cristoraul.org

SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

LOS REYES CATÓLICOS

CAPÍTULO XXXVI

LA INQUISICIÓN

1447 - 1485

 

Antes de presentar esta famosa institución bajo la forma que se le dió en tiempo de los reyes don Fernando y doña Isabel, creemos indispensable dar algunas noticias y explanar otras de las que ya hemos apuntado acerca de la Inquisición primitiva.

Muy antigua es la tendencia y propensión de los hombres a no tolerarse de buen grado, y hasta malquererse y odiarse entre sí los que profesan opuestas o distintas creencias religiosas. Los primitivos cristianos fueron horriblemente perseguidos por los emperadores y los prefectos gentiles, tratándolos como a conspiradores contra el Estado y como a perturbadores de la tranquilidad pública, a ellos que eran los hombres más pacíficos del mundo. A su vez cuando la religión cristiana subió hasta el trono de los Césares, los cristianos persiguieron también a los gentiles e hicieron leyes contra los que sacrificaban a los ídolos, a pesar de la mansedumbre recomendada por el Evangelio y de la tolerancia y moderación usada y encargada por Constantino.

Casi desde que hubo religión cristiana, hubo también herejías; y si al principio se empleó para la conversión de los herejes la exhortación, la persuasión, la doctrina, la discusión y las apologías, contentándose con evitar su comunicación y trato cuando las amonestaciones eran ineficaces, poco a poco se fue usando de medios más violentos, hasta que a fines del siglo IV de la Iglesia un emperador cristiano y español, el gran Teodosio, promulgó ya un edicto contra los herejes maniqueos, no sólo imponiéndoles la pena de confiscación de bienes y hasta el último suplicio, sino mandando al prefecto del Pretorio que nombrara personas encargadas de inquirir y declarar los herejes ocultos, que fue ya la creación de una especio de comisión inquisitorial. Esta ley, así como las penas contra los herejes, sufrieron diferentes modificaciones durante el imperio romano, según las circunstancias particulares del tiempo, y la índole y las creencias de los emperadores y de los gobernantes, como se ve por las diferentes leyes del Código Teodosiano, y habrá podido ver con frecuencia el más medianamente versado en la historia general de la Iglesia. La de España, después de la invasión de los godos, y mientras sus reyes y sus gobernadores fueron arrianos sufrió los rigores de una cruda persecución, que concluyó por el sangriento sacrificio de un hijo ordenado por su mismo padre. Triunfó al fin el catolicismo con el martirio de San Hermenegildo y la conversión de Recaredo, y tan luego como la religión católica se halló dominando en el trono y en el pueblo, comenzaron los concilios toledanos a dictar disposiciones canónicas y a prescribir castigos contra los idólatras, contra los judíos y contra los herejes. La raza judaica fué sobre la que descargó más larga y más rudamente el peso de la intolerancia, de la persecución y hasta del encono. No sólo esgrimió la Iglesia contra los judíos las armas espirituales do la excomunión y demás censuras eclesiásticas en los siglos VI y VII, sino que se decretaron contra ellos severísimas penas, como el destierro, las cadenas, los azotes, la confiscación, la infamia, todas menos la muerte, y algunas más crueles que la muerte misma, como era la esclavitud, como era arrancar a los padres y a las madres los hijos de sus entrañas.

En los siglos siguientes, en que la potestad pontificia se fue arrogando la dominación temporal, en que los papas excomulgaban y deponían a los reyes, relevaban a los súbditos del juramento de fidelidad, coronaban a los soberanos y disponían de los tronos, se castigaba a veces a los herejes con las penas corporales, considerando los delitos contra la fe como delitos contra el Estado. Sin embargo, al terminar el siglo VIII todavía no se impuso a los obispos herejes españoles, Félix de Urgel y Elipando de Toledo, sino penas espirituales. Pero a principios del siglo XI se vió en Francia quemar vivo en la plaza do Orleáns al presbítero Esteban, confesor de la reina Constanza, con algunos compañeros de su error. Los papas, en virtud de la prepotencia universal que alcanzaron, solían mandar a los reyes bajo pena de excomunión, y aún de destronamiento, que expulsaran los herejes de sus dominios. En los siglos XI y XII las cruzadas acostumbraron a los hombres a mirar como un acto altamente meritorio la muerte que se daba a los infieles, se consideraba como mártires a los que morían en aquellas guerras, y se esperaba por aquel medio la remisión de cualesquiera delitos y pecados, y el premio de la bienaventuranza eterna. En el discurso de nuestra historia hemos visto cuántas veces se concedió honores, privilegios, gracias e indulgencias de cruzada a los que fuesen a pelear contra príncipes y monarcas cristianos de quienes el papa se creyera  ofendido, como si fuesen a guerrear contra infieles o sarracenos, calificándolos de cismáticos u de autores de la herejía, y no fueron los reyes de España los que menos arrostraron las iras pontificias en este sentido.

A fines del siglo XII en el concilio de Verona bajo Lucio III se fijó ya más la tendencia de entregar los herejes a la justicia secular, encargando a los obispos que por sí o por su arcediano visitasen una o dos veces cada año los lugares en que sospecharan haber algunos herejes, y obligaran a los moradores a prometer bajo juramento que los delatarían al obispo, el cual los haría comparecer a su presencia, y si persistiesen en su error los entregaría a los jueces, condes, barones, señores o cónsules, para que los castigasen según las leyes o costumbres del país, prescribiéndoles el modo de proceder. Poco después (1194), habiendo venido a España un legado del papa Celestino III y celebrado un concilio en Lérida, exhortó al rey de Aragón Alfonso II a que diese un edicto mandando salir del territorio de sus dominios en un breve plazo a los herejes valdenses y otros de cualquiera otra secta, prohibiendo a sus vasallos bajo la pena de confiscación y de ser tratados como reos de lesa majestad ocultarlos ni menos protegerlos bajo ningún pretexto. Su hijo y sucesor Pedro II expidió otro edicto aún más apremiante, prescribiendo ya a los gobernadores y jueces que juraran ante los obispos que trabajarían y celarían por el descubrimiento de los herejes y su castigo, e imponiendo penas severas a los receptadores u ocultadores.

El papa Inocencio III fue quien a principios del siglo XIII con motivo  de la herejía de los albigenses que infestaba los condados de Tolosa, Narbona, Carcassona, Bezières, Foix y otras provincias meridionales de Francia, nombró ya delegados pontificios especiales, distintos de los obispos, con plena facultad para inquirir y castigar los herejes. El abad del Císter, jefe de esta comisión, usando de las facultades pontificias, eligió doce abades más de su instituto, a los cuales se agregaron para predicar contra la herejía dos célebres y celosos españoles, Santo Domingo de Guzmán y el obispo de Osma don Diego de Acebes. Aplicar las indulgencias a los cruzados, predicar y convertir a los herejes, inquirir y descubrir a los contaminados con la herejía, reconciliar a los convertidos, y entregar los pertinaces al conde Simón de Monfort, jefe y caudillo de la cruzada, era el oficio de estos inquisidores. De estas célebres guerras contra los albigenses de Francia, hemos dado cuenta en otro lugar, así como de los millares de víctimas que perecieron en los tormentos, en las llamas, o al filo de las espadas de los cruzados a consecuencia del establecimiento de esta Inquisición. Sin embargo, no parece que Inocencio III se propusiera todavía fundar un tribunal perpetuo, ni que con la creación de inquisidores delegados intentara quitar a los obispos sus facultades naturales, como jueces ordinarios en las causas de fe desde Jesucristo.

Honorio III prosiguió fomentando la Inquisición, y protegiendo y favoreciendo a Santo Domingo de Guzmán y su orden de predicadores, a  quienes nombró familiares del tribunal, y le estableció, no sólo en los estados alemanes del emperador Federico, sino en Italia, y en la misma Roma, donde también penetró el contagio de la herejía. Poco después el pontífice Gregorio IX, protector de Santo Domingo y de los frailes dominicos, organizó la institución y le dio forma estable. Se designó el orden de las denuncias y las reglas que se habían de guardar para las pesquisas y delaciones, se establecieron ya todas las penas de confiscación, deportación, cárcel perpetua, privación de oficios, signos y trajes infamantes, relajación al brazo secular, de infamia a los hijos de los herejes y sus autores y defensores hasta la segunda generación, de hoguera para los impenitentes o relapsos, y de ser cortada la lengua a los blasfemos.

Tal era el estado de la Inquisición en Francia e Italia, cuando se introdujo en España por breve de Gregorio IX en 1232, dirigido al arzobispo  Aspargo de Tarragona y a los obispos como provinciales suyos, remitiéndoles copia de la bula expedida el año antecedente contra los herejes de Roma, y de aquí el principio del establecimiento de la antigua Inquisición en Cataluña, Aragón, Castilla y Navarra, sucesivamente y en la forma y términos que en otro lugar dejamos ya expresados. Allí hablamos ya de la instrucción de inquisidores escrita por el religioso dominico español San Raimundo de Peñafort, penitenciario del papa, del concilio de Tarragona, de la protección y confianza que Inocencio IV siguió dispensando a los dominicos de España para los empleos y ejercicios de inquisidores, y de otras noticias referentes a este asunto. También dijimos en su lugar oportuno, bosquejando el espíritu y las ideas y costumbres del siglo XIII  que así como el rey San Luis de Francia había sancionado el establecimiento de la Inquisición en su reino, el rey San Fernando de Castilla, lleno de celo religioso, llevaba en sus propios hombros la leña para quemar a los herejes: ¡tan poderoso es el espíritu de un siglo, y tanto perturba los entendimientos más ilustrados! Bajo la impresión de estas mismas ideas formó su hijo, el Rey Sabio, el código de Partidas. Los reyes de Aragón prosiguieron favoreciendo las máximas inquisitoriales, y Jaime II expidió un edicto expulsando de sus dominios todos los herejes de cualquiera secta, mandando a las justicias del reino auxiliar a los frailes dominicos como inquisidores pontificios, y ejecutar las sentencias que pronunciaban dichos inquisidores, si bien a muchos de éstos les costó la muerte, siendo asesinados y a veces apedreados por los herejes o sus autores, lo cual valió a los que así perecieron el honor y la gloria del martirio que sus contemporáneos les dieron.

Durante los dos primeros tercios del siglo XIV se hicieron de tiempo en tiempo en diferentes puntos varios autos de fe parciales, en que no sólo se impusieron a algunos herejes penitencias públicas, y se les aplicaron las penas corporales de cárcel, deportación, confiscación y otras aflictivas o infamatorias, sino que algunos fueron entregados a la justicia secular para ser quemados, y también se mandó desenterrar y quemar los huesos de algunos que habían muerto pertinaces, y el rey don Jaime de Aragón asistió con sus hijos y dos obispos al suplicio de don Pedro Durango de Baldach, que fue quemado por sentencia del inquisidor general Burguete.

O mucho debió aflojar después la Inquisición, o muy diminuto era el número de los errores y delitos contra la fe en España, cuando a fines del siglo XIV y principios del XV apenas puede saberse si existía tribunal de Inquisición en Castilla. Cierto que en el decimoquinto se hallaban todavía algunos nombramientos de inquisidores, así para Castilla y Portugal como para Aragón y Valencia, pero parece haber sido más de fórmula que  de ejercicio, puesto que son contados los casos en que se los ve actuar, y menos con la formalidad de tribunal permanente. El suceso mismo que se refiere a la sacrílega profanación de la hostia sagrada en Segovia en el reinado de don Juan II, no fue juzgado y castigado sino por el obispo, a quien como tal, dice el ilustrado historiador de aquella ciudad, pertenecían de derecho en aquel tiempo las averiguaciones y castigos de delitos semejantes. Algo más inquisitorial fue una comisión de pesquisa enviada por aquel rey a Vizcaya contra un fraile francisco que defendía la secta de los beguardos, mas aunque algunos de sus cómplices fueron quemados en Valladolid y en Santo Domingo de la Calzada, no consta que se observaran las formas de la antigua institución. La quema de los libros de don Enrique de Villena hecha por Fr. Lope de Barrientos de orden del rey puede considerarse más bien como un expurgo, un rasgo de preocupación y de ignorancia, o acaso un resabio de las antiguas costumbres, que como un acto rigorosamente inquisitorial. Que en el reinado de Enrique IV no existía la Inquisición en Castilla lo indicó bien el mismo Fr. Alonso de Espina, el que auxilió a don Álvaro de Luna en sus últimos momentos, y el autor del Fortalitium fidei, cuando se quejaba al rey del gran daño que en concepto suyo padecía la religión por no haber inquisidores, suponiendo que los herejes y judíos la vilipendiaban sin temor del rey ni de sus ministros. Y últimamente, cuando el papa Sixto IV mandó al general de los dominicos de España en 1474 que nombrara inquisidores para todas partes, parece que los nombró para Cataluña, Aragón, Valencia, Rosellón y Navarra, mas no consta que los nombrara para Castilla.

Nosotros haremos conocer un documento de 1464, de que parece no haber tenido noticia ni Llorente ni ningún otro historiador que hayamos visto, del que se deducen evidentemente dos cosas: primera, que en aquella época no existía la Inquisición en Castilla; segunda, que había muchos que la proponían y la deseaban. Pero antes daremos una idea del carácter de la Inquisición antigua, de su forma y procedimientos, para que pueda luego cotejarse con la moderna que se estableció en el reinado de Fernando e Isabel.

La Inquisición antigua se instituyó primeramente contra los herejes, mas luego se fue extendiendo a los sospechosos, autores o defensores, a los delitos de blasfemia, sortilegio, adivinación, cisma, tibieza en la persecución de los enemigos de la fe, y otros delitos semejantes, y también a los judíos y moros. Los inquisidores procedían en unión con los obispos jueces natos en las causas de fe, y aunque podían formar separadamente proceso, los autos y sentencias definitivas habían de ser de los dos, y en caso de desacuerdo se remitía el proceso al papa. No tenían dotación ni gozaban sueldo; los gastos de viajes y otras diligencias, que al principio se hacía costear a los obispos y a los señores territoriales, se suplieron después de los bienes mismos que se confiscaban. Las autoridades y jueces seculares estaban obligados bajo pena de excomunión a darles toda clase de auxilios y asegurar sus personas. Cuando los inquisidores llegaban a un pueblo hacían comparecer al alcalde o al gobernador, al cual tomaban juramento de cumplir todas las leyes sobre herejes, se predicaba un sermón en un día festivo, y se publicaba edicto señalando un término, o para que se denunciasen a sí mismos, o para que otros hicieran las delaciones, pasado el cual se procedía en rigor de derecho. Las delaciones se escribían en un libro reservado. A los procesados se les daba copia incompleta del proceso ocultando los nombres del delator y testigos. Al que confesase un error contra la fe. aunque negase los demás, no se le concedía defensa, porque ya constaba el crimen inquirido. Si abjuraba, se le reconciliaba con imposiciones de penas o con penitencia canónica; de lo contrario se le declaraba hereje y se le entregaba a la justicia secular. Cuando el reo estaba negativo, pero convicto, o había indicios vehementes, se le exponía a cuestión de tormento para que confesase. Cuando no constaba bien el crimen de herejía, pero resultaba difamación, se le declaraba infamado, y se le condenaba a destruir su mala fama por medio de la purgación canónica. Guardábase en los procedimientos un secreto impenetrable, y se empleaban ya en la Inquisición antigua los modos más insidiosos de acusación.

El sistema penal y penitencial de la Inquisición antigua era sin duda mucho más rigoroso y severo que el de la moderna, según tendremos ocasión de ver cuando de ésta tratemos. Además de las penas espirituales de excomunión, irregularidad, suspensión, degradación y privación de beneficios, hemos hablado ya de las corporales y pecuniarias como confiscación, deportación, cárcel temporal o perpetua, infamia, privación de oficios honores y dignidades, muerte y hoguera. Estas últimas no hubieran podido imponerlas los jueces eclesiásticos si no lo consintiesen los soberanos: y aun así, en cuanto a la pena capital, como contraria al espíritu del Evangelio y al carácter del sacerdocio, absteníanse los inquisidores eclesiásticos de imponerla: en su lugar se discurrió, declarado el delito de herejía, entregar los reos a los jueces civiles para la aplicación de la pena, que era lo que se llamaba relajar al brazo secular, con conocimiento de que las leyes civiles prescribían la pena de muerte. Aun sabiendo esto los inquisidores, todavía usaban la cláusula (el lector juzgará de la sinceridad con que esto pudiera hacerse) de rogar a los jueces que no condenaran al reo al último suplicio, siendo así que no solamente éstos no podían dispensarse de hacerlo, sino que si alguno se mostraba tibio o indulgente, se le formaba proceso por sospechoso, puesto que le habían hecho antes jurar que ejecutaría y cumpliría las leyes promulgadas contra los herejes.

Las penitencias públicas a que se sujetaba á los reconciliados y arrepentidos, eran en extremo degradantes, bochornosas y crueles. Entre ellas  debe contarse el distintivo que se les hacía llevar en los vestidos, que a veces eran dos cruces grandes de tela amarilla, una a cada lado del pecho a veces se añadía otra tercera en la capucha si era hombre, y en el velo si era mujer, a veces era una túnica o saco, que se acostumbraba a bendecir, de lo cual se llamó saco bendito, y después por corrupción sambenito, sobre cuyo signo y forma variaron las disposiciones de los concilios y de los inquisidores. «Los que dieren crédito a los errores de los herejes, decía el concilio de Tarragona de 1242, hagan penitencia solemne de este modo: en el próximo día futuro de Todos Santos, en el primer domingo de Adviento, en los de Nacimiento del Señor, Circuncisión, Epifanía, Santa María de febrero, Santa María de marzo, y todos los domingos de cuaresma, concurran a la catedral y asistan a la procesión en camisa, descalzos, con los brazos en cruz, y sean azotados en dicha procesión por el obispo o párroco, excepto el día de Santa María de febrero y el domingo de Ramos, para que se reconcilien en la iglesia parroquial. Asimismo, en el miércoles de Ceniza irán a la catedral en camisa, descalzos, con los brazos en cruz, conforme a derecho, y serán echados de la iglesia para toda la cuaresma, durante la cual estarán así en las puertas, y oirán desde allí los oficios... previniendo que esta penitencia del miércoles de Ceniza, la de Jueves Santo, y la de estar fuera de la iglesia y en sus puertas los otros días de cuaresma, durará mientras viviesen todos los años... Lleven siempre dos cruces en el pecho, etc.»

Un autor antiguo, muy afecto a la Inquisición, y por lo mismo nada sospechoso en lo que vamos a decir, da noticia de la penitencia que Santo Domingo impuso a un hereje converso y reconciliado, llamado Poncio Roger, condenándole a ser llevado en tres domingos consecutivos desde la puerta de la villa hasta la de la Iglesia, desnudo y azotándole un sacerdote; a abstenerse de carnes, de huevos, queso y demás manjares derivados de animales para siempre, menos en los días de Resurrección, Pentecostés y Navidad; a hacer tres cuaresmas al año; a abstenerse de pescados, aceite y vino tres días a la semana por toda la vida, excepto en caso de enfermedad o de trabajo excesivo con dispensa; a llevar el saco y las cruces de los penitentes; a oír misa todos los días, y asistir a vísperas los domingos; a rezar diariamente las horas diurnas y nocturnas, y el Padre nuestro siete veces en el día, diez en la noche, y veinte a las doce de la misma; a guardar castidad, y enseñar todos los meses aquella carta a su párroco, el cual estaba encargado de vigilar su conducta.

Hasta la abjuración de los levemente sospechosos se hacía con pública solemnidad y con unas ceremonias sonrojosas y humillantes. Hacíase en el templo anunciándose en todas las iglesias el domingo precedente. El día señalado concurrían el clero y el pueblo: el procesado y reconciliado por leve sospecha se colocaba en un alto tablado de pie, de modo que pudiera ser visto por todo el mundo. Se cantaba la misa, predicaba el inquisidor un sermón contra la herejía de que había sido acusado por sospecha  leve el hombre que se hallaba en el cadalso, hacía un relato del proceso, y manifestaba que estaba pronto a abjurar: poníansele seguidamente la cruz y los evangelios, y se le daba a leer la abjuración escrita, se pronunciaba la sentencia, y se le imponían las penitencias correspondientes. Estas ceremonias eran más graves y más solemnes, según que la sospecha era más vehemente, o vehementísima.

Los autos de fe para los no conversos o impenitentes se anunciaban por toda la comarca para que pudiera asistir un gran concurso: se preparaba un tablado en la plaza pública, se leían los crímenes que resultaban del proceso, predicaba el inquisidor, se hacía entrega del reo a la justicia secular, y pronunciaba la sentencia de condenación conforme a las leyes civiles, se le conducía a la hoguera ya preparada fuera del pueblo, y se le arrojaba vivo a las llamas.

Tal es en resumen la historia, y tales eran la forma y los procedimientos de la Inquisición antigua, aunque perdido su primitivo rigor en los dos últimos siglos, casi olvidada y sin ejercicio en esta parte de España, y tal era el estado de Castilla en este punto cuando subieron al trono Isabel y Fernando.

 

En esta situación se trató de dar otra vez movimiento a aquella enmohecida máquina, y se encontró pábulo y materia con que alimentarla en esa desventurada raza sin rey y sin pueblo, que anda errante por todas las naciones pagando los pecados de sus padres, en cumplimiento de una profecía y de una maldición, los judíos.

Ya hemos visto cuán dura y cruelmente fueron tratados los judíos de España durante la dominación de los visigodos, y a cuán miserable y triste condición los redujeron aquellos monarcas y aquellos concilios. En los edictos de los reyes, en los cánones de las asambleas religiosas de Toledo, y en las leyes del código visigodo, se encuentra, si no el nombre ni la forma, el espíritu al menos y el germen de una inquisición contra la raza hebrea. Ellos sufrieron todas las calamidades y amarguras, ellos aguantaron todos los infortunios, todas las penalidades, todas las humillaciones y todos los castigos con que se propuso agobiarlos, escarnecerlos y anonadarlos el pueblo cristiano en su rencorosa saña contra los descendientes de Israel. Pero ellos a su vez, aunque al parecer pacientes y sufridos, fueron reconcentrando y atesorando en sus corazones el odio y el resentimiento de siglos enteros, y esperaron día y ocasión en que vengar los ultrajes recibidos de sus perseguidores. En vano los últimos monarcas godos procuraron mejorar su condición, sacándolos de su envilecimiento y abriendo a los que habían pasado a otras tierras las puertas de su patria adoptiva. Tenaz en sus odios como en sus creencias el pueblo maldecido, ingrato, mañoso y disimulado, fomentó y protegió la invasión de los sarracenos en España, sin darle cuidado por la ruina del suelo en que habían nacido sus hijos, con tal de vengar los agravios sufridos de los cristianos españoles, viendo con gusto y contribuyendo con placer a la pérdida del imperio godo.

La ayuda que los judíos habían prestado a los árabes, su común origen  oriental y la semejanza en muchas de las costumbres religiosas de los dos pueblos proporcionaron a los israelitas ser atendidos y considerados por los nuevos conquistadores, y bajo tan favorables auspicios, y merced a su diligencia, industria y natural adquisividad, fueron aumentando sus riquezas, extendiendo su comercio, progresando en la industria y en las artes, ganando privilegios y elevándose a las principales dignidades del imperio mahometano. Ellos cultivaron las letras con tan buen éxito, que a mediados del siglo X fundaron ya una academia en Córdoba, rivalizando los doctores rabinos con los cultos árabes en varios ramos de los conocimientos humanos, y formando una literatura hebrea cuando más espesas eran las tinieblas que cubrían el horizonte del pueblo cristiano español. Las letras, las artes y la riqueza se vinieron con ellos a Toledo, y cuando Alfonso VI a fines del siglo XI reconquistó al cristianismo la antigua corte de los godos, halló en ella muchos ricos e ilustrados judíos, a quienes tuvo que comprender en la capitulación, dejándolos morar libremente, gobernarse por sus leyes y conservar los ritos de su falsa religión. Mas no tardó en resucitar el antiguo odio de los cristianos a la raza y secta judaica; en un alboroto popular las sinagogas fueron saqueadas, los rabinos inmolados al pie de sus cátedras, y las calles de Toledo salpicadas con sangre de judíos (principios del siglo XII); don Alfonso quiso castigar aquel atentado, pero fue detenido su brazo por los hebreos mismos, temerosos de mayores males. El ejemplo de Toledo fue, sin embargo, el preludio de más terribles desafueros y de más sangrientas matanzas. A pesar de los privilegios que se les conservaban en los fueros de las poblaciones, al paso que los cristianos adquirían mayor poder con la conquista, iban vejando más a los judíos, gravándolos con impuestos cuantiosos a favor de los reyes y de las iglesias, y llegó a imponérseles el tributo personal de treinta dineros llamado judería, por el favor y en recompensa de dejarlos vivir en las ciudades y pueblos de Castilla. Las victorias ulteriores de los cristianos, el célebre triunfo de Alfonso el Noble en las Navas de Tolosa, las conquistas de Córdoba y Sevilla por San Fernando, casi simultáneas a las de Mallorca y Valencia por don Jaime I de Aragón antes de mediar el siglo XIII, engrandecieron inmensamente el poder del pueblo cristiano, al par que dejaron la proscrita raza judaica a merced del aborrecimiento y de la tiranía de los vencedores.

Mas este pueblo sin patria, arrojado en medio del mundo, en pena y expiación del mayor de los crímenes cometidos por sus mayores, se afanaba en medio de su abatimiento por conquistar una influencia y adquirir algunos merecimientos que oponer y con que neutralizar la saña de sus señores. Además del influjo que les daban las riquezas ganadas con su genio activo e industrioso, mientras los cristianos se entregaban casi exclusivamente al ejercicio y al arte de la guerra, ellos se dedicaban con empeño, émulos en esta parte de la gloria de los árabes, al estudio de las ciencias, y al cultivo de las letras y de las artes, llegando a sobresalir en muchas de ellas, principalmente en la astronomía, en las matemáticas, en la medicina, en la economía y administración, y en la bella literatura. Con tal motivo el rey don Alfonso el Sabio, para quien los hombres doctos e instruidos lo merecían todo, protegió a los judíos, acaso más de lo que permitía el espíritu de la época, permitiéndoles reedificar sinagogas y prohibiendo a los cristianos molestarlos en el ejercicio de su culto; si bien no pudiendo desentenderse de las opiniones dominantes en el pueblo cristiano, y de los excesos y abusos que los mismos judíos cometían con frecuencia, consignó en las Partidas algunas leyes para tenerlos a raya, imposibilitándolos para los cargos públicos si persistían en sus creencias, y obligándolos a llevar un distintivo que los diferenciara de los cristianos. A pesar de esto siguieron siendo los médicos de los reyes, los administradores y recaudadores de las rentas reales, y ejerciendo los principales cargos y oficios así en el palacio como en las casas de los grandes señores. Prosiguió de allí adelante la lucha entre el odio que les profesaba el pueblo y el favor que los dispensaban los reyes y los magnates. A mediados del siglo XIV se les prohibió tomar nombres cristianos, so pena de ser tratados y hacer justicia de ellos como herejes. Alfonso XI a petición de las cortes de Madrid quitó el almojarifazgo al famoso judío don Yussaph de Écija, y dispuso que de allí adelante no ejerciera ninguno de su religión aquel importante cargo, mudando además el nombre de almojarife en el de tesorero. El rey don Pedro protegía a los de aquella raza; todo el mundo conoce, y nosotros hemos contado la historia de su célebre tesorero Samuel Leví, y en su tiempo se levantó la suntuosa sinagoga de Toledo, en cuyas lápidas se pusieron inscripciones grandemente laudatorias a don Pedro de Castilla.

Por el contrario, Enrique II el Bastardo mostró un odio rencoroso contra los hebreos, que seguían el partido de su hermano, y bien lo mostró en las matanzas de las juderías de Burgos y Toledo: acaso aquel aborrecimiento a los judíos contribuyó mucho a la boga que alcanzó en el pueblo castellano la causa del bastardo de TrastamaraPrevaliéronse de este espíritu algunos sacerdotes cristianos para atreverse ya a predicar al pueblo en los templos y a concitarle en las plazas al exterminio de la raza judaica. A una de estas predicaciones se debió el furor con que en Sevilla fueron despiadadamente inmolados hasta cuatro mil israelitas, por el populacho que asaltó la judería, excitado por los fogosos discursos del fanático arcediano de Écija don Hernando Martínez en tiempo de don Juan I. La impunidad en que quedó el atentado de Sevilla produjo más adelante los tumultos y las matanzas horribles y casi simultáneas en las aljamas y juderías de Burgos, de Valencia de Córdoba, de Toledo, de Barcelona y de varias otras ciudades de Aragón y de Castilla. Aterrados con aquel degüello universal, los que quedaban con vida, pedían a gritos el bautismo, único medio de librar sus gargantas de la cuchilla con que veían segar las de sus padres, esposas, hijos y deudos.

Varias eran las causas que habían ido preparando el ánimo del pueblo a perpetrar estos estragos y sangrientas ejecuciones. Primeramente el odio inveterado entre los hombres de las dos creencias, y el resentimiento tradicional de los cristianos hacia los que en otro tiempo habían favorecido a los destructores de su patria y a los enemigos de su fe: después las tiranías, exacciones, usuras, excesos y desmanes de todo género con que los judíos oprimían los pueblos como arrendadores, repartidores y recaudadores de los impuestos y rentas públicas que estaban siempre en sus manos: el sentimiento de verlos apoderados de los oficios más lucrativos, y la envidia de sus riquezas y de su prosperidad, dueños como eran de la industria y del comercio: las exhortaciones y provocaciones de los sacerdotes intolerantes o fanáticos.

Mas los que así abjuraban de la fe de sus padres en medio del abatimiento, del espanto o de la desesperación, a la vista de sus casas saqueadas, de sus familias asesinadas, de la carnicería y de la sangre que veían en derredor de sí, y repentinamente prometían abrazar otra religión o recibían el bautismo por evitar la muerte, no podían ser cristianos de corazón ni de convencimiento, y no lo eran, y volvían siempre que podían a las prácticas de su culto y a los ritos y ceremonias de su antigua creencia, más o menos oculta o públicamente, según que arreciaba o aflojaba la persecución y era más o menos inminente el peligro. Por otra parte, poseedores los judíos de la industria, de las artes y del comercio, conocedores y prácticos en la administración de la hacienda, abiertas siempre sus arcas a los reyes en los apuros del Estado, útiles como contribuyentes, aunque interesados y usureros como prestamistas, y tiranos como repartidores y colectores, la destrucción de su fortuna era al mismo tiempo la destrucción de la industria, quedaban sin ocupación los numerosos telares de Sevilla y Toledo, dejaban de venir los productos y mercancías de Oriente y Occidente, las tiendas de las grandes ciudades quedaban desiertas, y las rentas de las iglesias y de la corona sufrían grande y visible disminución. Ellos, no obstante, procuraban reponerse de su quebranto a fuerza de paciencia, y se esforzaban por ganar a los próceres y magnates ofreciéndose a pagarles nuevos pechos y tributos, lo cual no impidió que siguieran promulgándose contra ellos ordenanzas tan duras como la de la reina doña Catalina en Valladolid (principios del siglo XV ) sobre el encerramiento de los judíos y de los moros, encaminada a obligarlos á vivir en barrios aparte, circundados de una muralla, aislarlos todo lo posible de los cristianos y evitar su trato y comunicación, privarlos de traficar y de ejercer oficios mecánicos, y en una palabra, cerrarles todos los caminos y reducirlos a la impotencia.

Vinieron a tal tiempo las fervorosas predicaciones de San Vicente Ferrer, que con su inspirada e irresistible elocuencia arrancaba al judaísmo los creyentes a millares, y hacía las milagrosas conversiones que en otra parte hemos apuntado. Uno de estos rabinos conversos, que se llamó Jerónimo de Santa Fe, de los más sabios doctores y talmudistas, se propuso sacar a los de su antigua secta de los errores en que él mismo había estado. A este fin convocó y abrió, de acuerdo con el papa Benito XIII (Pedro de Luna), un congreso teológico en Tortosa, donde como en un palenque académico se discutieran todos los puntos en que se diferencian la religión de Jesucristo y la de Moisés, convidando a los más sabios judíos de España a que compareciesen allí á disputar y argüir con él. Abierta la discusión en aquella especie de certamen rabínico, el converso Jerónimo combatió con tan vigorosas razones las doctrinas del Talmud, que llevando la convicción a los entendimientos de sus correligionarios, de los catorce doctores que se sabe asistieron al congreso sólo dos permanecieron contumaces en sus errores. De sus resultas expidió Benito XIII la célebre Bula de Valencia (1315) por la cual se mandaba entre otras cosas que no pudiera haber más de una sinagoga en cada población, que ningún judío pudiera ser médico, cirujano, tendero, droguero, proveedor, ni tener otro oficio alguno público, ni vender ni comprar viandas a los cristianos, ni hacer ni tener trato alguno con ellos, etc. Y mientras esto pasaba en los dominios de Aragón, en un concilio que contra ellos se celebraba en Zamora (Castilla) se derogaban todos los privilegios que hasta entonces habían asegurado la libertad individual y la propiedad de los judíos, se confiscaban las sinagogas levantadas en los últimos tiempos, se les prohibía también el ejercicio de la medicina, que era su gran recurso, y se establecían otros cánones no menos duros y opresivos.

Todavía tuvo un respiro la desventurada raza en el reinado de don Juan II. Este monarca, amante de los hombres de letras como Alfonso el Sabio, quiso como él dispensar protección a los hebreos, a pesar del odio popular y de las reclamaciones de las cortes, y se atrevió a dar en Arévalo una pragmática (6 de abril, 1443) por la cual ponía bajo su guarda y seguro, como cosa suya y de su cámara, a los hijos de Israel: último y pasajero alivio que experimentó la familia proscrita. Pronto comenzó otra vez la reacción. El sacrilegio de la hostia cometido por un judío en Segovia costó a muchos rabinos de aquella ciudad ser arrastrados, ahorcados y descuartizados. Para mayor desgracia suya, los ilustres conversos Pablo de Santa María, Alfonso de Cartagena, Fr. Alonso de Espina y otros de los que habían abrazado el cristianismo, eran los que concitaban más las pasiones populares contra sus antiguos correligionarios, y las canonizaban con su ejemplo. En el principio del reinado de don Enrique el Impotente fueron los judíos el blanco de la saña de los revoltosos y el objeto en que descargaban todas sus iras. En 1460 los magnates rebeldes ponían por condición al rey que echase de su servicio y de sus Estados los judíos y moros que manchaban la religión y corrompían las costumbres. La reacción estaba preparada, los combustibles se habían ido hacinando, y un crimen que cometieron o que se atribuyó á aquellos hombres desesperados, fue la chispa que encendió, la llama de la más ruda y sangrienta persecución.

Cuéntase que en un día de la pasión del Señor los judíos de Sepúlveda se apoderaron de un niño, y llevándole a un lugar retirado, después de haber ejecutado en él toda clase de malos tratamientos, acabaron por sacrificarle, parodiando la muerte dada por sus mayores al Salvador. Cierto o no el horroroso crimen, se divulgó por la población, el obispo de Ávila don Juan Arias instruyó el proceso y condenó a los acusados, haciendo llevar a Segovia diez y seis de los que aparecían más culpables, de los cuales unos murieron en el fuego, otros arrastrados y ahorcados. El castigo no satisfizo el furor popular; los moradores de Sepúlveda juraron el exterminio de los impíos israelitas, entraban en sus casas y los inmolaban con rabioso frenesí.

Los que huían a otras poblaciones no encontraban asilo en ninguna, porque en todas se habían hecho correr noticias de anécdotas y casos parecidos al del niño de Sepúlveda. Los cristianos se creyeron obligados a matar judíos, y por todas partes se renovaron los tumultos que un siglo antes habían hecho correr la sangre de los hijos de Judá por las calles de Sevilla, de Toledo, de Burgos, de Valencia, de Tudela y de Barcelona. Las ciudades de Andalucía tomaron las armas para acabar con los descendientes de Israel, y su ejemplo fue pronto imitado por los castellanos. Ya no se perseguía como antes solamente a los judíos contumaces; el odio se extendió también a los convertidos, a quienes hasta entonces no sólo se había respetado, sino que se les había favorecido con privilegios, con empleos, con altas dignidades eclesiásticas. A todos se miraba ya con recelo, y se les armaban asechanzas. Decíase, tal vez con verdad de muchos, tal vez sin razón de otros, que fingiéndose de público cristianos, practicaban en secreto los ritos y ceremonias de su antiguo culto. Añadíase que observaban la pascua, que comían carne en la cuaresma, que se abstenían de la de puerco, que enviaban aceite para llenar las lámparas de las sinagogas, que seducían las vírgenes de los claustros, que repugnaban llevar sus hijos a bautizar, o si los llevaban, los limpiaban al volver a su casa, y propagábanse otras voces semejantes, aun de hechos pequeños y pueriles, pero muy propios para exaltar el fanatismo del pueblo.

Tal es en compendio la historia, tales fueron las vicisitudes, y tal era la situación de los judíos de España, y en tal estado se hallaba el espíritu y la opinión popular en Castilla relativamente a la raza judaica, cuando Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón ocuparon juntos el trono castellano.

Sentados estos antecedentes, sin los cuales no creemos posible juzgar con acierto de las causas que impulsaron a los unos a aconsejar, a los otros a decretar el establecimiento de la nueva Inquisición, veamos ahora por qué trámites se verificó la creación de este famoso tribunal hecha por los monarcas cuyo reinado examinamos.

 

Diez años antes de la muerte de Enrique IV y de la proclamación de la reina Isabel hubo ya proyecto y tentativa de establecer la Inquisición en Castilla. En la concordia de Medina del Campo celebrada entre los delegados del rey don Enrique y los de los grandes del reino (1464-65), en que se hicieron unas ordenanzas generales para el gobierno en todos los ramos de la administración, ordenanzas que no se pusieron en ejecución por la causa que en la historia de aquel reinado expusimos, se encuentran algunos capítulos en que se trató de formar una inquisición para la averiguación y castigos de los malos cristianos y de los herejes o sospechosos en la fe, si bien encomendando este cargo y oficio a los arzobispos y obis­pos del reino como á naturales jueces en los asuntos, causas y delitos contra la religión.

No hallamos que desde entonces se volviera a proponer o pedir el establecimiento del tribunal, por más que la ojeriza y el encarnizamiento contra los judíos fuera creciendo cada día en los términos que antes hemos expresado, hasta 1477, en que ya un inquisidor siciliano que vino a Sevilla, ya el nuncio del papa en la corte española, Nicolo Franco, ya el prior de los dominicos de Sevilla, Fr. Alonso de Ojeda, representaron a los reyes Fernando e Isabel la conveniencia y ventajas de un tribunal semejante a la Inquisición antigua, para inquirir, reprimir y castigar los cristianos nuevos que apostataban y volvían a judaizar, y de quienes se contaban multitud de abominaciones, irreverencias y profanaciones del género de las que hemos referido. Encontraba el consejo un obstáculo en el carácter dulce y en el corazón generoso y benigno de la reina Isabel. Mas por otra parte, llena de celo religioso, educada en las máximas y sentimientos de devoción y de piedad, amante de la pureza de la fe, y dispuesta a ejecutar lo que varones respetables le representaban como una obligación de conciencia, condescendió en que se solicitase una bula del papa para el objeto que le proponían, bula que Sixto IV otorgó con gusto (1.° de noviembre, 1478), concediendo facultad a los reyes para elegir tres prelados, u otros eclesiásticos doctores o licenciados, de buena vida y costumbres, para que inquiriesen y procediesen contra los herejes y apóstatas de sus reinos conforme a derecho y costumbres.

Todavía, sin embargo, hizo Isabel suspender la ejecución de la bula pontificia hasta ver si por medios más suaves alcanzaba a remediar los males que se lamentaban. Digno intérprete de sus sentimientos el venerable arzobispo de Sevilla don Pedro de Mendoza, cardenal de España, compuso e hizo circular por su arzobispado un catecismo de doctrina cristiana acomodado a las circunstancias, y recomendó a los párrocos explicasen con frecuencia a los cristianos nuevos la verdadera doctrina del Evangelio. Encargaron igualmente los reyes a varones piadosos y doctos que en público y en particular informasen, predicasen, exhortasen y trabajasen por reducir aquellas gentes a la fe. En tal estado un judío imprudente a fanático escribió un libro contra la religión cristiana y censurando las providencias de los reyes (1480). La aparición de este escrito excitó sin duda más y exacerbó el odio popular contra los judíos, y tal vez dio ocasión o pretexto al prior de los dominicos de Sevilla, Fr. Alfonso de Ojeda, al provisor don Pedro de Solís, al asistente don Diego de Merlo, y al secretario del rey don Fernando don Pedro Martínez Camaño, para persuadir a los reyes de la insuficiencia de las medidas benignas, y de la necesidad de emplear medios rigurosos. No era menester tanto para convencer al rey como a la reina, pero al fin, consultado por Isabel el cardenal de España y otros varones a quienes tenía por doctos y piadosos, se resolvió a poner en ejecución la bula pontificia; y hallándose los monarcas en Medina del Campo nombraron primeros inquisidores (17 de setiembre, 1480) a dos frailes dominicos, Fr. Miguel Morillo y Fr. Juan de San Martín, juntamente con otros dos eclesiásticos, como asesor el uno y como fiscal el otro, facultándoles para establecer la Inquisición en Sevilla, y librando reales cédulas a los gobernadores y autoridades de la provincia para que les facilitasen todo género de auxilios y cuanto necesitasen para el ejercicio de su ministerio. Primer paso, hijo de un error de entendimiento de la ilustrada y bondadosa Isabel, cuyas consecuencias no previo, y cuyos resultados habían de ser tan fatales para España.

Los nuevos inquisidores, que se establecieron en el convento de San Pablo de Sevilla, si bien no tardaron en trasladarse a la fortaleza de Triana en 1481, comenzaron a ejercer sus funciones publicando por todas las ciudades y pueblos del reino un edicto que llamaron de gracia, exhortando a todos los que hubiesen apostatado o incurrido en delitos contra la fe, a que dentro de cierto plazo se denunciaran y los confesaran a los inquisidores para que éstos los reconciliaran con la Iglesia, pasado cuyo término se procedería contra ellos con todo el rigor de derecho. En virtud de este edicto se presentaron a confesar y pedir perdón de sus errores  hasta diez y siete mil personas entre hombres y mujeres, a los cuales se absolvía imponiendo a cada cual la penitencia que se creía correspondiente a sus pecados o excesos. Trascurrido el término, se publicó otro edicto mandando bajo la pena de excomunión mayor delatar las personas de quienes se supiese o sospechase haber incurrido en el crimen de judaísmo o de herejía, con arreglo a un interrogatorio, en que principalmente se señalaban las prácticas, costumbres y ceremonias judaicas, muchas de ellas al parecer insignificantes y pueriles. El resultado de este segundo edicto, y de las delaciones y procesos que le siguieron, fue entregar a la justicia seglar para ser quemados en persona en el resto de aquel año y el siguiente hasta dos mil judaizantes, hombres y mujeres; muchos otros fueron quemados en estatua; a muchos más se los condenó a penitencia pública, a infamia, a cárcel perpetua y a otras penas no menos rigurosas. Se mandó sacar de las sepulturas los huesos de los que se averiguó haber judaizado en vida, para quemarlos públicamente: se inhabilitó a los hijos de éstos para obtener oficios y beneficios, y los bienes de los sentenciados fueron aplicados al fisco. Muchos de los de aquel linaje, temerosos de que los alcanzara la persecución y el castigo, abandonaron sus casas y haciendas, y huyeron aterrados a Portugal, a Navarra, a Francia, a Italia y a otros reinos, siendo tal la emigración que solamente en Andalucía quedaron vacías de cuatro a cinco mil casas. Para el castigo de hoguera se levantó en Sevilla en el campo de Tablada un cadalso de piedra, a que se dio el nombre de Quemadero, que duró hasta el siglo presente, a cuyos cuatro ángulos había cuatro estatuas de yeso que llamaban los cuatro Profetas.

Algunos parientes de los condenados y de los presos, y otros de los quemados en efigie se quejaron al papa de la injusticia de los procedimientos de los inquisidores. El pontífice amenazó hasta con privarlos de oficio, porque no se sujetaban a las reglas del derecho, mas no lo hizo por consideración al nombramiento que tenían de los reyes. Y luego prosiguió expidiendo bulas, ya aumentando el número de inquisidores (1482), ya nombrando juez único de apelaciones en las causas de fe al arzobispo de Sevilla don Iñigo Manrique, ya dando instrucciones a los arzobispos y obispos, hasta que en 1483 (2 de agosto) expidió un breve nombrando inquisidor general de la corona de Castilla a fray Tomás de Torquemada, prior del convento de dominicos de Segovia, cuyo nombramiento hizo extensivo más adelante (17 de octubre) a la corona de Aragón. No podía haber recaído la elección en persona más adusta y severa, y de más energía y actividad. Torquemada procedió desde luego á la creación de cuatro tribunales subalternos en Sevilla, Córdoba, Jaén y Ciudad-Real; este último se trasladó muy pronto a Toledo: y tomó dos asesores jurisconsultos, que fueron Juan Gutiérrez de Chaves y Tristán de Medina. Entonces los reyes Fernando e Isabel tuvieron por conveniente crear un Consejo real, que se llamó el Consejo de la Suprema, compuesto del inquisidor general, como presidente nato, y de otros tres eclesiásticos, dos de ellos doctores en leyes, así para asegurar los intereses de la corona en las confiscaciones, como para que velasen por la conservación de la jurisdicción real y civil, a los cuales se dio voto decisivo en todos los asuntos pertenecientes a la potestad real y temporal, pero consultivo solamente en los que pertenecían a la espiritual, los cuales quedaban sometidos al inquisidor general por las bulas pontificias. Esto fue lo que dio origen a tantas controversias entre los inquisidores generales y los consejeros de la Suprema, y a las invasiones de la Inquisición en los poderes temporales que la historia nos irá demostrando.

Pensó también desde luego Torquemada en formar unas constituciones para el gobierno del tribunal de la Inquisición, y así lo encargó a sus dos asesores, con presencia del manual de la Inquisición antigua recopilado en el siglo XIV por Eymerich, y procurando acomodarlas a las circunstancias de los tiempos. Formadas aquéllas, y convocada una junta general de inquisidores y consejeros en Sevilla (1484), con asistencia de los asesores, quedaron reconocidas y establecidas las Instrucciones, que fueron como las leyes orgánicas del tribunal del Santo Oficio, y de esta manera se constituyó y organizó en Castilla la Inquisición moderna, de que tantas veces tendremos la triste necesidad de hablar en el discurso de nuestra historia, y que por espacio de tres siglos ejerció sus rigores en los vastos dominios de nuestra España.

Estas instrucciones constaban de 28 artículos, a los cuales se fueron sucesiva­mente adicionando otros. El  prescribía el modo de anunciar en cada pueblo el establecimiento de la Inquisición: en el 20 se imponían censuras contra los que no se delatasen dentro del término de gracia: el 3º señalaba este término para los que quieren evitar las confiscaciones: el 4º designaba cómo habían de ser las confesiones de los que se delataban voluntariamente: el 5º cómo había de ser la absolución: el 6º indicaba algunas penitencias que se habían de imponer a los reconciliados: en el 7º se establecían penitencias pecuniarias: el 8º declaraba quiénes no se libraban de la confiscación de bienes: el 9º se refería á las penitencias que habían de imponerse a los menores de 20 años que se denunciaban voluntariamente: por el 10º se declaraba cuáles bienes y desde cuándo habían de corresponder al fisco: el 11º ordenaba lo que se había de hacer con los presos en las cárceles secretas que pedían reconciliación: el 12º prescribía lo que habían de hacer los inquisidores cuando creían que era fingida una conversión: el 13º establecía penas contra los que se averiguaba haber omitido algún delito en la confesión: el 14º condenaba como impenitentes a los convictos negativos, lo que equivalía a condenarlos a las llamas: el 15º marcaba ciertos casos en que se había de  dar tormento o repetirlo: mandaba el 16º que no se diese á los procesados copia íntegra de las declaraciones de los testigos, sino una noticia de ellas: en el 17º se encargaba á los inquisidores examinar por sí mismos los testigos, á no tener algún impedimento: el 18º, que a la tortura de un reo asistiese uno ó dos inquisidores: el 19º se refería al modo de proceder contra los ausentes: el 20º dictaba la exhumación de los cadáveres de los declarados herejes, y la privación a los hijos de heredar a sus padres: el 21º disponía que se estableciese Inquisición así en los pueblos de señorío como en los realengos: prevenía el 22º lo que había de hacerse con los hijos menores de los condenados a relajación: el 23º no eximía de la confiscación los bienes de los reconciliados procedentes de otra persona confiscada: el 24º era relativo a los esclavos cristianos de los reconciliados: el 25º imponía excomunión y privación de oficio a los inquisidores o individuos del Santo Oficio que recibiesen regalos: el 26º exhortaba a los inquisidores a vivir en paz y armonía y señalaba quién habla de decidir las disputas que entre ellos ocurriesen: el 27º les encargaba celar el cumplimiento de las obligaciones de los subalternos: el 28º dejaba a la prudencia de los inquisidores la decisión de lo que no estuviese prevenido en los anteriores capítulos.

Alguna más resistencia encontró su establecimiento en Aragón. Allí donde parece que deberían estar más acostumbrados, o por lo menos conservarse más los recuerdos de la Inquisición antigua del siglo XIII , fue precisamente donde se recibió la moderna con menos sumisión y docilidad que en Castilla. De resultas de una junta que se tuvo en Tarazona (abril, 1484), cuando el rey don Fernando celebró en aquella ciudad sus cortes de aragoneses, el inquisidor general fray Tomás de Torquemada nombró inquisidores apostólicos para los reinos de Aragón y Valencia, siendo los nombrados para el primero el dominico fray Gaspar Inglar, y el doctor Pedro Arbués, canónigo de Zaragoza. Y en la junta general de inquisidores celebrada en Sevilla (noviembre), en que se aprobaron las instrucciones y se determinó el modo de proceder en las causas de fe, se nombraron los oficiales necesarios para el tribunal de Aragón, y se estableció el Santo Oficio en Zaragoza, previo juramento que se tomó al Justicia, diputados y altos funcionarios del reino de que prestarían todo auxilio y favor a los inquisidores, denunciarían los herejes o sus autores; guardarían y harían guardar la santa fe católica, etc. Pero había en Aragón muchos cristianos nuevos, muchos descendientes de judíos, en más o menos inmediato grado, gente rica y emparentada con familias nobles, los cuales, temerosos de correr la misma suerte que los de Castilla, comenzaron a alborotarse a fin de estorbar el ejercicio de la Inquisición, representándolo como contrario a las libertades del reino. Dos cosas, decían, se oponen a los fueros de Aragón, la confiscación de bienes por delito de fe, y la ocultación de los nombres de los testigos que deponen contra los acusados: «dos cosas muy nuevas, y nunca usadas y muy perjudiciales al reino» .

Muchos caballeros y gente principal se adhirieron a los que así pensaban, y se preparaban a la resistencia. Fijábanse principalmente en lo de impedir la confiscación, sin lo cual suponían que no podría sostenerse el tribunal. Tuvieron al efecto diversas reuniones, invirtieron largas sumas de dinero, así para repartir entre los conversos como para enviar a Roma  y a la corte del rey, trabajaron para inducir a la reina a que quitase lo de la confiscación, insistían en que se proveyese la inhibición del oficio del Justicia, lograron que a la voz de libertad se congregasen los cuatro Estados del reino en la sala de la diputación como en causa universal que tocaba a todos, enviaron embajadores al rey, impidieron la entrada a los inquisidores que en aquel tiempo habían sido enviados a Teruel, y organizaron de cuantos modos pudieron la resistencia. Pero todos sus propósitos y tentativas se estrellaban en la voluntad firme y resuelta del rey, que desde Sevilla mandaba a los inquisidores aragoneses (febrero, 1465) que usasen de su jurisdicción apostólica conforme les tenía ordenado, y procediesen al castigo de los herejes judaizantes. No les sirvió a los conjurados ni seguir derramando caudales para engrosar su partido, queriendo darle un carácter de resistencia nacional a los que suponían atropellar sus fueros, ni tener en la corte del rey, que a tal tiempo se había trasladado a Córdoba, personas encargadas de entenderse y tratar con sus privados y ministros.

Viendo la inutilidad de sus gestiones y diligencias por aquel camino, resolvieron emplear otro medio, que les pareció el más eficaz, pero también el más violento y el más contrario a la moral, y el más impropio de gente noble y honrada, que fue el de asesinar dos o tres inquisidores, persuadidos de que con tal ejemplar y escarmiento no habría quien se atreviera a tomar y ejercer el oficio de inquisidor. Al efecto buscaron para ejecutores de su designio a hombres valientes, aviesos y desalmados, entre ellos a un Juan de la Abadía, conocido por sus hazañas de este género, y célebre entre los de su misma ralea, el cual se proporcionó los oportunos auxiliares entre la gente de su cuadrilla. Las víctimas escogidas eran el canónigo inquisidor Pedro Arbués, el asesor del Santo Oficio, y algún otro ministro del tribunal. Después de algunas juntas entre ellos, y después de haber intentado un día arrojar al río al asesor Martín de la Raga, lo que por un incidente no pudieron ejecutar, deliberaron matar cuanto antes al inquisidor Arbués en su misma casa, que la tenía dentro del recinto de la iglesia de la Seo. Intentáronlo una noche, mas como tuviesen que arrancar una reja que daba a la calle, fueron sentidos, y tuvieron que diferirlo para otra ocasión. A la noche siguiente a la hora de maitines, entre doce y una, entraron en la iglesia en dos cuadrillas armados y disfrazados, y aguardaron en silencio en dos puestos a que entrara el inquisidor. Llegó éste por la puerta del claustro, con una linternilla en una mano y una asta corta de lanza en la otra, como quien sospechaba ya que había quien atentara a su vida, y según después se vio llevaba también una especie de cota de malla debajo de la sotana clerical y un casquete de fierro en la cabeza oculto con el gorro. Colocóse debajo del púlpito a la parte de la epístola, y arrimando el asta al pilar se arrodilló ante el altar mayor (15 de setiembre, 1485). Acudieron los asesinos y le rodearon, dirigidos por Juan de la Abadía, y mientras los canónigos rezaban a coro los maitines, Vidal Durando le dio una cuchillada en el cuello, y Juan de Speraindeo le arremetió con su espada y le dio dos estocadas, dejándole por muerto tendido sobre las losas del templo. Huyeron los asesinos en la mayor turbación, acudió todo el clero, y se recogió el cuerpo del desventurado Arbués, que aún vivía, pero que entregó su espíritu a las veinticuatro horas.

La noticia de haberse cometido tan sacrílego crimen produjo en el pueblo el efecto contrario al que se habían propuesto los instigadores y perpetradores. Antes de amanecer corrían las calles grupos de gente gritando: ¡al fuego los conversos, que han muerto al inquisidor!, y tuvo que salir el arzobispo de Zaragoza don Alfonso de Aragón, hijo natural del rey don Fernando, a caballo por las calles para impedir que pasasen a cuchillo a los principales judíos conversos. La reacción fué completa, nombrados nuevos inquisidores, se fijó el tribunal del Santo Oficio en el palacio de la Aljafería, como en señal de estar bajo la salvaguardia real. Procedióse activamente contra los autores y cómplices de estos asesinatos, y los más fueron habidos y juzgados como fautores de herejes o como sospechosos, o impacientes del Santo Oficio, relajados a la justicia secular en varios autos de fe, y sentenciados a la pena de fuego. Muchos fueron sumidos por largo tiempo en calabozos, y apenas hubo familia que no sufriera el bochorno de ver salir algún individuo suyo con el hábito infamante de penitenciado, por delito o por sospecha de complicidad. En cuanto a Pedro Arbués, se le erigió un magnífico mausoleo, se le hiciéron exequias solemnes como a un varón santo, la Iglesia le colocó después en el número de los santos mártires, y como a tal sigue dándosele culto en España.

De este modo quedó establecida la Inquisición moderna en Castilla y en Aragón. Las formas que se fueron introduciendo y adoptando en los procedimientos, los privilegios que se fueron concediendo a los inquisidores, el influjo y poder que alcanzaron, las invasiones que hicieron en la jurisdicción real y civil, las luchas que esto produjo entre las potestades eclesiástica y temporal, las modificaciones y vicisitudes que la institución fue recibiendo, la influencia que el Santo Oficio ejerció en la condición social de España, el número de sentenciados, penados y penitenciados que sufrieron los rigores del adusto tribunal en sus diferentes épocas, las ventajas o los inconvenientes, los bienes o los males que resultaron de la institución a las costumbres, a la moral, a la religión, a la política, a las letras, a las artes, a los conocimientos humanos y a la civilización en general, los iremos viendo y notando en el discurso de nuestra historia. El objeto del presente capítulo ha sido sólo exponer el principio, el progreso y el carácter de la Inquisición antigua, el estado de las leyes religiosas en España en los tiempos que precedieron a la época que examinamos, la suerte que habían ido corriendo los enemigos de la fe católica, la opinión pública respecto a ellos, las causas y antecedentes que motivaron la creación de la Inquisición moderna, y por qué trámites, modos y formas quedó establecida en España.

Volvamos ahora la vista a otro campo más halagüeño, donde al tiempo que esto acontecía recogían ya gloriosos y no escasos laureles así los dos monarcas que un venturoso lazo había unido, como los valerosos campeones castellanos y aragoneses, los prelados, los magnates, los pueblos y la nación entera.

 

 

CAPÍTULO XXXVII

PRINCIPIO DE LA GUERRA DE GRANADA