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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

 

CAPÍTULO XXX.

ENRIQUE IV. (EL IMPOTENTE) EN CASTILLA.

De 1454 a 1475.

 

 

La situación poco lisonjera en que don Juan II de Castilla había dejado el reino a su muerte (21 de junio, 1454) hizo que se proclamara con gusto, y hasta con entusiasmo en Valladolid a su hijo don Enrique, cuarto de las monarcas castellanos de este nombre; así por la esperanza de mejorar de condición que suelen concebir los pueblos cuando después de un reinado turbulento y desastroso ven pasar el cetro a otras manos, como por el carácter afable, franco y benigno del nuevo rey. A inexperiencia de la edad y a debilidades de la juventud atribuían o se hacían la ilusión de atribuir sus anteriores faltas los que se acordaban de las rebeliones de don Enrique contra su padre, de su conducta con doña Blanca de Navarra su esposa, y de otros desfavorables antecedentes de su vida cuando era sólo príncipe primogénito. Veremos si se equivocaron los que esperaban un porvenir más risueño fundados en la índole y cualidades del nuevo monarca.

Sus primeros actos no desmintieron aquellas esperanzas. Espontáneamente y por un rasgo de benignidad y de clemencia mandó sacar de la prisión a los condes de Alba y de Treviño y a otros caballeros que se hallaban presos por las anteriores rebeliones, y que les fuesen restituidas sus tierras y bienes. Confirmó en sus empleos a los oficiales de su padre; renovó la antigua amistad de Castilla con Carlos VII de Francia, que acababa de libertar aquel reino del yugo de la Inglaterra, y llevó a cabo los tratos de paz que su padre había dejado pendientes con el rey don Juan de Navarra. Concertóse esta paz por mediación de su tía la reina de Aragón, esposa de Alfonso V, interviniendo también el Justicia de Aragón, el almirante don Fadrique y el marqués de Villena, mayordomo mayor del rey. Por este convenio el rey don Juan de Navarra, su hijo natural don Alfonso, que se decía maestre de Calatrava, el infante de Aragón don Enrique su hermano, todos renunciaban las villas, fortalezas y lugares que tenían en Castilla, manantial perenne de las revueltas y disturbios entre los soberanos y príncipes de los tres reinos que largamente hemos referido, recibiendo en cambio algunos cuentos de maravedís anuales por juro de heredad sobre las ciudades y rentas de la corona castellana. Exceptuábase de esta renuncia la fuerte villa de Atienza, por pertenecer a la dote de la reina de Navarra, doña Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla. El almirante y los demás nobles y caballeros castellanos, que andaban desterrados y tenían confiscados sus bienes por haber hecho causa común con el rey de Navarra y los infantes de Aragón contra don Juan II, padre de don Enrique, eran repuestos en sus empleos y señoríos, y volvían libremente a Castilla. Esta paz, o más bien prolongación de treguas, que confirmó el rey de Aragón y de Nápoles Alfonso V, vino a reducirse a un contrato de compra y venta de villas y lugares entre los reyes de Castilla y de Navarra, y a la restitución de sus dominios y empleos a los magnates rebeldes que tantos sinsabores habían dado a don Juan II.

Puesto de esta manera Enrique IV en posesión de todas las ciudades y villas de su reino, quiso hacer una manifestación de su poder y grandeza, y congregando cortes generales en Cuéllar, expúsoles su pensamiento y determinada voluntad de renovar la guerra contra los moros de Granada. Contestó por todos aprobando su resolución don Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, conde del Real de Manzanares. En su virtud, dejando el rey por gobernador del reino en Valladolid al arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo y a don Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro, partió para Andalucía en la inmediata primavera (abril, 1455) con poderoso ejército de a pie y de a caballo. Lo notable de este ejército era una hueste de tres mil seiscientas lanzas, especie de guardia real, magníficamente equipada y pagada por el rey, mandada por los jóvenes de la primera nobleza, y destinada a acompañar de continuo la persona real, de lo cual se denominaron continos o continuos del rey, que era su primer jefe, y algunos consideran como la primera creación de un ejército permanente. Llevaba consigo don Enrique a esta campaña toda la nobleza del reino, de que eran representantes los personajes siguientes, que nos importa conocer para la historia sucesiva de este reinado: don Alfonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, con otros prelados; el almirante don Fadrique Enríquez, tío del rey (nuevamente venido del destierro de resultas de la paz con el rey de Navarra), don Juan de Guzmán, duque de Medina-Sidonia, el marqués de Santillana con sus hijos, don Juan Pacheco, marqués de Villena (el gran privado del rey), su hermano don Pedro Girón maestre de Calatrava, los condes de Plasencia, de Benavente, de Arcos, de Santisteban, de Alba de Liste, de Valencia, de Cabra, de Castañeda, de Osorno, de Paredes, de Almazán, y otros nobles y caballeros de estado, los más de ellos capitanes de a quinientos, hombres de armas o jinetes. Había hecho el rey grabar sobre su escudo la divisa de una granada abierta, símbolo de su futura conquista.

No correspondió sin embargo esta campaña a la grandeza y lujo de su aparato. Llegó este grande ejército a la vega de Granada: mas, bien fuese que el rey se propusiera ir devastando aquella rica campiña para reducir a los moros por falta de mantenimientos, bien que quisiera economizar demasiado la sangre de sus soldados, dio orden a sus capitanes para que evitaran todo encuentro con los enemigos. Disgustó esta conducta a algunos de los nobles, en términos que proyectaron apoderarse de la persona misma del rey, contándose entre estos el maestre de Calatrava don Pedro Girón (hermano del marqués de Villena), y los condes de Álva y de Paredes, y hubiéranlo realizado, si advertido el rey por un hijo del marqués de Santillana del peligro que corría no se hubiera retirado a Córdoba, y de allí a Madrid. ¡Tan pronto perdió Enrique IV el prestigio con que había subido al trono! Mas no por eso renunció el rey a repetir estas expediciones en cada primavera, después de pasar los inviernos en Madrid y sus cercanías, distraído en monterías y partidas de caza, su recreo y diversión favorita. En abril del año siguiente (1456) volvió con su ejército a recorrer las tierras de Lora, Antequera y Archidona: avanzó hasta cercado Málaga, pero contentóse también con talar e incendiar algunos pequeños lugares. En vano sus capitanes ansiaban ganar fama y prez con alguna empresa hazañosa: el sistema del rey era que la vida de los hombres no tenía precio, y que por lo tanto no debía en manera alguna consentir que la aventuraran en batallas, combates, ni aún escaramuzas: táctica singular en quien se presentaba con ínfulas de arrojar los moros de España, y que le atraía el menosprecio y le ponía en ridículo para con sus mismos caudillos y capitanes. Merced al espontáneo arrojo de algunos jóvenes caballeros, habiendo vuelto al otro año (1457) a la vega de Granada, como hubiese muerto en un encuentro que aquellos tuvieron con los moros el esforzado Garcilaso de la Vega, se irritó algún tanto el rey, mandó talar las mieses, viñas, olivares y plantíos, se tomó a fuerza de armas la villa y fortaleza de Gimena, y obligó al emir Aben Ismail a pedirle treguas, que obtuvo a costa de un tributo de doce mil doblas anuales y del rescate de seiscientos cautivos cristianos. Mas ni se alcanzó triunfo alguno señalado, ni se ganó plaza alguna importante, y aquellas ruidosas campañas se reducían a vanos y ostentosos alardes, en que se gastaban sumas inmensas, y en que bajo el especioso pretexto de economizar las vidas de sus súbditos ponía de manifiesto su medrosa política, y excitaba en sus mismas tropas la murmuración, y en los grandes el desprecio y hasta la burla.

En este intermedio, ansioso el rey don Enrique de tener sucesión, y tal vez con el afán de desmentir la fama y nota de impotente que desde su primer matrimonio con doña Blanca de Navarra había cundido por el pueblo, procuró contraer segundo enlace, y solicitó la mano de la joven princesa doña Juana de Portugal, hermana del monarca allí reinante, Alfonso V, princesa dotada de gran viveza de espíritu y de todas las gracias de la juventud, que hacía por su hermosura las delicias de la corte de aquel reino. Obtenido su consentimiento y el de su hermano, y hechas las capitulaciones, en que entraba el dote que el rey le señaló, que consistía en las villas de Ciudad-real y Olmedo y en millón y medio de maravedís de moneda corriente, fue traída la nueva reina a Castilla, saliendo a recibirla a Badajoz de orden del rey el duque de Medina-Sidonia con lucida y numerosa comitiva de caballeros. Llevada a Córdoba, donde el rey don Enrique se hallaba, se celebraron los desposorios (mayo, 1455), pasando luego a Sevilla, donde hubo fiestas de cañas, justas, toros, y un torneo de cincuenta por cincuenta, de que fueron jefes el duque de Medina-Sidonia y el marqués de Villena. Traía consigo la reina doña Juana una brillante corte de damas y doncellas portuguesas, a quienes el rey se obligó a atender según su clase.

Deseoso don Enrique de festejar a su esposa, trájola a Madrid y Segovia, sitios de su preferencia, donde los reyes y la corte pasaban alegre y dulcemente el tiempo en fiestas y banquetes, en que todos lucían sus galas, y gastaban con una esplendidez maravillosa, que pronto había de dar al traste con todas las rentas del reino. El lujo y la galantería de aquella corte sibarita se extendía hasta a la respetable clase de los prelados; y el de Sevilla, don Alonso de Fonseca, una noche después de la cena tuvo la humorada y la jactancia de presentar en la mesa dos bandejas cubiertas de anillos de oro guarnecidos de piedras preciosas, para que la reina y sus damas tomaran el que fuese más de su gusto. El rey don Enrique que había gastado su juventud entregado a la disolución y a los placeres sensuales, no renunció con el nuevo matrimonio a las costumbres de su licenciosa vida, y ni las gracias, ni la belleza, ni la juventud de la reina, fueron bastantes a moderar sus antojadizas pasiones. Entre las damas de la reina había una llamada doña Guiomar, señalada entre las otras por su hermosura. El rey tomó con ella, como dice su cronista, pendencia de amores, con tan poco recato que faltaba ya abiertamente a las consideraciones que debía a la reina por dedicar todos sus obsequios y galanteos a la manceba. No pudo aquella un día tolerar la insultante arrogancia de la dama de su esposo, y tomó la venganza por su mano, asiéndola por el cabello y sacudiéndola y golpeándola fuertemente. Grande enojo recibió el rey de este acto, más no por eso renunció a unos amores y galanteos que tanto escándalo producían ya: contentóse con separar a doña Guiomar de la reina, trasladándola a dos leguas de Madrid, donde le puso una casa con magnífico y suntuoso menaje, y donde iba a menudo a visitarla y «a holgar con ella.»El arzobispo de Sevilla no tuvo escrúpulo en adherirse a la causa de la manceba; el marqués de Villena se mantuvo en favor de la reina doña Juana, y a ejemplo de estos dos personajes, aquella corrompida corte se dividió en dos bandos, tomando parte cada cual por una de las dos bellas enemigas.

Tampoco la reina doña Juana tardó en inspirar sospechas de que no era el rey su esposo el que poseía todo su corazón. Su belleza, su juventud, sus modales ligeros y alegres daban alguna ocasión a ello, y el ojo suspicaz de los cortesanos señaló pronto a don Beltrán de la Cueva, hidalgo de los más generosos de Úbeda, y uno de los más apuestos y gallardos caballeros de la corte, que comenzaba a gozar del favor del rey, y de paje de lanza había ascendido a mayordomo mayor, como la persona a quien la reina hacía objeto de sus predilecciones. Con motivo de haber enviado el duque de Bretaña a don Enrique una embajada ofreciéndole su alianza y confederación, quiso el rey agasajar al embajador y ostentar a su presencia el lujo y brillo de su corte, a cuyo efecto dispuso unas magníficas fiestas en la casa de campo del Pardo. Pasáronse cuatro días en justas, torneos, monterías y espléndidos banquetes. El cuarto día, para cuando los reyes y la corte regresasen a Madrid, el joven D. Beltrán de la Cueva, gran cabalgador de la jineta, gracioso y esmerado en los atavíos de su persona, preparó y tuvo un paso de armas cerca de Madrid en el sitio por donde habían de pasar todos los que regresaban del Pardo, donde hoy llamamos la Puerta de Hierro. Los caballeros y gentiles hombres que llevaban damas no podían entrar sin que prometiesen hacer con él seis carreras, y los que no quisiesen justar habían de dejar el guante derecho. En un arco de madera que se había construido se pusieron muchas letras de oro perfectamente labradas: el caballero que rompía tres lanzas iba al arco y tomaba la letra inicial del nombre de su dama. Don Beltrán de la Cueva defendió sólo contra todos y cada uno la belleza sin par de la señora de sus pensamientos, y aunque él no reveló el nombre de su dama, todo el mundo comprendió que era la reina a quien el caballero hacía los honores de su valor y de su brío. Duró esta fiesta desde la mañana hasta la noche, y el rey holgó tanto de este paso de armas, que queriendo honrar su memoria, mandó erigir en aquel sitio un monasterio de la orden de San Jerónimo, que se llamó San Jerónimo del Paso: ¡extraño origen por cierto de una fundación religiosa!

Al propio tiempo que así honraba el rey al que en el concepto del pueblo le hacía ya la mayor de las deshonras, enajenábase la nobleza elevando a las primeras dignidades del reino a personas humildes y desconocidas a quienes sacaba de la nada. Así había dado el priorato de San Juan a un don Juan de Valenzuela; el gran maestrazgo de Alcántara a don Gómez de Solís, simple hidalgo de Cáceres; y hecho condestable de Castilla a un don Miguel Lucas, natural de Belmonte. Creía que elevando a estos puestos a gentes de baja esfera, tendría con eso servidores más leales, agradecidos y devotos que los antiguos nobles, y lo que hacía era disgustar a estos y ensoberbecer a aquellos. Pródigo de mercedes con los hidalgos y gente común, muchos dejaban el servicio de los grandes pasando al del rey con el aliciente de participar de sus liberalidades, lo cual acababa de indisponer contra él la grandeza, que ya trabajaba y conspiraba de secreto contra su soberano. Los dispendios en sueldos, fiestas y espectáculos eran tales, que ya un día su contador mayor y tesorero Diego Arias hubo de hacerle presente lo excesivo de tales gastos, y que no debía dar sueldos a muchos que ni le servían ni lo merecían. «Vos habláis como Diego Arias, le contestó, e yo tengo de obrar como rey... y ansi quiero e mando que dédes de comer, a unos por que me sirvan, y a otros por que no hurten y mueran deshonrados... que por la gracia de Dios que me lo dio tengo rentas y tesoros para ello grandes.» Mas el resultado de esta ostentosa liberalidad, que su cronista y capellán Castillo ensalza mucho, se vio cuando se encontraron vacías las arcas de aquellos grandes tesoros. Atraíase no obstante con esta prodigalidad mucha parte del pueblo, al paso que se alejaba la nobleza.

Entre los grandes que se ofendían de ver eclipsada su influencia por la elevación de los nuevos privados, y que comenzaban a intrigar secretamente con otros nobles contra el rey, se contaban los dos más poderosos personajes de Castilla, a saber, el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo Don Juan Pacheco, antiguo paje del condestable don Álvaro de Luna, por cuyo influjo había entrado al servicio de don Enrique cuando era príncipe, y nombrádole su padre don Juan II marqués de Villena; este don Juan Pacheco, cuyo valimiento y privanza con don Enrique era como un trasunto del de don Álvaro de Luna con el rey don Juan; alma de todas las rebeliones y de todas las reconciliaciones del hijo con el padre durante diez años, y primer consejero de don Enrique después de su subida al trono, era un hombre de fecunda imaginación para inventar intrigas y mover disturbios, y a propósito para seducir con su elocuencia. Ni vengativo, ni violento, pero disimulado y astuto, atento siempre a su interés, pero paciente para esperar su ocasión, imperturbable en los reveses, y bastante sereno para no aventurar nunca en una hora lo que le había costado muchos años adquirir, dulce y afable en su trato, fácil en acomodarse a los tiempos, pero perseverante en sus designios, su política era tanto más temible, cuanto más sagaz, aviesa, y torcida. Su tío el arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo era de un carácter diametralmente opuesto al de Villena. Duro, irascible, implacable en sus resentimientos, orgulloso, turbulento y altivo, de aquellos prelados de la edad media que parecían nacidos más para vestir casco que mitra, y más para manejar la acerada espada del guerrero que el pacífico cayado del apóstol, iba más derecha y desembozadamente a sus fines, y su carácter intrépido y fogoso contrastaba con la paciente espera de su sobrino. Sus pensamientos eran más altos que sus fuerzas, y su gran corazón no le dejaba medir las facultades con que contaba para las empresas en que se metía.

Sin embargo, ni el de Villena ni el primado rompieron todavía en abierta contradicción con el rey; antes por consejo y maña de don Juan Pacheco quitó el monarca la ciudad de Soria con las villas del infantado y prendió a don Juan de Luna, sobrino de don Álvaro, que las tenía, porque quería el de Villena casar a su hijo con la sucesora y heredera de aquel condado y señorío. Por él castigó y redujo a simple escudero de una lanza a don Alonso Fajardo, adelantado de Murcia, acusado de abusos y excesos como gobernador de aquella frontera.

La paz que don Enrique había concertado en Ágreda con el bullicioso rey don Juan de Navarra su tío, proseguía, y aún fue confirmada en unas vistas que ambos reyes tuvieron después (1457) entre Corella y Alfaro. Conveníale entonces al de Navarra mantener la amistad con el de Castilla, a causa de las discordias que aquel monarca traía con el príncipe de Viana su hijo; y con deseo de estrechar más su alianza le proponía el doble casamiento de sus dos hijos doña Leonor y don Fernando con los infantes de Castilla don Alfonso y doña Isabel, hermanos menores del rey, si bien la mano de la princesa Isabel la solicitaba también el príncipe don Carlos de Viana. Mas todo mudó de aspecto con la muerte de Alfonso V de Aragón y de Nápoles (1458). Don Enrique de Castilla perdió con su muerte un aliado, y tan luego como don Juan de Navarra heredó el trono aragonés se olvidó de sus compromisos con don Enrique. Y como hubiese ido tomando cuerpo la sorda conspiración de los grandes de Castilla contra su soberano, de la cual formaba parte el almirante don Fadrique, padre de la reina de Aragón, fueles fácil a los conjurados magnates hacer entrar en su confederación al rey de Aragón y de Navarra. En esta liga, que se firmó en Tudela (1460), figuraban el arzobispo de Toledo, el almirante don Fadrique, el conde don Enrique su hermano, el marqués de Santillana don Diego Hurtado de Mendoza, hijo de Íñigo, los condes de Alba y de Paredes, el maestre de Calatrava don Pedro Girón, hermano del marqués de Villena, y otros varios nobles y caballeros. Permanecía fiel al rey el arzobispo de Sevilla don Alonso de Fonseca. El marqués de Villena, uno de los motores secretos de la liga, tuvo la habilidad de disipar las sospechas del soberano, y aún de arraigarse más en su privanza, haciendo que se separara de la confederación el maestre de Calatrava su hermano. Esta conjura fue la que movió a don Enrique a aliarse con el príncipe de Viana, a ofrecerle la mano de su hermana doña Isabel que aquel pretendía, y a favorecer a los catalanes partidarios del príncipe hasta conseguir libertarle de la prisión en que le había puesto su rencoroso y desnaturalizado padre, según que en el anterior capítulo dejamos expuesto (1461).

Mientras los catalanes con su amado príncipe don Carlos distraían y ocupaban al rey de Aragón dándole harto que hacer por la parte de Cataluña, el rey don Enrique de Castilla invadía la Navarra, se apoderaba de Viana, que no pudo sostener el condestable Mosén Pierres de Peralta que la defendía, y regresaba triunfante a Logroño. Esta invasión no sólo había sido aconsejada por el marqués de Villena, sino que este privado había hecho de modo que fuese por principal capitán de aquella campaña el maestre de Calatrava don Pedro Girón su hermano. Merced a la astuta y tortuosa política del de Villena, que poseía el arte de desavenir y concertar a todos según convenía a sus miras e intereses, no sólo volvió al servicio del rey el marqués de Santillana, a quien fue restituida la ciudad y señorío de Guadalajara de que don Enrique le había despojado, sino que casi todos los de la liga, y hasta el almirante y el arzobispo de Toledo se reconciliaron, al menos en apariencia, con el rey, y se presentaron en Ocaña a hacerle reverencia; don Enrique, además de recibirlos con alegría, les prometió honras y mercedes. El arzobispo de Sevilla, que había quedado de gobernador del reino, y que quiso advertir al rey del mal camino que en aquello llevaba, fue apenas escuchado y de todo punto desatendido. Obra era todo del marqués de Villena, cuya política sagaz y ladina era la de apartar del rey los consejeros leales, y rodearle de los menos adictos, para hacerse en todo tiempo el hombre necesario.

Otro príncipe de más resolución y energía que don Enrique hubiera podido sacar gran provecho y medro de los sucesos y ocasiones con que la fortuna le brindaba. En la historia del reinado de don Juan II de Aragóndijimos ya cómo la desgraciada princesa doña Blanca de Navarra, su primera y repudiada esposa, olvidando antiguas afrentas y agravios, había hecho en él renuncia de aquel reino. Vimos también cómo los catalanes, después de la muerte del príncipe de Viana, antes que someterse al rey de Aragón, habían preferido ofrecer la corona del principado al rey de Castilla. Condújose don Enrique, ya como heredero nombrado de Navarra, ya como soberano electo de Cataluña, con tal flojedad o con tan poca política, que sobre no obtener el señorío de Navarra concluyó por desamparar a los catalanes poniéndolos en el caso de transferir a don Pedro de Portugal el cetro y dominio del principado de que le habían investido. El arreglo de sus disensiones y guerras con don Juan II de Aragón tuvo más de dramático que de honroso para el rey de Castilla. Los dos monarcas enemigos habían acordado comprometer sus diferencias y someterlas al fallo arbitral de Luis XI de Francia, que había sucedido a Carlos VII en aquel reino, y cuya política y tendencias eran intervenir en todos los negocios de otras naciones para explotarlos en provecho propio. Al efecto se celebraron primeramente conferencias en Bayona, y luego se acordó que los dos reyes de Francia y de Castilla se viesen entre Fuenterrabía y San Juan de Luz. Realizáronse estas vistas a las márgenes del Bidasoa, río que divide los términos de ambos reinos (mayo, 1463).

Las circunstancias de esta entrevista fueron tan notables como su mismo resultado. Acompañaban al rey de Castilla el marqués de Villena, los obispos de Calahorra y de Burgos, el maestre de Alcántara y el gran prior de San Juan, don Beltrán de la Cueva, nombrado ya conde de Ledesma, con otros muchos nobles y caballeros de las órdenes, todos ricamente ataviados y vestidos, y con tal magnificencia y gala cual no se había visto jamás en Castilla. Distinguíase entre todos por su lujoso y brillante arreo don Beltrán de la Cueva, en cuyo vestido brillaban con profusión el oro y las piedras preciosas. Pasó el rey del otro lado del río en una barca gustosamente engalanada, y siguiéronle en otras barcas los señores y caballeros de su corte. Esperábalos a la otra orilla el rey Luis XI con su acompañamiento. Singular contraste formaba el magnífico atavío de los nobles castellanos con el humilde porte de los caballeros franceses, incluso el de su rey, que consistía en una corta sobreveste de paño burdo, un justillo de fustán y un sombrero viejo, en que llevaba cosida una imagen de plomo de la Virgen; traje que pasaba ya la línea de lo modesto y humilde y tocaba en la de lo desaliñado y lo indecoroso. Tal contraposición afectó igualmente a los hombres de ambas naciones; los franceses ridiculizaban la pomposa ostentación de los españoles, y los castellanos se mofaban de la miserable tacañería de los franceses. Adelantóse el rey Luis a recibir a don Enrique, diéronse las manos y se abrazaron. Conferenciaron seguidamente un rato, recostado el de Castilla en una peña, y estando en medio de los dos un valiente y hermoso lebrel en que ambos apoyaban las manos. Al cabo de un breve espacio pronunció Luis XI. su sentencia arbitral, reducida a que los catalanes volviesen a la obediencia de su rey don Juan; que el de Castilla retirara las tropas que había enviado a Cataluña, renunciando a favorecer la insurrección; que en cambio se le daría la ciudad de Estella y su merindad en Navarra por los gastos de la guerra que había hecho en este reino en favor del príncipe Carlos, y que la reina de Aragón y la infanta doña Juana su hija se pondrían en rehenes en la villa de Larraga en poder del arzobispo de Toledo hasta que la sentencia se cumpliese. Leído y aceptado el fallo, se despidieron los dos monarcas con tan poca estimación como se habían manifestado sus respectivos cortesanos, y el de Castilla se retiró en sus barcas a dormir a Fuenterrabía.

Esta célebre sentencia descontentó igualmente a catalanes, navarros y castellanos, y así era natural, puesto que en ella sólo quedaba favorecido el rey de Aragón, a quien el francés halagó sin duda por convenir así a sus miras sobre los condados de Rosellón y Cerdaña. Cuando don Enrique comunicó la decisión arbitral a los mensajeros de Barcelona, Cardona y Copones, estos severos e independientes catalanes no se despidieron de él sin dirigirle palabras harto duras, y se salieron diciendo en alta voz: «Descubierta es ya la traición de Castilla; llegada es la hora de su gran desventura y de la deshonra de su rey.» De resultas de este abandono fue cuando los catalanes ofrecieron su señorío y llamaron al condestable don Pedro de Portugal. No menos agriamente se quejaron los castellanos de una sentencia en que tan lastimado quedaba el honor de su nación, y tan menguada la honra de un monarca que de aquella manera perinitia sacrificar los intereses de su reino. Públicamente acusaban al marqués de Villena y al arzobispo de Toledo de autores de aquella deshonra; culpábanlos de haber comprometido al rey, y los suponían en connivencia con don Juan de Aragón y con el monarca francés. El mismo don Enrique a su regreso a Castilla llegó a comprender que había sido instrumento y juguete miserable de las tramas e intrigas de aquellos magnates. Quiso remediarlo, pero el remedio era ya tardío. Débil hasta la imbecilidad, no sólo no se atrevió a romper ni con el marqués ni con el primado, sino que habiendo recibido una carta, en que le invitaban a que fuese a la villa de Lerín en Navarra que estaba por él, les complació con admirable condescendencia y se fue a Lerín. Durante su estancia de tres meses en esta villa, el condestable Mosén Pierres de Peralta se apoderó de Estella (la ciudad que había sido dada a don Enrique en el fallo arbitral del Bidasoa), con pretexto de rebelarse en ella contra el rey de Aragón. Todos los días veía aparecer en las salas, en las escaleras, por donde quiera que andaba, escritos en que le avisaban que guardase su persona, pues corría peligro su vida. Intimidado don Enrique, cada vez más receloso delos manejos del de Villena, pero sin resolución para proceder contra él, determinó salirse de allí, y vínose otra vez para Segovia.

La conjuración de aquellos magnates contra el rey era sobradamente cierta. Veamos lo que había ocasionado aquella enemiga, además de los resentimientos y quejas que anteriormente hemos expuesto.

En 1461 se había recibido con extraordinario júbilo, y muy especialmente por parte del rey, la feliz nueva de que la reina su esposa sentía síntomas ciertos de próxima maternidad. Esta noticia, después de más de seis años de un matrimonio estéril, y atendida la cualidad de impotencia que muchos atribuían al rey, colmaba los deseos de don Enrique, que veía desvanecerse aquellos desfavorables rumores, inmediatamente dispuso que fuese conducida la reina con el masesquisito esmero y cuidado a Madrid, donde él a la sazón se hallaba, y donde gustaba de tener su corte, para que viese aquí la luz el Hijo o hija que hubiese de nacer. Los enemigos y envidiosos del favor de don Beltrán de la Cueva no dejaron de esparcir voces siniestras, tan deshonrosas para la reina como para el rey, designando sin gran rebozo a don Beltrán y1 atribuyendo a sus familiaridades con la reina las esperanzas de sucesión que esta anunciaba. Eran estos principalmente el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo, los cuales, con miras y proyectos ulteriores, lograron persuadir al rey que trajese a la corte sus dos hermanos doña Isabel y don Alfonso, con pretexto de que en ella se educarían mejor y aprenderían mejores costumbres, que no en Arévalo, Escalona o Cuéllar, donde el rey los tenía siempre apartados. A los pocos meses la reina, después de un parto trabajoso, dio a luz una princesa (marzo, 1462), a quien se puso por nombre Juana como su madre. Celebróse su nacimiento con grandes fiestas populares, y el rey le recibió como un presente del cielo. Bautizóla el arzobispo de Toledo, teniendo por asistentes a los obispos de Calahorra, Cartagena y Osma, y fueron sus padrinos el embajador de Francia, conde de Armañac, y el marqués de Villena, y madrinas la infanta doña Isabel, hermana del rey, y la marquesa de Villena. A los dos meses fue reconocida la infanta doña Juana en las cortes de Madrid como princesa de Asturias y heredera del reino, jurándola sus mismos tíos don Alfonso y doña Isabel.

No impidió esto para que la nueva princesa fuese designada con el nombre harto significativo y nada honroso de la Beltraneja, con que se quiso indicar y difamar su origen, y con que fue siempre conocida. Y como en medio de las fiestas del natalicio el rey tuvo la poca discreción de agraciar a don Beltrán de la Cueva con el señorío de Ledesma con título de conde, y de favorecerle y sublimarle dándole gran parte en los consejos y en la gobernación del reino, crecieron más las murmuraciones y las envidias, y con ellas el resentimiento de los ya harto enojados magnates. No tardó la reina en dar la segunda muestra de su fecundidad, si bien esta vez un incidente raro y extraordinario hizo que se malograsen sus esperanzas (1463). Tenía la costumbre de humedecer y suavizar su cabello con un líquido, sin duda de naturaleza inflamable, y un día, hallándose en su cámara, un fuerte rayo de sol que entraba por una ventana y daba en su cabeza le inflamó y encendió la cabellera, en términos que si sus damas no hubieran acudido tan diligentes a apagar el fuego, hubiera corrido peligro de abrasarse. Bastó no obstante para que el susto le hiciera mover antes de tiempo un feto de seis meses que nació sin vida, y que por la circunstancia de ser varón produjo en el rey mayor pesadumbre. Hiciéronse siniestros augurios sobre el caso, tomando de ello algunos ocasión para vaticinar desgracias sobre el rey y la reina. A todo esto el favor siempre creciente de don Beltrán de la Cueva, y su enlace con una hija del marqués de Santillana, que le entroncaba con la poderosa familia de los Mendozas, acabaron de hacerle odioso al de Villena que veía menguar su influjo y favor, y de aquí la conjuración contra el nuevo favorito y contra el mismo rey, y la malicia con que le aconsejaron en los negocios de Aragón, Cataluña y Navarra, y los compromisos en que le pusieron y de que salió tan rebajada y desprestigiada su honra y autoridad.

Marchaban a la par la ingratitud y la audacia de los magnates y la poquedad y debilidad del rey. Sin consultar ya con el de Villena hizo el monarca un viaje a Extremadura, donde se vio con el de Portugal y ajustó el matrimonio de su hermana Isabel con el soberano de aquel vecino reino; matrimonio que aquella joven e ilustre princesa tuvo el buen sentido de rehusar, diciendo que no podía disponerse de su mano sin autorización y consentimiento de las cortes de Castilla. Al regreso del rey a Madrid halló que el primado de Toledo y el marqués de Villena se habían ausentado de la corte, y se mantenían en Alcalá de Henares en actitud sospechosa, y aún amenazante. En efecto, estos dos poderosos próceres, depuesta ya toda consideración y disimulo, en la ausencia del rey habían organizado contra él una confederación en que entraban el almirante don Fadrique y su hijo, los condes de Benavente, de Plasencia, de Alba y de Paredes, el obispo de Coria y varios otros prelados, señores y caballeros, mientras el maestre de Calatrava don Pedro Girón, hermano del de Villena, sembraba la discordia por toda Andalucía. Don Enrique, en vez de proceder con energía contra los disidentes magnates, cometió la torpeza de rogarles una y otra vez que se viniesen a la corte, donde les informaría de los tratos hechos con el de Portugal y de otros particulares que cumplían a su servicio. Envalentonáronse con esto los rebeldes, y no accedieron a la invitación del débil monarca sin imponerle humildes condiciones, entre ellas la de que mandase prender al arzobispo de Sevilla don Alonso de Fonseca, de quien el de Villena hizo creer al rey que era su mayor enemigo, mientras secretamente avisaba al prelado sevillano que procurara salvar su persona porque el rey intentaba reducirle a prisión. De este modo el astuto don Juan Pacheco, marqués de Villena, gran maestro en las artes de la intriga, hacia aparecer enemigos e introducía la discordia y la guerra entre el rey y sus más leales servidores.

Pronto sintió el desacordado monarca los efectos de su debilidad. Una noche hallándose en su palacio oyó caer con estruendo las puertas del regio alcázar y ruido y alboroto de gentes que penetraban en su mansión. En su aturdimiento se refugió a un pequeño retrete en compañía de don Beltrán de la Cueva, conde de Ledesma. Los que de aquella manera tan tumultuosa habían invadido los aposentos reales, eran los condes de Benavente y de Paredes, el hijo del almirante y otros caballeros de cuenta, que capitaneados por el de Vil lena iban con ánimo de apoderarse de los infantes y de prender al rey y a don Beltrán de la Cueva. El de Villena se adelanta sólo a la estancia del rey, y con su doble y artera política, fíngese indignado de aquel insulto, y como quien conoce y se burla de su flaca condición, le escita a que no le deje sin castigo. «Parécevos bien, marqués, le dijo el rey, esto que se ha fecho a mis puertas? Sed seguro que ya no es tiempo de más paciencia.» Pero el resultado se redujo a una estéril y pasajera indignación de parte del monarca, y a salirse el de Villena con los suyos impunemente de palacio, tal vez por no convenirle entonces llevar las cosas más adelante. Pronto las hizo llegar a su mayor extremo. Porque el desacordado don Enrique, sin embargo de conocer que la causa principal de tales atentados era la privanza que dispensaba a don Beltrán de la Cueva, se empeñó en elevarle y engrandecerle más, nombrándole gran maestre de Santiago, la mayor dignidad de Castilla, que nadie había tenido desde don Álvaro de Luna, que correspondía de derecho al infante don Alfonso su hermano, que le colocaba en más alta esfera que el de Villena, y le constituía el primer personaje del reino. Con esto el enojo del de Villena ya no tuvo límites, y en su ofendida altivez juró perder a su soberano, pero sin faltar a su habitual cautela y disimulo.

En el alcázar de Segovia, donde había ido con la reina, la princesa, los infantes y el nuevo maestre de Santiago, faltó poco para que hubiese una escena más horrible que la del palacio de Madrid. El plan era apoderarse una noche de toda la real familia y asesinar al maestre don Beltrán. Los ejecutores habían de ser los condes de Paredes, de Plasencia y de Alba, de quienes el marqués de Villena había tenido la astucia de fingirse enemigo. Un capitán del rey, y su esposa, dama de la infanta Isabel, habían de introducirlos por una puerta secreta hasta los dormitorios de la real familia y del favorito don Beltrán. La providencia permitió que se descubriese esta inicua trama algunas horas antes de ponerse en ejecución, hallándose el marqués de Villena con su fría serenidad dentro del mismo palacio, acompañando al rey, como la persona más extraña a aquellos proyectos. Aconsejábanle a don Enrique que le prendiese, pero el bondadoso monarca se contentó con hacérselo notificar para ver qué respondía. La contestación del marqués fue hacerse el sorprendido, añadiendo que si supiera que alguno de los suyos había sido capaz de concebir tan negro designio, él mismo le entregaría para que se hiciese justicia en él. Bastó esto al cándido monarca para que dejara ir otra vez libre al de Villena, el cual inventó luego una nueva traza para prender a su soberano, y fue hacer que los condes de Plasencia y de Alba le pidiesen unas vistas entre San Pedro de las Dueñas y Villacastín con apariencias de quererle consultar sobre hacer las paces con el marqués, que seguía fingiéndose enemigo de los condes. Con admirable docilidad acudió el rey a aquella cita, si bien llevando sus continuos y quinientos caballos, con don Beltrán de la Cueva, maestre de Santiago, el obispo de Calahorra y otros de su consejo. El de Villena, juntamente con sus fingidos enemigos los condes, y con su hermano el maestre de Calatrava, tenían tan bien tomadas las medidas para caer con sus gentes una noche sobre el rey y su corte y sorprender a todos, que sólo debió don Enrique poderse salvar a dos mensajeros que uno en pos de otro a todo correr le llegaron anunciándole lo que contra él se tramaba. Apresuradamente y con muchas precauciones regresaron todos a Segovia, con lo cual los conjurados, viendo descubiertas siempre sus maquinaciones, tomaron en desembozada y abierta rebelión camino de Burgos.

Desde esta ciudad dirigieron los confederados al rey una enérgica y atrevida representación de agravios, siendo los puntos capitales de las quejas, que con ofensa de la religión cristiana traía en su guardia compañías de moriscos; que daba los corregimientos a personas inhábiles y desmoralizadas que vendían la justicia; que había hecho gran maestre de Santiago a don Beltrán de la Cueva, conde de Ledesma, con perjuicio del infante don Alfonso a quien pertenecía el gran maestrazgo como hijo del rey don Juan; que con grave ofensa de todos los reinos y en detrimento de sus hermanos había hecho jurar heredera del trono de Castilla a doña Juana, debiendo saber que no era su hija legítima: concluyendo con pedirle que satisfaciera sus agravios, y mandara jurar por sucesor a su hermano don Alfonso. Puesta por un mensajero esta carta en manos del rey, que había ido a Valladolid, sin irritarse e inmutarse y con una tibieza y flojedad de ánimo que parecía rayaren insensibilidad la dio a leer a los del consejo pidiéndoles dictamen de lo que debería hacer. El obispo de Cuenca, don Lope Barrientos, su antiguo ayo, le expuso con energía que el único medio de sofocarla revolución era pelear con los insurrectos hasta vencerlos. «Los que no habéis de pelear, padre obispo, le respondió el rey, ni poner las manos en las armas, sois muy pródigos de las vidas ajenas. Bien paresce que no son vuestros hijos los que han de entrar en la pelea, ni vos costaron mucho de criar. —Señor, le replicó resueltamente el prelado, pues que vuestra alteza no quiere defender su honra ni vengar sus injurias, no esperéis reinar con gloriosa fama. De tanto vos certifico que dende agora quedaréis por él mas abatido rey que jamás hovo en España, e arrepentiros heis, señor, cuando no aprovechare.» No bastaron tan duras amonestaciones a encender el ánimo del apocado Enrique, antes envió secretamente a decir al marqués de Villena y a los de la liga que convenía se viesen y hablasen, y quedó concertado que aquellos se fuesen a la villa de Cigales y él iría a la de Cabezón, y desde allí él y el marqués de Villena saldrían a conferenciar y tratar los medios de concordia.

Verificáronse estas vistas con las siguientes formalidades. Primeramente salió por parte del rey a atalayar el campo el comendador Gonzalo de Saavedra con cincuenta de a caballo, por parte de los de la liga salió con otros cincuenta jinetes Pedro de Fontiveros; seguidamente salió el rey con tres de a caballo, y el marqués de Villena con otros tres. En las pláticas del monarca con el marqués de Villena entre Cigales y Cabezón quedó determinado que el rey entregaría al marqués el infante don Alfonso para que fuese jurado heredero y sucesor de los reinos, a condición de que hubiera de casar con la princesa doña Juana; que don Beltrán de la Cueva renunciaría el maestrazgo de Santiago en el infante don Alfonso; que se nombraría por ambas partes una diputación de cuatro caballeros, dos por cada una, a los cuales se agregaría el prior general de la orden de San Jerónimo Fr. Alfonso de Oropesa, para que su voto constituyera fallo a cualquiera de los dos lados que se inclinase; que esta diputación, reunida en Medina del Campo, resolvería arbitralmente dentro de un plazo dado todas las diferencias entre el rey y los grandes, y su decisión sería respetada y cumplida por todos. Congregados otro día (30 de noviembre, 1464) en el mismo campo el rey y su corte y los prelados y caballeros de la liga969, se juró y reconoció como legítimo sucesor de los reinos al infante don Alfonso, hermano del rey, prometiendo todos que procurarían se casara con la princesa doña Juana (la Beltraneja). Para la diputación que había de juntarse en Medina, y cuyas decisiones todos juraron obedecer, nombró el rey por su parte a don Pedro de Velasco, primogénito del conde de Haro, y al comendador Gonzalo de Saavedra: los caballeros nombraron por la suya al marqués de Villena y al conde de Plasencia: el prior Fr. Alfonso de Oropesa fue aceptado por unos y por otros. En virtud de estos compromisos don Beltrán de la Cueva renunció el gran maestrazgo de Santiago en el infante don Alfonso, pero el rey procuró indemnizarle haciéndole duque de Alburquerque, y dándole esta villa con las de Cuéllar, Roa, Molina, Atienza, y Peña de Alcázar, y además tres cuentos y medio de renta sobre las villas de Úbeda, Baeza y otras de Andalucía.

No solamente dio don Enrique en estos tratos la más insigne y lastimosa prueba de debilidad, sino que firmó su propia deshonra, puesto que accediendo a que su hermano don Alfonso fuese jurado legítimo sucesor y heredero del reino, confesaba implícitamente la ilegitimidad de la princesa doña Juana, jurada heredera en las cortes de Madrid, y venía a sancionar que no sin fundamento se le había puesto el sobrenombre afrentoso de la Beltraneja. Mientras los diputados deliberaban en Medina, el arzobispo de Toledo y el almirante don Fadrique se fueron al rey fingiéndose descontentos y enemigos del marqués de Villena y ofreciéndole sus servicios. Don Enrique, que con una candidez que rayaba en simplicidad creía a todos sin escarmentar ni abrir los ojos nunca, no solamente los recibió con toda confianza, sino que en muestra de ello dio al primero la fortaleza de Ávila, y al segundo la villa de Valdenebro. Caras habían de hacer pagar al insensato don Enrique tales mercedes y tal credulidad aquellos dos desleales personajes. Todos abandonaban ya al miserable monarca. El maestre de Alcántara y el conde de Medellín, a quienes su cronista dice con razón «que de pobres escuderos los avia fecho grandes señores», se fueron con sus gentes al partido de los confederados. Su más íntimo secretario Álvar Gómez, a quien había hecho señor de Maqueda, le pagó con la más negra traición. Sus diputados en Medina, Velasco y Saavedra, escogidos por ser en los que más fiaba, se dejaron ganar por la elocuencia insidiosa del marqués de Villena, y olvidados de su deber y de la honra de su soberano firmaron todo lo que el de Villena quiso. Así las decisiones y concordia arbitral del pequeño congreso de Medina del Campo fueron tan a gusto de los enemigos del rey y tan contrarias a la autoridad real, que quedaba esta enteramente nula, y apenas conservaba don Enrique otra cosa que el vano título de rey.

Disgustado y enojado éste, así del comportamiento de sus delegados como de los estatutos y ordenanzas Lechasen Medina (enero, 1465), dio por nulo y de ningún valor todo lo que se había ordenado, y se retiró a Segovia y Madrid con los de su consejo, el primado de Toledo y el almirante. Los confederados, sabida la indignación del rey, se fueron a Plasencia llevando consigo al príncipe don Alfonso. Pusiéronse pues las cosas después de la concordia de Medina en peor situación que nunca. Aconsejado don Enrique por el arzobispo de Toledo y el almirante, creyéndolos amigos, anduvo de Madrid a Salamanca, de Salamanca a Medina, de Medina a Arévalo, con diversos pretextos, enviando cartas patentes a los sublevados de Plasencia para que le restituyesen al príncipe su hermano. Hallándose en Arévalo sin el arzobispo y el almirante que se habían quedado atrás, envió a buscarlos. El arzobispo contestó al mensajero del rey estas duras palabras: «Id e decid a vuestro rey, que ya estó harto de él e de sus cosas, e que agora se verá quién es el verdadero rey de Castilla.»Aquellos dos magnates, con una falsía que la moral en todos tiempos condena, no habían servido al rey sino con el torcido designio de lograr las fortalezas que apetecían, y de acabar de perderle so color de leales consejeros. Cuando les pareció ocasión le abandonaron uno y otro: el prelado se fue a reunir con los confederados en Ávila; la primera noticia que el rey tuvo del almirante fue que había alzado pendones en Valladolid por don Alfonso.

Incorporados los de la liga con el arzobispo de Toledo en Ávila, determinaron desposeer al rey de una manera tan solemne como audaz y afrentosa. En un llano inmediato a la ciudad hicieron levantar un estrado tan alto que pudiera verse a larga distancia. En él colocaron un trono, sobre el cual sentaron una efigie o estatua de don Enrique con todas las insignias reales, aunque en traje de luto. Hecho ésto, leyeron un manifiesto, en que se hacían graves acusaciones contra el rey, por las cuales merecía ser depuesto del trono y perder el título y la dignidad real. En su consecuencia procedieron a despojarle de todas las insignias y atributos de la majestad. El arzobispo de Toledo fue el primero que le quitó la corona de la cabeza: el conde de Plasencia le arrebató el estoque; el de Benavente le despojó del cetro, y don Diego López de Zúñiga derribó al suelo la estatua. Seguidamente alzaron en brazos al joven príncipe don Alfonso, y le sentaron en el trono vacante, proclamando a grandes voces: ¡Castilla por el rey don Alfonso! Los gritos de la multitud se confundieron con el ruido de los atabales y trompetas (5 de junio, 1465), y los grandes y prelados, y después el pueblo pasaron con gran ceremonia a besar la mano del nuevo monarca.

Cuando la noticia de esta ignominiosa solemnidad llegó a don Enrique, exclamó: «Agora podré yo decir aquello que dijo el profeta Isaías... Crié hijos e púseles en grand estado, y ellos menospreciáronme.» Comenzaron a llegarle de todas partes mensajes siniestros. Toledo y Burgos, Córdoba y Sevilla, con los condes de Arcos y Medina-Sidonia, habían alzado también pendones por don Alfonso. Entonces don Enrique pronunció con mucha calma y serenidad las palabras de Job: «Desnudo salí del vientre de mi madre, e desnudo me espera la tierra.» Sin embargo despachó cartas por todo el reino para que le viniesen a servir y ayudar contra los rebeldes. El llamamiento no fue infructuoso. La misma enormidad del desacato de parte de los tumultuados nobles, el extremo a que habían llevado su irreverencia y su osadía en Ávila, despertó en Castilla el sentimiento de la legitimidad y produjo una reacción en favor del monarca destronado. Si en el púlpito y en el foro no faltaban voces que aplaudieran la escena de Ávila, en el púlpito, en el foro y en las plazas la condenaban mayor número de voces. Los primeros nobles que vinieron a su servicio, además del conde da Alba que había precedido a todos, fueron los condes de Trastámara y de Valencia. El prior de San Juan, el condestable y el mariscal de Castilla, hechuras suyas, y el conde de Cabra, le permanecieron fieles en Andalucía contra los esfuerzos del activo rebelde maestre de Calatrava. El buen conde de Haro, el marqués de Santillana, suegro de don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, los condes de Medinaceli y de Almazán, y otros poderosos caballeros e hidalgos fueron también engrosando el partido del rey. La gente del pueblo, de suyo más adicta a su soberano que la orgullosa nobleza, acudía de todas partes y se agrupaba en derredor de las banderas de don Enrique. Pronto se reunió en Toro y sus cercanías un ejército mucho más numeroso que el de los confederados.

Simancas fue una de las poblaciones que se disinguieron más por su lealtad a don Enrique y por su heroísmo. Los sublevados de Valladolid, donde señoreaba el almirante desde la proclamación de don Alfonso, después de haber salido a combatir a Peñaflor, se dirigieron contra Simancas, y asentaron su real sobre una cuesta que la domina. Lejos de abatirse los de la villa, defendida por Juan Fernández Galindo, ejecutaron una escena parecida a la que habían practicado los magnates en Ávila, pero en sentido inverso, y todavía más ridicula y burlesca. Juntáronse hasta trescientos «mozos despuelas», que así los llama la crónica, y acordaron hacer una figura que representaba al arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo, al cual llamaban don Oppas, por alusion al traidor arzobispo de Sevilla, hermano del conde don Julián, en tiempo del rey don Rodrigo. Hicieron la ceremonia de ponerle en prisión, y constituidos en tribunal, uno que hizo de juez pronunció la sentencia siguiente: «Por quanto vos don Alfonso Carrillo arzobispo de Toledo, siguiendo las pisadas del obispo don Oppas, el traidor de las Españas, aveis seido traydor a nuestro rey y señor natural, revelándovos contra él con los lugares e fortalezas e dineros que vos avia dado para que le sirviéredes; por ende, vistos los méritos del proceso... mando que seais quemado, llevándovos por las calles e lugares públicos de Simancas, a voz de pregonero diciendo: Esta es la justicia que mandan hacer de aqueste cruel don Oppas; por quanto rescebidos lugares, fortalezas e dineros para servir a su rey, se rebeló contra él: mandante quemar en prueba e pena de su maleficio: quien tal fizo, que tal haya.» Y tomando la efigie, la llevaron publicando este pregón frente al real donde estaban los enemigos, y después de habérsela mostrado con burla, encendieron una hoguera y la quemaron en la plaza974. Viendo los sitiadores la ninguna esperanza de tomar una población defendida por gente tan resuelta y animosa, levantaron el cerco y tornáronse a Valladolid.

A otro jefe de más nervio que don Enrique le hubieran sobrado gente y elementos para desbaratar los planes y las fuerzas de los sublevados, y apagar el fuego de la rebelión; pero él, indolente y apático de suyo, e inclinado a la paz, no sólo hacía tibia y flojamente la guerra, sino que habiéndole pedido una entrevista el marqués de Villena a solas en el campo para terminar sus diferencias de un modo amistoso, accedió el rey a tener aquella plática; y de ella resultó que bajo la promesa que el astuto marqués le hizo de que en un plazo convenido haría que todos los de su bando volviesen a la obediencia de don Enrique, y dejarían de dar a su hermano don Alfonso el título de rey, derramara el buen monarca su gente y licenciara sus soldados con gran indignación de estos, al ver que se habían comprometido por un soberano que así se dejaba engañar, y de aquella manera abandonaba sus propios intereses (1466). Al fin los magnates y caudillos sacaron todos algún provecho de esta incalificable resolución, porque al tiempo de despedirlos, a todos les hizo mercedes de villas y de muchos miles de maravedís de juro. Él se retiró a Segovia con la reina y las infantas. El de Villena se cuidó poco de cumplir su ofrecimiento. Con el licenciamiento de las tropas, Castilla se plagó de gente bandida que infestaba los caminos y alarmaba las poblaciones; todo era violencias, asesinatos y robos, y los hombres apenas se contemplaban seguros en sus casas cuanto más en los campos. No era posible vivir en aquel estado de miserable anarquía, y las villas y ciudades para proveer a su propia seguridad apelaron al remedio acostumbrado en situaciones semejantes, cuando les faltaba la protección de las autoridades y de las leyes, a hacer hermandad entre sí contra la plaga de malhechores y gente malvada. Hicieron sus estatutos y reglamentos, que el rey aprobó, y merced a los esfuerzos de la hermandad, se reprimieron y castigaron muchos crímenes y se restableció algún tanto la seguridad pública.

Los excesos y tiranías de los confederados se convertian en favor de don Enrique, no tanto por adhesión a su persona cuanto por amor y respeto a ia legitimidad que representaba. La ciudad de Valladolid aprovechó una salida que hizo el almirante con el príncipe don Alfonso y su gente sobre Arévalo, para alzarse otra vez proclamando a don Enrique, el cual fue recibido en ella con fiestas y alegrías. Pero estas buenas disposiciones de los pueblos y aún de los nobles a volver al servicio de su legítimo soberano se estrellaban en el ánimo abyecto del rey y en su ya indisculpable debilidad. De ello dio en aquella sazón la prueba más lastimosa. El hermano del marqués de Villena, don Pedro Girón, maestre de Calatrava, el gran agitador de la Andalucía contra el rey, y uno de los jefes más ambiciosos y más activos, se atrevió a proponer a don Enrique por medio del arzobispo de Sevilla y de acuerdo con su hermano el de Villena, que si le daba la infanta doña Isabel en matrimonio, se vendría a su servicio con tres mil lanzas, le prestaría sesenta mil doblas, le entregaría al príncipe don Alfonso, a quien llamaban rey, y el de Villena volvería también a ser súbdito y servidor suyo. No tuvo dificultad don Enrique en admitir proposición tan degradante y afrentosa, y en comprar una paz humillante sacrificando a su hermana y consintiendo en hacerla esposa del más turbulento y el más licencioso de sus enemigos. Apresuróse a alejar de su lado al duque de Alburquerque (don Beltrán de la Cueva) y al obispo de Calahorra su hermano, y escribió al de Calatrava que se viniese cuanto antes a celebrar las bodas, para las cuales solicitó de Roma la oportuna dispensa como gran maestre que era el Girón de una orden religiosa.

Pero la Providencia, que tenía destinada la princesa Isabel para más honroso enlace y para más altos destinos, dispuso que las cosas sucedieran muy de otra suerte que como lo tenían concertado el rey, el de Calatrava y Villena. De ningún modo se hubiera realizado aquel matrimonio ignominioso. Porque aquella ilustre y virtuosa princesa, más celosa de su honra, y de más tesón y carácter, a la edad de diez y seis años que entonces tenía, que el rey su hermano; aquella joven, que en edad todavía más tierna había tenido entereza para rechazar su concertado enlace con el rey don Alfonso de Portugal, recibió con tal disgusto la noticia de la deshonra que se le preparaba, que desde luego resolvió no consentirla. Retirada a su aposento, sin sosiego ni para comer ni para dormir, rogando a Dios que la libertara de aquella afrenta aunque fuese con la muerte, lamentábase una noche de su situación con su fiel amiga la discreta y virtuosa doña Beatriz de Bobadilla. Cuéntase que esta animosa y varonil doncella, oída la queja y la aflicción de Isabel, exclamó: «No, no lo permitirá Dios, ni yo tampoco»: y sacando un puñal que llevaba escondido juró clavarle en el corazón del maestre de Calatrava antes que consentir en que fuese el esposo de su amiga. El cielo no permitió que fuese necesario tan duro medio para libertar a Isabel del oprobio que la amenazaba. Puesto en camino el de Calatrava desde Almagro a Madrid con gran séquito de caballeros de su bando, a la segunda jornada adoleció en Villarrubia de una aguda enfermedad que acabó con su vida en muy pocos días, muriendo con poca edificación cristiana. A pesar de la oportunidad de esta muerte, ningún escritor, si no es un extranjero, se atrevió nunca a manchar con sospechas la pura y limpia fama de la virtuosa Isabel.

La muerte del gran maestre de Calatrava don Pedro Girón frustró las esperanzas de concordia del rey y desconcertó también a los del partido de don Alfonso, ya harto disgustados de los interesados manejos y personal ambición del marqués de Villena. Logró sin embargo este revoltoso magnate que se pusiese la villa de Madrid en poder del arzobispo de Sevilla, y que fuese el punto en que se viesen otra vez el rey don Enrique y él con el conde de Plasencia a pretexto de tratar la manera de dar paz y sosiego al reino. Mas tampoco dieron resultado las conferencias de Madrid, por nuevos artificios del marqués, que parecía proponerse perpetuar la discordia y hacerse el negociador necesario a unos y a otros, y ser el primer hombre para todos. Siguieron pues las desavenencias, las mutuas defecciones, las guerras parciales, los desórdenes públicos, y fue creciendo la anarquía, de la cual no fue quien menos se aprovechó el marqués de Villena, haciéndose nombrar gran maestre de Santiago, sin anuencia del rey don Enrique, ni consentimiento del príncipe don Alfonso, ni pedir la provisión al papa, ni consultar siquiera a los prelados.

Encamináronse al fin las cosas de modo que se hizo inevitable una batalla formal entre la gente de los dos reyes hermanos don Enrique y don Alfonso. Las llanuras de Olmedo parecían destinadas para ventilarse en ellas por las armas las grandes contiendas entre los reyes de Castilla y sus súbditos rebeldes. Allí, donde veinte y dos años antes había combatido y vencido don Juan II con su favorito don Álvaro de Luna a los infantes de Aragón y a los nobles castellanos de su partido, se encontraron ahora (20 de agosto, 1467) el ejército de su hijo don Enrique y de su privado don Beltrán de la Cueva con el de su hermano don Alfonso y los grandes y prelados que le proclamaban. Hallándose los del rey en el monte de Hiscar, llegó un heraldo enviado por el arzobispo de Sevilla a avisar al duque de Alburquerque (don Beltrán de la Cueva) que cuarenta caballeros de don Alfonso y del arzobispo de Toledo habían hecho voto solemne de buscarle en la batalla hasta prenderle o matarle. «Pues decidles, contestó con arrogancia don Beltrán, que las armas e insignia con que he de pelear son las que aquí veis: tomad bien las señas para que las sepáis blasonar, y que por ellas me conozcan y sepan quién es el duque de Alburquerque.» El rey, por el contrario, hubiera de buena gana eludido el combate, pero no pudo contener el ardor y resolución de su gente. A la cabeza de la hueste de los confederados se presentaron el joven príncipe Alfonso y el arzobispo de Toledo, vestido aquel de cota de malla, el prelado luciendo un rico manto de escarlata, bordada en él una cruz blanca, y llevando debajo la armadura. Empeñada la pelea, todos combatieron con igual encarnizamiento por espacio ds tres', horas. La gente del rey era más en número; en los de la liga había más intrepidez y arrojo. Sin embargo, don Beltrán de la Cueva, perseguido por los que habían jurado su muerte y buscaban su persona conociendo ya sus armas, después de haberse visto en grande estrecho, del cual le sacó el marqués de Santillana, su suegro, correspondió a la fama que tenía de esforzado caballero, y peleó bravamente haciendo gran daño en los escuadrones enemigos. El joven príncipe don Alfonso, el rey de los confederados, y el belicoso arzobispo de Toledo, aunque traspasado un brazo de un bote de lanza, fueron los últimos a retirarse del combate, al cual puso término la noche. La gente de don Enrique quedó dueña del campo, pero la victoria no fue completa, y unos y otros se proclamaban vencedores. Notóse en aquella batalla la ausencia de un personaje a quien en vano buscaban las miradas de todos. Este personaje era el rey don Enrique, que engañado, dicen, por un falso aviso que tuvo, se retiró precipitadamente con treinta o cuarenta caballos a un pueblo inmediato.

Como vencedores fueron recibidos el rey y los suyos con fiestas y luminarias en Medina. Pero la batalla de Olmedo estuvo muy lejos de decidir la cuestión, y Castilla continuó siendo teatro de espantosa anarquía y de escenas cada vez más sangrientas. Un nuncio del papa que había sido enviado para ver de reconciliar los bandos enemigos, queriendo exhortar a los confederados a que se redujesen a la obediencia del rey, fue insultado entre Olmedo y Medina, tratado con el mayor vituperio, y aún llegó a correr riesgo su persona. Multiplicáronse las traiciones. El conde de Alba, faltando a su fe y palabra, se pasó a los de la liga, y se decía de él públicamente con ludibrio, que se había vendido en pública almoneda. Pedrarias de Ávila vendió la ciudad de Segovia a los enemigos del rey: desde entonces la infanta doña Isabel que allí se hallaba, se quedó con don Alfonso su hermano. Golpe fue este que sintió don Enrique con más amargura que cuanto antes le había pasado. Desatentado y sin norte andaba ya este desventurado monarca: de ánimo apocado y pobre, y cansado de sufrir, abandonaba a sus servidores más leales, hacía humillantes transacciones con el marqués de Villena, creía a todos y todos le burlaban, y traíanle miseramente asendereado. Mas como la inconstancia, la deslealtad y la traición eran comunes en los de uno y otro bando, convertíanse muchas veces los sucesos en favor de don Enrique, sin que él pusiera nada de su parte. El marqués de Villena estuvo a pique de ser asesinado en el palacio mismo de don Alfonso y hablando con la princesa Isabel, por su mismo yerno el conde de Benavente, sentido con él desde que se apoderó del maestrazgo de Santiago. Este conde, junto con los de Plasencia y Miranda y el arzobispo de Sevilla, disgustados de la conducta del de Villena, se declararon servidores de don Enrique, y le trajeron consigo a Madrid. Toledo, después de muchos alborotos y revueltas, se alzó también por el rey, que fue recibido en la ciudad con demostraciones de regocijo. Mas era tal el desconcierto en toda Castilla, que las ciudades guerreaban unas con otras, y habíalas en que se hacían guerra a muerte unos a otros vecinos de un mismo barrio: las familias andaban igualmente divididas; los templos eran ocupados por partidas armadas, o saqueados y destruidos; los nobles desde sus fortalezas apresaban y despojaban a los viajeros; a pesar de los esfuerzos de la hermandad se volvió a no poderse andar por los caminos, y en el cielo y en la tierra veía el pueblo fenómenos de siniestro presagio.

Un acontecimiento inopinado vino a tal tiempo a dar rumbo diferente a aquella situación lamentable y triste. El príncipe don Alfonso, a quien los confederados llamaban rey de Castilla, falleció casi de repente en la villa de Cardeñosa, a dos leguas de Ávila (5 de julio, 1468), a la edad de quince años, y en el tercero de su turbulento reinado, si reinado puede decirse su efímera y parcial dominación. El hermano de Isabel hubiera podido ser con el tiempo un gran monarca. A pesar de su corta edad, y de la posición incierta y falsa en que se vio colocado, dio muestras de su buen corazón, de su prudencia y de su aptitud para gobernar un reino.

Fallecido que hubo el príncipe, acogiéronse apresuradamente los de la liga a la inmediata ciudad de Ávila. Allí brindaron a Isabel con el trono que su hermano acababa de dejar vacante, rogándola consintiese en ser proclamada reina de Castilla. Aquella discreta princesa, con un desinterés, con un juicio y una discreción superiores a su edad, lejos de dejarse fascinar con tan seductora oferta, la rechazó con dignidad y entereza contestando, que mientras viviera su hermano don Enrique nadie tenía derecho a la corona, y que el mayor beneficio que podían hacerle era que restituyesen el reino a su hermano y se contentasen con él y volviesen la tranquilidad a la monarquía. En vista de esta generosa contestación, y habiendo recibido cartas de don Enrique exhortándolos a que le prestaran obediencia, el de Villena a nombre de los confederados propuso al rey que si reconocía y juraba a la princesa Isabel por sucesora y heredera de los reinos le obedecerían todos como a legítimo soberano de Castilla. El buen don Enrique cansado ya de disgustos y congojas, y ansioso de paz y de descanso, suscribió con su acostumbrada docilidad a esta nueva proposición, con no poco disgusto del marqués de Santillana y los Mendozas, que no pudiendo sufrir tanta mengua y humillación del rey cuyo hija tenían en su guarda, se salieron con grande enojo de la corte. En este intermedio la reina doña Juana, que se hallaba en la fortaleza de Alaejos en poder del arzobispo de Sevilla, una noche, de acuerdo con don Luis Hurtado, de la familia de los Mendozas, se fugó del castillo, descolgándose por una ventana, y y lisiándose al caer en el rostro y en alguna otra parte de su cuerpo. Tomóla entonces Luis Hurtado a las ancas de su mula, y a todo andar la trasportó a Buitrago, donde estaba su hija doña Juana. El arzobispo de Sevilla se declaró desde entonces su mortal enemigo. Suponen algunos que la reina en este tiempo había tenido con un sobrino del arzobispo, llamado don Pedro, flaquezas de la misma especie que las que antes le habían atribuido con don Beltrán de la Cueva.

Con arreglo a los tratos que habían mediado entre los confederados y el rey, estipulóse entre ellos un asiento o concordia cuyos principales capítulos eran: que la infanta Isabel sería reconocida como princesa de Asturias, y heredera de los reinos de Castilla y de León, señalándole para su acostamiento varias ciudades y villas; que se convocarían cortes para sancionar legal y solemnemente su derecho; que no se la obligaría a casarse contra su voluntad, ni ella lo haría sin consentimiento del rey su hermano; que la reina, cuya vida licenciosa se reconoció como un hecho público, quedaría divorciada de su marido y sería enviada fuera del reino, sin que pudiese llevarse su hija. Este capítulo prueba hasta qué punto tan lastimoso llegó la imbecilidad de este rey, y cómo le hicieron firmar su propia ignominia. «Item (decía) por quanto al dicho señor rey et comúnmente en todos estos reinos et señoríos es público et manifiesto que la reina doña Juana de un año a esta parte non ha husado limpiamente de su persona como cumple a la honra de dicho señor rey nin suya; et asimismo el dicho señor rey es informado que no fue nin está legítimamente casado con ella... etc.» En consecuencia de este convenio salieron el rey y la princesa, de Madrid el uno y de Ávila la otra, cada cual con los prelados y caballeros que le seguían, y reuniéndose en el campo de la venta llamada de los Toros de Guisando en la provincia de Ávila, abrazó el rey a su hermana con muestras del mayor cariño, y seguidamente la proclamó con toda solemnidad heredera y sucesora suya en los reinos (19 de septiembre, 1468), procediendo después los nobles y prelados de una y otra comitiva a jurarla y besarle la mano en señal de homenaje, y renovando los confederados el juramento de fidelidad al rey don Enrique. El legado pontificio que allí se hallaba relevó a todos, por autoridad que tenía del Santo Padre, de cualesquiera otros juramentos que antes en otro cualquier sentido hubiesen hecho. El rey y la princesa se retiraron a pasar la noche en Cadalso. Don Juan Pacheco, marqués de Villena, volvió a su antigua privanza con don Enrique, el cual le confirmó en la posesión del maestrazgo de Santiago, uno de los objetos que habían estimulado al de Villena a promover y activar aquellas negociaciones.

La reina doña Juana, que veía su afrenta y deshonra y la perdición y ruina de su hija consignada en el tratado y jura de los Toros de Guisando, habido consejo con los suyos, envió a su amigo don Luis Hurtado con una protesta al nuncio del papa contra la validez de aquellos actos, amenazando hasta con apelar a Su Santidad quejándose de él como de juez parcial e injusto. Por otra parte el marqués de Villena, sabedor del disgusto con que el de Santillana y los Mendozas habían recibido la declaración contra la reina y la exclusión de su hija, interesado en que no se efectuase el matrimonio de la princesa doña Isabel con el infante don Fernando de Aragón, matrimonio a que ella se inclinaba y que el arzobispo de Toledo promovía, incansable en urdir tramas, se adhirió a la reina y a los Mendozas con el designio de destruir aquel proyecto. A este fin inventó un plan, que consistía en que la princesa Isabel casara con el rey don Alfonso de Portugal, antiguo pretendiente a su mano, y el príncipe de Portugal con la hija del rey don Enrique, o sea de la reina doña Juana. En su virtud, hallándose don Enrique con su hermana Isabel celebrando cortes en Ocaña (1469), llegó allí una solemne embajada del monarca portugués a pedir la princesa; pero era ya tarde; el arzobispo de Toledo había adelantado sus negociaciones, e Isabel había prestado su consentimiento a casarse con el príncipe de Aragón su primo, a quien su padre el anciano don Juan II. había dado ya el título de rey de Sicilia y asociádole en el gobierno del reino, y para quien había pretendido tiempo hacía la mano de Isabel. La resistencia de esta princesa a enlazarse con el de Portugal incomodó tanto al marqués de Villena y al mismo rey don Enrique su hermano, que faltó poco para que le costara ser encerrada y presa en el alcázar de Madrid, y lo hubieran ejecutado sin la enérgica oposición de los habitantes de Oca ña, donde, como en Castilla, era el más popular de los pretendientes el de Aragón, cuya juventud, comparada con la edad ya provecta del portugués, servia de tema a las sátiras y canciones populares. Es cierto que por el tratado de los Toros de Guisando no podía Isabel contraer matrimonio sino con consentimiento de su hermano; más como don Enrique hubiese infringido por su parte varios capítulos de aquel convenio, túvose la princesa por libre y suelta de las obligaciones por ella contraídas.

Viose en esto precisado el rey don Enrique a pasar a Andalucía juntamente con el marqués de Villena para sosegar aquella provincia, donde andaban todavía alterados y revueltos los nobles y las ciudades y divididos en parcialidades y bandos. Antes de emprender su viaje hizo que la princesa su hermana jurara que no haría novedad en lo del casamiento durante su ausencia. Pero Isabel lo ejecutó tan al contrario, que a pretexto de cuidar que se trasladase a Ávila el cadáver de su hermano don Alfonso, partió de Ocaña y se fue a Madrigal, pueblo de su nacimiento, donde residía la reina viuda su madre, a cuyo amparo esperaba poder manejarse con más libertad en sus negociaciones matrimoniales. El arzobispo de Toledo las activó también, aprovechando la ausencia del rey y del marqués de Villena. Mas como se hallase en Madrigal el obispo de Burgos, sobrino del marqués, todos los pasos de Isabel eran espiados por el obispo y denunciados a don Enrique y al de Villena, los cuales desde Andalucía dieron órdenes y tomaron medidas para prender a Isabel. Nunca esta princesa se vio en mayor riesgo y apuro. Ganados y sobornados los sirvientes de su misma casa, intimidadas sus dos más íntimas amigas doña Beatriz de Bobadilla y doña María de la Torre, amenazados y atemorizados los habitantes de la villa por los agentes del rey sí intentaban defenderla como los de Ocaña, viose en el más inminente peligro de ser reducida a prisión. En tan apurado trance acudieron con admirable oportunidad y presteza el activo prelado de Toledo y el almirante don Fadrique con sus hombres de armas, y adelantándose a los enemigos arrancaron de allí y redimieron a Isabel, y dejando asombrados a sus celosos guardadores la trasladaron como en triunfo a Valladolid, ciudad devota del almirante, donde fue recibida con general entusiasmo.

Dispúsose inmediatamente que Gutierre de Cárdenas, maestresala de la princesa, uno de los caballeros y servidores de su mayor confianza, y hombre reservado y sagaz, y Alonso de Palencia, capellán del arzobispo, y cronista del príncipe don Alfonso, a quien tantas veces hemos citado, partiesen a toda prisa y con gran secreto a Aragón para activar la venida del príncipe don Fernando, rey de Sicilia, antes que don Enrique y el de Villena pudieran regresar de Andalucía y estorbar y frustrar el matrimonio. Aquellos dos emisarios corrieron en su misterioso viaje mil aventuras y peligros a pesar de sus exquisitas precauciones para no ser descubiertos, y no caer en manos de los partidarios del rey o de los que estaban ganados a los intereses del marqués de Villena. Llegado que hubieron a Zaragoza, viéronse y hablaron muy cautelosamente con don Fernando sobre la conveniencia de su pronta venida a Castilla y la manera menos peligrosa de ejecutarlo. Don Juan II de Aragón su padre, enredado en lo más fuerte dela guerra que le hacían los catalanes con el duque de Anjou, dejó encomendada a la discreción de su hijo la conclusión de un negocio que era hacia mucho tiempo el objeto de su anhelo. Después de mucho discurrir y vacilar, se acordó por último que el príncipe viniese acompañado de solos seis caballeros de confianza disfrazados de mercaderes, y que para más disimular saliera por otro camino una partida figurando una embajada del rey de Aragón para Enrique IV.

Caminando de noche, vestido don Fernando de criado, cuidando de las caballerías en las posadas, y sirviendo a sus compañeros como si fuesen sus amos a la mesa, al modo que en otro tiempo lo había practicado el rey don Pedro el Grande de Aragón en su misterioso y dramático viaje a Burdeos, logró el amante de Isabel ir salvando los peligros que en el camino le ofrecían, ya los escuadrones del rey que le cruzaban, ya la línea de fortificaciones que desde Almazán a Guadalajara tenían los Mendozas, partidarios de la reina doña Juana y de la Beltraneja. Faltó no obstante poco en una ocasión para que pereciera trágicamente el enamorado príncipe. Habiendo llegado una noche al Burgo de Osma, rendidos de cansancio y ateridos de frío todos los de la comitiva, llamaron a la puerta del castillo, que tenía el conde de Treviño partidario de Isabel. Creyéndolos enemigos los de dentro, un centinela arrojó desde el adarve una piedra enorme que pasó por junto a la cabeza de don Fernando. El cronista Palencia dio entonces un grito, reconocieron los del castillo su voz, y ya el conde y los suyos les abrieron y recibieron con grande alegría. Desde allí ya vino protegido por escolta hasta Dueñas (9 de octubre), desde cuya villa se adelantaron Cárdenas y Palencia a Valladolid a dar a Isabel la feliz nueva de la llegada de su futuro esposo, que aquella esperaba con impaciencia y recibió con regocijo. Los caballeros que formaban su corte corrieron cañas en albricias de tan fausta nueva.

Ya el rey había sabido, hallándose en Cantillana, lo que en su ausencia se trataba acerca de matrimonio. Con ánimo de regresar inmediatamente a Castilla pasó primero a Trujillo a fin de poner al conde de Plasencia su amigo en posesión de aquella fortaleza, cosa que no pudo lograr por la resistencia que el alcaide y algunos ciudadanos le hicieron: ¡a tal impotencia se veía reducido este buen monarca! Allí recibió una carta de su hermana doña Isabel, en que le informaba de la venida del príncipe aragonés a Castilla, del matrimonio que estaba resuelta a contraer, de la aprobación que los nobles castellanos le habían dado, de las ventajas que esperaba resultarían a la monarquía, sincerando su conducta, rogándole que aprobase aquel enlace, asegurándole de la sumisión de don Fernando si se dignaba recibirle por hijo, y concluyendo por protestar que le obedecerían como a hermano mayor, como a señor y a padre. Dispusiéronse en seguida las vistas de los dos príncipes. El 14 de octubre (1469) partió don Fernando de Dueñas con solos cuatro caballeros, y cerca de la media noche llegó a Valladolid a !as casas de Juan de Vivero donde la princesa moraba. Aguardábale ya el arzobispo de Toledo, el cual le condujo al aposento de Isabel. Gutierre de Cárdenas le dijo a la princesa al entrar don Fernando: ése es, ése es; de donde quedaron las SS en el escudo de sus armas. Formalizóse en la primera visita la promesa de matrimonio por un notario a presencia de testigos, y quedó aplazada la boda para dentro de breves días. El príncipe se volvió a Dueñas.

Tenía entonces Fernando diez y ocho años, contaba un año más la princesa Isabel. Blanco, robusto y bien proporcionado el infante de Aragón, fortalecido con las fatigas y ejercicios de la guerra y de la caballería, algo delgada su voz, fino y cortés en su habla, era templado en el comer y muy activo para el trabajo y los negocios. Isabel, de estatura algo más que mediana, color blanco, ojos azules y de mirada inteligente y sensible, graciosa en sus modales y dotada de belleza, revelaba en su fisonomía modestia, dignidad, inteligencia y reserva. En la tarde del 18 volvió don Fernando a Valladolid: salieron a recibirle el arzobispo de Toledo, el almirante y mucha gente de cuenta de la ciudad. Al anochecer llegó a las casas de Juan de Vivero, donde después se estableció la chancillería y hoy está la audiencia. Ratificáronse aquella noche solemnemente los esponsales. El arzobispo presentó una bula pontificia expedida anteriormente por Pío II. dispensando el parentesco de consanguinidad que había entre los príncipes, y se leyeron las capitulaciones matrimoniales otorgadas por don Fernando y ratificadas por el rey don Juan II. su padre. Los principales capítulos eran: que tratarían con toda reverencia y acatamiento al rey don Enrique, y respetarían también a la reina doña Isabel, madre de la princesa; que guardarían la concordia hecha entre don Enrique y su hermana; que consumado el matrimonio, don Fernando estaría personalmente en el reino de Castilla con su esposa, y no saldría de él sin su voluntad; que si Dios les diese hijos, no los sacaría de estos reinos sin su expreso consentimiento; que todas sus escrituras se intitularían y firmarían en nombre de los dos príncipes; que no se proveerían oficios ni fortalezas sino en naturales del reino; que el príncipe no haría guerras ni alianzas sin la anuencia de la princesa; que no haría innovación alguna en orden a los estados y bienes situados en Castilla que habían sido del rey su padre y habían pasado a otras manos: condiciones todas dirigidas a hacer aquel enlace popular y grato a la generalidad de los castellanos.

Al siguiente día 19 se celebró en la sala principal de la casa de Isabel aquel matrimonio que la Providencia tenía destinado para que fuese el cimiento de la grande obra de la reunión de las dos grandes monarquías y de la grandeza y prosperidad de España, a presencia de algunos prelados, y de muchos nobles y caballeros de Castilla, siendo padrino el almirante don Fadrique y madrina la esposa de Juan de Vivero, dueño de la casa, llamada doña María. Pasóse el resto del día y toda una semana en fiestas, regocijos y espectáculos públicos. Los recién casados enviaron al rey don Enrique una embajada participándole haberse efectuado su matrimonio, acompañando copia de las capitulaciones matrimoniales, repitiéndole las seguridades de su sumisión, y rogándole de nuevo que aprobase su enlace. Si la carta anterior de Isabel había quedado sin contestación escrita, la respuesta del indolente don Enrique a esta embajada fue, que «lo vería con los del su consejo y con los grandes de su reino, y que habido su acuerdo les mandaría responder.»

No se respiraba en la corte de Enrique IV (vuelto ya a Segovia, su residencia predilecta) sino resentimiento y venganza contra los príncipes consortes. Vino oportunamente para los enemigos de este matrimonio la pretensión que a este tiempo hizo Luis XI de Francia, pidiendo a doña Juana (la Beltraneja) para su hermano el duque de Guyena, heredero presunto de aquel reino, el desechado antes por la princesa Isabel. Recibió don Enrique con gusto esta propuesta, y no vaciló en dar desde luego su asentimiento. Nuevamente le escribían los príncipes justificando su conducta y rogándole los admitiera en su gracia y benevolencia, proponiendo los oyera en justicia ante los procuradores del reino y personas religiosas nombradas por él, y obligándose en caso de discordia a estar por la decisión del buen conde de Haroy de cuatro religiosos de dignidad. La respuesta de don Enrique a esta carta fue que consultaría al maestre don Juan Pacheco. Vino en esto una embajada de Francia para el ajuste de la boda (junio, 1470), y aunque en este intermedio nació al monarca francés un hijo varón, lo cual alejaba ya a su hermano el de Guyena de la sucesión a aquel trono, no por eso dejaron de firmarse en Medina del Campo las capitulaciones de matrimonio entre él y doña Juana. Las provincias de Vizcaya y Guipúzcoa representaron muy enérgicamente al rey contra esta boda, pero todo fue desatendido. Hubo también algunas dificultades para que el marqués de Santillana entregara a la Beltraneja que tenía en su guarda; mas estas dificultades se vencieron. Y al fin, cerca del monasterio del Paular, en el valle de Lozoya, entre Segovia y Buitrago, se celebraron los desposorios del duque de Guyena y la infanta doña Juana (octubre, 1470), después de revocar el rey don Enrique el tratado de los Toros de Guisando, y de jurar rey y reina que doña Juana (niña entonces de nueve años) era hija suya legítima y heredera del reino, quedando de este modo excluida la princesa Isabel. Los nobles allí presentes besaron la mano de doña Juana como sucesora del reino.

Déjase comprender la profunda aflicción con que recibiría este golpe la virtuosa Isabel, que acababa de dar a luz en Dueñas el primer fruto de su amor y de su matrimonio (la niña Isabel), y más cuando supo que el rey su hermano había circulado por todo el reino un manifiesto injurioso, exponiendo a su manera los motivos que le habían impulsado a privarla de la sucesión, e invitando a que reconociesen a doña Juana. La circular no produjo grande efecto en favor de la Beltraneja: además de las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, las ciudades de Andalucía, Sevilla, Jerez, Baeza, Úbeda y Jaén acordaron mantener el juramento antes prestado a Isabel como princesa heredera. Esla por su parte contestó al manifiesto de su hermano con otro manifiesto, justificando largamente su conducta y acriminando la del rey, demostrando su inconstancia y la ilegalidad de sus últimos actos. Acabó esto de irritar a don Enrique contra Isabel y contra los prelados de Toledo y de Segovia. A estos los acusó ante la corte de Roma, y a los príncipes determinó echarlos a mano armada fuera del reino. Mas todas estas demostraciones de enojo y todo este aparato y amenazas de guerra se estrellaron en la artera y doble política de don Juan Pacheco, gran maestre de Santiago, que con su constante sistema de no dejar que nadie venciese, para hacerse necesario a todos, impidió que las cosas fuesen tan adelante, para lo cual no necesitaba de grande esfuerzo, atendido el carácter débil del rey (1471). Hizo no obstante el gran maestre, sin que entrara acaso en su intención, un gran servicio a los príncipes consortes, porque además de la escasez de medios en que entonces se hallaban, cuando más falta hacía Fernando al lado de su esposa Isabel, fue inesperadamente llamado por su padre don Juan II. de Aragón para que le ayudara en las guerras del Rosellón que sostenía contra Luis XI. de Francia, y el príncipe obedeciendo al llamamiento de su padre y con beneplácito de su esposa, acudió con presteza a socorrerle a la cabeza de una hueste castellana, que le proporcionaron el arzobispo de Toledo y los nobles y magnates de su bando.

Mejoró entretanto notablemente la situación de Isabel en Castilla. El duque de Guyena, después de haberse mostrado harto tibio en lo de realizar su casamiento con la Beltraneja, y de haber solicitado públicamente la mano de la heredera del ducado de Borgoña, murió al fin en Burdeos (mayo, 1472) sin casarse ni con la una ni con la otra. En su consecuencia, se movieron tratos para el casamiento de doña Juana, primero con don Fadrique, hijo del rey de Nápoles, después con don Enrique Fortuna, primo hermano del marido de Isabel, y últimamente con el rey don Alfonso de Portugal. Todos estos proyectos se frustraron, y tal vez las dudas sobre la legitimidad de doña Juana y el partido con que ya en Castilla contaba Isabel no era lo que menos retraía a cualquier príncipe de aceptar un enlace lleno por todas partes de inconvenientes. Las cualidades de Isabel, su conducta, su entereza, su decoro, prudencia y dignidad, al lado de la debilidad de su hermano, de las flaquezas de la reina y del problemático origen de doña Juana, hacían esperar a la parte sensata y honrada del reino, que acabaría por triunfar de tantas contrariedades y que el reino mejoraría mucho si ella heredaba la corona de Enrique. Por otra parte, la poderosa familia de los Mendozas, que ya había visto con disgusto que la Beltraneja hubiese sido sacada de su poder para ponerla en el del maestre de Santiago, y principalmente el obispo de Sigüenza, jefe y director de las operaciones de toda la parentela por su dignidad y su talento, el cual tenía particulares quejas del maestre, no sólo habían dejado de prestar su fuerte apoyo al partido de doña Juana, sino que el obispo entabló correspondencia privada con Isabel, a quien se inclinaba ya.

Ocurrió en esto un suceso que abrió los corazones a la esperanza de una reconciliación entre los opuestos bandos de los dos hermanos y de las dos princesas Andrés de Cabrera, mayordomo del rey y alcaide del alcázar de Segovia, temiendo los efectos de la enemiga que le profesaba el gran maestre de Santiago, e instigado también o aconsejado por su mujer doña Beatriz de Bobadilla, la amiga de Isabel y de su madre, meditó cómo reconciliar a aquella con el rey su hermano sin intervención de don Juan Pacheco, cuyo influjo y ascendiente sobre don Enrique no cesaba el Cabrera de representar al rey como perjudicial y vergonzoso. Después de haber logrado ablandar un poco el ánimo del monarca, dispuso, para evitar toda sospecha de sus manejos, que su mujer doña Beatriz disfrazada de aldeana y sobre la más humilde de las cabalgaduras, pasara a la villa de Aranda donde se hallaba Isabel, para informarla de su plan e invitarla a que fuese a Segovia. Confiando aquella princesa en las palabras de su amiga y en las buenas intenciones de su esposo, no dudó en acceder a la invitación, y acompañada del arzobispo de Toledo pasó a Segovia, mansión del rey su hermano. Viéronse pues allí Enrique e Isabel De índole naturalmente benigna el rey, y de carácter inofensivo cuando obraba por impulso propio, recibió cariñosamente a su hermana (diciembre, 1473). Sinceróse esta de su conducta en lo del matrimonio, concluyendo con pedir a Enrique la aprobación de su enlace. No solamente se dio el rey por desenojado en esta entrevista, sino que queriendo hacer pública la concordia que desde aquel momento se establecía entre los dos, salió a pasear con ella por las calles de la ciudad llevando con su mano las bridas de su palafrén. Hiciéronse con este motivo alegres fiestas, en que tomaron parte los de uno y otro partido, como en testimonio y celebridad de haber cesado tan lamentables discordias. Sólo el maestre de Santiago, desairado en aquellas negociaciones, se retiró y estuvo ausente de la corte algunos meses. Cuando don Fernando volvió a Castilla, fue recibido por el rey en Segovia con muchas muestras de satisfacción, y todo parecía anunciar días de tranquilidad y de sosiego al reino.

No fue sin embargo así. Habiendo dado el mayordomo Cabrera un banquete al rey y a los príncipes el día de la Epifanía (1474) en las casas del obispo, pasado algún tiempo después de la cena, el rey se sintió malo «de dolor en el costado,» dice un cronista, y tuvo que retirarse al palacio, donde estuvo algunos días enfermo. Hiciérons3 rogativas por su salud, y se restableció, si bien le quedaron reliquias de aquella enfermedad que le duraron hasta su muerte. Isabel y Fernando le visitaban en su dolencia, más aunque los partidarios de los príncipes le rogaban los confirmase en la sucesión del reino no pudieron conseguirlo. No desaprovechó aquel incidente el gran maestre de Santiago para infundir sospechas en el ánimo del rey contra Cabrera y los príncipes, y como nada le era más fácil que hacer creer a don Enrique todo lo que se proponía, indújole a apoderarse secretamente de ellos, y hubiéralo realizado a no haberse descubierto por los amigos de Isabel. Frustrado este plan, pero incansable en urdirlos el gran maestre, no paró hasta apartar al rey del lado de su hermana y traerle a Madrid, donde se vino él con la duquesa su esposa. Estorbábale aquí el obispo de Sigüenza, ya cardenal de España, y discurrió cómo enviarle a Segovia so pretexto de que procurase algún nuevo medio de concordia entre el monarca y sus hermanos. Dueño otra vez del rey, achacoso como estaba, hízole que le acompañase a Extremadura para que le pusiese en posesión de la ciudad de Trujillo. Agravadas con el viaje las dolencias de don Enrique, tuvo que volverse a Madrid donde estaba su hija doña Juana, pero no la reina, «apartada de allí, dice la crónica, por su deshonesto vivir.» Si la expedición había sido perniciosa a la salud del rey, lo fue mucho más al gran maestre, que acometido en Santa Cruz, dos leguas de Trujillo, de una inflamación en la garganta, murió, dice el cronista, «arrojando mucha sangre por la boca.» Asi acabó el célebre don Juan Pacheco, gran privado de Enrique IV, sucesivamente marqués de Villena y gran maestre de Santiago, principal fomentador y sostenedor de los bandos de Castilla durante dos reinados, fabricador incansable de tramas y enredos, y que tuvo la singular habilidad de ser siempre el jefe de los opuestos partidos, a que su calculado interés le hacía alternativamente adherirse.

Mucho sintió don Enrique la muerte de su antiguo privado, en quien había vuelto a depositar la más plena confianza, como si le hubiera sido fiel toda la vida. Aun después de muerto le honró en la persona de su hijo el marqués de Villena, dándole todas las tenencias de las ciudades, villas y fortalezas de la corona que su padre tenía, y nombrándole gran maestre de Santiago, sin consultar con los grandes del reino, ni siquiera con los caballeros de la Orden; cosa que indignó a los prelados, a los grandes y nobles, y acabó de enajenarle las voluntades, adhiriéndose estos más y más al partido de la princesa Isabel. Pero estaba destinado aquel monarca a sobrevivir muy poco tiempo a su favorito. El empeño de sostener en la posesión del gran maestrazgo a su nuevo protegido le obligó a hacer marchas y expediciones que su quebrantada salud no podía ya soportar, y habiendo vuelto a Madrid con el ansia de hallar alivio y reposo, dominó por el contrario la enfermedad de tal manera su debilitado cuerpo que en pocos días tuvieron fin su vida y su desastroso reinado (11 de diciembre, 1474), a los 50 años de edad. Con él quedó extinguida la línea varonil de la dinastía de Trastámara, que había ocupado el trono de Castilla por más de un siglo.

Conviene en lo general con los hechos el retrato moral que de este príncipe nos han dejado los escritores contemporáneos, si bien hecho con bastante indulgencia, a excepción del de Alonso de Palencia, su declarado enemigo. No era en verdad don Enrique ni orgulloso, ni avaro, ni vengativo, ni cruel, ni inclinado a menospreciar ni a oprimir los hombres. Por el contrario, su porte era excesivamente modesto; vestía trajes de lana, y con más desaliño que esmero; las insignias y ceremonias reales le eran molestas; mesurado y cortés en su trato, «a ninguno hablando decía jamás de tú ni consentía que le besasen la mano»; sobrio en el beber, en el comer un poco desordenado; dadivoso sin discreción, y franco hasta la prodigalidad; derramador más que dispensador de mercedes, enriqueció a muchos y se empobreció a sí mismo; hizo de humildes criados soberbios señores; sembró sin cordura, y recogió abundante cosecha de ingratitudes; de índole naturalmente benigna y clemente, ni propendía a hacer daño, ni le gustaba ver padecer; tardaba en irritarse, y se amansaba pronto. Al lado de estas cualidades, que algunas le hubieran honrado como hombre, deslucíanle otras y le desacreditaban y perdían como rey. Los desarreglos de su juventud le estragaron la naturaleza: «diose, dice Pulgar, a deleites que la mocedad suele demandar y la honestidad debe negar; hizo hábito dellos, porque ni la edad flaca los sabia refrenar, ni la libertad que tenía los sofria castigar.» Si no fue impotente por la naturaleza, dio ocasión con los vicios a que por tal le tuvieran y pregonaran. «Huia de los negocios, dice su más devoto cronista, y despachábalos muy tarde,» encomendábalos a otros, y firmaba sin leer. Mientras el reino ardía en discordias, él cantaba y tocaba el laúd, y mientras el Estado se desmoronaba, él cazaba en los bosques del Pardo. Indolente, apocado y débil hasta rayar en lo fabuloso, parecía insensible sin serlo, mostraba una insensatez que no tenía, y daba lugar a ser mirado como imbécil, no siéndolo. Así se vio el monarca más degradado y abyecto que había habido en Castilla, y nunca desde la invasión de los sarracenos se había visto el reino en situación tan miserable y en estado tan triste, tan abatido y tan desastroso como en el funesto reinado de Enrique IV. Entre otras cuestiones que por falta de carácter y de constancia tuvo la torpeza de dejar pendientes, fue todavía la cuestión de sucesión.

 

CAPÍTULO XXXI.

ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA. ARAGÓN Y NAVARRA EN EL SIGLO XV

De 1410 a 1479.