LOS REYES CATÓLICOSCAPÍTULO
XXXVI
LA
INQUISICIÓN
1447 - 1485
Antes de presentar esta famosa institución bajo la
forma que se le dió en
tiempo de los reyes don Fernando y doña Isabel, creemos indispensable dar
algunas noticias y explanar otras de las que ya hemos apuntado acerca de la
Inquisición primitiva.
Muy antigua es la tendencia y propensión de los
hombres a no tolerarse de buen grado, y hasta malquererse y odiarse entre sí
los que profesan opuestas o distintas creencias religiosas. Los primitivos
cristianos fueron horriblemente perseguidos por los emperadores y los prefectos
gentiles, tratándolos como a conspiradores contra el Estado y como a
perturbadores de la tranquilidad pública, a ellos que eran los hombres más
pacíficos del mundo. A su vez cuando la religión cristiana subió hasta el trono
de los Césares, los cristianos persiguieron también a los gentiles e hicieron
leyes contra los que sacrificaban a los ídolos, a pesar de la mansedumbre
recomendada por el Evangelio y de la tolerancia y moderación usada y encargada
por Constantino.
Casi desde que hubo religión cristiana, hubo
también herejías; y si al principio se empleó para la conversión de los herejes
la exhortación, la persuasión, la doctrina, la discusión y las apologías,
contentándose con evitar su comunicación y trato cuando las amonestaciones eran
ineficaces, poco a poco se fue usando de medios más violentos, hasta que a
fines del siglo IV de la Iglesia un emperador cristiano y español, el
gran Teodosio, promulgó ya un edicto contra los
herejes maniqueos, no sólo imponiéndoles la pena de confiscación de bienes y
hasta el último suplicio, sino mandando al prefecto del Pretorio que nombrara
personas encargadas de inquirir y declarar los herejes ocultos, que fue ya la
creación de una especio de comisión inquisitorial. Esta ley, así como las penas
contra los herejes, sufrieron diferentes modificaciones durante el imperio
romano, según las circunstancias particulares del tiempo, y la índole y las
creencias de los emperadores y de los gobernantes, como se ve por las
diferentes leyes del Código Teodosiano, y habrá podido ver con frecuencia el
más medianamente versado en la historia general de la Iglesia.
En los siglos siguientes,
en que la potestad pontificia se fue arrogando
la dominación temporal, en que los papas excomulgaban y deponían a los reyes,
relevaban a los súbditos del juramento de fidelidad, coronaban a los soberanos
y disponían de los tronos, se castigaba a
veces a los herejes con las penas corporales, considerando los delitos contra
la fe como delitos contra el Estado. Sin embargo, al terminar el siglo VIII
todavía no se impuso a los obispos herejes españoles, Félix de Urgel y Elipando de Toledo, sino
penas espirituales. Pero a principios del siglo XI se vió en Francia quemar vivo en la plaza do
Orleáns al presbítero Esteban, confesor de la reina Constanza, con algunos
compañeros de su error. Los papas, en virtud de la prepotencia universal que
alcanzaron, solían mandar a los reyes
bajo pena de excomunión, y aún de destronamiento, que expulsaran los herejes de
sus dominios. En los siglos XI y XII las cruzadas acostumbraron a los hombres a
mirar como un acto altamente meritorio la muerte que se daba a los
infieles, se consideraba como
mártires a los que morían en aquellas
guerras, y se esperaba por aquel medio la remisión de cualesquiera delitos y
pecados, y el premio de la bienaventuranza eterna. En el discurso de nuestra
historia hemos visto cuántas veces se concedió honores, privilegios, gracias e
indulgencias de cruzada a los que fuesen a pelear contra príncipes y monarcas
cristianos de quienes el papa se creyera
A fines del siglo XII en el concilio de
Verona bajo Lucio III se fijó ya más la tendencia de entregar los herejes a la
justicia secular, encargando a los obispos que por sí o por su arcediano
visitasen una o dos veces cada año los lugares en que sospecharan haber algunos
herejes, y obligaran a los moradores a prometer bajo juramento que los
delatarían al obispo, el cual los haría comparecer a su presencia, y si
persistiesen en su error los entregaría a los jueces, condes, barones, señores
o cónsules, para que los castigasen según las leyes o costumbres del país,
prescribiéndoles el modo de proceder. Poco después (1194), habiendo venido a
España un legado del papa Celestino III y celebrado un concilio en Lérida,
exhortó al rey de Aragón Alfonso II a que diese un edicto mandando salir del
territorio de sus dominios en un breve plazo a los herejes valdenses y otros de
cualquiera otra secta, prohibiendo a sus vasallos bajo la pena de confiscación
y de ser tratados como reos de lesa majestad ocultarlos ni menos protegerlos
bajo ningún pretexto. Su hijo y sucesor Pedro II expidió otro edicto aún más apremiante, prescribiendo ya a los
gobernadores y jueces que juraran ante los obispos que trabajarían y celarían
por el descubrimiento de los herejes y su castigo, e imponiendo penas severas a
los receptadores u ocultadores.
El papa Inocencio III fue quien a principios del
siglo XIII con motivo
Honorio III prosiguió fomentando la Inquisición, y
protegiendo y favoreciendo a Santo Domingo de Guzmán y su orden de
predicadores, a
Tal era el estado de la Inquisición en Francia e
Italia, cuando se introdujo en España por breve de Gregorio IX en 1232,
dirigido al arzobispo
Durante los dos primeros tercios del siglo XIV se
hicieron de tiempo en tiempo en diferentes puntos varios autos de fe parciales,
en que no sólo se impusieron a algunos herejes penitencias públicas, y se les
aplicaron las penas corporales de cárcel, deportación, confiscación y otras
aflictivas o infamatorias, sino que algunos fueron entregados a la justicia
secular para ser quemados, y también se mandó desenterrar y quemar los huesos
de algunos que habían muerto pertinaces, y el rey don Jaime de Aragón asistió
con sus hijos y dos obispos al suplicio de don Pedro Durango de Baldach, que fue quemado por sentencia del inquisidor general Burguete.
O mucho debió aflojar después la Inquisición, o
muy diminuto era el número de los errores y delitos contra la fe en España,
cuando a fines del siglo XIV y principios del XV apenas puede saberse si
existía tribunal de Inquisición en Castilla. Cierto que en el decimoquinto se
hallaban todavía algunos nombramientos de inquisidores, así para Castilla y
Portugal como para Aragón y Valencia, pero parece haber sido más de fórmula que
Nosotros haremos conocer un documento de 1464, de
que parece no haber tenido noticia ni Llorente ni
ningún otro historiador que hayamos visto, del que se deducen evidentemente dos
cosas: primera, que en aquella época no existía la Inquisición en Castilla;
segunda, que había muchos que la proponían y la deseaban. Pero antes daremos
una idea del carácter de la Inquisición antigua, de su forma y procedimientos,
para que pueda luego cotejarse con la moderna que se estableció en el reinado
de Fernando e Isabel.
La Inquisición antigua se instituyó primeramente
contra los herejes, mas luego
se fue extendiendo a los sospechosos,
autores o defensores, a los delitos de blasfemia, sortilegio, adivinación,
cisma, tibieza en la persecución de los enemigos de la fe, y otros delitos
semejantes, y también a los judíos y moros. Los inquisidores procedían en unión
con los obispos jueces natos en las causas de fe, y aunque podían formar
separadamente proceso, los autos y sentencias definitivas habían de ser de los
dos, y en caso de desacuerdo se remitía el proceso al papa. No tenían dotación
ni gozaban sueldo; los gastos de viajes y otras diligencias, que al principio
se hacía costear a los obispos y a los señores territoriales, se suplieron
después de los bienes mismos que se confiscaban. Las autoridades y jueces
seculares estaban obligados bajo pena de excomunión a darles toda clase de
auxilios y asegurar sus personas. Cuando los inquisidores llegaban a un pueblo
hacían comparecer al alcalde o al gobernador, al cual tomaban juramento de
cumplir todas las leyes sobre herejes, se predicaba un sermón en un día
festivo, y se publicaba edicto señalando un término, o para que se denunciasen
a sí mismos, o para que otros hicieran las delaciones, pasado el cual se
procedía en rigor de derecho. Las delaciones se escribían en un libro
reservado. A los procesados se les daba copia incompleta del proceso ocultando
los nombres del delator y testigos. Al que confesase un error contra la fe.
aunque negase los demás, no se le concedía defensa, porque ya constaba el
crimen inquirido. Si abjuraba, se le reconciliaba con imposiciones de penas o
con penitencia canónica; de lo contrario se le declaraba hereje y se le
entregaba a la justicia secular. Cuando el reo estaba negativo, pero convicto,
o había indicios vehementes, se le exponía a cuestión de tormento para que
confesase. Cuando no constaba bien el crimen de herejía, pero resultaba
difamación, se le declaraba infamado, y se le condenaba a destruir su mala fama
por medio de la purgación canónica. Guardábase en
los procedimientos un secreto impenetrable, y se empleaban ya en la Inquisición
antigua los modos más insidiosos de acusación.
El sistema penal y penitencial de la Inquisición
antigua era sin duda mucho más rigoroso y severo que el de la moderna, según
tendremos ocasión de ver cuando de ésta tratemos. Además de las penas
espirituales de excomunión, irregularidad, suspensión, degradación y privación
de beneficios, hemos hablado ya de las corporales y pecuniarias como
confiscación, deportación, cárcel temporal o perpetua, infamia, privación de
oficios honores y dignidades, muerte y hoguera. Estas últimas no hubieran
podido imponerlas los jueces eclesiásticos si no lo consintiesen los soberanos:
y aun así, en cuanto a la pena capital, como contraria al espíritu del
Evangelio y al carácter del sacerdocio, absteníanse los inquisidores eclesiásticos de
imponerla: en su lugar se discurrió, declarado el delito de herejía, entregar
los reos a los jueces civiles para la aplicación de la pena, que era lo que se
llamaba relajar al brazo secular, con conocimiento de que las leyes civiles
prescribían la pena de muerte. Aun sabiendo esto los inquisidores, todavía
usaban la cláusula (el lector juzgará de la sinceridad con que esto pudiera
hacerse) de rogar a los jueces que no condenaran al reo al último suplicio,
siendo así que no solamente éstos no podían dispensarse de hacerlo, sino que si alguno se mostraba tibio o indulgente, se le formaba
proceso por sospechoso, puesto que le habían hecho antes jurar que ejecutaría y
cumpliría las leyes promulgadas contra los herejes.
Las penitencias públicas a que se sujetaba á los reconciliados y arrepentidos, eran en extremo
degradantes, bochornosas y crueles. Entre ellas
Un autor antiguo, muy afecto a la Inquisición, y
por lo mismo nada sospechoso en lo que vamos a decir, da noticia de la
penitencia que Santo Domingo impuso a un hereje converso y reconciliado, llamado
Poncio Roger, condenándole a ser llevado en tres domingos consecutivos desde la
puerta de la villa hasta la de la Iglesia, desnudo y azotándole un sacerdote; a
abstenerse de carnes, de huevos, queso y demás manjares derivados de animales
para siempre, menos en los días de Resurrección, Pentecostés y Navidad; a hacer
tres cuaresmas al año; a abstenerse de pescados, aceite y vino tres días a la
semana por toda la vida, excepto en caso de enfermedad o de trabajo excesivo
con dispensa; a llevar el saco y las cruces de los penitentes; a oír misa todos los días, y asistir a vísperas los
domingos; a rezar diariamente las horas diurnas y nocturnas, y el Padre nuestro
siete veces en el día, diez en la noche, y veinte a las doce de la misma; a
guardar castidad, y enseñar todos los meses aquella carta a su párroco, el cual
estaba encargado de vigilar su conducta.
Hasta la abjuración de los levemente
sospechosos se hacía con pública solemnidad y con unas
ceremonias sonrojosas y
humillantes. Hacíase en
el templo anunciándose en todas las iglesias el domingo precedente. El día
señalado concurrían el clero y el pueblo: el procesado y reconciliado por leve
sospecha se colocaba en un alto tablado de pie, de modo que pudiera ser visto
por todo el mundo. Se cantaba la misa, predicaba el inquisidor un sermón contra
la herejía de que había sido acusado por sospecha
Los autos de fe para los no conversos o
impenitentes se anunciaban por toda la comarca para que pudiera asistir un gran
concurso: se preparaba un tablado en la plaza pública, se leían los crímenes
que resultaban del proceso, predicaba el inquisidor, se hacía entrega del reo a
la justicia secular, y pronunciaba la sentencia de condenación conforme a las
leyes civiles, se le conducía a la hoguera ya preparada fuera del pueblo, y se
le arrojaba vivo a las llamas.
Tal es en resumen
la historia, y tales eran la forma y los procedimientos de la Inquisición
antigua, aunque perdido su primitivo rigor en los dos últimos siglos, casi
olvidada y sin ejercicio en esta parte de España, y tal era el estado de
Castilla en este punto cuando subieron al trono Isabel y Fernando.
En esta situación se trató de
dar otra vez movimiento a aquella enmohecida máquina, y se encontró pábulo y
materia con que alimentarla en esa desventurada raza sin rey y sin pueblo, que
anda errante por todas las naciones pagando los pecados de sus padres, en
cumplimiento de una profecía y de una maldición, los judíos.
Ya hemos visto cuán dura y cruelmente fueron
tratados los judíos de España durante la dominación de los visigodos, y a cuán
miserable y triste condición los redujeron aquellos monarcas y aquellos
concilios. En los edictos de los reyes, en los cánones de las asambleas
religiosas de Toledo, y en las leyes del código visigodo, se encuentra, si no
el nombre ni la forma, el espíritu al menos y el germen de una inquisición
contra la raza hebrea. Ellos sufrieron todas las calamidades y amarguras, ellos
aguantaron todos los infortunios, todas las penalidades, todas las
humillaciones y todos los castigos con que se propuso agobiarlos, escarnecerlos
y anonadarlos el pueblo cristiano en su rencorosa saña contra los descendientes
de Israel. Pero ellos a su vez, aunque al parecer pacientes y sufridos, fueron
reconcentrando y atesorando en sus corazones el odio y el resentimiento de
siglos enteros, y esperaron día y ocasión en que vengar los ultrajes recibidos
de sus perseguidores. En vano los últimos monarcas godos procuraron mejorar su
condición, sacándolos de su envilecimiento y abriendo a los que habían pasado a
otras tierras las puertas de su patria adoptiva. Tenaz en sus odios como en sus
creencias el pueblo maldecido, ingrato, mañoso y disimulado, fomentó y protegió
la invasión de los sarracenos en España, sin darle cuidado por la ruina del
suelo en que habían nacido sus hijos, con tal de vengar los agravios sufridos
de los cristianos españoles, viendo con gusto y contribuyendo con placer a
la pérdida del imperio godo.
La ayuda que los judíos habían prestado a los
árabes, su común origen
Mas este pueblo sin patria, arrojado en medio del
mundo, en pena y expiación del mayor de los crímenes cometidos por sus mayores,
se afanaba en medio de su abatimiento por conquistar una influencia y adquirir
algunos merecimientos que oponer y con que neutralizar
la saña de sus señores. Además del influjo que les daban las riquezas ganadas
con su genio activo e industrioso, mientras los cristianos se entregaban casi
exclusivamente al ejercicio y al arte de la guerra, ellos se dedicaban con
empeño, émulos en esta parte de la gloria de los árabes, al estudio de las ciencias,
y al cultivo de las letras y de las artes, llegando a sobresalir en muchas de
ellas, principalmente en la astronomía, en las matemáticas, en la medicina, en
la economía y administración, y en la bella literatura. Con tal motivo el rey
don Alfonso el Sabio, para quien los hombres doctos e instruidos lo merecían
todo, protegió a los judíos, acaso más de lo que permitía el espíritu de la
época, permitiéndoles reedificar sinagogas y prohibiendo a los cristianos
molestarlos en el ejercicio de su culto; si bien no pudiendo desentenderse de
las opiniones dominantes en el pueblo cristiano, y de los excesos y abusos que
los mismos judíos cometían con frecuencia, consignó en las Partidas algunas
leyes para tenerlos a raya, imposibilitándolos para los cargos públicos si
persistían en sus creencias, y obligándolos a llevar un distintivo que los
diferenciara de los cristianos. A pesar de esto siguieron siendo los médicos de
los reyes, los administradores y recaudadores de las rentas reales, y
ejerciendo los principales cargos y oficios así en el palacio como en las casas
de los grandes señores. Prosiguió de allí adelante la lucha entre el odio que
les profesaba el pueblo y el favor que los dispensaban los reyes y los
magnates. A mediados del siglo XIV se les prohibió tomar nombres cristianos, so
pena de ser tratados y hacer justicia de ellos como herejes. Alfonso XI a petición
de las cortes de Madrid quitó el almojarifazgo al famoso judío don Yussaph de Écija, y dispuso
que de allí adelante no ejerciera ninguno de su religión aquel importante
cargo, mudando además el nombre de almojarife en el de tesorero. El
rey don Pedro protegía a los de aquella raza; todo el mundo conoce, y nosotros
hemos contado la historia de su célebre tesorero Samuel Leví, y en su tiempo se
levantó la suntuosa sinagoga de Toledo, en cuyas lápidas se pusieron
inscripciones grandemente laudatorias a don Pedro de Castilla.
Por el contrario, Enrique II el Bastardo mostró un
odio rencoroso contra los hebreos, que seguían el partido de su hermano, y bien
lo mostró en las matanzas de las juderías de Burgos y Toledo: acaso aquel
aborrecimiento a los judíos contribuyó mucho a la boga que alcanzó en el pueblo
castellano la causa del bastardo de Trastamara. Prevaliéronse de este
espíritu algunos sacerdotes cristianos para atreverse ya a predicar al pueblo
en los templos y a concitarle en las plazas al exterminio de la raza judaica. A
una de estas predicaciones se debió el furor con que en Sevilla fueron
despiadadamente inmolados hasta cuatro mil israelitas, por el populacho que
asaltó la judería, excitado por los fogosos discursos del fanático arcediano de
Écija don Hernando Martínez en tiempo de don Juan I. La impunidad en que quedó
el atentado de Sevilla produjo más adelante los tumultos y las matanzas horribles
y casi simultáneas en las aljamas y juderías de Burgos, de Valencia de Córdoba,
de Toledo, de Barcelona y de varias otras ciudades de Aragón y de Castilla.
Aterrados con aquel degüello universal, los que quedaban con vida, pedían a
gritos el bautismo, único medio de librar sus gargantas de la cuchilla con que
veían segar las de sus padres, esposas, hijos y deudos.
Varias eran las causas que habían ido preparando
el ánimo del pueblo a perpetrar estos estragos y sangrientas ejecuciones.
Primeramente el odio inveterado entre los hombres de las dos creencias, y el
resentimiento tradicional de los cristianos hacia los que en otro tiempo habían
favorecido a los destructores de su patria y a los enemigos de su fe: después
las tiranías, exacciones, usuras, excesos y desmanes de todo género con que los
judíos oprimían los pueblos como arrendadores, repartidores y recaudadores de
los impuestos y rentas públicas que estaban siempre en sus manos: el
sentimiento de verlos apoderados de los oficios más lucrativos, y la envidia de
sus riquezas y de su prosperidad, dueños como eran de la industria y del
comercio: las exhortaciones y provocaciones de los sacerdotes intolerantes o
fanáticos.
Mas los que así abjuraban de la fe de sus padres
en medio del abatimiento, del espanto o de la desesperación, a la vista de sus
casas saqueadas, de sus familias asesinadas, de la carnicería y de la sangre
que veían en derredor de sí, y repentinamente prometían abrazar otra religión o
recibían el bautismo por evitar la muerte, no podían ser cristianos de corazón
ni de convencimiento, y no lo eran, y volvían siempre que podían a las
prácticas de su culto y a los ritos y ceremonias de su antigua creencia,
más o menos oculta o públicamente, según
que arreciaba o aflojaba la persecución y era más o menos inminente el peligro.
Por otra parte, poseedores los judíos de la industria, de las artes y del
comercio, conocedores y prácticos en la administración de la hacienda, abiertas
siempre sus arcas a los reyes en los apuros del Estado, útiles como
contribuyentes, aunque interesados y usureros como prestamistas, y tiranos como
repartidores y colectores, la destrucción de su fortuna era al mismo tiempo la
destrucción de la industria, quedaban sin ocupación los numerosos telares de
Sevilla y Toledo, dejaban de venir los productos y mercancías de Oriente y
Occidente, las tiendas de las grandes ciudades quedaban desiertas, y las rentas
de las iglesias y de la corona sufrían grande y visible disminución. Ellos, no
obstante, procuraban reponerse de su quebranto a fuerza de paciencia, y se
esforzaban por ganar a los próceres y
magnates ofreciéndose a pagarles nuevos pechos y tributos, lo cual no impidió
que siguieran promulgándose contra ellos ordenanzas tan duras como la de la
reina doña Catalina en Valladolid (principios del siglo XV ) sobre el
encerramiento de los judíos y de los moros, encaminada a
obligarlos á vivir en barrios aparte,
circundados de una muralla, aislarlos todo lo posible de los cristianos y
evitar su trato y comunicación, privarlos de traficar y de ejercer oficios
mecánicos, y en una palabra, cerrarles todos los caminos y reducirlos a la
impotencia.
Vinieron a tal tiempo las fervorosas predicaciones
de San Vicente Ferrer, que con su inspirada e
irresistible elocuencia arrancaba al judaísmo los
creyentes a millares, y hacía las milagrosas conversiones que en otra parte
hemos apuntado. Uno de estos rabinos conversos, que se llamó Jerónimo de Santa
Fe, de los más sabios doctores y talmudistas, se propuso sacar a los de su
antigua secta de los errores en que él mismo había estado. A este fin convocó y
abrió, de acuerdo con el papa Benito XIII (Pedro de Luna), un congreso
teológico en Tortosa, donde como en un palenque académico se discutieran todos
los puntos en que se diferencian la religión de Jesucristo y la de Moisés,
convidando a los más sabios judíos de España a que compareciesen allí á disputar y argüir con él. Abierta la discusión en
aquella especie de certamen rabínico, el converso Jerónimo combatió con tan
vigorosas razones las doctrinas del Talmud, que llevando la convicción a los entendimientos de sus correligionarios, de los
catorce doctores que se sabe asistieron al congreso sólo dos permanecieron
contumaces en sus errores. De sus resultas expidió Benito XIII la célebre Bula
de Valencia (1315) por la cual se mandaba entre otras cosas que no pudiera
haber más de una sinagoga en cada población, que ningún judío pudiera ser
médico, cirujano, tendero, droguero, proveedor, ni tener otro oficio alguno
público, ni vender ni comprar viandas a los cristianos, ni hacer ni tener trato
alguno con ellos, etc. Y mientras esto pasaba en los dominios de Aragón, en un
concilio que contra ellos se celebraba en Zamora (Castilla) se derogaban todos
los privilegios que hasta entonces habían asegurado la libertad individual y la
propiedad de los judíos, se confiscaban las sinagogas levantadas en los últimos
tiempos, se les prohibía también el ejercicio de la medicina, que era su gran
recurso, y se establecían otros cánones no menos duros y opresivos.
Todavía tuvo un respiro la desventurada raza en el
reinado de don Juan II. Este monarca, amante de los hombres de letras como
Alfonso el Sabio, quiso como él dispensar protección a los hebreos, a pesar del
odio popular y de las reclamaciones de las cortes, y se atrevió a dar en Arévalo una pragmática (6 de abril,
1443) por la cual ponía bajo su guarda y seguro, como cosa suya y de su
cámara, a los hijos de Israel: último y pasajero alivio que
experimentó la familia proscrita. Pronto comenzó otra vez la reacción. El
sacrilegio de la hostia cometido por un judío en Segovia costó a muchos rabinos
de aquella ciudad ser arrastrados, ahorcados y descuartizados. Para mayor
desgracia suya, los ilustres conversos Pablo de Santa María, Alfonso de
Cartagena, Fr. Alonso de Espina y otros de los que habían abrazado el
cristianismo, eran los que concitaban más las pasiones populares contra sus
antiguos correligionarios, y las canonizaban con su ejemplo. En el principio
del reinado de don Enrique el Impotente fueron los judíos el blanco de la saña
de los revoltosos y el objeto en que descargaban todas sus iras. En 1460 los
magnates rebeldes ponían por condición al rey que echase de su servicio y de
sus Estados los judíos y moros que manchaban la religión y corrompían las
costumbres. La reacción estaba preparada, los combustibles se habían ido
hacinando, y un crimen que cometieron o que se atribuyó á aquellos hombres desesperados, fue la chispa que encendió, la llama de la más ruda y
sangrienta persecución.
Cuéntase que en un día de la
pasión del Señor los judíos de Sepúlveda se apoderaron de un niño, y llevándole
a un lugar retirado, después de haber ejecutado en él toda clase de malos
tratamientos, acabaron por sacrificarle, parodiando la muerte dada por sus
mayores al Salvador. Cierto o no el horroroso crimen, se divulgó por la
población, el obispo de Ávila don Juan Arias instruyó el proceso y condenó a
los acusados, haciendo llevar a Segovia diez y seis de los que aparecían más
culpables, de los cuales unos murieron en el fuego, otros arrastrados y
ahorcados. El castigo no satisfizo el furor popular; los moradores de Sepúlveda
juraron el exterminio de los impíos israelitas, entraban en sus casas y los
inmolaban con rabioso frenesí.
Los que huían a otras poblaciones no encontraban asilo
en ninguna, porque en todas se habían hecho correr noticias de anécdotas y
casos parecidos al del niño de Sepúlveda. Los cristianos se creyeron obligados
a matar judíos, y por todas partes se renovaron los tumultos que un siglo antes
habían hecho correr la sangre de los hijos de Judá por
las calles de Sevilla, de Toledo, de Burgos, de Valencia, de Tudela y de
Barcelona. Las ciudades de Andalucía tomaron las armas para acabar con los
descendientes de Israel, y su ejemplo fue pronto imitado por los castellanos.
Ya no se perseguía como antes solamente a los judíos contumaces; el odio se
extendió también a los convertidos, a quienes hasta entonces no sólo se había
respetado, sino que se les había favorecido con privilegios, con empleos, con
altas dignidades eclesiásticas. A todos se miraba ya con recelo, y se les
armaban asechanzas. Decíase,
tal vez con verdad de muchos, tal vez sin razón de otros, que fingiéndose de público cristianos, practicaban en secreto los ritos y
ceremonias de su antiguo culto. Añadíase que
observaban la pascua, que comían carne en la cuaresma, que se abstenían de la
de puerco, que enviaban aceite para llenar las lámparas de las sinagogas, que
seducían las vírgenes de los claustros, que repugnaban llevar sus hijos a
bautizar, o si los llevaban, los limpiaban al volver a su casa, y propagábanse otras voces
semejantes, aun de hechos pequeños y pueriles, pero muy propios para exaltar el
fanatismo del pueblo.
Tal es en compendio la historia, tales fueron las
vicisitudes, y tal era la situación de los judíos de España, y en tal estado se
hallaba el espíritu y la opinión popular en Castilla relativamente a la raza
judaica, cuando Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón ocuparon juntos el
trono castellano.
Sentados estos antecedentes, sin los cuales no
creemos posible juzgar con acierto de las causas que impulsaron a los unos a
aconsejar, a los otros a decretar el establecimiento de la nueva Inquisición,
veamos ahora por qué trámites se verificó la creación de este famoso tribunal
hecha por los monarcas cuyo reinado examinamos.
Diez años antes de la muerte de Enrique IV y de la
proclamación de la reina Isabel hubo ya proyecto y tentativa de establecer la
Inquisición en Castilla. En la concordia de Medina del Campo celebrada entre
los delegados del rey don Enrique y los de los grandes del reino (1464-65), en
que se hicieron unas ordenanzas generales para el gobierno en todos los ramos
de la administración, ordenanzas que no se pusieron en ejecución por la causa
que en la historia de aquel reinado expusimos, se encuentran algunos capítulos
en que se trató de formar una inquisición para la averiguación y castigos de
los malos cristianos y de los herejes o sospechosos en la fe, si bien
encomendando este cargo y oficio a los arzobispos y obispos del reino como á
naturales jueces en los asuntos, causas y delitos contra la religión.
No hallamos que desde entonces se volviera a
proponer o pedir el establecimiento del tribunal, por más que la ojeriza y el
encarnizamiento contra los judíos fuera creciendo cada día en los términos que
antes hemos expresado, hasta 1477, en que ya un inquisidor siciliano que vino a
Sevilla, ya el nuncio del papa en la corte española, Nicolo Franco, ya el prior de los dominicos de
Sevilla, Fr. Alonso de Ojeda, representaron a los reyes Fernando e Isabel la
conveniencia y ventajas de un tribunal semejante a la Inquisición antigua, para
inquirir, reprimir y castigar los cristianos nuevos que apostataban y volvían a
judaizar, y de quienes se contaban multitud de abominaciones, irreverencias y
profanaciones del género de las que hemos referido. Encontraba el consejo un
obstáculo en el carácter dulce y en el corazón generoso y benigno de la reina
Isabel. Mas por otra parte, llena de celo religioso, educada en las máximas y sentimientos
de devoción y de piedad, amante de la pureza de la fe, y dispuesta a ejecutar
lo que varones respetables le representaban como una obligación de conciencia,
condescendió en que se solicitase una bula del papa para el objeto que le
proponían, bula que Sixto IV otorgó con gusto (1.° de
noviembre, 1478), concediendo facultad a los reyes para elegir tres prelados, u
otros eclesiásticos doctores o licenciados, de buena vida y costumbres, para
que inquiriesen y procediesen contra los herejes y apóstatas de sus reinos
conforme a derecho y costumbres.
Todavía, sin embargo, hizo Isabel suspender la
ejecución de la bula pontificia hasta ver si por medios más suaves alcanzaba a
remediar los males que se lamentaban. Digno intérprete de sus sentimientos el venerable
arzobispo de Sevilla don Pedro de Mendoza, cardenal de España, compuso e hizo
circular por su arzobispado un catecismo de doctrina cristiana acomodado a las
circunstancias, y recomendó a los párrocos explicasen con frecuencia a los
cristianos nuevos la verdadera doctrina del Evangelio. Encargaron igualmente
los reyes a varones piadosos y doctos que en público y en particular
informasen, predicasen, exhortasen y trabajasen por reducir aquellas gentes a
la fe. En tal estado un judío imprudente
a fanático escribió un libro contra la religión
cristiana y censurando las providencias de los reyes (1480). La aparición de
este escrito excitó sin duda más y exacerbó el odio popular contra los judíos,
y tal vez dio ocasión o pretexto al prior
de los dominicos de Sevilla, Fr. Alfonso de Ojeda, al provisor don Pedro de
Solís, al asistente don Diego de Merlo, y al secretario del rey don Fernando
don Pedro Martínez Camaño, para persuadir a los reyes de la insuficiencia de
las medidas benignas, y de la necesidad de emplear medios rigurosos. No era
menester tanto para convencer al rey como a la reina, pero al fin, consultado
por Isabel el cardenal de España y otros varones a quienes tenía por doctos y
piadosos, se resolvió a poner en ejecución la bula pontificia; y hallándose los
monarcas en Medina del Campo nombraron primeros inquisidores (17 de setiembre,
1480) a dos frailes dominicos, Fr. Miguel Morillo y Fr. Juan de San Martín,
juntamente con otros dos eclesiásticos, como asesor el uno y como fiscal el
otro, facultándoles para establecer la Inquisición en Sevilla, y librando
reales cédulas a los gobernadores y autoridades de la provincia para que les
facilitasen todo género de auxilios y cuanto necesitasen para el ejercicio de
su ministerio. Primer paso, hijo de un error de entendimiento de la ilustrada y
bondadosa Isabel, cuyas consecuencias no previo, y cuyos resultados habían de
ser tan fatales para España.
Los nuevos inquisidores, que se establecieron en
el convento de San Pablo de Sevilla, si bien no tardaron en trasladarse a la
fortaleza de Triana en 1481, comenzaron a
ejercer sus funciones publicando por todas las ciudades y pueblos del reino un
edicto que llamaron de gracia, exhortando a todos los que
hubiesen apostatado o incurrido en delitos contra la fe, a que dentro de cierto
plazo se denunciaran y los confesaran a los inquisidores para que éstos los
reconciliaran con la Iglesia, pasado cuyo término se procedería contra ellos
con todo el rigor de derecho. En virtud de este edicto se presentaron a
confesar y pedir perdón de sus errores
Algunos parientes de los condenados y de los
presos, y otros de los quemados en efigie se quejaron al papa de la injusticia
de los procedimientos de los inquisidores. El
pontífice amenazó hasta con privarlos de oficio, porque no se sujetaban a las
reglas del derecho, mas no lo hizo por consideración al nombramiento que tenían
de los reyes. Y luego prosiguió expidiendo bulas, ya aumentando el número de
inquisidores (1482), ya nombrando juez único de apelaciones en las causas de fe
al arzobispo de Sevilla don Iñigo Manrique, ya dando instrucciones a los
arzobispos y obispos, hasta que en 1483 (2 de agosto) expidió un breve
nombrando inquisidor general de la corona de Castilla a fray Tomás de
Torquemada, prior del convento de dominicos de Segovia, cuyo nombramiento hizo
extensivo más adelante (17 de octubre) a la corona de Aragón. No podía haber recaído la elección
en persona más adusta y severa, y de más energía y actividad. Torquemada
procedió desde luego á la creación de cuatro tribunales subalternos en
Sevilla, Córdoba, Jaén y Ciudad-Real; este último se trasladó muy pronto a Toledo:
y tomó dos asesores jurisconsultos, que fueron Juan Gutiérrez de Chaves y
Tristán de Medina. Entonces los reyes Fernando e Isabel tuvieron por
conveniente crear un Consejo real, que se llamó el Consejo de la Suprema,
compuesto del inquisidor general, como presidente nato, y de otros tres
eclesiásticos, dos de ellos doctores en leyes, así para asegurar los intereses
de la corona en las confiscaciones, como para que velasen por la conservación
de la jurisdicción real y civil, a los cuales se dio voto decisivo en todos
los asuntos pertenecientes a la potestad real y temporal, pero consultivo
solamente en los que pertenecían a la espiritual, los cuales quedaban sometidos
al inquisidor general por las bulas pontificias. Esto fue lo que dio origen a tantas controversias
entre los inquisidores generales y los consejeros de la Suprema, y a las
invasiones de la Inquisición en los poderes temporales que la historia nos irá
demostrando.
Pensó también desde luego Torquemada en formar
unas constituciones para el gobierno del tribunal de la Inquisición, y así lo
encargó a sus dos asesores, con presencia del manual de la Inquisición antigua
recopilado en el siglo XIV por Eymerich,
y procurando acomodarlas a las circunstancias de los tiempos. Formadas
aquéllas, y convocada una junta general de inquisidores y consejeros en Sevilla
(1484), con asistencia de los asesores, quedaron reconocidas y establecidas
las Instrucciones, que fueron como las leyes orgánicas del
tribunal del Santo Oficio, y de esta manera se constituyó y organizó en
Castilla la Inquisición moderna, de que tantas veces tendremos la triste
necesidad de hablar en el discurso de nuestra historia, y que por espacio de
tres siglos ejerció sus rigores en los vastos dominios de nuestra España.
Estas instrucciones constaban de 28
artículos, a los cuales se fueron sucesivamente
adicionando otros. El 1º prescribía el modo
de anunciar en cada pueblo el establecimiento de la Inquisición: en el 20 se
imponían censuras contra los que no se delatasen dentro del término de gracia:
el 3º señalaba este término para los que quieren evitar
las confiscaciones: el 4º designaba cómo habían de ser las confesiones de los
que se delataban voluntariamente: el 5º cómo había de ser la absolución: el 6º
indicaba algunas penitencias que se habían de imponer a los reconciliados: en
el 7º se establecían penitencias pecuniarias: el 8º declaraba quiénes no se
libraban de la confiscación de bienes: el 9º se refería á las penitencias que habían de imponerse a los
menores de 20 años que se denunciaban voluntariamente: por el 10º se declaraba
cuáles bienes y desde cuándo habían de corresponder al fisco: el 11º ordenaba
lo que se había de hacer con los presos en las cárceles secretas que pedían
reconciliación: el 12º prescribía lo que habían de hacer los inquisidores
cuando creían que era fingida una conversión: el 13º establecía penas contra
los que se averiguaba haber omitido algún delito en la confesión: el 14º
condenaba como impenitentes a los convictos negativos, lo que equivalía a
condenarlos a las llamas: el 15º marcaba ciertos casos en que se había de
Alguna más resistencia
encontró su establecimiento en Aragón. Allí donde parece que deberían estar más
acostumbrados, o por lo menos conservarse más los recuerdos de la Inquisición
antigua del siglo XIII , fue precisamente donde se
recibió la moderna con menos sumisión y docilidad que en Castilla. De resultas
de una junta que se tuvo en Tarazona (abril, 1484), cuando el rey don Fernando
celebró en aquella ciudad sus cortes de aragoneses, el inquisidor general fray
Tomás de Torquemada nombró inquisidores apostólicos para los reinos de Aragón y
Valencia, siendo los nombrados para el primero el dominico fray Gaspar Inglar, y el doctor Pedro Arbués,
canónigo de Zaragoza. Y en la junta general de inquisidores celebrada en
Sevilla (noviembre), en que se aprobaron las instrucciones y se determinó el
modo de proceder en las causas de fe, se nombraron los oficiales necesarios
para el tribunal de Aragón, y se estableció el Santo Oficio en Zaragoza, previo
juramento que se tomó al Justicia, diputados y altos funcionarios del reino de
que prestarían todo auxilio y favor a los inquisidores, denunciarían los
herejes o sus autores; guardarían y harían guardar la santa fe católica, etc.
Pero había en Aragón muchos cristianos nuevos, muchos descendientes de judíos,
en más o menos inmediato grado, gente rica y emparentada con familias nobles,
los cuales, temerosos de correr la misma suerte que los de Castilla, comenzaron
a alborotarse a fin de estorbar el ejercicio de la Inquisición, representándolo
como contrario a las libertades del reino. Dos cosas, decían, se oponen a los
fueros de Aragón, la confiscación de bienes por delito de fe, y la ocultación
de los nombres de los testigos que deponen contra los acusados: «dos cosas muy
nuevas, y nunca usadas y muy perjudiciales al reino»
Muchos caballeros y gente
principal se adhirieron a los que así pensaban, y se preparaban a la
resistencia. Fijábanse principalmente
en lo de impedir la confiscación, sin lo cual suponían que no podría sostenerse
el tribunal. Tuvieron al efecto diversas reuniones, invirtieron largas sumas de
dinero, así para repartir entre los conversos como para enviar a Roma
Viendo la inutilidad de sus gestiones y
diligencias por aquel camino, resolvieron emplear otro medio, que les pareció
el más eficaz, pero también el más violento y el más contrario a la moral, y el
más impropio de gente noble y honrada, que fue el de asesinar dos o tres
inquisidores, persuadidos de que con tal ejemplar y escarmiento no habría quien
se atreviera a tomar y ejercer el oficio de inquisidor. Al efecto buscaron para
ejecutores de su designio a hombres valientes, aviesos y desalmados, entre
ellos a un Juan de la Abadía, conocido por sus hazañas de este género, y
célebre entre los de su misma ralea, el cual se proporcionó los oportunos
auxiliares entre la gente de su cuadrilla. Las víctimas escogidas eran el
canónigo inquisidor Pedro Arbués, el asesor del Santo Oficio, y algún otro
ministro del tribunal. Después de algunas juntas entre ellos, y después de
haber intentado un día arrojar al río al asesor Martín de la Raga, lo que por
un incidente no pudieron ejecutar, deliberaron matar cuanto antes al inquisidor
Arbués en su misma casa, que la tenía dentro del recinto de la iglesia de la
Seo. Intentáronlo una
noche, mas como
tuviesen que arrancar una reja que daba a la calle, fueron sentidos, y tuvieron
que diferirlo para otra ocasión. A la noche siguiente a la hora de maitines,
entre doce y una, entraron en la iglesia en dos cuadrillas armados y
disfrazados, y aguardaron en silencio en dos puestos a que entrara el
inquisidor. Llegó éste por la puerta del claustro, con una linternilla en una
mano y una asta corta de lanza en la otra, como quien sospechaba ya que había
quien atentara a su vida, y según después se vio llevaba
también una especie de cota de malla debajo de la sotana clerical y un casquete
de fierro en la cabeza oculto con el gorro. Colocóse debajo del púlpito
a la parte de la epístola, y arrimando el asta al
pilar se arrodilló ante el altar mayor (15 de setiembre, 1485). Acudieron los
asesinos y le rodearon, dirigidos por Juan de la Abadía, y mientras los
canónigos rezaban a coro los maitines, Vidal Durando le dio una cuchillada en el cuello, y Juan de Speraindeo le arremetió con
su espada y le dio dos estocadas, dejándole
por muerto tendido sobre las losas del templo. Huyeron los asesinos en la mayor
turbación, acudió todo el clero, y se recogió el cuerpo del desventurado
Arbués, que aún vivía, pero que entregó su
espíritu a las veinticuatro horas.
La noticia de
haberse cometido tan sacrílego crimen
produjo en el pueblo el efecto contrario al que se habían propuesto los
instigadores y perpetradores. Antes de amanecer corrían las calles grupos de
gente gritando: ¡al fuego los conversos, que han muerto al inquisidor!, y
tuvo que salir el arzobispo de Zaragoza don Alfonso de Aragón, hijo natural del
rey don Fernando, a caballo por las calles para impedir que pasasen a cuchillo
a los principales judíos conversos. La reacción fué completa, nombrados nuevos inquisidores, se
fijó el tribunal del Santo Oficio en el palacio de la Aljafería, como en señal
de estar bajo la salvaguardia real. Procedióse activamente
contra los autores y cómplices de estos asesinatos, y los más fueron habidos y
juzgados como fautores de herejes o como sospechosos, o impacientes del Santo
Oficio, relajados a la justicia secular en varios autos de fe, y sentenciados a
la pena de fuego. Muchos fueron sumidos por largo tiempo en calabozos, y apenas
hubo familia que no sufriera el bochorno de ver salir algún individuo suyo con
el hábito infamante de penitenciado, por delito o por sospecha de complicidad.
En cuanto a Pedro Arbués, se le erigió un
magnífico mausoleo, se le hiciéron exequias
solemnes como a un varón santo, la Iglesia le colocó después en el número de
los santos mártires, y como a tal sigue dándosele culto en España.
De este modo quedó establecida la Inquisición
moderna en Castilla y en Aragón. Las formas que se fueron introduciendo y
adoptando en los procedimientos, los privilegios que se fueron concediendo a
los inquisidores, el influjo y poder que alcanzaron, las invasiones que
hicieron en la jurisdicción real y civil, las luchas que esto produjo entre las
potestades eclesiástica y temporal, las modificaciones y vicisitudes que la
institución fue recibiendo, la influencia
que el Santo Oficio ejerció en la condición social de España, el número de
sentenciados, penados y penitenciados que sufrieron los rigores del adusto
tribunal en sus diferentes épocas, las ventajas o los inconvenientes, los bienes
o los males que resultaron de la institución a las costumbres, a la moral, a la
religión, a la política, a las letras, a las artes, a los conocimientos humanos
y a la civilización en general, los iremos viendo y notando en el discurso de
nuestra historia. El objeto del presente capítulo ha sido sólo exponer el
principio, el progreso y el carácter de la Inquisición antigua, el estado de
las leyes religiosas en España en los tiempos que precedieron a la época que
examinamos, la suerte que habían ido corriendo los enemigos de la fe católica,
la opinión pública respecto a ellos, las causas y antecedentes que motivaron la
creación de la Inquisición moderna, y por qué trámites, modos y formas quedó
establecida en España.
Volvamos ahora la vista a otro campo más
halagüeño, donde al tiempo que esto acontecía recogían ya gloriosos y no
escasos laureles así los dos monarcas que un venturoso lazo había unido, como
los valerosos campeones castellanos y aragoneses, los prelados, los magnates,
los pueblos y la nación entera.
PRINCIPIO DE LA GUERRA DE
GRANADA
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