LOS REYES CATÓLICOSCAPÍTULO XXXVGOBIERNO.—REFORMAS
ADMINISTRATIVAS
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Hermandades
había habido de muy antiguo en Castilla, ya lo hemos dicho muchas veces en
nuestra historia, y hermandades hubo en los últimos reinados de don Juan II y
de don Enrique IV. Pero estas hermandades, especie de asociaciones que
formaban entre sí en casos dados más o menos pueblos o ciudades de una provincia o de
un reino, ya para proveer a la seguridad pública, ya
también para defenderse de las usurpaciones políticas de los nobles y aun de
los mismos reyes, reducíanse a una institución
meramente popular, que a veces era un contrapeso que
se ponía al gobierno. Mas en esta ocasión fueron los reyes mismos los que
aprovechando esta máquina popular y dándole nueva forma, la convirtieron en
elemento y rueda de gobierno y en beneficio común del pueblo y del trono. Cupo
la gloria de proponerlo en las reuniones de diputados celebradas en Madrigal,
Cigales y Dueñas (de mayo a julio, 1476), a Alonso de Quintanilla, contador mayor de la reina, y a don Juan de Ortega, provisor de Villafranca de Montes de
Oca y sacristán del rey, y también a Alonso de Palencia, el cronista, de lo cual se vanagloria él mismo. Aprobáronlo y lo
sancionaron los reyes, y bajo su protección se procedió en Dueñas a organizar y reglamentar la Hermandad. Creóse,
pues, un cuerpo de dos mil hombres de a caballo y de
cierto número de peones, que de continuo se había de ocupar en perseguir y
prender por los caminos a los malhechores y
salteadores. Impúsose una contribución de diez y ocho
mil maravedís a cada cien, vecinos para el
mantenimiento de un hombre a caballo. Nombráronse capitanes, y se dió el mando superior de esta, que en el lenguaje moderno llamaríamos guardia
civil, a don Alfonso de Aragón, duque de Villahermosa,
hermano del rey, el mismo a quien hemos visto acudir
de Aragón aBurgos, y de Burgos a Zamora, para ayudar a los reyes de Castilla en la guerra contra los
portugueses.
Una
junta suprema, compuesta de un diputado de cada provincia y presidida por el
obispo de Cartagena, don Lope de Rivas, decidía sin apelación en las causas
pertenecientes a la Hermandad. Un diputado particular
representaba en cada provincia la junta suprema, recaudaba el impuesto y
juzgaba en primera instancia. En cada pueblo de treinta casas arriba conocían
dos alcaldes de los delitos sometidos a su
jurisdicción, que eran: toda violencia o herida hecha
en el campo, o bien en poblado cuando el malhechor
huía al campo o a otro
pueblo; quebrantamiento de casa; forzamiento de mujer; resistencia a la justicia. La Santa Hermandad se instituyó al
principio por tres años, y en cada uno de ellos se reunía la junta general de
diputados en todas las ciudades para acordar y trasmitir las oportunas
instrucciones a las de provincia. Los procedimientos
eran sumarios y ejecutivos; las penas graves y rigurosas, según la extrema
necesidad del caso lo exigía: que el malhechor, decían las ordenanzas, reciba los sacramentos que pudiere recibir como católico cristiano, y que muera lo más prestamente que
pueda, para que pase más seguramente su ánima. Al que robaba de quinientos a cinco mil
maravedís se le cortaba el pie; la pena capital se ejecutaba asaeteando al
reo.
Bien
comprendieron los nobles que el establecimiento de la Hermandad no podía
ser favorable ni a sus ambiciosas miras, ni a las usurpaciones a que estaban acostumbrados, ni a sus tiranías y excesos. En ella veían, no ya sólo un
freno para los malhechores, sino una institución que acercaba los pueblos al
trono, y los unía para reprimir una oligarquía turbulenta. Por eso reunidos
muchos prelados y grandes señores en Cobeña, representaron, entre quejosos y
reverentes, contra la creación de aquel cuerpo de policía militar. Pero la
reina con su vigorosa entereza les hizo entender que no pensaba dejarse
ablandar por sus razones, y que era llegado el caso de hacer respetar la
autoridad hasta entonces vilipendiada. Merced a la
inflexible constancia de Isabel, la Hermandad se fue estableciendo por todas partes y en todas las provincias, y hasta en las tierras de señorío, a lo cual contribuyó no poco el ejemplo del conde de Haro,
don Pedro Fernández de Velasco, hijo de aquel Buen Conde de Haro, de que
en otro lugar hemos hecho mención honrosa, el cual la adoptó en los territorios
de sus grandes señoríos del Norte.
Inmensos
fueron los servicios que en las provincias de Castilla, León, Galicia y
Andalucía hizo este cuerpo permanente de ejército y de policía armada, pronto a atender con rapidez y actividad a la persecución y castigo de los bandidos, de los perturbadores, de los
delincuentes de todas clases y categorías; los ministros de la justicia
encontraban en él un firme y seguro apoyo; y aunque no era posible cortar en
poco tiempo males tan arraigados y antiguos, y excesos tan universales, se
vieron pronto sus beneficios, y se iba restableciendo en gran parte el orden
social. Sentíase ciertamente el peso de la carga que gravitaba sobre los
pueblos, porque su mantenimiento era costoso, y no suave la contribución. De
ello se prevalieron algunos nobles y eclesiásticos para pedir que cesase
cuando concluyó el primer trienio de su creación; pero la junta general reunida
en Madrid bajo la presidencia del rey, oída la petición y pesados los inconvenientes
y los beneficios, halló ser mayores éstos y determinó la prorrogación por
otros tres años. Así se fué sosteniendo, sin que
por eso dejara de sufrir modificaciones en su forma, según las
circunstancias lo requerían, hasta que estas mismas circunstancias la hicieron
con el tiempo innecesaria.
II.
Pero esta y otras providencias, dirigidas al restablecimiento de la
tranquilidad pública y del orden social, no hubieran producido los resultados
que la reina se proponía y el país necesitaba, si Isabel no hubiera dado
personalmente tantos y tan ejemplares testimonios de su celo por la rígida
administración de la justicia, de su firmeza, de su inflexible carácter, de su
rectitud y justificación, de su severidad en el castigo de los crímenes y de
los criminales; severidad que, aunque acompañada siempre de la prudencia y de
la moderación, hubiera podido ser tachada por algunos de dureza, en otros
tiempos en que la licencia y la relajación hubieran sido menos generales y no
hubieran exigido tanto rigor en la aplicación de las leyes y de los castigos.
¿Qué indulgencia y qué lenidad cabía con delincuentes como el rico Álvaro Yáñez
de que estaba lleno y plagado el reino? Este poderoso gallego, vecino de Medina
del Campo, había obligado a un escribano a otorgar o firmar una escritura
falsa con el fin de apropiarse ciertas heredades, y para que no se descubriese
su crimen, asesinó al escribano, y le enterró dentro de su misma casa. Pidió su
viuda justicia a los reyes; Alvaro Yáñez fué preso y se le probó el delito. Cuarenta
mil doblas de oro ofrecía el poderoso criminal para la guerra contra los moros,
si se le salvaba la vida, cantidad a que no llegaba
en un año la
renta de la corona cuando comenzó a reinar Isabel.
Algunos del consejo opinaban que debía aceptarse siendo para tan santo objeto.
Isabel rechazó la proposición, mandó que se cumpliera la justicia y el delincuente
fue degollado Sus bienes según las leyes eran confiscados y aplicados a la cámara, pero la reina no los quiso tomar, «e hizo merced dellos a sus fijos
para que las gentes no pensasen que movida por codicia había mandado hacer aquella justicia»
Un
hijo del almirante de Castilla, primo hermano del rey, atropelló y maltrató en
las calles de Valladolid a otro caballero castellano a quien la reina había dado un seguro. Noticiosa Isabel del
caso, montó a caballo, y sin reparar en la copiosa
lluvia que caía se fue a Simancas, donde creyó
haberse refugiado el don Fadrique, que este era el nombre del delincuente. No
le encontró allí, pero habiéndosele después presentado su mismo padre, que lo
conceptuó el mejor medio para aplacar el enojo de la reina, pidiéndole
indulgencia en atención a la edad de veinte años que
el joven tenía, no por eso se libertó éste de ser encerrado en el castillo de
Arévalo y desterrado a Sicilia, de donde sólo volvió pasados algunos años.
Así obraba Isabel, y con esta energía castigaba los desmanes, sin reparar en
riquezas, ni respetar categorías ni deudos. «Y esto hacía,
nos dice su cronista, por remediar la gran
corrupción de crímenes que halló en el reino cuando se ciñó la corona » ¿Necesitaremos citar otros ejemplos de esta
inflexible severidad?
Y
sin embargo, bien sabía templar, cuando convenía, el rigor de la justicia con
el consejo y la prudencia. El tumulto de Segovia, que dejamos referido en el
anterior capítulo, acreditó esta virtud de una manera que le dió gran celebridad en el pueblo, y más después de haber
visto su presencia de ánimo en el peligro, y la sabiduría y rectitud con que
puso término a tan agria y peligrosa contienda. Así
se conciliaba a un tiempo el temor, el amor y el
respeto.
Ella
presidía en persona los tribunales de justicia, resucitando una antigua
costumbre de sus predecesores, que había caído en desuso en los últimos
desastrosos reinados. Hacía que sus jueces despacharan todos los días las
causas y pleitos pendientes, y ella destinaba un día de la semana, que solía
ser el viernes, a oir por
sí misma, rodeada de su consejo, las querellas que sus súbditos, grandes y
pequeños, quisieran presentar a su decisión, sin que a nadie le estuviese prohibida la entrada. En esto
invertía los intervalos en que las atenciones de la guerra la permitían algún
vagar De esta manera en los dos meses que permaneció en 1478 en Sevilla, se
fallaron tantos pleitos, se devolvieron tantos bienes usurpados, y se impuso castigo a tantos
criminales, que asustados y llenos de terror los que temían verse complicados
en los pasados desórdenes, emigraron a millares de
la ciudad, y fuéle preciso a la reina, a reclamación de los vecinos honrados, alzar la mano en las
investigaciones de los excesos cometidos en la espantosa anarquía de que había
estado siendo víctima aquella hermosa población, y en que apenas había familia
en que no se contase algún
De
que en Madrid guardaba la misma costumbre nos da testimonio el ilustrado autor
de las Quincuagenas, cuando dice con una complacencia que le honra: «Acuerdóme verla en aquel alcázar de Madrid con el católico
rey don Fernando, V de tal nombre, su marido, sentados públicamente por
tribunal todos los viernes, dando audiencia a chicos
y grandes cuantos querían pedirla: y a los lados en el mismo estrado alto (al cual subían por
cinco o seis gradas) en aquel espacio fuera del cielo
del dosel estaba un banco de cada parte, en que estaban sentados doce oidores
del consejo de la justicia y el presidente del dicho consejo real.» Y luego
exclama entusiasmado: «En fin aquel tiempo fue áureo y de justicia; y el que la tenia valíale. He visto que
después que Dios se llevó esta santa Reina, es más trabajoso negociar con un mozo de un secretario, que entonces era con ella u su
consejo, y mas cuesta»
Los
efectos de esta conducta y de este amor a la justicia
no tardaron en tocarse. El reino sufrió una completa trasformación moral.
«Cesaron en todas partes, dice otro testigo ocular, los hurtos, sacrilegios,
violaciones de vírgenes, opresiones, acometimientos, prisiones, injurias,
blasfemias, bandos, robos públicos, y muchas muertes de hombres, y todos otros
géneros de maleficios que sin rienda ni temor de justicia habían discurrido
por España mucho tiempo .... Tanta era la autoridad de los católicos
príncipes, tanto el temor de la justicia, que no solamente ninguno no hacia
fuerza a otro, mas aun no
le osaba ofender con palabras deshonestas: porque la igualdad de la justicia
que los bienaventurados príncipes hacian era tal, que
los inferiores obedecían a los mayores en todas las
cosas lícitas y honestas a que están obligados; y asimismo era causa que todos
los hombres de cualquier condición que fuesen, ahora nobles y caballeros,
ahora plebeyos y labradores, y ricos o pobres, flacos o fuertes, señores o siervos, en lo que a la justicia tocaba todos fuesen
iguales». Consienten en lo mismo todos los escritores contemporáneos; así que
sólo repetiremos las sencillas y vigorosas palabras con que otro pinta aquella
mudanza feliz. «En todos sus reinos poco antes había ladrones y criminales poseídos por diabólicas
osadías, quienes sin temor a la justicia cometían crímenes y feos delitos. Y
luego en pocos dias súbitamente se imprimió en los
corazones de todos tan gran miedo, que ninguno osaba sacar armas contra otro,
ninguno osaba cometer fuerza, ninguno decía mala palabra ni descortés; todos
se amansaron y pacificaron, todos estaban sometidos a la justicia, y todos la tomaban por su defensa. Y el caballero y el escudero,
que poco antes con soberbia sojuzgaban al labrador y al oficial, se sometían a la razón y no osaban enojar a ninguno por miedo de la justicia que el Rey y la Reina mandaban ejecutar. Los
caminos estaban seguros; y muchas de las fortalezas que poco antes
con diligencia se cerraban,
vista esta paz estaban abiertas, porque ninguno había que osase robarlas , y todos gozaban de paz y seguridad». Tal era
en fin la fuerza de la justicia y de la ley, que, como dijo un docto español:
«un decreto con las firmas de dos o tres jueces era
más respetado que antes un ejercito»
Quien
tanto amor mostraba a la justicia, no es extraño que
honrara y favoreciera a los que habían recibido la
santa misión de administrarla, que cuidara de mejorar la legislación, que
pusiera orden y arreglo en los tribunales. Materias fueron éstas, entre otras
muchas de no menos interés e importancia, en que se
ocuparon las célebres cortes de Toledo de 1480, las más famosas de este
reinado, las más famosas de la edad media, y en que recibió el más considerable
impulso la jurisprudencia de Castilla. Erigiéronse por ellas en la corte cinco consejos. En el primero asistían el rey y la reina
para oir las embajadas y lo que se trataba de la
corte de Roma: en el segundo estaban los prelados y doctores para oir las peticiones y ver los pleitos: en otro los grandes y
procuradores de la corona de Aragón para tratar los negocios de aquel reino: en
otro los diputados de las hermandades para conocer en las causas tocantes a su instituto, y en el último los contadores y
superintendentes de hacienda. Echáronse los
cimientos del sistema judicial que vino rigiendo hasta el siglo presente. Preveníase a los jueces la mayor actividad en el despacho
de los procesos, dando a los acusados todos los
medios necesarios para su defensa, y se les mandó que un día en cada semana
visitaran las cárceles, examinaran su estado, el número de los presos, la clase
de sus delitos y el trato que recibían: se ordenó pagar de los fondos
públicos un defensor de pobres, encargado de seguir los pleitos de los que no
podían costearlos por sí: se establecieron penas rigurosas contra los que
sostuvieran causas notoriamente injustas, y contra los jueces venales, plaga
funesta de los reinados anteriores, y se creó la útilísima institución de visitadores que inspeccionaran los tribunales y juzgados
inferiores de todo el reino. La audiencia o chancillería, que antes no tenía residencia fija y era ocasión a los litigantes de grandes gastos y entorpecimientos, se
estableció en Valladolid, se refundió enteramente, se dieron leyes para ponerla a cubierto de la intervención de la corona, y las
plazas de magistrados se proveían en jurisconsultos íntegros y sabios.
Sentíase,
sin embargo, la falta de un sistema de legislación regular y completo en
Castilla, puesto que ni las Partidas, ni el Fuero Real, ni el Ordenamiento de
Alcalá, ni las demás leyes y pragmáticas que se habían ido añadiendo
constituían un código general y uniforme, y que pudiera tener universal
aplicación. Este vacío, que infructuosamente se había reconocido en los últimos
reinados, se procuró llenarle en el de Fernando e Isabel, y esta honrosa comisión fue conferida durante las cortes de Toledo
al
laborioso jurisconsulto Alfonso Díaz de Montalvo, que á su ciencia reunía la práctica y experiencia adquirida en tres reinados
consecutivos. El fruto de la ardua empresa que tomó sobre sí Montalvo, fueron
las Ordenanzas reales, que
dividió en ocho libros, precedidos de un prólogo, en que da cuenta de lo que
motivó la obra y del plan que siguió para ordenarla: este trabajo le dió por concluido en menos de cuatro años. Este cuerpo
de leyes, que fue como la base del que andando el tiempo había de constituir la
Nueva Recopilación, fue el código legal que se mandó observar en todos los
pueblos de Castilla, y el que formó su legislación general.
III.
Uno de los elementos que había hecho vacilar el trono en los últimos reinados,
y a que fue debida la decadencia y menosprecio de la
autoridad real, y la opresión y el malestar del pueblo, era la prepotencia
excesiva que había ido adquiriendo la nobleza, aumentando sus privilegios y su poder a medida que usurpaban y disminuían el de la corona, prevaliéndose
de la debilidad de los reyes. Hemos visto en el libro precedente la marcha que
esta lucha entre el trono y la aristocracia había venido llevando en Castilla,
señaladamente desde los tiempos de San Fernando, y las vicisitudes y
alternativas que sufrió, hasta que prevaleció la grandeza en el proceloso
reinado del débil don Juan II y escarneció el trono y holló la dignidad real en
el desastroso y miserable de don Enrique IV. El cuadro de los desmanes, de las
usurpaciones, de los insultos, de las tiranías, de la insubordinación, de la
licencia y desenfreno que presentaba en su mayoría esta clase, tan digna en
otro tiempo por sus eminentes servicios al Estado, dejárnosle bosquejado en los
capítulos anteriores. Isabel se propuso levantar el trono del abatimiento en
que había caído, y robustecer la autoridad real enflaquecida y vilipendiada,
restablecer el conveniente equilibrio entre los diversos elementos del Estado,
rebajar el poder de la nobleza al nivel que no había debido traspasar, sujetarla,
moralizarla y hacerla subordinada, establecer en fin el orden, el concierto y
la armonía de una buena organización bajo la dirección legítima del trono. Tan
noble y digna como grande y ardua era la empresa, y aunque el lograrla fue obra
de una serie progresiva de disposiciones durante todo su reinado, en el corto
período que examinamos había dado ya grandes pasos y avanzado admirablemente en
este camino.
La
creación, o sea la organización de la Hermandad, fue
ya un golpe terrible para la nobleza, puesto que ponía a disposición del trono una fuerza disciplinada y reglamentada, independiente de
los grandes señores, pronta a acudir a todas partes, y a castigar los
desórdenes y atentados, siquiera los cometieran los más encumbrados magnates. Faltóles a éstos energía para conjurar el golpe, y eso que
no tardaron en apercibirse de la tendencia de la
institución, ya que no descubriesen del todo su objeto. Pero la conducta de
Isabel, su virtud, su carácter varonil, y el amor que comenzó pronto a manifestarle el pueblo, parecía ejercer sobre ellos una
especie de fascinación que los embargaba y reprimía. La actividad con que
atendía a todo, su movilidad, su presencia de ánimo,
su severidad en la aplicación de las leyes sin excepción de personas, unido a la cooperación de su activo esposo, los tenía contenidos. Sus viajes a las fronteras de Extremadura
y al centro de Andalucía, donde reinaba la anarquía más espantosa, fueron de un
efecto mágico. Los jefes de las casas de Cádiz y Medina-Sidonia, los Guzmán,
los Ponce de León, los Aguilar y los Portocarrero, que tenían dividida y
conturbada la tierra, debieron quedar sorprendidos al ver a la reina entrar impávida en Sevilla, recibir las aclamaciones del pueblo, y
sentarse en el tribunal a administrar justicia con
tan imperturbable calma como si dominara el país. Aquellos independientes
señores, que parecían tan formidables, los unos fueron devolviendo a la corona los bienes de que se habían apoderado, los
otros se presentaron a la reina a disculpar lo mejor que pudieron su conducta pasada. Isabel en su viaje y
expedición al litoral, usando más de la prudencia y de la moderación que de la
fuerza, concilió entre sí algunos de aquellos rivales magnates y sus
respectivos bandos, y aunque ni restableció enteramente el orden ni rescató
todo lo que había pertenecido a la corona, mejoró notablemente
la situación del país, enseñó a respetar su
autoridad, y dejó muy quebrantado el poder de aquellos ricos y turbulentos
señores.
En
otras partes en que fue menester emplear el rigor, como en Galicia, país que
plagaban cuadrillas de bandidos, los unos en los montes y caminos públicos,
los otros desde sus castillos feudales, hízolo con
tal severidad, que mandó arrasar cerca de cincuenta fortalezas, que eran como
receptáculos donde se acogían como a templos y casas de asilo los ladrones,
asesinos, sacrilegos, y hombres manchados con todo
género de crímenes.
El más célebre y el más tenaz de los próceres gallegos (si bien el suplicio que
al cabo sufrió por su rebeldía y por sus crímenes no se ejecutó sino algunos
años más adelante) fué el conocido en aquel país con
el nombre de el Mariscal Pedro Pardo de
Cela. Este magnate, elevado a uno de los más
altos puestos de la milicia en el reinado de Enrique IV, señor de las
fortalezas de Cendímil, Fronseira,
San Sebastián de Carballido y otras muchas de aquel reino, detentaba en su poder las reutas del obispado de Mondoñedo, que él había convertido en dote de su mujer doña
Isabel de Castro, como sobrina y suponiéndola heredera de todos los bienes de su tío don Pedro Enríquez, obispo de aquella
diócesis. Todas las órdenes, todos los medios, pacíficos y violentos, que se
emplearon para hacerle devolver a la mitra los bienes
usurpados, habían sido infructuosos. Los comisionados, eclesiásticos y legos,
que se despachaban para cobrar las rentas, eran o asesinados, o bárbaramente tratados por la gente de
Pedro Pardo. La reina doña Isabel le mandó comparecer en la corte, y el rebelde
mariscal resistió su mandato, trayendo revuelta y consternada una gran parte de
Galicia con su gente desalmada y feroz. Tomó además partido en la guerra de
Portugal por doña Juana la Beltraneja, y fue de los que se mantuvieron rebeldes a la reina Isabel aun después de haber profesado la Beltraneja en el convento de Coimbra. Resuelta la reina a castigar los escándalos y crímenes de Pedro Pardo, envió a Galicia comisionados regios, que, instruido el correspondiente proceso,
condenaron al revoltoso magnate a la confiscación de
sus bienes y a muerte en garrote. Faltaba apoderarse
de su persona, y esta comisión se dió al capitán Luis
de Mudarra, que al cabo de tres años pudo reducir al
obstinado magnate a la sola fortaleza de Fronseira. Asaltado allí por las fuerzas de Mudarra, las
rechazó el indómito mariscal matando mucha gente. Por último, habiendo salido
del fuerte y dejádole encomendado a veintidós de sus criados, éstos le vendieron traidoramente a sus enemigos, e ignorante de ello el mariscal, fué luego sorprendido y hecho prisionero con su hijo y
otros hidalgos y labradores que le acompañaban por el capitán Fernando de
Acuña, primer gobernador de Galicia por los reyes Fernando e Isabel. Conducidos los rebeldes a Mondoñedo, el mariscal Pedro Pardo y su hijo,
joven de 22 años, sufrieron la pena de garrote en la plaza de aquella ciudad
(23 de diciembre, 1483). Así terminó su turbulenta carrera el mariscal Pedro
Pardo de Cela, el defensor más obstinado y poderoso de la princesa doña Juana
en Galicia, y el enemigo más terrible de los Reyes Católicos en aquel reino.
Veían
los nobles, al principio con sorpresa y con disgusto, y después con envidia y
emulación, conferir los cargos públicos de más confianza a letrados y gente docta, muchos de ellos salidos del estado llano, y era una
novedad para ellos tener unos monarcas que atendían más al mérito que a la cuna, a la ciencia que al
linaje, a la virtud y al talento que a los blasones y a las riquezas,
y que había otros títulos para alcanzar honores, influir en los negocios
públicos y obtener consideración con los reyes y con el pueblo que la alcurnia
y la espada, y al cabo se fueron convenciendo de que era menester buscar el
medro por la nueva carrera que se abría. Muy sumisos debían tener ya a los nobles, cuando se atrevieron Fernando e Isabel en las cortes de Toledo de 1480 a atacar de frente sus excesivos privilegios, a prohibirles levantar nuevos castillos, y a privarles de usar el sello, las armas y las insignias
reales en las cartas y escudos, que hasta este punto habían llevado su
arrogancia y su osadía.
Pero
lo que admira más es la docilidad con que se sometieron aquellos grandes tan
poderosos, insubordinados y altivos, a la gran
reforma que se hizo en aquellas mismas cortes, y que más honda y más
directamente afectaba a sus intereses, a saber: la revocación de las mercedes hechas en
Como
los principios sobre que había de hacerse la reversión dependían de la mayor o menor ilegitimidad de las adquisiciones, fué preciso adoptar una base prudencial, cuyo plan se
encomendó al ilustrado y virtuoso cardenal Mendoza, y su ejecución y final
arreglo fué cometido á Fr. Fernando de Talavera, confesor de la reina, y
hombre íntegro y de probidad reconocida. En lo general sirvieron de tipo los
servicios prestados al Estado y a la corona. Los que
no habían hecho ninguno personal y debían sus mercedes o pensiones exclusivamente a la gracia y a la liberalidad del monarca, las perdían enteramente; conservábase a los que hubiesen
hecho servicios la parte que se conceptuaba proporcionada a sus méritos, y a constituir una decorosa y justa
remuneración; y a los que habían comprado vales se
les pagaban al precio a que los hubiesen adquirido.
Las mercedes de este modo revocadas y las rentas que en su virtud fueron devueltas a la corona, ascendieron a la enorme cifra de
treinta millones de maravedís, próximamente las tres cuartas partes de las
rentas que encontró Isabel al recibir la menguadísima herencia de su hermano.
No se tocó las posesiones afectas a los establecimientos literarios y de beneficencia,
y la discreta reina tuvo el tacto y la política de hacer la
medida popular, destinando sus primeros productos en cantidad de veinte
millones al socorro de las viudas y huérfanos de los que habían perecido en la
guerra con Portugal.
Esta
gran medida, de que ya en otros reinados se había dado algún ejemplo, tal como
en el del mismo don Juan II respecto de las mercedes hechas por el primer rey
de la dinastía de Trastamara. fué como la base de las
reformas económicas del reinado de Isabel, y el golpe que contribuyó más A la sumisión y al abatimiento de la grandeza. La nobleza
subalterna ganó con esto, pues cesando aquella antigua desigualdad en que se
desatendía A la una para prodigarlo todo A la otra, y dándose la conveniente consideración A todas las clases, sistema que quiso ya plantear con poco tino y discreción Enrique IV, ya no se vió reducida como antes «A servir oscuramente en las
mesnadas del rey O de los grandes.»
IV.
No fueron sin embargo estas solas, ni con mucho, las providencias económicas y
administrativas que Isabel y Fernando tomaron en las célebres cortes de Toledo.
Ya en el primer año de su reinado se habían apresurado A fijar el valor legal de la moneda, cuya escandalosa adulteración en tiempo
de Enrique IV había sido un manantial abundante de desdichas y de calamidades
paRa el reino, según en su lugar dejamos expresado. Las ciento cincuenta casas
de acuñación se redujeron al antiguo número de las cinco fábricas reales,
prohibiendo A los particulares batirla bajo las más
severas penas, inutilizando la adulterada y dando un tipo legal y riguroso para
la fabricación.
A
esta ley, restauradora del crédito y de la confianza, era menester, y así se
hizo, que acompañaran otras para el fomento de la industria y del comercio. Se
franqueó, como era natural, constituyendo ya como un reino unido, el de
Castilla con Aragón, y se permitió el paso libre de ganados, mantenimientos y
mercaderías. Se suprimieron los portazgos, servicios y montazgos sobre los
ganados trashumantes. Los moradores de los pueblos quedaron libres de la
odiosa traba que les impedía pasar A vivir á otro, llevando sus ganados y frutos si les acomodase,
derogándose cualesquiera estatutos U ordenanzas en
contrario. Diéronse muchas para el fomento de las
artes y oficios, para el laboreo del campo y para todos los ramos y ejercicios
de la agricultura, para evitar la circulación de los géneros falsos y los
contratos fraudulentos, y sobre todo para asegurar el
Merced a tantas y tan saludables leyes la industria interior
comenzó a animarse, las tierras volvieron a producir, los valles y colinas a vestirse de frutos, las ciudades a embellecerse, y el comercio interior y
exterior a circular, a pesar
de los errores de aquel tiempo en orden a materias
mercantiles, de que pocas naciones y pocos hombres dejarían entonces de
participar. Y en prueba del extraordinario impulso que en pocos años recibió
el comercio y la marina mercante, de cuyo estado suele ser las más veces signo
y tipo la militar, citaremos, a riesgo de anticipar
la indicación de un gran suceso, la grande escuadra de setenta velas que para
la defensa de Napoles hicieron salir estos reyes en
1482 de los puertos de Vizcaya y Andalucía. Con razón exclama un escritor de
aquella edad: «Cosa que fue por cierto maravillosa que lo que muchos hombres y
grandes señores no se acordaron a hacer en muchos
años, sólo una mujer con su trabajo y gobernación lo hizo en poco tiempo».
Y téngase presente que estamos todavía en el primer período del reinado de
Isabel.
V. Al propio tiempo que así reivindicaban los reyes los derechos de la corona y la jurisdicción y legítimo ejercicio de la autoridad real contra las usurpaciones de la nobleza en el interior, sostenían con dignidad y entereza en el exterior las prerrogativas del trono que de antiguo habían tenido los reyes de Castilla en materias eclesiásticas, contra las pretensiones de la corte de Roma, especialmente en la provisión de beneficios y dignidades para las iglesias de España. Con arreglo á la antigua jurisprudencia canónica de estos reinos, y en virtud de su derecho de patronato, hallándose la reina y el rey en Medina del Campo (1482) procedieron a la provisión de obispados nombrando las personas para las sillas, y haciendo la correspondiente suplicación a Roma para la confirmación. Pero el pontífice, que en los años anteriores y en los débiles reinados precedentes había ido convirtiendo el derecho de confirmación en el de nombramiento, contra las ineficaces reclamaciones de las cortes, había provisto ya la iglesia de Cuenca, a la cual los reyes querían trasladar al obispo de Córdoba, su capellán mayor, Alfonso de Burgos, en un genovés que era sobrino del papa y cardenal de San Giorgio. Desde luego resolvieron los monarcas españoles no consentir esta provisión, ya por ser hecha contra su voluntad, ya por ser el favorecido un extranjero, representando al pontífice que se sirviese proveer las iglesias de España en naturales de estos reinos y en los que ellos le proponían y suplicaban, y no de otro modo, que así lo habían practicado sus antecesores, y exponían los fundamentos de este derecho de los reyes de España.
Replicaba
el pontífice que él, como cabeza de la Iglesia, tenía absoluta facultad de
proveer en todas las de la cristiandad, sin tener que consultar sino el bien de
la Iglesia, y no la voluntad de ningún príncipe. Disgustados con esta
respuesta los reyes, enviaron diversas embajadas al papa Sixto IV, exponiéndole
que no era su ánimo ni intención poner límite a su
poderío espiritual, sino que considerara las causas por qué los monarcas
españoles ejercían este patronato en sus iglesias, y no le pedían sino que
obrara como los pontífices que le habían precedido. Como estas embajadas no
fuesen atendidas, ni sus consideraciones escuchadas, el rey y la reina dieron
orden a sus súbditos para que saliesen de Roma, e hicieron entender su propósito de invitar a todos los príncipes cristianos a tener un concilio general en que se tratase de este y otros asuntos pertenecientes
al gobierno de la Iglesia. Los españoles obedecieron al mandamiento de sus
soberanos, y salieron inmediatamente de Roma. Pareció al pontífice que las
cosas marchaban en peligro de rompimiento, y despachó un enviado a Castilla, Domingo Centurión, genovés también, para que
hablara con los reyes sobre aquel negocio y viera de arreglarlo.
Noticiosos
Fernando e Isabel de la llegada del legado pontificio a Medina, enviáronle a
decir, que pues el Santo Padre se conducía más ásperamente con los reyes de
España que con otros cualesquiera príncipes cristianos, siendo los españoles
los más obedientes a la silla apostólica, y pues que
ellos estaban dispuestos a buscar remedio a los agravios del sumo pontífice según de derecho debían y
podían, evacuase cuanto antes sus reinos, sin cuidar de proponerles embajada
alguna del papa, que sabían no había de ser conforme a sus regias prerrogativas; que se maravillaban de que hubiese aceptado tal
encargo después de haber sido los embajadores de Castilla tan
inconsideradamente tratados en Roma; que por lo demás él y los suyos contaran
con seguro para sus personas tan amplio como a enviados del pontífice
correspondía. Impuso de tal modo al embajador italiano esta actitud severa y
enérgica de los reyes, que protestó humildemente renunciar a las inmunidades y privilegios de enviado pontificio, y someterse en un todo a los monarcas y a las leyes de
España para que le juzgasen y tratasen como a súbdito natural suyo, pero que
esperaba le oyeran benignamente. La humildad de la respuesta, junto con la
mediación conciliatoria del cardenal de España a fin
de evitar un rompimiento con la Santa Sede, templaron al rey y a la reina en términos que el embajador fué admitido y oído, volvióse a entrar en negociaciones y
tratos de concordia con el pontífice, y su resultado fué convenir en que los reyes nombrarían, y el papa, a suplicación suya, proveería
las dignidades de las principales iglesias españolas en personas naturales de
estos reinos, dignas, idóneas, capaces, y de ciencia y virtud. El pontífice
Sixto revocó el nombramiento hecho en el cardenal de San Giorgio para el obispado
de Cuenca, y la reina trasladó a esta silla a su confesor don Alfonso de Burgos, principio y fundamento
de la contienda.
Conseguido
este primer triunfo de las prerrogativas reales en la presentación de
beneficios eclesiásticos, Isabel prosiguió elevando a las sillas episcopales que
vacaban los sujetos más aptos para la buena dirección de las iglesias y para el
mejor servicio del culto, yendo muchas veces a buscar
al retiro del claustro los varones más virtuosos y doctos para encomendarles,
aun contra su voluntad, las dignidades a que sus
méritos los hacían acreedores, y apremiándolos a que
las aceptasen. De este modo fue formando en Castilla un plantel de prelados de
doctrina y virtud, que los escritores de aquel tiempo unánimemente se complacen
en ensalzar.
Ya
antes de esto había el rey don Fernando procedido con la propia energía
respecto a la provisión de obispados en un caso
análogo ocurrido en su reino de Aragón. Habiendo vacado la silla de Tarazona y
conferídola el papa a un curial de la corte de Roma
llamado Andrés Martínez, sin presentación ni consentimiento del rey, el cual
destinaba aquella silla para el cardenal don Pedro González de Mendoza,
inmediatamente intimó al nombrado que renunciase aquella iglesia en manos de Su
Santidad, so pena de proceder contra él de manera «que e él fuese castigo y a los otros ejemplo» hasta
desnaturalizarle de todos sus reinos. Al propio tiempo envió a decir al papa por medio de sus embajadores, que ya sabía
ser de inmemorial costumbre que las iglesias catedrales de Aragón se proveyesen
a petición y suplicación de los monarcas, y que así era razón se hiciese,
puesto que ellos habían ganado la tierra de los infieles y fundado en ella las
iglesias, lo que se podía decir de pocos reyes de la cristiandad. Añadíale, «que si lo contrario hiciese, aunque hasta este
tiempo, por le mostrar el deseo que tenia de obedecerle y complacer, había dado
lugar a otra cosa, no lo podría hacer de allí
adelante, ni la condición del estado de sus reinos lo podría comportar.» Y suplicábale que por estas causas tuviese a bien esperar su
nombramiento y presentación para la provisión de obispados, y que ésta de ninguna
manera se hiciese en extranjeros, lo cual era en detrimento de las iglesias, y
contra las leyes, ordenanzas y antiguas costumbres así de Aragón como de
Castilla. Para tratar este asunto bajo estos principios enviaron de acuerdo el
rey y la reina desde Cáceres al obispo de Tuy don Diego de Muros, al abad de
Sahagún fray Rodrigo de la Calzada, y al doctor Juan Arias, canónigo de
Sevilla, todas personas de letras y de gran probidad.
Así
sostenían Fernando e Isabel las prerrogativas del
trono y el patronato de la corona en materias eclesiásticas; y de esta manera
empleaban los primeros años de su reinado en sancionar leyes saludables para el
restablecimiento del orden y de la seguridad pública y personal, para la recta
y severa administración de la justicia, para la conveniente organización de
los tribunales, para el fomento de la industria, de la agricultura