CAPÍTULO XXIX.
JUAN II EL GRANDE EN NAVARRA Y ARAGÓN. De 1425 a 1479.
Aunque
mucha parte de los hechos de este monarca, desde que fue proclamado rey de
Navarra en unión con doña Blanca su esposa hasta que heredó la corona de
Aragón, los hemos referido ya en los capítulos correspondientes a los reinados
de don Fernando I, de don Alfonso V de Aragón y de don Juan II de Castilla, por
la intervención que tuvo en las cosas de Sicilia, de Nápoles, de Aragón y de
Castilla, menester es, antes de continuar la historia de la monarquía aragonesa
bajo el gobierno de don Juan II, decir algunas palabras acerca de la situación
del reino de Navarra y de la posición en que se hallaba este rey al tiempo que
se unieron en su cabeza las dos coronas.
Navarra,
que durante cuatro reinados (de 1284 a 1328) había sido como una provincia
francesa, y que después, aunque volvió a darse reyes propios (de 1328 a 1387),
parecía más mezclada en los intereses y en las intrigas de Francia que en los
de los demás reinos españoles, no había suministrado en el reinado de Carlos el
Noble (de 1387 a 1 425) otros sucesos notables que los que hemos referido en
los reinados correspondientes de Castilla y Aragón conque estuvieron enlazados.
Habiendo muerto Carlos el Noble en 1425, recayó aquella corona en su hija doña
Blanca, que viuda del rey don Martín de Sicilia había casado en 1419 con don
Juan, entonces infante de Aragón y súbdito de don Juan II de Castilla. En
Olite, donde se hallaba doña Blanca, y en el campo de Tarazona donde se hallaba
don Juan con su hermano el rey don Alfonso de Aragón, se alzó el pendón real de
Navarra por don Juan y doña Blanca su mujer. Ocupado entonces don Juan con más
interés y más ahínco del que le compitiera en los asuntos interiores de
Castilla, y atendiendo más a las cosas de este reino que a las del
que estaba llamado a gobernar, era su esposa doña Blanca la que en realidad
reinaba en Navarra por sí y en nombre de su marido. Cuando en 1428, a
consecuencia de uno de los triunfos de don Álvaro de Luna sobre sus rivales,
fue requerido don Juan de Navarra para que se alejase de aquel reino, entonces
a su llegada a Pamplona se celebró solemnemente, con arreglo al fuero, el
juramento y coronación de los reyes don Juan y doña Blanca, diferido por
ausencia del primero; y en el mismo día (15 de mayo) fue reconocido y jurado
sucesor del reino su hijo primogénito don Carlos, para quien había sido
instituido el título de príncipe de Viana, al modo del de príncipe de Asturias
para los primogénitos de Castilla, y el de príncipe de Gerona para los hijos
mayores de los reyes de Aragón.
La
conducta de don Juan y su continuo alejamiento del reino tenían altamente
disgustados a doña Blanca y a los navarros. Las cortes le negaron los subsidios
que solicitaba para la guerra que iba a emprender de nuevo contra Castilla;
pero él, menospreciando el consejo y la decisión de las cortes, vendió sus
joyas y las de la reina, con cuyo acto y el empeño decidido de proseguir una
guerra sin justicia ni provecho para el país creció el descontento general del
pueblo y de los principales ricos-hombres. Entretenido en las guerras de
Castilla, de que en su lugar hemos dado cuenta, hasta la tregua de los cinco
años, y después de haber casado a su hija doña Leonor con Gastón, hijo
primogénito del conde de Foix, el rey don Juan, dado a intervenir en los
negocios de todos los reinos que no fuesen el suyo, pasó a Nápoles con el fin
de ayudar a su hermano don Alfonso V de Aragón en la lucha que allá sostenía
con la casa de Anjou sobre la posesión de aquel reino, quedando entretanto los
gobiernos de Navarra y de Aragón en manos de las dos reinas doña Blanca y doña
María, que eran las que en ausencia de sus esposos negociaban la prolongación
de las treguas con Castilla (1435). Hemos visto al rey don Juan de Navarra
caer, con sus hermanos, prisionero de los genoveses en las aguas de Ponza, y
ser después puesto en libertad por el generoso duque de Milán para venir a ejercer
la lugartenencia de los reinos de Aragón y Valencia por su hermano don Alfonso,
y la de Cataluña en ausencias de la reina doña María. Durante las alteraciones
y las guerras y conciertos que luego se siguieron entre Aragón, Navarra y
Castilla, se había hecho el desgraciado matrimonio de su hija mayor doña Blanca
con el príncipe de Asturias don Enrique, de que hablamos ya en otro lugar, y el
del príncipe don Carlos de Viana con Ana, hija del difunto duque de Cleves, y
sobrina del duque de Borgoña, Felipe el Bueno (1439).
Así
las cosas, la reina doña Blanca de Navarra, después de haber llenado con
esmero, prudencia y acierto los deberes de esposa, de madre y de reina,
falleció en Castilla (1441) yendo en romería al santuario de Nuestra Señora de
Nieva. En su testamento, otorgado en Pamplona en 1439, instituyó heredero del
reino de Navarra y del ducado de Nemours a su hijo el príncipe don Carlos de
Viana, si bien rogándole que no tomase el título de rey sino con consentimiento
de su padre, o después de su muerte, disponiendo también que si el príncipe
muriese sin sucesión le heredase doña Blanca, princesa de Asturias, y a falta
suya la infanta doña Leonor condesa de Foix. Entonces el
Era
esto en ocasión que Navarra se hallaba dividida en dos poderosos e implacables
bandos, llamados de agramonteses y biamonteses, de los nombres de sus antiguos
jefes, que continuaban haciéndose cruda guerra aún después de extinguida la
causa de su origen. La invasión de la reina en los derechos
del príncipe, y la arrogancia y altanería con que le trataba y obraba,
indignaron a una gran parte de los pueblos contra el rey don Juan, y era tal la
enemistad con que so miraban los dos bandos de agramonteses y biamonteses, que
bastó para que en esta causa tomaran partido el uno contra el otro,
declarándose los primeros en favor de la reina y del rey, pronunciándose los
segundos por el príncipe Carlos. Representó éste primeramente a su padre con
sumisión y respeto, suplicándole no consintiese una transgresión tan manifiesta
de las leyes fundamentales del reino y de los derechos hereditarios; más como
viese el desprecio que su padre hacía de sus respetuosas representaciones, se
decidió a sostener su derecho abiertamente con las armas, apoyado en el partido
de los biamonteses, y protegido por los castellanos, que aprovecharon con
avidez esta ocasión para atizar el fuego de la discordia en Navarra, y hacer
pagar a aquel revoltoso rey su afán de entrometerse en los negocios interiores
de Castilla. Acudieron pues el rey don Juan II de Castilla y el príncipe de
Asturias don Enrique con ejército en ayuda de don Carlos. La reina se encerró
en Estella, pocos meses después de haber dado a luz en la pequeña villa de Sos,
en Aragón, un hijo que se llamó Fernando (10 de marzo, 1452), que por las
circunstancias de su nacimiento, como hijo menor y de segundo matrimonio, nadie
podía sospechar entonces que había de suceder a su padre, y que había de ser
con el tiempo el gran rey don Fernando el Católico.
Noticioso
el rey don Juan de hallarse la reina sitiada en Estella por el príncipe de
Viana y los castellanos, voló furioso en su socorro desde Aragón; mas como
viese que sus fuerzas eran inferiores a las de sus contrarios, se volvió a
Zaragoza con objeto de aumentar su ejército. Engañados con esta retirada los
sitiadores de Estella levantaron el cerco, y los castellanos regresaron a
Burgos. Entonces don Juan se presentó de nuevo en Navarra con fuerzas más
numerosas, y puso sitio a Aibar, una de las villas de que se había apoderado el
príncipe su hijo. Acudió éste en su socorro, y estando ya ambos ejércitos a la
vista, trataron algunos varones respetables de conciliar al padre y al hijo.
Accedió el príncipe bajo ciertas condiciones, y cuando ya estaban concertados,
viéndose de frente y en orden de batalla, los hombres de uno y otro partido no
pudieron reprimir los ímpetus de su saña y se precipitaron a la pelea. Pronto
se hizo ésta general, y
Partió
el rey don Juan después de su triste triunfo a Zaragoza, donde halló la opinión
de los aragoneses y de las mismas cortes interesada en favor de su hijo, hasta
el punto de hacer proposiciones harto ventajosas para el príncipe,
proposiciones que el rey o negaba o eludía, huyendo siempre de la
reconciliación. La ciudad de Pamplona, que estaba por los biamonteses, envió
también sus embajadores a las cortes de Aragón para apoyar sus instancias en
favor del príncipe Carlos, y tan general y tan vivo fue el interés que se
manifestó por él, que el rey su padre condescendió a sacarle de la fortaleza de
Monroy y que fuese llevado a Zaragoza para que allí las cortes mismas
arreglasen sus diferencias. No sin graves dificultades se consiguió ajustar una
especie de concordia, y que el príncipe fuese puesto en libertad, quedando en
rehenes los jefes de la familia y partido de Beaumont (1453). Pero el encono de
los bandos de Navarra, fomentado por la casa real de Castilla, hizo iuútil e
infructuoso aquel pacto, y el príncipe de Viana volvió a hallarse
envuelto entre las facciones que despedazaban aquel desdichado reino. Otra
tregua que se logró ajustar en 1455 quedó tan sin efecto como la primera por
la exasperación de los dos partidos, que comenzaron a hacerse más encarnizada
guerra que antes. Quejábase el rey de su hijo porque había tomado la villa de
Monreal, y no quería restituirla: estaban irritados el príncipe y los biamonteses
con el rey porque se había confederado con su yerno el conde de Foix, a quien
había ofrecido el reino de Navarra y el ducado de Nemours para después de sus
días. La guerra prosiguió, y la misma reina salió a campaña contra su entenado.
La fortuna le fue también esta vez adversa al príncipe Carlos, y derrotado en
una batalla cerca de Estella por las tropas de su padre, de su madrastra, y de
su cuñado el conde de Foix, determinó abandonar la Navarra, y dejando el
gobierno de la parte del reino que le obedecía a su canciller y capitán general
don Juan de Bcaumont, y el de los negocios de su casa a la princesa doña
Blanca, se dirigió por Francia a Nápoles a buscar un asilo y poner sus
diferencies en manos de su tío el rey don Alfonso (1456), el cual le dio tan
buena acogida, y le recibió tan benévolamente como pudiera desear.
El
rey don Alfonso de Aragón y de Nápoles envió a Rodrigo de Vidal con una carta
para su hermano don Juan, su lugarteniente general en los reinos de España,
exhortándole a la reconciliación con su hijo. Mas llegó aquel enviado en
ocasión que don Juan, habiendo celebrado cortes de sus parciales, los
agramonteses de Estella (1457), había desheredado no sólo al príncipe don
Carlos, sino también a su hermana mayor doña Blanca, que le era adicta, y
declarado heredera del reino a la hermana menor doña Leonor y al conde de Foix
su marido, parciales del rey. Por otra parte los representantes del partido
biamontés, convocados a cortes en Pamplona por don Juan de Beaumont,
proclamaban al príncipe Carlos rey de Navarra; lo cual déjase comprender cuánta
turbación engendraría en tan pequeño reino. Conociendo el príncipe que no era
aquel el camino de llegar a la concordia que deseaba, desaprobó la conducta de
los de su partido, y les recomendó y encargó que no le diesen título de rey; y
escribió al propio tiempo al de Castilla su primo, que lo era ya Enrique IV,
que cesase de fomentar la guerra de Navarra, puesto que tenía comprometidas sus
diferencias en manos de su tío. Este generoso comportamiento del príncipe
contrastaba con el de su padre, con el de la reina . doña Juana, y con el de su
hermana doña Leonor condesa de Foix, que por todos los medios trabajaban por
atraer a su partido al rey de Castilla, y esto se proponían en unas vistas que con
él tuvieron entre Alfaro y Corella. A ellas asistió también don Juan de
Beaumont por parte del príncipe, el cual propuso que las plazas de ambos
partidos se pusiesen en poder del rey de Aragón hasta que este fallase en
aquella discordia, más esta proposición fue desechada por el rey don Juan.
Visto
por don Alfonso de Aragón y de Nápoles el ningún resultado de la embajada de
Rodrigo Vidal, envió todavía a Luis Despuch, maestre de Montesa, y a don Juan
de Híjar, ambos varones de
En
tal situación, y cuando el príncipe de Viana se lisonjeaba de hacer respetar
sus derechos bajo la protección del rey su tío, ocurrió la muerte de Alfonso V
de Aragón y de Nápoles (mayo, 1458), dejando por heredero de todos sus reinos
de España, de Sicilia y de Cerdeña, a su hermano don Juan, padre del príncipe,
de los estados de Nápoles a su hijo bastardo, aunque legitimado, don Fernando. El carácter amable del príncipe de Viana, sus corteses
modales, su instrucción, sus infortunios y la injusta persecución de que era
objeto por parte de su padre, habían inspirado un interés verdadero a los
napolitanos y ganadole sus corazones. Por esto y por la condición ambigua de
Fernando, muchas ciudades y grandes señores le instaban de todas veras a que
reclamase para sí el trono de Nápoles ofreciéndole su apoyo y el del pueblo.
Pero el generoso príncipe navarro, o por magnanimidad, o por prudencia, o por
fiar poco en aquel pueblo versátil, no sólo no admitió tan halagüeña
proposición, sino que por no dar celos a su primo pidió pasar a Sicilia para
vivir en el retiro y alcanzar desde allí, si podía, la reconciliación con su
padre. El rey don Juan de Navarra y de Aragón tampoco disputó a su sobrino
Fernando la herencia de Nápoles; y el papa Calixto III que acababa de aliarse
con el duque de Milán Francisco Sforza para arrebatarle el trono, murió muy
oportunamente para el hijo de Alfonso V. El papa Pío II. se apresuró a otorgar
a Fernando de Aragón la investidura de la corona de Nápoles.
Bien
recibido el infortunado príncipe de Viana por los sicilianos, que conservaban
gratos recuerdos de la reina doña Blanca su madre, se captó más su amor y
adhesión por sus personales prendas, y los estados de la isla le votaron un
subsidio de veinte y cinco mil florines para sus gastos. Retirado don Carlos en
un monasterio de benedictinos cerca de Mesina, vivía entregado a sus estudios
favoritos de filosofía y de historia a que había mostrado ya grande afición en
Navarra, y que allí estimulaban más el retiro, el trato con los ilustrados
monjes y la escogida librería del monasterio. Pero aquel recogimiento no bastó
a librarle de los lazos del amor, que era otra de sus pasiones, y tuvo un hijo
de una dama siciliana de singular hermosura, aunque de condición humilde,
llamada Cappa, al cual se puso por nombre Juan Alfonso de Navarra. La popularidad de que el príncipe Carlos gozaba en Sicilia
excitó los celos del rey don Juan su padre, a quien ni el tiempo, ni la
distancia, ni las suplicas, ni el retiro habían enfriado el odio implacable
hacia su hijo, y con mentidas promesas de reconciliación le invitó a venir a
España, si bien probaba poco la sinceridad de sus ofertas el haber puesto por
gobernadora de Navarra a la condesa de Foix. Movido no obstante el príncipe por
esto y por las instancias de sus apasionados, determinó salir de Sicilia y se
dirigió a la costa de Cataluña. Una orden de su padre le obligó a pasar a
Mallorca (1459). Desde allí dirigió al rey una carta llena de sumisión y
respeto, quejándose de que no le permitiese residir ni en Navarra ni en
Sicilia, y rogándole, entre otras cosas, que le entregase su principado de
Viana sin los castillos; que estos y todos los de su obediencia se pusiesen en
poder de aragoneses imparciales; que se diese libertad a sus rehenes; que el
gobierno de Navarra se pusiese en manos de un aragonés o catalán, removiendo de
aquel cargo y haciendo salir del reino a la condesa deFoix doña Leonor su
hermana, y que se restituyesen sus bienes y oficios a los partidarios del
príncipe. Otorgó el rey don Juan tan solamente algunas de estas peticiones, y
después de largas negociaciones y tratos,
Creyendo
en la sinceridad de esta reconciliación, esperaban todos que en las cortes
convocadas aquel año por el rey en Fraga sería reconocido don Carlos como
príncipe de Gerona y futuro heredero de la corona de Aragón, y que como tal se
le prestaría el juramento de costumbre. Nada, sin embargo, estaba más lejos de
la intención y propósito de aquel desamorado padre: él se hizo jurar como rey,
e incorporó perpetuamente a la corona aragonesa los reinos de Sicilia y Cerdeña
e islas adyacentes, estableciendo que estuviesen irrevocablemente unidos bajo
un mismo cetro y dominio: más cuando se pidió que hiciese el juramento de
sucesión en favor del príncipe de Viana, negóse a ello abiertamente, y aún
reprendió a los catalanes por haberle dado el título de heredero de la corona. Para mayor desgracia del príncipe llegó un emisario del
almirante de Castilla, padre de la reina, con cartas para el rey en que le
avisaba de las negociaciones que mediaban entre el de Viana y el monarca
castellano, y principalmente del proyecto de su enlace con la infanta Isabel de
Castilla. Esto era lo que sentían más el rey y reina de Aragón; que entraba
como objeto predilecto de sus planes el matrimonio de Isabel con su hijo menor
Fernando. Con tal motivo, hallándose el rey don Juan en Lérida, donde celebraba
cortes de catalanes, hizo llamar al príncipe. Indicáronle algunos el riesgo que
corría, y aconsejábanle que no se presentase; entre ellos un médico del mismo
rey, que dicen le advirtió que anduviese con cuidado, porque era de temer le
diesen algún bocado de muy mala digestión. Pero determinado el príncipe a
obedecer a su padre, acudió a su llamamiento y le besó muy respetuosamente la
mano. El padre le hizo prender en el acto y encerrarle en un castillo.
La
prisión del príncipe Carlos produjo hondo disgusto y desagrado en todos los
reinos de España y en todas las clases: llevóla muy a mal el rey de Castilla,
indignáronse los biamonteses, y se irritaron los catalanes. Todo se temía de
los artificios de la reina y del genio vengativo del rey. Las cortes de Lérida
enviaron una comisión protestando con arrogancia contra semejante
procedimiento, y pidiendo la libertad del príncipe. Con igual objeto se
presentó la diputación permanente de Aragón y algunos comisionados de
Barcelona. El rey dio a todos una respuesta poco satisfactoria sobre los
motivos de la detención de su hijo, añadiendo que al día siguiente pensaba
llevarle consigo a Aytona. En el proceso que el rey mandó entonces formar
contra el príncipe, hacíasele cargo de haber sido inducido a matar al rey,
ofreciéndose a darle favor para que lo ejecutase catalanes, aragoneses,
valencianos y sicilianos: que tenía concertado irse secretamente a Castilla, y
que para eso había venido gente de aquel reino a la frontera. Aunque sobre
estos capítulos se recibieron informaciones, ninguno de los extremos pudo
probársele. Y como todos estaban persuadidos de la inocencia del príncipe, y
era por sus prendas y por su bondad tan generalmente estimado y querido, todo
el reino se puso en conmoción, los catalanes tomaron las armas, formaron su
ejército, y nombraron sus capitanes: en Barcelona sacaron la bandera real y el
estandarte de la diputación: el gobernador, que había salido huyendo, fue preso
en Molins de Rey; las tropas y la gente sublevada se dirigieron a Lérida con resolución
de apoderarse de la persona del rey don Juan, el cual, aunque al pronto
aparentó serenidad, tomó luego el partido de huir de noche a caballo con uno o
dos de sus servidores solamente camino de Fraga, donde la reina tenía en su
poder al príncipe. Entró en Lérida la gente tumultuada, corrió furiosamente las
calles, penetró en el palacio real, y recorrió y registró los aposentos
haciendo pedazos con las lanzas y espadas todo el menaje. Desde allí
prosiguieron a Fraga en pos del rey fugitivo, dándole apenas tiempo para
retirarse a Zaragoza con la reina y el príncipe a quien pusieron en el castillo
de la Aljafería, de donde le trasladaron al de Morella (febrero, 1461).
Habíase
propagado ya la insurrección a las provincias de Aragón, Valencia y Navarra, y
aún comunicádose a las islas de Sicilia y Cerdeña; los biamonteses penetraban
en Aragón, y el rey de Castilla invadía a Navarra en apoyo del ilustre preso.
Intimidó tan general tormenta al rey don Juan, y comprendiendo la gravedad del
peligro a que le exponía su indiscreta conducta, viose al fin obligado a
disponer la libertad de su hijo. Como la indignación pública se manifestaba aún
más contra la reina que contra el mismo don Juan, quiso ponerla en buen lugar
aparentando que lo hacía a instancias de su mujer, y ordenó que ella misma
fuese a Morella a sacar de la prisión al príncipe, y que luego le llevase a
Barcelona para entregarle a las personas que representaban el principado. En el
viaje de la madrastra y su entenado a Cataluña el príncipe Carlos era aclamado
y victoreado por todos los pueblos; no así la reina, a quien las autoridades
hicieron entender que no sería agradable su presencia en la capital, o por lo
monos podía producir algunos inconvenientes, por lo cual tuvo a bien detenerse
en Villafranca, continuando el príncipe a Barcelona, donde se le recibió con un
entusiasmo sin límites, y como se hubiera podido recibir a un libertador.
Mientras
en Navarra proseguía la guerra, y el rey de Castilla se apoderaba de Viana, el
príncipe Carlos continuaba en Barcelona agasajado y querido de los catalanes.
La diputación y consejo del principado proponían al rey como condiciones para
la concordia y la paz, que hiciese salir de Navarra a la condesa de Foix,
poniendo el gobierno y los castillos de aquel reino en manos de un aragonés,
teniéndolos el rey durante su vida, pero quedando la sucesión cierta y segura
al príncipe; que éste fuese públicamente reconocido y jurado heredero legítimo
de los reinos como hijo primogénito; que se le diese la lugartenencia general
irrevocable, con la administración del principado y de los condados de Rosellón
y Cerdaña, y con facultad de celebrar cortes generales a los catalanes; que no
hubiese sino catalanes en el consejo del rey y del príncipe; y por último que
el rey no pudiese entrar en Cataluña sin expreso consentimiento de sus
habitantes. Mientras la reina, a quien se presentaron estas demandas en
Villafranca, las llevaba al rey su esposo para su consulta y
Cuando al fin, apuradas infructuosamente todas sus gestiones y recursos, se resolvió la reina a firmar en Villafranca los capítulos que de palabra había otorgado a nombre del rey, era ya tarde, y no tuvo siquiera el mérito de la concesión; porque ya el día antes había el consejo del principado despachado cartas a todas las ciudades y pueblos de Cataluña para la proclamación del príncipe Carlos como primogénito y heredero del reino, cuya proclamación y juramento se hizo solemnemente en Barcelona (24 de junio, 1461) sin orden ni consentimiento de su padre. Entonces el príncipe se atrevió también a reclamar para sí el reino de Navarra que le pertenecía por sucesión legítima de la reina doña Blanca su madre, y que su padre le i,cnia usurpado contra todo derecho divino y humano. Decia también que tomaba por padre al rey de Castilla, y determinaba dejar al que contra la ley de la naturaleza no lo había querido ser. Fingió no obstante el rey don Juan aceptar con beneplácito el convenio de Villafranca, tanto que mandóse celebrase en Zaragoza con regocijos públicos, con luminarias, repiques de campanas y procesiones solemnes. Pero los sentimientos de su corazón y de su espíritu estaban muy lejos de corresponder a aquellas demostraciones. La prueba de ello se presentó luego. El príncipe su hijo determinó enviar una embajada solemne al rey de Castilla a nombre de todo el principado de Cataluña, y quiso que los embajadores catalanes se presentasen primero al rey, que celebraba cortes en Calatayud. La embajada tenía por objeto requerir al de Castilla para que en vista de la concordia entre el padre y el hijo desistiese de la guerra de Navarra, y al propio tiempo acabar de arreglar lo del matrimonio del de Viana con la princesa Isabel. Repugnaba el rey esto último, que era lo que más deseaba el príncipe, y puso todo género de dificultades y procuró estorbar cuanto pudo que se tratase y concluyese lo del matrimonio. Acomodábale que se requiriese al castellano que cesase en la guerra de Navarra, pero se oponía a que en la instrucción de los embajadores se indicase que en su principio le había sido lícito emprenderla; y al mismo tiempo trabajaba por entenderse con el rey de Castilla por medio del almirante su suegro y de otros magnates castellanos. Ello es que detuvo a los embajadores no dejándolos pasar de Calatayud, y envió a Barcelona su protonotario Antonio Nogueras para que informara a su hijo de las causas de aquella detención. Severo, áspero y duro fue el recibimiento que hizo el príncipe al emisario de su padre: «Nogueras, le dijo, maravillado estoy de dos cosas. La una es de habervos enviado el rey mi señor aquí, visto que siempre se deben enviar personas gratas a aquel a quien van. La otra es de vos haber osado emprender venir delante de mis ojos: considerando que estando yo preso en Zaragoza, tubistes tanto atrevimiento de venir con tinta y papel a examinarme, y aún trabajando y entendiendo por vuestro poder que yo depusiese sobre las grandes maldades y traiciones que entonces me fueron levantadas... Sed cierto que si no fuese por guardar reverencia al rey mi señor, por cuya parte vos venis, y por algunos otros respetos, yo os hiciera ir de aquí sin la lengua con que me preguntastes, y sin la mano con que lo escribistes: y porque no deis causa de ponerme en más tentación, yo os ruego y mando que en continente os partáis delante de mí, porque mis ojos se alteran en ver en mi presencia la persona que cupo en levantarme tales maldades, y aún hareis bien que en este punto os partáis desta ciudad sin deteneros más en ella.» Por último se acordó someter las diferencias entre los reyes de Aragón y de Castilla al fallo y decisión de jueces árbitros nombrados en este último reino, los cuales deliberaron (26 de agosto, 1461) que cesase en el término de treinta días la guerra que el castellano hacía en Navarra, dando cada cual en rehenes cuatro fortalezas para seguridad de que cumplirían aquel concierto. No agradaron al príncipe de Viana las condiciones de esta concordia, porque vio que nada se había determinado en favor suyo. Hallábase éste no obstante en posición más ventajosa que nunca: parecía haber cesado las persecuciones; vivía en medio de un pueblo poderoso y valiente que le amaba con delirio, y presentábasele una risueña perspectiva para después de los días de su padre. Mas no estaba destinado este príncipe a gozar de ventura en la tierra. En tal estado se alteró su salud, y no tardó en acabar de perderla. La enfermedad de que adoleció se cebó en él cruelmente, y después de tantos trabajos y amarguras como había pasado, bajó al sepulcro en 23 de septiembre (1461), a los 40 años y algunos meses de su edad, dejando por heredera del reino de Navarra a su hermana doña Blanca y a sus descendientes, en conformidad a los contratos matrimoniales de sus padres y al testamento de su madre. Legó sus bienes libres a sus hijos naturales don Felipe, conde de Beaufort, don Juan Alfonso de Aragón y doña Ana de Navarra, y también se acordó de su padre mandándole mil florines. Objeto constante este príncipe de la saña de un padre desnaturalizado, y del odio de una madrastra vengativa, desafortunado en sus empresas, llamado por su nacimiento a heredar muchos reinos sin llegar a poseer ninguno, dotado de excelentes prendas personales, de dulce y amable trato, apacible y modesto, aunque en ocasiones severo y melancólico, y alguna vez irritable; liberal y magnífico siempre, dado al estudio de la filosofía y de la historia, de que dejó escritas y traducidas obras de algún mérito; amigo de los poetas y bardos de su edad, poeta y artista él mismo, más a propósito para los trabajos y los goces tranquilos de las letras que para el ejercicio de las armas y para las intrigas políticas en que se vio envuelto, falto de carácter para sostener con perseverancia o el papel de víctima inocente o el de rebelde contra un padre injusto y rencoroso, excitó no obstante el príncipe de Viana por sus desgracias y por sus virtudes el interés, la compasión y el afecto general de quiera que las vicisitudes de su vida le llevaron. Su muerte fue universalmente sentida; más aunque su causa era justa, Aragón y la España en general no perdieron en que no llegara a ocupar el trono de sus mayores, porque en la situación crítica en que entonces España y Europa se encontraban, necesitábanse en los tronos almas más fuertemente templadas que la del príncipe Carlos. Tal era la de su hermano Fernando, y las cosas se combinaron de modo que sucediese así, como luego habremos de ver. Después
de la muerte del príncipe, y ardiendo todavía la guerra en Navarra a pesar de
los anteriores tratos, apresuróse el rey don Juan a hacer reconocer y jurar en
las cortes de Calatayud (que eran continuación de las de Fraga y Zaragoza) como
heredero del reino a su hijo Fernando, habido en la reina doña Juana Enríquez
de Castilla. A pesar de la tierna edad del príncipe, que no tenía entonces diez
años cumplidos, empeñábase su padre en hacerle también gobernador y
lugarteniente general del reino, alterando por esta vez o dispensando en las
leyes de la monarquía, según las cuales no podían los príncipes primogénitos
ejercer jurisdicción civil ni criminal hasta los catorce años. Pero halló en
esto tal oposición en los aragoneses, que convencido de la imposibilidad de
doblegarlos, tuvo que desistir de su propósito. Envió después a la reina con el
infante a Cataluña, para que también allí fuese jurado como primogénito. No
hubo dificultad por parte de los catalanes en proclamar al príncipe don
Fernando como sucesor de la corona, antes bien lo deseaban, puesto que se había
pactado en los capítulos de Villafranca para el caso en que el de Viana falleciese,
y así se ejecutó después de jurar el príncipe guardar los fueros y usages de
Cataluña (noviembre, 1461). Mayor dificultad hubo en admitir a la reina en
Barcelona, porque la tenían por mujer artificiosa y de intriga, y la miraban
como la autora de todos los males anteriores, y recelaban que fuese causa de
otros. Al fin prevaleció el dictamen de los que opinaban por recibirla, y se
consintió en reconocer la como tutora del príncipe y lugarteniente general del
rey. No contenta con esto aquella mujer enérgica, vigorosa y hábil, pretendió
que se alzase al rey don Juan su marido la inhibición de entrar en Cataluña que
se le había impuesto por el tratado de Villafranca. Ademas de otros medios que
para esto empleó, presentóse un día en la casa de la diputación, hizo su
propuesta a los diputados, y díjoles resueltamente que de allí no se saldría
hasta obtener respuesta favorable. La mayor parte se inclinaron a complacerla,
con lo cual procedió a hacer la misma demanda al consejo de los Ciento: allí se
estrelló toda la habilidad de la reina contra la invencible obstinación de
aquellos inflexibles consejeros: la prohibición de recibir al rey don Juan en
Cataluña quedó confirmada.
Agregóse
a esto que el pueblo de Barcelona, en quien se mantenía vivo el amor al desgraciado
príncipe de Viana y el odio a sus perseguidores, comenzó a divulgar que se
había visto circular por las calles de la ciudad la sombra del príncipe Carlos,
pidiendo venganza contra sus desnaturalizados asesinos; referíanse prodigios y
se contaban milagros que hacía su sepulcro, y llegaron a reverenciarle por
santo, como si le hubiera canonizado la iglesia. Los hombres políticos
explotaban esta predisposición del pueblo contra los causadores de las
desgracias de su amado príncipe, y en su aborrecimiento al rey tuvieron
pensamiento de ir inclinando la gente popular hasta acabar con la monarquía, si
menester fuese, y constituirse en república al modo de las de Italia. La reina
por su parte trabajaba también con su natural astucia para atraer a su partido
las gentes de Barcelona y de los pueblos de su comarca.
En tal estado, comprendiendo el rey Luis XI de Francia, el príncipe más político de su tiempo, pero también el más ladino e insidioso, el gran partido que podía sacar de las discordias y disidencias del rey de Aragón con los catalanes para sus proyectos sobre Navarra, para los cuales se previno casando a su hermana Magdalena con el hijo de doña Leonor condesa de Foix, comenzó a poner en juego su doble política negociando con ti rey don Juan II. de Aragón que solicitaba su alianza, y atizando al propio tiempo por bajo de cuerda en Cataluña el fuego de la insurrección, ofreciendo a los rebeldes el apoyo de la Francia. No le fue sin embargo fácil al francés sorprender a los previsores catalanes, y no alcanzó de ellos sino una respuesta vaga y un tanto fría. El objeto de Luis XI., hasta tanto que él pudiese apoderarse por su cuenta del reino de Navarra, era que heredase esta corona el conde Gastón de Foix, yerno del monarca aragonés, pero francés de nacimiento y adicto enteramente a los intereses de la Francia, y ya deudo inmediato suyo. Favorecíale la circunstancia de que la princesa doña Blanca, heredera legítima de aquel reino como hija mayor del rey don Juan y de la difunta doña Blanca de Navarra, reina propietaria de aquel estado, sufría también las rencorosas iras de su padre y de su madrastra, y había sido envuelta en la misma proscripción que el príncipe de Viana su hermano a quien había sido siempre adicta. Con el propio encono la miraba su hermana doña Leonor condesa de Foix, a quien su padre había prometido la sucesión de Navarra para después de sus días, y con cuyo hijo había casado la hermana del rey de Francia Luis XI. Con estos elementos llegó a negociarse un tratado entre Luis XI. de Francia y don Juan II. de Aragón, en que prometía aquel al aragonés ayudarle a expulsar de Navarra las tropas de Castilla, con tal que este se comprometiera a dejar la corona de aquel reino después de su muerte a su yerno Gastón de Foix, y a que su hija doña Blanca fuese puesta en manos de su hermana la condesa doña Leonor. Don Juan aceptó un convenio que cuadraba grandemente a sus miras, y el tratado se firmó en Olite (12 de abril, i 462), obligándose el aragonés a pagar al de Francia doscientos mil escudos de oro para el sostenimiento de setecientas lanzas francesas que debían entrar a su servicio, y empeñando para este pago las rentas de los condados de Rosellón y Cerdeña. La
desgraciada doña Blanca, víctima de estos tratos, que desde la prisión de su
hermano el de Viana se hallaba también como presa en poder del rey su padre,
fue avisada por éste en el castillo de Olite para que se preparase a ir con él
a Francia, donde habían de verse con aquel rey, porque tenía concertado casarla
con su hermano el duque de Berry. Doña Blanca, que había traslucido ya el
verdadero objeto de aquel viaje, le resistió con cuanta energía pudo; pero su
desnaturalizado padre, cerrando el corazón a todo natural sentimiento y los
oídos a todas las suplicas, determinó llevarla por la fuerza, y arrancándola de
los dominios que debía poseer un día traspuso con ella los montes y la condujo
a los estados del de Foix. En Roncesvalles tuvo forma la desventurada princesa
de protestar contra la violencia que se le hacía, y en San Juan de Pie de
Puerto dio sus poderes al rey de Castilla, al conde de Armañac, al condestable
de Navarra y a otras varias personas para que por cualquier medio procurasen su
libertad, y tratasen su matrimonio con cualquier rey o príncipe que les
pareciese. Después, convencida de que iba a ser entregada a sus enemigos,
temiendo ya no sólo por su reino sino por su vida, y viéndose en tan triste
situación y tan desamparada de todos, tomó el partido, en parte desesperado, en
parte altamente heroico y generoso, de recurrir al mismo de quien más afrenta
había recibido, al esposo que la había repudiado, al rey Enrique IV. de
Castilla, cediéndole sus derechos al reino de Navarra, y escribiéndole una
sentida carta (30 de abril, 1462), que como dice un escritor español, «no puede
leerse, aún después del trascurso de tanto tiempo, sin que se enternezca el
corazón más duro.» En ella le recordaba los antiguos vínculos que los habían
unido, las calamidades que después la habían agobiado, el interés que siempre
había mostrado hacia su hermano el príncipe de Viana, y que conociendo el
triste fin que la aguardaba quería renunciar en él todos sus derechos
hereditarios, privando de ellos a sus encarnizados enemigos el conde y la
condesa de Foix. Pero aquel mismo día fue la infeliz llevada al castillo de
Orthez, donde la encerraron, y donde después de muchas vejaciones y
padecimientos murió envenenada por su hermana doña Leonor.
Entretanto
en Barcelona habíanse ido enconando los ánimos y exacerbándose cada día los dos
partidos, el enemigo de la reina y del rey, y el que aquella con su maña y su
astucia había sabido granjearse, aunque siempre menos numeroso que el de sus
contrarios. Atribuíanle proyectos y designios capaces de exasperar a corazones
y espíritus menos predispuestos a la insurrección, y temerosa
ya la reina de un próximo rompimiento tuvo por prudente retirarse con su hijo
al Ampurdán, contando con prevalerse de los vasallos de Remenza que andaban
alborotados en rebelión contra sus señores. No tardó en salir en su seguimiento
un cuerpo de milicia catalana, mandado por el conde de Pallars, que
inmediatamente puso cerco a la plaza de Gerona, donde la reina se había
refugiado. La poca resistencia que hallaron en una de las puertas les facilitó
la entrada en la ciudad después de haberla fuertemente combatido por varias partes.
Recogióse entonces la reina a la torre de Gironella, donde desplegó una energía
varonil, una intrepidez y entereza de ánimo que dejó maravillados a todos. Ella
alentaba con su presencia y con su ejemplo a sus defensores, inspeccionaba en
persona todas las obras, acudía a los mayores peligros, y ni la amedrentaban
los tiros de lombarda que sin cesar disparaban los sitiadores, ni la abatía la
situación de su tierno hijo don Fernando, que con tan tristes auspicios
comenzaba una carrera que después había de ser tan gloriosa. La gente del conde
de Pallars llegó a penetrar por una mina hasta el fondo del castillo, más
sintiéndolo los de dentro, fogueados por la reina lanzáronse furiosamente sobre
los minadores y después de un terrible combate los rechazaron con gran pérdida
y daño.
Informado
el rey don Juan de la apurada situación de su esposa, envió en su socorro a su
hijo bastardo don Juan de Aragón, a quien había hecho arzobispo de Zaragoza,
con algunas compañías, y él mismo le siguió de cerca con un pequeño ejército;
pero una hueste considerable de insurgentes que salió de Barcelona le cortó el
paso, y luvo que retroceder una noche desde Tárrega a Balaguer. Cundió
rápidamente la llama de la insurrección en Cataluña, y la reina aislada y
abandonada hubiera tenido que sucumbir sin el auxilio del monarca francés Luis
XI. Este príncipe, a quien convenía mostrarse fiel cumplidor del tratado de
Olite, envió al rey de Aragón las setecientas lanzas prometidas al mando de su
yerno Gastón de Foix. Con la entrada de los franceses Figueras y otras plazas
se redujeron a la obediencia del rey. El conde de Pallars, sitiador de Gerona,
levantó el campo abandonando la artillería. Libre la reina, adoptó la política
de la generosidad, concediendo un indulto general a todos los que habían hecho
armas contra ella, y al día siguiente llegó el conde de Foix. Pero los jefes de
los insurrectos, lejos de someterse viéndose hostigados a un tiempo por el de
Foix y por el rey, apelaron al recurso de los catalanes en los casos desesperados,
a la leva o llamamiento general de todos los hombres del principado de catorce
años arriba, y usaron de este recurso contra su propio soberano como
quebrantador de las leyes y de las libertades de su patria. Un monje fanático,
fray Juan Cristóbal Gualbes, acabó de sublevar al pueblo predicando que era
lícito deponer al príncipe que despojaba al pueblo de sus derechos y
libertades; que los vasallos podían lícitamente alzarse contra el que los
tiranizaba sin incurrir en la nota de infidelidad; con otras semejantes
doctrinas, que so esforzaba en probar con palabras de los divinos libros,
añadiendo que los reyes de Aragón sólo eran señores de Cataluña mientras
guardaran sus leyes, constituciones y usages, según lo juraban antes de ser
reconocidos como condes de Barcelona, y dejaban de serlo cuando quebrantaban
aquellos juramentos y condiciones, quedando la república en libertad de elegir
a quien quisiese. Con tales doctrinas y predicaciones, tan
opuestas a las máximas monárquicas que en aquellos mismos tiempos regían, acabó
de inflamarse aquel pueblo ya harto dispuesto a la insurrección; el rey don
Juan y su hijo don Fernando fueron declarados enemigos de la república, y
dejaron los catalanes de prestarles obediencia y fidelidad.
Necesitando
sin embargo un apoyo para resistir a los dos reyes de Aragón y de Francia,
lejos de constituirse en república como algunos antes habían pensado, apelaron
al principio de legitimidad, y teniendo presente que Enrique IV de Castilla
era tan próximo deudo de Fernando I de Aragón, ofreciéronle la soberanía del
principado, y le proclamaron conde de Barcelona (11 de agosto, 1462), a reserva
del juramento que había de prestar de guardarles sus constituciones y fueros. Ya
antes habían hecho ofrecimientos a Luis XI de Francia; pero este hábil y
político príncipe, que en vez de afanarse como Carlomagno por extender el
territorio francés de este lado de los Pirineos, cuidaba más de reducirle a sus
naturales límites, y esperando a que los reyes de Aragón se debilitaran y
enflaquecieran tenía puesto el pensamiento de agregar a la corona francesa la
Cerdeña
y el Rosellón, no hizo cara a la oferta de los catalanes. El indolente don
Enrique de Castilla vaciló también un poco antes de dar la respuesta de
aceptación a los embajadores de Cataluña que fueron a brindarle con el señorío
del principado. Al fin la mayoría de su consejo le movió a decidirse; y enviando
primero a Juan de Beaumont, prior de Navarra, y a Juan de Torres, caballero de
Soria, con un pequeño ejército en auxilio de los catalanes, despachó después
embajadores a Barcelona para que prestasen y recibiesen mutuamente en su nombre
los juramentos que se acostumbraba tomar a los condes de Barcelona, como así se
verificó (13 de noviembre, 1462).
Alentáronse
más con aquel apoyo los catalanes a resistir a su propio rey don Juan de
Aragón; pero las tropas de este monarca y las de su hijo el arzobispo de
Zaragoza, más disciplinadas que las de los insurrectos, se iban apoderando de
varias plazas y ciudades. El de Foix y sus franceses, ávidos de pillaje, ardían
en deseos de entrar en la opulenta capital del principado, y el rey de Aragón
accedió por darles gusto, aunque no de buena voluntad, a poner cerco a
Barcelona. Componíase el ejército real de diez mil hombres; contaban los de la
ciudad con cinco mil combatientes. Mostraron estos al rey de una manera
enérgica y ruda lo poco que les imponía el cerco, matando un rey de armas que
aquel les había enviado. Un nuncio apostólico que traía misión del papa para
mediar e interceder en tan lastimosa guerra halló tan endurecidos a los
barceloneses, que por toda respuesta le dijeron, que conociendo la astucia y la
malicia del rey don Juan estaban todos resueltos a perecer «a fuego y a filo de
espada» antes que tolerar su crueldad. No los abatió tampoco la llegada de ocho
galeras francesas a aquellas aguas en auxilio del aragonés. La crudeza del
invierno obligó por último a éste a levantar el cerco al cabo de veinte días.
Vengóse don Juan de Aragón sobre la desgraciada población de Villafranca que
tomó por asalto, degollando cuatrocientos hombres que se habían refugiado a la
iglesia. Tarragona, a pesar de sus fuertes muros romanos, temiendo el furor y
la venganza de los franceses si la entraban por combate, se dio también a
partido y se entregó al rey. Hacíase igualmente cruda guerra en el Ampurdán, y
Luis XI. de Francia, no perdiendo de vista su principal negocio, se apoderaba
en tanto de los condados de Rosellón y Cerdaña.
Faltó
en lo más crítico de esta guerra a los catalanes el imbécil e inconsecuente rey
de Castilla. No había sido nunca muy eficaz el apoyo que les había dado, y el
astuto don Juan de Aragón había hecho penetrar sus influencias en los consejos
de aquel débil monarca, hasta llegar a establecer con él una tregua aunque de
pocos días (enero, 1463). Las conferencias que luego se tuvieron en Bayona, y
las vistas que en las márgenes del Bidasoa se celebraron entre los reyes de
Francia y de Castilla, acabaron de separar al castellano de la
causa de los insurrectos de Cataluña. Mas no por eso cedieron aquellos un ápice
en su obstinada rebelión. Si en muchas ocasiones habían dado pruebas los
catalanes del tesón con que abrazaban y defendían un partido, en esta mostraron
hasta qué punto eran capaces de llevar su inflexible temeridad. Duros y tenaces
los naturales de aquel reino, amantes de libertad y de independencia, pero no
pudiendo ni proclamarla ni sostenerla por sí solos contra tan inmediatos y
poderosos enemigos, antes que someterse al rey de Aragón optaron por recurrir a
otra bandera e invocar otro príncipe que reemplazara al de Castilla, y buscando
a quien ofrecer el señorío del principado, acordáronse del infante don Pedro,
condestable de Portugal, que era nieto del conde de Urgel, y descendiente de la
antigua dinastía de los condes de Barcelona. Parecióle buena ocasión a aquel
aventurero príncipe, desheredado en aquel reino, para buscar ventura en país
extraño, y respondiendo sin vacilará la primera invitación y llamamiento, se
embarcó desde Ceuta donde se hallaba con unos pocos caballeros que se
determinaron a seguirle, pero sin armada, sin gente, sin dinero, y sin
consultar al rey de Portugal, su primo, y arribando a Barcelona (21 de enero,
1464), y recibido el juramento de sus nuevos súbditos, tomó arrogantemente el
título de rey de Aragón y de Sicilia, que el castellano había tenido al menos la
modestia de no aceptar.
Comenzó
el portugués a desempeñar su oficio de rey con más desembarazo y resolución de
la que muchos hubieran querido. Abolió el consejo del principado, instituido
desde la primera
Hacíala
con actividad en su nombre el arzobispo de Zaragoza su hijo bastardo, y también
el infante don Fernando, niño de trece años entonces, ensayaba con fruto sus
primeras armas en esta lucha contra los catalanes rebeldes a su padre. Iba el
joven príncipe en socorro del conde de Prades que sitiaba a Cervera, cuando se
halló en un lugar llamado Prados del Rey con don Pedro de Portugal que se decía
rey de Aragón, y sus compañías de catalanes, navarros y castellanos, y algunos
auxiliares borgoñones. Trabóse allí la pelea (febrero, 1465), y después de
haber combatido el de Portugal con desesperado esfuerzo, vencidas y destrozadas
sus tropas por las del joven infante de Aragón y del conde de Prades, huyó
aquel a favor de la oscuridad de la noche, quedando muchos prisioneros en poder
de los aragoneses. Desde este suceso se notó al condestable de Portugal
melancólico y desanimado. Pedía y esperaba socorros del rey de Portugal su
primo, pero este soberano cuidaba poco de favorecer a quien sin su anuencia ni
conocimiento se había venido a Cataluña dejándole comprometido en la guerra de
África. Entretanto la causa de los catalanes disidentes iba de caída. Práctico,
experimentado y político don Juan de Aragón y de Navarra, sin precipitarse, sin
comprometer grandes batallas, iba poco a poco combatiendo y ganando ciudades y
asegurando el terreno que conquistaba. El castillo de Amposta se le rindió al
cabo de ocho meses de asedio (21 de junio, 1466). Parecía que todo el
principado estaba próximo a caer bajo el dominio de su antiguo y legítimo rey,
cuando acometió a don Pedro de Portugal una grave enfermedad de que sucumbió a
los pocos días (29 de junio). Túvose por muy cierto, dice el historiador
aragonés, que le fueron dadas yerbas. Este príncipe, a quien
nada sucedió prósperamente desde que arribó a Cataluña, nombraba en su
testamento heredero de unos reinos que él no había poseído al príncipe don Juan
su sobrino, primogénito del rey don Alfonso de Portugal. Después del
fallecimiento del portugués rindióse a don Juan de Aragón la importante plaza y
castillo de Tortosa (15 de julio), mientras su yerno el conde de Foix se
apoderaba de Calahorra, se enseñoreaba de la mayor parte de Navarra, y ponía
cerco sobre Alfaro.
Aunque
las cosas marchaban con tanta prosperidad para el rey de Aragón, todavía tuvo
la política de mover tratos con los insurrectos catalanes. Pero estos, tan
tenaces y duros en la adversa como en la próspera fortuna, no sólo desecharon
altivamente las proposiciones, sino que habiéndose atrevido dos ciudadanos
principales de Barcelona a hablar de transacción, fueron públicamente
decapitados por orden del consejo de la ciudad. Negóse la entrada a los
embajadores que con el propio objeto enviaban las cortes de Zaragoza, y diose
orden para que se rasgaran en su presencia los pliegos que llevaban. En su
furor de resistencia, y dispuestos los catalanes a darse otro cualquier rey que
no fuese el suyo propio contra quien una vez se habían rebelado, brindaron con
la corona a Renato el Bueno, duque de Anjou, antiguo pretendiente al reino de
Nápoles, y hermano de Luis de Anjou, uno de los competidores al trono de Aragón
en la vacante del rey don Martín, y de los desechados en el Compromiso de
Caspe. El odio inveterado de la casa de Anjou a la de Aragón, la presunción de
que apoyaría a Renato el rey de Francia su primo, la proximidad de la Provenza,
país enteramente devoto del de Anjou, la circunstancia de tener este un hijo
que pasaba por el mejor caballero de su tiempo, Juan duque de Lorena, el
interés que el de Francia tenía en hacer suyos los condados de Rosellón y
Cerdaña, la anciana edad del rey de Aragón, que además iba perdiendo la vista
de día en día, la conducta de su hija y yerno la condesa y conde de Foix, que
amenazaban hacerse dueños del reino y corona de Navarra sin esperar a la muerte
de su padre, todo hacía augurar que el anciano rey de Aragón y de Navarra,
agobiado con los trabajos de tan largas guerras y desprovisto de aliados, no
podría sostener la lid contra tantos y tan poderososos enemigos como se
preparaban a venir de refresco en favor de los insurrectos catalanes.
Y
sin embargo, este monarca de setenta años y ciego se preparó a hacer rostro a
todo con la actividad de un joven sano y robusto. Primeramente procuró
confederarse con todos los enemigos de la casa de Anjou, los reyes de
Inglaterra y de Nápoles, y los duques de Saboya y de Milán, y escribió también
al papa demostrándole la injusticia y las causas de la rebelión de los
catalanes y de la nueva conjuración de que se veía amenazado. Las cortes de
Aragón le votaron un subsidio de mil hombres de armas pagados por cuenta del
reino, oportuno refuerzo en el estado miserable a que las guerras tenían
reducido su tesoro. El duque Juan de Lorena, jefe natural, por su edad, su
valor y su fama, del ejército con que su padre se preparaba a entrar en
Cataluña, reuniendo todos los aventureros franceses e italianos que tanto
abundaban en aquella época, avanzaba hacia los Pirineos con un cuerpo de ocho
mil hombres ansiosos de pillaje y de rapiña, y protegido no muy disimuladamente
por Luis XI. de Francia, que le franqueaba el paso por las montañas del
Rosellón. Traspuesto sin obstáculo el Pirineo, hizo el de Lorena su entrada en
Barcelona (31 de agosto, 1467), donde recibió el juramento de fidelidad de sus
nuevos súbditos en nombre de su padre, y como lugarteniente general suyo.
En
esta ocasión dio la reina de Aragón doña Juana Enríquez una insigne prueba de
su ánimo varonil, y de su intrepidez y resolución heroica. Con las fuerzas que
pudo reunir se dirigió por mar a la costa de Levante, y puso sitio a la
importante plaza de Rosas, conteniendo por aquella parte al enemigo, y
tomándole varias poblaciones. El duque de Lorena fue a cercar a Gerona, y allá
se encaminó también la reina, juntamente con el joven infante don Fernando su
hijo, que obligaron al de Anjou a levantar el cerco. De este modo la actividad
y decisión de una esposa enérgica y de un hijo tierno suplían la imposibilidad
en que su ceguera y sus achaques tenían entonces al rey don Juan. Poco faltó
para que costara caro al príncipe Fernando su temprano ardor bélico: en un
combate que sostuvo cerca de Demat, y en el cual fue vencido, estuvo en gran
riesgo su persona, y hubiera caído infaliblemente en poder de sus enemigos, si
generosamente no se hubieran interpuesto sus oficiales entre él y sus
perseguidores. Al saber esto el rey don Juan, privado de la vista como estaba,
se hizo conducir por mar a la costa de Ampurias donde su hijo se había
refugiado. El estado del rey y la crudeza de la estación no le permitieron por
entonces progresar en la campaña, y más habiendo acudido el conde de Armañac
con gente de Francia a reforzar al de Lorena, que con su auxilio fue dominando
el Ampurdán. Gozaba el de Lorena de gran prestigio en la capital del
principado; celebrábanse con entusiasmo sus prendas personales; agolpábanse las
gentes a verle y admirarle
cuando salia en público, detenían su caballo y le abrazaban, y hasta las
señoras se desprendían con gusto de sus joyas para contribuir a los gastos de
aquella guerra.
Sufrió
a poco tiempo de esto el rey don Juan una pérdida que parecía para él
irreparable. Habiendo venido su hijo el infante don Fernando a Zaragoza a
continuar las cortes por indisposición de su madre, falleció la reina doña
Juana en esta ciudad después de una enfermedad dolorosa (13 de febrero, 1468).
Aparte de la injusta y dura persecución y de las desgracias que esta reina
había ocasionado al príncipe de Viana su entenado, y que fueron principio de
los males sucesivos, al propio tiempo que dejaron una mancha indeleble en su
reputación, fue la reina doña Juana Enríquez mujer de gran genio para los
negocios políticos, astuta, sagaz y resuelta, de ánimo esforzado, apta para los
manejos diplomáticos y hasta para las combinaciones de la guerra, que más de
una vez hizo en persona, y compartió con su esposo todas las fatigas,
contradicciones y penalidades. Por lo mismo, faltando ella, parecía faltar al
rey todo su consuelo y apoyo, y más en la situación en que este se hallaba939. Pero en compensación de este infortunio le envió el cielo
el más señalado favor que hubiera podido desear, y que debía ser para él de
tanto precio como la vida misma, tanto más cuanto que no pensaba recibirle. El
rey don Juan recobró como por milagro la vista. Hallándose en Lérida, un médico
hebreo le persuadió a que se dejara operar un ojo asegurándole que le restituiría
la vista. El rey se sometió a la operación, la cual surtió el feliz resultado
que el médico le había prometido. Lleno de alegría el rey, rogó ya al hebreo
que ejecutara lo mismo en el otro ojo: rehusábalo el judío, diciendo que los
astros presentaban mal aspecto, y que no se debía tentar a Dios; en lo cual no
hacia sino seguir la costumbre de los médicos árabes de dar importancia a la
ciencia encubriéndola bajo los misterios de la astrología. Pero instado por el
monarca, batió la catarata del otro ojo con tanta felicidad como la del
primero; operación admirable, y resultado prodigioso, atendido el estado de la
ciencia en aquel tiempo. Recuperada la vista, recobró también el
rey de Aragón su natural y ordinaria actividad, y dispúsose a continuar
enérgicamente la campaña.
Había
en tanto el de Lorena traído nuevos refuerzos de Francia, con los cuales logró
apoderarse de la interesante y disputada plaza de Gerona, sin que bastaran a
impedirlo ni el príncipe don Fernando, ni don Alfonso de Aragón, ni el
Castellan de Amposta, ni el conde de Prades, ni los socorros que el rey
procuraba enviar desde Zaragoza. Tomaron, sí, aquellos caudillos algunas plazas
del principado, pero el duque de Lorena campaba en casi todo el Ampurdán.
Apurado se hallaba el rey de Aragón, sin dinero ni recursos, contando apenas en
sus arcas trescientos enriques para pagar sus tropas, discurriendo cómo podría
proporcionarse algún empréstito, y en próximo peligro de perder todo el principado,
cuando en tan desesperada situación vino otro suceso feliz a descubrirle un
horizonte risueño, al menos para lo futuro, a saber el ansiado matrimonio que
acabó de concertarse entre el príncipe don Fernando su hijo, a quien había
hecho ya rey de Sicilia y correinante suyo en Aragón, con la infanta doña
Isabel, hermana del rey de Castilla, declarada ya también heredera de este
reino (1469): matrimonio providencial, que había de traer la unión feliz de las
dos coronas, y que si al pronto privaba al rey don Juan del auxilio personal de
su hijo para la sujeción de los rebeldes de Cataluña, le deparaba para el
porvenir los recursos de una monarquía poderosa.
No solamente lo de Cataluña daba que hacer al
viejo monarca aragonés, sino que por la parte de Navarra su mismo yerno el
conde de Foix, ya como declarado enemigo de su suegro, se apoderaba de aquel
estado, también con gente de Francia y con los biamonteses del país, y ponía
cerco a Tudela. Tan a riesgo estaba de perderse la Navarra, que tuvo don Juan
que acudir al fuego que por allí ardía, aún a costa de desatender lo de
Cataluña; la llegada del rey obligó al de Foix a levantar el cerco, y trataron
por medio de embajadores de poner asiento a sus diferencias, así como a
las parcialidades de biamonteses y agramonteses que tenían aquel reino en
perdición. En tal estado, y ocupado el rey en las cosas de Navarra, como si la
suerte o la Providencia se encargaran de indemnizar a aquel anciano monarca de
cada infortunio que le sucedía con algún acontecimiento próspero, y de irle
libertando poco a poco de sus enemigos, llególe la nueva de que una enfermedad
aguda había arrebatado en pocos días en Barcelona a su más terrible adversario
el duque de Lorena (diciembre, 1469). Acontecimiento fue éste que dejó a los
catalanes sumidos en la mayor consternación, y como habían amado a aquel jefe
con delirio, hiciéronle exequias reales, pasearon por las calles en procesión
solemne su cadáver suntuosamente vestido, con la espada de triunfo al lado, y
enterráronle después en el panteón de los soberanos de Cataluña en medio de
públicas demostraciones de dolor.
Desconcertó
a los catalanes la muerte del de Lorena. El duque de Anjou, padre de aquel
príncipe, era demasiado anciano, y sus nietos demasiado niños para poder
prestar eficaz ayuda a tos del principado y para poder conquistar una corona
con la punta de la espada. Temían por otra parte que el rey de Francia tomara
demasiada mano en los negocios de Catalana. En tal conflicto los hombres más
sensatos opinaban por reducirse a la obediencia del rey de Aragón, que de buena
gana les hubiera perdonado a todos a trueque de acabar con tantas guerras; pero
el consejo de la ciudad, llevando su obstinación al mayor extremo posible,
prefirió dar al hijo del de Lorena, llamado Juan, niño de pocos años, el título
de primogénito del reino de Aragón (1470). Entonces el rey don Juan, para poder
atender a lo de Cataluña, celebró un pacto de avenencia con los condes de Foix,
por el cual quedó acordado y convenido que los navarros obedecerían a don Juan
como a su legítimo soberano durante su vida, que a su muerte reconocerían por
sus verdaderos reyes a la princesa doña Leonor y al conde de Foix su marido, y
que estos desempeñarían en su ausencia la lugartenencia general del reino. Con
esto emprendió activamente la campaña de Cataluña. Gerona se rindió a las armas
aragonesas: imitáronla otras ciudades del principado: el rey peleaba en el
Ampurdán contra los franceses con la energía de un joven, mientras sus
caudillos tenían en respeto a Barcelona: entregósele Rosas también, y en
Peralada aventuró tanto su persona, que cargando en su real los enemigos de
rebato, tuvo que retirarse a Figueras sin sombrero y casi desnudo; más a pesar
de su edad provecta, sufría todos los riesgos, fatigas y trabajos de la campaña
con tanta impasibilidad como si estuviese en el vigor de su juventud (1471).
Reducido
todo el Ampurdán y toda la parte de levante, apenas quedaba a los rebeldes en
todo el principado sino la ciudad de Barcelona, defendida por sus naturales, y
por los franceses que había enviado allí el viejo Renato de Anjou. Determinó
pues el rey don Juan poner cerco a aquella capital por mar y por tierra.
Bernardo de Vilamarin mandaba las veinte galeras y las diez y seis naves
gruesas que constituían el bloqueo por la parte del mar. Hizo cuanto pudo el
duque Renato por socorrer a los sitiados con una armada genovesa, pero los de
Aragón supieron inutilizar aquel socorro. En una salida que los habitantes
hicieron con más vigor que concierto, tuvieron la mala suerte de dejar en el
campo hasta cuatro mil hombres entre muertos y prisioneros, lo cual proporcionó
al rey don Juan el poder estrechar más la ciudad rebelde colocando las tropas
al pie de sus muros. Quería el rey evitar la triste necesidad y los
consiguientes horrores de entrar por asalto aquella ciudad opulenta y
desgraciada; pero la obstinación de los barceloneses era tal, que se negaron
ciegamente a admitir toda propuesta de transacción. El cardenal Rodrigo de
Borja, legado del papa, y enviado para mediar como conciliador entre los
barceloneses y el rey, no fue admitido por los de la ciudad, y hubo de volverse
sin haber podido obtener audiencia. Embajadores del duque de Borgoña que habían
venido a renovar alianzas con el rey de Aragón, quisieron también intervenir y
mediar amistosamente con los catalanes, y recibieron la propia repulsa que el
legado apostólico. El mismo rey don Juan determinó tentar el último esfuerzo
para vencer tan temeraria obstinación, y desde
el monasterio de Pedralbes les escribió una carta llena de templanza y de
benignidad, en que después de representarles los males que su tenacidad había
causado al principado y estaba causando a la población, les exhortaba, requería
y suplicaba por Dios que volviesen a él como a un padre que los aguardaba y
recibiría con el corazón y los brazos abiertos, prometiéndoles bajo su real
palabra e invocando por testigo a Nuestro Señor Dios, que se olvidaría de todas
las cosas pasadas; pero advirtiéndoles también, que si se obstinaban en desoír
sus amonestaciones y en menospreciar sus paternales ofrecimientos, no
descansaría hasta sojuzgar la ciudad, y usaría de todo el rigor que fuese necesario.
Un
respetable religioso, el P. Gaspar, fue el que intercediendo entre el rey y sus
súbditos acabó de vencer la dura obstinación de los barceloneses, y por su
conducto fueron presentadas al rey las proposiciones y condiciones con que se
allanaban a someterse; condiciones que en verdad más parecían de vencedores que
de vencidos. Pedían, pues, que se otorgase general perdón de todo lo pasado;
que ni el rey, ni el príncipe, ni sus sucesores y oficiales pudiesen hacer
pesquisa, ni proceder civil ni criminalmente, ni intentar demanda ni acusación
general ni particular sobre cuanto habían hecho y obrado desde la prisión del
príncipe de Viana; que el duque Juan de Calabria, hijo de el de Lorena, y demás
capitanes extranjeros podrían salir libremente y con seguridad, por mar o por
tierra, con sus armas y bienes; que el rey jurase guardar los usages de
Barcelona, sus constituciones, privilegios y libertades; y finalmente, que
declarada y ha. ria pregonar que los barceloneses eran buenos, y leales y
fieles vasallos, y que por tales los tenía y reputaba; debiendo jurarse todo
esto, no sólo por el rey, sino también por el príncipe y por los prelados y
barones de los tres reinos. Tal era el deseo de reposo y de paz que el rey
tenía, y tan dispuesto estaba ya su ánimo a la clemencia, que suscribió a todas
estas humillantes condiciones, teniendo, como tenía ya, el triunfo en su mano,
y reducidos los insurrectos al mayor grado y extremo de miseria: con lo cual
quedó concertada la entrega de la ciudad y la entrada del rey. Rehusó el
anciano monarca hacer su entrada en un carro triunfal que le tenían preparado,
y prefirió hacerla montado en su blanco corcel de batalla, en el cual paseó las
calles principales, satisfecho con el buen recibimiento que le hicieron, pero
contemplando con dolor y lástima los pálidos y macilentos rostros de aquella
gente tan valerosa como tenaz, extenuada por el hambre y la miseria.
Seguidamente se dirigió al salón del palacio, donde juró y confirmó
solemnemente (22 de diciembre, 1472), los usages, fueros y constituciones de
Cataluña.
Así
terminó, sin efusión de sangre, la larga y desastrosa gerra civil, que por más
de diez años había estado asolando aquella rica porción de la corona aragonesa,
ocasionada por el desamor y la injusticia de un padre hacia su hijo, y
sostenida por el carácter duro y tenaz de los catalanes.
Lejos de entregarse don Juan II al reposo, como
parecía deber esperarse después de las fatigas de una lucha tan prolongada, y
de sus setenta y cinco años pasados en una vida de continua inquietud y
agitación, apenas descansó una semana en Barcelona, puesto que el séptimo día
salió ya de aquella ciudad para emprender otra nueva campaña. Tenía esta por
objeto recobrar los condados de Cerdaña y Rosellón, de que el rey Luis XI. de
Francia con su acostumbrada perfidia se había ido apoderando en premio de una
alianza equívoca, y so pretexto de haberle sido empeñadas las rentas de
aquellos dos condados para el pago de cierto número de lanzas. Asombrados dejó
a todos la vigorosa resolución con que el anciano monarca aragonés marchó a la
cabeza de su ejército camino del Rosellón en lo más áspero y crudo del
invierno. El rey Luis se había visto precisado a sacar una parte de sus
guarniciones de Cerdaña para hacer frente a la Inglaterra y la Borgoña con
quienes estaba en guerra, y los habitantes del país deseaban verse libres del
yugo de la Francia. Con estas disposiciones, y a vista de la animosa decisión
del rey don Juan levantáronse las ciudades de Perpiñán y Elna proclamando a su
antiguo soberano, y los soldados franceses de Perpiñán hubieran sido tal vez
degollados si no se hubieran refugiado al castillo. De modo que en el breve
espacio de un
mes se encontró el rey don Juan dueño de casi todo el Rosellón, no quedando en
poder de los franceses sino el castillo de Perpiñán, Salces, Colibres y alguna otra
población y fortaleza (febrero, 1 473). No se adormeció el aragonés con un
triunfo a tan poca costa conseguido, y en vez de fiarse en la victoria se
preparó a hacer rostro a todas las eventualidades, porque conocía al rey de
Francia, y suponía que no había de dejar de disputarle la posesión de aquellas
ricas y codiciadas provincias.
En
efecto, no sólo pensaba el francés enviar refuerzos al Rosellón, sino que corno
hubiese fallecido el, conde Gastón de Foix en Navarra y quedado el gobierno de
aquel reino en manos de la condesa doña Leonor, pretendía Luis XI de esta
princesa, con vivas instancias y grandes ofrecimientos, que le entregase
algunas fortalezas y permitiese a sus tropas el paso por aquel reino con color
de enviarlas a Castilla, pero en realidad con el fin de tener por allí entrada
libre y segura para Aragón, a lo cual contestaba la condesa viuda excusándose
con que los alcaides de aquellas fortalezas habían hecho homenaje al rey su
padre, y que ella no era sino lugarteniente suyo. Mientras esto intentaba por
Navarra, enviaba al Rosellón un ejército de treinta mil hombres al mando de
Felipe de Saboya, el cual después de tomar algunos castillos acampó bajo los
muros de Perpiñán. Aconsejaban todos al rey que no pusiese su persona en edad
tan avanzada a los peligros de un cerco y contra ejército tan poderoso, y más
teniendo los enemigos el castillo dentro de la ciudad misma. Pero el rey don
Juan, cuyo temple de alma parecía que se vigorizaba en vez de templarse con los
años, congregó el pueblo en la iglesia mayor, y a presencia de todos juró sobre
el altar que no los desampararía hasta verlos libres del cerco, y que antes se
sepultaría bajo las ruinas de la ciudad que rendirla al enemigo. Provistos los
franceses de numerosas piezas de artillería, comenzaron a batir furiosamente la
población. Era de ver al anciano monarca recorrer e inspeccionar los puestos de
día y de noche, animando a todos con su ejemplo y sus palabras, y hallándose
presente en todas partes. Una mina que habían hecho los sitiadores fue
descubierta por el rey mismo que acudiendo a aquel punto con cuatrocientos
soldados hizo degollar a todos los que habían penetrado por ella. Nunca, sin
embargo, en su larga vida de combates se había visto el rey en tanto peligro,
expuesto a perder con una ciudad todos sus reinos. Mas la noticia de la
comprometida situación del monarca despertó la antigua lealtad aragonesa, y los
de este reino le enviaron un refuerzo a las órdenes del arzobispo de Zaragoza.
Los catalanes y valencianos no correspondieron menos a lo que el caso y el
espíritu patrio exigían, y avisado el infante don Fernando acudió presuroso con
algunos caballeros castellanos en auxilio de su padre, presentándose con la
celeridad del rayo en Barcelona y en las montañas del Pirineo, donde le detuvo
el aviso de su padre de que los enemigos habían levantado el campo (junio,
1473), diezmados por las enfermedades y por los 945 aceros aragoneses.
Pidió
Felipe de Saboya, como lugarteniente general de Luis XI. en Rosellón y Cerdaña,
una tregua al rey de Aragón, que le otorgó a nombre suyo y con su poder el
conde de Prades por tres meses. Con esto el infante don Fernando licenció su
gente; pero el rey don Juan, que conocía perfectamente el carácter artero y
doble del monarca francés, no quiso abandonar el Rosellón, ni estar
desapercibido para todo lo que sobrevenir pudiese. No se engañó el previsor
monarca. Tan luego como los franceses vieron retirarse las tropas aragonesas y
castellanas volvieron sobre Perpiñán a poco de firmarse la tregua; pero la
actitud del rey, las órdenes que expidió al infante don Fernando y a sus dos
hijos naturales don Juan y don Alfonso, y las medidas adoptadas por todos
obligaron otra vez a los franceses a levantar el cerco y retirarse a Languedoc.
La continuación y el exceso de las fatigas afectaron la salud del rey en
términos que se temió por su vida; pero ni las instancias de sus hijos, ni los
consejos de los médicos, fueron suficientes a hacerle salir de una población
que había jurado defender personalmente, y por la cual temía faltando su
presencia. Afortunadamente su robusto temperamento venció la enfermedad. Y como
Luis XI. de Francia necesitase emplear en otra parte las tropas que sin
resultado ni fruto tenía ocupadas en Rosellón, movió tratos de concordia con el
monarca aragonés por medio de don Pedro de Rocaverti; conveníale también a don
Juan asegurar la posesión de aquellos condados, y después de muchas pláticas
y negociaciones, en que se reveló toda la sagacidad política de Luis XI., se
ajustó entre ambos reyes un tratado, por el cual el de Aragón conservaba el
señorío de los dos condados, pagando al francés trescientas mil coronas por el
sueldo de la gente con que le había asistido para la guerra de Cataluña. Con
esto, después de confirmar a la ciudad de Perpiñán sus antiguos privilegios,
determinó el rey volverse a Barcelona (octubre, 1473).
Esta
vez, a ruego del consejo de gobierno, hizo el rey su entrada pública en
Barcelona con magnífica pompa y aparato. En un carro triunfal cubierto de
terciopelo carmesí bordado de oro y tirado por cuatro caballos blancos, iba el
anciano monarca sentado en su silla real debajo de un palio. A sus lados
marchaban los embajadores, los consejeros, y los principales caballeros y
barones catalanes. El clero le recibió en procesión, el rey adoró la cruz, y
seguidamente le hicieron reverencia todas las corporaciones y cofradías de la
ciudad: tanto había cambiado el espíritu de aquella población en favor de un
monarca, a quien tantas veces y con tanta constancia había antes rechazado.
Convocadas
cortes y reclamado su apoyo y cooperación para el pago de la fianza de los dos
condados, no le era fácil al país, agotado por tan largas guerras, aprontar el
enorme subsidio de las trescientas mil coronas. En esta situación, desconfiando
siempre don Juan de la buena fe del rey Luis, le envió una embajada so pretexto
y color de negociar el matrimonio del delfín de Francia con su nieta la infanta
doña Isabel de Castilla, hija del príncipe don Fernando (febrero, 1474). La
embajada era numerosa, suntuosa y brillante. Pero Luis XI, a quien el aragonés
con toda su experiencia no aventajaba en astucia, entretuvo a los embajadores
en París con grandes agasajos y continuados festejos sin darles respuesta,
aguardando ocasión de prepararse a obrar; y cuando los enviados de Aragón,
conociendo que se les burlaba, trataron de retirarse, entonces el francés
arrojó la máscara y los retuvo prisioneros en Montpellier. El objeto de aquel
entretenimiento y de esta detención mostróle bien pronto un ejército de diez
mil infantes y novecientas lanzas que invadió de nuevo el Rosellón. Elna se
rindió a las armas de Francia después de una resistencia vigorosa, y por tercera
vez se pusieron los franceses sobre Perpiñán, apoyados por una flota genovesa.
No faltaban ánimos al anciano don Juan para acudir a la defensa de aquella leal
ciudad y de todo el condado; tanto que, agotados los recursos del tesoro,
vendió su manto de armiño, y con diez y seis mil florines que le prestó además
uno de sus barones se puso en marcha para el Ampurdán. Todo contrariaba esta
vez los impulsos del rey de Aragón. Los de Inglaterra y Borgoña, cuyo apoyo
había reclamado, no le dieron sino vanas promesas. Insignificantes fueron los
subsidios que le votaron las cortes aragonesas. El rey de Castilla Enrique IV
había muerto, y los negocios de este reino le privaron de la presencia y
cooperación personal del infante don Fernando su hijo que tan útil y eficaz le
había sido en otras ocasiones. La bizarra guarnición de Perpiñán se defendió
briosa y heroicamente pero reducida a la mayor extremidad por los estragos del
hambre, después de haber apurado para alimentarse hasta los animales inmundos,
y hasta los mismos cadáveres, se vio precisada a
capitular, con condiciones nada desventajosas para los vencidos (14 de marzo,
1475).
Luis
XI, exasperado con la larga y tenaz resistencia que le habían opuesto los de
Perpiñán, y con las grandes pérdidas que había sufrido su ejército en un país
que se llamaba el cementerio de los franceses, ordenó a sus generales que a
fuerza de vejaciones y malos tratamientos obligaran a sus moradores a abandonar
la ciudad, y les confiscaran sus bienes. Todavía sin embargo se
ajustó a fines del año una tregua entre los dos monarcas de Francia y de
Aragón, que había de durar desde noviembre de 1475 hasta julio de 1476, lo cual
no fue obstáculo para que el francés, poco escrupuloso siempre en la
observancia de los tratados, rompiera de nuevo a los tres meses las
hostilidades, y no se asentó paz definitiva hasta 1478.
Mas
como esta lucha, así como otros sucesos de Aragón en los últimos años de este
reinado, se
complica ya con las dificultades que el príncipe don Fernando y la reina doña
Isabel de Castilla tuvieron que vencer para afianzar en sus manos el cetro de
este reino, haremos allí la mención correspondiente de estos acontecimientos, y
diremos por conclusión con un historiador erudito, que el rey don Juan II. no
vio cesar la guerra y la discordia en sus vastos estados; una parte de las
fuerzas de su reino se distraía en Cerdeña con motivo de la rebelión que allí
sostenía el marqués de Oristan: Navarra continuaba devorada por los antiguos e
implacables bandos de biamonteses y agramonteses; y Luis XI de Francia, con
los ojos fijos sobre aquel reino, atizaba las discordias con ánimo de
convertirlas en provecho propio.
Al
fin le llegó a don Juan II de Aragón la hora de descansar de las fatigas de un
largo y proceloso reinado de 54 años, y a los 82 de su edad falleció en el
palacio episcopal de Barcelona (19 de enero, 1479) más de consunción y de vejez
que de enfermedad, sin haberle desamparado un momento el ánimo, ni
entibiádosele nunca su alma de fuego. Este célebre monarca, cuya cabeza llegó a
ceñir hasta siete coronas, murió tan pobre, que para hacerle el entierro y las
exequias fúnebres hubo que vender el oro y la plata de su recámara, y para
socorrer a los criados de su casa fue menester empeñar las demás joyas por la
cantidad de diez mil florines, y hasta el toisón de oro que ordinariamente
llevaba como hermano de aquella orden del duque de Borgoña. El día antes de morir otorgó un codicilo, en que ratificaba
el testamento hecho en Zaragoza en 1469, y escribió a su hijo y sucesor don
Fernando una muy sabia y cristiana carta, en que le daba los más sanos y
juiciosos consejos sobre el modo de regir y gobernar en justicia los reinos que
estaba llamado a heredar.
Tuvo
don Juan II de Aragón tres épocas distintas en su vida; una en que como
infante de Aragón fue un vasallo revoltoso del rey de Castilla, otra en que
como rey de Navarra fue un padre desnaturalizado e injusto, y la postrera en
que como rey de Aragón fue un gran monarca como político y como guerrero, que
no había tenido igual desde don Jaime el Conquistador, que en el gabinete y en
los campos de batalla supo medirse con Luis XI, de Francia, el gran político de
su época, que conservó el vigor de la juventud hasta la edad decrépita,
faltándole el valor, la intrepidez y la constancia sólo cuando le faltó el
aliento. Solamente una pasión humana no pudo dominar nunca, y se mantuvo viva
en su pecho a pesar del hielo de los años, la pasión del amor, que en su edad
octogenaria le dio una ruidosa celebridad en aquel tiempo.
La
corona de Navarra recayó en doña Leonor, condesa viuda de Foix, última hija del
primer matrimonio del rey don Juan, conforme al tratado de Olite, la cual
comenzó a tomar los títulos más pomposos que importantes de «Reina de Navarra,
duquesa de Nemours, Gandía, Momblanc y Peñafiel, condesa de Foix, señora de
Bearne, condesa de Bigorra y Ribagorza, y señora de la ciudad de Balaguer.»
Pero la divina justicia no permitió que gozara mucho tiempo de las delicias del
reinar la que había buscado el cetro por el camino del crimen; la delincuente
enemiga de sus hermanos don Carlos y doña Blanca no tuvo más que el plazo de un
mes para subir al trono y descender a la tumba, y los lúgubres cantos de sus
exequias funerales casi se confundieron con el alegre bullicio de las
fiestas de su coronación. A su muerte sucedió en el reino de Navarra su nieto
Francisco Febo o Phebus, hijo del difunto Gastón de Foix y de la hermana de
Luis XI. De esta manera el pequeño reino de Navarra, destrozado siempre por las
dos enconadas facciones de biamonteses y agramonteses, y expuesto a ser
absorbido por uno de sus dos poderosos vecinos, Fernando de Aragón o Luis XI
de Francia, vino a hallarse en manos de un niño y bajo la tutela de una mujer,
para ser por algún tiempo, más que reino independiente, manzana de discordia
entre monarcas ambiciosos y rivales.
ENRIQUE IV. (EL IMPOTENTE) EN CASTILLA.
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