LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO
XXXVII.
PRINCIPIO
DE LA GUERRA DE GRANADA.
De
1481 a 1486.
Tan pronto como Isabel y
Fernando restablecieron la tranquilidad y el orden en sus reinos, y con leyes
oportunas y sabias arreglaron los principales ramos de la administración
pública, fijaron su atención y su vista en aquella hermosa porción de España
que con mengua de la cristiandad y desdoro del nombre español estaba sufriendo
cerca de ocho siglos hacía el yugo de la dominación musulmana. Príncipes tan
amantes y celosos de la pureza de la fe católica, no podían tolerar en
paciencia que el estandarte de Mahoma siguiera ondeando en los muros de
Granada, y que los infieles sarracenos continuaran enseñoreando el fértil
territorio y las hermosas ciudades del reino granadino.
Imperaba precisamente a
aquella sazón en Granada un enemigo terrible del nombre cristiano, príncipe
esforzado y animoso, amigo de la guerra y de sus peligros, que ya antes de
subir al trono se había señalado por sus atrevidas algaras y correrías, sin
respeto a las treguas entre los reyes de Granada y Castilla. Tal era el emir
Muley Abul Hacen, que en 1466 había sucedido a su padre el prudente y templado
Aben Ismail, aliado más que enemigo del rey Enrique IV., y en cuyo tiempo llegó
a haber tal tolerancia entre moros y cristianos, y tal correspondencia entre
castellanos y granadinos, que unos y otros, amortiguadas al parecer las
antiguas antipatías religiosas, se mezclaban alternativamente en los juegos,
torneos y demás espectáculos de la época, y entraban y salían libremente de sus
tierras, y gozaban de una seguridad recíproca, los muslimes en la corte de
Castilla, los cristianos en la de Granada. Abul Hacen turbó aquella accidental
y desacostumbrada armonía y aquel perjudicial adormecimiento, y sin cuidarse de
las treguas y aprovechando las fatales disensiones de los castellanos y el
desconcierto del reino en los últimos años del débil Enrique, hizo varias
entradas por las comarcas fronterizas de Andalucía, llenando de terror aquellos
pueblos, harto agobiados ya con sus discordias y guerras civiles. A la muerte
de Enrique IV (1474) las turbulencias que a su vez experimentó Muley Hacen en
su reino, promovidas especialmente por el alcaide de
Málaga, le obligaron, a pesar de su odio a los cristianos, a prorrogar las
treguas con Castilla. Hallábanse Isabel y Fernando en Sevilla (1475), cuando les
llegaron embajadores de Muley con este objeto. Contestaron los monarcas
castellanos que ellos enviarían a Granada un embajador suyo para que expusiera
al emir las condiciones con que se había de ajustar la tregua.
En efecto, no tardó en
presentarse a las puertas de la ciudad morisca el comendador de Santiago don
Juan de Vera, con corta, pero lucida comitiva, el cual introducido en los
salones de la Alhambra a la presencia de Muley, manifestó al rey moro de parte
de sus señores que no podían aceptar la tregua sin que les aprontase el tributo
de dinero y cautivos que los emires sus antecesores acostumbraban a pagar a los
reyes de Castilla.—«Id, y decid a vuestros soberanos, contestó con arrogancia
el altivo musulmán, que ya murieron los reyes de Granada que pagaban tributo a
los cristianos, y que en Granada no se labra ya oro, sino alfanjes y hierros de
lanza contra nuestros enemigos.» Juan
de Vera salió silencioso, airado y sombrío, a llevar la adusta respuesta a los
reyes sus señores. Les fue preciso a nuestros monarcas revestirse de prudencia:
ardiente y viva como se hallaba entonces la guerra con Portugal y desconcertado
todavía el reino, aceptaron la tregua sin aquella condición, haciendo el
sacrificio de su amor propio y difiriendo la venganza para mejores tiempos. Más
impaciente y fogoso Fernando que Isabel, solía exclamar en momentos de indignación:
yo arrancaré los granos a esa Granada uno a uno. Templábale la prudente Isabel, y exhortábale a que esperara con
calma, pues tiempo vendría en que pudiera hacerlo.
Por fortuna era ya
felizmente terminada la guerra con Portugal, y muy diferente la situación
interior de Castilla, merced a las acertadas medidas de gobierno de Isabel,
cuando el rey moro de Granada rompió imprudentemente la tregua sorprendiendo en
una noche aciaga y tempestuosa la fortaleza de Zahara (1481), situada en una
elevada colina de la frontera a la parte de Ronda, conquistada en otro tiempo a
los moros por el intrépido don Fernando de Antequera. Muley había llegado
calladamente por entre breñas y senderos hasta los baluartes de la villa. Escaláronla atrevidamente sus soldados, y el primer aviso
de su entrada fue el toque de la trompeta que despertó y aterró a sus
desapercibidos habitantes. De ellos, unos perecieron al filo de los alfanjes
moriscos, otros, que fueron los más, hombres, niños y mujeres, salpicados de
sangre y ateridos de frío, fueron llevados entre cadenas a Granada; triste
espectáculo, de que hizo sin embargo orgulloso alarde el cruel Muley Hacen, y
por el cual se apresuraron a felicitarle en los salones de la Alhambra los
cortesanos aduladores, excepto un anciano y venerable santón de barba blanca y
lívido semblante, que con lastimero y lúgubre acento comenzó a exclamar al
salir del alcázar: «¡Ay, ay de Granada! Las ruinas de Zahara caerán sobre
nuestras cabezas: quiera Alá que yo mienta, pero el ánimo me
da que el fin del imperio musulmán en España es ya llegado!». Muley
Hacen no era hombre a quien amedrentaran presagios fatídicos, ni signos
celestes, pero veremos si se fue cumpliendo la profecía del viejo alfaquí.
Afectados los reyes, que
se hallaban en Medina del Campo, con la noticia de este contratiempo,
inmediatamente expidieron órdenes a los adelantados y alcaides de las fronteras
para que las vigilaran, fortificaran y defendieran de las agresiones de Muley.
Era necesario además vengar el ultraje de Zahara, y esto fue lo que meditó y
preparó con gran maña y destreza el asistente de Sevilla don Diego de Merlo, de
acuerdo con el marqués de Cádiz don Rodrigo Ponce de León. Un capitán de las
compañías de escaladores llamado Juan Ortega del Prado, enviado a explorar y
reconocer las plazas del territorio de los moros que pudieran ser sorprendidas,
dio noticia de que Alhama, situada en el corazón del reino granadino, defendida
por rocas naturales, por una de cuyas hendiduras serpenteaba un río en derredor
de la ciudad, se hallaba descuidada y escasa de presidio, adormecidos sus
moradores y fiados en la ventajosa posición de la plaza que hacía considerarla
como inexpugnable. Alhama era población importante y rica por sus excelentes
fábricas de paños, por ser caja de depósito de los caudales y contribuciones de
la tierra, y por sus baños termales, de que iban a gozar con frecuencia los
reyes de Granada y los personajes de la corte, de que distaba sólo ocho leguas,
todo lo cual la constituía en una especie de sitio real, y era en ciertas
épocas del año el punto de reunión y de recreo de la brillante corte granadina.
Mas si la conquista de la
plaza era por lo mismo tan ventajosa, también eran grandes las dificultades.
Para llegar a ella había que atravesar el país más poblado de los moros, o
correr una cadena de rocas y montañas llenas de precipicios. Nada sin embargo
arredró a los que meditaban la arriesgada campaña. Comunicado el plan al
adelantado de Andalucía don Pedro Enríquez y a algunos otros nobles y
caballeros, dispúsose la expedición, juntáronse hasta tres mil jinetes y cuatro mil peones, reuniéronse el día señalado en Marchena, y caminando por
Antequera y Archidona, ocultándose de día en las selvas y barrancos, trepando
sierras y bosques y escabrosas sendas, llegaron al tercer día silenciosamente y
formaron las tropas en un valle inmediato a Alhama. Hasta entonces no había
revelado el marqués de Cádiz a sus soldados el verdadero objeto de la expedición,
y llenáronse todos de gozo con la esperanza del botín
que en una ciudad tan rica pensaban recoger, con cuyo aliciente todos se
aprestaban a pelear con arrojo.
Protegidos por las sombras
de una noche tenebrosa, antes de amanecer el siguiente día llegaron los
escaladores al mando de Juan Ortega al pie del castillo. Aplicaron las escalas,
mataron un centinela que dormía, clavaron el cuchillo y cortaron el aliento a
otro que comenzaba a gritar, degollaron la primera guardia, y cuando a los
lamentos de los moribundos acudían los soldados que vivían cerca del castillo,
ya coronaban los baluartes hasta trescientos escuderos cristianos que con
espada en mano se arrojaron sobre los moros. Cuando los moradores de la villa
se apercibieron y acudieron a las armas con gran gritería, sonaban ya por fuera
las trompetas y tambores de la gente del marqués de Cádiz, que se aproximaba a
la población (1° de marzo, 1482.) Los escaladores les abrieron una puerta, y el
recinto de la fortaleza se vio al punto ocupado por la hueste cristiana
capitaneada por el marqués de Cádiz, el adelantado Enríquez, el conde de
Miranda y el asistente de Sevilla Diego de Merlo. Mas difícil y penoso les fue
apoderarse de la población. Repuestos ya de la sorpresa y armados los
habitantes, barreadas las calles y aspilleradas las casas, provistos de
arcabuces y ballestas, no podían los cristianos del castillo avanzar un paso
sin encontrar la muerte. Celebrado consejo, hubo algunos que opinaron por
desmantelar la ciudadela y abandonarla, pero se opusieron con energía el
marqués de Cádiz y los demás caudillos. Ideóse, pues,
abrir una brecha en el castillo mismo, y saliendo por aquel boquete un grupo de
gente escogida, a la voz de ¡Santiago, cierra España! cayeron de recio sobre el
enemigo. Viéronse aquellos valientes reforzados por
otros que de nuevo escalaron los baluartes, y se trabó en las calles un combate
mortífero. Las mujeres y los niños de los moros desde las ventanas y tejados
arrojaban sobre los cristianos vasijas de aceite y pez hirviendo. Palmo a palmo
iban estos forzando y ganando las trincheras y empalizadas, los moros peleaban
con el valor de la desesperación, la sangre corría a torrentes, la lucha duró
hasta la caída de la tarde, en que el triunfo se declaró por los cristianos.
Grande fue el degüello; y, sin embargo, muchos moros fueron todavía hechos
cautivos; salváronse algunos por una mina que salía
al río; escondíanse otros en las cuevas y desvanes
hasta que el hambre y la sed los acosaba y obligaba a rendirse. Dueños los
cristianos de la ciudad, y dada libertad a multitud de infelices cautivos que
yacían en las mazmorras, entregóse la soldadesca al
pillaje y al saqueo, y cebóse su codicia en aquellos
abundantes y riquísimos almacenes, y recogióse además
inmenso botín de alhajas de oro y plata, de dinero, y de tejidos de púrpura y
de seda.
Gran pesadumbre y honda
tristeza causó en Granada la noticia de haberse perdido una ciudad tan fuerte y tan opulenta como Alhama. El pueblo entre
atemorizado y absorto recordaba con pavor las fatídicas predicciones del viejo
profeta, y un patético romance de aquel tiempo compuesto sobre el triste tema
de: ¡Ay de mi Alhama! demuestra cuán profunda debió ser la impresión que
produjo en los ánimos. Llegaban a los oídos de Muley no solo los lamentos, sino
las murmuraciones y los dicterios que contra él vertía el pueblo, mientras en
Medina del Campo, con noticia que envió el marqués de Cádiz a los reyes de
Castilla anunciándoles el éxito feliz de su empresa, se entonaba en los templos
el himno sagrado de acción de gracias al Dios de los ejércitos. Bien
comprendían los monarcas la comprometida situación de los vencedores de Alhama
y la necesidad de enviarles pronto socorro; y mientras la reina Isabel dirigía
excitaciones a todos los magnates y caballeros castellanos, organizaba los
refuerzos y adoptaba disposiciones para el gobierno del Estado, Fernando
preparó aceleradamente su marcha a Andalucía, y se encaminó hacia Córdoba
acompañado de don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, y de algunos
otros nobles y caudillos. También el marqués de Cádiz se apresuró a reclamar el
auxilio del conde de Cabra y de otros señores y alcaides de Andalucía. Y todo
era menester en verdad, porque el terrible Muley Hacen, reuniendo en pocos días
un ejército de cincuenta mil infantes y tres mil caballos, avanzaba ya sobre
Alhama, obligando a retirarse a don Alonso de Aguilar que por Archidona acudía
en socorro de los cristianos. Al aproximarse los granadinos a los muros de
Alhama, excitó su indignación y aumentó su rabia y su coraje el repugnante
espectáculo que ofreció a sus ojos una manada de perros y de aves de rapiña
devorando los insepultos cadáveres de sus compañeros, arrojados al campo por
encima de la muralla. Después de alancear con rabioso frenesí los voraces animales,
emprendieron con el mismo furor el asalto de la ciudad por diferentes puntos.
Corta y escasa, pero valiente y muy prevenida la guarnición, cuantos moros
pisaban los adarves caían estrellados y sin vida. Entonces conoció Muley Hacen
el error de haber ido desprovisto de artillería fiado en la muchedumbre de su
gente. Quiso suplir aquella falta con trabajos de minería para volar los muros,
pero las descargas mortíferas de los sitiadores obligaron a los zapadores a
desistir de aquella faena.
Apeló entonces Muley a
otro arbitrio. La ciudad no tenía más agua que la del río que lame los hondos
cimientos de los muros, y de que se surtía la población por una galería
subterránea. A cortar este recurso a los sitiados se dirigieron los esfuerzos
de los moros. Vigilada por estos la boca de la mina, cada soldado que asomaba a
proveerse de agua recibía una descarga de flechas. Apurada pronto la del único
aljibe que había en la ciudad, la sed obligaba a los cercados a sostener cada
día sangrientos combates por el afán de llenar un cántaro o de refrescar sus
abrasados labios, y a veces atravesaba una flecha envenenada su corazón antes
de llegar a la boca el más puro elemento de la vida. Ejemplo de resignación en
las privaciones daba a sus soldados el marqués de Cádiz, pero esto no dejaba de
hacer su situación apurada y extrema. Algunos adalides descolgados de noche por
la muralla pudieron llevar a los caballeros de Andalucía cartas del marqués
exhortándolos a que no le abandonaran en aquel trance.
En tal conflicto advirtióse una mañana gran movimiento en el campo de los
moros. Era que había sido avisado Muley Hacen de que se veía asomar muchedumbre
de gente armada con banderas y cruces, que no dejaban duda de ser soldados
cristianos. Convencióse pronto Muley, bien a su pesar,
de que se le venía encima el ejército libertador de los de Alhama, y era así en
verdad. Los esfuerzos de los reyes de Castilla no habían sido inútiles, y
tampoco las excitaciones del marqués de Cádiz a los caballeros andaluces habían
sido infructuosas. Todos se prestaron gustosos a hacer un servicio que
interesaba a la religión y afectaba la honra castellana, y habíase formado un
ejército de cinco mil caballos y cuarenta mil peones. Entre los nobles
caudillos de esta hueste figuraba el duque de Medinasidonia don Enrique de Guzmán, el antiguo rival y enemigo del marqués de Cádiz don
Rodrigo Ponce de León, los dos troncos de las casas de los Ponces y de los Guzmanes, cuyas discordias y guerras habían agitado tanto tiempo las
tierras de Andalucía, y cuyos odios la reina Isabel había logrado templar, pero
no extinguir. Por lo mismo el de Cádiz no se había atrevido a escribir al de Medinasidonia, pero éste quiso dar un ejemplo de su
magnanimidad, y olvidando añejas rivalidades y oyendo solo la voz del patriotismo
y de la galantería, acudió espontánea y generosamente con sus numerosos
vasallos en socorro del que había sido antes su enemigo. Venía el intrépido don
Alonso de Aguilar, cuñado del marqués, campeón de los más formidables, que no
encontraba arnés tan fuerte que resistiera al golpe de una lanza empujada por
su robusto brazo. Venían los hermanos gemelos don Rodrigo y don Juan Téllez
Girón, maestre de Calatrava el uno y conde de Ureña el otro: los amigos y
parientes Diegos Fernández de Córdoba, conde de Cabra el primero, alcaide de
los Donceles el segundo, deudos todos de la marquesa de Cádiz: los condes de
Alcaudete y de Buendía, el corregidor de Córdoba y otros ilustres caudillos,
con diferentes banderas, entre las cuales sobresalía la de Sevilla llevada por
la hueste del duque de Medinasidonia.
No se atrevió el soberbio
Muley a esperar la llegada de aquella gente, y los soldados delanteros de
Guzmán y de Aguilar vieron las últimas tropas de los moros trasponer en
retirada las colinas de las montañas (29 de marzo). Llenos de júbilo y de
agradecimiento salieron los apurados defensores de Alhama a saludar y abrazar a
sus libertadores, y grande fue la sorpresa y la alegría del marqués de Cádiz al
divisar entre ellos a su rival el de Medinasidonia. Tendiéronse los brazos a presencia del ejército los dos
antiguos enemigos, protestaron olvidar sus discordias y rencillas, y aquella
tierna reconciliación se miró por todos como un fausto presagio de triunfos
futuros. Abastecida Alhama, y quedando una guarnición de ochocientos hombres de
la hermandad al mando de don Diego de Merlo, volvióse todo el ejército con el marqués de Cádiz a Antequera, donde le esperaba y le
pasó revista con sumo gozo el rey Fernando, y desde allí se encaminó a Córdoba,
a esperar a la reina Isabel, que, a pesar de su delicada situación, próxima
otra vez a ser madre, pasó en rápidas jornadas a reunirse con su esposo en
aquella ciudad. Sabedor Muley Hacen del retroceso de los cristianos, y deseoso
de acallar el descontento y las murmuraciones de los granadinos, resolvió
volver sobre Alhama con gente de refresco, y llevando ya pertrechos y trenes de
batir (20 de abril). Después de algunos disparos de metralla sin resultado,
alentó Muley a una cuadrilla de aventureros, gente animosa y arriscada, a que
asaltaran la ciudad por un lado que los defensores tenían desguarnecido, no
pensando que pudiera ser acometida por un lugar tan encrespado y lleno de
precipicios. A la voz de un centinela que dio el grito de alarma se
apercibieron los cristianos de que un grupo como de sesenta moros había trepado
por aquel sitio agrio y enhiesto, y corría ya por la ciudad blandiendo con
insultante ademán sus alfanjes. Todos corrieron a las armas, y los unos acudían
a impedir que entrasen nuevos escaladores, a los cuales empujaban hasta
hacerlos caer despeñados y casi deshechos a lo profundo del torrente, los otros
sostenían un combate a muerte con los sesenta temerarios que habían penetrado
en la población, y formando estrecho círculo se defendían con un valor bárbaro
y espantoso. Las espadas cristianas se tiñeron en la sangre de aquellos
desesperados, más también sucumbieron algunos bizarros caballeros españoles.
Loco de cólera andaba el emir granadino, y maldiciendo su fatalidad levantó
otra vez el cerco y se volvió a Granada resuelto a pregonar la guerra santa y
llamar a todos los musulmanes del reino, y no descansar hasta recobrar a
Alhama, costárale lo que quisiera. Entretanto el
valeroso capitán don Diego de Merlo informó a sus reyes del heroísmo con que
unos pocos soldados habían defendido la plaza, y les pedía nuevos refuerzos de
víveres y de gente, si habían de poder resistir a la nueva embestida que se
esperaba. Consultado por el rey en consejo si podía o no sostenerse una ciudad
enclavada en territorio enemigo y expuesta a tan continuas acometidas, opinaron muchos que no era posible sin graves riesgos y sin
inmensos gastos, y que sería más conveniente desmantelar sus muros, quemar sus
casas y dejar en sus escombros un testimonio de la soberbia musulmana. Opúsose enérgicamente a este dictamen la magnánima Isabel,
haciendo presente que sería mengua y deshonor para las armas de Castilla
abandonar una plaza que representaba el primer triunfo de aquella santa guerra,
expuso que sería entibiar el ardor de la nación, y estimuló a sus caballeros a
que se aprestasen a abastecer a Alhama y reforzar su presidio.
Habló Isabel, y sus
palabras produjeron un efecto mágico. Nadie contradijo ya tan animoso
pensamiento. Al contrario, el cardenal de España, los duques de Villahermosa,
de Medinaceli, de Alburquerque y del Infantado, los condes de Cabra, de
Treviño, de Ureña, de Cifuentes, y de Belalcázar, los marqueses de Cádiz y de
Villena, el condestable de Castilla, los maestres de Calatrava y de Santiago,
el comendador de León y otros muchos caballeros se apresuraron a reunir una
hueste de ocho mil caballos y diez mil peones, y poniéndose a su cabeza el rey
don Fernando, marchó el ejército por Écija y llegó sin obstáculo a Alhama (30
de abril). Surtiéronse los almacenes; reparáronse los muros; repartiéronse premios entre los más valerosos defensores; convirtióse las tres principales mezquitas en iglesias cristianas; bendíjolas el ilustre cardenal Mendoza y las dotó de vasos y ornamentos sagrados; la
piadosa reina ofreció bordar con sus propias manos los que habían de servir
para el templo de la Encarnación, el primero que en su reinado se consagró al
culto católico ganado a los enemigos de la fe; el rey dio las gracias por su
heroica conducta a don Diego de Merlo y sus capitanes; se nombró gobernador a
don Luis Fernández Portocarrero, señor de Palma; se relevó la guarnición,
reforzándola con mil ballesteros y cuatrocientas lanzas de las hermandades, y
no queriendo el rey dejar aquella tierra sin hacer un alarde que hiriese el
orgullo del soberbio Muley, salió con su hueste a correr la vega de Granada,
destruyendo sembrados y molinos, apresando ganados, y proporcionando con esto
nuevas provisiones a los de Alhama, hecho lo cual, se volvió con el ejército a
Córdoba74.
Ocurrían a este tiempo en
Granada graves discordias e intrigas domésticas, que comenzando por celos d
mujeres y acabando por partidos políticos, traían entretenido, turbado y en no
poco peligro a Muley Hacen, e incapacitado para obrar con energía contra los
cristianos, teniendo que cuidar de salvar su trono y aún su propia vida. Había
motivado esta situación el resentimiento y enojo de la sultana Aixa (la
Honesta), a quien el fogoso emir trataba con afrentoso desvío desde que había
consagrado su corazón y sus violentos amores a una hermosa cautiva cristiana,
cuyo nombre bautismal era Isabel de Solís y entre los moros se llamaba Zoraya (Lucero de la mañana), a quien había hecho la
sultana favorita, y para quien eran todos los galanteos, todos los obsequios y
caricias del apasionado emir. Fiaba Muley los negocios del gobierno al visir Abul Cacim Venegas, de linaje cristiano también, y descendiente de los Venegas de Córdoba,
el cual con toda su familia fomentaba la pasión del rey y sus amores con Zoraya. A instigación y por consejo de este ministro inmoló el rey con inhumana
ferocidad varios alcaides y caballeros dela tribu de los Abencerrajes, enemigos
de la familia de los Venegas y partidarios de la sultana Aixa77, lo cual no
hizo sino exasperar más aquella intrépida raza, y que aceptara con más empeño
los planes de la sultana desfavorecida. Era el designio de ésta hacer proclamar
a su hijo Abu Abdallah (el Boabdil de nuestras
crónicas), y poner en sus manos el cetro arrancándole de las de su padre. La
conquista de Alhama por los cristianos, las desgraciadas campañas de Muley, y
la correría de Fernando por la vega de Granada, dieron pie a los ofendidos para
desacreditar al viejo Abul Hacen y representar como desastroso su reinado,
pintándole como el verdugo de los Abencerrajes, como entregado a los hechizos de
una cristiana y a las influencias de renegados traidores, y como la ruina del
imperio musulmán. Tal era el estado de la opinión en Granada cuando regresó
Muley de su última desgraciada expedición a Alhama.
Mostróse este disgusto en un
tumulto popular movido en el Albaicín por los Abencerrajes, de cuyas resultas
hizo prender el rey y encerrar en una torre de la Alhambra a la sultana Aixa y
a su hijo Boabdil, cómplices de aquel movimiento, y como desconfiase ya de sus
súbditos, envió una embajada al rey de Marruecos pidiéndole socorro de gentes
para intentar otro golpe sobre Alhama. La astuta sultana hizo descolgar a su
hijo de la torre de la prisión por medio de una cuerda hecha con su propio velo
y con los almaizares y tocas de sus doncellas. Los Abencerrajes, que esperaban
con caballos al pie de la torre al joven príncipe, trasportáronle de noche y al galope hasta Guadix. A los pocos días, solazándose el enamorado
Muley con su querida Zoraya en los jardines de los
Alijares, oyó gritos y voces de tumulto en el recinto de la ciudad. Eran los
Abencerrajes que acababan de entrar proclamando a Boabdil de acuerdo con el
alcaide de la torre en que estaba la sultana prisionera. Lanzóse Abul Cacim Venegas sobre los tumultuados, y trabóse un combate sangriento en las calles: el populacho
se puso de parte de los revoltosos, y el rey y su ministro favorito tuvieron
que fugarse de Granada antes de amanecer y buscar un asilo en el castillo de Mondújar. Acudieron allí a ofrecerles sus espadas todos los
de la familia Venegas, juntamente con Abdallah el
Zagal (el Valeroso) que era de su partido. Alentáronse con esto a revolver sobre Granada en altas horas de la noche con la esperanza
de sorprender a los corifeos de la revolución, más como no pudieron hacerlo sin
ser sentidos, renováronse las horribles escenas de la
noche anterior; peleábase encarnizadamente en todas
las calles, en unas en medio de las tinieblas, en otras a la escasa luz de teas
y faroles que los vecinos sacaban a las ventanas para alumbrar el combate; todo
era degüello, mortandad y estrago; los principales defensores de Muley cayeron
inmolados al furor popular, y el rey y su visir tuvieron a gran suerte poder
escapar con vida y refugiarse en Málaga seguidos de un pequeño grupo de leales.
Mientras tales escenas
ocurrían en Granada, la reina Isabel de Castilla con su acostumbrada actividad
despachaba desde Córdoba cartas y provisiones apremiantes a las ciudades y
caballeros de Castilla, de León, de Galicia, de Extremadura y de Vizcaya, para
que acudiesen con víveres y contingentes a proseguir la guerra contra los
moros. Supo que andaban por África emisarios de Muley Hacen pidiendo socorros y
reclutando gente del rey de Marruecos, e inmediatamente mandó armar una
escuadra, que encomendó a dos de sus mejores almirantes, para que con ella
cruzasen el Estrecho e impidiesen todo desembarco y comunicación con la costa
de Berbería. Pero la expedición principal que se proyectaba era contra Loja,
rica ciudad, situada en un profundo y delicioso valle que atraviesa el Genil
entre dos escabrosas sierras, cuya conquista era importantísima, así para
asegurar la posesión de Alhama, como para abrir y facilitar la entrada a la
vega. Defendíala, además de su natural posición, que
la hizo llamar la flor entre espinas, una buena fortaleza, y habíase reforzado
su guarnición con tres mil hombres de gente escogida al mando del valeroso y
veterano Aliatar, que había sido un pobre especiero, y por sus hazañas se había
elevado a los más altos cargos de la milicia. El rey Fernando, ansioso de
distinguirse en esta guerra y más fogoso esta vez que prudente, sin esperar a
que acabaran de reunirse los subsidios de las ciudades, y contra el dictamen
del entendido marqués de Cádiz y otros prácticos caudillos, determinó ponerse
sobre Loja, y cruzando por Écija el Genil con una hueste de cuatro a cinco mil
caballos y de ocho a diez mil peones, llegó a la vista de Loja y sentó sus
reales a orillas del río entre cuestas, olivares y barrancos, donde no podía
desplegarse la caballería (1° de julio), y donde las acequias y colinas no permitían
ni socorrerse con oportunidad ni siquiera observarse entre sí los diferentes
cuerpos.
Pronto advirtió el diestro
Aliatar los desaciertos de los enemigos, y más conocedor que ellos del terreno,
hizo emboscar una parte de su gente entre los olivares y huertas a la falda del
cerro de Alboacen. En una salida que después hizo
fingió retirarse huyendo de las lanzas conducidas por el maestre de Calatrava;
los cristianos llenos de ardor seguían el alcance, cuando se vieron bruscamente
arremetidos por los emboscados, revolvieron también sobre ellos los lanceros y
flecheros de Aliatar, una lluvia de saetas descargó sobre el joven y valeroso
maestre de Calatrava, don Rodrigo Téllez Girón, que peleaba en primera línea, y
se distinguía por la cruz colorada del hábito de su orden, y dos de ellas con
puntas envenenadas se le clavaron debajo del brazo por la cortadura del arnés,
que le causaron la muerte a las pocas horas con gran pesadumbre de todo el
ejército. Fernando conoció ya su
error y retrocedió a Riofrío, dando orden a los suyos para que levantaran las
tiendas del cerro de Alboacén. No bien habían
ejecutado a la mañana siguiente esta operación, cuando vieron ya a los moros
posesionados de aquella altura; apoderóse a su vista
el pavor de los cristianos, y ya no pensaron sino en salvarse en la más
precipitada fuga.
Aprovechó Aliatar el
desorden del campo enemigo; y saliendo de Loja con todas sus fuerzas se lanzó
con tal furia sobre los contrarios, que sólo un esfuerzo de serenidad del rey
puesto a la cabeza de su guardia y de una banda de caballeros pudo detener al
formidable moro y salvar al ejército de su total ruina. Siguióse un combate terrible, en que peligró muchas veces la vida de Fernando, no menos
que las de los caballeros castellanos que presentaban sus pechos por salvarla,
y principalmente la del marqués de Cádiz, que a la
cabeza de unas setenta lanzas, y aún peleando a pie
después de muerto su caballo, tuvo a raya a los moros y dejó sin vida algunos
de sus capitanes. Corrió no obstante con abundancia la sangre de los caballeros
castellanos. El condestable don Pedro de Velasco recibió tres cuchilladas en el
rostro; el conde de Tendilla sufrió heridas graves y estuvo a punto de caer en
manos del enemigo, lo mismo que el duque de Medinaceli, que quedó desmontado y atropellado
por la caballería. Al fin los moros comenzaron a aflojar, y pudo el rey
continuar su retirada hasta la Peña de los Enamorados, distante siete leguas de
Loja, y desde allí prosiguió sin obstáculo a Córdoba.
Gran pesadumbre causó a la
reina el éxito desgraciado de esta empresa, si bien con su natural prudencia se
abstuvo de manifestarlo en público ni hacer demostración alguna de sentimiento.
La guarnición de Alhama fue la que más desalentó creyéndose ya perdida, y fue
menester toda la entereza del gobernador Portocarrero para contener la
indisciplina de los soldados y evitar que abandonaran la plaza: él con su
ejemplo y sus vigorosas arengas infundió nuevo aliento y ardor en los ánimos
abatidos, y vínoles bien a todos, porque no tardó en
presentarse por tercera vez al pie de los muros una legión sarracena suponiendo
a sus defensores acobardados. Por fortuna ni estos lo estaban ya, ni la reina
pudo consentir que quedaran sin socorro, y estimulados por ella el rey y los
caballeros andaluces volaron en auxilio de los alhameños con multitud de
acémilas cargadas de provisiones. Por tercera vez también huyeron de aquel
sitio funesto los pendones mahometanos al asomar las banderas cristianas. Abasteciéronse los almacenes de vituallas, e informado el
rey de las fatigas, privaciones y pervigilios de aquellos heroicos defensores,
relevó la guarnición dejándola al cargo del comendador Juan de Vera.
Reducido en tanto Muley
Hacen a la ciudad y distrito de Málaga que le permanecían fieles, limitábase a hacer algaras y correrías por los campos de
Estepona, de Algeciras y de Gibraltar, si bien costándole a veces sostener
vivas refriegas con los alcaides de las fortalezas cristianas, tales como los
intrépidos Pedro de Vera y Cristóbal de Mesa, que algunas veces daban no poco
que hacer con sus valientes lanceros al expulsado rey de Granada.
Los monarcas castellanos,
por el contrario, pensaron entonces seriamente en emprender una guerra formal
bajo un plan bien meditado que les diera por resultado algún día la conquista
del reino granadino. Al efecto acordaron volver a Castilla, dejando las
fronteras de Andalucía encomendadas al celo de capitanes valerosos y
experimentados, la de Jaén a cargo del conde de Treviño, al del maestre de
Santiago Alonso de Cárdenas la de Écija, nombrando asistente de Sevilla por
fallecimiento de don Diego de Merlo al conde de Cifuentes, y dando órdenes a
los adelantados, duques, marqueses, condes y alcaides de toda la línea para que
cada cual vigilara su distrito con esmero. Con esto se vinieron a Madrid para
acordar con las cortes sobre los medios de realizar sus planes. Atentos los
reyes a todo, se dedicaron a reformar los abusos que se habían introducido en
las hermandades de los reinos. Celebraron al efecto en la inmediata villa de
Pinto junta general de todos los diputados de las provincias, y de todos los
procuradores, tesoreros, oficiales y letrados de las hermandades. En esta
reunión cada cual exponía las quejas, los agravios, abusos o vejaciones de que
tenía noticia, bien por parte de los capitanes, empleados o cuadrilleros de la
hermandad, bien por la de los diputados mismos. Los reyes oyeron todas las
demandas y querellas, hicieron justicia sin acepción de personas, moderaron los
salarios, reorganizaron en fin y acabaron de moralizar la institución, y
agradecidos los procuradores de las hermandades a su imparcial y justiciera
conducta, les otorgaron hasta ocho mil hombres y diez y seis mil acémilas que
habían pedido para reforzar y abastecer de mantenimientos la guarnición de
Alhama. A su ejemplo todos los particulares y personas pudientes del reino, a
una indicación de sus soberanos, les facilitaron un empréstito general,
contribuyendo cada cual según sus facultades, en la
confianza de ser religiosamente reintegrados. Asimismo el pontífice expidió una bula para que el clero y las órdenes militares y
religiosas así de Aragón como de Castilla les acudiesen con un subsidio para
las necesidades de la guerra, y otorgó los honores e indulgencias de cruzada a
todos los que en ella se alistasen para pelear contra los moros. Con esto se
hallaron los monarcas provistos de recursos (febrero, 1483), para pagar sus
atrasos al ejército, y para dar grande impulso a los preparativos de la guerra.
Pero la nueva fatal de un
suceso, más desastroso aún que el de la malograda expedición de Loja, vino a
este tiempo a turbar la alegría y las halagüeñas esperanzas de los reyes, de la
corte y de los pueblos. El maestre de Santiago don Alonso de Cárdenas,
encargado de la frontera de Écija, ansioso de señalarse con alguna hazaña
contra los moros, determinó hacer una invasión en la Axarquía de Málaga, fiado
en las noticias que le habían dado sus adalides de que allí, después de
atravesar algunas sierras y bosques, hallaría una comarca deliciosa donde
pastaban numerosos rebaños de que podría apoderarse fácilmente, volviendo por
un camino llano con inmensa presa y privando de sus mejores mantenimientos a
los moros de Málaga. En vano el marqués de Cádiz le expuso que según sus
noticias la Axarquía era un país montuoso y enriscado, lleno de barrancos y
precipicios, propio sólo para abrigo de bandoleros y salteadores. El plan del
maestre de Santiago fue a pesar de estas reflexiones seguido, y en su virtud
reunidos en Antequera los capitanes fronterizos, el marqués de Cádiz, el
adelantado don Pedro Enríquez, el conde de Cifuentes, don Alonso de Aguilar y
otros caballeros, con las banderas de Córdoba, de Sevilla, de Jerez y otras
ciudades de Andalucía, la más lucida, aunque no la más numerosa hueste que en
muchos años se había visto, emprendieron su marcha (marzo, 1483) con la
esperanza de volver cargados de material riqueza, y con la confianza de no
encontrar quien pudiera atreverse a resistirlos.
Tropezando pronto con
escabrosos cerros y con ásperas y tortuosas veredas a orillas de hondos
precipicios, iban hallando solamente pobres y desiertas aldeas, cuyos infelices
habitantes huían con sus ganados a refugiarse en las cuevas o en las cumbres
casi inaccesibles de las montañas. Los soldados se vengaban en incendiar chozas
y en cautivar ancianos a quienes sus achaques no habían permitido seguir a sus
fugitivas familias. En esta marcha de devastación se fueron internando
insensiblemente y sin orden, porque no lo consentía el terreno, en lo más
fragoso de las sierras. El ruido de los peñascos que se derrumbaban de lo alto
de los riscos cayendo sobre la retaguardia de los cristianos, y arrojando en su
ímpetu algunos soldados al fondo de los valles, mezclados con una lluvia de
venablos y de saetas, avisaron a los expedicionarios, juntamente con los gritos
de los moros que coronaban las cumbres, del paso peligroso en que se hallaban
metidos. Con ansia esperaban la luz del día para variar de rumbo: pero azorados
ya los adalides, cada vez iban metiendo el desordenado ejército en más
intransitables sinuosidades. Para colmo de su mal, apercibido el viejo Muley
Hacen por las fogatas que se divisaban en los montes de que había enemigos en
el territorio de la Axarquía, ya que los suyos en atención a su edad y achacosa
salud no le consintieron empuñar, como él quería, la cimitarra, y salir en
persona a país tan agrio, envió a su hermano Abu Abdallah el Zagal y a los dos Venegas, Reduán y Abul Cacim, con lo mejor de sus tropas a tomar la embocadura de
la Axarquía hacia el mar y acuchillar a cuantos cristianos intentaran buscar
por allí la salida.
Cuando los cristianos,
siguiendo su fatigosa marcha por las vertientes de la sierra, divisaron la
ordenada hueste de los musulmanes, creció su confusión y su aturdimiento,
muchos por huir resbalaban y caían despeñados en los barrancos, se atropellaban
unos a otros, y nadie pensaba sino en salvar su persona. En tal situación el
maestre de Santiago se mantuvo firme y sereno, arengó con fogosa energía a los
suyos, «muramos, les dijo, faciendo camino con el
corazón, pues no lo podemos facer con las armas, e no
muramos aquí muerte tan torpe: subamos esta sierra como hombres, e no estemos
abarrancados esperando la muerte, e veyendo morir
nuestras gentes no las pudiendo valer.» Y espoleando su caballo trepó a una
montaña seguido de los más esforzados de los suyos, pero perdiéndose en aquella
subida su alférez el comendador Becerra, y rodando otros por aquellos
despeñaderos. El marqués de Cádiz, guiado por un adalid leal, pudo ladear la
misma montaña y salir de la sierra con unas sesenta lanzas. El conde de
Cifuentes, el adelantado y don Alonso de Aguilar, no pudiendo seguir la
tortuosa senda que el marqués llevaba, dieron en la celada de
el Zagal, que interpuesto entre unos y otros no los permitía socorrerse.
Por todas partes eran los cristianos envueltos y despedazados, los unos con
lanzas y alfanjes, los otros con flechas y venablos, con piedras los demás,
siendo no pocos los que morían sin heridas abrumados del hambre y del
cansancio, «e tan grande era el temor que tenían, dice el cronista, que ninguno
sabía de su compañero, ni le sabía ayudar, y en aquella hora ni veían señal de
trompeta que guardasen, ni donde se acaudillasen.» Allí perecieron tres
hermanos y dos sobrinos del marqués de Cádiz con muchos caballeros de ilustre
linaje. El nombre de Cuestas de la Matanza que quedó a las montañas de Cútar es un triste testimonio de la horrible mortandad que
aquel día sufrieron los cristianos.
Salváronse por fortuna los
principales caudillos como mejor pudieron. El marqués de Cádiz anduvo cuatro
leguas de selva en un caballo que le prestaron para poder salir de la Ajarquía. El gran maestre de Santiago, que se encontró
también a pie, tomó el caballo de uno de sus criados, y se salvó con un guía
por los más ásperos senderos. «No vuelvo las espaldas a estos moros, decía,
pero fuyo, Señor, la tierra que se ha mostrado hoy
contra nosotros por nuestros pecados.» El adelantado Enríquez y don Alonso de
Aguilar pasaron la noche entre unos peñascos oyendo la gritería y algazara de
los vencedores, y no pudieron hasta la mañana hallar salida a aquel laberinto
por lugares fragosos. Mas desgraciado todavía el conde de Cifuentes, huyendo
por desfiladeros dio en la emboscada de Reduán Venegas. el cual viéndole defenderse de una multitud de moros que le rodeaban
quiso batirse con él cuerpo a cuerpo hasta que le rindió, prohibiendo después
bajo pena de la vida a los soldados que le injuriaran ni le molestaran. Su
hermano don Pedro de Silva y algunos otros caballeros se entregaron también al
generoso moro, y todos fueron conducidos prisioneros a Málaga. Era tal el
aturdimiento de los cristianos en su desastrosa huida, que a veces un solo moro
desarmado hacía prisioneros a cinco o seis cristianos con armas, y hasta las
mujeres cautivaban a los que andaban por entre los matorrales atónitos y
dispersos81.
El desastre de la Axarquía
derramó el luto y la consternación en todos los pueblos de Andalucía; apenas
había familia que no llorara algún individuo muerto o cautivo, y como dice un
cronista, no había ojos enjutos en todo el país. Los escritores de aquel tiempo
atribuyeron la desgracia a castigo de la Providencia por las interesadas miras
que dicen impulsaron a aquella expedición a los cristianos, y porque la codicia
y no el mejor servicio de Dios los había conducido allí, no cuidando de
prepararse como gente religiosa que iba a pelear en defensa dela fe82. Otros
culparon de traición a los adalides. Al fin los que se salvaron se fueron
reuniendo en Archidona y Antequera, algunos de ellos después de haber andado
muchos días por los montes y breñas alimentándose de yerbas y raíces, volviendo
escuálidos y moribundos cuando ya se los contaba por muertos.
General fue la alegría que
causó en Granada el desastre de los cristianos en la Axarquía. Sólo hubo uno
que no participara del gozo público; que fue el rey Boabdil, el cual veía con
envidia y con pena los aplausos que el pueblo daba a su padre Muley, y
principalmente a su tío el Zagal. Comprendiendo pues Boabdil el Chico que para no acabar de desconceptuarse con los suyos, que ya le murmuraban al verle
pasar la vida en las delicias de la Alhambra, necesitaba acometer también
alguna empresa ruidosa contra los cristianos, juntó una hueste de mil
quinientos caballos y siete mil infantes, la flor de los guerreros de Granada
con ánimo de entrar por la frontera de Écija, antes que se repusieran de su
catástrofe los españoles. Contaba para ello con la ayuda del intrépido Aliatar,
el veterano alcaide de Loja, a cuya hija, la tierna y sensible Moraima, había
hecho Boabdil la compañera de su trono y de su lecho, y era la sultana
favorita. Al salir el rey por la puerta de Elvira espantóse su caballo tordo, y tropezando la lanza en la bóveda del arco se hizo astillas.
A este funesto presagio, que no es el primer ejemplar de esta especie que nos
han contado los escritores árabes, siguió otro de bien diferente índole, y no
menos fatídico para los supersticiosos musulmanes. A poco de salir el ejército
de la ciudad atravesó el camino una raposa por entre las filas de los soldados,
escapando ilesa de las muchas flechas que éstos la arrojaban. Aconsejaron
algunos caudillos al rey que abandonara o por lo menos suspendiera una empresa
que se anunciaba con tan siniestros auspicios, pero el rey, mostrando
despreciar tan pueriles pronósticos, «yo desafiaré, dijo, a la fortuna», y
prosiguió su marcha yendo a pernoctar a Loja.
Incorporado allí con su
suegro Aliatar, pasó el Genil, devastó los campos de Aguilar, Cabra y Montilla,
y procedió a poner sitio a Lucena. Mandaba en esta villa don Diego Fernández de
Córdoba, alcaide de los Donceles, el cual, noticioso de la invasión de los
sarracenos, había pedido auxilio a su tío el conde de Cabra, don Diego
Fernández de Córdoba como él, y preparádose a
defender a todo trance la población. Cercada ésta y acometida por el ejército
de Boabdil antes que llegara el socorro del conde de Cabra, el joven alcaide de
los Donceles hizo tocar la campana de rebato; a su tañido acudieron los vecinos
armados a las tapias y a las aspilleras, logrando rechazar los primeros ataques
de los moros. A nombre de Boabdil intimó Ahmed, caudillo de los Abencerrajes,
al alcaide de los Donceles, que si instantáneamente no le abría las puertas de
la villa entraría a degüello; «decid a vuestro rey, contestó Fernando de Argote
en nombre del alcaide cristiano, que con la ayuda de Dios le haremos levantar
el cerco de Lucena, y sabremos cortarle la cabeza y ponerla por trofeo en
nuestros adarves.» En esto un ruido estrepitoso de cajas e instrumentos de
guerra, cuyo eco se repetía y aumentaba en las montañas, conmovió el campo
agareno e hizo creer a Boabdil y Aliatar que venía sobre ellos todo el poder de
Andalucía, y no era sino el conde de Cabra que acudía con los guerreros de
Baena y demás estados de su señorío. Una cobarde retirada de la infantería
granadina proporcionó al conde y alcaide reunir más fácilmente sus banderas, y
juntos los dos caudillos y animados de igual ardor salieron de la plaza en
busca de la caballería enemiga, que encontraron en un llano dispuesta en orden
de batalla y pronta a la pelea. Terribles fueron las primeras arremetidas de
los caballeros Abencerrajes, pero no fue menos vigorosa la resistencia de los
jinetes cristianos. Dudoso estuvo el combate; hasta que los escuadrones de
Fernando de Argote y de Luis de Godoy rompieron y desordenaron las filas
sarracenas, y obligaron a Boabdil y Aliatar a pelear revueltos en confusos
pelotones. La aguda voz de unos clarines que resonando en un inmediato cerro
hirió los oídos de los caudillos musulmanes les dio a conocer que nuevos
enemigos los iban a atacar por el flanco. Era en efecto la gente de Alonso de
Córdoba y de Lorenzo de Porras que se aparecía saliendo de una cañada y
cruzando unos encinares. Creció con esto la confusión y el pavor entre los moros:
la infantería sarracena atropellada por su misma caballería fugitiva abandonó
las acémilas cargadas con el botín de la anterior correría, y todos juntos y en
tropel emprendieron una retirada vergonzosa y torpe, cebándose en los que menos
corrían las lanzas de los cristianos.
Sólo un escuadrón de
nobles jóvenes granadinos se fue sosteniendo con mucho orden hasta las márgenes
de un arroyo, en cuyo cieno se encallaban hombres y bestias que intentaban
vadearle. Al frente de este escuadrón peleaba un joven armado de lanza y
cimitarra y de puñal damasquino, ceñido de corazas forradas en terciopelo
carmesí, y montado en un soberbio alazán, cubierto de ricos jaeces. Al llegar a
la orilla del arroyo perdió este joven su magnífico caballo, y corrió a
ocultarse entre los zarzales. El intrépido regidor de Lucena, Martín Hurtado,
descubrió al ilustre fugitivo y le acometió con su pica; defendióse el apuesto moro con su cimitarra cuanto pudo, hasta que habiendo llegado unos
soldados de Cabra y de Baena hubo de rendirse ofreciendo un gran rescate. Disputábanse los soldados la posesión del cautivo, y como
uno de ellos se propasara a asirle con su mano, desnudó el altivo musulmán su
acero y le asestó una puñalada, a tiempo que a las
voces de la disputa acudía el alcaide de los Donceles, al cual se acogió el
moro rindiéndose a discreción.—«¿Quién sois?» le
preguntó aquel.—«Soy, respondió el sarraceno, de la ilustre familia de los Alnayares, hijo del caballero Aben Alnayar.»
El cristiano le puso la banda de cautivo, y mandó conducirle con todo
miramiento y consideración al castillo de Lucena, donde se averiguaría su
calidad y linaje (21 de abril, 1483).
En tanto el veterano
Aliatar con el resto de la caballería avanzaba por los campos de Iznajar y de Zagra a buscar el
paso del Genil. Pero allí se encontró súbitamente con una banda de caballeros
cristianos que le arremetieron visera calada y lanza en ristre. Era el valeroso
don Alonso de Aguilar, uno de los caudillos que se salvaron del desastre de la
Axarquía, que desde Antequera había acudido con sus hidalgos cruzando a galope
los campos de Archidona y de Iznajar en auxilio del
alcaide de Lucena.—«Ríndete, le dijo el antiguo vencedor de Loja, y te otorgaré
la vida».—«Ni a ti ni a cristiano alguno, contestó el arrogante moro, se
rendirá nunca Aliatar.»—«Pues acabe de una vez tu arrogancia», replicó el
cristiano: y le descargó un tajo que le dividió las sienes, y su cuerpo
derrumbado del caballo se perdió en las aguas del río. Así acabó el anciano y
terrible alcaide de Loja, el padre de la sultana Moraima, la mejor lanza de
todo el ejército granadino, que de este modo se libró de presenciar la
humillación y la ruina de su patria.
Y de esta manera quedo
vengado el desastre y derrota de la Axarquía. Costó a los moros la batalla de
Lucena la pérdida de cinco mil hombres entre muertos y cautivos, entre ellos
mucha parte de la nobleza de Granada, mil caballos, novecientas acémilas
cargadas de botín y veinte y dos estandartes. Y aún nos falta explicar otra pérdida que
para el reino granadino fue la más sensible de todas.
Llevaba
ya tres días en la torre del homenaje de Lucena el ilustre cautivo, sin que se
hubiese dado a conocer sino como un caballero de la familia de Alnayar.
Unos prisioneros granadinos conducidos a la misma prisión, tan pronto como le
vieron, se postraron a su presencia y prorrumpieron en sentidos lamentos
nombrándole su rey y señor. Entonces el desconocido personaje se vio ya en la
necesidad de descubrirse al alcaide de los Donceles. Era el mismo Boabdil, el
rey Chico de Granada. Noticióselo el sorprendido
alcaide a su tío el conde de Cabra, y ambos redoblaron entonces sus atenciones
tratándole como rey, y procurando mitigar su pena y consolarle en su infortunio. Un noble moro llevó la
infausta nueva a la sultana madre y a la tierna Moraima, esposa del rey cautivo,
las cuales oyeron transidas de dolor la noticia de su desventura. En Granada se
le había creído muerto, y aprovechando aquellos momentos de perturbación el
viejo y activo Muley Hacen salió precipitadamente de Málaga, y presentándose de
improviso en la Alhambra fue restablecido sin oposición en el trono de que su
mismo hijo le había antes lanzado. Sólo la sultana madre se mantuvo inflexible,
y no queriendo vivir bajo el mismo techo que abrigaba a su ingrato esposo y a
su rival aborrecida, no temió provocar las iras del anciano Muley, retirándose
con sus tesoros y sus doncellas a vivir en el Albaicín. Desde allí dirigió
cartas a su hijo animándole y consolándole, y despachó una solemne embajada
compuesta de todos los nobles de su partido al rey don Fernando que se hallaba
en Córdoba, ofreciendo una gran suma de dinero y multitud de cautivos
cristianos por el rescate de su hijo.
El rey había hecho
trasladar a Córdoba al desgraciado Boabdil con gran ceremonia y con suntuosa
comitiva de caballeros andaluces, y satisfecho el orgullo del monarca con ver
humillado a su presencia en la antigua corte de los califas al coronado
prisionero, le hizo conducir con igual respeto a la fortaleza de Porcuna. Oída
la embajada y proposición de la sultana, sometió el rey Fernando a la deliberación
de su consejo si se había o no de acceder al rescate del rey Chico. El maestre
de Santiago y los de su bando opinaron por que debía conservarse como prenda de
inmenso valor, y que no debía dársele libertad en manera alguna. De contrario
parecer el marqués de Cádiz, expuso que nada le
parecía más conveniente a la causa cristiana que la libertad del príncipe,
porque ella sola bastaría para encender la discordia y la guerra civil entre
los musulmanes, lo cual equivalía a muchos triunfos. Apoyó este dictamen el
cardenal de España; quiso también Fernando tomar consejo de su esposa Isabel,
que permanecía en las provincias del Norte y como la reina se adhiriese al voto
del venerable cardenal y del esforzado marqués, quedó deliberado el rescate de
Boabdil con las condiciones siguientes: 1a Abdallah (Boabdil) sería vasallo fiel de los reyes de Castilla: 2a pagaría un
tributo anual de doce mil doblas de oro: 3.a entregaría cuatrocientos cautivos
cristianos: 4ª daría paso por sus tierras a las tropas cristianas que fuesen a
hacer la guerra a su padre Muley Hacen y a su tío el Zagal: 5ª se presentaría
en la corte cuando a ella fuese llamado, y daría su hijo y los de los
principales nobles en rehenes para la seguridad de aquel concierto: 6ª se
guardarían treguas por dos años entre los dos príncipes.
Aceptadas por Boabdil las
humillantes condiciones del rescate, acordóse que
tuviesen los dos reyes una entrevista en Córdoba. Fue, pues, conducido el rey
moro a aquella ciudad con gran cortejo de duques, condes y caballeros
cristianos. Recibido en el alcázar con toda etiqueta y ceremonia, hizo Boabdil
el ademán de querer besar la mano a Fernando doblando la rodilla y llamándole
su libertador. Levantóle Fernando cariñosamente,
diciendo que no podía permitir aquella humillación. Concluidas las ceremonias y
ajustadas definitivamente las condiciones, un caballero abencerraje llevó en
rehenes a Córdoba al tierno hijo de Boabdil y de Moraima y a otros nobles
mancebos granadinos (31 de agosto), y el desventurado padre pasó por el trance
amargo de despedirse de su amado hijo, con lo cual partió libre para la
frontera, escoltado por un cuerpo de caballeros y donceles andaluces, lleno de
regalos que le hizo el rey Fernando, y con la esperanza de recobrar otra vez su
trono.
Esperábanle ya en la frontera varios
personajes de su partido enviados por la sultana madre, y aunque estos le
expusieron con lealtad la triste situación de los de su bando y los peligros
que corría de caer en manos de los agentes y espías de su padre en el caso de que
intentase entrar en Granada, Boabdil arrostró por todo, prosiguió su camino, y
tuvo la fortuna de llegar de noche y sin ser sentido hasta el pie de los muros
del Albaicín, donde entró por un postigo secreto, siendo recibido con lágrimas
y abrazos por las dos sultanas Aixa y Moraima. Antes de amanecer atronaba ya
las calles de Granada el estruendo de los atabales y trompetas, y la gritería
de los Abencerrajes que tremolando el pendón de guerra proclamaban segunda vez
a Boabdil. El viejo Muley y su ministro Abul Cacim Venegas despertaron despavoridos, aprestaron su gente, y lanzándose alfanje en
mano a las calles sus más adictas tribus, especialmente la de los zegríes, empeñóse un general y
mortífero combate entre los fogosos partidarios del padre y del hijo. Los de
Boabdil se vieron forzados a abandonar el centro de la población y replegarse a
la Alcazaba. Abundantemente corrió la sangre musulmana todo aquel día por las
calles de la ciudad; la noche y el cansancio suspendieron aquellas escenas
sangrientas, para renovarse con igual o mayor furor al siguiente día. Parecía
que unos y otros habían jurado no descansar hasta ver el total exterminio de
sus contrarios: calles y plazas estaban sembradas de cadáveres, y muchos
valientes a quienes no habían alcanzado nunca las lanzas cristianas sucumbieron
a los golpes del acero musulmán. Bien cumplido vio su objeto el marqués de
Cádiz cuando en la asamblea de Córdoba aconsejó la libertad de Boabdil como
medio para atizar las discordias y la guerra doméstica entre los moros.
Mediaron al fin los más venerables jeques granadinos, asustados de tanta
matanza, y merced a su intercesión cesó la mortandad, se celebró un armisticio,
se entró en negociaciones, y Boabdil aceptó el partido que le ofrecieron de ir
a establecerse como rey a Almería con la gente de su bando. Así se dividió el
pequeño reino granadino.
Penetrado el viejo Muley
de que para conservar a su devoción la plebe necesitaba mantener el entusiasmo
religioso, teniendo de continuo empleadas las armas contra los cristianos,
mandó a los gobernadores de Málaga y Ronda, el veterano Bejír y el intrépido Hamet, jefes de la formidable tribu de
los zegríes, que con estos adustos guerreros y los
feroces gomeles corrieran y devastaran las tierras
llanas y las fértiles campiñas del suelo andaluz. Como manadas de hambrientos
lobos se desprendieron por las vertientes de la serranía sobre los feraces
campos del reino de Sevilla los semisalvajes africanos que poblaban las breñas
y bosques de Ronda, apresando ganados y haciendo cautivos. Mas no contaban
ellos con la vigilancia de don Luis Portocarrero y del marqués de Cádiz, que
por la parte de Utrera y Morón el uno, por la de Jerez el otro, con los
vasallos de sus alcaidías y señoríos, y con algunas compañías de las
hermandades se aprestaron a contener y castigar aquellas feroces bandas. Encontráronse andaluces y africanos a las márgenes del
Lopera; embistiéronse unos y otros con recio furor;
herido de un bote de lanza y prisionero el valiente Bejír de Málaga, desalentáronse los moros, y en su azorada
fuga dejaron hasta seiscientos entre muertos y cautivos, contándose entre los
prisioneros el alcaide de Vélez Málaga, y entre los
segundos los de Alora, Marbella, Gomares y Coin. Hamet el Zegrí, conducido
por un cristiano renegado, pudo por los campos de Lebrija ganar la serranía con
algunos de su cuadrilla e internarse en los bosques con el resto de los
fugitivos. Recobráronse en el combate del Lopera
muchas espadas, corazas y escudos de los que se habían perdido en la Ajarquía, y que con orgullo venían ostentando en sus manos
y en sus pechos los moros de las montañas. Quince estandartes cogidos en
aquella acción fueron enviados a Fernando e Isabel, que a la sazón se hallaban
en Vitoria consagrados a otros negocios del reino, y los reyes celebraron el
triunfo con repiques de campanas, luminarias y procesiones.
Las victorias de Lucena y
de Lopera dejaron muy quebrantado el poder de los moros; la frontera de Ronda
quedó muy enflaquecida, y los cristianos pudieron emprender con desahogo un
sistema de ataques y de irrupciones que fueron viendo coronados con éxito
feliz. La fortaleza de Zahara, de funesto recuerdo, y principio que había sido
de esta guerra, fue recobrada por las fuerzas reunidas de Portocarrero y del
marqués de Cádiz. Las mieses y viñedos de las comarcas de Alora, Coín y
Cártama, cuidadas con esmero por los musulmanes, quedaron taladas en una
correría que el ejército andaluz hizo desde Antequera. El conde de Tendilla disciplinaba
y moralizaba la guarnición de Alhama, ejercitaba sus soldados en excursiones
devastadoras, y desafiaba desde el estrecho recinto de aquella ciudad el poder
del soberbio Muley Hacen y de todo el reino granadino. El intrépido y valeroso
Hernán Pérez del Pulgar comenzó aquí a
distinguirse por aquella serie de difíciles aventuras y de heroicos hechos que
le merecieron después el renombre de el de las Hazañas. Hombre de energía, de
talento y de moralidad el conde de Tendilla don Íñigo López de Mendoza, entre los medios que
discurrió para acallar las quejas de los soldados por los atrasos de sus pagas, y en la
imposibilidad de pagarles en metálico, de que los mismos reyes carecían o
escaseaban, merece notarse la invención del papel moneda, que tal puede
llamarse la moneda de cartón que dio a su tropa a falta de dinero, obligando
bajo las más severas penas a admitirla en pago de toda especie de artículos, y
empeñando su palabra de que sería cambiada a su tiempo por la moneda de metal.
Tal era la confianza que inspiraba la rectitud del conde, que no hubo quien
rehusara admitirla, y los valores de aquellos signos fueron después cobrados
puntualmente.
Considerando los reyes
Fernando e Isabel que era llegado ya el caso de adoptar un plan o sistema
general de guerra, y consultado con los nobles y caballeros reunidos en
Córdoba, acordóse ir estrechando el círculo del reino
granadino, atacando los pequeños fuertes fronterizos, haciendo incesantes talas
en toda la línea, devastándolos fértiles territorios de la circunferencia, y
dejando sin recursos y como aisladas las ciudades principales del centro.
Reconocida la necesidad y la utilidad de la artillería para estas operaciones,
pensaron los reyes muy seriamente en los medios de aumentar esta arma terrible;
al efecto se construyeron fraguas, se acopiaron materiales, se fabricaron
lombardas y piezas menores, y a costa de grandes esfuerzos llegó a obtenerse
respetables trenes; y a pesar de la imperfección en que todavía se hallaba esta
arma por aquel tiempo en toda Europa, se mejoró notablemente y se empleó con
gran ventaja en aquella campaña. Para el trasporte de cañones por las ásperas y
tortuosas veredas que conducían a los fuertes iban delante azadoneros con
hachas, picos y palos, cortando árboles, desbrozando terrenos y abriendo anchos
caminos. La primera fortaleza que se rindió a los ataques de la artillería en
aquel año (1484) fue la de Alora, donde el comendador mayor de León don Gutierre de Cárdenas y don Luis Fernández Portocarrero, el
vencedor del Lopera, enarbolaron las banderas de Castilla y Aragón reunidas.
Setenil, que en otro tiempo había resistido a los terribles ataques de don
Fernando el de Antequera, vio sus muros horadados y abiertas en ellos muchas
brechas por los certeros tiros de las baterías dirigidas por el marqués de
Cádiz. Los moros capitularon con la condición que se
les otorgó, de abandonar para siempre aquellos hogares permitiéndoles
trasladarse a Ronda.
En el intermedio de estos
ataques no se abandonaba el sistema de talas. Hasta treinta mil hombres estaban
destinados a hacer incursiones en las feraces llanuras, e internándose alguna
vez en la vega de Granada, y llevando su atrevimiento hasta acercarse a tiro de
ballesta de la puerta de Bibarrambla, incendiaban
mieses y viñedos, cortaban árboles, destruían alquerías y molinos, inutilizaban
acequias, y volvían a Córdoba satisfechos de sus devastadoras correrías.
Favorecíanles en verdad las
desavenencias y bandos que traían divididos y enflaquecían el poder de los
moros. Los partidos de Muley y de Boabdil seguían encarnizados, y se achacaban
mutuamente los infortunios que sufrían. El anciano Muley yacía postrado en cama
y casi ciego, pero sostenía su facción su vigoroso hermano el Zagal. A punto
estuvo este príncipe de apoderarse una noche de la persona de su sobrino
Boabdil, que continuaba en Almería con un simulacro de corte. Unos traidores
alfaquíes le abrieron las puertas de la ciudad, pero advertido
momentos antes el rey Chico por un espía, logró salvarse con sesenta
jinetes de su confianza, y corriendo por ásperas veredas camino de Córdoba se
fue a refugiar al abrigo de los monarcas cristianos. Cuando el Zagal penetró en
el palacio de su sobrino Abdallah, solo encontró a su
madre y a su hermano menor, a quienes hizo prisioneros, y desahogó su rabia
mandando degollar a cuantos caballeros Abencerrajes pudieron ser habidos. El
desgraciado Boabdil fue muy benévolamente acogido en Córdoba, y los reyes de
Castilla, aprovechando aquellas disensiones de los musulmanes, lejos de
aprisionar al fugitivo príncipe, dieron orden a sus caudillos para que le
protegieran en su guerra contra Muley y respetaran y miraran como amigos a los
pueblos que aún obedecían a Boabdil. Al propio tiempo reforzaron las escuadras
del Mediterráneo para que vigilasen y explorasen cuidadosamente las playas
berberiscas, y no permitiesen que de África viniese un solo buque con gente, ni
armas, ni mantenimientos, a los puertos del reino granadino.
Alma de esta guerra la
reina Isabel, que a todo atendía y de todo cuidaba, que así alentaba al rey su
esposo como animaba a los nobles y caudillos y sabia estimular al simple
soldado, que velaba incesantemente porque no faltasen al ejército dinero,
armamentos ni víveres, y que ansiaba el momento de ver plantada la cruz en
todos los dominios españoles, no dejaba que sufriese la campaña sino las
interrupciones indispensables. Fiel intérprete de sus pensamientos el rey
Fernando, que muchas veces había ya dirigido en persona las operaciones, salió
de Córdoba la primavera siguiente (5 de abril, 1485) al frente de veinte mil
infantes y hasta nueve mil caballos. Indulgente Fernando con los vencedores una
vez rendidos, pero duro e inexorable con los que faltaban a las capitulaciones,
hizo un escarmiento cruel con los moros de Benamejí,
que después de haberse declarado mudéjares o vasallos de Castilla habían
faltado a su palabra y rebeladose de nuevo. Asaltada
la villa y entregada a las llamas, llevó su desapiadado rigor al extremo de
hacer colgar de los muros a más de ciento de sus principales moradores, después
de reducir a esclavitud el resto de la población, hombres, mujeres y niño.
Sin perder momento pasó a
cercar la villa de Coin, y no tardaron sus baterías
en aportillar y desmantelar una parte de las murallas. Pero el terrible Hamet el Zegrí, seguido de un escuadrón de sus ligeros y
atezados africanos, rompió animosamente las filas de los sitiadores, y
atropellando jinetes y peones cristianos logró penetrar en la plaza y reanimar
su desalentada guarnición. Un fogoso castellano, el capitán Pedro Ruiz de
Alarcón, que tuvo la temeridad de entrar con su compañía por la brecha hasta la
plaza de la villa, se vio envuelto en una nube de dardos y de piedras que de
todas partes le arrojaban, y sobre todo por los aceros de los feroces Zegríes, que se cebaron en acuchillar a toda la compañía,
«Retiraos», le decía a Pedro Ruiz uno de los pocos que quedaban, viéndole
defenderse de una turba de moros.—«No entré yo aquí, contestó el castellano, a
pelear para salir huyendo.» Sucumbió a fuerza de heridas aquel capitán
valeroso. Pero la artillería seguía derribando muros y casas, y los moros
tuvieron que capitular, si bien arrancando la condición de asegurar sus vidas y
personas. Con aire arrogante y soberbio salió Hamet el Zegrí al frente de sus africanos por entre las filas cristianas, mirando
como con altivo desdén a sus enemigos. A la rendición de Coín siguió la de
Cártama, que había sido batida simultáneamente, y tal vez hubiera Fernando
intentado un golpe sobre la misma Málaga, si tan oportunamente no se hubiera
presentado con tropas de Granada el activo Abdallah el Zagal.
Pero en cambio otra empresa
más ruidosa y tal vez más importante y no menos digna se le deparó al ejército
cristiano. Ronda, la capital de la Serranía de su nombre, situada en país
fragoso sobre una roca cortada por un tajo formando a sus pies un abismo,
defendida por otra parte con torreones y castillos fabricados sobre peña viva;
ciudad tan fortalecida por la naturaleza que parecía hacer superfluas todas las
fortificaciones del arte, se miraba como inaccesible y se hallaba por esta
misma confianza casi desamparada, según aviso secreto que de ello tuvo el
marqués de Cádiz, empleados los moros de la Serranía en correr con Hamet el Zegrí las campiñas de Medinasidonia.
Aprovechando tan propicia ocasión destacó inmediatamente el rey Fernando al
mando del marqués un cuerpo de ocho mil peones y tres mil caballos con la
artillería que había servido para batir a Coín y Cártama, distrayendo él las
fuerzas enemigas con un simulado ataque sobre Loja para dar lugar a que fuesen
trasportados los cañones y lombardas. Logrado este objeto, revolvió haciendo un
rodeo sobre Ronda, cuyos habitantes se vieron sorprendidos con la aparición
inopinada del ejército cristiano que circundaba sus riscos y torreones, y se
extendía por los desfiladeros de sus montañas. Halláronse en el cerco, además del rey, el marqués de Cádiz, el adelantado de Castilla, el
conde de Benavente, con las milicias de Córdoba, Écija y Carmona, y muchos
castellanos, los maestres de Alcántara y de Santiago con los caballeros de sus
respectivas órdenes. Comenzaron a jugar las baterías por tres diferentes
puntos, y al cuarto día habían desalmenado ya algunas torres y aportillado la
muralla. En vano los defensores, acaudillados por el alguacil mayor, procuraban
resistir al abrigo de empalizadas formadas en las calles. Mientras los soldados
del conde de Benavente y del maestre de Alcántara penetraban a cuerpo
descubierto por la brecha, y avanzando por las calles las desembarazaban de los
maderos y fajinas que las obstruían, vióse con
sorpresa y admiración a un caballero cristiano que, protegido por algunos de
sus compañeros, habiendo escalado una casa se iba encaramando de tejado en
tejado hasta plantar su bandera sobre la cúpula de la mezquita principal. Este
intrépido guerrero era el alférez don Juan Fajardo. Asombrados los moros con
este acto de inusitado arrojo y con la gritería de todo el ejército, se
refugiaron despavoridos al alcázar.
Dueños eran ya los
cristianos de la ciudad, cuando acudió Hamet el Zegrí
con sus montañeses en socorro de los rondeños, pero detenido en las angosturas
de la Sierra por las compañías que guardaban aquellos pasos, tuvo que detenerse
y oír mal de su grado el orgulloso capitán moro el estruendo de las lombardas y
el estrépito de los torreones del alcázar de Ronda que caían desplomados. Las
ruinas de la fortaleza, la escasez de agua y de víveres, los lamentos de las
víctimas, el llanto de las mujeres y de los niños de la ciudad, los ruegos de
los ancianos, todo movió a aquellas apuradas gentes a enarbolar bandera de
parlamento y a ofrecer la rendición con tal que se les diera seguro de vidas y
haciendas, y permiso para trasladarse a África, a Granada, y aún a Castilla
para vivir en este último reino como mudéjares. Fernando con su acostumbrada
política en tales casos aceptó las condiciones, añadiendo la de que habían de entregársele
todos los cristianos cautivos (mayo 1485). En su virtud los moros mismos
sacaron de las mazmorras y le presentaron hasta cuatrocientos infelices,
macilentos, demacrados y medio desnudos, muchos de ellos encerrados allí desde
la catástrofe de la Axarquía. Como testimonio glorioso de su triunfo los envió
el rey Fernando a Córdoba; a la vista de aquellos esqueletos vivientes se
conmovieron con melancólica alegría las entrañas de la piadosa Isabel, que
después de darles a besar su mano y de consolarlos como una madre, mandó que
inmediatamente se les suministrara alimentos y vestidos, y se les facilitasen
recursos para que fuesen a reponerse en el seno de sus
familias.
Convertidas en templos
cristianos todas las mezquitas de Ronda, comisionado el alcalde de corte don
Juan de Lafuente para deslindar las casas sin dueño y las heredades baldías de
las poblaciones ganadas que habían de distribuirse entre los conquistadores, castigados
ejemplarmente por el rey algunos soldados que se propasaron a maltratar a las
mujeres moras o a ultrajar a los rendidos, evacuada la ciudad por los
sarracenos, los unos para emigrar a África, los otros para establecerse como
mudéjares en las aldeas de la montaña, recibida la sumisión de más de sesenta
alcaides de las fortalezas y lugares de la sierra que llenos de pavor
imploraban la clemencia del monarca cristiano, avanzadas las líneas de frontera
algunas leguas más adelante, reparados algunos castillos y nombrados los
gobernadores de cada punto, el rey Fernando regresó a Córdoba (julio) a recibir
los plácemes y el cariño de la afectuosa reina y las aclamaciones del pueblo
enloquecido con los resultados de tan brillante campaña.
Proseguían en tanto las
discordias que destrozaban entre sí a los moros. Las derrotas que iban
sufriendo no hacían sino exaltar más al ya harto irritado pueblo granadino, que
a pública voz maldecía a sus gobernantes y les imputaba todos sus infortunios.
Un día un sabio alfaquí, llamado Maser, hombre de
grande autoridad en las juntas populares, viendo anonadados los partidos del
padre y del hijo, de Muley y de Boabdil, habló al pueblo de esta manera: «¿Qué
furor es el vuestro, ciudadanos? ¿Hasta cuándo seréis tan desacordados y
frenéticos que por las pasiones y codicias de otros os olvidéis de vosotros
mismos, de vuestros hijos, de vuestras mujeres y de vuestra patria? ¿Cómo así
queréis ser víctimas, los unos de la ambición injusta de un mal hijo, y todos
de dos hombres sin valor, sin virtud, sin ventura y sin cualidades de reyes? Si
tanta ilustre sangre se derramara peleando contra nuestros enemigos y en
defensa de nuestra cara patria, nuestras banderas llegarían como en otro tiempo
victoriosas al Guadalquivir y al apartado Tajo No falta en el reino algún
héroe, y esforzado varón, nieto de nuestros ilustres y gloriosos reyes, que con
su prudencia y gran corazón pueda gobernarnos y conducirnos a la victoria
contra los cristianos. Ya entenderéis que os hablo del príncipe Abdallah el Zagal, walí de Málaga, y terror de las
fronteras cristianas.»—Al oír estas últimas palabras, todos gritaron a una voz:
«¡Viva Abdallah el Zagal, viva el
walí de Málaga, y sea nuestro señor y caudillo.»9 Noticioso de esta disposición del
pueblo, el anciano y achacoso Muley reunió su consejo y abdicó el trono en favor
de su hermano. Inmediatamente partieron embajadores a Málaga a llevar al Zagal
la nueva de su proclamación. Viniendo éste camino de
Granada con su amigo el valiente Reduán Venegas,
encontró en una pradera de Sierra Nevada a unos ciento veinte cristianos que
descuidadamente al pie de un arroyo gozaban de la frescura de unas alamedas.
Eran caballeros de Alcántara, que de Alhama habían salido a hacer una excursión
de orden de su gobernador el clavero don Gutierre de
Padilla. El Zagal cayó impetuosamente sobre ellos, y degollados todos sin que
se salvara ninguno, entró en Granada orgullosamente con su escuadrón,
ostentando los jinetes las lívidas cabezas de los cruzados cristianos que de
los arzones de sus sillas llevaban colgadas. Excusado es decir con cuánto
aplauso recibirían al nuevo emir los moros granadinos.
Otro triunfo ganado a poco
tiempo (3 de setiembre) por Reduán Venegas a las
inmediaciones de Moclín sobre una hueste de caballeros e hidalgos capitaneados
por el conde de Cabra, en que este noble caudillo a duras penas pudo salvarse
herido, y en cuya gente se cebaron las lanzas moriscas, acabó de acreditar
entre los moros el gobierno de su nuevo soberano el Zagal. La pena que la reina
Isabel sintió por el desastre de Moclín, se templó
algún tanto con las conquistas de Cambil y Alhabar en
la frontera de Jaén, debidas a los certeros ataques de la artillería dirigida
por el ingeniero Francisco Ramírez de Madrid, y con la de otra fortaleza junto
a Alhama, hecha por los caballeros de Calatrava capitaneados por el clavero
Padilla. Con esto vinieron ya más consolados los reyes al reino de Toledo,
donde los llamaban asuntos pertenecientes al gobierno del Estado. El viejo
Muley Hacen, que después de la forzada abdicación se había retirado
sucesivamente a Íllora, a Almuñécar y a Mondújar, en
busca de distracción y de salud, sin que bastaran ni la tranquilidad del
desierto, ni el aire puro de la montaña, ni el aroma de deliciosos jardines a
hacerle recobrar aquellos dos bienes, acabó al fin la carrera de sus días en
los brazos de la sultana Zoraya y de sus dos hijos Cad y Nasar. Hallábase a la sazón en Córdoba su hijo Boabdil el Chico, a quien lejos de apesadumbrar
la muerte del que había mirado siempre más como enemigo que como padre, le
infundió esperanzas de recobrar el trono. La sultana Aixa su madre, a fin de
desacreditar y hacer odioso al Zagal que quedaba reinando en Granada, hizo con
su acostumbrada malicia cundir la voz de que un filtro suministrado por éste
era el que había puesto término a los días de Muley. La calumniosa especie no
fue difundida en vano entre los suspicaces moros; los partidos se enconaron de
nuevo, y los hombres pensadores y enemigos de disturbios se estremecían a la
sola idea de que pudieran reproducirse las trágicas escenas que habían hecho
correr tanta sangre por las calles de Granada. En tal situación se discurrió y
fue adoptado como un pensamiento feliz, y como el único medio de conciliar las
pretensiones del tío y del sobrino, dividir entre los dos el reino; que el
Zagal imperaría en las ciudades de Almería, Málaga, Vélez, y en el territorio
de Almuñécar y la Alpujarra, donde había ejercido mandos y cuyo país le era generalmente
devoto y adicto; y que Boabdil dominaría la parte limítrofe a las fronteras
cristianas, que se suponía habrían de ser más respetadas por sus relaciones con
los reyes de Castilla: los dos soberanos residirían simultáneamente en Granada,
aposentado el Zagal en el alcázar de la Alhambra, Boabdil en el palacio del
Albaicín.
La intención con que cada
uno de ellos suscribió al convenio, y los resultados que produjo los veremos en
otro capítulo.
CAPÍTULO XXXVIIIEL ZAGAL Y BOABDIL.—SUMISIÓN DE LOJA, VÉLEZ Y MÁLAGADe 1486 a 1487
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