CAPÍTULO XXX. ENRIQUE IV. (EL IMPOTENTE) EN CASTILLA. De 1454 a 1475.
La
situación poco lisonjera en que don Juan II de Castilla había dejado el reino
a su muerte (21 de junio, 1454) hizo que se proclamara con gusto, y hasta con
entusiasmo en Valladolid a su hijo don Enrique, cuarto de las monarcas
castellanos de este nombre; así por la esperanza de mejorar de condición que
suelen concebir los pueblos cuando después de un reinado turbulento y
desastroso ven pasar el cetro a otras manos, como por el carácter afable,
franco y benigno del nuevo rey. A inexperiencia de la edad y a debilidades de
la juventud atribuían o se hacían la ilusión de atribuir sus anteriores faltas
los que se acordaban de las rebeliones de don Enrique contra su padre, de su
conducta con doña Blanca de Navarra su esposa, y de otros desfavorables
antecedentes de su vida cuando era sólo príncipe primogénito. Veremos si se
equivocaron los que esperaban un porvenir más risueño fundados en la índole y
cualidades del nuevo monarca.
Sus
primeros actos no desmintieron aquellas esperanzas. Espontáneamente y por un
rasgo de benignidad y de clemencia mandó sacar de la prisión a los condes de
Alba y de Treviño y a otros caballeros que se hallaban presos por las
anteriores rebeliones, y que les fuesen restituidas sus tierras y bienes.
Confirmó en sus empleos a los oficiales de su padre; renovó la antigua amistad
de Castilla con Carlos VII de Francia, que acababa de libertar aquel reino del
yugo de la Inglaterra, y llevó a cabo los tratos de paz que su padre había
dejado pendientes con el rey don Juan de Navarra. Concertóse esta paz por
mediación de su tía la reina de Aragón, esposa de Alfonso V, interviniendo
también el Justicia de Aragón, el almirante don Fadrique y el marqués de
Villena, mayordomo mayor del rey. Por este convenio el rey don Juan de Navarra,
su hijo natural don Alfonso, que se decía maestre de Calatrava, el infante de
Aragón don Enrique su hermano, todos renunciaban las villas, fortalezas y
lugares que tenían en Castilla, manantial perenne de las revueltas y disturbios
entre los soberanos y príncipes de los tres reinos que largamente hemos
referido, recibiendo en cambio algunos cuentos de maravedís anuales por juro de
heredad sobre las ciudades y rentas de la corona castellana. Exceptuábase de
esta renuncia la fuerte villa de Atienza, por pertenecer a la dote de la reina
de Navarra, doña Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla. El almirante y
los demás nobles y caballeros castellanos, que andaban desterrados y tenían
confiscados sus bienes por haber hecho causa común con el rey de Navarra y los
infantes de Aragón contra don Juan II, padre de don Enrique, eran repuestos en
sus empleos y señoríos, y volvían libremente a Castilla. Esta paz, o más bien prolongación
de treguas, que confirmó el rey de Aragón y de Nápoles Alfonso V, vino a
Puesto
de esta manera Enrique IV en posesión de todas las ciudades y villas de su
reino, quiso hacer una manifestación de su poder y grandeza, y congregando
cortes generales en Cuéllar, expúsoles su pensamiento y determinada voluntad de
renovar la guerra contra los moros de Granada. Contestó por todos aprobando su
resolución don Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, conde del Real de
Manzanares. En su virtud, dejando el rey por gobernador del reino en Valladolid
al arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo y a don Pedro Fernández de Velasco,
conde de Haro, partió para Andalucía en la inmediata primavera (abril, 1455)
con poderoso ejército de a pie y de a caballo. Lo notable de este ejército era
una hueste de tres mil seiscientas lanzas, especie de guardia real,
magníficamente equipada y pagada por el rey, mandada por los jóvenes de la
primera nobleza, y destinada a acompañar de continuo la persona real, de lo
cual se denominaron continos o continuos del rey, que era su primer jefe, y
algunos consideran como la primera creación de un ejército permanente. Llevaba consigo don Enrique a esta campaña toda la nobleza
del reino, de que eran representantes los personajes siguientes, que nos
importa conocer para la historia sucesiva de este reinado: don Alfonso de
Fonseca, arzobispo de Sevilla, con otros prelados; el almirante don Fadrique
Enríquez, tío del rey (nuevamente venido del destierro de resultas de la paz
con el rey de Navarra), don Juan de Guzmán, duque de Medina-Sidonia, el marqués
de Santillana con sus hijos, don Juan Pacheco, marqués de Villena (el gran
privado del rey), su hermano don Pedro Girón maestre de Calatrava, los condes
de Plasencia, de Benavente, de Arcos, de Santisteban, de Alba de Liste, de
Valencia, de Cabra, de Castañeda, de Osorno, de Paredes, de Almazán, y otros
nobles y caballeros de estado, los más de ellos capitanes de a quinientos,
hombres de armas o jinetes. Había hecho el rey grabar sobre su escudo la divisa
de una granada abierta, símbolo de su futura conquista.
No
correspondió sin embargo esta campaña a la grandeza y lujo de su aparato. Llegó
este grande ejército a la vega de Granada: mas, bien fuese que el
rey se propusiera ir devastando aquella rica campiña para reducir a los moros
por falta de mantenimientos, bien que quisiera economizar demasiado la sangre
de sus soldados, dio orden a sus capitanes para que evitaran todo encuentro con
los enemigos. Disgustó esta conducta a algunos de los nobles, en términos que
proyectaron apoderarse de la persona misma del rey, contándose entre estos el
maestre de Calatrava don Pedro Girón (hermano del marqués de Villena), y los
condes de Álva y de Paredes, y hubiéranlo realizado, si advertido el rey por un
hijo del marqués de Santillana del peligro que corría no se hubiera retirado a
Córdoba, y de allí a Madrid. ¡Tan pronto perdió Enrique IV el prestigio con
que había subido al trono! Mas no por eso renunció el rey a repetir estas
expediciones en cada primavera, después de pasar los inviernos en Madrid y sus
cercanías, distraído en monterías y partidas de caza, su recreo y diversión
favorita. En abril del año siguiente (1456) volvió con su ejército a recorrer
las tierras de Lora, Antequera y Archidona: avanzó hasta cercado Málaga, pero
contentóse también con talar e incendiar algunos pequeños lugares. En vano sus
capitanes ansiaban ganar fama y prez con alguna empresa hazañosa: el sistema
del rey era que la vida de los hombres no tenía precio, y que por lo tanto no
debía en manera alguna consentir que la aventuraran en batallas, combates, ni
aún escaramuzas: táctica singular en quien se presentaba con ínfulas de arrojar
los moros de España, y que le atraía el menosprecio y le ponía en ridículo para
con sus mismos caudillos y capitanes. Merced al espontáneo arrojo de algunos
jóvenes caballeros, habiendo
En
este intermedio, ansioso el rey don Enrique de tener sucesión, y tal vez con el
afán de desmentir la fama y nota de impotente que desde su primer matrimonio
con doña Blanca de Navarra había cundido por el pueblo, procuró contraer
segundo enlace, y solicitó la mano de la joven princesa doña Juana de Portugal,
hermana del monarca allí reinante, Alfonso V, princesa dotada de gran viveza
de espíritu y de todas las gracias de la juventud, que hacía por su hermosura
las delicias de la corte de aquel reino. Obtenido su consentimiento y el de su
hermano, y hechas las capitulaciones, en que entraba el dote que el rey le
señaló, que consistía en las villas de Ciudad-real y Olmedo y en millón y medio
de maravedís de moneda corriente, fue traída la nueva reina a Castilla,
saliendo a recibirla a Badajoz de orden del rey el duque de Medina-Sidonia con
lucida y numerosa comitiva de caballeros. Llevada a Córdoba, donde el rey don
Enrique se hallaba, se celebraron los desposorios (mayo, 1455), pasando luego a
Sevilla, donde hubo fiestas de cañas, justas, toros, y un torneo de cincuenta
por cincuenta, de que fueron jefes el duque de Medina-Sidonia y el marqués de
Villena. Traía consigo la reina doña Juana una
brillante corte de damas y doncellas portuguesas, a quienes el rey se obligó a
atender según su clase.
Deseoso
don Enrique de festejar a su esposa, trájola a Madrid y Segovia, sitios de su
preferencia, donde los reyes y la corte pasaban alegre y dulcemente el tiempo
en fiestas y banquetes, en que todos lucían sus galas, y gastaban con una
esplendidez maravillosa, que pronto había de dar al traste con todas las rentas
del reino. El lujo y la galantería de aquella corte sibarita se extendía hasta a
la respetable clase de los prelados; y el de Sevilla, don Alonso de Fonseca,
una noche después de la cena tuvo la humorada y la jactancia de presentar en la
mesa dos bandejas cubiertas de anillos de oro guarnecidos de piedras preciosas,
para que la reina y sus damas tomaran el que fuese más de su gusto. El rey don Enrique que había gastado su juventud entregado
a la disolución y a los placeres sensuales, no renunció con el nuevo matrimonio
a las costumbres de su licenciosa vida, y ni las gracias, ni la belleza, ni la
juventud de la reina, fueron bastantes a moderar sus antojadizas pasiones.
Entre las damas de la reina había una llamada doña Guiomar, señalada entre las
otras por su hermosura. El rey tomó con ella, como dice su cronista, pendencia
de amores, con tan poco recato que faltaba ya abiertamente a las
consideraciones que debía a la reina por dedicar todos sus obsequios y
galanteos a la manceba. No pudo aquella un día tolerar la insultante arrogancia
de la dama de su esposo, y tomó la venganza por su mano, asiéndola por el
cabello y sacudiéndola y golpeándola fuertemente. Grande enojo recibió el rey
de este acto, más no por eso renunció a unos amores y galanteos que tanto
escándalo producían ya: contentóse con separar a doña Guiomar de la reina,
trasladándola a dos leguas de Madrid, donde le puso una casa con magnífico y
suntuoso menaje, y donde iba a menudo a visitarla y «a holgar con ella.»El
Tampoco
la reina doña Juana tardó en inspirar sospechas de que no era el rey su esposo
el que poseía todo su corazón. Su belleza, su juventud, sus modales ligeros y
alegres daban alguna ocasión a ello, y el ojo suspicaz de los cortesanos señaló
pronto a don Beltrán de la Cueva, hidalgo de los más generosos de Úbeda, y uno
de los más apuestos y gallardos caballeros de la corte, que comenzaba a gozar
del favor del rey, y de paje de lanza había ascendido a mayordomo mayor, como
la persona a quien la reina hacía objeto de sus predilecciones. Con motivo de
haber enviado el duque de Bretaña a don Enrique una embajada ofreciéndole su
alianza y confederación, quiso el rey agasajar al embajador y ostentar a su
presencia el lujo y brillo de su corte, a cuyo efecto dispuso unas magníficas
fiestas en la casa de campo del Pardo. Pasáronse cuatro días en justas,
torneos, monterías y espléndidos banquetes. El cuarto día, para cuando los
reyes y la corte regresasen a Madrid, el joven D. Beltrán de la Cueva, gran
cabalgador de la jineta, gracioso y esmerado en los atavíos de su persona,
preparó y tuvo un paso de armas cerca de Madrid en el sitio por donde habían de
pasar todos los que regresaban del Pardo, donde hoy llamamos la Puerta de
Hierro. Los caballeros y gentiles hombres que llevaban damas no podían entrar
sin que prometiesen hacer con él seis carreras, y los que no quisiesen justar
habían de dejar el guante derecho. En un arco de madera que se había construido
se pusieron muchas letras de oro perfectamente labradas: el caballero que
rompía tres lanzas iba al arco y tomaba la letra inicial del nombre de su dama.
Don Beltrán de la Cueva defendió sólo contra todos y cada uno la belleza sin
par de la señora de sus pensamientos, y aunque él no reveló el nombre de su
dama, todo el mundo comprendió que era la reina a quien el caballero hacía los
honores de su valor y de su brío. Duró esta fiesta desde la mañana hasta la
noche, y el rey holgó tanto de este paso de armas, que queriendo honrar su
memoria, mandó erigir en aquel sitio un monasterio de la orden de San Jerónimo,
que se llamó San Jerónimo del Paso: ¡extraño origen por cierto de una fundación
religiosa!
Al
propio tiempo que así honraba el rey al que en el concepto del pueblo le hacía
ya la mayor de las deshonras, enajenábase la nobleza elevando a las primeras
dignidades del reino a personas humildes y desconocidas a quienes sacaba de la
nada. Así había dado el priorato de San Juan a un don Juan de Valenzuela; el
gran maestrazgo de Alcántara a don Gómez de Solís, simple hidalgo de Cáceres; y
hecho condestable de Castilla a un don Miguel Lucas, natural de Belmonte. Creía
que elevando a estos puestos a gentes de baja esfera, tendría con eso
servidores más leales, agradecidos y devotos que los antiguos nobles, y lo que
hacía era disgustar a estos y ensoberbecer a aquellos. Pródigo de mercedes con
los hidalgos y gente común, muchos dejaban el servicio de los grandes pasando
al del rey con el aliciente de participar de sus liberalidades, lo cual acababa
de indisponer contra él la grandeza, que ya trabajaba y conspiraba de secreto
contra su soberano. Los dispendios en sueldos, fiestas y espectáculos eran
tales, que ya un día su contador mayor y tesorero Diego
Entre
los grandes que se ofendían de ver eclipsada su influencia por la elevación de
los nuevos privados, y que comenzaban a intrigar secretamente con otros nobles
contra el rey, se contaban los dos más poderosos personajes de Castilla, a
saber, el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo Don Juan Pacheco,
antiguo paje del condestable don Álvaro de Luna, por cuyo influjo había entrado
al servicio de don Enrique cuando era príncipe, y nombrádole su padre don Juan
II marqués de Villena; este don Juan Pacheco, cuyo valimiento y privanza con
don Enrique era como un trasunto del de don Álvaro de Luna con el rey don Juan;
alma de todas las rebeliones y de todas las reconciliaciones del hijo con el
padre durante diez años, y primer consejero de don Enrique después de su subida
al trono, era un hombre de fecunda imaginación para inventar intrigas y mover
disturbios, y a propósito para seducir con su elocuencia. Ni vengativo, ni violento,
pero disimulado y astuto, atento siempre a su interés, pero paciente para
esperar su ocasión, imperturbable en los reveses, y bastante sereno para no
aventurar nunca en una hora lo que le había costado muchos años adquirir, dulce
y afable en su trato, fácil en acomodarse a los tiempos, pero perseverante en
sus designios, su política era tanto más temible, cuanto más sagaz, aviesa, y
torcida. Su tío el arzobispo de Toledo don
Alfonso Carrillo era de un carácter diametralmente opuesto al de Villena. Duro,
irascible, implacable en sus resentimientos, orgulloso, turbulento y altivo, de
aquellos prelados de la edad media que parecían nacidos más para vestir casco
que mitra, y más para manejar la acerada espada del guerrero que el pacífico
cayado del apóstol, iba más derecha y desembozadamente a sus fines, y su
carácter intrépido y fogoso contrastaba con la paciente espera de su sobrino.
Sus pensamientos eran más altos que sus fuerzas, y su gran corazón no le dejaba
medir las facultades con que contaba para las empresas en que se metía.
Sin
embargo, ni el de Villena ni el primado rompieron todavía en abierta
contradicción con el rey; antes por consejo y maña de don Juan Pacheco quitó el
monarca la ciudad de Soria con las villas del infantado y prendió a don Juan de
Luna, sobrino de don Álvaro, que las tenía, porque quería el de Villena casar a
su hijo con la sucesora y heredera de aquel condado y señorío. Por él castigó y
redujo a simple escudero de una lanza a don Alonso Fajardo, adelantado de
Murcia, acusado de abusos y excesos como gobernador de aquella frontera.
La
paz que don Enrique había concertado en Ágreda con el bullicioso rey don Juan
de Navarra su tío, proseguía, y aún fue confirmada en unas vistas que ambos
reyes tuvieron después (1457) entre Corella y Alfaro. Conveníale entonces al de
Navarra mantener la amistad con el de Castilla, a causa de las discordias que
aquel monarca traía con el príncipe de Viana su hijo; y con deseo de estrechar
más su alianza le proponía el doble casamiento de sus dos hijos doña Leonor y
don Fernando con los infantes de Castilla don Alfonso y doña Isabel, hermanos
menores del rey, si bien la mano de la princesa Isabel la solicitaba también el
príncipe don Carlos de Viana. Mas todo mudó de aspecto con la muerte de Alfonso V de
Aragón y de Nápoles (1458). Don Enrique de Castilla perdió con su muerte un
aliado, y tan luego como don Juan de Navarra heredó el trono aragonés se olvidó
de sus compromisos con don Enrique. Y como hubiese ido tomando cuerpo la
Mientras
los catalanes con su amado príncipe don Carlos distraían y ocupaban al rey de
Aragón dándole harto que hacer por la parte de Cataluña, el rey don Enrique de
Castilla invadía la Navarra, se apoderaba de Viana, que no pudo sostener el
condestable Mosén Pierres de Peralta que la defendía, y regresaba triunfante a
Logroño. Esta invasión no sólo había sido aconsejada por el marqués de Villena,
sino que este privado había hecho de modo que fuese por principal capitán de
aquella campaña el maestre de Calatrava don Pedro Girón su hermano. Merced a la
astuta y tortuosa política del de Villena, que poseía el arte de desavenir y
concertar a todos según convenía a sus miras e intereses, no sólo volvió al
servicio del rey el marqués de Santillana, a quien fue restituida la ciudad y
señorío de Guadalajara de que don Enrique le había despojado, sino que casi
todos los de la liga, y hasta el almirante y el arzobispo de Toledo se
reconciliaron, al menos en apariencia, con el rey, y se presentaron en Ocaña a
hacerle reverencia; don Enrique, además de recibirlos con alegría, les prometió
honras y mercedes. El arzobispo de Sevilla, que había quedado de gobernador del
reino, y que quiso advertir al rey del mal camino que en aquello llevaba, fue
apenas escuchado y de todo punto desatendido. Obra era todo del marqués de
Villena, cuya política sagaz y ladina era la de apartar del rey los consejeros
leales, y rodearle de los menos adictos, para hacerse en todo tiempo el hombre
necesario.
Otro
príncipe de más resolución y energía que don Enrique hubiera podido sacar gran
provecho y medro de los sucesos y ocasiones con que la fortuna le brindaba. En
la historia del reinado de don Juan II de Aragóndijimos ya cómo la
desgraciada princesa doña Blanca de Navarra, su primera y repudiada esposa,
olvidando antiguas afrentas y agravios, había hecho en él renuncia de aquel
reino. Vimos también cómo los catalanes, después de la muerte del príncipe de
Viana, antes que someterse al rey de Aragón, habían preferido ofrecer la corona
del principado al rey de Castilla. Condújose don Enrique, ya como heredero
nombrado de Navarra, ya como soberano electo de Cataluña, con tal flojedad o
con tan poca política, que sobre no obtener el señorío de Navarra concluyó por
desamparar a los catalanes poniéndolos en el caso de transferir a don Pedro de
Portugal el cetro y dominio del principado de que le habían investido. El
arreglo de sus disensiones y guerras con don Juan II de Aragón tuvo más de
dramático que de honroso para el rey de Castilla. Los dos monarcas enemigos
habían acordado comprometer sus diferencias y someterlas al fallo arbitral de
Luis XI de Francia, que había sucedido a Carlos VII en aquel reino, y cuya
política y tendencias eran intervenir en todos los negocios de otras naciones
para explotarlos en provecho propio. Al efecto se celebraron primeramente
conferencias en Bayona, y luego se acordó que los dos reyes de Francia y de
Castilla se viesen entre Fuenterrabía y San Juan de Luz. Realizáronse estas
vistas a las márgenes del Bidasoa, río que divide los términos de ambos reinos
Las
circunstancias de esta entrevista fueron tan notables como su mismo resultado.
Acompañaban al rey de Castilla el marqués de Villena, los obispos de Calahorra
y de Burgos, el maestre de Alcántara y el gran prior de San Juan, don Beltrán
de la Cueva, nombrado ya conde de Ledesma, con otros muchos nobles y caballeros
de las órdenes, todos ricamente ataviados y vestidos, y con tal magnificencia y
gala cual no se había visto jamás en Castilla. Distinguíase entre todos por su
lujoso y brillante arreo don Beltrán de la Cueva, en cuyo vestido brillaban con
profusión el oro y las piedras preciosas. Pasó el rey del otro lado del río en
una barca gustosamente engalanada, y siguiéronle en otras barcas los señores y
caballeros de su corte. Esperábalos a la otra orilla el rey Luis XI con su
acompañamiento. Singular contraste formaba el magnífico atavío de los nobles
castellanos con el humilde porte de los caballeros franceses, incluso el de su
rey, que consistía en una corta sobreveste de paño burdo, un justillo de fustán
y un sombrero viejo, en que llevaba cosida una imagen de plomo de la Virgen;
traje que pasaba ya la línea de lo modesto y humilde y tocaba en la de lo
desaliñado y lo indecoroso. Tal contraposición afectó igualmente a los hombres
de ambas naciones; los franceses ridiculizaban la pomposa ostentación de los
españoles, y los castellanos se mofaban de la miserable tacañería de los
franceses. Adelantóse el rey Luis a recibir a don Enrique, diéronse las manos y
se abrazaron. Conferenciaron seguidamente un rato, recostado el de Castilla en
una peña, y estando en medio de los dos un valiente y hermoso lebrel en que
ambos apoyaban las manos. Al cabo de un breve espacio pronunció Luis XI. su
sentencia arbitral, reducida a que los catalanes volviesen a la obediencia de
su rey don Juan; que el de Castilla retirara las tropas que había enviado a
Cataluña, renunciando a favorecer la insurrección; que en cambio se le daría la
ciudad de Estella y su merindad en Navarra por los gastos de la guerra que
había hecho en este reino en favor del príncipe Carlos, y que la reina de
Aragón y la infanta doña Juana su hija se pondrían en rehenes en la villa de
Larraga en poder del arzobispo de Toledo hasta que la sentencia se cumpliese.
Leído y aceptado el fallo, se despidieron los dos monarcas con tan poca
estimación como se habían manifestado sus respectivos cortesanos, y el de
Castilla se retiró en sus barcas a dormir a Fuenterrabía.
Esta
célebre sentencia descontentó igualmente a catalanes, navarros y castellanos, y
así era natural, puesto que en ella sólo quedaba favorecido el rey de Aragón, a
quien el francés halagó sin duda por convenir así a sus miras sobre los
condados de Rosellón y Cerdaña. Cuando don Enrique comunicó la decisión
arbitral a los mensajeros de Barcelona, Cardona y Copones, estos severos e
independientes catalanes no se despidieron de él sin dirigirle palabras harto
duras, y se salieron diciendo en alta voz: «Descubierta es ya la traición de
Castilla; llegada es la hora de su gran desventura y de la deshonra de su rey.»
De resultas de este abandono fue cuando los catalanes ofrecieron su señorío y
llamaron al condestable don Pedro de Portugal. No menos agriamente se quejaron
los castellanos de una sentencia en que tan lastimado quedaba el honor de su
nación, y tan menguada la honra de un monarca que de aquella manera perinitia
sacrificar los intereses de su reino. Públicamente acusaban al marqués de
Villena y al arzobispo de Toledo de autores de aquella deshonra; culpábanlos de
haber comprometido al rey, y los suponían en connivencia con don Juan de Aragón
y con el monarca francés. El mismo don Enrique a su regreso a Castilla llegó a
comprender que había sido instrumento y juguete miserable de las tramas e
intrigas de aquellos magnates. Quiso remediarlo, pero el remedio era ya tardío.
Débil hasta la imbecilidad, no sólo no se atrevió a romper ni con el marqués ni
con el primado, sino que habiendo recibido una carta, en que le invitaban a que
fuese a la villa de Lerín en Navarra que estaba por él, les complació con
admirable condescendencia y se fue a Lerín. Durante su estancia de tres meses
en esta villa, el condestable Mosén Pierres de Peralta se apoderó de Estella
(la ciudad que había sido dada a don Enrique en el fallo arbitral del Bidasoa),
con pretexto de rebelarse en ella contra el rey de Aragón. Todos los días veía
aparecer en las salas, en las escaleras, por donde quiera que andaba, escritos
en que le avisaban que guardase su persona, pues corría peligro su vida.
Intimidado don Enrique, cada
La
conjuración de aquellos magnates contra el rey era sobradamente cierta. Veamos
lo que había ocasionado aquella enemiga, además de los resentimientos y quejas
que anteriormente hemos expuesto.
En
1461 se había recibido con extraordinario júbilo, y muy especialmente por parte
del rey, la feliz nueva de que la reina su esposa sentía síntomas ciertos de
próxima maternidad. Esta noticia, después de más de seis años de un matrimonio
estéril, y atendida la cualidad de impotencia que muchos atribuían al rey,
colmaba los deseos de don Enrique, que veía desvanecerse aquellos desfavorables
rumores, inmediatamente dispuso que fuese conducida la reina con el
masesquisito esmero y cuidado a Madrid, donde él a la sazón se hallaba, y donde
gustaba de tener su corte, para que viese aquí la luz el Hijo o hija que
hubiese de nacer. Los enemigos y envidiosos del favor de
don Beltrán de la Cueva no dejaron de esparcir voces siniestras, tan
deshonrosas para la reina como para el rey, designando sin gran rebozo a don
Beltrán y1 atribuyendo a sus familiaridades con la reina las esperanzas de
sucesión que esta anunciaba. Eran estos principalmente el marqués de Villena y
el arzobispo de Toledo, los cuales, con miras y proyectos ulteriores, lograron
persuadir al rey que trajese a la corte sus dos hermanos doña Isabel y don
Alfonso, con pretexto de que en ella se educarían mejor y aprenderían mejores
costumbres, que no en Arévalo, Escalona o Cuéllar, donde el rey los tenía
siempre apartados. A los pocos meses la reina, después de
un parto trabajoso, dio a luz una princesa (marzo, 1462), a quien se puso por
nombre Juana como su madre. Celebróse su nacimiento con grandes fiestas
populares, y el rey le recibió como un presente del cielo. Bautizóla el
arzobispo de Toledo, teniendo por asistentes a los obispos de Calahorra,
Cartagena y Osma, y fueron sus padrinos el embajador de Francia, conde de
Armañac, y el marqués de Villena, y madrinas la infanta doña Isabel, hermana
del rey, y la marquesa de Villena. A los dos meses fue reconocida la infanta
doña Juana en las cortes de Madrid como princesa de Asturias y heredera del
reino, jurándola sus mismos tíos don Alfonso y doña Isabel.
No
impidió esto para que la nueva princesa fuese designada con el nombre harto
significativo y nada honroso de la Beltraneja, con que se quiso indicar y
difamar su origen, y con que fue siempre conocida. Y como en medio de las
fiestas del natalicio el rey tuvo la poca discreción de agraciar a don Beltrán
de la Cueva con el señorío de Ledesma con título de conde, y de favorecerle y
sublimarle dándole gran parte en los consejos y en la gobernación del reino,
crecieron más las murmuraciones y las envidias, y con ellas el resentimiento de
los ya harto enojados magnates. No tardó la reina en dar la segunda muestra de su
fecundidad, si bien esta vez un incidente raro y extraordinario hizo que se
malograsen sus esperanzas (1463). Tenía la costumbre de humedecer y suavizar su
cabello con un líquido, sin duda de naturaleza inflamable, y un día, hallándose
en su cámara, un fuerte rayo de sol que entraba por una ventana y daba en su
cabeza le inflamó y encendió la cabellera, en términos que si sus damas no
hubieran acudido tan diligentes a apagar el fuego, hubiera corrido peligro de
abrasarse. Bastó no obstante para que el susto le hiciera mover
Marchaban
a la par la ingratitud y la audacia de los magnates y la poquedad y debilidad
del rey. Sin consultar ya con el de Villena hizo el monarca un viaje a
Extremadura, donde se vio con el de Portugal y ajustó el matrimonio de su
hermana Isabel con el soberano de aquel vecino reino; matrimonio que aquella
joven e ilustre princesa tuvo el buen sentido de rehusar, diciendo que no podía
disponerse de su mano sin autorización y consentimiento de las cortes de
Castilla. Al regreso del rey a Madrid halló que el primado de Toledo y el
marqués de Villena se habían ausentado de la corte, y se mantenían en Alcalá de
Henares en actitud sospechosa, y aún amenazante. En efecto, estos dos poderosos
próceres, depuesta ya toda consideración y disimulo, en la ausencia del rey
habían organizado contra él una confederación en que entraban el almirante don
Fadrique y su hijo, los condes de Benavente, de Plasencia, de Alba y de
Paredes, el obispo de Coria y varios otros prelados, señores y caballeros,
mientras el maestre de Calatrava don Pedro Girón, hermano del de Villena,
sembraba la discordia por toda Andalucía. Don Enrique, en vez de proceder con
energía contra los disidentes magnates, cometió la torpeza de rogarles una y
otra vez que se viniesen a la corte, donde les informaría de los tratos hechos
con el de Portugal y de otros particulares que cumplían a su servicio.
Envalentonáronse con esto los rebeldes, y no accedieron a la invitación del
débil monarca sin imponerle humildes condiciones, entre ellas la de que mandase
prender al arzobispo de Sevilla don Alonso de Fonseca, de quien el de Villena
hizo creer al rey que era su mayor enemigo, mientras secretamente avisaba al
prelado sevillano que procurara salvar su persona porque el rey intentaba
reducirle a prisión. De este modo el astuto don Juan Pacheco, marqués de Villena,
gran maestro en las artes de la intriga, hacia aparecer enemigos e introducía
la discordia y la guerra entre el rey y sus más leales servidores.
Pronto
sintió el desacordado monarca los efectos de su debilidad. Una noche hallándose
en su palacio oyó caer con estruendo las puertas del regio alcázar y ruido y
alboroto de gentes que penetraban en su mansión. En su aturdimiento se refugió
a un pequeño retrete en compañía de don Beltrán de la Cueva, conde de Ledesma.
Los que de aquella manera tan tumultuosa habían invadido los aposentos reales,
eran los condes de Benavente y de Paredes, el hijo del almirante y otros
caballeros de cuenta, que capitaneados por el de Vil lena iban con ánimo de
apoderarse de los infantes y de prender al rey y a don Beltrán de la Cueva. El
de Villena se adelanta sólo a la estancia del rey, y con su doble y artera
política, fíngese indignado de aquel insulto, y como quien conoce y se burla de
su flaca condición, le escita a que no le deje sin castigo. «Parécevos bien,
marqués, le dijo el rey, esto que se ha fecho a mis puertas? Sed seguro que ya
no es tiempo de más paciencia.» Pero el resultado se redujo a una estéril y
pasajera indignación de parte del monarca, y a salirse el de Villena con los
suyos impunemente de palacio, tal vez por no convenirle entonces llevar las
cosas más adelante. Pronto las hizo llegar a su mayor extremo. Porque el
desacordado don Enrique, sin embargo de conocer que la causa principal de tales
atentados era la privanza que dispensaba a don Beltrán de la Cueva, se empeñó
en elevarle y engrandecerle más, nombrándole gran maestre de Santiago, la mayor
dignidad de Castilla, que nadie había tenido desde don Álvaro de Luna, que
correspondía de derecho al infante don Alfonso su hermano, que le colocaba en
más alta esfera que el de Villena, y le constituía el primer personaje del
reino. Con esto el enojo del de Villena ya no tuvo límites, y en su ofendida
altivez juró perder a su soberano, pero sin faltar a su habitual cautela y
disimulo.
En
el alcázar de Segovia, donde había ido con la reina, la princesa, los infantes
y el nuevo
Desde
esta ciudad dirigieron los confederados al rey una enérgica y atrevida
representación de agravios, siendo los puntos capitales de las quejas, que con
ofensa de la religión cristiana traía en su guardia compañías de moriscos; que
daba los corregimientos a personas inhábiles y desmoralizadas que vendían la
justicia; que había hecho gran maestre de Santiago a don Beltrán de la Cueva,
conde de Ledesma, con perjuicio del infante don Alfonso a quien pertenecía el
gran maestrazgo como hijo del rey don Juan; que con grave ofensa de todos los
reinos y en detrimento de sus hermanos había hecho jurar heredera del trono de
Castilla a doña Juana, debiendo saber que no era su hija legítima: concluyendo
con pedirle que satisfaciera sus agravios, y mandara jurar por sucesor a su
hermano don Alfonso. Puesta por un mensajero esta carta en manos
del rey, que había ido a Valladolid, sin irritarse e inmutarse y con una
tibieza y flojedad de ánimo que parecía rayaren insensibilidad la dio a leer a
los del consejo pidiéndoles dictamen de lo que debería hacer. El obispo de
Cuenca, don Lope Barrientos, su antiguo ayo, le expuso con energía que el único
medio de sofocarla revolución era pelear con los insurrectos hasta vencerlos.
«Los que no habéis de pelear, padre obispo, le respondió el rey, ni poner las
manos en las armas, sois muy pródigos de las vidas ajenas. Bien paresce que no
son vuestros hijos los que han de entrar en la pelea, ni vos costaron mucho de
criar. —Señor, le replicó resueltamente el prelado, pues que vuestra alteza no
quiere defender su honra ni vengar sus injurias, no esperéis reinar con
gloriosa fama. De tanto vos certifico que dende agora quedaréis por él mas
abatido rey que jamás hovo en España, e arrepentiros heis, señor, cuando no
Verificáronse
estas vistas con las siguientes formalidades. Primeramente salió por parte del
rey a atalayar el campo el comendador Gonzalo de Saavedra con cincuenta de a
caballo, por parte de los de la liga salió con otros cincuenta jinetes Pedro de
Fontiveros; seguidamente salió el rey con tres de a caballo, y el marqués de
Villena con otros tres. En las pláticas del monarca con el marqués de Villena
entre Cigales y Cabezón quedó determinado que el rey entregaría al marqués el
infante don Alfonso para que fuese jurado heredero y sucesor de los reinos, a
condición de que hubiera de casar con la princesa doña Juana; que don Beltrán
de la Cueva renunciaría el maestrazgo de Santiago en el infante don Alfonso;
que se nombraría por ambas partes una diputación de cuatro caballeros, dos por
cada una, a los cuales se agregaría el prior general de la orden de San
Jerónimo Fr. Alfonso de Oropesa, para que su voto constituyera fallo a
cualquiera de los dos lados que se inclinase; que esta diputación, reunida en
Medina del Campo, resolvería arbitralmente dentro de un plazo dado todas las
diferencias entre el rey y los grandes, y su decisión sería respetada y
cumplida por todos. Congregados otro día (30 de noviembre, 1464) en el mismo
campo el rey y su corte y los prelados y caballeros de la liga969, se juró y reconoció como legítimo sucesor de los reinos al
infante don Alfonso, hermano del rey, prometiendo todos que procurarían se
casara con la princesa doña Juana (la Beltraneja). Para la diputación que había
de juntarse en Medina, y cuyas decisiones todos juraron obedecer, nombró el rey
por su parte a don Pedro de Velasco, primogénito del conde de Haro, y al
comendador Gonzalo de Saavedra: los caballeros nombraron por la suya al marqués
de Villena y al conde de Plasencia: el prior Fr. Alfonso de Oropesa fue
aceptado por unos y por otros. En virtud de estos
compromisos don Beltrán de la Cueva renunció el gran maestrazgo de Santiago en
el infante don Alfonso, pero el rey procuró indemnizarle haciéndole duque de
Alburquerque, y dándole esta villa con las de Cuéllar, Roa, Molina, Atienza, y
Peña de Alcázar, y además tres cuentos y medio de renta sobre las villas de
Úbeda, Baeza y otras de Andalucía.
No solamente dio don Enrique en estos tratos la más insigne y lastimosa prueba de debilidad, sino que firmó su propia deshonra, puesto que accediendo a que su hermano don Alfonso fuese jurado legítimo sucesor y heredero del reino, confesaba implícitamente la ilegitimidad de la princesa doña Juana, jurada heredera en las cortes de Madrid, y venía a sancionar que no sin fundamento se le había puesto el sobrenombre afrentoso de la Beltraneja. Mientras los diputados deliberaban en Medina, el arzobispo de Toledo y el almirante don Fadrique se fueron al rey fingiéndose descontentos y enemigos del marqués de Villena y ofreciéndole sus servicios. Don Enrique, que con una candidez que rayaba en simplicidad creía a todos sin escarmentar ni abrir los ojos nunca, no solamente los recibió con toda confianza, sino que en muestra de ello dio al primero la fortaleza de Ávila, y al segundo la villa de Valdenebro. Caras habían de hacer pagar al insensato don Enrique tales mercedes y tal credulidad aquellos dos desleales personajes. Todos abandonaban ya al miserable monarca. El maestre de Alcántara y el conde de Medellín, a quienes su cronista dice con razón «que de pobres escuderos los avia fecho grandes señores», se fueron con sus gentes al partido de los confederados. Su más íntimo secretario Álvar Gómez, a quien había hecho señor de Maqueda, le pagó con la más negra traición. Sus diputados en Medina, Velasco y Saavedra, escogidos por ser en los que más fiaba, se dejaron ganar por la elocuencia insidiosa del marqués de Villena, y olvidados de su deber y de la honra de su soberano firmaron todo lo que el de Villena quiso. Así las decisiones y concordia arbitral del pequeño congreso de Medina del Campo fueron tan a gusto de los enemigos del rey y tan contrarias a la autoridad real, que quedaba esta enteramente nula, y apenas conservaba don Enrique otra cosa que el vano título de rey. Disgustado
y enojado éste, así del comportamiento de sus delegados como de los estatutos y
ordenanzas Lechasen Medina (enero, 1465), dio por nulo y de ningún valor todo
lo que se había ordenado, y se retiró a Segovia y Madrid con los de su consejo,
el primado de Toledo y el almirante. Los confederados, sabida la indignación
del rey, se fueron a Plasencia llevando consigo al príncipe don Alfonso.
Pusiéronse pues las cosas después de la concordia de Medina en peor situación
que nunca. Aconsejado don Enrique por el arzobispo de Toledo y el almirante,
creyéndolos amigos, anduvo de Madrid a Salamanca, de Salamanca a Medina, de
Medina a Arévalo, con diversos pretextos, enviando cartas patentes a los
sublevados de Plasencia para que le restituyesen al príncipe su hermano.
Hallándose en Arévalo sin el arzobispo y el almirante que se habían quedado
atrás, envió a buscarlos. El arzobispo contestó al mensajero del rey estas
duras palabras: «Id e decid a vuestro rey, que ya estó harto de él e de sus
cosas, e que agora se verá quién es el verdadero rey de Castilla.»Aquellos dos magnates, con una falsía que la moral en todos
tiempos condena, no habían servido al rey sino con el torcido designio de
lograr las fortalezas que apetecían, y de acabar de perderle so color de leales
consejeros. Cuando les pareció ocasión le abandonaron uno y otro: el prelado se
fue a reunir con los confederados en Ávila; la primera noticia que el rey tuvo
del almirante fue que había alzado pendones en Valladolid por don Alfonso.
Incorporados
los de la liga con el arzobispo de Toledo en Ávila, determinaron desposeer al
rey de una manera tan solemne como audaz y afrentosa. En un llano inmediato a
la ciudad hicieron levantar un estrado tan alto que pudiera verse a larga
distancia. En él colocaron un trono, sobre el cual sentaron una efigie o
estatua de don Enrique con todas las insignias reales, aunque en traje de luto.
Hecho ésto, leyeron un manifiesto, en que se hacían graves acusaciones contra
el rey, por las cuales merecía ser depuesto del trono y perder el título y la
dignidad real. En su consecuencia procedieron a despojarle de todas las
insignias y atributos de la majestad. El arzobispo de Toledo fue el primero que
le quitó la corona de la cabeza: el conde de Plasencia le arrebató el estoque;
el de Benavente le despojó del cetro, y don Diego López de Zúñiga derribó al
suelo la estatua. Seguidamente alzaron en brazos al joven príncipe don Alfonso,
y le sentaron en el trono vacante, proclamando a grandes voces: ¡Castilla por
el rey don Alfonso! Los gritos de la multitud se confundieron con el ruido de
los atabales y trompetas (5 de junio, 1465), y los grandes y prelados, y
después el pueblo pasaron con gran ceremonia a besar la mano del nuevo monarca.
Cuando
la noticia de esta ignominiosa solemnidad llegó a don Enrique, exclamó: «Agora
podré yo decir aquello que dijo el profeta Isaías... Crié hijos e púseles en
grand estado, y ellos menospreciáronme.» Comenzaron a llegarle de todas partes
mensajes siniestros. Toledo y Burgos, Córdoba y Sevilla, con los condes de
Arcos y Medina-Sidonia, habían alzado también pendones por don Alfonso.
Entonces don Enrique pronunció con mucha calma y serenidad las palabras de Job:
«Desnudo salí del vientre de mi madre, e desnudo me espera la tierra.» Sin
embargo despachó cartas por todo el reino para que le viniesen a servir y
ayudar contra los rebeldes. El llamamiento no fue infructuoso. La misma
enormidad del desacato de parte de los tumultuados nobles, el extremo a
que
habían llevado su irreverencia y su osadía en Ávila, despertó en Castilla el
sentimiento de la legitimidad y produjo una reacción en favor del monarca
destronado. Si en el púlpito y en el foro no faltaban voces que aplaudieran la
escena de Ávila, en el púlpito, en el foro y en las plazas la condenaban mayor
número de voces. Los primeros nobles que vinieron a su servicio, además del
conde da Alba que había precedido a todos, fueron los condes de Trastámara y de
Valencia. El prior de San Juan, el condestable y el mariscal de Castilla,
hechuras suyas, y el conde de Cabra, le permanecieron fieles en Andalucía
contra los esfuerzos del activo rebelde maestre de Calatrava. El buen conde de
Haro, el marqués de Santillana, suegro de don Beltrán de la Cueva, duque de
Alburquerque, los condes de Medinaceli y de Almazán, y otros poderosos
caballeros e hidalgos fueron también engrosando el partido del rey. La gente
del pueblo, de suyo más adicta a su soberano que la orgullosa nobleza, acudía
de todas partes y se agrupaba en derredor de las banderas de don Enrique.
Pronto se reunió en Toro y sus cercanías un ejército mucho más numeroso que el
de los confederados.
Simancas
fue una de las poblaciones que se disinguieron más por su lealtad a don Enrique
y por su heroísmo. Los sublevados de Valladolid, donde señoreaba el almirante
desde la proclamación de don Alfonso, después de haber salido a combatir a
Peñaflor, se dirigieron contra Simancas, y asentaron su real sobre una cuesta
que la domina. Lejos de abatirse los de la villa, defendida por Juan Fernández
Galindo, ejecutaron una escena parecida a la que habían practicado los magnates
en Ávila, pero en sentido inverso, y todavía más ridicula y burlesca.
Juntáronse hasta trescientos «mozos despuelas», que así los llama la crónica, y
acordaron hacer una figura que representaba al arzobispo de Toledo don Alfonso
Carrillo, al cual llamaban don Oppas, por alusion al traidor arzobispo de
Sevilla, hermano del conde don Julián, en tiempo del rey don Rodrigo. Hicieron
la ceremonia de ponerle en prisión, y constituidos en tribunal, uno que hizo de
juez pronunció la sentencia siguiente: «Por quanto vos don Alfonso Carrillo
arzobispo de Toledo, siguiendo las pisadas del obispo don Oppas, el traidor de
las Españas, aveis seido traydor a nuestro rey y señor natural, revelándovos
contra él con los lugares e fortalezas e dineros que vos avia dado para que le
sirviéredes; por ende, vistos los méritos del proceso... mando que seais
quemado, llevándovos por las calles e lugares públicos de Simancas, a voz de
pregonero diciendo: Esta es la justicia que mandan hacer de aqueste cruel don
Oppas; por quanto rescebidos lugares, fortalezas e dineros para servir a su
rey, se rebeló contra él: mandante quemar en prueba e pena de su maleficio:
quien tal fizo, que tal haya.» Y tomando la efigie, la llevaron publicando este
pregón frente al real donde estaban los enemigos, y después de habérsela
mostrado con burla, encendieron una hoguera y la quemaron en la plaza974. Viendo los sitiadores la ninguna esperanza de tomar una
población defendida por gente tan resuelta y animosa, levantaron el cerco y
tornáronse a Valladolid.
A
otro jefe de más nervio que don Enrique le hubieran sobrado gente y elementos
para desbaratar los planes y las fuerzas de los sublevados, y apagar el fuego
de la rebelión; pero él, indolente y apático de suyo, e inclinado a la paz, no
sólo hacía tibia y flojamente la guerra, sino que habiéndole pedido una
entrevista el marqués de Villena a solas en el campo para terminar sus diferencias
de un modo amistoso, accedió el rey a tener aquella plática; y de ella resultó
que bajo la promesa que el astuto marqués le hizo de que en un plazo convenido
haría que todos los de su bando volviesen a la obediencia de don Enrique, y
dejarían de dar a su hermano don Alfonso el título de rey, derramara el buen
monarca su gente y licenciara sus soldados con gran indignación de
estos, al ver que se habían comprometido por un soberano que así se dejaba
engañar, y de aquella manera abandonaba sus propios intereses (1466). Al fin
los magnates y caudillos sacaron todos algún provecho de esta incalificable
resolución, porque al tiempo de despedirlos, a todos les hizo mercedes de
villas y de muchos miles de maravedís de juro. Él se retiró a Segovia con la reina y las infantas. El de
Villena se cuidó poco de cumplir su ofrecimiento. Con el licenciamiento de las
tropas, Castilla se plagó de gente bandida que infestaba los caminos y alarmaba
las poblaciones; todo era violencias, asesinatos y robos, y los hombres apenas
se contemplaban seguros en sus casas cuanto más en los campos. No era posible
vivir en aquel estado de miserable anarquía, y las villas y ciudades para
proveer a su propia seguridad apelaron al remedio acostumbrado en situaciones
semejantes, cuando les faltaba la protección de las autoridades y de las leyes,
a hacer hermandad entre sí contra la plaga de malhechores y gente malvada.
Hicieron sus estatutos y reglamentos, que el rey aprobó, y merced a los
esfuerzos de la hermandad, se reprimieron y castigaron muchos crímenes y se
restableció algún tanto la seguridad pública.
Los
excesos y tiranías de los confederados se convertian en favor de don Enrique,
no tanto por adhesión a su persona cuanto por amor y respeto a ia legitimidad
que representaba. La ciudad de Valladolid aprovechó una salida que hizo el
almirante con el príncipe don Alfonso y su gente sobre Arévalo, para alzarse
otra vez proclamando a don Enrique, el cual fue recibido en ella con fiestas y
alegrías. Pero estas buenas disposiciones de los pueblos y aún de los nobles a
volver al servicio de su legítimo soberano se estrellaban en el ánimo abyecto
del rey y en su ya indisculpable debilidad. De ello dio en aquella sazón la
prueba más lastimosa. El hermano del marqués de Villena, don Pedro Girón,
maestre de Calatrava, el gran agitador de la Andalucía contra el rey, y uno de
los jefes más ambiciosos y más activos, se atrevió a proponer a don Enrique por
medio del arzobispo de Sevilla y de acuerdo con su hermano el de Villena, que
si le daba la infanta doña Isabel en matrimonio, se vendría a su servicio con
tres mil lanzas, le prestaría sesenta mil doblas, le entregaría al príncipe don
Alfonso, a quien llamaban rey, y el de Villena volvería también a ser súbdito y
servidor suyo. No tuvo dificultad don Enrique en admitir proposición tan
degradante y afrentosa, y en comprar una paz humillante sacrificando a su
hermana y consintiendo en hacerla esposa del más turbulento y el más licencioso
de sus enemigos. Apresuróse a alejar de su lado al duque de Alburquerque (don
Beltrán de la Cueva) y al obispo de Calahorra su hermano, y escribió al de
Calatrava que se viniese cuanto antes a celebrar las bodas, para las cuales
solicitó de Roma la oportuna dispensa como gran maestre que era el Girón de una
orden religiosa.
Pero
la Providencia, que tenía destinada la princesa Isabel para más honroso enlace
y para más altos destinos, dispuso que las cosas sucedieran muy de otra suerte
que como lo tenían concertado el rey, el de Calatrava y Villena. De ningún modo
se hubiera realizado aquel matrimonio ignominioso. Porque aquella ilustre y
virtuosa princesa, más celosa de su honra, y de más tesón y carácter, a la edad
de diez y seis años que entonces tenía, que el rey su hermano; aquella joven,
que en edad todavía más tierna había tenido entereza para rechazar su
concertado enlace con el rey don Alfonso de Portugal, recibió con tal disgusto
la noticia de la deshonra que se le preparaba, que desde luego resolvió no
consentirla. Retirada a su aposento, sin sosiego ni para comer ni para dormir,
rogando a Dios que la libertara de aquella afrenta aunque fuese con la muerte,
lamentábase una noche de su situación con su fiel amiga la discreta y virtuosa
doña Beatriz de Bobadilla. Cuéntase que esta animosa y varonil doncella, oída
la queja y la aflicción de Isabel, exclamó: «No, no lo permitirá Dios, ni yo
tampoco»: y sacando un puñal que llevaba escondido juró clavarle en el corazón
del maestre de Calatrava antes que consentir en que fuese el esposo de su amiga. El cielo no permitió
que fuese necesario tan duro medio para libertar a Isabel del oprobio que la
amenazaba. Puesto en camino el de Calatrava desde Almagro a Madrid con gran
séquito de caballeros de su bando, a la segunda jornada adoleció en Villarrubia
de una aguda enfermedad que acabó con su vida
La
muerte del gran maestre de Calatrava don Pedro Girón frustró las esperanzas de
concordia del rey y desconcertó también a los del partido de don Alfonso, ya
harto disgustados de los interesados manejos y personal ambición del marqués de
Villena. Logró sin embargo este revoltoso magnate que se pusiese la villa de
Madrid en poder del arzobispo de Sevilla, y que fuese el punto en que se viesen
otra vez el rey don Enrique y él con el conde de Plasencia a pretexto de tratar
la manera de dar paz y sosiego al reino. Mas tampoco dieron resultado las
conferencias de Madrid, por nuevos artificios del marqués, que parecía
proponerse perpetuar la discordia y hacerse el negociador necesario a unos y a
otros, y ser el primer hombre para todos. Siguieron pues las desavenencias, las
mutuas defecciones, las guerras parciales, los desórdenes públicos, y fue creciendo
la anarquía, de la cual no fue quien menos se aprovechó el marqués de Villena,
haciéndose nombrar gran maestre de Santiago, sin anuencia del rey don Enrique,
ni consentimiento del príncipe don Alfonso, ni pedir la provisión al papa, ni
consultar siquiera a los prelados.
Encamináronse
al fin las cosas de modo que se hizo inevitable una batalla formal entre la
gente de los dos reyes hermanos don Enrique y don Alfonso. Las llanuras de
Olmedo parecían destinadas para ventilarse en ellas por las armas las grandes
contiendas entre los reyes de Castilla y sus súbditos rebeldes. Allí, donde
veinte y dos años antes había combatido y vencido don Juan II con su favorito
don Álvaro de Luna a los infantes de Aragón y a los nobles castellanos de su
partido, se encontraron ahora (20 de agosto, 1467) el ejército de su hijo don
Enrique y de su privado don Beltrán de la Cueva con el de su hermano don
Alfonso y los grandes y prelados que le proclamaban. Hallándose los del rey en
el monte de Hiscar, llegó un heraldo enviado por el arzobispo de Sevilla a
avisar al duque de Alburquerque (don Beltrán de la Cueva) que cuarenta
caballeros de don Alfonso y del arzobispo de Toledo habían hecho voto solemne
de buscarle en la batalla hasta prenderle o matarle. «Pues decidles, contestó
con arrogancia don Beltrán, que las armas e insignia con que he de pelear son
las que aquí veis: tomad bien las señas para que las sepáis blasonar, y que por
ellas me conozcan y sepan quién es el duque de Alburquerque.» El rey, por el
contrario, hubiera de buena gana eludido el combate, pero no pudo contener el
ardor y resolución de su gente. A la cabeza de la hueste de los confederados se
presentaron el joven príncipe Alfonso y el arzobispo de Toledo, vestido aquel
de cota de malla, el prelado luciendo un rico manto de escarlata, bordada en él
una cruz blanca, y llevando debajo la armadura. Empeñada la pelea, todos
combatieron con igual encarnizamiento por espacio ds tres', horas. La gente del
rey era más en número; en los de la liga había más intrepidez y arrojo. Sin
embargo, don Beltrán de la Cueva, perseguido por los que habían jurado su
muerte y buscaban su persona conociendo ya sus armas, después de haberse visto
en grande estrecho, del cual le sacó el marqués de Santillana, su suegro,
correspondió a la fama que tenía de esforzado caballero, y peleó bravamente
haciendo gran daño en los escuadrones enemigos. El joven príncipe don Alfonso,
el rey de los confederados, y el belicoso arzobispo de Toledo, aunque
traspasado un brazo de un bote de lanza, fueron los últimos a retirarse del
combate, al cual puso término la noche. La gente de don Enrique quedó dueña del
campo, pero la victoria no fue completa, y unos y otros se proclamaban
vencedores. Notóse en aquella batalla la ausencia de un personaje a quien en
vano buscaban las miradas de todos. Este personaje era el rey don Enrique, que
engañado, dicen, por un falso aviso que tuvo, se retiró precipitadamente con
treinta o cuarenta caballos a un pueblo inmediato.
Como
vencedores fueron recibidos el rey y los suyos con fiestas y luminarias en
Medina. Pero la batalla de Olmedo estuvo muy lejos de decidir la cuestión, y
Castilla continuó siendo teatro de espantosa anarquía y de escenas cada vez más
sangrientas. Un nuncio del papa que había sido enviado para ver de reconciliar
los bandos enemigos, queriendo exhortar a los confederados a que se redujesen a
la obediencia del rey, fue insultado entre Olmedo y Medina, tratado con el
mayor vituperio, y aún llegó a correr riesgo su persona. Multiplicáronse las
traiciones. El conde de Alba, faltando a su fe y palabra, se pasó a los de la
liga, y se decía de él públicamente con ludibrio, que se había vendido en
pública almoneda. Pedrarias de Ávila vendió la ciudad de Segovia a los enemigos
del rey: desde entonces la infanta doña Isabel que allí se hallaba, se quedó
con don Alfonso su hermano. Golpe fue este que sintió don Enrique
con más amargura que cuanto antes le había pasado. Desatentado y sin norte
andaba ya este desventurado monarca: de ánimo apocado y pobre, y cansado de
sufrir, abandonaba a sus servidores más leales, hacía humillantes transacciones
con el marqués de Villena, creía a todos y todos le burlaban, y traíanle
miseramente asendereado. Mas como la inconstancia, la deslealtad y la traición
eran comunes en los de uno y otro bando, convertíanse muchas veces los sucesos
en favor de don Enrique, sin que él pusiera nada de su parte. El marqués de
Villena estuvo a pique de ser asesinado en el palacio mismo de don Alfonso y
hablando con la princesa Isabel, por su mismo yerno el conde de Benavente,
sentido con él desde que se apoderó del maestrazgo de Santiago. Este conde,
junto con los de Plasencia y Miranda y el arzobispo de Sevilla, disgustados de
la conducta del de Villena, se declararon servidores de don Enrique, y le
trajeron consigo a Madrid. Toledo, después de muchos alborotos y revueltas, se
alzó también por el rey, que fue recibido en la ciudad con demostraciones de
regocijo. Mas era tal el desconcierto en toda Castilla, que las ciudades
guerreaban unas con otras, y habíalas en que se hacían guerra a muerte unos a
otros vecinos de un mismo barrio: las familias andaban igualmente divididas;
los templos eran ocupados por partidas armadas, o saqueados y destruidos; los
nobles desde sus fortalezas apresaban y despojaban a los viajeros; a pesar de
los esfuerzos de la hermandad se volvió a no poderse andar por los caminos, y
en el cielo y en la tierra veía el pueblo fenómenos de siniestro presagio.
Un
acontecimiento inopinado vino a tal tiempo a dar rumbo diferente a aquella
situación lamentable y triste. El príncipe don Alfonso, a quien los
confederados llamaban rey de Castilla, falleció casi de repente en la villa de
Cardeñosa, a dos leguas de Ávila (5 de julio, 1468), a la edad de quince años,
y en el tercero de su turbulento reinado, si reinado puede decirse su efímera y
parcial dominación. El hermano de Isabel hubiera podido ser
con el tiempo un gran monarca. A pesar de su corta edad, y de la posición
incierta y falsa en que se vio colocado, dio muestras de su buen corazón, de su
prudencia y de su aptitud para gobernar un reino.
Fallecido
que hubo el príncipe, acogiéronse apresuradamente los de la liga a la inmediata
ciudad de Ávila. Allí brindaron a Isabel con el trono que su hermano acababa de
dejar vacante,
Con
arreglo a los tratos que habían mediado entre los confederados y el rey,
estipulóse entre ellos un asiento o concordia cuyos principales capítulos eran:
que la infanta Isabel sería reconocida como princesa de Asturias, y heredera de
los reinos de Castilla y de León, señalándole para su acostamiento varias
ciudades y villas; que se convocarían cortes para sancionar legal y
solemnemente su derecho; que no se la obligaría a casarse contra su voluntad,
ni ella lo haría sin consentimiento del rey su hermano; que la reina, cuya vida
licenciosa se reconoció como un hecho público, quedaría divorciada de su marido
y sería enviada fuera del reino, sin que pudiese llevarse su hija. Este
capítulo prueba hasta qué punto tan lastimoso llegó la imbecilidad de este rey,
y cómo le hicieron firmar su propia ignominia. «Item (decía) por quanto al
dicho señor rey et comúnmente en todos estos reinos et señoríos es público et
manifiesto que la reina doña Juana de un año a esta parte non ha husado
limpiamente de su persona como cumple a la honra de dicho señor rey nin suya;
et asimismo el dicho señor rey es informado que no fue nin está legítimamente
casado con ella... etc.» En consecuencia de este convenio salieron
el rey y la princesa, de Madrid el uno y de Ávila la otra, cada cual con los
prelados y caballeros que le seguían, y reuniéndose en el campo de la venta
llamada de los Toros de Guisando en la provincia de
Ávila, abrazó el rey a su hermana con muestras del mayor cariño, y seguidamente
la proclamó con toda solemnidad heredera y sucesora suya en los reinos (19 de
septiembre, 1468), procediendo después los nobles y prelados de una y otra
comitiva a jurarla y besarle la mano en señal de homenaje, y renovando los
confederados el juramento de fidelidad al rey don Enrique. El legado pontificio
que allí se hallaba relevó a todos, por autoridad que tenía del Santo Padre, de
cualesquiera otros juramentos que antes en otro cualquier sentido hubiesen
hecho. El rey y la princesa se retiraron a pasar la noche en Cadalso. Don Juan
Pacheco, marqués de Villena, volvió a su antigua privanza con don Enrique, el
cual le confirmó en la posesión del maestrazgo de Santiago, uno de los objetos
que habían estimulado al de Villena a promover y activar aquellas negociaciones.
La
reina doña Juana, que veía su afrenta y deshonra y la perdición y ruina de su
hija
Viose
en esto precisado el rey don Enrique a pasar a Andalucía juntamente con el
marqués de Villena para sosegar aquella provincia, donde andaban todavía
alterados y revueltos los nobles y las ciudades y divididos en parcialidades y
bandos. Antes de emprender su viaje hizo que la princesa su hermana jurara que
no haría novedad en lo del casamiento durante su ausencia. Pero Isabel lo
ejecutó tan al contrario, que a pretexto de cuidar que se trasladase a Ávila el
cadáver de su hermano don Alfonso, partió de Ocaña y se fue a Madrigal, pueblo
de su nacimiento, donde residía la reina viuda su madre, a cuyo amparo esperaba
poder manejarse con más libertad en sus negociaciones matrimoniales. El
arzobispo de Toledo las activó también, aprovechando la ausencia del rey y del
marqués de Villena. Mas como se hallase en Madrigal el obispo de Burgos,
sobrino del marqués, todos los pasos de Isabel eran espiados por el obispo y
denunciados a don Enrique y al de Villena, los cuales desde Andalucía dieron
órdenes y tomaron medidas para prender a Isabel. Nunca esta princesa se vio en
mayor riesgo y apuro. Ganados y sobornados los sirvientes de su misma casa,
intimidadas sus dos más íntimas amigas doña Beatriz de Bobadilla y doña María
de la Torre, amenazados y atemorizados los habitantes de la villa por los
agentes del rey sí intentaban defenderla como los de Ocaña, viose en el más
inminente peligro de ser reducida a prisión. En tan apurado trance acudieron
con admirable oportunidad y presteza el activo prelado de Toledo y el almirante
don Fadrique con sus hombres de armas, y adelantándose a los enemigos
arrancaron de allí y redimieron a Isabel, y dejando asombrados a sus celosos
guardadores la trasladaron como en triunfo a Valladolid, ciudad devota del
almirante, donde fue recibida con general entusiasmo.
Dispúsose
inmediatamente que Gutierre de Cárdenas, maestresala de la princesa, uno de los
caballeros y servidores de su mayor confianza, y hombre reservado y sagaz, y
Alonso de Palencia, capellán del arzobispo, y cronista del príncipe don
Alfonso, a quien tantas veces hemos citado,
Caminando
de noche, vestido don Fernando de criado, cuidando de las caballerías en las
posadas, y sirviendo a sus compañeros como si fuesen sus amos a la mesa, al
modo que en otro tiempo lo había practicado el rey don Pedro el Grande de
Aragón en su misterioso y dramático viaje a Burdeos, logró el amante de Isabel
ir salvando los peligros que en el camino le ofrecían, ya los escuadrones del
rey que le cruzaban, ya la línea de fortificaciones que desde Almazán a
Guadalajara tenían los Mendozas, partidarios de la reina doña Juana y de la
Beltraneja. Faltó no obstante poco en una ocasión para que pereciera
trágicamente el enamorado príncipe. Habiendo llegado una noche al Burgo de
Osma, rendidos de cansancio y ateridos de frío todos los de la comitiva,
llamaron a la puerta del castillo, que tenía el conde de Treviño partidario de
Isabel. Creyéndolos enemigos los de dentro, un centinela arrojó desde el adarve
una piedra enorme que pasó por junto a la cabeza de don Fernando. El cronista
Palencia dio entonces un grito, reconocieron los del castillo su voz, y ya el
conde y los suyos les abrieron y recibieron con grande alegría. Desde allí ya vino protegido por escolta hasta Dueñas (9 de
octubre), desde cuya villa se adelantaron Cárdenas y Palencia a Valladolid a
dar a Isabel la feliz nueva de la llegada de su futuro esposo, que aquella
esperaba con impaciencia y recibió con regocijo. Los caballeros que formaban su
corte corrieron cañas en albricias de tan fausta nueva.
Ya
el rey había sabido, hallándose en Cantillana, lo que en su ausencia se trataba
acerca de matrimonio. Con ánimo de regresar inmediatamente a Castilla pasó primero
a Trujillo a fin de poner al conde de Plasencia su amigo en posesión de aquella
fortaleza, cosa que no pudo lograr por la resistencia que el alcaide y algunos
ciudadanos le hicieron: ¡a tal impotencia se veía reducido este buen monarca!
Allí recibió una carta de su hermana doña Isabel, en que le informaba de la
venida del príncipe aragonés a Castilla, del matrimonio que estaba resuelta a
contraer, de la aprobación que los nobles castellanos le habían dado, de las
ventajas que esperaba resultarían a la monarquía, sincerando su conducta,
rogándole que aprobase aquel enlace, asegurándole de la sumisión de don
Fernando si se dignaba recibirle por hijo, y concluyendo por protestar que le
obedecerían como a hermano mayor, como a señor y a padre. Dispusiéronse en seguida las vistas de los dos príncipes.
El 14 de octubre (1469) partió don Fernando de Dueñas con solos cuatro
caballeros, y cerca de la media noche llegó a Valladolid a !as casas de Juan de
Vivero donde la princesa moraba. Aguardábale ya el arzobispo de Toledo, el cual
le condujo al aposento de Isabel. Gutierre de
Tenía
entonces Fernando diez y ocho años, contaba un año más la princesa Isabel.
Blanco, robusto y bien proporcionado el infante de Aragón, fortalecido con las
fatigas y ejercicios de la guerra y de la caballería, algo delgada su voz, fino
y cortés en su habla, era templado en el comer y muy activo para el trabajo y
los negocios. Isabel, de estatura algo más que mediana, color blanco, ojos
azules y de mirada inteligente y sensible, graciosa en sus modales y dotada de
belleza, revelaba en su fisonomía modestia,
dignidad, inteligencia y reserva. En la tarde del 18 volvió don Fernando a
Valladolid: salieron a recibirle el arzobispo de Toledo, el almirante y mucha
gente de cuenta de la ciudad. Al anochecer llegó a las casas de Juan de Vivero,
donde después se estableció la chancillería y hoy está la audiencia.
Ratificáronse aquella noche solemnemente los esponsales. El arzobispo presentó
una bula pontificia expedida anteriormente por Pío II. dispensando el
parentesco de consanguinidad que había entre los príncipes, y se leyeron las
capitulaciones matrimoniales otorgadas por don Fernando y ratificadas por el
rey don Juan II. su padre. Los principales capítulos eran: que tratarían con
toda reverencia y acatamiento al rey don Enrique, y respetarían también a la
reina doña Isabel, madre de la princesa; que guardarían la concordia hecha
entre don Enrique y su hermana; que consumado el matrimonio, don Fernando
estaría personalmente en el reino de Castilla con su esposa, y no saldría de él
sin su voluntad; que si Dios les diese hijos, no los sacaría de estos reinos
sin su expreso consentimiento; que todas sus escrituras se intitularían y
firmarían en nombre de los dos príncipes; que no se proveerían oficios ni
fortalezas sino en naturales del reino; que el príncipe no haría guerras ni
alianzas sin la anuencia de la princesa; que no haría innovación alguna en
orden a los estados y bienes situados en Castilla que habían sido del rey su
padre y habían pasado a otras manos: condiciones todas
dirigidas a hacer aquel enlace popular y grato a la generalidad de los
castellanos.
Al
siguiente día 19 se celebró en la sala principal de la casa de Isabel aquel
matrimonio que la Providencia tenía destinado para que fuese el cimiento de la
grande obra de la reunión de las dos grandes monarquías y de la grandeza y
prosperidad de España, a presencia de algunos prelados, y de muchos nobles y
caballeros de Castilla, siendo padrino el almirante don Fadrique y madrina la
esposa de Juan de Vivero, dueño de la casa, llamada doña María. Pasóse el resto
del día y toda una semana en fiestas, regocijos y espectáculos públicos. Los
recién casados enviaron al rey don Enrique una embajada participándole haberse
efectuado su matrimonio, acompañando copia de las capitulaciones matrimoniales,
repitiéndole las seguridades de su sumisión, y rogándole de nuevo que aprobase
su enlace. Si la carta anterior de Isabel había quedado sin contestación
escrita, la respuesta del indolente don Enrique a esta embajada fue, que «lo
vería con los del su consejo y con los grandes de su reino, y que habido su
acuerdo les mandaría responder.»
No se respiraba en la corte de Enrique IV
(vuelto ya a Segovia, su residencia predilecta) sino resentimiento y venganza
contra los príncipes consortes. Vino oportunamente para los enemigos de este
matrimonio la pretensión que a este tiempo hizo Luis XI de Francia, pidiendo a
doña Juana (la Beltraneja) para su hermano el duque de Guyena, heredero
presunto de aquel reino, el desechado antes por la princesa Isabel. Recibió don
Enrique con gusto esta propuesta, y no vaciló en dar desde luego su
asentimiento. Nuevamente le escribían los príncipes justificando su conducta y
rogándole los admitiera en su gracia y benevolencia, proponiendo los oyera en
justicia ante los procuradores del reino y personas religiosas nombradas por
él, y obligándose en caso de discordia a estar por la decisión del buen conde
de Haroy de cuatro religiosos
de dignidad. La respuesta de don Enrique
Déjase comprender la profunda aflicción con que recibiría este golpe la virtuosa Isabel, que acababa de dar a luz en Dueñas el primer fruto de su amor y de su matrimonio (la niña Isabel), y más cuando supo que el rey su hermano había circulado por todo el reino un manifiesto injurioso, exponiendo a su manera los motivos que le habían impulsado a privarla de la sucesión, e invitando a que reconociesen a doña Juana. La circular no produjo grande efecto en favor de la Beltraneja: además de las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, las ciudades de Andalucía, Sevilla, Jerez, Baeza, Úbeda y Jaén acordaron mantener el juramento antes prestado a Isabel como princesa heredera. Esla por su parte contestó al manifiesto de su hermano con otro manifiesto, justificando largamente su conducta y acriminando la del rey, demostrando su inconstancia y la ilegalidad de sus últimos actos. Acabó esto de irritar a don Enrique contra Isabel y contra los prelados de Toledo y de Segovia. A estos los acusó ante la corte de Roma, y a los príncipes determinó echarlos a mano armada fuera del reino. Mas todas estas demostraciones de enojo y todo este aparato y amenazas de guerra se estrellaron en la artera y doble política de don Juan Pacheco, gran maestre de Santiago, que con su constante sistema de no dejar que nadie venciese, para hacerse necesario a todos, impidió que las cosas fuesen tan adelante, para lo cual no necesitaba de grande esfuerzo, atendido el carácter débil del rey (1471). Hizo no obstante el gran maestre, sin que entrara acaso en su intención, un gran servicio a los príncipes consortes, porque además de la escasez de medios en que entonces se hallaban, cuando más falta hacía Fernando al lado de su esposa Isabel, fue inesperadamente llamado por su padre don Juan II. de Aragón para que le ayudara en las guerras del Rosellón que sostenía contra Luis XI. de Francia, y el príncipe obedeciendo al llamamiento de su padre y con beneplácito de su esposa, acudió con presteza a socorrerle a la cabeza de una hueste castellana, que le proporcionaron el arzobispo de Toledo y los nobles y magnates de su bando. Mejoró
entretanto notablemente la situación de Isabel en Castilla. El duque de Guyena,
después de haberse mostrado harto tibio en lo de realizar su casamiento con la
Beltraneja, y de
Ocurrió
en esto un suceso que abrió los corazones a la esperanza de una reconciliación
entre los opuestos bandos de los dos hermanos y de las dos princesas Andrés de
Cabrera, mayordomo del rey y alcaide del alcázar de Segovia, temiendo los
efectos de la enemiga que le profesaba el gran maestre de Santiago, e instigado
también o aconsejado por su mujer doña Beatriz de Bobadilla, la amiga de Isabel
y de su madre, meditó cómo reconciliar a aquella con el rey su hermano sin
intervención de don Juan Pacheco, cuyo influjo y ascendiente sobre don Enrique
no cesaba el Cabrera de representar al rey como perjudicial y vergonzoso.
Después de haber logrado ablandar un poco el ánimo del monarca, dispuso, para
evitar toda sospecha de sus manejos, que su mujer doña Beatriz disfrazada de
aldeana y sobre la más humilde de las cabalgaduras, pasara a la villa de Aranda
donde se hallaba Isabel, para informarla de su plan e invitarla a que fuese a
Segovia. Confiando aquella princesa en las palabras de su amiga y en las buenas
intenciones de su esposo, no dudó en acceder a la invitación, y acompañada del
arzobispo de Toledo pasó a Segovia, mansión del rey su hermano. Viéronse pues
allí Enrique e Isabel De índole naturalmente benigna el rey, y de carácter
inofensivo cuando obraba por impulso propio, recibió cariñosamente a su hermana
(diciembre, 1473). Sinceróse esta de su conducta en lo del matrimonio,
concluyendo con pedir a Enrique la aprobación de su enlace. No solamente se dio
el rey por desenojado en esta entrevista, sino que queriendo hacer pública la
concordia que desde aquel momento se establecía entre los dos, salió a pasear
con ella por las calles de la ciudad llevando con su mano las bridas de su
palafrén. Hiciéronse con este motivo alegres fiestas, en que tomaron parte los
de uno y otro partido, como en testimonio y celebridad de haber cesado tan
lamentables discordias. Sólo el maestre de Santiago, desairado en aquellas
negociaciones, se retiró y estuvo ausente de la corte algunos meses. Cuando don
Fernando volvió a Castilla, fue recibido por el rey en Segovia con muchas
muestras de satisfacción, y todo parecía anunciar días de tranquilidad y de
sosiego al reino.
No
fue sin embargo así. Habiendo dado el mayordomo Cabrera un banquete al rey y a
los príncipes el día de la Epifanía (1474) en las casas del obispo, pasado
algún tiempo después de la cena, el rey se sintió malo «de dolor en el
costado,» dice un cronista, y tuvo que retirarse al palacio, donde estuvo
algunos días enfermo. Hiciérons3 rogativas por su salud, y se restableció, si
bien le quedaron reliquias de aquella enfermedad que le duraron hasta su
muerte. Isabel y Fernando le visitaban en su dolencia, más aunque los
partidarios de los príncipes le rogaban los confirmase en la sucesión del reino
no pudieron conseguirlo. No desaprovechó aquel incidente el gran maestre de
Santiago para infundir sospechas en el ánimo del rey contra Cabrera y los
príncipes, y como nada le era más fácil que hacer creer a don Enrique todo lo
que se proponía, indújole a apoderarse
Mucho
sintió don Enrique la muerte de su antiguo privado, en quien había vuelto a
depositar la más plena confianza, como si le hubiera sido fiel toda la vida.
Aun después de muerto le honró en la persona de su hijo el marqués de Villena,
dándole todas las tenencias de las ciudades, villas y fortalezas de la corona
que su padre tenía, y nombrándole gran maestre de Santiago, sin consultar con
los grandes del reino, ni siquiera con los caballeros de la Orden; cosa que
indignó a los prelados, a los grandes y nobles, y acabó de enajenarle las
voluntades, adhiriéndose estos más y más al partido de la princesa Isabel. Pero
estaba destinado aquel monarca a sobrevivir muy poco tiempo a su favorito. El
empeño de sostener en la posesión del gran maestrazgo a su nuevo protegido le
obligó a hacer marchas y expediciones que su quebrantada salud no podía ya
soportar, y habiendo vuelto a Madrid con el ansia de hallar alivio y reposo,
dominó por el contrario la enfermedad de tal manera su debilitado cuerpo que en
pocos días tuvieron fin su vida y su desastroso reinado (11 de diciembre,
1474), a los 50 años de edad. Con él quedó extinguida
la línea varonil de la dinastía de Trastámara, que había ocupado el trono de
Castilla por más de un siglo.
Conviene
en lo general con los hechos el retrato moral que de este príncipe nos han
dejado los escritores contemporáneos, si bien hecho con bastante indulgencia, a
excepción del de Alonso de Palencia, su declarado enemigo. No era en verdad don
Enrique ni orgulloso, ni avaro, ni vengativo, ni cruel, ni inclinado a
menospreciar ni a oprimir los hombres. Por el contrario, su porte era
excesivamente modesto; vestía trajes de lana, y con más desaliño que esmero;
las insignias y ceremonias reales le eran molestas; mesurado y cortés en su
trato, «a ninguno hablando decía jamás
ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA. ARAGÓN Y NAVARRA EN EL SIGLO XV
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