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SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

LOS REYES CATÓLICOS

CAPÍTULO XXXV

GOBIERNO.—REFORMAS ADMINISTRATIVAS 1474 - 1482

 

En medio de la agitación y de los afanes y cuidados de una guerra a la vez extranjera y civil, y de una movilidad casi continua, Isabel tenía tiempo para meditar y promover las medidas de orden, administración y gobierno que las necesidades del Estado con más urgencia demandaban y requerían.

I. Una de las primeras y más importantes y de más útiles resultados fué la organización de la Santa Hermandad. Diremos para qué fué y lo que fué.

Hemos hablado del espantoso cuadro de desorden que presentaba el reino de Castilla a la muerte de Enrique el Impotente. Una guerra extranjera, provocada y fomentada por una parte, no la menos poderosa, de la nobleza del reino, lejos de aliviar, tenía que agravar, si era posible, aquella situación anárquica. Dejemos a un testigo de vista que nos describa aquellos desórdenes.

«Defendiendo (dice) el rey don Fernando y la reina doña Isabel sus regnos de dos grandes exércitos de Portugal y Francia, cruelmente fatigadas muchas ciudades y pueblos de España de muchos y cruelísimos ladrones, de homicidas, de sacrilegos, de adúlteros, de infinitos insultos, y de todo género de delincuentes. Y no podían defender sus patrimonios y haciendas de estos, que ni temían a Dios ni al Rey, nin tenían seguras sus hijas ni mujeres, porque habia mucha gran multitud de malos hombres. Algunos de ellos, menospreciando las leyes divinas y humanas, usurpaban todas las justicias. Otros dados al vientre y al sueño forzaban notoriamente casadas, vírgenes y monjas, y hacían otros excesos carnales. Otros cruelmente salteaban, robaban y mataban a mercaderes, caminantes y a hombres que iban a las ferias. Otros que tenían mayores fuerzas y mayor locura ocupaban posesiones de lugares y fortalezas de la corona Real, y saliendo de allí con violencia robaban los campos de los comarcanos; y no solamente los ganados, mas todos los bienes que podían tener . Asimismo raptaban a muchas personas, a las que sus parientes rescataban, no con menos dineros que si las hubieran aptado moros, u otras gentes bárbaras enemigas de nuestra santa fe.»

A tal extremo era esto, que según nos informa otro testigo ocular, había gobernador, como el alcaide de Castronuño, que desde sus fuertes hacía tales devastaciones en la comarca, que casi todas las ciudades de Castilla se vieron obligadas a pagarle un tributo por vía de seguro para poner sus territorios a cubierto de sus rapaces asaltos y correrías. Otros nobles ponían igualmente al abrigo de sus fortalezas la vida de salteadores y de bandidos.

Menester era, acudir con mano vigorosa y aplicar remedios fuertes a tan graves males y tan hondamente arraigados. Isabel tenía ánimo y corazón para ello, pero Isabel no podía estar en todas partes. Necesitaba una policía que vigilara los delincuentes, gente armada y organizada que los persiguiera, un tribunal severo y sin apelación que los juzgara, cumplidores activos de las sentencias y ejecutores rápidos de la justicia. Esto se propuso Isabel de acuerdo con Fernando, y a esto se dirigió la institución de la Santa Hermandad.

 

 

Hermandades había habido de muy antiguo en Castilla, ya lo hemos dicho muchas veces en nuestra historia, y hermandades hubo en los últimos reinados de don Juan II y de don Enrique IV. Pero estas hermandades, especie de asociaciones que formaban entre sí en casos dados más o menos pueblos o ciudades de una provincia o de un reino, ya para proveer a la seguridad pública, ya también para defenderse de las usurpaciones políticas de los nobles y aun de los mismos reyes, reducíanse a una institución meramente popular, que a veces era un contrapeso que se ponía al gobierno. Mas en esta ocasión fueron los reyes mismos los que aprovechando esta máquina popular y dándole nueva forma, la convirtieron en elemento y rueda de gobierno y en beneficio común del pueblo y del trono. Cupo la gloria de proponerlo en las reuniones de diputados celebradas en Madrigal, Cigales y Dueñas (de mayo a julio, 1476), a Alonso de Quintanilla, contador mayor de la reina, y a don Juan de Ortega, provisor de Villafranca de Montes de Oca y sacristán del rey, y también a Alonso de Palencia, el cronista, de lo cual se vanagloria él mismo. Aprobáronlo y lo sancionaron los reyes, y bajo su protección se procedió en Dueñas a organizar y reglamentar la Hermandad. Creóse, pues, un cuerpo de dos mil hombres de a caballo y de cierto número de peones, que de continuo se había de ocupar en perseguir y prender por los caminos a los malhechores y salteadores. Impúsose una contribución de diez y ocho mil maravedís a cada cien, vecinos para el mantenimiento de un hombre a caballo. Nombráronse capitanes, y se dió el mando superior de esta, que en el lenguaje moderno llamaríamos guardia civil, a don Alfonso de Aragón, duque de Villahermosa, hermano del rey, el mismo a quien hemos visto acudir de Aragón aBurgos, y de Burgos a Zamora, para ayudar a los reyes de Castilla en la guerra contra los portugueses.

Una junta suprema, compuesta de un diputado de cada provincia y presidida por el obispo de Cartagena, don Lope de Rivas, decidía sin apelación en las causas pertenecientes a la Hermandad. Un diputado particular representaba en cada provincia la junta suprema, recaudaba el impuesto y juzgaba en primera instancia. En cada pueblo de treinta casas arriba conocían dos alcaldes de los delitos sometidos a su jurisdicción, que eran: toda violencia o herida hecha en el campo, o bien en poblado cuando el malhechor huía al campo o a otro pueblo; quebrantamiento de casa; forzamiento de mujer; resistencia a la justicia. La Santa Hermandad se instituyó al principio por tres años, y en cada uno de ellos se reunía la junta general de diputados en todas las ciudades para acordar y trasmitir las oportunas instrucciones a las de provincia. Los procedimientos eran sumarios y ejecutivos; las penas graves y rigurosas, según la extrema necesidad del caso lo exigía: que el malhechor, decían las ordenanzas, reciba los sacramentos que pudiere recibir como católico cristiano, y que muera lo más prestamente que pueda, para que pase más seguramente su ánima. Al que robaba de quinientos a cinco mil maravedís se le cortaba el pie; la pena capital se ejecutaba asaeteando al reo.

Bien comprendieron los nobles que el establecimiento de la Hermandad no podía ser favorable ni a sus ambiciosas miras, ni a las usurpaciones a que estaban acostumbrados, ni a sus tiranías y excesos. En ella veían, no ya sólo un freno para los malhechores, sino una institución que acercaba los pueblos al trono, y los unía para reprimir una oligarquía turbulenta. Por eso reunidos muchos prelados y grandes señores en Cobeña, representaron, entre quejosos y reverentes, contra la creación de aquel cuerpo de policía militar. Pero la reina con su vigorosa entereza les hizo entender que no pensaba dejarse ablandar por sus razones, y que era llegado el caso de hacer respetar la autoridad hasta entonces vilipendiada. Merced a la inflexible constancia de Isabel, la Hermandad se fue estableciendo por todas partes y en todas las provincias, y hasta en las tierras de señorío, a lo cual contribuyó no poco el ejemplo del conde de Haro, don Pedro Fernández de Velasco, hijo de aquel Buen Conde de Haro, de que en otro lugar hemos hecho mención honrosa, el cual la adoptó en los territorios de sus grandes señoríos del Norte.

Inmensos fueron los servicios que en las provincias de Castilla, León, Galicia y Andalucía hizo este cuerpo permanente de ejército y de policía armada, pronto a atender con rapidez y actividad a la persecución y castigo de los bandidos, de los perturbadores, de los delincuentes de todas clases y categorías; los ministros de la justicia encontraban en él un firme y seguro apoyo; y aunque no era posible cortar en poco tiempo males tan arraigados y antiguos, y excesos tan universales, se vieron pronto sus beneficios, y se iba restableciendo en gran parte el orden social. Sentíase ciertamente el peso de la carga que gravitaba sobre los pueblos, porque su mantenimiento era costoso, y no suave la contribución. De ello se prevalieron algunos nobles y eclesiásticos para pedir que cesase cuando concluyó el primer trienio de su creación; pero la junta general reunida en Madrid bajo la presidencia del rey, oída la petición y pesados los inconvenientes y los beneficios, halló ser mayores éstos y determinó la prorrogación por otros tres años. Así se fué sosteniendo, sin que por eso dejara de sufrir modificaciones en su forma, según las circunstancias lo requerían, hasta que estas mismas circunstancias la hicieron con el tiempo innecesaria.

II. Pero esta y otras providencias, dirigidas al restablecimiento de la tranquilidad pública y del orden social, no hubieran producido los resultados que la reina se proponía y el país necesitaba, si Isabel no hubiera dado personalmente tantos y tan ejemplares testimonios de su celo por la rígida administración de la justicia, de su firmeza, de su inflexible carácter, de su rectitud y justificación, de su severidad en el castigo de los crímenes y de los criminales; severidad que, aunque acompañada siempre de la prudencia y de la moderación, hubiera podido ser tachada por algunos de dureza, en otros tiempos en que la licencia y la relajación hubieran sido menos generales y no hubieran exigido tanto rigor en la aplicación de las leyes y de los castigos. ¿Qué indulgencia y qué lenidad cabía con delincuentes como el rico Álvaro Yáñez de que estaba lleno y plagado el reino? Este poderoso gallego, vecino de Medina del Campo, había obligado a un escribano a otorgar o firmar una escritura falsa con el fin de apropiarse ciertas heredades, y para que no se descubriese su crimen, asesinó al escribano, y le enterró dentro de su misma casa. Pidió su viuda justicia a los reyes; Alvaro Yáñez fué preso y se le probó el delito. Cuarenta mil doblas de oro ofrecía el poderoso criminal para la guerra contra los moros, si se le salvaba la vida, cantidad a que no llegaba en un año la renta de la corona cuando comenzó a reinar Isabel. Algunos del consejo opinaban que debía aceptarse siendo para tan santo objeto. Isabel rechazó la proposición, mandó que se cumpliera la justicia y el delincuente fue degollado Sus bienes según las leyes eran confiscados y aplicados a la cámara, pero la reina no los quiso tomar, «e hizo merced dellos a sus fijos para que las gentes no pensasen que movida por codicia había mandado hacer aquella justicia»

Un hijo del almirante de Castilla, primo hermano del rey, atropelló y maltrató en las calles de Valladolid a otro caballero castellano a quien la reina había dado un seguro. Noticiosa Isabel del caso, montó a caballo, y sin reparar en la copiosa lluvia que caía se fue a Simancas, donde creyó haberse refugiado el don Fadrique, que este era el nombre del delincuente. No le encontró allí, pero habiéndosele después presentado su mismo padre, que lo conceptuó el mejor medio para aplacar el enojo de la reina, pidiéndole indulgencia en atención a la edad de veinte años que el joven tenía, no por eso se libertó éste de ser encerrado en el castillo de Arévalo y desterrado a Sicilia, de donde sólo volvió pasados algunos años. Así obraba Isabel, y con esta energía castigaba los desmanes, sin reparar en riquezas, ni respetar categorías ni deudos. «Y esto hacía, nos dice su cronista, por remediar la gran corrupción de crímenes que halló en el reino cuando se ciñó la corona » ¿Necesitaremos citar otros ejemplos de esta inflexible severidad?

Y sin embargo, bien sabía templar, cuando convenía, el rigor de la justicia con el consejo y la prudencia. El tumulto de Segovia, que dejamos referido en el anterior capítulo, acreditó esta virtud de una manera que le dió gran celebridad en el pueblo, y más después de haber visto su presencia de ánimo en el peligro, y la sabiduría y rectitud con que puso término a tan agria y peligrosa contienda. Así se conciliaba a un tiempo el temor, el amor y el respeto.

Ella presidía en persona los tribunales de justicia, resucitando una antigua costumbre de sus predecesores, que había caído en desuso en los últimos desastrosos reinados. Hacía que sus jueces despacharan todos los días las causas y pleitos pendientes, y ella destinaba un día de la semana, que solía ser el viernes, a oir por sí misma, rodeada de su consejo, las querellas que sus súbditos, grandes y pequeños, quisieran presentar a su decisión, sin que a nadie le estuviese prohibida la entrada. En esto invertía los intervalos en que las atenciones de la guerra la permitían algún vagar De esta manera en los dos meses que permaneció en 1478 en Sevilla, se fallaron tantos pleitos, se devolvieron tantos bienes usurpados, y se impuso castigo a tantos criminales, que asustados y llenos de terror los que temían verse complicados en los pasados desórdenes, emigraron a millares de la ciudad, y fuéle preciso a la reina, a reclamación de los vecinos honrados, alzar la mano en las investigaciones de los excesos cometidos en la espantosa anarquía de que había estado siendo víctima aquella hermosa población, y en que apenas había familia en que no se contase algún individuo más ó menos complicado. Contenta ya Isabel con haber inspirado un terror saludable y con haber restablecido el imperio de la ley, concedió un indulto y perdón general por todos los delitos, sin perjuicio de la restitución de los bienes robados y usurpados

De que en Madrid guardaba la misma costumbre nos da testimonio el ilustrado autor de las Quincuagenas, cuando dice con una complacencia que le honra: «Acuerdóme verla en aquel alcázar de Madrid con el católico rey don Fernando, V de tal nombre, su marido, sentados públicamente por tribunal todos los viernes, dando audiencia a chicos y grandes cuantos querían pedirla: y a los lados en el mismo estrado alto (al cual subían por cinco o seis gradas) en aquel espacio fuera del cielo del dosel estaba un banco de cada parte, en que estaban sentados doce oidores del consejo de la justicia y el presidente del dicho consejo real.» Y luego exclama entusiasmado: «En fin aquel tiempo fue áureo y de justicia; y el que la tenia valíale. He visto que después que Dios se llevó esta santa Reina, es más trabajoso negociar con un mozo de un secretario, que entonces era con ella u su consejo, y mas cuesta»

Los efectos de esta conducta y de este amor a la justicia no tardaron en tocarse. El reino sufrió una completa trasformación moral. «Cesaron en todas partes, dice otro testigo ocular, los hurtos, sacrilegios, violaciones de vírgenes, opresiones, acometimientos, prisiones, injurias, blasfemias, bandos, robos públicos, y muchas muertes de hombres, y todos otros géneros de maleficios que sin rienda ni temor de justicia habían discurrido por España mucho tiempo .... Tanta era la autoridad de los católicos príncipes, tanto el temor de la justicia, que no solamente ninguno no hacia fuerza a otro, mas aun no le osaba ofender con palabras deshonestas: porque la igualdad de la justicia que los bienaventurados príncipes hacian era tal, que los inferiores obedecían a los mayores en todas las cosas lícitas y honestas a que están obligados; y asimismo era causa que todos los hombres de cualquier condición que fuesen, ahora nobles y caballeros, ahora plebeyos y labradores, y ricos o pobres, flacos o fuertes, señores o siervos, en lo que a la justicia tocaba todos fuesen iguales». Consienten en lo mismo todos los escritores contemporáneos; así que sólo repetiremos las sencillas y vigorosas palabras con que otro pinta aquella mudanza feliz. «En todos sus reinos poco antes había ladrones y criminales poseídos por diabólicas osadías, quienes sin temor a la justicia cometían crímenes y feos delitos. Y luego en pocos dias súbitamente se imprimió en los corazones de todos tan gran miedo, que ninguno osaba sacar armas contra otro, ninguno osaba cometer fuerza, ninguno decía mala palabra ni descortés; todos se amansaron y pacificaron, todos estaban sometidos a la justicia, y todos la tomaban por su defensa. Y el caballero y el escudero, que poco antes con soberbia sojuzgaban al labrador y al oficial, se sometían a la razón y no osaban enojar a ninguno por miedo de la justicia que el Rey y la Reina mandaban ejecutar. Los caminos estaban seguros; y muchas de las fortalezas que poco antes con diligencia se cerraban, vista esta paz estaban abiertas, porque ninguno había que osase robarlas , y todos gozaban de paz y seguridad». Tal era en fin la fuerza de la justicia y de la ley, que, como dijo un docto español: «un decreto con las firmas de dos o tres jueces era más respetado que antes un ejercito»

Quien tanto amor mostraba a la justicia, no es extraño que honrara y favoreciera a los que habían recibido la santa misión de administrarla, que cuidara de mejorar la legislación, que pusiera orden y arreglo en los tribunales. Materias fueron éstas, entre otras muchas de no menos interés e importancia, en que se ocuparon las célebres cortes de Toledo de 1480, las más famosas de este reinado, las más famosas de la edad media, y en que recibió el más considerable impulso la jurisprudencia de Castilla. Erigiéronse por ellas en la corte cinco consejos. En el primero asistían el rey y la reina para oir las embajadas y lo que se trataba de la corte de Roma: en el segundo estaban los prelados y doctores para oir las peticiones y ver los pleitos: en otro los grandes y procuradores de la corona de Aragón para tratar los negocios de aquel reino: en otro los diputados de las hermandades para conocer en las causas tocantes a su instituto, y en el último los contadores y superintendentes de hacienda. Echáronse los cimientos del sistema judicial que vino rigiendo hasta el siglo presente. Preveníase a los jueces la mayor actividad en el despacho de los procesos, dando a los acusados todos los medios necesarios para su defensa, y se les mandó que un día en cada semana visitaran las cárceles, examinaran su estado, el número de los presos, la clase de sus delitos y el trato que recibían: se ordenó pagar de los fondos públicos un defensor de pobres, encargado de seguir los pleitos de los que no podían costearlos por sí: se establecieron penas rigurosas contra los que sostuvieran causas notoriamente injustas, y contra los jueces venales, plaga funesta de los reinados anteriores, y se creó la útilísima institución de visitadores que inspeccionaran los tribunales y juzgados inferiores de todo el reino. La audiencia o chancillería, que antes no tenía residencia fija y era ocasión a los litigantes de grandes gastos y entorpecimientos, se estableció en Valladolid, se refundió enteramente, se dieron leyes para ponerla a cubierto de la intervención de la corona, y las plazas de magistrados se proveían en jurisconsultos íntegros y sabios.

Sentíase, sin embargo, la falta de un sistema de legislación regular y completo en Castilla, puesto que ni las Partidas, ni el Fuero Real, ni el Ordenamiento de Alcalá, ni las demás leyes y pragmáticas que se habían ido añadiendo constituían un código general y uniforme, y que pudiera tener universal aplicación. Este vacío, que infructuosamente se había reconocido en los últimos reinados, se procuró llenarle en el de Fernando e Isabel, y esta honrosa comisión fue conferida durante las cortes de Toledo al laborioso jurisconsulto Alfonso Díaz de Montalvo, que á su ciencia reunía la práctica y experiencia adquirida en tres reinados consecutivos. El fruto de la ardua empresa que tomó sobre sí Montalvo, fueron las Ordenanzas reales, que dividió en ocho libros, precedidos de un prólogo, en que da cuenta de lo que motivó la obra y del plan que siguió para ordenarla: este trabajo le dió por concluido en menos de cuatro años. Este cuerpo de leyes, que fue como la base del que andando el tiempo había de constituir la Nueva Recopilación, fue el código legal que se mandó observar en todos los pueblos de Castilla, y el que formó su legislación general.

III. Uno de los elementos que había hecho vacilar el trono en los últimos reinados, y a que fue debida la decadencia y menosprecio de la autoridad real, y la opresión y el malestar del pueblo, era la prepotencia excesiva que había ido adquiriendo la nobleza, aumentando sus privilegios y su poder a medida que usurpaban y disminuían el de la corona, prevaliéndose de la debilidad de los reyes. Hemos visto en el libro precedente la marcha que esta lucha entre el trono y la aristocracia había venido llevando en Castilla, señaladamente desde los tiempos de San Fernando, y las vicisitudes y alternativas que sufrió, hasta que prevaleció la grandeza en el proceloso reinado del débil don Juan II y escarneció el trono y holló la dignidad real en el desastroso y miserable de don Enrique IV. El cuadro de los desmanes, de las usurpaciones, de los insultos, de las tiranías, de la insubordinación, de la licencia y desenfreno que presentaba en su mayoría esta clase, tan digna en otro tiempo por sus eminentes servicios al Estado, dejárnosle bosquejado en los capítulos anteriores. Isabel se propuso levantar el trono del abatimiento en que había caído, y robustecer la autoridad real enflaquecida y vilipendiada, restablecer el conveniente equilibrio entre los diversos elementos del Estado, rebajar el poder de la nobleza al nivel que no había debido traspasar, sujetarla, moralizarla y hacerla subordinada, establecer en fin el orden, el concierto y la armonía de una buena organización bajo la dirección legítima del trono. Tan noble y digna como grande y ardua era la empresa, y aunque el lograrla fue obra de una serie progresiva de disposiciones durante todo su reinado, en el corto período que examinamos había dado ya grandes pasos y avanzado admirablemente en este camino.

La creación, o sea la organización de la Hermandad, fue ya un golpe terrible para la nobleza, puesto que ponía a disposición del trono una fuerza disciplinada y reglamentada, independiente de los grandes señores, pronta a acudir a todas partes, y a castigar los desórdenes y atentados, siquiera los cometieran los más encumbrados magnates. Faltóles a éstos energía para conjurar el golpe, y eso que no tardaron en apercibirse de la tendencia de la institución, ya que no descubriesen del todo su objeto. Pero la conducta de Isabel, su virtud, su carácter varonil, y el amor que comenzó pronto a manifestarle el pueblo, parecía ejercer sobre ellos una especie de fascinación que los embargaba y reprimía. La actividad con que atendía a todo, su movilidad, su presencia de ánimo, su severidad en la aplicación de las leyes sin excepción de personas, unido a la cooperación de su activo esposo, los tenía contenidos. Sus viajes a las fronteras de Extremadura y al centro de Andalucía, donde reinaba la anarquía más espantosa, fueron de un efecto mágico. Los jefes de las casas de Cádiz y Medina-Sidonia, los Guzmán, los Ponce de León, los Aguilar y los Portocarrero, que tenían dividida y conturbada la tierra, debieron quedar sorprendidos al ver a la reina entrar impávida en Sevilla, recibir las aclamaciones del pueblo, y sentarse en el tribunal a administrar justicia con tan imperturbable calma como si dominara el país. Aquellos independientes señores, que parecían tan formidables, los unos fueron devolviendo a la corona los bienes de que se habían apoderado, los otros se presentaron a la reina a disculpar lo mejor que pudieron su conducta pasada. Isabel en su viaje y expedición al litoral, usando más de la prudencia y de la moderación que de la fuerza, concilió entre sí algunos de aquellos rivales magnates y sus respectivos bandos, y aunque ni restableció enteramente el orden ni rescató todo lo que había pertenecido a la corona, mejoró notablemente la situación del país, enseñó a respetar su autoridad, y dejó muy quebrantado el poder de aquellos ricos y turbulentos señores.

En otras partes en que fue menester emplear el rigor, como en Galicia, país que plagaban cuadrillas de bandidos, los unos en los montes y caminos públicos, los otros desde sus castillos feudales, hízolo con tal severidad, que mandó arrasar cerca de cincuenta fortalezas, que eran como receptáculos donde se acogían como a templos y casas de asilo los ladrones, asesinos, sacrilegos, y hombres manchados con todo género de crímenes.

 

El más célebre y el más tenaz de los próceres gallegos (si bien el suplicio que al cabo sufrió por su rebeldía y por sus crímenes no se ejecutó sino algunos años más adelante) fué el conocido en aquel país con el nombre de el Mariscal Pedro Pardo de Cela. Este magnate, elevado a uno de los más altos puestos de la milicia en el reinado de Enrique IV, señor de las fortalezas de Cendímil, Fronseira, San Sebastián de Carballido y otras muchas de aquel reino, detentaba en su poder las reutas del obispado de Mondoñedo, que él había convertido en dote de su mujer doña Isabel de Castro, como sobrina y suponiéndola heredera de todos los bienes de su tío don Pedro Enríquez, obispo de aquella diócesis. Todas las órdenes, todos los medios, pacíficos y violentos, que se emplearon para hacerle devolver a la mitra los bienes usurpados, habían sido infructuosos. Los comisionados, eclesiásticos y legos, que se despachaban para cobrar las rentas, eran o asesinados, o bárbaramente tratados por la gente de Pedro Pardo. La reina doña Isabel le mandó comparecer en la corte, y el rebelde mariscal resistió su mandato, trayendo revuelta y consternada una gran parte de Galicia con su gente desalmada y feroz. Tomó además partido en la guerra de Portugal por doña Juana la Beltraneja, y fue de los que se mantuvieron rebeldes a la reina Isabel aun después de haber profesado la Beltraneja en el convento de Coimbra. Resuelta la reina a castigar los escándalos y crímenes de Pedro Pardo, envió a Galicia comisionados regios, que, instruido el correspondiente proceso, condenaron al revoltoso magnate a la confiscación de sus bienes y a muerte en garrote. Faltaba apoderarse de su persona, y esta comisión se dió al capitán Luis de Mudarra, que al cabo de tres años pudo reducir al obstinado magnate a la sola fortaleza de Fronseira. Asaltado allí por las fuerzas de Mudarra, las rechazó el indómito mariscal matando mucha gente. Por último, habiendo salido del fuerte y dejádole encomendado a veintidós de sus criados, éstos le vendieron traidoramente a sus enemigos, e ignorante de ello el mariscal, fué luego sorprendido y hecho prisionero con su hijo y otros hidalgos y labradores que le acompañaban por el capitán Fernando de Acuña, primer gobernador de Galicia por los reyes Fernando e Isabel. Conducidos los rebeldes a Mondoñedo, el mariscal Pedro Pardo y su hijo, joven de 22 años, sufrieron la pena de garrote en la plaza de aquella ciudad (23 de diciembre, 1483). Así terminó su turbulenta carrera el mariscal Pedro Pardo de Cela, el defensor más obstinado y poderoso de la princesa doña Juana en Galicia, y el enemigo más terrible de los Reyes Católicos en aquel reino.

 

Veían los nobles, al principio con sorpresa y con disgusto, y después con envidia y emulación, conferir los cargos públicos de más confianza a letrados y gente docta, muchos de ellos salidos del estado llano, y era una novedad para ellos tener unos monarcas que atendían más al mérito que a la cuna, a la ciencia que al linaje, a la virtud y al talento que a los blasones y a las riquezas, y que había otros títulos para alcanzar honores, influir en los negocios públicos y obtener consideración con los reyes y con el pueblo que la alcurnia y la espada, y al cabo se fueron convenciendo de que era menester buscar el medro por la nueva carrera que se abría. Muy sumisos debían tener ya a los nobles, cuando se atrevieron Fernando e Isabel en las cortes de Toledo de 1480 a atacar de frente sus excesivos privilegios, a prohibirles levantar nuevos castillos, y a privarles de usar el sello, las armas y las insignias reales en las cartas y escudos, que hasta este punto habían llevado su arrogancia y su osadía.

Pero lo que admira más es la docilidad con que se sometieron aquellos grandes tan poderosos, insubordinados y altivos, a la gran reforma que se hizo en aquellas mismas cortes, y que más honda y más directamente afectaba a sus intereses, a saber: la revocación de las mercedes hechas en el último reinado, que al paso que habían dejado empobrecido el patrimonio y la hacienda real hasta un extremo que sus rentas no igualaban las de algunos particulares, constituían la principal opulencia de los nobles y señores. La anulación de estas mercedes, y la restitución a la corona de los pingües bienes de que una discreta prodigalidad había privado, o que la codicia y la rapacidad arrebataran a reyes o indolentes o abyectos, era una medida justa y necesaria, pero la más sensible para los interesados, y la que pedía más delicadeza y más pulso, y también más entereza y resolución. El estamento popular creyó conveniente llamar a las cortes por convocatoria especial a la nobleza y alto clero, para que tan grave asunto se decidiese con su conocimiento y anuencia. En honor de la verdad. y para honra de la antigua grandeza de Castilla, debemos decir que en esta ocasión dió una prueba muy señalada de desprendimiento y de patriotismo, pues reconocida la absoluta necesidad de la revocación que se proponía, todos dieron su consentimiento a una medida que menguaba extraordinariamente sus rentas y su fortuna. Verdad es que los más perjudicados en esta reforma, y también los primeros a dar el ejemplo, eran los parientes del rey don Fernando, y los más fieles servidores de doña Isabel, tales como el almirante Enríquez, que dejaba una suma de doscientos cuarenta mil maravedís de renta anual, el duque de Medina-Sidonia y la familia de los Mendozas, que perdían cuantiosas rentas, y sobre todos, y es muy de notar, el duque de Aburquerque, don Beltrán de la Cueva, que sobre haber seguido las banderas de Isabel en la guerra con la Beltraneja, que la voz pública señalaba como hija suya, consintió en sufrir en sus estados la enorme rebaja de una renta de un millón cuatrocientos veinte mil maravedís, como que era también el que más había acumulado, y a quien más Enrique IV había enriquecido.

Como los principios sobre que había de hacerse la reversión dependían de la mayor o menor ilegitimidad de las adquisiciones, fué preciso adoptar una base prudencial, cuyo plan se encomendó al ilustrado y virtuoso cardenal Mendoza, y su ejecución y final arreglo fué cometido á Fr. Fernando de Talavera, confesor de la reina, y hombre íntegro y de probidad reconocida. En lo general sirvieron de tipo los servicios prestados al Estado y a la corona. Los que no habían hecho ninguno personal y debían sus mercedes o pensiones exclusivamente a la gracia y a la liberalidad del monarca, las perdían enteramente; conservábase a los que hubiesen hecho servicios la parte que se conceptuaba proporcionada a sus méritos, y a constituir una decorosa y justa remuneración; y a los que habían comprado vales se les pagaban al precio a que los hubiesen adquirido. Las mercedes de este modo revocadas y las rentas que en su virtud fueron devueltas a la corona, ascendieron a la enorme cifra de treinta millones de maravedís, próximamente las tres cuartas partes de las rentas que encontró Isabel al recibir la menguadísima herencia de su hermano. No se tocó las posesiones afectas a los establecimientos literarios y de beneficencia, y la discreta reina tuvo el tacto y la política de hacer la medida popular, destinando sus primeros productos en cantidad de veinte millones al socorro de las viudas y huérfanos de los que habían perecido en la guerra con Portugal.

Esta gran medida, de que ya en otros reinados se había dado algún ejemplo, tal como en el del mismo don Juan II respecto de las mercedes hechas por el primer rey de la dinastía de Trastamara. fué como la base de las reformas económicas del reinado de Isabel, y el golpe que contribuyó más A la sumisión y al abatimiento de la grandeza. La nobleza subalterna ganó con esto, pues cesando aquella antigua desigualdad en que se desatendía A la una para prodigarlo todo A la otra, y dándose la conveniente consideración A todas las clases, sistema que quiso ya plantear con poco tino y discreción Enrique IV, ya no se vió reducida como antes «A servir oscuramente en las mesnadas del rey O de los grandes.»

IV. No fueron sin embargo estas solas, ni con mucho, las providencias económicas y administrativas que Isabel y Fernando tomaron en las célebres cortes de Toledo. Ya en el primer año de su reinado se habían apresurado A fijar el valor legal de la moneda, cuya escandalosa adulteración en tiempo de Enrique IV había sido un manantial abundante de desdichas y de calamidades paRa el reino, según en su lugar dejamos expresado. Las ciento cincuenta casas de acuñación se redujeron al antiguo número de las cinco fábricas reales, prohibiendo A los particulares batirla bajo las más severas penas, inutilizando la adulterada y dando un tipo legal y riguroso para la fabricación.

A esta ley, restauradora del crédito y de la confianza, era menester, y así se hizo, que acompañaran otras para el fomento de la industria y del comercio. Se franqueó, como era natural, constituyendo ya como un reino unido, el de Castilla con Aragón, y se permitió el paso libre de ganados, mantenimientos y mercaderías. Se suprimieron los portazgos, servicios y montazgos sobre los ganados trashumantes. Los moradores de los pueblos quedaron libres de la odiosa traba que les impedía pasar A vivir á otro, llevando sus ganados y frutos si les acomodase, derogándose cualesquiera estatutos U ordenanzas en contrario. Diéronse muchas para el fomento de las artes y oficios, para el laboreo del campo y para todos los ramos y ejercicios de la agricultura, para evitar la circulación de los géneros falsos y los contratos fraudulentos, y sobre todo para asegurar el respeto A la propiedad, que fue lo que más alentó A cultivar la tierra, antes yerma y abandonada, expuestos los labradores, o a ser asesinados por los bandidos en medio de sus inocentes faenas, o a verse despojar de sus frutos antes de poder hacer la recolección, sin encontrar quien los indemnizara, ni hiciera justicia, ni oyera siquiera sus quejas.

Merced a tantas y tan saludables leyes la industria interior comenzó a animarse, las tierras volvieron a producir, los valles y colinas a vestirse de frutos, las ciudades a embellecerse, y el comercio interior y exterior a circular, a pesar de los errores de aquel tiempo en orden a materias mercantiles, de que pocas naciones y pocos hombres dejarían entonces de participar. Y en prueba del extraordinario impulso que en pocos años recibió el comercio y la marina mercante, de cuyo estado suele ser las más veces signo y tipo la militar, citaremos, a riesgo de anticipar la indicación de un gran suceso, la grande escuadra de setenta velas que para la defensa de Napoles hicieron salir estos reyes en 1482 de los puertos de Vizcaya y Andalucía. Con razón exclama un escritor de aquella edad: «Cosa que fue por cierto maravillosa que lo que muchos hombres y grandes señores no se acordaron a hacer en muchos años, sólo una mujer con su trabajo y gobernación lo hizo en poco tiempo». Y téngase presente que estamos todavía en el primer período del reinado de Isabel.

V. Al propio tiempo que así reivindicaban los reyes los derechos de la corona y la jurisdicción y legítimo ejercicio de la autoridad real contra las usurpaciones de la nobleza en el interior, sostenían con dignidad y entereza en el exterior las prerrogativas del trono que de antiguo habían tenido los reyes de Castilla en materias eclesiásticas, contra las pretensiones de la corte de Roma, especialmente en la provisión de beneficios y dignidades para las iglesias de España. Con arreglo á la antigua jurisprudencia canónica de estos reinos, y en virtud de su derecho de patronato, hallándose la reina y el rey en Medina del Campo (1482) procedieron a la provisión de obispados nombrando las personas para las sillas, y haciendo la correspondiente suplicación a Roma para la confirmación. Pero el pontífice, que en los años anteriores y en los débiles reinados precedentes había ido convirtiendo el derecho de confirmación en el de nombramiento, contra las ineficaces reclamaciones de las cortes, había provisto ya la iglesia de Cuenca, a la cual los reyes querían trasladar al obispo de Córdoba, su capellán mayor, Alfonso de Burgos, en un genovés que era sobrino del papa y cardenal de San Giorgio. Desde luego resolvieron los monarcas españoles no consentir esta provisión, ya por ser hecha contra su voluntad, ya por ser el favorecido un extranjero, representando al pontífice que se sirviese proveer las iglesias de España en naturales de estos reinos y en los que ellos le proponían y suplicaban, y no de otro modo, que así lo habían practicado sus antecesores, y exponían los fundamentos de este derecho de los reyes de España.

Replicaba el pontífice que él, como cabeza de la Iglesia, tenía absoluta facultad de proveer en todas las de la cristiandad, sin tener que consultar sino el bien de la Iglesia, y no la voluntad de ningún príncipe. Disgustados con esta respuesta los reyes, enviaron diversas embajadas al papa Sixto IV, exponiéndole que no era su ánimo ni intención poner límite a su poderío espiritual, sino que considerara las causas por qué los monarcas españoles ejercían este patronato en sus iglesias, y no le pedían sino que obrara como los pontífices que le habían precedido. Como estas embajadas no fuesen atendidas, ni sus consideraciones escuchadas, el rey y la reina dieron orden a sus súbditos para que saliesen de Roma, e hicieron entender su propósito de invitar a todos los príncipes cristianos a tener un concilio general en que se tratase de este y otros asuntos pertenecientes al gobierno de la Iglesia. Los españoles obedecieron al mandamiento de sus soberanos, y salieron inmediatamente de Roma. Pareció al pontífice que las cosas marchaban en peligro de rompimiento, y despachó un enviado a Castilla, Domingo Centurión, genovés también, para que hablara con los reyes sobre aquel negocio y viera de arreglarlo.

Noticiosos Fernando e Isabel de la llegada del legado pontificio a Medina, enviáronle a decir, que pues el Santo Padre se conducía más ásperamente con los reyes de España que con otros cualesquiera príncipes cristianos, siendo los españoles los más obedientes a la silla apostólica, y pues que ellos estaban dispuestos a buscar remedio a los agravios del sumo pontífice según de derecho debían y podían, evacuase cuanto antes sus reinos, sin cuidar de proponerles embajada alguna del papa, que sabían no había de ser conforme a sus regias prerrogativas; que se maravillaban de que hubiese aceptado tal encargo después de haber sido los embajadores de Castilla tan inconsideradamente tratados en Roma; que por lo demás él y los suyos contaran con seguro para sus personas tan amplio como a enviados del pontífice correspondía. Impuso de tal modo al embajador italiano esta actitud severa y enérgica de los reyes, que protestó humildemente renunciar a las inmunidades y privilegios de enviado pontificio, y someterse en un todo a los monarcas y a las leyes de España para que le juzgasen y tratasen como a súbdito natural suyo, pero que esperaba le oyeran benignamente. La humildad de la respuesta, junto con la mediación conciliatoria del cardenal de España a fin de evitar un rompimiento con la Santa Sede, templaron al rey y a la reina en términos que el embajador fué admitido y oído, volvióse a entrar en negociaciones y tratos de concordia con el pontífice, y su resultado fué convenir en que los reyes nombrarían, y el papa, a suplicación suya, proveería las dignidades de las principales iglesias españolas en personas naturales de estos reinos, dignas, idóneas, capaces, y de ciencia y virtud. El pontífice Sixto revocó el nombramiento hecho en el cardenal de San Giorgio para el obispado de Cuenca, y la reina trasladó a esta silla a su confesor don Alfonso de Burgos, principio y fundamento de la contienda.

Conseguido este primer triunfo de las prerrogativas reales en la presentación de beneficios eclesiásticos, Isabel prosiguió elevando a las sillas episcopales que vacaban los sujetos más aptos para la buena dirección de las iglesias y para el mejor servicio del culto, yendo muchas veces a buscar al retiro del claustro los varones más virtuosos y doctos para encomendarles, aun contra su voluntad, las dignidades a que sus méritos los hacían acreedores, y apremiándolos a que las aceptasen. De este modo fue formando en Castilla un plantel de prelados de doctrina y virtud, que los escritores de aquel tiempo unánimemente se complacen en ensalzar.

Ya antes de esto había el rey don Fernando procedido con la propia energía respecto a la provisión de obispados en un caso análogo ocurrido en su reino de Aragón. Habiendo vacado la silla de Tarazona y conferídola el papa a un curial de la corte de Roma llamado Andrés Martínez, sin presentación ni consentimiento del rey, el cual destinaba aquella silla para el cardenal don Pedro González de Mendoza, inmediatamente intimó al nombrado que renunciase aquella iglesia en manos de Su Santidad, so pena de proceder contra él de manera «que e él fuese castigo y a los otros ejemplo» hasta desnaturalizarle de todos sus reinos. Al propio tiempo envió a decir al papa por medio de sus embajadores, que ya sabía ser de inmemorial costumbre que las iglesias catedrales de Aragón se proveyesen a petición y suplicación de los monarcas, y que así era razón se hiciese, puesto que ellos habían ganado la tierra de los infieles y fundado en ella las iglesias, lo que se podía decir de pocos reyes de la cristiandad. Añadíale, «que si lo contrario hiciese, aunque hasta este tiempo, por le mostrar el deseo que tenia de obedecerle y complacer, había dado lugar a otra cosa, no lo podría hacer de allí adelante, ni la condición del estado de sus reinos lo podría comportar.» Y suplicábale que por estas causas tuviese a bien esperar su nombramiento y presentación para la provisión de obispados, y que ésta de ninguna manera se hiciese en extranjeros, lo cual era en detrimento de las iglesias, y contra las leyes, ordenanzas y antiguas costumbres así de Aragón como de Castilla. Para tratar este asunto bajo estos principios enviaron de acuerdo el rey y la reina desde Cáceres al obispo de Tuy don Diego de Muros, al abad de Sahagún fray Rodrigo de la Calzada, y al doctor Juan Arias, canónigo de Sevilla, todas personas de letras y de gran probidad.

Así sostenían Fernando e Isabel las prerrogativas del trono y el patronato de la corona en materias eclesiásticas; y de esta manera empleaban los primeros años de su reinado en sancionar leyes saludables para el restablecimiento del orden y de la seguridad pública y personal, para la recta y severa administración de la justicia, para la conveniente organización de los tribunales, para el fomento de la industria, de la agricultura y del comercio, para moderar los turbulentos ímpetus de la altiva nobleza, disminuir su excesivo poder y hacerla sumisa y subordinada, y para robustecer la autoridad real, y reivindicar sus legítimos y lastimados derechos así en las materias eclesiásticas como en las civiles.

 

 

CAPÍTULO III

LA INQUISICIÓN. De 1447 a 1485

 

 

 

 

 

LONJA DE VALENCIA, O DE LOS MERCADERES

INTERIOR