CAPÍTULO VIII.
FERNANDO IV EL EMPLAZADO EN CASTILLA.
De 1295 a 1310.
Niño de nueve años Fernando IV cuando llamado a reinar por
muerte de su padre Sancho el Bravo bajo la tutela y dirección de su madre doña
María de Molina (26 de abril, 1295) fue paseado a caballo por las calles de Toledo entre prelados, caballeros y ricos-hombres y en medio de aclamaciones populares, después de haber jurado guardar los fueros
del reino, pocos príncipes de menor edad subieron al trono en circunstancias más difíciles y espinosas, y pocos habrán encontrado reunidos y prontos a
estallar más elementos de discordia, de ambición, de turbulencias y de
anarquía, que las que entonces fermentaban en derredor del trono castellano.
Príncipes de la sangre real, monarcas extraños y deudos, apartados y vecinos,
sarracenos y cristianos, magnates tan poderosos como reyes y con más orgullo
que si fuesen soberanos, aliados que se convertían en traidores, y vasallos
inconsecuentes y desleales, enemigos entre sí y enemigos del tierno monarca,
cuya legitimidad por otra parte, como rey y como hijo, no era tan
incuestionable que faltaran razones para disputarla, todo conspiraba contra la
tranquilidad del reino, todo contra la seguridad del rey, sin que valiera a su
madre la previsión con que procuró captarse la voluntad de los pueblos,
apresurándose a dictar medidas como la abolición del odioso impuesto de la
sisa, con que su esposo don Sancho los había gravado.
El primero que
levantó la bandera de la rebelión fue el tío del rey, el bullicioso y
turbulento infante don Juan, el perturbador del reino en tiempo de don Sancho
el Bravo, el aliado del rey de Marruecos contra su hermano, el que asesinó al
hijo de Guzmán el Bueno en el campo de Tarifa, el que había debido su vida y su
libertad a la madre del joven Fernando: aquel inquieto príncipe, apoyado ahora
por el rey moro de Granada, se hizo proclamar en aquella ciudad rey de Castilla
y de León, y con el auxilio de tropas musulmanas invadió los estados de su sobrino, aspirando a arrancarle la corona. Por otra parte don Diego de Haro, que se hallaba
en Aragón, se apoderó de Vizcaya, y corría las fronteras de Castilla. La reina,
contando con la lealtad de los hermanos Laras, a
quienes don Sancho en sus últimos momentos había recomendado que no abandonaran
nunca a su hijo, los llamó para que combatieran al conde de Haro, y les
suministró recursos para que levantaran tropas. Mas la manera que tuvieron de
corresponder a la recomendación del rey difunto y a la confianza de la reina
viuda fue unirse con el rebelde a quien habían de combatir, y ser dos enemigos
más del nuevo monarca y de su madre.
Pareció haber
encolerizado este proceder al viejo infante don Enrique, el aventurero de
África y de Sicilia, a quien vimos volver a Castilla después de 26 años de
prisión en Italia, y ser recibido con benevolencia y distinción por su sobrino
don Sancho el Bravo. Recorrió aquel príncipe las tierras de Sigüenza y de Osma habiendo llamamiento a los concejos y aparentando
querer favorecer al rey y a la reina. Pero su conducta no fue más leal que la
de los Laras, puesto que prometiendo a los pueblos
aliviarles los tributos, reclamó para sí la tutela y la regencia del reino. Siguiéronle algunos, pero opusiéronsele fuertemente las ciudades de Cuenca, Ávila y Segovia. Reunió un simulacro de
cortes en Burgos, y expúsoles el estado miserable en
que el reino se hallaba, y la necesidad de poner remedio, disimulando poco sus
ambiciosos designios. En tal conflicto y a vista de tantas defecciones, la
reina doña María convocó a todos los
concejos de Castilla a cortes generales para el 24 de junio en Valladolid
(1295). Para impedirlas propagó don Enrique la absurda especie de que la reina,
además de otros tributos con que intentaba gravar a los pueblos, quería
imponerles uno de doce maravedís por cada varón, y de seis por cada hembra que
naciese533. Por inverosímil que fuese la invención, produjo su efecto, y cuando
la reina y el rey se acercaron a Valladolid con su séquito de caballeros
hallaron cerradas las puertas de la ciudad. Tuviéronlos allí detenidos algunas horas, al cabo de las cuales deliberaron los ciudadanos
dar entrada a la reina y al rey, pero sin comitiva ni acompañamiento. Hablados
y prevenidos los concejos por don Enrique, logró que se le diera la apetecida
regencia, pero en cuanto a la crianza y educación del rey declaró con firmeza
la reina doña María que no las cedería a nadie y por ninguna consideración ni
título. La situación de la reina y la tierna edad del rey inspiraban interés a
los concejos de Castilla, y juraron reconocimiento y fidelidad al rey Fernando.
No obraron con la misma lealtad los magnates. Habiendo enviado al gran maestre
de Calatrava junto con otros nobles para que viesen de reducir a los Laras y al de Haro reunidos, confabuláronse también con los insurrectos, y volvieron diciendo a la reina que era menester
que accediese a sus demandas, o de otro modo ellos también la abandonarían. Fuele, pues, preciso a la reina renunciar a la Vizcaya. Y sin
embargo, éstos no eran sino los principios de los sinsabores que esperaban a la
reina, y de las perturbaciones que habían de señalar este triste reinado.
Abandonado el
infante don Juan por los musulmanes luego que estos consiguieron su objeto de
saquear el país; rechazado de Badajoz, cuyas puertas se le cerraron, pero dueño
de Coria y Alcántara que le acogieron, pasó a verse con el rey don Dionís de Portugal, de quien logró que abrazase su causa,
proclamando que don Juan era el legítimo rey de Castilla. La reina doña María
de Molina apeló a la lealtad de los concejos castellanos, a quienes encomendó
la guarda de la frontera portuguesa. Pero el apoyo que le daban los
procuradores de Valladolid no era tampoco desinteresado. Obteníale la reina a costa Je dispensarles mercedes, de acceder a las peticiones que le
hacían, y de ampliarles sus franquicias y sus fueros. Pretendieron ser solos en
las deliberaciones, sin la concurrencia de los nobles y prelados, y también les
fue concedido. Ellos facilitaban subsidios, y la reina les pagaba con
privilegios. Todos los días sin moverse de un sitio desde la mañana hasta la
hora de nona se ocupaba en oír sus demandas y en satisfacerlas, «en guisa, dice
la crónica, que los omes buenos se hacían muy
maravillados de cómo la reina lo podía sufrir, e iban todos muy pagados della y del su buen entendimiento.» Declarada por el de
Portugal la guerra a Castilla, fue el infante don Enrique como regente del
reino a ver de pactar alguna tregua así con el rey don Dionís como con el infante don Juan, lo cual se logró dando al primero las ciudades
que reclamaba y reponiendo al segundo en sus señoríos de tierra de León. Con
esto, y con haber comprado la sumisión de los Laras y
de don Diego de Haro a precio de trescientos mil maravedís que les dio, parecía
que debería haberse restablecido la tranquilidad del reino y robustecido el
poder del rey.
Lejos de eso, nuevas
y mayores contrariedades se suscitaron. El rey don Jaime II de Aragón, de quien dijimos haber contraído esponsales con la tierna infanta doña Isabel de Castilla, la devolvió a su madre so pretexto de no haber podido obtener la dispensa pontificia. Y como subsistían en Aragón los infantes de la
Cerda, como una bandera perpetua y siempre alzada para todos los descontentos
de Castilla y para todos los enemigos exteriores de este reino, se formó alrededor
del estandarte de los Cerdas, por sugestiones y manejos del inquieto y
bullicioso infante don Juan, una confederación contra el joven Fernando de
Castilla, en que entraron la reina doña Violante,
abuela de don Alfonso, el emir de Granada, los reyes de Portugal y de Aragón,
de Francia y de Navarra, proclamando la legitimidad de don Alfonso de la Cerda.
Entre éste y su tío el infante don Juan se concertaron en repartirse los reinos
dependientes de la corona de Castilla; aplicábanse a don
Alfonso Castilla, Toledo y Andalucía; tomaba para sí don Juan León, Galicia y
Asturias. Cedía don Alfonso el reino de Murcia al de Aragón, en premio de la
guerra que éste consentía en hacer contra Castilla. Prometía don Juan al de
Portugal muchas plazas de la frontera. Con tan universal conjuración no parecía
posible que Fernando IV pudiera conservar en su tierna frente la corona
castellana; pero le quedaba su madre, que activa y enérgica, imperturbable y
prudente como la madre de San Fernando, velaba incesantemente por su hijo y
acudía con maravillosa prontitud a todo. Recorriendo los pueblos, solicitando
el apoyo de los concejos y comunes, y apelando a la lealtad y al honor
castellano, logró que al infante don Juan se le cerraran las puertas de
Palencia, donde pretendía celebrar cortes como rey; y Segovia franqueó las
suyas a la reina, a pesar de lo que en contrario había procurado persuadir el
infante a los hombres más influyentes de la ciudad.
Vino, pues, el ejército de Aragón, mandado por el infante don
Pedro, y reuniéndose en Castilla con la gente de don Juan, marcharon unidos
hacia León, en cuya ciudad se proclamó al infante rey de León y de Galicia, así
como a don Alfonso de la Cerda se le dio en Sahagún el título de rey de
Castilla. El de Aragón se apoderaba de Alicante y Murcia, los navarros y
franceses tomaban a Nájera, y el emir de Granada movía guerra por Andalucía
(1296). Situación crítica y miserable era la de Castilla, inquietada por
príncipes propios, invadida en todas direcciones por monarcas y ejércitos
extraños, sola contra todos, con una reina a quien abandonaban los suyos, y con
un rey incapaz por sus pocos años de hacer frente a tantos y tan poderosos
enemigos. Felizmente no desfalleció el ánimo de la reina doña María, ni en
medio de tantas tormentas perdió la esperanza ni le faltó la serenidad. El
infante regente don Enrique, con más deseos de medrar en las revueltas que
voluntad de combatir, propuso a la reina que diera su mano al infante don Pedro
de Aragón, con lo cual estaba seguro de que los aragoneses desistirían de
proteger a los pretendientes del reino, y Castilla se vería libre de enemigos:
propuesta que rechazó doña María con nobleza y dignidad. Y por no guerrear don
Enrique contra los infantes don Juan y don Alfonso, prefirió ir a Andalucía so
color de ser allí más necesaria su presencia para hacer frente al rey moro de
Granada. Pero vencido en un encuentro por los musulmanes, faltó poco para que
hubiera perdido la Andalucía entregando la plaza de Tarifa al granadino, si por
ventura el valeroso y noble Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno no hubiera
defendido con su acostumbrada intrepidez contra moros y cristianos aquel reino
y aquella ciudad.
Por otra parte, la Providencia pareció mostrarse abiertamente en
favor del rey niño y de su imperturbable madre. Los aragoneses habían puesto
sitio a Mayorga, villa situada entre Valladolid y León, a cinco leguas de
Sahagún. La reina había enviado algunos de sus leales caballeros para
defenderla. El cerco duró más de cuatro meses, al cabo de los cuales contaminó
una terrible epidemia al ejército sitiador, causándole tan horrible mortandad,
que de ella sucumbieron el infante don Pedro de Aragón y casi todos los ricos-hombres y caballeros de su hueste. Los que sobrevivieron se dieron prisa a alzar el
cerco y a retirarse a Aragón, llevando consigo en procesión fúnebre aquellos
ilustres cadáveres. La misma reina doña María les dio paso franco y seguro por
Valladolid, y aún les regaló telas nuevas de luto con que cubriesen los carros
en que conducían los restos mortales de sus caudillos.
A pesar de este incidente, feliz para Castilla, la situación de
la reina no dejaba por eso de ser angustiosa, agotadas o en manos de enemigos
las rentas del reino, costándole el mantenimiento de sus tropas gastos que no
podía soportar, y creciendo cada día las exigencias de los concejos y delos
nobles. El regente don Enrique tampoco dispensaba sus escasos servicios sin
pretender en recompensa la posesión de algunas villas que la reina tuvo que
darle. El rey de Portugal se atrevió a avanzar en dirección de Valladolid llegando hasta Simancas, a dos leguas de aquella ciudad. Aconsejaban a la
reina que se retirara de Valladolid, más ella lo resistió con firmeza, sin
perder jamás ni la esperanza ni el valor. La circunstancia de haber comenzado a
desertársele al portugués los suyos, y la de haber el inconstante y voluble
infante don Juan reconocido a su sobrino don Fernando como rey legítimo de
Castilla, hiciéronle regresar a Portugal, temoroso de encontrarse sin tropas y sin aliados en medio
de un país enemigo. Con mucha maña y destreza supo después la reina madre
atraer a don Dionis de Portugal a una entrevista, y
en ella le redujo a ajustar una paz, en que se estipuló el matrimonio antes
proyectado del rey don Fernando con la infanta portuguesa doña Constanza, y el
de doña Beatriz de Castilla con el príncipe heredero de Portugal, entregando al
monarca portugués varias plazas, y obligándose él a auxiliar al castellano
(1297). Al año siguiente pudo ya la reina juntar un buen ejército, con que
recobró a Ampudia, teniendo que fugarse de noche don
Juan de Lara, que después fue hecho prisionero por don Juan Alfonso de Haro, y
puesto otra vez en libertad por la reina. Era un continuo tráfago de
rebeliones, de guerras, de sumisiones y de revueltas, más fácil de comprender
que de describir.
Si en las cortes de Valladolid de 1.300 los concejos penetrados
de la buena administración de la reina le votaban subsidios, y el infante don Juan juraba
fidelidad y obediencia al rey don Fernando y a sus hermanos caso que subiesen
al trono, el juramento duraba en él lo que tantos otros que llevaba hechos, y
lo mismo que duraban los de don Dionís de Portugal,
los de don Enrique, los de los Laras, y los de casi
todos los personajes de aquella época; y al año siguiente (1301) se le ve hacer
en unión con don Enrique un tratado con el rey de Aragón ofreciendo entregarle
el reino de Murcia con tal que les ayudara en sus empresas. Apoderáronse en su virtud los aragoneses de Loica, pero rescatada luego por las tropas de
doña María, y habiendo ocurrido disturbios en Aragón se retiró de Murcia don
Jaime II sin haber podido conseguir que la reina de Castilla le dejara la plaza
de Alicante que él pretendía retener (1302).
Alcanzó la noble doña María de Molina por este tiempo un triunfo
moral que le valió más que los de las armas. Llegáronle al fin letras de Roma, en que el papa le declaraba la legitimidad de sus hijos
y le otorgaba la dispensa matrimonial para el rey Fernando, si bien a costa de
diez mil marcos de plata. Golpe fue este que desconcertó a los pretendientes,
que desalentó a don Alfonso de la Cerda, y dio no poco pesar a don Enrique, que
se consolaba con propalar que eran falsas las letras pontificias. Dos calamidades, que añadidas a la de la guerra afligieron entonces el ya harto castigado reino de Castilla, el hambre y la peste, pusieron a
aquella ilustre reina en ocasión de ganar más y más el cariño de sus pueblos.
Corriendo de ciudad en ciudad como un ángel consolador, reparaba los males de
la guerra, socorría los enfermos, llevaba pan a los pobres, y recogía por todas
partes las bendiciones del pueblo: «¡noble carácter, exclama
con razón un escritor ilustre, ideal y casta figura que resalta sobre este
fondo monótono de crímenes y de infamias, y consuela al historiador de este
cuadro de miserias que se ye precisado a delinear!»
En aquel mismo año se celebró el matrimonio del joven rey de
Castilla con la infanta de Portugal. Pero en medio de tan puras satisfacciones le
estaba reservado a la noble reina doña María probar uno de los sinsabores que
debían serle más amargos, la ingratitud de aquel mismo hijo a quien consagraba
todos sus desvelos y por quien tanto se sacrificaba. Deseaban el infante don
Juan y Núñez de Lara sacar al rey de la tutela y lado de su madre; a cuyo
efecto, comenzaron por indisponerle con ella, diciéndole que su madre no
pensaba sino en seguir apoderada del gobierno sin darle a él participación
alguna en el poder, que mientras estuviera dirigido por ella no tendría sino el
nombre de rey, y que él era pobre mientras ella se enriquecía, con otros
discursos propios para alucinar a un joven de no precoz ni muy sutil
inteligencia. Dueños por este medio del ánimo y del corazón del débil príncipe, persuadiéronle fácilmente a que abandonara a su
madre, y Fernando, dejándose arrastrar de sus instigaciones, con pretexto de ir
con ellos de caza marchóse con sus nuevos consejeros
por tierras de León y de Extremadura, donde cazaba y se divertía y hacía
oficios de rey; pero perdiendo para con los pueblos que le iban conociendo de
cerca aquel afecto mezclado de compasión que al lado de su madre les habían
inspirado sus desgracias y su corta edad. Así fue, que habiendo convocado
cortes de leoneses en Medina del Campo, los procuradores de las villas
rehusaban asistir a ellas sin orden de la reina, y el concejo de Medina ofreció
a doña María que cerraría las puertas al rey y a los infantes. Lejos de
consentir en ello la noble reina, rogó a los concejos que obedecieran la orden
del rey, y llevando aún más allá su abnegación y su amor de madre, accediendo a
las instancias del hijo ingrato, consintió en concurrir ella misma a aquellas
cortes para ganar sufragios al rey: yen verdad bien le hizo falta el auxilio de
su madre, porque sólo ella pudo contener a los procuradores, que disgustados de
ver al débil monarca supeditado por sus nuevos Mentores, el infante don Juan y
el de Lara, hicieron demostraciones de querer abandonar la asamblea.
Pretendieron estos mismos que el rey hiciera a su madre
presentar en estas cortes las cuentas de su tutela y administración, creyendo
hallar en ellas cargos graves que hacer a la reina doña María, como que habían
esparcido la voz de que en cada uno de los cuatro años anteriores había
guardado para sí cuatro cuentos de maravedís. No pareciéndole bien a Fernando
mostrar así a las claras tan injuriosa sospecha a su madre, propusiéronle,
y él lo aceptó, como si en sustancia no fuese lo mismo, pedir las dichas
cuentas al canciller de la reina, abad de Santander. El canciller exhibió sus
libros, en que constaba con admirable exactitud y minuciosidad la inversión de
todos los fondos, y examinadas y sumadas las partidas se halló que no solamente
no se habían distraído los cuatro millones de maravedís anuales que se
pretendía, sino que la reina había hecho en servicio del rey un anticipo de dos
cuentos más, que había pedido prestados. Resultó para mayor honra suya y
confusión de sus enemigos, que había vendido todas sus alhajas para los gastos
y atenciones de la guerra, sin haberle quedado sino un vaso de plata para
beber, y que comía en escudillas de barro. Con esto enmudecieron sus
acusadores, y la venganza que la noble reina tomó fue rogar a las cortes que
diesen a su hijo los servicios que pedía.
Abreviemos los enojosos sucesos de este reinado de discordias y
de intrigas.
Aprovechándose de ellas como buen político el rey Mohammed II de
Granada, no sólo había mantenido con esplendor su pequeño reino, sino que había
llevado sus huestes hasta las puertas de Jaén, incendiado el arrabal de Baena,
y apoderádose de la fortaleza de Bezmar,
hasta que fue llevado en 1302 «del reinado de esta vida al eterno descanso,
como dice el historiador árabe, estando en su azala con gran tranquilidad y sin aparente quebranto en su salud.» Su hijo Mohammed III, heredero del valor y del talento de su padre pero no
de su fortuna, después de haber tomado algunas plazas fuertes a los cristianos,
desistió de aquella guerra, y se resignó a tratar con Fernando IV de Castilla,
reconociéndose vasallo suyo, pero cediéndole éste las plazas conquistadas, a
condición de que quedara Tarifa en los dominios castellanos (1304): tratado que
hizo el rey de Castilla por consejo de sus favoritos y sin contar con su madre.
Continuaban en este reino las turbulencias y los amaños entre el rey, la reina,
los infantes y los poderosos señores de Lara y de Haro. La muerte del infante
don Enrique (1305), sin dejar sucesión, volviendo de este modo las villas y
plazas que poseía al dominio de la corona, dio a Castilla una tranquilidad momentánea. Y en cuanto a las
diferencias y pleitos con el de Aragón, convínose en
someterlas al juicio de árbitros, que lo fueron por parte de Castilla el
infante don Juan, por la de Aragón el obispo de Zaragoza, y el rey don Dionis de Portugal como mediador entre los dos monarcas.
Habidas las correspondientes conferencias en Campillo, concluyóse la negociación de un modo favorable al aragonés, determinándose que quedaran
por él Alicante y muchas otras plazas al Norte del Júcar; que a don Alfonso de
la Cerda se le señalarían las rentas de varios pueblos hasta la suma de
cuatrocientos mil maravedís, cediendo él todas las plazas que tenía; que se
daría a su hermano don Fernando la renta de infante de Castilla, y que antes de
firmarse el tratado prestarían los dos hermanos juramento de homenaje y de
fidelidad al rey. De esta manera trocó el hijo primogénito de don Fernando de la
Cerda su derecho a la corona de Castilla por una no muy cuantiosa suma de
dinero, y fue apellidado en adelante Alfonso el Desheredado.
Pero las querellas, las intrigas, las guerras parciales entre el
rey, el infante don Juan, los Haros y los Laras, no tenían término. Pareció que le habrían de tener
cuando las cortes de Valladolid (1308) ratificaron un tratado en que, se dejaba
a don Diego de Haro el señorío de Vizcaya por toda su vida, a condición de que
después pasaría, a excepción de algunas plazas, a la mujer del infante don Juan
y a sus herederos. Mas como en todas estas negociaciones había de haber siempre
un descontento que mantuviera el país en estado de eterna inquietud y
agitación, esta vez lo fue don Juan de Lara, a quien el rey se vio precisado a
hacer guerra y a quien tuvo cercado en Turdehumos.
Nada, sin embargo, adelantó el monarca, porque confabulados otra vez el de Lara
y el infante, le obligaron a pactar una reconciliación, y lo que fue más. a mudar la gente de su consejo. Así andaban siempre. Hasta
que al fin conoció el rey, ya por los desengaños que recibía, ya por los
consejos e instrucciones de su madre, que para librarse de las importunidades de aquellos turbulentos y soberbios vasallos, le era menester recurrir a la política de sus antecesores, a promover la guerra contra los moros. En este pensamiento coincidió
felizmente don Jaime II de Aragón, y poniéndose de acuerdo los dos monarcas
solicitaron del papa las gracias espirituales que solían otorgarse para esta
clase de empresas. El papa Clemente V. no sólo les concedió por tres años el
tercio de las rentas de la iglesia, sino que dando de mano a los antiguos
escrúpulos de Roma sobre impedimentos de parentesco para los matrimonios,
dispensó sin dificultad en el de segundo grado que mediaba entre el infante don
Jaime de Aragón y la infanta doña Leonor de Castilla, cuyo enlace se concertó
como prenda de reconciliación entre ambos soberanos, al mismo tiempo que el del
infante don Pedro de Castilla, hermano del rey, con doña María, hija del de
Aragón.
Las cortes de Madrid, congregadas en este mismo año (1308), no
sólo aprobaron unánimemente la empresa sino que votaron con gusto cuantos subsidios les fueron pedidos. Reunidas las tropas en Toledo, y encomendada la gobernación del
estado, durante la ausencia del rey, a la reina madre doña María de Molina, se
decidió, por consejo y empeño del rey de Aragón, que el ejército castellano
emprendiera el sitio de Algeciras, mientras el aragonés tomaba a su cargo el de
Almería. La ocasión era oportuna, y favorables las circunstancias. Había muerto
asesinado dentro de su propio harén el rey de Marruecos Abu Yussuf,
y reemplazádole en el trono Amer ben Yussuf su nieto: y en cuanto a Mohammed III de
Granada, ocupado en hermosear su capital con suntuosas mezquitas y lujosos
baños, gozando de prosperidad dentro de su reino, pero sin aliados fuera, no
estaba en aptitud de poder resistir a dos tan poderosos monarcas reunidos. Púsose, pues, el de Aragón con su flota sobre Almería,
mientras el castellano con su ejército y su armada avanzaba a la playa y campo
de Algeciras. El emir Mohammed acudió en socorro de la plaza, «pero las
copiosas lluvias y recio temporal, dice el escritor arábigo, no le dejaron
hacer cosa de provecho.» Supieron los cristianos que la de Gibraltar estaba mal
guardada, la cercaron, la combatieron, la tomaron y repararon después sus muros
(agosto, 1309). Sobre mil y quinientos muslimes fueron, a petición suya,
enviados a África. Cuéntase de un viejo musulmán que
al verse lanzado de su casa, le dijo al rey de Castilla: «Señor, ¿qué te hecho
yo para que me arrojes de aquí? Tu bisabuelo el rey Fernando me echó de Sevilla
y me fui a vivir a Jerez: cuando tu abuelo tomó a Jerez, yo me refugié en
Tarifa, de donde me arrojó tu padre Sancho. Vine aquí creyendo estar más seguro
que en otro cualquier lugar de España, y he aquí que ya no hay de este lado del
mar punto alguno en que se pueda vivir tranquilo, y será menester que me vaya a
África a acabar mis días.» El discurso del anciano musulmán compendiaba la
historia de los triunfos de Castilla sobre los moros en el último medio siglo.
No faltaron al rey trabajos y disgustos de todo género en el
sitio de Algeciras, y allí mismo le abandonó otra vez el versátil y turbulento
infante don Juan, desamparando el cerco y arrastrando consigo más de quinientos
caballeros, entre ellos el infante don Juan Manuel. Quedó el rey don Fernando
reducido a seiscientos hombres de armas y a su hermano don Pedro. Mas ni
aquella defección, ni los consejos que le daban para que alzase el sitio, ni la
crudeza del temporal, ni la penuria y enfermedades que su corta hueste padecía,
ni el ver sucumbir de la epidemia a don Diego de Haro y a otros ricos-hombres,
nada bastó a hacerle desistir de aquella empresa, «teniendo, dice la crónica,
muy a corazón de tomar la villa... mostrando muy gran esfuerzo y muy gran
reciedumbre, y por muchos afincamientos que le hicieron, a la cima respondió
que antes quería allí morir que no levantarse dende deshonrado.» Acudiéronle al fin el arzobispo de Santiago, y el infante don Felipe su hermano con un
refuerzo de cuatrocientos caballeros; y las copiosas e incesantes lluvias, que
tenían acobardado ya al ejército castellano, se convirtieron en provecho suyo,
puesto que aquello mismo impidió al rey de Granada socorrer a los sitiados.
Viendo, pues, Mohammed la insistencia del de Castilla, que por otra parte el de
Aragón con sus almogávares le estaba devastando las tierras de Almería, que
Ceuta le había sido tomada por el antiguo walí de Almería Suleyman ben Rebieh en unión con los aragoneses, y que en la
misma Granada se estaban urdiendo sordas tramas contra él, pidió la paz al
castellano, ofreciendo entregarle Bezmar, Quesada, y
otras dos plazas de la frontera, con cincuenta mil doblas de oro, y reconocerse
su vasallo siempre que levantara el cerco de Algeciras. El rey aceptó la
proposición, y firmada la paz, retiróse a Burgos a
asistir a las bodas de su hermana Isabel con el duque Juan de Bretaña (enero,
1310).
La paz de Algeciras sirvió de pretexto a los descontentos y a
los conspiradores de Granada para hacer estallar más pronto la conjuración. Un
día a la hora del alba de la fiesta de Alfitra cercaron el alcázar muchas gentes del bajo pueblo gritando: «¡Viva
Muley Nazar! ¡viva nuestro
rey Nazar!» Otra infinita chusma de gente menuda,
dice el historiador árabe, acometió la casa del wazir Abu Abdalláh el Lachmi, y
robó y saqueó el oro y la plata, vestidos, armas y caballos, destruyendo ricas
alhajas, y quemando muebles y preciosos libros que tenía. Entretanto los
caudillos de la sedición cercaron al rey Mohammed y le intimaron que, pues el
pueblo proclamaba a su hermano Nazar, le daban a
escoger entre perder la corona o la cabeza. El buen Mohammed, viéndose sólo,
pretirió lo primero, y renunció aquella noche el reino en su hermano, el cual
sin querer verle le hizo conducir a Almuñécar, donde aún sobrevivió cinco o
seis años a su infortunio. El Nazar quedó
solemnemente proclamado541. Apenas se supo en Castilla la revolución de
Granada, el rey Fernando, de acuerdo con el de Aragón, determinó hacer una
nueva expedición a Andalucía. Las cortes de Valladolid le votaron cinco
servicios y una moneda forera, y el ejército castellano, conducido por el
infante don Pedro, fue a poner sitio a Alcaudete, sin que el nuevo emir de Granada pudiera conseguir una tregua que
pidió al de Castilla. El rey, después de haber recorrida varios pueblos de
Castilla y de León, pasó a Jaén para incorporarse con su ejército en Alcaudete, dos meses hacía cercada por su hermano don
Pedro. Al llegar a Martos mandó dar muerte a dos caballeros, de quienes se
sospechaba que eran los que habían asesinado a un favorito del rey. El suplicio
de estos dos caballeros hizo entonces gran ruido y adquirió después gran
celebridad histórica, así por haber ocasionado la muerte del rey con
circunstancias bien singulares, como por haber dado motivo a que se le aplicara
el sobrenombre de el Emplazado con que es conocido.
Cuenta la crónica, que hallándose el rey en Palencia, al salir
una noche del palacio real el caballero don Juan de Benavides de hablar con el rey, fue asaltado y
asesinado por dos hombres. Sospechábase que los dos
caballeros que el rey encontró en Martos eran los asesinos de Benavides, y aunque ellos protestaron ante el monarca y ofrecieron hacer una plena justificación de su
inocencia, el rey se negó a admitirla, y sin forma de proceso «mandólos despeñar de la peña de Martos.» Al tiempo de
morir, «viendo, dice la crónica, que los mataban con tuerto,» esto es,
injustamente, emplazaron al rey para que compareciese con ellos a juicio ante
el tribunal de Dios dentro de treinta días. Eran estos caballeros dos hermanos
llamados don Pedro y don Juan de Carvajal. Hecha la ejecución, el rey se fue al
campo de Alcaudete, donde le acometió una dolencia,
que hizo necesario retirarle a Jaén, donde a pocos días recibió la noticia de
haberse rendido la plaza al infante don Pedro y haberse hecho la paz con el rey
de Granada. Al decir de algunas crónicas, el rey parecía haber recobrado casi enteramente la salud, como que habiendo ido don Pedro su
hermano a verle, acordó con él y con los ricos-hombres que fuesen al otro día a
hacer la guerra al walí de Málaga, enemigo del de Granada con quien estaban ya
avenidos. Habiendo comido el rey, se fue a dormir, y cuando entraron a
despertarle le hallaron muerto. Era el 7 de septiembre (1312), y se cumplía el
plazo de los treinta días que le habían señalado los hermanos Carvajales para comparecer con ellos ante Dios, por cuyo
motivo se le dio el nombre de Fernando el Emplazado con que le designa la
historia, y era natural que su muerte se atribuyera a castigo del cielo. Murió
de edad de veinte y cinco años, y había reinado algo más de diez y siete.
No dejando sino un hijo varón, el infante don Alfonso en tan
tierna edad que sólo contaba un año y veinte y cuatro días, el cual fue
aclamado rey después de la muerte de su padre, quedó Castilla, no bien había salido de las turbulencias de una minoría, expuesta a las borrascas y agitaciones de una menor edad todavía más larga.
Un acontecimiento memorable señaló los últimos tiempos del
reinado de Fernando IV de Castilla, acontecimiento que fue de los más ruidosos
e importantes que cuenta la historia de la edad media, a saber, la caída y
destrucción de los templarios, cuyo suceso referiremos en otro lugar, por
haberse verificado con más estrépito y solemnidad y hecho más eco en otros
reinos que en el de Castilla.
|