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SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

LOS REYES CATÓLICOS

CAPÍTULO XXXIV

PROCLAMACIÓN DE ISABEL—GUERRA DE SUCESIÓN

De 1474 á 1480

 

Para llegar al punto en que nos encontramos, hemos tenido que hacer largas y fatigosas jornadas. Hemos atravesado áridos desiertos; hemos cruzado enmarañados bosques; hemos recorrido las diferentes sendas de un laberinto, que todas conducían y ninguna llevaba derechamente a la salida, teniendo que avanzar y retroceder muchas veces para recorrerlas todas sin abandonar ninguna. Largo viaje nos queda aún que hacer, y remoto será todavía su término; pero ya no embarazan el camino tantas encrucijadas y senderos; la marcha será lenta, pero más reposada y majestuosa. Hay que hacer muchas excursiones, pero se sabe el camino a que se ha de volver para continuar la marcha.

La unidad política, ese inapreciable don que va a traer a España el dichoso enlace de Fernando de Aragón y de Isabel de Castilla, trasciende a la unidad histórica. Cesará la confusión política, hija del fraccionamiento de los pueblos, y cesará también en gran parte la confusión histórica, hija de la subdivisión. Lectores e historiadores teníamos ya buena necesidad de descansar de la agitación y molestia que produce la atención siempre dividida y en muchas partes casi simultáneamente empleada.

No diremos nosotros, como muchos extranjeros y algunos escritores nacionales, que la historia de España comienza en rigor con los Reyes Católicos. Si tal pensáramos, nos hubiéramos ahorrado tantos años y tantas vigilias, consumidos aquéllos y empleadas éstas en investigar cuanto hemos podido acerca de la vida política y social de nuestra patria anterior a la época en que ya nos encontramos. No es posible comprender el nuevo período de la vida de un pueblo sin conocer el que le precedió, porque de él nace, y él es el que le ha engendrado. Por eso dijimos en nuestro Discurso preliminar que adoptábamos la sabia máxima de Leibnitz: «Lo presente, producto de lo pasado, engendra a su vez lo futuro»; y que creíamos en el enlace y sucesión hereditaria de las edades y de las formas que engendran los acontecimientos, todos coherentes, ninguno aislado, aun en las ocasiones que parece ocultarse su conexión.

Ya hemos visto el estado miserable y triste en que quedaba la monarquía castellana a la muerte de Enrique IV el Impotente (21 de diciembre, 1474). Hallábase a la sazón en Segovia la princesa Isabel su hermana, reconocida como heredera del trono en los Toros de Guisando. Al día siguiente, habiendo Isabel manifestado deseo de ser proclamada reina de Castilla en aquella ciudad, una solemne procesión, en que iban la grandeza, el clero y el concejo, todos de gran gala, se vió llegar al alcázar, y tomando allí a la ilustre princesa, se encaminó la comitiva con toda ceremonia a la plaza Mayor. Isabel, vestida de reina, montaba un hermoso palafrén, cuyas riendas llevaban dos oficiales de la ciudad, precediéndola el alférez mayor, también á caballo con la espada desnuda. Fernando se había quitado el luto que llevaba por don Enrique, y vestía un magnífico manto de hilo de oro forrado en ricas pieles de marta. Llegado que hubieron a la plaza, subió Isabel a un tablado de antemano erigido, sentóse en el trono, y tan luego como el heraldo proclamó: Castilla, Castilla, por el rey don Fernando y la reina doña Isabel, reina propietaria de estos reinos, se desplegó al aire el pendón de Castilla, y las campanas de los templos, y la artillería del alcázar mezclaban su estruendo con los gritos de la alborozada muchedumbre que victoreaba a la nueva reina de Castilla y de León. Recibido el juramento y homenaje de fidelidad de sus súbditos, y prestado por la reina el de respetar y guardar sus fueros y libertades, dirigióse a la catedral, donde hizo oración, y se cantó un solemne Te Deum en acción de gracias al Todopoderoso. Las ciudades más populosas y los principales grandes y nobles siguieron el ejemplo de Segovia y alzaron pendones por la reina Isabel, abrazando su causa hasta cuatro de los seis magnates a quienes había quedado confiada la guarda de doña Juana la Beltraneja. Convocáronse cortes en la misma ciudad para que dieran su sanción solemne a la proclamación.

 

 

Pronto comenzó a experimentar disgustos y dificultades la joven reina. Vínole la primera de su mismo esposo el príncipe Fernando, que, ya por ambición propia, ya por instigación de aduladores palaciegos, gente que, como dijo un ilustre español, «se abominará siempre y habrá siempre», a cuya cabeza se hallaba su pariente el almirante Enríquez, no se conformaba con que rigiese la monarquía castellana una mujer, y queriendo establecer aquí el sistema de exclusión de las hembras que regía en Aragón, pretendía para sí la herencia del trono castellano, como el varón más inmediato descendiente de la estirpe real de Castilla. Opuesto principio regía y se había observado siempre en este reino, y no podían consentir que se quebrantara los partidarios de Isabel. Mas queriendo complacer y favorecer en todo lo posible al príncipe consorte, salvando el derecho hereditario de la reina, y contando con la prudencia y con la buena disposición de Isabel en favor de su esposo, hízose un arreglo a la manera del que había servido para los contratos matrimoniales, cuyas principales bases eran: que la justicia se administraría por los dos, de mancomún cuando se hallasen juntos, o independientemente cuando estuviesen separados; que las cartas y provisiones reales irían firmadas por ambos; en las monedas se estamparían los bustos de los dos, y en los sellos se pondrían las armas de Castilla y de Aragón reunidas; los cargos municipales y los beneficios eclesiásticos se proveerían en nombre de los dos, pero a voluntad de la reina; los oficios de Hacienda y las libranzas del Tesoro se expedirían por la reina también, y a ella sola harían homenaje los alcaides de las fortalezas en señal de soberanía.

Firmó Fernando el concierto; pero lejos de quedar satisfecho con esta distribución de poderes, mostróse disgustado hasta el punto de amenazar con volverse a Aragón. Menester fue toda la prudencia de Isabel, aquella prudencia que esta insigne princesa no había de desmentir nunca, para templar y tranquilizar a su ambicioso marido, exponiéndole que aquella división de poderes no era sino nominal, puesto que sus intereses eran comunes e indivisibles, y sus voluntades habían de marchar siempre unidas, y que la exclusión de las hembras que él pretendía sería un principio perjudicial a su propia descendencia, toda vez que entonces sólo tenían una hija, la princesa Isabel, que un día podría ser llamada a la herencia del trono de Castilla. Razones fueron estas, que expuestas con la dulzura natural a aquella gran señora, aquietaron el ánimo del orgulloso Fernando, mucho más que la decisión arbitral del arzobispo de Toledo y del cardenal Mendoza a que la cuestión se había sometido. Y en verdad no podía quejarse de la parte de poder que se le confería un príncipe que más era tratado como rey que como marido de la reina.

Otra tempestad se fraguaba por otro lado contra Isabel y contra la tranquilidad de Castilla. A la muerte de Enrique IV había quedado en el reino una bandera de discordia para los descontentos o los envidiosos. Esta bandera era la hija problemática del difunto rey, doña Juana la Beltraneja, reconocida en un tiempo heredera del trono, aunque excluida después por su propio padre y por los mismos que la habían proclamado. Por particulares motivos se mostraron partidarios de doña Juana algunos magnates, pocos, pero de los más poderosos de Castilla. Contábanse entre ellos el marqués de Villena, menos hábil para la intriga que su padre, pero más intrépido, resentido de los reyes por haberle negado el gran maestrazgo de Santiago que pretendía heredar; el duque de Arévalo, poseedor de grandes bienes en Castilla y Extremadura; el joven marqués de Cádiz; el gran maestre de Calatrava y su hermano. Agregóseles el inquie­o y altivo arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo, que después de haber sido el más celoso partidario de Isabel, abandonó su causa por celos y envidia del cardenal de España, no podiendo ver sin enojo el ascendiente y el favor que su talento, su sagacidad y sus virtudes iban ganando a don Pedro González de Mendoza para con los jóvenes monarcas. El envidioso prelado se retiró de la corte, sin que bastasen a hacerle deponer su amenazante actitud cuantas gestiones amistosas hizo la reina para ello.

Este partido necesitaba de un apoyo fuerte, y le buscó en el rey don Alfonso V de Portugal, excitándole a que se hiciese el defensor de su sobrina la Beltraneja, y ofreciéndole la mano de doña Juana, lo cual si no envolvía promesa explícita, le daba por lo menos la esperanza de ceñir algún día por este medio la doble corona de Portugal y de Castilla. A nadie tanto como al monarca portugués podía halagar la proposición. De genio naturalmente caballeresco, envanecido con el sobrenombre de el Africano, que le habían valido sus triunfos contra los moros berberiscos, y uno de los pretendientes rechazados antes por la reina Isabel, Alfonso acogió con avidez una invitación que le proporcionaba aparecer como reparador de un desaire recibido de la reina, como vengador de un rival preferido, como el campeón de una princesa desgraciada, y como conquistador de una corona que ganada para su sobrina había de ver colocada en su cabeza. De modo que la empresa satisfacía simultáneamente su espíritu caballeresco, su orgullo lastimado, su codicia y su ambición de gloria. Alentábale en ella su hijo el príncipe don Juan, joven belicoso y em­prendedor; y halagaba el espíritu nacional del pueblo portugués, rival del castellano desde el famoso suceso de Aljubarrota. Así, sin oir los consejos, ni apreciar las dificultades que algunos juiciosos portugueses, y entre ellos su mismo primo el duque ele Braganza, le presentaban y exponían, se decidió por la guerra, contando con el apoyo que dentro de Castilla le da­rían los magnates que le habían convidado. Con estas disposiciones tuvo primeramente la arrogancia de hacer una intimación a los reyes para que renunciaran la corona en favor de doña Juana; intimación que fue tan noblemente rechazada como era de esperar. En vano Isabel le dirigió diferentes embajadas exhortándole con palabras de moderación a que desistiese de tan loca empresa. Nada escuchó el portugués sino la voz de su ambición y de su resentimiento, y se preparó a invadir a Castilla.

Después de haber invitado al rey de Francia a que entrase a su vez por el norte de España, prometiéndole la posesión del territorio que conquistase, traspuso al fin la frontera de Portugal por la parte de Extremadura un ejército portugués (mayo, 1475) de catorce mil infantes y cinco mil setecientos caballos, en que venía la flor de los caballeros portugueses, esperanzados de obtener triunfos semejantes al de Aljubarrota, mucho más cuando contaban hallar desprevenidos y sin fuerzas a los monarcas castellanos. El ejército invasor avanzó a Plasencia, donde se le incorporaron el duque de Arévalo y el marqués de Villena. Este último presentó a Alfonso su sobrina doña Juana, con quien se apresuró a celebrar esponsales (12 de mayo), despachando también mensajeros a Roma en solicitud de la correspondiente dispensa matrimonial del parentesco que entre ellos había. Como la conquista se diera por hecha, allí se procedió inmediatamente a proclamarlos reyes de Castilla, y ellos comenzaron a despachar sus cartas reales a las ciudades de los que suponían sus dominios. Acabadas las fiestas de aquella especie de coronación fantástica, vinieron a Arévalo, donde Alfonso determinó aguardar los refuerzos que debían enviarle los castellanos de su partido.

Grandemente favorecieron a Fernando e Isabel las dos detenciones de Plasencia y Arévalo, porque les proporcionaron algún tiempo para suplir a fuerza de actividad la falta de dinero y de preparativos, que de todo carecían al tiempo de la invasión. El tesoro estaba exhausto, y en cuanto a fuerza, sólo podían disponer de quinientos caballos para resistir al ejército portugués. Entonces comenzaron a mostrar los dos príncipes de cuánto eran capaces, y hasta dónde sabían llevar sus esfuerzos. Isabel se hallaba a la sazón en cinta, y a pesar de tan delicado estado corría a caballo a todas partes haciendo largas y penosas jornadas, visitando los puntos fortificados, viajando de día y dictando órdenes de noche, soportando las mayores fatigas aun a costa de comprometer la vida del precioso fruto que llevaba en su seno, y que al fin se malogró en el camino de Toledo a Tordesillas. Quiso visitar al arzobispo de Toledo en su palacio de Alcalá de Henares, para ver de recobrar su confianza y traerle a partido; pero hubo de desistir, sabedora de que el inconsecuente prelado había expresado con ásperas y desatentas palabras, que si la reina entraba por una puerta, él se saldría por la otra. Fernando por su parte tampoco estaba ocioso, y merced a los extraordinarios esfuerzos de ambos, mientras sus enemigos se entretenían en nupciales festines en Plasencia, y se daban un imprudente reposo en Arévalo, vióse como por encanto formado en Valladolid un ejército de cuatro mil hombres de armas, ocho mil jinetes y treinta mil peones (julio, 1475), gente allegadiza y sin disciplina los más, pero que demostraba cuán pronto encuentra soldados quien acierta a ganar el amor de sus pueblos.

El rey de Portugal había avanzado ya a Toro, seguro de que el alcaide Juan de Ulloa le había de abrir las puertas de la ciudad; y cuando se ocupaba en rendir el castillo, sostenido por la fidelidad y el brío de una mujer, Zamora se sometió también al monarca invasor. Fernando siente, pero no decae de ánimo por la defección de estas dos importantes plazas, y con el ardor, y hasta con la precipitación de un joven, puesto al frente de las milicias de Ávila y Segovia, socorrido con algún dinero que le ha facilitado el fiel Cabrera, gobernador del alcázar de esta última ciudad, se presenta delante de Toro, y dirige al monarca portugués un reto caballeresco, provocándole a batalla entre los dos ejércitos, o bien a personal combate, que por dificultades que sobrevinieron no se pudo realizar. Ni el portugués se apresuraba por combatir, ni el ejército castellano, sin artillería, sin provisiones, sin medios de comunicación, era a propósito para embestir una plaza fuerte, ni para sostener un cerco. Necesario fué alzarle y tocar a retirada. El disgusto y la murmuración que esto produjo en el campo fué tal, que una compañía de vizcaínos, oyendo decir, y acaso pensando ellos también que había traición de parte de los nobles, penetró tumultuariamente en un templo donde Fernando conferenciaba con sus oficiales, y en brazos le arrancó de entre aquella gente. Logró el rey sosegar un tanto a los amotinados, y se emprendió la retirada, harto desordenada y desastrosa, pero que lo hubiera sido más, si el portugués no hubiera sido excesivamente recatado y hubiese enviado la caballería en persecución de los fugitivos. El castillo de Toro se rindió, y el arzobispo de Toledo, suponiendo resuelta la cuestión con este primer triunfo de sus aliados, se creyó ya en el caso de unirse abiertamente a los enemigos de su reina, y así lo ejecutó llevando consigo quinientas lanzas. El soberbio prelado, que nunca en verdad se había distinguido por lo galante, soltó entonces un arrogante pronóstico que por fortuna no había de ver cumplido: «Yo he sacado, dijo, a Isabel de hilar, y yo la enviaré a tomar otra vez la rueca». Palabras que no se avenían bien con las que poco antes había proferido y eran más verdaderas: «Estoy más para dar cuenta a Dios, recogido en un yermo, que para meterme en ruido y tráfago de guerra»

No se limitaba ya la guerra a este solo punto: hacíase también por Galicia, por Valencia, por el marquesado de Villena y por el maestrazgo de Calatrava: los de Extremadura y Andalucía hacían incursiones en Portugal incomodando a los portugueses en su propio territorio: el marqués de Villena, el duque de Arévalo y demás señores adictos a la causa de doña Juana no habían podido alzar en su favor ni la mitad de los pueblos, ni la tercera parte de las lanzas que habían prometido, cosa que tenía altamente disgustados a los portugueses: Burgos se había declarado por Fernando e Isabel, y los de la ciudad combatían el castillo que Iñigo de Zúñiga tenía por doña Juana. Fernando, sin desmayar por el revés de Toro, apresuróse a reorganizar su ejército, y pasó a cercar personalmente el castillo de Burgos, cuya rendición era tanto más importante, cuanto que se decía que el rey Luis XI de Francia, instigado por el de Portugal, vendría a darle favor por la parte de Guipúzcoa. Entonces el portugués, a instancias del arzobispo de Toledo y de la duquesa de Arévalo, dejando a doña Juana en Zamora, se movió en socorro de aquel castillo apurado por don Fernando que le atacaba bravamente, y le tenía en gran estrecho. A cortarle el paso e impedir este socorro se dirigieron los esfuerzos de la reina Isabel, que con varonil resolución movió la gente de Valladolid y se puso sobre Palencia con su campo volante, manejándose con tanta serenidad y tan buena maña que obligó a retroceder al de Portugal, no sin que éste de paso hiciera prisionero en Saltanas al conde de Benavente. Digno es de todo encomio el rasgo de nobleza y lealtad que tuvo la condesa de Benavente en este caso. Con ser hermana del marqués de Villena, el invocador y más fogoso partidario del rey de Portugal, cuando supo la captura de su esposo, se exaltó tanto su patriotismo, que inmediatamente escribió al rey Fernando poniendo a su disposición y obediencia todas las villas y fortalezas de sus Estados, que eran grandes, mandando a sus alcaides que le hiciesen homenaje, y diciendo al rey, que si esto no le satisfacía enviase personas que las recibiesen y tuviesen en su nombre. Grandes pruebas de valor, de lealtad y de civismo dieron el conde y la condesa de Benavente en aquella adversidad.

La reina Isabel no solamente sostenía por su parte la campaña con la inteligencia y la energía de un guerrero, ganando villas y castillos al marqués de Villena y teniendo en respeto al rey de Portugal, sino que cuidaba con solicitud de buscar recursos para la continuación de la guerra, que era la mayor necesidad. Al efecto convocó las cortes del reino en Medina del Campo (agosto). Atendido el estado de empobrecimiento en que había dejado los pueblos el anterior reinado, para no imponerles nuevos sacrificios discurrió apelar al sentimiento religioso y a la generosidad del clero, proponiendo que se entregase al Tesoro la mitad de la plata de todas las iglesias del reino, a redimir en tres años por la cantidad de treinta cuentos de maravedís. Tanto era el amor de los eclesiásticos en general, y tal la confianza que tenían en la reina, que no sólo accedieron gustosos a hacer aquel empréstito sagrado, sino que ellos mismos procuraban disipar los escrúpulos de la reina con textos y autoridades sacadas de los libros santos. Bien conocidas debían ser ya las virtudes de Isabel, cuando tan al principio de su reinado el pueblo le daba tan gustosamente sus hijos, y el santuario le franqueaba tan sin repugnancia sus tesoros. Sirviéronle éstos para reclutar gente, fortificar plazas, adquirir pertrechos y útiles de guerra, y dar al ejército una organización de que carecía.

Unía Isabel a la actividad y la energía, la sagacidad y la astucia. Con esto logró entrar en tratos y entenderse con el alcaide de las torres y puertas del puente de Zamora, Francisco Valdés, hasta obtener la promesa de que le daría entrada en esta ciudad, la más importante de las que poseía el rey de Portugal, tanto por sus fortificaciones cuanto por ser la más inmediata a sus Estados, y como la llave de los dos reinos. Avisado de ello don Fernando, que continuaba estrechando el castillo de Burgos, fingióse por unos días enfermo con peligrosos accidentes, no dando entrada a su cámara sino a su médico, y saliendo sigilosamente una noche con el condestable de Castilla y algunos otros caballeros de su confianza, friéronse sin que nadie se apercibiese a Valladolid, de donde partió después de un descanso de cinco días (4 de diciembre) con varios nobles y caudillos, entre ellos el conde de Benavente, que había recobrado ya su libertad. La aparición inopinada de Fernando, la disposición que los habitantes de Zamora mostraban en su favor, y la conducta del alcalde del puente, desalentaron de tal manera a don Alfonso de Portugal, que le faltó tiempo para retirarse a Toro con su sobrina y desposada la Beltraneja y con el arzobispo de Toledo. Dueño don Fernando de Zamora, se preparó a combatir el castillo, que se mantenía por el portugués, y desde allí escribió a su padre el rey don Juan de Aragón, excitándole a que acudiese inmediatamente a Burgos para reemplazarle en el ataque y rendición de aquella fortaleza, no obstante haber dejado allí cuatro mil vizcaínos, «gente para acometer cualquier hecho», como dice un historiador aragonés.

Con la pérdida de Zamora quedaban los portugueses interceptados con su propio país. Por tanto don Alfonso acogía con gusto algunas pláticas de concordia que se movieron, y conformábase ya con que le dejasen las plazas de Toro y Zamora, y con que se agregase la Galicia a Portugal y le diesen cierta suma de dinero. Pero era excusado pensar que la reina Isabel consintiese en desmembrar de los dominios de Castilla un solo palmo de territorio. Así pues, el único recurso de don Alfonso fué escribir a su hijo el príncipe don Juan, instándole y apremiándole a que viniese sin tardanza en su ayuda con cuanta gente pudiera levantar en el reino. El príncipe portugués, obedeciendo el mandamiento de su padre, pudo con trabajo reunir hasta ocho mil infantes y dos mil caballos, gente mal armada y poco aguerrida, con los cuales vino rodeando a incorporarse con su padre en Toro (febrero, 1476), en ocasión que el castillo de Burgos, combatido por don Alfonso de Aragón, hermano del rey don Fernando, después de una obstinada defensa acababa de rendirse, posesionándose de él la reina Isabel, y en ocasión que había faltado poco para que la misma plaza de Toro se entregase al rey Fernando, que una noche había estado con toda esperanza al pie de los muros de la ciudad.

El monarca portugués, que con objeto de entretener á Fernando, esperando el socorro de los franceses por el norte, había mañosamente entablado tratos de mediación y de concordia con el rey don Juan II de Aragón, padre del de Castilla, luego que se vió con el refuerzo de su hijo, tan fácil para envalentonarse como para abatirse, engrióse tanto, que envió un arrogante manifiesto al papa, al rey de Francia y a todos sus parciales de Castilla y Portugal, jactándose de que iba a dar muy pronto cuenta de su adversario, y salió en efecto de Toro una noche con el príncipe su hijo a socorrer la fortaleza de Zamora y recobrar la ciudad (17 de febrero). Casi tan pronto como amaneció divisaron los de Zamora las banderas del ejército portugués a la orilla opuesta del Duero: y en tanto que los castellanos desde la ciudad combatían la fortaleza con las lombardas, los portugueses desde fuera hacían jugar la artillería contra la torre del puente con intento de abrirse entrada en la población. Mientras se sostenía este doble combate, llegaron a la comarca, procedentes de Burgos, don Alfonso de Aragón y el infante don Enrique con su caballería, y uniéndoseles el conde de Benavente y otros partidarios de Isabel, molestaban el campamento de los portugueses, les cortaban los víveres y los reducían a la mayor escasez de mantenimientos. Encontrábanse entre dos fuegos ambos reyes, y ambos eran a la vez sitiados y sitiadores: el de Castilla sufría en la ciudad los disparos del fuerte y los del campamento portugués; el de Portugal sufría en su campamento los tiros de la plaza y el bloqueo de los que tenía á la espalda. Parecióle al portugués insostenible aquella posición, y una noche la abandonó tan repentina y silenciosamente como la había tomado (1º de marzo), y emprendió la vía de Toro, mas no sin dejar cortada la punta del puente para impedir o entorpecer la salida del enemigo.

Cuentan algunos que los dos reyes habían acordado verse y conferenciar en las aguas del Duero, cada uno desde su barca, al modo que en otro tiempo lo habían hecho Enrique III de Castilla y Fernando de Portugal en las aguas del Tajo; que la barca del de Castilla se presentó, mas los que remaban la del portugués no pudieron aproximar a ella la suya, por cuya circunstancia no se verificó la plática. Nada se perdió, si así fué, porque de ningún modo se hubieran convenido.

Ardía, pues, Fernando en deseos de dar una batalla, contra el dictamen de su padre el anciano rey de Aragón, que muchas veces le había aconsejado que no aventurara a ella su suerte, sino que dejara al enemigo debilitarse y consumirse en país extraño. Así, sin más detenimiento que tres horas que necesitó para reparar la cortadura del puente, dejando en Zamora algunas compañías que entretuvieran el cerco y ataque del castillo, salió en pos del ejército portugués, que llevaba ya algunas leguas de delantera, y marchaba con gran precaución y buen orden. Alcanzóle no obstante, ¡tanto le aguijaba el deseo de pelear!, a la caída de la tarde y a las tres leguas de Toro, al tiempo que salía de una angostura formada entre el río y unos collados. Entonces el portugués tomó posiciones ventajosas en una ancha y despejada llanura, tendiendo allí su caballería en orden de batalla. El número de los portugueses era mayor que el de los castellanos, habían escogido posiciones, tenían expedita la retirada a Toro, y podían fácilmente recibir algún refuerzo de esta ciudad. Menos en número los de Castilla habían hecho una marcha arrebatada y se hallaban fatigados, una parte de la infantería pesada se había quedado atrás, faltábales la artillería, y el sol se iba a poner muy pronto. A pesar de tan desventajosas circunstancias, era tal el ardor de jefes y soldados, que consultados aquéllos por el rey opinaron todos por el combate, en lo cual no hacían sino complacer al monarca. Comenzó, pues, la pelea, siendo el primero a acometer el príncipe don Juan de Portugal, haciéndolo con tal ímpetu y siendo tal el estruendo y el humo de las espingardas, que hicieron volver grupas a cuatrocientos jinetes castellanos hasta el desfiladero que había quedado a la espalda, costando trabajo a Álvaro de Mendoza y a los otros capitanes rehacerlos y conducirlos de nuevo a la pelea. Por fortuna suya había entretanto el cardenal de España arremetido valerosamente al príncipe portugués, gritando: Traidores, aquí está el cardenal. Oía estas voces el arzobispo de Toledo que peleaba en el campo enemigo. De modo que los dos más altos dignatarios de la Iglesia española se encontraban combatiendo en opuestas banderas, como si fuesen dos capitanes, y su profesión la de las armas. Tales eran las costumbres de aquel tiempo.

También el rey don Fernando embistió con furia allí donde ostentaba su estandarte don Alfonso de Portugal. Mezcláronse entonces todas las lanzas, y aun todos los cuerpos, y peleaban con el encarnizamiento de dos pueblos enconados por una antigua rivalidad. El pendón de las armas portuguesas fue arrancado por los esfuerzos del intrépido Pedro Vaca de Sotomayor; valeroso hasta el extremo era el alférez Duarte de Almeida que lo llevaba: después de haber perdido el brazo derecho, sostúvole con el izquierdo, y cuando perdió ambas manos le apretó fuertemente con los dientes hasta que perdió la vida, cuyo hecho nos recuerda otro solo ejemplar que hemos consignado en nuestra historia. Por todas partes iban los portugueses cediendo el campo, y el duque de Alva acabó de desordenarlos y ponerlos en derrota. A muchos alcanzaron todavía las espadas castellanas que los acosaban en la fuga, y otros se ahogaron al querer vadear el Duero. Era ya noche oscura, y algunos se salvaron dando la voz de Castilla y pasando por en medio de los enemigos; una tormenta de agua que sobrevino aumentó la lobreguez y las tinieblas. El príncipe de Portugal se detuvo por consejo del arzobispo de Toledo en el puente de Toro con el resto de sus destrozados escuadrones. Del rey don Alfonso se creyó al principio que había muerto en el campo, porque no se sabía de él; mas al día siguiente se averiguó que se había retirado de la batalla con unos pocos caballos, y guarecídose a pasar la noche en el castillo de Castronuño. Regresó el victorioso don Fernando a Zamora, después de haber enviado aviso de su triunfo a su esposa doña Isabel que se hallaba en Tordesillas. La reina, queriendo dar gracias a Dios por esta victoria de un modo ejemplar y solemne, dispuso hacer una procesión religiosa a la iglesia de San Pablo, a la cual fué en persona caminando humildemente a pie y descalza; y ambos esposos, en cumplimiento de un voto que habían hecho, para perpetuar la memoria de aquel felicísimo suceso, mandaron fundar y erigir en Toledo el magnífico y suntuoso monasterio conocido con el título de San Juan de los Reyes, obra grandiosa, que aun hoy mismo se admira a pesar de los deterioros que ha sufrido.

 

SAN JUAN DE LOS REYES, INTERIOR

 

Y sin embargo, todavía los portugueses tuvieron la arrogancia de escribir a Lisboa que su príncipe había quedado vencedor y dueño del campo, como si el engaño de otros pudiera ser bastante consuelo para los que sabían y habían presenciado el infortunio. Ciertamente, si cuando don Fernando el año anterior huyó desordenadamente de los campos de Toro con sus indisciplinados castellanos hubiera don Alfonso de Portugal salido de aquella ciudad en persecución de los desbandados y fugitivos, como ahora salió don Fernando de Zamora con menos elementos y contra fuerzas más respetables y ordenadas, entonces seguramente habría el portugués ganado mayor y más solemne triunfo sobre el castellano que el que éste obtuvo ahora sobre él, y quizá se hubiera decidido muy desde el principio favor suyo la contienda. Pero la apatía que en aquella y en otras ocasiones mostró aquel monarca, no revelaba en verdad que aquel Alfonso de Portugal que había venido a Castilla fuese el mismo Alfonso el Africano, vencedor de los sarracenos.

Uno de los efectos más inmediatos de la catástrofe de los portugueses en las márgenes del Duero, además del influjo moral que ejerció en los partidos, fué la rendición del castillo de Zamora, con tanto empeño defendido por Alfonso de Valencia. El príncipe don Juan de Portugal se encaminó como despechado hacia su reino, con cuatrocientos jinetes, llevando consigo a su prima doña Juana (la Beltraneja), la desposada de su padre; síntomas ya del mal humor del príncipe y del desánimo y desconfianza del rey. A pequeñas empresas se limitaba ya éste, tal como al socorro de Cantalapiedra que don Fernando sitiaba, y cuyo cerco se convino en alzar por seis meses por tratos que para ello le movió el portugués, lo cual le vino grandemente a Fernando, que así quedaba desembarazado para atender a otro punto del reino bien distante y apartado de allí.

Es el caso que mientras tales sucesos pasaban en lo interior de Castilla, el rey Luis XI de Francia, ya movido por el de Portugal para que distrajera las fuerzas de Castilla, ya también porque así le convenía para sus particulares fines, había en efecto roto la frontera española por la parte de Guipúzcoa y acometido la importante plaza de Fuenterrabía. Y aunque ya por dos veces habían sido los franceses heroicamente rechazados y aun escarmentados por los valerosos guipuzcoanos y los intrépidos vizcaínos comandados por Esteban Gago y el conde de Salinas, importábale a Fernando no descuidar aquella frontera, porque el monarca francés era poderoso y sobradamente astuto, y además tenía concertado verse con su padre el rey de Aragón para tratar de los asuntos de Francia y de Navarra. Con este propósito pasó Fernando a Vitoria, corrió las principales poblaciones de Guipúzcoa y Vizcaya, con la nueva de su aproximación se retiraron por tercera vez a Bayona los franceses, concertó con su padre dónde y cuándo podrían verse, y se ocupó con su natural actividad en todo lo concerniente, así a la seguridad exterior de aquellas provincias, como a su orden y tranquilidad interior, que bien lo habían menester, y fuéle necesario establecer allí una hermandad como la que había ya en Castilla para el castigo y represión de los desórdenes y de los delitos.

Bien sabía el rey don Fernando que por entonces podía sin peligro ausentarse de Castilla, quedando aquí la reina Isabel, y dejando la guerra con los portugueses moralmente vencida después de la victoria de Toro y de la entrega del castillo de Zamora. Fueron en efecto de tal influencia aquellos triunfos, que los indiferentes o dudosos se resolvieron a adherirse abiertamente a la causa de sus legítimos monarcas, y los magnates que defendían con las armas el partido portugués, o lo hacían ya tibiamente, o andaban buscando los más honestos medios de venir a sumisión. Uno de los primeros que así obraron fué el duque de Arévalo, conde de Plasencia, el más apasionado que había sido del rey de Portugal. Éste y la duquesa su mujer, no sólo hicieron homenaje de fidelidad a la reina Isabel, sino que ofrecieron alzar pendones en Plasencia y en todas sus villas y lugares, y guerrear contra el portugués, contra doña Juana, contra los franceses y contra todos los que fuesen rebeldes a Isabel y a Fernando. En recompensa les confirmó la reina en la posesión de todos sus Estados y oficios, o les dió otros en enmienda de los que entonces no podían obtener. El arzobispo de Toledo, el marqués de Villena, el maestre de Calatrava, el conde de Ureña y demás jefes de la insurrección, veían disminuir cada día su poder; sus villas y castillos iban cayendo en manos del esforzado maestre de Santiago don Rodrigo Manrique, de Jorge Manrique, su hijo, del duque del Infantado, del conde de Benavente y de otros leales caudillos; Madrid, Huete, Atienza, Baeza y otras fortalezas y poblaciones eran reducidas a la obediencia de sus legítimos soberanos; y por último, ellos mismos se vieron precisados a implorar el perdón de sus pasados yerros y a solicitar con humillación ser admitidos a la gracia de sus reyes, prometiendo servirles de allí adelante en público y en secreto, con toda lealtad y fidelidad, contra el de Portugal y su sobrina, contra el rey de Francia y sus aliados, contra todas las personas del mundo, y jurar a la princesa Isabel por legítima heredera de estos reinos en defecto de varón, como los demás grandes la habían jurado en la villa de Madrigal. La reina Isabel recibió esta sumisión con dignidad y sin mostrar enojo por lo pasado, y dispuso lo conveniente para que muchas de las villas que aquéllos poseían fuesen restituidas al dominio de la corona.

Cuando Alfonso de Portugal vió irse de aquella manera desmoronando el edificio del favor de los proceres castellanos sobre que había fundado sus locas esperanzas, tomó la resolución de abandonar un país en que tan mal recibimiento había tenido, y dejando al conde de Marialva por capitán de la gente de guerra que quedaba en Castilla, salió de Toro en dirección de Portugal, no sin llevar en su cabeza otros más locos proyectos, propios de su genio caballeresco, con los cuales, cerrando los oídos a cuantas reflexiones le hicieron, se embarcó para Francia muy esperanzado de obtener todo género de auxilios de su antiguo aliado «el buen rey Luis», como él decía. Veremos luego cuán extraño fin tuvo este extravagante príncipe.

Un solo disgusto grave experimentó la reina Isabel en este tiempo. Hallándose en Tordesillas con su fiel Andrés de Cabrera, marqués de Moya, antiguo alcaide del alcázar de Scgovia, el obispo de esta ciudad don Juan Arias con algunos otros principales ciudadanos enemigos de Cabrera, se aprovecharon de su ausencia para sublevar y amotinar el pueblo contra él, y matar a su suegro Pedro de Bobadilla que tenía en su nombre el cargo del alcázar. Llegaron los amotinados a apoderarse de las fortificaciones exteriores, siendo lo peor que en aquel recinto se guardaba la prenda más querida para la reina de Castilla, su hija la princesa Isabel, y que un Alonso Maldonado, que había sido alcaide del alcázar, era el encargado de apoderarse de la tierna heredera del trono. Recibir la reina Isabel la nueva de tan desagradable suceso y montar a caballo para Segovia fue todo una misma cosa. Con la velocidad del rayo, y haciendo correr al cardenal de España, al conde de Benavente, al marqués de Moya, y a otros pocos de la corte que llevó en su compañía, se presentó en las inmediaciones de la ciudad. Algunos habitantes que le salieron al encuentro le pidieron en nombre de los demás que no entrara acompañada del de Benavente ni de Cabrera. Soy la reina de Castilla, contestó con entereza Isabel, y no estoy acostumbrada a recibir condiciones de súbditos rebeldes. Y prosiguiendo inalterable con su pequeña comitiva se entró en el alcázar por una de las puertas que se conservaba en poder de los suyos. La plebe, lejos de apaciguarse, mostraba con voces y ademanes intentos de asaltar el alcázar. Aterraban a los de la fortaleza los gritos y demostraciones de la enfurecida muchedumbre, y proponían medios de defensa y seguridad. Pero Isabel, con una magnanimidad que asombra siempre en su sexo y en su juventud, previno a todos que estuviesen quietos en su aposento, y descendiendo al patio, mandó abrir las puertas, se colocó a la entrada, y dejando que penetrara el pueblo: Y bien, les dijo sin perturbarse, ¿qué queréis? ¿Cuáles son vuestros agravios? Yo los remediaré en cuanto pueda, porque estoy cierta de que vuestro bien es el mío y el de toda la ciudad.

Sobrecogidos los tumultuados con la presencia de la reina, con sus dulces palabras y con su digno y majestuoso continente, contestaron que querían la deposición de Cabrera. «Está depuesto, respondió Isabel, y tenéis mi licencia para echar a cuantos ocupan el alcázar sin mi orden, que quiero entregarle a persona que le guarde en servicio mío y provecho vuestro.» El pueblo gritó entusiasmado: ¡Viva la Reina nuestra señora!, y subiendo a las torres y muros, fueron expulsados los de una y otra parcialidad, huyendo Alfonso Maldonado en la confusión. Sosegado por entonces el tumulto, y encomendado el alcázar a Gonzalo Chacón, pasó la reina acompañada de toda la muchedumbre, a la cual exhortó a que se retirase tranquila, diciendo que si al día siguiente querían enviarle sus diputados que despacio le informaran de sus agravios y quejas, ella las examinaría y haría justicia a todos. Así se ejecutó, y oídas las informaciones, los que resultaron culpables fueron castigados; mas como se averiguase que respecto a las acusaciones contra Cabrera había menos de delito que de odio por parte del obispo y sus asociados, repúsole en su antiguo cargo, y mandó que las maltratadas puertas del alcázar se reparasen, no a costa del pueblo, sino a sus propias expensas, destinando a ello las joyas de su recámara. El pueblo, depuesto ya el primer furor, se convenció de la justificación de su reina y no volvió a alterarse más. De esta manera con su serenidad y su prudencia aplacó Isabel, sin menoscabo de su autoridad, una insurrección que hubiera podido ser funesta y desastrosa.

Hecho esto, con noticia que allí tuvo de que sus capitanes habían tomado por asalto la plaza de Toro, y combatían el alcázar y las fortalezas que refiere también este hecho, afirma haber visto original la real cédula mandando al tesorero Rodrigo de Tordesillas que entregase a Cabrera las dichas alhajas para el reparo del alcázardefendidas por Juan de Ulloa y por doña María Sarmiento su mujer, acudió apresuradamente a alentar a sus caudillos y dar calor al combate (setiembre), el cual tomó tal vigor con la presencia de la reina, que a los pocos días se le rindieron todos los fuertes, siendo admirable la generosidad con que perdonó a Ulloa y su mujer echando un velo sobre sus yerros pasados. El portugués conde de Marialva, yerno de Ulloa, evacuó al día siguiente la fortaleza (20 de octubre), encaminándose la vía de Portugal con algunos castellanos y los pocos portugueses que le habían quedado. Cuando regresó Fernando del norte de tener la última entrevista con su padre en Tudela, hallóse con la agradable noticia de haberse posesionado la reina su esposa de la ciudad y alcázar de Toro, el gran baluarte de los portugueses. Quedábales ya solamente la reducción de algunas pequeñas poblaciones y castillos, como Castronuño, Cantalapiedra, Cubillas, Siete Iglesias y otras, a lo cual se dedicaron con las milicias de Salamanca, Ávila, Segovia, Zamora y Valladolid, sin descansar hasta irlas recobrando todas y acabar con las reliquias de aquella guerra, en mal hora movida por magnates bulliciosos y por un príncipe extranjero codicioso y desacordado.

No cesaba el anciano rey de Aragón de enviar embajadas a su hijo el de Castilla, y de hacerle advertencias y darle consejos sobre la política y conducta que debía seguir, ya por el interés de padre, ya por el enlace e influjo que tenían los negocios de Castilla con los de Aragón, Francia y Navarra en que él se hallaba envuelto. Una de las cosas que con más empeño y ahínco le recomendaba era que admitiese en su gracia al marqués de Villena, y muy especialmente al poderoso arzobispo de Toledo, así por consideración a sus anteriores servicios, que en ocasiones más críticas habían sido muy grandes y muy señalados, como por el deudo y amistad que el prelado tenía con el condestable de Navarra y otros principales personajes de aquel reino, a quienes no le convenía tener disgustados; pues que además del estado todavía inquieto de Navarra, era el punto por donde el francés podía más fácilmente incomodar las dos monarquías aragonesa y castellana. Otro de los asuntos sobre que el padre no cesaba de amonestar al hijo era la provisión del gran maestrazgo de Santiago, que en este tiempo acababa de vacar por fallecimiento del ilustrado y esforzado don Rodrigo Manrique (noviembre). Porción de grandes y señores de Castilla pretendían y se disputaban la sucesión en aquella pingüe dignidad, y la paz del reino amenazaba turbarse de nuevo con tantas rivalidades y ambiciones. Aconsejaba, pues, el de Aragón a su hijo que sin ofrecer aquella dignidad a ninguno de los pretendientes tomara la corona la administración del maestrazgo hasta que se hiciese la provisión. Así entraba también en las miras políticas de Fernando e Isabel, y fue una de las más grandes y más útiles reformas que estos monarcas introdujeron, como habremos luego de ver cuando tratemos de la administración interior. Sin embargo, este maestrazgo se dió después por particulares servicios a don Alfonso de Cárdenas con cargo de cierta pensión para la guerra de los moros.

Aunque a los seis meses de la rendición de Toro casi todas las plazas rebeldes del interior de Castilla se hallaban en poder de los monarcas, la infidelidad y la traición mantenían algunas en Extremadura, país por otra parte de continuo molestado por las frecuentes irrupciones que desde sus plazas fronterizas hacían los portugueses, de modo que para aquella provincia se podía decir que no había concluido la guerra. Movió esto a la reina Isabel a procurar el remedio trasladándose personalmente a aquella comarca (1477); y mientras Fernando, no más perezoso que su esposa. atendía alternativamente a lo de Castilla, y a lo de Navarra, Francia y Aragón, y se movía con celeridad de uno a otro reino, Isabel al frente de algunas tropas regulares y de las milicias de la Santa Hermandad, ya por este tiempo organizada, recorría los campos y poblaciones de Extremadura y Andalucía, y las fronteras de Portugal, alentando a sus capitanes, rescatando castillos o impidiendo las invasiones y correrías de los del vecino reino. En vano sus consejeros y caudillos la exhortaban a que cuidase más de su salud y su persona, no exponiéndose a las enfermedades epidémicas del país, a las privaciones consiguientes a la escasez de mantenimientos, a los peligros del enemigo y a las fatigas y trabajos de aquella vida agitada, y que se retirase más adentro de sus dominios. «No soy venida, les contestaba la magnánima reina, a huir del peligro ni del trabajo: ni entiendo dejar la tierra, dando tal gloria a los contrarios ni tal pena a mis súbditos, hasta ver el cabo de la guerra que hacemos, o de la paz que tratamos»

Dejémosla allí mientras damos cuenta de lo que su adversario el rey de Portugal había hecho desde su salida de Castilla, o sea desde que se hizo a la vela en Oporto en busca de su amigo y aliado el rey Luis XI de Francia. Llevaba el portugués grandes designios y se prometía mucho de la amistad de su confederado para sus ulteriores proyectos sobre Castilla, ya que había sido tan desgraciado en su tentativa primera. Recibióle el de Francia con mucho agasajo, hízole todos los honores debidos a su clase, obsequiábale con suntuosas fiestas, y en honra suya daba libertad a los presos de las cárceles, y aun le hacía la fineza de poner en su mano las llaves de las poblaciones. Con esto seguía entusiasmado Alfonso de Portugal la corte ambulante de Luis XI. Mas cuando hablaba de auxilios positivos para su empresa futura, contestábale el francés dándole moratorias so pretexto de la guerra que entonces tenía con el duque de Borgoña Carlos el Temerario. Este pretexto dejó de existir cuando la muerte del célebre borgoñón en la famosa batalla de Nancy libró a Luis XI de aquel terriblé adversario, y sin embargo no había auxilios para Alfonso de Portugal, porque más le interesaba al francés recoger la herencia del duque de Borgoña que pensar en ayudar a otro a conquistar un trono. A las importunas instancias del portugués respondía Luis, que puesto que tenía ya la dispensa matrimonial del papa debía realizar el casamiento con su sobrina, y dejar al tiempo y a las negociaciones que acabaran de franquearle el camino del trono de Castilla. Entonces ya comprendió don Alfonso bien a su pesar lo que significaban las promesas ambiguas y los dilatorios ofrecimientos de su insidioso aliado «el buen rey Luis XI», y en su justo resentimiento entabló pláticas con el duque Maximiliano de Austria, enemigo del francés. Con aviso que tuvo de esto el de Francia, y entendiendo que aquello podría ser en daño suyo, hizo detener a Alfonso en un monasterio de Ruán, lo que dió ocasión a publicarse que había entrado en religión. Preguntado qué tratos eran los que traía con su sobrino Maximiliano, respondió que ninguno, sino que pensaba ir en peregrinación a Roma y a Jerusalén.

Si en realidad no fue el pensamiento de este extravagante príncipe cambiar el cetro de rey por el bastón de peregrino y renunciar al trono de Portugal por ir a adorar el Santo Sepulcro, por lo menos era muy conforme a su espíritu caballeresco, y así se lo escribió, cuando muchos le creían muerto, a su hijo el príncipe don Juan, pidiéndole que se ciñese la corona de la misma manera que si recibiese la noticia cierta de la muerte de su padre. Mas luego le entró el arrepentimiento y varió pronto de resolución, tomando la de volverse a Portugal, a lo cual le ayudó el mismo rey de Francia que deseaba verse desembarazado de tan importuno huésped. Para que todo en este viaje fuese dramático y novelesco, cuando Alfonso arribó a Cascaes, pueblo de Portugal (noviembre, 1477), hacía cinco días que su hijo se había proclamado rey en Santarén. El príncipe don Juan, o por respeto o por prudencia, volvió a entregar a su padre el cetro que apenas había empuñado, y el viejo monarca, que parecía debiera haber dejado por allí su ambición y sus quiméricas esperanzas, volvió a prepararse con la ilusión y la fogosidad de un joven a renovar la guerra de Castilla.

Entretanto la reina Isabel había trabajado sin descanso en las provincias del Mediodía. Después de haber puesto en tercería la fortaleza de Trujillo, que era del marqués de Villena, mandó derribar otras, de donde se hacían grandes robos e insultos por toda la tierra, teniendo que introducir allí también la institución de la Hermandad para la seguridad de los caminos. Y mientras Fernando restauraba los dominios y el poder de la corona, y proveía a las cosas de gobierno por Salamanca y Galicia, Isabel pasaba a Andalucía, que toda se hallaba en armas, apoderados los grandes señores de las ciudades y tiranizándolas con la esperanza deque la guerra se continuaría por Portugal. Dominaba en Sevilla el duque de Medina-Sidonia, en Jerez el marqués de Cádiz, en Córdoba don Alonso de Aguilar, en Écija Portocarrero, en Carmona Luis de Godoy; y otros caballeros enseñoreaban otras ciudades con propia autoridad y a quien más podía alentábalos en aquella anárquica situación su vecindad con Granada y Portugal, y no creían que una mujer, por grande que fuese su ánimo y valor, pudiera tener energía y atender a tantas partes a un tiempo, en un país en que por un lado tenía a los moros, por otro a los portugueses, todos enemigos. Mas luego vieron la valentía y serenidad con que entró en Sevilla, tornaron a su mano el alcázar, las Atarazanas y el castillo de Triana, que estaban por el duque de Medina-Sidonia, el cual disimuló creyendo que le dejaría las tenencias de otras fortalezas que los soldados de su casa guarnecían. También el rey, después de haber asegurado la paz y sosiego de las provincias de Castilla y de León, marchó a unirse con la reina en Sevilla, donde fué como ella recibido con alegría y con fiestas (setiembre, 1476).

Como un sueño veían aquellos altivos nobles, especie de reyezuelos en sus respectivos Estados, la enérgica actividad de los jóvenes monarcas, y cómo desde Córdoba a Jerez iba cobrando fuerzas la autoridad real, y menguando y desapareciendo como por encanto la suya. Los reyes se movían por todas partes, abatíanse a su presencia los castillos y dábanles obediencia los pueblos. Asentaban treguas con el emir granadino por industria del conde de Cabra, y sin desatender la frontera portuguesa ajustábanlas también con el infante de Portugal por medio del conde de Feria y de don Manuel Ponce de León. El mismo marqués de Cádiz, poseedor de tan ricas villas y de tantas fortalezas, entendió ya la mudanza de los tiempos, y trató de justificarse con el rey,ode disculpar por lo menos su conducta. En las transacciones y tratos con los nobles siempre sacaban alguna ventaja los monarcas, y aunque en lo material no vencieron todas las dificultades y quedaban aún fortalezas y villas que someter, en influencia moral ganó inmensamente la autoridad regia allí donde desde el último monarca se habían acostumbrado a mirarla o con desprecio o sin respeto.

El rey de Portugal no había cesado desde su llegada de atizar otra vez la guerra por cuantos medios podía, manteniendo en agitación las provincias limítrofes, instigando a los descontentos y díscolos, y entendiéndose de nuevo con sus antiguos partidarios, especialmente con el arzobispo de Toledo y con el marqués de Villena; que nunca la reconciliación de estos dos personajes con sus soberanos se había considerado franca, segura y estable, a pesar de las protestas. Movió esto al rey a venir de Sevilla a Madrid a propósito de reducir y traer a buen partido al animoso y bullicioso arzobispo. De paso se trató en cortes sobre la supresión o continuación de la Hermandad, que por costosa se iba haciendo una carga pesada para los pueblos, y era objeto ya de quejas y reclamaciones. Mas atendidos los servicios que prestaba, los desórdenes que todavía aquejaban al reino, y la guerra que amenazaba otra vez por Portugal, se tuvo por prudente y se deliberó que continuase por otros tres años. Poco tiempo permaneció el rey en Madrid, teniendo que dar la vuelta a Sevilla a instancias de la reina que se hallaba próxima otra vez a ser madre; y así fue que a los pocos días toda España recibió con regocijo la nueva del nacimiento del príncipe don Juan (30 de junio, 1778), que se celebró con públicas alegrías.

Seguía el portugués fomentando la guerra. Ayudábanle por la parte de Extremadura la condesa de Medellín, doña Beatriz Pacheco, mujer de ánimo varonil, y el clavero de Alcántara; pero sostenía allí valerosamente la causa de los reyes de Castilla el esforzado don Alonso de Cárdenas, gran maestre de Santiago. En los Estados de Villena ardía de nuevo la rebelión, fomentada por el marqués, que alegaba no haberle cumplido los tratos y condiciones de la sumisión que antes había hecho. Allí se malogró, de resultas de una herida que recibió cerca de Cañavete peleando por la causa de sus monarcas, el ilustre capitán, esclarecido ingenio y tierno poeta Jorge Manrique, hijo del ínclito don Rodrigo Manrique, gran maestre de Santiago y conde de Paredes, cuya muerte había poco antes cantado y llorado su hijo en aquellas sentidas endechas de que hemos hecho mención en otra parte.

Pero esperábanle ahora al obstinado y contumaz portugués desengaños de otro género que los de la vez primera. Conviniéndole a su antiguo amigo el rey Luis XI de Francia, empeñado como se hallaba en las guerras y en los asuntos de Borgoña, no dejar descubiertas las espaldas de su reino, había entablado tratos de paz con los reyes de Castilla, y después de muchas negociaciones, en que intervino también el rey de Aragón a fin de que aquellos conciertos no sirviesen al francés para apropiarse los condados de Rosellón y de Cerdaña, pactóse al fin definitivamente por medio de sus respectivos embajadores entre los reyes de Francia y de Castilla, con aprobación también del de Aragón, un tratado de paz, o si se quiere, una larga tregua y armisticio, en el cual se estipulaba que Luis XI se separaría de su alianza con el rey de Portugal, y renunciaría a la protección de doña Juana (octubre, 1178). Para mayor mortificación del monarca portugués, el papa Sixto IV, por gestiones de los dos Fernandos de Nápoles y de Castilla, revocó la dispensa matrimonial que antes de mala gana había otorgado, fundando la nueva bula en haber sido impetrada la anterior con falsa exposición de los hechos. Abandonado así Alfonso de su principal aliado, imposibilitado de casarse con la que esperaba le había de llevar en dote una corona, todavía quiso luchar contra su fortuna, y no desistió de incomodar cuanto pudo a Castilla. Pero desembarazados Fernando e Isabel de las atenciones del norte, pudieron ya dedicarla toda a la defensa de las fronteras occidentales. El maestre de Santiago había destrozado un cuerpo de portugueses en la Albuera, e Isabel mandaba sitiar a Mérida, Medellín, Montánchez y otras fortalezas de Extremadura. En tal estado, ya que Alfonso continuaba tan ciego que no veía o no se cuidaba de las calamidades que estaba causando a los dos reinos por la quimérica ambición de un trono que nunca había de alcanzar, resolvióse a buscar por él un remedio a tantos males su hermana política doña Beatriz de Portugal, duquesa de Viseo, tía materna de la reina Isabel ofreciéndose a ser mediadora para la paz, y proponiendo una entrevista, que la reina de Castilla aceptó en la fronteriza villa de Alcántara.

Ocho días duraron las pláticas entre las dos princesas. Tratábase de buena fe de una reconciliación cordial; discutióse amistosamente y sin intención de engañarse por ninguna de las partes, y de aquellas conferencias, que nos recuerdan las de doña Berenguela de Castilla y doña Teresa de Portugal en Valencia de Alcántara en 123o, resultáronlas siguientes capitulaciones: que el rey don Alfonso de Portugal dejaría el título y las armas de rey de Castilla, y don Fernando no tomaría las del reino de Portugal; que aquél renunciaría a la mano de doña Juana (la Beltraneja), y no sostendría más sus pretensiones al trono; que doña Juana casaría con el príncipe don Juan, hijo de los reyes de Castilla, niño entonces, cuando tuviese más edad, o quedaría en libertad, si lo prefería, para tomar el velo de monja en un convento del reino; que don Alfonso, hijo del príncipe de Portugal y nieto del rey, casaría con la infanta Isabel de Castilla; que se concedería perdón general a todos los castellanos que habían defendido la causa do doña Juana, pero los nobles no podrían entrar en Portugal para que no fuesen ocasión de revueltas y alteraciones; que los descubrimientos y conquistas de los portugueses en África a la parte del Océano serían para siempre de los reyes de Portugal; que para seguridad de este concierto los príncipes de cuyos matrimonios se trataba quedarían en rehenes en el castillo de Moura en poder de la misma duquesa doña Beatriz, y que el rey de Portugal daría en prendas cuatro fortalezas a la reina de Castilla (1179).

Ratificado al cabo de algunos meses este convenio, honroso para los dos reyes, y en que sólo quedaba sacrificada la desventurada doña Juana, víctima necesaria de la paz de los dos reinos, terminó felizmente la guerra de sucesión que por cerca de cinco años había asolado las provincias castellanas limítrofes de Portugal, y puesto en combustión todo el reino, acabado de estragar las costumbres públicas y agotado los escasos recursos del Estado. Todo el mundo ensalzaba la prudencia de doña Beatriz de Portugal, el talento y la virtud de doña Isabel de Castilla, la energía y la actividad de don Fernando de Aragón. Hiciéronse fiestas y procesiones en toda España, y renació la alegría en los ánimos.

Sólo la desdichada doña Juana, en Castilla llamada la Beltraneja, en Portugal la Excelente Señora, sentenciada a esperar para casarse con un príncipe niño después de condenada a renunciar a la mano de un rey provecto; princesa que había sido declarada heredera de un trono y llamada a otro para no llegar a ocupar ninguno, pareció disgustada de un mundo en que no había visto sino grandezas ilusorias y desdichas positivas, y adoptando el segundo extremo del tratado en la parte que le pertenecía, tomó el hábito de las vírgenes en el convento de Santa Clara de Coimbra, donde profesó al año siguiente (1480). Dos embajadores de Castilla fueron enviados para presenciar la ceremonia y cerciorarse de su cumplimiento; mas aunque delante de ellos manifestó que «sin ninguna premia, salvo de su propia voluntad, quería vivir en religión y facer profesión y fenecer en ella», el tiempo acreditó que había obrado menos por vocación que por despecho, puesto que diversas veces rompió después la clausura monástica trocando el humilde sayal por la regia pompa y las vestiduras reales, y quiso gozar el estéril consuelo de firmar hasta el fin de sus días: «Yo la reina». Al poco tiempo quiso el rey don Alfonso imitar el ejemplo de su joven desposada, y estaba ya dispuesto a trocar el manto de rey por la pobre túnica de San Francisco, cuando una enfermedad que le sobrevino en Cintra dió al traste con aquella resolución y acabó con los días de aquel monarca (agosto, 1481), especie de coronado paladín, que representaba el espíritu caballeresco en el trono, y que acaso sin una heroína como Isabel hubiera ganado la empresa de Castilla.

Estaba fuera de este reino don Fernando cuando se ajustaron las paces con Portugal. El motivo era legítimo y grave. Hallábase en Trujillo cuando recibió la noticia de la muerte del rey don Juan II de Aragón su padre (19 de enero, 1479). Las atenciones de la guerra le tuvieron embargado algunos meses en Extremadura, y hasta junio no pudo presentarse en Zaragoza a recoger la herencia del reino aragonés. Tomado y recibido en aquella ciudad el mutuo y acostumbrado juramento entre el rey y el pueblo, y demorándose sólo el tiempo preciso para proveer a la seguridad del Estado, especialmente en lo relativo a la conservación de la paz con Francia por las fronteras del Rosellón, encaminábase ya de regreso para Castilla cuando supo en Valencia la conclusión de las paces (octubre). Dirigióse a Toledo, donde se hallaba la reina Isabel, que al poco tiempo (6 de noviembre) dió a luz otra princesa, que fué doña Juana, la que la Providencia tenía destinada a heredar ambos reinos.

Así, al mismo tiempo que la paz con Portugal aseguraba a Isabel la tranquila posesión del trono de sus mayores, Fernando adquiría por la muerte de su padre los vastos dominios de la monarquía aragonesa, para unirse al cabo de tantos siglos indisolublemente en los dos esposos las coronas de Aragón y de Castilla, y nacía la princesa que por las circunstancias que la historia irá diciendo había de heredar todos los Estados de la gran monarquía española.

 

CAPÍTULO II

GOBIERNO.—REFORMAS ADMINISTRATIVAS

 

 

 

 

MONASTERIO DE SAN JUAN DE LOS REYES, TOLEDO

INTERIOR