta nueva a la sultana madre y a la tierna Moraima, esposa del rey cautivo, las cuales oyeron transidas de dolor la noticia de su desventura. En Granada se le había creído muerto, y aprovechando aquellos momentos de perturbación el viejo y activo Muley Hacen salió precipitadamente de Málaga, y presentándose de improviso en la Alhambra fue restablecido sin oposición en el trono de que su mismo hijo le había antes lanzado. Sólo la sultana madre se mantuvo inflexible, y no queriendo vivir bajo el mismo techo que abrigaba a su ingrato esposo y a su rival aborrecida, no temió provocar las iras del anciano Muley, retirándose con sus tesoros y sus doncellas a vivir en el Albaicín. Desde allí dirigió cartas a su hijo animándole y consolándole, y despachó una solemne embajada compuesta de todos los nobles de su partido al rey don Fernando que se hallaba en Córdoba, ofreciendo una gran suma de dinero y multitud de cautivos cristianos por el rescate de su hijo.

El rey había hecho trasladar a Córdoba al desgraciado Boabdil con gran ceremonia y con suntuosa comitiva de caballeros andaluces, y satisfecho el orgullo del monarca con ver humillado a su presencia en la antigua corte de los califas al coronado prisionero, le hizo conducir con igual respeto a la fortaleza de Porcuna. Oída la embajada y proposición de la sultana, sometió el rey Fernando a la deliberación de su consejo si se había o no de acceder al rescate del rey Chico. El maestre de Santiago y los de su bando opinaron por que debía conservarse como prenda de inmenso valor, y que no debía dársele libertad en manera alguna. De contrario parecer el marqués de Cádiz, expuso que nada le parecía más conveniente a la causa cristiana que la libertad del príncipe, porque ella sola bastaría para encender la discordia y la guerra civil entre los musulmanes, lo cual equivalía a muchos triunfos. Apoyó este dictamen el cardenal de España; quiso también Fernando tomar consejo de su esposa Isabel, que permanecía en las provincias del Norte y como la reina se adhiriese al voto del venerable cardenal y del esforzado marqués, quedó deliberado el rescate de Boabdil con las condiciones siguientes: 1a Abdallah (Boabdil) sería vasallo fiel de los reyes de Castilla: 2a pagaría un tributo anual de doce mil doblas de oro: 3.a entregaría cuatrocientos cautivos cristianos: 4ª daría paso por sus tierras a las tropas cristianas que fuesen a hacer la guerra a su padre Muley Hacen y a su tío el Zagal: 5ª se presentaría en la corte cuando a ella fuese llamado, y daría su hijo y los de los principales nobles en rehenes para la seguridad de aquel concierto: 6ª se guardarían treguas por dos años entre los dos príncipes.

Aceptadas por Boabdil las humillantes condiciones del rescate, acordóse que tuviesen los dos reyes una entrevista en Córdoba. Fue, pues, conducido el rey moro a aquella ciudad con gran cortejo de duques, condes y caballeros cristianos. Recibido en el alcázar con toda etiqueta y ceremonia, hizo Boabdil el ademán de querer besar la mano a Fernando doblando la rodilla y llamándole su libertador. Levantóle Fernando cariñosamente, diciendo que no podía permitir aquella humillación. Concluidas las ceremonias y ajustadas definitivamente las condiciones, un caballero abencerraje llevó en rehenes a Córdoba al tierno hijo de Boabdil y de Moraima y a otros nobles mancebos granadinos (31 de agosto), y el desventurado padre pasó por el trance amargo de despedirse de su amado hijo, con lo cual partió libre para la frontera, escoltado por un cuerpo de caballeros y donceles andaluces, lleno de regalos que le hizo el rey Fernando, y con la esperanza de recobrar otra vez su trono.

Esperábanle ya en la frontera varios personajes de su partido enviados por la sultana madre, y aunque estos le expusieron con lealtad la triste situación de los de su bando y los peligros que corría de caer en manos de los agentes y espías de su padre en el caso de que intentase entrar en Granada, Boabdil arrostró por todo, prosiguió su camino, y tuvo la fortuna de llegar de noche y sin ser sentido hasta el pie de los muros del Albaicín, donde entró por un postigo secreto, siendo recibido con lágrimas y abrazos por las dos sultanas Aixa y Moraima. Antes de amanecer atronaba ya las calles de Granada el estruendo de los atabales y trompetas, y la gritería de los Abencerrajes que tremolando el pendón de guerra proclamaban segunda vez a Boabdil. El viejo Muley y su ministro Abul Cacim Venegas despertaron despavoridos, aprestaron su gente, y lanzándose alfanje en mano a las calles sus más adictas tribus, especialmente la de los zegríes, empeñóse un general y mortífero combate entre los fogosos partidarios del padre y del hijo. Los de Boabdil se vieron forzados a abandonar el centro de la población y replegarse a la Alcazaba. Abundantemente corrió la sangre musulmana todo aquel día por las calles de la ciudad; la noche y el cansancio suspendieron aquellas escenas sangrientas, para renovarse con igual o mayor furor al siguiente día. Parecía que unos y otros habían jurado no descansar hasta ver el total exterminio de sus contrarios: calles y plazas estaban sembradas de cadáveres, y muchos valientes a quienes no habían alcanzado nunca las lanzas cristianas sucumbieron a los golpes del acero musulmán. Bien cumplido vio su objeto el marqués de Cádiz cuando en la asamblea de Córdoba aconsejó la libertad de Boabdil como medio para atizar las discordias y la guerra doméstica entre los moros. Mediaron al fin los más venerables jeques granadinos, asustados de tanta matanza, y merced a su intercesión cesó la mortandad, se celebró un armisticio, se entró en negociaciones, y Boabdil aceptó el partido que le ofrecieron de ir a establecerse como rey a Almería con la gente de su bando. Así se dividió el pequeño reino granadino.

Penetrado el viejo Muley de que para conservar a su devoción la plebe necesitaba mantener el entusiasmo religioso, teniendo de continuo empleadas las armas contra los cristianos, mandó a los gobernadores de Málaga y Ronda, el veterano Bejír y el intrépido Hamet, jefes de la formidable tribu de los zegríes, que con estos adustos guerreros y los feroces gomeles corrieran y devastaran las tierras llanas y las fértiles campiñas del suelo andaluz. Como manadas de hambrientos lobos se desprendieron por las vertientes de la serranía sobre los feraces campos del reino de Sevilla los semisalvajes africanos que poblaban las breñas y bosques de Ronda, apresando ganados y haciendo cautivos. Mas no contaban ellos con la vigilancia de don Luis Portocarrero y del marqués de Cádiz, que por la parte de Utrera y Morón el uno, por la de Jerez el otro, con los vasallos de sus alcaidías y señoríos, y con algunas compañías de las hermandades se aprestaron a contener y castigar aquellas feroces bandas. Encontráronse andaluces y africanos a las márgenes del Lopera; embistiéronse unos y otros con recio furor; herido de un bote de lanza y prisionero el valiente Bejír de Málaga, desalentáronse los moros, y en su azorada fuga dejaron hasta seiscientos entre muertos y cautivos, contándose entre los prisioneros el alcaide de Vélez Málaga, y entre los segundos los de Alora, Marbella, Gomares y Coin. Hamet el Zegrí, conducido por un cristiano renegado, pudo por los campos de Lebrija ganar la serranía con algunos de su cuadrilla e internarse en los bosques con el resto de los fugitivos. Recobráronse en el combate del Lopera muchas espadas, corazas y escudos de los que se habían perdido en la Ajarquía, y que con orgullo venían ostentando en sus manos y en sus pechos los moros de las montañas. Quince estandartes cogidos en aquella acción fueron enviados a Fernando e Isabel, que a la sazón se hallaban en Vitoria consagrados a otros negocios del reino, y los reyes celebraron el triunfo con repiques de campanas, luminarias y procesiones.

Las victorias de Lucena y de Lopera dejaron muy quebrantado el poder de los moros; la frontera de Ronda quedó muy enflaquecida, y los cristianos pudieron emprender con desahogo un sistema de ataques y de irrupciones que fueron viendo coronados con éxito feliz. La fortaleza de Zahara, de funesto recuerdo, y principio que había sido de esta guerra, fue recobrada por las fuerzas reunidas de Portocarrero y del marqués de Cádiz. Las mieses y viñedos de las comarcas de Alora, Coín y Cártama, cuidadas con esmero por los musulmanes, quedaron taladas en una correría que el ejército andaluz hizo desde Antequera. El conde de Tendilla disciplinaba y moralizaba la guarnición de Alhama, ejercitaba sus soldados en excursiones devastadoras, y desafiaba desde el estrecho recinto de aquella ciudad el poder del soberbio Muley Hacen y de todo el reino granadino. El intrépido y valeroso Hernán Pérez del Pulgar comenzó aquí a distinguirse por aquella serie de difíciles aventuras y de heroicos hechos que le merecieron después el renombre de el de las Hazañas. Hombre de energía, de talento y de moralidad el conde de Tendilla don Íñigo López de Mendoza, entre los medios que discurrió para acallar las quejas de los soldados por los atrasos de sus pagas, y en la imposibilidad de pagarles en metálico, de que los mismos reyes carecían o escaseaban, merece notarse la invención del papel moneda, que tal puede llamarse la moneda de cartón que dio a su tropa a falta de dinero, obligando bajo las más severas penas a admitirla en pago de toda especie de artículos, y empeñando su palabra de que sería cambiada a su tiempo por la moneda de metal. Tal era la confianza que inspiraba la rectitud del conde, que no hubo quien rehusara admitirla, y los valores de aquellos signos fueron después cobrados puntualmente.

Considerando los reyes Fernando e Isabel que era llegado ya el caso de adoptar un plan o sistema general de guerra, y consultado con los nobles y caballeros reunidos en Córdoba, acordóse ir estrechando el círculo del reino granadino, atacando los pequeños fuertes fronterizos, haciendo incesantes talas en toda la línea, devastándolos fértiles territorios de la circunferencia, y dejando sin recursos y como aisladas las ciudades principales del centro. Reconocida la necesidad y la utilidad de la artillería para estas operaciones, pensaron los reyes muy seriamente en los medios de aumentar esta arma terrible; al efecto se construyeron fraguas, se acopiaron materiales, se fabricaron lombardas y piezas menores, y a costa de grandes esfuerzos llegó a obtenerse respetables trenes; y a pesar de la imperfección en que todavía se hallaba esta arma por aquel tiempo en toda Europa, se mejoró notablemente y se empleó con gran ventaja en aquella campaña. Para el trasporte de cañones por las ásperas y tortuosas veredas que conducían a los fuertes iban delante azadoneros con hachas, picos y palos, cortando árboles, desbrozando terrenos y abriendo anchos caminos. La primera fortaleza que se rindió a los ataques de la artillería en aquel año (1484) fue la de Alora, donde el comendador mayor de León don Gutierre de Cárdenas y don Luis Fernández Portocarrero, el vencedor del Lopera, enarbolaron las banderas de Castilla y Aragón reunidas. Setenil, que en otro tiempo había resistido a los terribles ataques de don Fernando el de Antequera, vio sus muros horadados y abiertas en ellos muchas brechas por los certeros tiros de las baterías dirigidas por el marqués de Cádiz. Los moros capitularon con la condición que se les otorgó, de abandonar para siempre aquellos hogares permitiéndoles trasladarse a Ronda.

En el intermedio de estos ataques no se abandonaba el sistema de talas. Hasta treinta mil hombres estaban destinados a hacer incursiones en las feraces llanuras, e internándose alguna vez en la vega de Granada, y llevando su atrevimiento hasta acercarse a tiro de ballesta de la puerta de Bibarrambla, incendiaban mieses y viñedos, cortaban árboles, destruían alquerías y molinos, inutilizaban acequias, y volvían a Córdoba satisfechos de sus devastadoras correrías.

Favorecíanles en verdad las desavenencias y bandos que traían divididos y enflaquecían el poder de los moros. Los partidos de Muley y de Boabdil seguían encarnizados, y se achacaban mutuamente los infortunios que sufrían. El anciano Muley yacía postrado en cama y casi ciego, pero sostenía su facción su vigoroso hermano el Zagal. A punto estuvo este príncipe de apoderarse una noche de la persona de su sobrino Boabdil, que continuaba en Almería con un simulacro de corte. Unos traidores alfaquíes le abrieron las puertas de la ciudad, pero advertido momentos antes el rey Chico por un espía, logró salvarse con sesenta jinetes de su confianza, y corriendo por ásperas veredas camino de Córdoba se fue a refugiar al abrigo de los monarcas cristianos. Cuando el Zagal penetró en el palacio de su sobrino Abdallah, solo encontró a su madre y a su hermano menor, a quienes hizo prisioneros, y desahogó su rabia mandando degollar a cuantos caballeros Abencerrajes pudieron ser habidos. El desgraciado Boabdil fue muy benévolamente acogido en Córdoba, y los reyes de Castilla, aprovechando aquellas disensiones de los musulmanes, lejos de aprisionar al fugitivo príncipe, dieron orden a sus caudillos para que le protegieran en su guerra contra Muley y respetaran y miraran como amigos a los pueblos que aún obedecían a Boabdil. Al propio tiempo reforzaron las escuadras del Mediterráneo para que vigilasen y explorasen cuidadosamente las playas berberiscas, y no permitiesen que de África viniese un solo buque con gente, ni armas, ni mantenimientos, a los puertos del reino granadino.

Alma de esta guerra la reina Isabel, que a todo atendía y de todo cuidaba, que así alentaba al rey su esposo como animaba a los nobles y caudillos y sabia estimular al simple soldado, que velaba incesantemente porque no faltasen al ejército dinero, armamentos ni víveres, y que ansiaba el momento de ver plantada la cruz en todos los dominios españoles, no dejaba que sufriese la campaña sino las interrupciones indispensables. Fiel intérprete de sus pensamientos el rey Fernando, que muchas veces había ya dirigido en persona las operaciones, salió de Córdoba la primavera siguiente (5 de abril, 1485) al frente de veinte mil infantes y hasta nueve mil caballos. Indulgente Fernando con los vencedores una vez rendidos, pero duro e inexorable con los que faltaban a las capitulaciones, hizo un escarmiento cruel con los moros de Benamejí, que después de haberse declarado mudéjares o vasallos de Castilla habían faltado a su palabra y rebeladose de nuevo. Asaltada la villa y entregada a las llamas, llevó su desapiadado rigor al extremo de hacer colgar de los muros a más de ciento de sus principales moradores, después de reducir a esclavitud el resto de la población, hombres, mujeres y niño.

Sin perder momento pasó a cercar la villa de Coin, y no tardaron sus baterías en aportillar y desmantelar una parte de las murallas. Pero el terrible Hamet el Zegrí, seguido de un escuadrón de sus ligeros y atezados africanos, rompió animosamente las filas de los sitiadores, y atropellando jinetes y peones cristianos logró penetrar en la plaza y reanimar su desalentada guarnición. Un fogoso castellano, el capitán Pedro Ruiz de Alarcón, que tuvo la temeridad de entrar con su compañía por la brecha hasta la plaza de la villa, se vio envuelto en una nube de dardos y de piedras que de todas partes le arrojaban, y sobre todo por los aceros de los feroces Zegríes, que se cebaron en acuchillar a toda la compañía, «Retiraos», le decía a Pedro Ruiz uno de los pocos que quedaban, viéndole defenderse de una turba de moros.—«No entré yo aquí, contestó el castellano, a pelear para salir huyendo.» Sucumbió a fuerza de heridas aquel capitán valeroso. Pero la artillería seguía derribando muros y casas, y los moros tuvieron que capitular, si bien arrancando la condición de asegurar sus vidas y personas. Con aire arrogante y soberbio salió Hamet el Zegrí al frente de sus africanos por entre las filas cristianas, mirando como con altivo desdén a sus enemigos. A la rendición de Coín siguió la de Cártama, que había sido batida simultáneamente, y tal vez hubiera Fernando intentado un golpe sobre la misma Málaga, si tan oportunamente no se hubiera presentado con tropas de Granada el activo Abdallah el Zagal.

Pero en cambio otra empresa más ruidosa y tal vez más importante y no menos digna se le deparó al ejército cristiano. Ronda, la capital de la Serranía de su nombre, situada en país fragoso sobre una roca cortada por un tajo formando a sus pies un abismo, defendida por otra parte con torreones y castillos fabricados sobre peña viva; ciudad tan fortalecida por la naturaleza que parecía hacer superfluas todas las fortificaciones del arte, se miraba como inaccesible y se hallaba por esta misma confianza casi desamparada, según aviso secreto que de ello tuvo el marqués de Cádiz, empleados los moros de la Serranía en correr con Hamet el Zegrí las campiñas de Medinasidonia. Aprovechando tan propicia ocasión destacó inmediatamente el rey Fernando al mando del marqués un cuerpo de ocho mil peones y tres mil caballos con la artillería que había servido para batir a Coín y Cártama, distrayendo él las fuerzas enemigas con un simulado ataque sobre Loja para dar lugar a que fuesen trasportados los cañones y lombardas. Logrado este objeto, revolvió haciendo un rodeo sobre Ronda, cuyos habitantes se vieron sorprendidos con la aparición inopinada del ejército cristiano que circundaba sus riscos y torreones, y se extendía por los desfiladeros de sus montañas. Halláronse en el cerco, además del rey, el marqués de Cádiz, el adelantado de Castilla, el conde de Benavente, con las milicias de Córdoba, Écija y Carmona, y muchos castellanos, los maestres de Alcántara y de Santiago con los caballeros de sus respectivas órdenes. Comenzaron a jugar las baterías por tres diferentes puntos, y al cuarto día habían desalmenado ya algunas torres y aportillado la muralla. En vano los defensores, acaudillados por el alguacil mayor, procuraban resistir al abrigo de empalizadas formadas en las calles. Mientras los soldados del conde de Benavente y del maestre de Alcántara penetraban a cuerpo descubierto por la brecha, y avanzando por las calles las desembarazaban de los maderos y fajinas que las obstruían, vióse con sorpresa y admiración a un caballero cristiano que, protegido por algunos de sus compañeros, habiendo escalado una casa se iba encaramando de tejado en tejado hasta plantar su bandera sobre la cúpula de la mezquita principal. Este intrépido guerrero era el alférez don Juan Fajardo. Asombrados los moros con este acto de inusitado arrojo y con la gritería de todo el ejército, se refugiaron despavoridos al alcázar.

Dueños eran ya los cristianos de la ciudad, cuando acudió Hamet el Zegrí con sus montañeses en socorro de los rondeños, pero detenido en las angosturas de la Sierra por las compañías que guardaban aquellos pasos, tuvo que detenerse y oír mal de su grado el orgulloso capitán moro el estruendo de las lombardas y el estrépito de los torreones del alcázar de Ronda que caían desplomados. Las ruinas de la fortaleza, la escasez de agua y de víveres, los lamentos de las víctimas, el llanto de las mujeres y de los niños de la ciudad, los ruegos de los ancianos, todo movió a aquellas apuradas gentes a enarbolar bandera de parlamento y a ofrecer la rendición con tal que se les diera seguro de vidas y haciendas, y permiso para trasladarse a África, a Granada, y aún a Castilla para vivir en este último reino como mudéjares. Fernando con su acostumbrada política en tales casos aceptó las condiciones, añadiendo la de que habían de entregársele todos los cristianos cautivos (mayo 1485). En su virtud los moros mismos sacaron de las mazmorras y le presentaron hasta cuatrocientos infelices, macilentos, demacrados y medio desnudos, muchos de ellos encerrados allí desde la catástrofe de la Axarquía. Como testimonio glorioso de su triunfo los envió el rey Fernando a Córdoba; a la vista de aquellos esqueletos vivientes se conmovieron con melancólica alegría las entrañas de la piadosa Isabel, que después de darles a besar su mano y de consolarlos como una madre, mandó que inmediatamente se les suministrara alimentos y vestidos, y se les facilitasen recursos para que fuesen a reponerse en el seno de sus familias.

Convertidas en templos cristianos todas las mezquitas de Ronda, comisionado el alcalde de corte don Juan de Lafuente para deslindar las casas sin dueño y las heredades baldías de las poblaciones ganadas que habían de distribuirse entre los conquistadores, castigados ejemplarmente por el rey algunos soldados que se propasaron a maltratar a las mujeres moras o a ultrajar a los rendidos, evacuada la ciudad por los sarracenos, los unos para emigrar a África, los otros para establecerse como mudéjares en las aldeas de la montaña, recibida la sumisión de más de sesenta alcaides de las fortalezas y lugares de la sierra que llenos de pavor imploraban la clemencia del monarca cristiano, avanzadas las líneas de frontera algunas leguas más adelante, reparados algunos castillos y nombrados los gobernadores de cada punto, el rey Fernando regresó a Córdoba (julio) a recibir los plácemes y el cariño de la afectuosa reina y las aclamaciones del pueblo enloquecido con los resultados de tan brillante campaña.

Proseguían en tanto las discordias que destrozaban entre sí a los moros. Las derrotas que iban sufriendo no hacían sino exaltar más al ya harto irritado pueblo granadino, que a pública voz maldecía a sus gobernantes y les imputaba todos sus infortunios. Un día un sabio alfaquí, llamado Maser, hombre de grande autoridad en las juntas populares, viendo anonadados los partidos del padre y del hijo, de Muley y de Boabdil, habló al pueblo de esta manera: «¿Qué furor es el vuestro, ciudadanos? ¿Hasta cuándo seréis tan desacordados y frenéticos que por las pasiones y codicias de otros os olvidéis de vosotros mismos, de vuestros hijos, de vuestras mujeres y de vuestra patria? ¿Cómo así queréis ser víctimas, los unos de la ambición injusta de un mal hijo, y todos de dos hombres sin valor, sin virtud, sin ventura y sin cualidades de reyes? Si tanta ilustre sangre se derramara peleando contra nuestros enemigos y en defensa de nuestra cara patria, nuestras banderas llegarían como en otro tiempo victoriosas al Guadalquivir y al apartado Tajo No falta en el reino algún héroe, y esforzado varón, nieto de nuestros ilustres y gloriosos reyes, que con su prudencia y gran corazón pueda gobernarnos y conducirnos a la victoria contra los cristianos. Ya entenderéis que os hablo del príncipe Abdallah el Zagal, walí de Málaga, y terror de las fronteras cristianas.»—Al oír estas últimas palabras, todos gritaron a una voz: «¡Viva Abdallah el Zagal, viva el walí de Málaga, y sea nuestro señor y caudillo.»9 Noticioso de esta disposición del pueblo, el anciano y achacoso Muley reunió su consejo y abdicó el trono en favor de su hermano. Inmediatamente partieron embajadores a Málaga a llevar al Zagal la nueva de su proclamación. Viniendo éste camino de Granada con su amigo el valiente Reduán Venegas, encontró en una pradera de Sierra Nevada a unos ciento veinte cristianos que descuidadamente al pie de un arroyo gozaban de la frescura de unas alamedas. Eran caballeros de Alcántara, que de Alhama habían salido a hacer una excursión de orden de su gobernador el clavero don Gutierre de Padilla. El Zagal cayó impetuosamente sobre ellos, y degollados todos sin que se salvara ninguno, entró en Granada orgullosamente con su escuadrón, ostentando los jinetes las lívidas cabezas de los cruzados cristianos que de los arzones de sus sillas llevaban colgadas. Excusado es decir con cuánto aplauso recibirían al nuevo emir los moros granadinos.

Otro triunfo ganado a poco tiempo (3 de setiembre) por Reduán Venegas a las inmediaciones de Moclín sobre una hueste de caballeros e hidalgos capitaneados por el conde de Cabra, en que este noble caudillo a duras penas pudo salvarse herido, y en cuya gente se cebaron las lanzas moriscas, acabó de acreditar entre los moros el gobierno de su nuevo soberano el Zagal. La pena que la reina Isabel sintió por el desastre de Moclín, se templó algún tanto con las conquistas de Cambil y Alhabar en la frontera de Jaén, debidas a los certeros ataques de la artillería dirigida por el ingeniero Francisco Ramírez de Madrid, y con la de otra fortaleza junto a Alhama, hecha por los caballeros de Calatrava capitaneados por el clavero Padilla. Con esto vinieron ya más consolados los reyes al reino de Toledo, donde los llamaban asuntos pertenecientes al gobierno del Estado. El viejo Muley Hacen, que después de la forzada abdicación se había retirado sucesivamente a Íllora, a Almuñécar y a Mondújar, en busca de distracción y de salud, sin que bastaran ni la tranquilidad del desierto, ni el aire puro de la montaña, ni el aroma de deliciosos jardines a hacerle recobrar aquellos dos bienes, acabó al fin la carrera de sus días en los brazos de la sultana Zoraya y de sus dos hijos Cad y Nasar. Hallábase a la sazón en Córdoba su hijo Boabdil el Chico, a quien lejos de apesadumbrar la muerte del que había mirado siempre más como enemigo que como padre, le infundió esperanzas de recobrar el trono. La sultana Aixa su madre, a fin de desacreditar y hacer odioso al Zagal que quedaba reinando en Granada, hizo con su acostumbrada malicia cundir la voz de que un filtro suministrado por éste era el que había puesto término a los días de Muley. La calumniosa especie no fue difundida en vano entre los suspicaces moros; los partidos se enconaron de nuevo, y los hombres pensadores y enemigos de disturbios se estremecían a la sola idea de que pudieran reproducirse las trágicas escenas que habían hecho correr tanta sangre por las calles de Granada. En tal situación se discurrió y fue adoptado como un pensamiento feliz, y como el único medio de conciliar las pretensiones del tío y del sobrino, dividir entre los dos el reino; que el Zagal imperaría en las ciudades de Almería, Málaga, Vélez, y en el territorio de Almuñécar y la Alpujarra, donde había ejercido mandos y cuyo país le era generalmente devoto y adicto; y que Boabdil dominaría la parte limítrofe a las fronteras cristianas, que se suponía habrían de ser más respetadas por sus relaciones con los reyes de Castilla: los dos soberanos residirían simultáneamente en Granada, aposentado el Zagal en el alcázar de la Alhambra, Boabdil en el palacio del Albaicín.

La intención con que cada uno de ellos suscribió al convenio, y los resultados que produjo los veremos en otro capítulo.

 

CAPÍTULO XXXVIII

EL ZAGAL Y BOABDIL.—SUMISIÓN DE LOJA, VÉLEZ Y MÁLAGA

De 1486 a 1487