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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

 

CAPÍTULO VII.

ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA EN LA ÚLTIMA MITAD DEL SIGLO XIII. ARAGÓN.

De 1253 a 1291.

 

En este período que abarca nuestra capítulo (decíamos en el anterior) la vida política de ambos pueblos, Castilla y Aragón, es casi igualmente activa, turbulenta y agitada.» Pero «la magnitud de los pensamientos (añadíamos después), la grandeza de los sucesos, el interés histórico de España en este período está más en Aragón que en Castilla». Y es así que sorprende y asombra la importancia que este reino, destinado a crecer y desarrollarse con rapidez, adquirió en lo interior y en lo exterior, en lo político y en lo material, en el espacio de un siglo. Y es que apenas se sentó en el trono aragonés un príncipe ni flojo en el obrar, ni en capacidad menguado; sucedíanse soberanos de no vulgares prendas, en que era la excepción la falta de cualidades eminentes, y el pueblo que gobernaban era grande también en sus arranques y en sus aspiraciones; de modo que en Aragón se ve simultáneamente en súbditos y monarcas, aún en sus mismos errores, demasías o extravíos, cierta grandeza que admira.

I.

Don Jaime el Conquistador, abarcando en la larga dominación de sesenta y tres años los dos reinados casi íntegros de Fernando el Santo y Alfonso el Sabio de Castilla, participando del genio bélico del primero, de la ilustración del segundo, parece haberse sobrevivido a sí mismo para abarcar en su vida dos épocas de la regeneración española, la que acabó con Fernando, y la que comenzó con Alfonso. «Pocos hombres ha habido, (dice un escritor de las cosas de Aragón) tan querido por sus contemporáneos y tan encomiado unánimemente por la posteridad como este rey (don Jaime), y es difícil distinguir sus verdaderas cualidades en medio de la aureola de amor y gloria que le rodea. Jamás vieron los guerreros adalid más bravo, ni las damas más gentil caballero, ni los caballeros más dadivoso señor, ni los vasallos rey más justo y humano.» Nosotros, que no queremos pecar ni de avaros ni de pródigos de alabanzas para los dominadores de los pueblos, ni tenemos otro afán que el de representarlos tales como los hechos que de ellos conocemos nos los caracterizan y dibujan, hemos admirado ya a don Jaime como conquistador (y no hicimos poco en ensalzarle como guerrero sobre San Fernando), le respetamos como monarca, le aplaudimos como caballero, le elogiamos como amante y protector de las letras, mas no le encomiamos tanto como político, y censurámosle como hombre de pasiones.

Hemos visto en verdad pocos conquistadores tan mesurados y prudentes, tan desnudos de ambición, tan guardadores de los justos y precisos límites que la misión de los conquistadores les imponía, como Jaime I de Aragón. Activo, enérgico, infatigable en recobrar de los moros el territorio que como infieles y como usurpadores injustamente dominaban, el vencedor de los musulmanes, el conquistador de Mallorca y de Valencia se detiene respetuoso ante las fronteras cristianas de Navarra y de Castilla. Ha llenado cumplidamente su misión; dar un paso más sería traspasarla y don Jaime no la traspasa: al contrario, la espada de la conquista se convierte en espada de protección y de amparo. Muere el rey Teobaldo I de Navarra, y ese mismo don Jaime a quien Teobaldo debía el haber reinado (puesto que no quiso hacer valer los derechos que el prohijamiento de don Sancho el Fuerte le diera), ese formidable aragonés, tan terrible como conquistador, se hace el protector galante de una reina desvalida, el amparador caballeroso de dos huérfanos príncipes, promete defender a Margarita contra todos sus enemigos, incluso el rey Alfonso de Castilla, su deudo, y el mismo a cuyo desprendimiento y generosidad debió su corona Teobaldo I la sienta y afirma en las sienes de Teobaldo II.

¿Obraba acaso el aragonés como enemigo de Alfonso de Castilla, su yerno, que aspiraba a aprovecharse de las turbaciones de Navarra para sentarse en el trono de los Teobaldos? Por el contrario, no estuvo don Jaime menos generoso con Alfonso de Castilla que lo había estado con Margarita de Navarra. Cuando se alzaron simultáneamente contra Alfonso el Sabio los moros de Murcia y los de Andalucía, no en vano reclamó el castellano los auxilios de su suegro el aragonés. Entonces don Jaime, sin tener en cuenta el comportamiento no muy leal de Alfonso para con él en la anterior sublevación de los moros valencianos, arrostrando las contrariedades, entorpecimientos y disgustos que los ricos-hombres catalanes y aragoneses le suscitaron, emprende resueltamente la guerra de Murcia, vence a los moros, reconquista sus castillos, subyuga y somete los insurrectos, planta el estandarte de San Jorge en los alminares de la Aljama de Murcia, provee a su gobierno y seguridad, y le dice a Alfonso de Castilla: «Ahí tienes tu ciudad y tu reino de Murcia, consérvalo», y regresa victorioso y satisfecho a Valencia.

Poseían los monarcas aragoneses territorios y feudos en el Mediodía de Francia; reclamaban de tiempo en tiempo los reyes de Francia añejos derechos sobre dominios y señoríos de la corona de Aragón. Don Jaime prefiere arreglar amistosamente con San Luis de Francia las diferencias y querellas que pudieran suscitarse, a gastar las armas y la sangre de su pueblo en las guerras que pudieran sobrevenir: los dos soberanos vienen a amistosa transacción y concierto: San Luis renuncia a su soberanía nominal y a sus derechos en rigor caducados sobre los condados de Barcelona, Urgel, Rosellón y Cerdaña; don Jaime, más generoso, cede la Provenza y otros señoríos de que se hallaba en posesión. No puede darse un conquistador menos ambicioso. El que no permitía que los sarracenos conservaran una pulgada de tierra en sus naturales dominios, mostró un admirable desprendimiento con los reyes y estados de Navarra, de Castilla y de Francia. Es que estos eran estados y príncipes cristianos. La misión suya era rescatar su reino de poder de los infieles. Don Jaime comprendió su misión mejor que otro monarca español alguno.

Hasta con estos mismos infieles se condujo con una generosidad, poco acostumbrada en los vencedores. Duro, fogoso, inexorable hasta vencer a los enemigos, trocábase su dureza en blandura cuando la victoria los convertía en súbditos y vasallos. En las sublevaciones de los moros valencianos desplegó don Jaime su antiguo ardor bélico, y en el conservador de la tranquilidad de su reino resucitó la severidad del conquistador: más si la necesidad le obligó a arrancar de sus hogares a doscientos mil moros cuya permanencia era peligrosa, también les otorgó que llevasen consigo toda su riqueza mobiliaria, y les dio seguro para que no fuesen ni vejados ni despojados de su haber hasta traspasar las fronteras del reino.

Sentimos no poder hallar tan digna de aplauso su política en las cosas interiores del Estado. En las diversas particiones que de los reinos hizo entre sus hijos anduvo, además de errado, inconstante y veleidoso, y dio ocasión a rivalidades y desavenencias de familia, a discordias y guerras entre hermanos, a colisiones entre padre e hijos y a perturbaciones lastimosas en el reino. Disponiendo don Jaime de su cuádruple corona como de un patrimonio, no habiendo aprendido en la experiencia ni escarmentado en los males producidos por tan malhadado sistema en los reinos de León, Navarra y Castilla, en los siglos XI y XII, no hizo con sus funestas combinaciones de distribución sino excitar más la envidia y la codicia a que harto por desgracia suelen propender naturalmente los príncipes, y fomentar las divisiones de los partidos proporcionando nuevas banderas a los descontentos y a los amigos de las agitaciones. Verdad es que se echaba de menos en Aragón una ley de unidad y de indivisibilidad del reino, y de sucesión por agnación rigurosa: habíase progresado masen este punto en Castilla, bien que se pasó por encima de ella en el primer caso que ocurrió después de escrita. Pero más que la falta de una ley de herencia influyeron en estos desaciertos de don Jaime las pasiones de su vida privada. Hablamos así por acomodarnos al uso y manera común de hablar de los hombres. Por lo demás creemos que los soberanos que rigen los pueblos están condenados, a cambio de otras excelencias y goces inherentes a su alta y excepcional posición, a no poder tener costumbres privadas, puesto que todas ellas más o menos directa mente reflejan y trascienden a la marcha de la gobernación pública del reino. El individuo que desame al hijo o hijos de una primera mujer por concentrar su amor en los de una segunda esposa, podrá ser injusto y hasta criminal en sus afectos; pero su injusticia o su crimen no perturba la sociedad ni la trastorna. El monarca a quien esto sucede puede ser responsable de graves alteraciones a que dé ocasión en su reino, y tal aconteció a don Jaime desamando y hasta aborreciendo y privando de la más considerable porción de los reinos al príncipe Alfonso, hijo de su primera esposa Leonor de Castilla, de quien se había divorciado siendo joven, por favorecer y heredar a sus más predilectos, los hijos de su segunda mujer Violante de Hungría. De aquí las particiones injustas, de aquí la desmembración de la corona, de aquí la guerra entre el padre y el hijo, de aquí las divisiones entre los hermanos, de aquí las luchas de los partidos y de los bandos que a los unos o a los otros se afiliaban y adherían, y que buscaban medrar vendiendo caro su apoyo. Fuese injusticia en el querer, fuese deferencia a una esposa exigente, de todos modos la flaqueza del hombre no disculpa la injusticia del monarca.

Muchas complicaciones evitó la prematura muerte del príncipe Alfonso: pero el cebo de la envidia se había dado ya a probar a los demás hermanos, y quejábase don Jaime de que se hubiera adjudicado mayor porción de herencia a don Pedro, y no podía sufrir don Pedro que se hubiera reservado una parte de los dominios aragoneses a don Jaime. Nuevas fragilidades del rey conquistador fueron causa de nuevos disturbios en el reino. Los hijos habidos en Teresa Gil de Vidaure, esposa de legitimidad problemática, produjeron graves reclamaciones de parte de las cortes aragonesas; y las escandalosas disidencias entre el infante don Pedro y su hermano bastardo Fernán Sánchez, hijo de la Antillón, que terminaron con un fratricidio, pusieron al reino en combustión, y en peligro la misma corona. Convengamos en que los reyes no pueden tener pasiones privadas sin que redunden en detrimento de la sociedad y de la cosa pública. Anticipamos esta observación, que nos ha de servir para juzgar, con más severidad aún que a don Jaime de Aragón, a algunos soberanos de Castilla. Al fin la postrera partición de los reinos fue por fortuna la menos desastrosa posible, puesto que aunque desmembradas las Baleares, el Rosellón y Montpellier, se concentraban al menos en una mano los reinos peninsulares, Aragón, Valencia y Cataluña.

Cuando la inmoralidad cunde y se propaga en un pueblo, cuando los crímenes se multiplican, cuando los robos, los insultos, las muertes, el desenfreno de las costumbres públicas, la osadía y la impunidad de los malvados y malhechores llegan a tal punto, que la sociedad misma tiene que proveer a su propia seguridad y conservación, buscando en la necesidad el remedio, dictándose leyes y erigiéndose a sí misma en tribunal de salvación, triste y melancólica idea da tan extremo recurso de la eficacia de las leyes y de la política del que gobierna y rige aquel pueblo. Bien desacertada tuvo que ser la de don Jaime cuando dio lugar a que se formara en Aragón aquella Hermandad de Aínsa, especie de junta de salvación pública, con sus ordenanzas, su tribunal, sus sobrejunteros, sus capitanes y compañías de guerra para la persecución y pronto castigo de los malhechores, a que se debió el poder limpiar la tierra de la gente aviesa que la infestaba. Esta institución popular que en circunstancias análogas había de imitar pronto Castilla, verémosla, tiempos andando, prohijada por los más esclarecidos soberanos que España ha tenido.

Don Jaime, como todos los reyes de Aragón, tuvo que estar en continua lucha política con la altiva nobleza aragonesa: y este conquistador invencible, este aventador de los moros, a quienes ahuyentaba, como él decía, con la cola de su caballo; este monarca poderoso, a quien los príncipes cristianos escogían por árbitro de sus diferencias; este padre de reyes, que vio dos de sus hijas sentadas en los tronos de Francia y de Castilla, casadas con los hijos de dos santos, San Fernando y San Luis, y a cuyo hijo primogénito esperaba la corona de Sicilia; este soberano, a quien el papa rogaba asistiese al concilio ecuménico más numeroso de la cristiandad, y a quien salía a recibir en procesión solemne con los cardenales de la iglesia; este príncipe, cuyo nombre era conocido en el globo, y que recibía embajadas y presentes de griegos y de armenios, del emperador de Oriente, del khan de Tartaria, del sultán de Babilonia, de las extremidades de la tierra, pudo vencer, pero no alcanzó a domar, una clase de sus vasallos, los ricos-hombres de la tierra. ¿Sería que faltara a don Jaime la energía que supo desplegar San Fernando para sujetar la nobleza castellana? ¿Sería que participara de la debilidad de Alfonso X de Castilla?

No; no era que San Fernando aventajara en energía a don Jaime, ni que en la nobleza castellana hubiese menos indocilidad y menos espíritu de independencia que en la de Aragón. Estaba la causa en la constitución misma aragonesa, estaba en sus fueros, estaba en las condiciones mismas de aquella sociedad, estaba en su primitiva organización esencialmente aristocrática, hecha expresamente para dar ensanche y latitud al poder de la oligarquía, para amenguar y restringir el de la autoridad real. Naturalmente altivo y fiero el genio aragonés, sólo necesitaba de los privilegios de su constitución foral para ser indomable. Aquel pueblo, tan rápido en su material engrandecimiento, a lo cual ayudó esa misma organización aristocrática, había corrido también demasiado rápidamente por la carrera de la libertad, para la cual necesitan otros pueblos, si por acaso la alcanzan alguna vez, del trascurso de muchos siglos, y a fuerza de querer cimentar sobre sólidas bases la más amplia libertad, echó al propio tiempo los cimientos de la anarquía. Tal era aquel derecho de los ricos- hombres y barones de desnaturalizarse del reino, de apartarse del servicio del rey siempre que quisiesen para ir a servir a quien más les agradase, sin mengua de su honor ni menoscabo de la fidelidad, con sólo participarle por cartas de desafío que se separaban de su obediencia. Hasta aquí llegaba también el privilegio foral de los nobles y magnates de Castilla. Pero era menester que añadiera el de Aragón algo que acabara de rebajar y humillar la soberanía: tal era la obligación que por fuero se imponía al monarca de tomar bajo su real amparo la casa y familia, y de cuidar de la crianza de los hijos de aquellos mismos que le abandonaban, que se iban a sus castillos para guerrear contra él, o se salían del reino para servir a otro príncipe. De tal manera estaba arraigado este derecho, que don Jaime tuvo que reconocerle, y no se atrevió a dejar de cumplirle.

Con esto aquellos ricos-hombres de nacimiento, tanto más poderosos y temibles cuanto eran menos numerosos y más compactos, no obstante la disminución que por destreza y maña de Pedro II habían sufrido en su jurisdicción a trueque de un aumento en material riqueza, a pesar del equilibrio y contrapeso que el mismo don Jaime había buscado a su desmedido poder con la creación de los ricos-hombres de mesnada, no perdían ocasión de reclamar soberbiamente sus antiguos fueros, de pedir reparación de agravios y de demandar nuevos privilegios que nunca habían obtenido. Por lo común en todas las cortes lo primero que los ricos-hombres presentaban eran sus quejas de desafueros: inútil era que el rey expusiera la necesidad de que antes le otorgaran un servicio para las atenciones más urgentes de una guerra; no había servicios sin previa satisfacción de agravios. Estos agravios eran a las veces fundados, muchas de todo punto fuera de razón, como las peticiones que hacían eran también justas unas veces, otras ajenas enteramente de justicia y aún de fuero. Otorgaba don Jaime aquellas que eran más conformes a las leyes del reino o al derecho y razón natural, tal como la de que no se diesen honores, feudos y caballerías a extranjeros, ni heredamientos y tierras a los hijos bastardos del rey: negaba las que se oponían al fuero mismo o al uso establecido, tal como la de que no pudiera poner ni nombrar el Justicia sin el consejo y anuencia de los ricos-hombres. Llegaron estos a quejarse y tomar por agravio que tuviese el rey en su consejo letrados y legistas entendidos a quienes consultar. En los conflictos entre el rey y los ricos-hombres, sometíanse sus diferencias al juicio y sentencia de árbitros nombrados por ambas partes: pero cansado don Jaime de la ineficacia o de los inconvenientes de los fallos arbitrales, y de la insistencia y pertinacia de los exigentes barones, más de una vez apeló al argumento más derecho y eficaz de todos, al de la fuerza y de las armas. Vencíalos, es verdad, en las guerras y les tomaba sus fortalezas y castillos, pero no podía hacerlos dóciles y sumisos ni dominar en sus corazones. En la guerra material vencía, pero la lucha política estaba siempre viva y perenne. En medio de esta perpetua pugna entre el poder real y la aristocracia; al través de esta continua oscilación entre el trono y la nobleza, entre los derechos de la monarquía y los privilegios de clase, de que salían alternativamente vencedores y vencidos los próceres y los monarcas; y merced a la extraña combinación de los resortes que entraban en la máquina de la organización y constitución aragonesa, el pueblo marchaba hacia su mejoramiento social, y ganó temprano un grado de libertad desconocida en otros estados en aquellos tiempos, que si acaso excesiva en el principio y un tanto anárquica, también halló su nivel antes que en otra parte alguna. A vueltas de las agitaciones y turbulencias consiguientes a las luchas políticas, traslucíase siempre en el pueblo aragonés cierta gravedad, cierta noble y digna altivez, peculiar de los naturales de aquel suelo, y sello indeleble de su carácter, Su amor instintivo al principio monárquico, su respeto a la sucesión hereditaria, y el haberse cerrado los mismos magnates con sus leyes el camino del trono, hacía que sus revoluciones no se encaminaran nunca a usurpar el cetro a ningún rey, sino a arrancar de él la mayor suma de libertad posible: así entre los aragoneses no había regicidas ni tendencias al regicidio. Sus pretensiones serían a veces exageradas; porque no se saciaban de libertad, pero las hacían comúnmente en cortes e invocando leyes y fueros, pocas veces con las armas y tumultuariamente. Así la organización política del Estado en pocas partes fue más agitada que en Aragón, pero en pocas partes costó menos sangre. Su principio era que el rey debía mandar a hombres libres. Así decía con disculpable jactancia en su crónica el monje Fabricio: «Por eso este regimiento de Aragón es el más real, más noble, y mejor que todos los otros... porque ni el rey sin el reino, ni el reino sin el rey pueden propiamente facer acto de corte ni alterar lo asentado una vez, más todos juntamente han de concurrir en fazer de nuevo leyes y proveer cerca del bien y regimiento de todos... Mayor grandeza y majestad representa (el soberano) en ser rey de reyes que rey de cautivos; que los que rigen reyes son, quanto más los que bien rigen como los aragoneses, que actos de corte sin todos acordar nunca le fazen... y tienen lugar y poder para decir lo que mejor les parece cerca del regimiento del reino: que mayor rey no puede haber que rey que reina sobre tantos reyes y señores quantos son los aragoneses.»

Dijimos antes, que Jaime el Conquistador había participado de la energía y ardor bélico de San Fernando, y de la ilustración y cultura de Alfonso el Sabio. Amante y protector de las letras como éste, afírmase que fue también poeta como el autor de las Cántigas, si bien no se han conservado sus obras en verso. Cultivador y perfeccionador del lenguaje lemosín, como Alfonso del castellano, España tuvo en suegro y yerno dos reyes historiadores, elegante y amplificador el de Castilla en su Crónica general de España, sencillo y vigoroso el de Aragón en sus Comentarios, en que a la manera de Julio Cesar escribía con correcta pluma lo que heroicamente obraba.

Tales fueron los principales rasgos característicos de don Jaime I de Aragón en el segundo período de su reinado, como guerrero, como monarca, como político, como caballero, como cultivador de las letras y como hombre de pasiones.

II.

Pocos príncipes habrán merecido y a pocos les habrá sido tan justamente aplicado el sobrenombre de Grande como al hijo de Jaime de Aragón, Pedro III. El reinado de Pedro el Grande parece más bien un drama heroico de nueve años que la historia verdadera de un rey y de un pueblo. Semeja el hijo de don Jaime un campeón de romance, y no fue sino un héroe de historia. Tantos y tan dramáticos y maravillosos fueron los sucesos de su corto reinado, que la poesía no pudiera añadirle más sin traspasar los límites de la verosimilitud. Argumento y asunto para una magnífica epopeya sería ciertamente la misteriosa preparación de su flota; su expedición nunca bien descifrada ni comprendida a África; la ida de los embajadores sicilianos en naves empavesadas de negro a ofrecerle un trono con que ya contaba y que fingía no ambicionar; su viaje a Italia; su proclamación en Palermo; el júbilo de los mesineses al divisar en los mares como un socorro del cielo las velas de la escuadra libertadora de Aragón; los triunfos de las armas y naves catalanas en Mesina, en Nicotera, en Catana, y en Reggio; la expulsión de los franceses, la ida de la reina Constanza a tomar posesión del trono de su padre Manfredo conquistado por su marido; el famoso desafío de Pedro de Aragón con Carlos de Anjou; su viaje a Burdeos en traje de sirviente de un mercader; su paseo a la redonda por el palenque de la liza; su ignorado regreso a España; la excomunión y privación del reino con que en su enojo le castigó el jefe de la iglesia; la donación que hizo el monarca de las tres coronas de Aragón, Valencia y Cataluña al príncipe francés Carlos de Valois; los embarazos y contrariedades que le suscitaron los ricos hombres y barones de sus reinos; el abandono en que se vio de todos los príncipes cristianos, así extraños como deudos; su imperturbable serenidad en medio del general desamparo; su rápido, silencioso y atrevido viaje a Perpiñán a castigar a su desleal hermano el rey de Mallorca; su repentina y semifabulosa aparición, y su desaparición igualmente sorprendente y misteriosa; la invasión en el Ampurdán del formidable ejército francés mandado por Felipe el Atrevido, con los príncipes sus hijos, ambos titulados reyes de España, con el oriflama de San Dionisio y el estandarte de San Pedro conducido por el legado del pontífice, con aquel enjambre de peregrinos y cruzados que venían a ganar y recoger indulgencias arrojando, como ellos decían, piedras contra Pedro; la armada francesa compuesta de ciento cuarenta naves de Francia, de Provenza, de Génova, de Pisa y de Lombardía; la resistencia heroica del aragonés con un puñado de valientes en los riscos del Rosellón; la irrupción de los franceses en Ampurias y el memorable sitio de Gerona; la epidemia que estragaba el campamento francés y la derrota de su armada en las aguas de Rosas; la retirada cobarde de aquel Felipe mal llamado el Atrevido y su muerte en Perpiñán; el caballeroso comportamiento de Pedro de Aragón con los vencidos, y su presencia en la cresta del collado de las Panizas, viendo desfilar al que entró ejército formidable y orgulloso y salía reducido a procesión funeral, pudiendo el aragonés acabar de destruirle y aniquilarle pero cumpliendo su palabra de no molestarle ni ofenderle; toda la vida de Pedro el Grande de Aragón desde que recogió el guante de Conradino hasta que murió la muerte del rey cristiano en Villafranca, cuando se preparaba a castigar la traición de un hermano desleal, toda fue un continuado poema épico.

El Homero que le cantara no tenía que fatigar su imaginación para inventar episodios con que adornarle y embellecerle; que hartos y bien interesantes le suministraría la historia con las aventuras de Juan de Prócida en Aragón, en Sicilia, en Roma y en Constantinopla; con las sangrientas Vísperas sicilianas y las terribles matanzas de franceses; con el memorable sitio de Mesina, y los rudos trabajos de las delicadas doncellas y matronas mesinesas para el levantamiento y construcción de un muro; con las declaraciones y lances amorosos de la bella Macalda de Lantini con don Pedro de Aragón; con las proezas de los tostados y agrestes almogávares en Sicilia y en Calabria; con los brillantes triunfos navales del insigne Roger de Lauria en las aguas de Gaeta, de Nápoles, de Malta, y de Cataluña; con la prisión del príncipe de Salerno, y el generoso indulto y perdón de la vida que recibió de la hija de Manfredo, reina ya de Aragón y de Sicilia; con los arranques de desesperación del destronado Carlos de Anjou y su tentación de incendiar a Nápoles; con las sublevaciones del Val di Noto y el suplicio del temerario Gualtero de Calatagirona; con el cautiverio de la esposa y de los hijos de don Jaime de Mallorca, y la galantería con que el rey don Pedro le restituyó su mujer y su hija; con la ridícula coronación e investidura del Rey del Chapeo y los picantes epigramas que sufrió de su hermano Felipe: y con otros cien poéticos e interesantes incidentes que señalaron este breve pero glorioso período de la historia aragonesa.

Un rey como Pedro III era el que más cuadraba a la época en que le tocó vivir, y al pueblo que le tocó gobernar. Siempre los catalanes habían propendido a extender su dominación en lo exterior, y su marina había aspirado ya a enseñorear los mares de Levante. Aragón era un pueblo lleno de robustez y de vida, y el humor belicoso y bravo de sus naturales, una vez que don Jaime no había dejado en el interior territorio de infieles que rescatar, necesitaba gastarse en empresas exteriores y tener donde emplear su impetuosidad vigorosa. Dotado del mismo espíritu y de los propios instintos el tercer Pedro de Aragón, supo poner estos elementos en acción y dirigirlos, y conquistando a Sicilia agregó un rico florón a la corona aragonesa, dio a la marina catalana el imperio del Mediterráneo, y preparó, como dice un juicioso escritor, los altos destinos que debía realizar dos siglos más adelante Fernando el Católico. Desde este acontecimiento Aragón deja de ser un reino aislado, un fragmento de España, y se hace una nación europea.

Lo que hay que notar es que ni la conquista de Sicilia fue un golpe de fortuna, ni Pedro el Grande era un aventurero. Aquella adquisición fue el fruto de un plan meditado con madurez, conducido con prudencia y ejecutado con habilidad; y Pedro III no fue sólo un caudillo coronado, sino también un político que empuñaba un cetro y ceñía una diadema. Hasta entonces se habían sentado en los tronos de España príncipes batalladores, héroes, santos, y sabios: hombres de Estado no se habían conocido todavía: el primero fue Pedro el Grande de Aragón. El tacto con que manejó aquella empresa honraría la diplomacia de los tiempos modernos. Reservado y cauteloso, a nadie descubría y nadie penetraba sus pensamientos; sospechábase y aún se traslucía un secreto designio; pero no se atinaba o no se podía asegurar cuál fuese; ambicionaba con ardor y aparentaba fría indiferencia; enérgico en sus resoluciones, las preparaba con pausa; iba en pos de una corona, y fingía ir a arreglar una diferencia entre hermanos: él se condujo de modo que le convidaran y rogaran con aquel mismo trono que apetecía y buscaba, y aún después de instado todavía mostró una desdeñosa perplejidad, hizo creer que ponía su destino en manos de la Providencia, y que aceptando no hacía sino acceder al Deus vult; con genio y con intenciones de conquistador, supo hacerse aclamar como libertador generoso; aún sus mismos derechos al trono de Sicilia, los proclamaban e invocaban los sicilianos más que él. Así con dificultad a príncipe alguno le ha sido dada la corona de un reino extraño con el universal beneplácito y con el unánime regocijo de un pueblo con que lo fue la de Sicilia a Pedro III de Aragón. En verdad el triunfo del aragonés tuvo también mucho de providencial. Carlos de Anjou había sido un usurpador, un asesino y un tirano; merecía una expiación, y la Providencia escogió para instrumento de ella al que había dado su mano a una princesa descendiente de la sangre real de sus dos más ilustres víctimas, Conradino y Manfredo. No faltó nada para el buen éxito de esta empresa: el derecho hereditario la hacía legítima; la misma opresión que sufrían los sicilianos la hacía justa, y el genio del ejecutor le dio fácil y próspero remate.

Muy desde el principio mostró Pedro III que tenía las condiciones de hombre político. No tomando el título de rey y conservando sólo el de infante heredero hasta ser jurado en cortes, entró halagando el orgullo del pueblo aragonés. Añadiendo a su juramento la cláusula de que al recibir la corona de manos de un arzobispo español no se entendiese que la recibía de la iglesia de Roma, lisonjeaba a aquel pueblo que tan a mal había llevado el feudo de Pedro II a la silla pontificia, y que por el contrario había celebrado la entereza con que Jaime el Conquistador había renunciado al honor de ser coronado por el papa, y preferido arrostrar su enojo a hacerle reconocimiento y homenaje como príncipe en lo temporal, en menoscabo de la libertad de sus reinos. Obrando con cuerda política el nuevo monarca, nada emprendió en el exterior hasta dejar fuerte, tranquilo y asegurado su reino, y no se lanzó a los mares hasta acabar de someter en Montesa a los moros sublevados, hasta subyugar en Balaguer a los rebeldes barones catalanes, hasta hacer feudatario y auxiliar a su hermano el rey de Mallorca, hasta quedar en buena inteligencia con el de Castilla, y hasta no dejar, en fin, a su espalda cuando saliese del reino nada que pudiese darle inquietud y cuidado.

Y con todo eso, este monarca político, este conquistador afortunado, este destronador y humillador de reyes, este príncipe, que como otro Enrique IV de Alemania sostuvo una guerra viva con el poder pontificio, que sufrió con impavidez todo el rigor de las censuras eclesiásticas, y arrostró imperturbable la sentencia de privación de sus reinos, se dejó vencer en la lucha política interior, siempre abierta y permanente, entre la nobleza y el trono, entre el poder monárquico y el aristocrático y popular, entre los derechos de la corona y las libertades y privilegios de fuero. Toda la energía, todo el vigor, toda la entereza de los soberanos de más tesón y carácter se estrellaba ante la actitud siempre imponente de los ricos-hombres, ante las exigencias siempre crecientes de los magnates, ante sus fáciles y bien concertadas confederaciones, ante la resistencia activa o pasiva a todo lo que creían desafuero, ante las pretensiones, en fin, de ese pueblo hidrópico de libertad, de quien estampó Zurita que tenía concebida y arraigada la opinión general de que el poder de Aragón no estaba en las fuerzas del reino, «sino en la libertad, siendo una la voluntad de todos que cuando ella feneciese se acabase el reino» y de quien escribió Abarca que «la libertad aragonesa se tuvo siempre por la riqueza, patrimonio y sustancia de este reino.» Y en efecto, era tal el apasionamiento de los aragoneses por la libertad, que en este reinado de que hablamos veían amenazarles una invasión extranjera, y casi consentían que hollase su suelo un ejército enemigo, ellos tan celosos de la independencia de su patria, antes que otorgar subsidios ni ayudar al rey a rechazar la invasión mientras no les reparara los agravios y satisfaciera sus reclamaciones.

No valió al gran Pedro III la firmeza de sus primeras respuestas a los confederados de la Unión; no le sirvieron sus reflexiones sobre el estado crítico y las urgentes necesidades del reino, ni le aprovecharon disimuladas evasivas, ni negativas terminantes. Al fin tuvo que ceder a la formidable liga de la Unión, en que entraban ya ricos-hombres y ciudadanos, aristocracia y pueblo, nobles y burgueses, y acabó por otorgarles el famoso Privilegio general, base de libertad civil acaso más anchurosa y cumplida, dice un moderno historiador inglés, que la de la Magna Carta de Inglaterra.» Cuando un pueblo llega a arrancar estipulaciones y pactos como el del Privilegio, no a un monarca envilecido como Juan Sin Tierra, sino a un príncipe belicoso, bravo, victorioso y gran político como Pedro III de Aragón, este pueblo es irresistible en sus arranques, y no es posible ni imponerle servidumbre, ni casi escatimarle la libertad.

Este monarca, en medio de las faenas de la conquista, de las agitaciones de la guerra, de las atenciones del gobierno y de las luchas políticas interiores, no desatendía a la protección de las letras, y fue de los que fomentaron poderosamente la literatura provenzal en su reino.

III.

Bajo Alfonso III toma el reino aragonés nueva fisonomía. El gobierno de Aragón con el Privilegio general venía a ser ya una especie de república aristocrática con un presidente hereditario, que a tal equivalía entonces el rey. Y sin embargo, aquella nobleza y aquel pueblo, avaros y nunca satisfechos de fueros y de libertad, comienzan reconviniendo y humillando la persona del nuevo monarca para acabar de deprimir la institución del trono. «Tenemos entendido, le dicen, que habéis tomado el título de rey de Aragón antes de jurar nuestros fueros y libertades y de ser coronado en cortes; y sabed que hasta que esto hagáis y cumpláis, ni vos podéis llamaros rey de Aragón ni el reino os tiene por rey. Os requerimos, pues, que vengáis a Zaragoza a otorgar y confirmar los usos, fueros y franquezas de Aragón, pues de otro modo, reconociéndoos y acatándoos como legítimo sucesor que sois de estos reinos, no os tendremos por nuestro soberano; y absteneos entre tanto de hacer mercedes y donaciones que sean en menguamiento del reino». Esto se decía a un príncipe que acababa de conquistar de nuevo el reino de Mallorca y agregarla a la corona de Aragón. Alfonso se sincera de aquel cargo con la humildad de un acusado que responde a un tribunal; expone que si ha habido falta, por lo menos no ha habido pecado de intención; ofrece y cumple lo que le piden, y entonces es reconocido y jurado rey de Aragón.

Aquello, sin embargo, no era sino el preludio de las pretensiones, de las exigencias, de las intimaciones y amenazas que habían de venir en pos de él. «Os pedimos, le decían los de la Unión, ricos-hombres y procuradores, que reforméis vuestra casa y arregléis vuestro consejo a gusto y contentamiento de las cortes; que revoquéis las donaciones contra fuero de vuestros antecesores; que satisfagáis todas nuestras demandas y reparéis todos nuestros agravios: y si así no lo hiciereis, embargaremos todos los derechos y rentas reales, estrecharemos nuestra confederación y hermandad contra vos, os resistiremos con todas nuestras fuerzas, castigaremos a muerte como traidor al que falte a esta unión y la quebrante, dejareis de ser nuestro rey, y buscaremos otro a quien servir para haceros guerra». El rey oye primero estas soberbias demandas con timidez, procura luego conjurarlas con blandura, las niega después con prudencia, las rechaza seguidamente con energía, y las castiga más adelante con dureza y severidad. Pero la timidez y la blandura alientan a los peticionarios, la prudencia los hace audaces, la energía insolentes, la dureza y la severidad amenazantes y agresores. La lucha se activa, se encrudece y se encona; y por último... acaba el monarca por ceder, y otorga el célebre y funestamente famoso Privilegio de la Unión, el punto culminante y extremo, el último grado de la escala de la libertad que alcanzaron los aragoneses. En solos cinco años, de 1283 a 1288, del Privilegio general al de la Unión franqueó aquel pueblo una distancia inmensa, y a fuerza de querer avanzar traspasó la línea divisoria y saltó del terreno de una ordenada libertad al de una anarquía organizada.

Porque ¿qué era el Privilegio de la Unión sino una abdicación forzada de la autoridad real?

¿Qué quedaba de las atribuciones de la corona, si las cortes se habían de reunir cada año y en determinado mes sin necesidad de real convocatoria, si ellas habían de nombrar los oficiales de palacio y las personas del consejo del rey, si el monarca no había de poder proceder contra ningún rico-hombre, ni contra persona alguna de la Unión sin previa sentencia del Justicia y sin consentimiento de las cortes mismas? ¿Qué seguridad le quedaba al rey con la entrega de diez y seis castillos a los de la Unión para que los tuviesen en prenda y los pudiesen dar a quien bien quisiesen, en el caso de que faltase a alguna de las obligaciones del Privilegio? ¿Qué era sino una organizada anarquía la facultad que en aquel caso les daba para que dejaran de tenerle por su rey y señor, antes sin nota de infamia ni de infidelidad pudiesen elegir otro señor y otro rey cual ellos quisiesen?

¿Podría conservarse con tales tentaciones elementos de revolución el orden de la monarquía? Y sin embargo, tal era la consecuencia natural de anteriores sucesos, El reconocimiento de la Unión como institución legal por Jaime I llevó al Privilegio general de Pedro III, y el Privilegio general produjo el Privilegio de la Unión del tercer Alfonso.

Había, no obstante, en ese mismo pueblo un contrapeso natural que oponer a esta desnivelación de poderes. Consistía éste en la sensatez aragonesa y en su respeto al principio monárquico. Muchos ciudadanos y caballeros, y hasta algunos ricos-hombres, considerando exagerado e injusto el privilegio de la Unión, unos se pusieron de parte del rey, y otros se apartaron de la liga y confederación. Entró, pues, la discordia entre unionistas y antiunionistas, y aunque el partido de los primeros era por entonces el más poderoso y de más empuje, faltóle siempre al Privilegio la sanción y la autoridad del universal consentimiento. Así fue que en mucha parte no tuvo ejecución ni observancia ni aún en el reinado del mismo monarca que le otorgó. Era, sin embargo, una ley escrita, e invocábanle con frecuencia los miembros de la Unión. En esta situación incierta y no bien definida veremos trascurrir algunos reinados, ni bien vigente, ni bien abolido el Privilegio.

Otro de los caracteres que distinguen el reinado de Alfonso III y le dan fisonomía propia, son las cuestiones eje política exterior. Muchas y muy graves y complicadas le legó en herencia su padre Pedro III porque en su breve reinado no tuvo tiempo para dejarlas ni cortadas ni desatadas.

Eran las principales la del trono de Sicilia, que poseyó él y en que se sentó con arreglo a su testamento uno de sus hijos, la donación e investidura de los dominios aragoneses hecha por el papa al príncipe francés Carlos de Valois, las excomuniones y entredichos de la iglesia que seguían pesando y aún cayendo de nuevo sobre los reyes y reinos de Sicilia y Aragón, la prisión del príncipe de Salerno, los disputados derechos de las casas reales de Francia y Aragón sobre la corona y reino de Navarra, el feudo de Mallorca, la retención y problemático destino de los infantes castellanos de la Cerda, y otras de que dimos cuenta en su correspondiente capítulo histórico. Allí vimos también cómo se había conducido y manejado en todas y cada una de ellas Alfonso III de Aragón.

Al llegar a esta época de la historia del reino aragonés se nos figura que hemos sido trasladados de repente a los tiempos modernos, salvando sin apercibirnos de ello un largo espacio de siglos. Ya las cuestiones de Aragón, ¡prodigioso y rápido adelantar de este pueblo! son cuestiones europeas: por lo menos se interesa, interviene y obra en ellas todo el Mediodía y Occidente de Europa, Sicilia, Nápoles, Roma, toda Italia, Francia, Inglaterra, Mallorca, Aragón y Castilla. Conducíanse ya las negociaciones y tratados casi por los mismos trámites y prácticas que ahora entre las modernas naciones se usan; cruzábanse de reino a reino las embajadas y los embajadores; dirigíanse de monarca a monarca propuestas, reclamaciones e intimaciones que hoy llamaríamos notas; había una potencia mediadora; celebrábanse congresos europeos, que, más o menos numerosos, no eran otra cosa las reuniones y conferencias de Burdeos, de Olorón, de Canfranc, de Tarascón y de Roma, a que asistían o por sí o por sus embajadores o representantes los soberanos y príncipes de Italia, de Francia, de Inglaterra y de España, juntamente con los legados pontificios, para tratar de los intereses generales de las naciones, transigir y arreglar sus diferencias, celebrar tratados y constituir y fijar la situación de cada estado, invocando, restableciendo o modificando derechos precedentes. Aparte de las embajadas permanentes y de algunas otras formas establecidas por el derecho público moderno, se ve ya jugar en aquellas negociaciones, las combinaciones y recursos, ya que no podía ser todavía el refinamiento de la diplomacia, de ese arte de simulación de que la cultura y la política hicieron más adelante una ciencia. Admira ver empleado en tan apartados tiempos por un monarca aragonés un sistema, que dos siglos más tarde otro rey de Aragón había de ser el primero a plantear en Europa ya más desenvuelto y perfeccionado.

Mas a pesar del genio activo y de cierta habilidad, destreza y travesura que no puede negarse a Alfonso III, fue tan desastrosamente desgraciado en los negocios exteriores como en la política interior. El tratado de paz general de Tarascón en 1291 no fue menos ominoso para un rey que la concesión del Privilegio en las cortes de Zaragoza de 1288. En este puso la corona a merced de una junta de vasallos tumultuosos; en aquel sacrificó la independencia de Aragón y dejó vendido a su hermano el rey de Sicilia. Verdad es que se libertó a sí mismo y libertó a su reino de las censuras, que cortó las pretensiones de Francia a la corona aragonesa, y que quedó amigo de Nápoles, de Francia y de Roma, pero fue haciendo su reino tributario y vasallo de la Santa Sede, y restituyendo la Sicilia al patrimonio de la iglesia; fue deshaciendo la obra de su abuelo y de su padre. Y es que de Pedro el Grande a Alfonso el Liberal, como de Fernando el Santo a Alfonso el Sabio, se representa la transición del vigor y la firmeza a la flaqueza y la debilidad. Asombra y desconsuela el constante enojo y mal humor de los Papas para con los monarcas aragoneses, y su insistencia en fulminar censuras contra ellos y contra sus reinos. En este punto los Martines, los Honorios y los Nicolases, todos seguían la misma política y el mismo sistema, reproduciéndose los tiempos y las escenas de Gregorio VII y Enrique IV; como si fuese un delito en los reyes y en el pueblo aragonés no consentir en el vasallaje de Pedro II y procurar mantener la independencia de su reino en lo temporal y político, o como si fuese imperdonable crimen haberse posesionado de otro reino por derecho legítimo de sucesión y por voluntad y aclamación de sus naturales, siquiera hubiese sido antes la Sicilia un bello feudo de Roma. Acatando y venerando profundamente a los jefes visibles de la iglesia, y respetando las causas y fundamentos que creyeran tener para ello, lamentamos hallarlos casi siempre severos e inexorables con los soberanos de esta nación que por tantos siglos había sido el baluarte de la cristiandad, y donde se profesaba la fe católica más pura.

Digno es de notarse que mientras el papa daba la investidura del reino de Sicilia a Carlos II de Nápoles y excomulgaba al rey don Jaime y a los sicilianos, mientras don Alfonso de Aragón no sólo abandonaba a su hermano, sino que se comprometía con el papa a hacerle renunciar la corona, mientras los soberanos y los ejércitos de Nápoles, de Roma, de Francia y de Aragón se confederaban y armaban, para arrancar a don Jaime el aragonés el cetro de Sicilia, los sicilianos, cada vez más adictos a los reyes de la dinastía aragonesa, y no olvidando nunca las tiranías del de Anjou, sostuviéronlos con admirable tesón y brío, resistiendo ellos solos los embates de tan general conjuración, arrostrando con impavidez los peligros de una guerra desigual, y luchando ellos solos contra el poder de tantos y tan formidables enemigos; nada bastó a quebrantar su constancia, y lograron afianzar en Sicilia la dominación de la estirpe real aragonesa. Grande honra para unos reyes, que siendo extraños al país, eran con tanta decisión y entusiasmo defendidos por sus mismos súbditos, los mejores y más irrecusables jueces para fallar y decidir si eran dignos de ceñir tal corona y de regir tal pueblo.

Hechas estas generales observaciones, volvamos a anudar nuestra narración histórica.

 

CAPÍTULO VIII.

FERNANDO IV EL EMPLAZADO EN CASTILLA.

De 1295 a 1310.