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SALA DE LECTURA

Historia General de España
 

 

 

CAPÍTULO XXXI.

ESTADO SOCIAL DE ESPAÑA. ARAGÓN Y NAVARRA EN EL SIGLO XV.De 1410 a 1479.

 

I.        «Jamás pueblo alguno, dijimos en nuestro discurso preliminar, mostró una moderación, una sensatez y una cordura comparables a la de aquel reino (Aragón) cuando quedó sin sucesión cierta la corona... El compromiso de Caspe es una de las páginas más honrosas de aquel magnánimo pueblo.»

Proclamamos entonces una gran verdad, y nos complacemos en repetirla ahora. La vacante de un trono, cuando ni queda designado sucesor, ni hay quien tenga un derecho incuestionable y claro a la corona, es siempre uno de los más graves conflictos en que puede verse una sociedad regida por instituciones monárquicas. Era mayor para el reino aragonés, por las circunstancias especiales en que se hallaba a la muerte sin sucesión del humano don Martín. agregación sucesiva de reinos y provincias que hablaban diversos idiomas y se regían por diversas constituciones, costumbres y leyes; separadas unas de otras por los mares; agitadas y conmovidas así las provincias insulares como las del continente por disensiones intestinas y por enconados e implacables bandos; con cinco pretendientes ya conocidos, aragoneses unos, extranjeros otros, belicosos algunos, algunos poderosos, ambiciosos todos; sin pastor universal la iglesia, que solía ser el mediador en las grandes contiendas de las naciones; dividida la cristiandad entre tres pontífices que se disputaban la tiara de San Pedro, y se lanzaban mutuamente anatemas; ¿quién no auguraba a este reino turbaciones, guerras, desórdenes, calamidades sin fin, y tal vez por remate de todo una disolución social?

Y sin embargo este gran pueblo, que debía su material engrandecimiento al valor de sus hijos y a la espada de sus reyes; este pueblo, cuyas lanzas habían paseado victoriosas las tierras y mares de España, de Francia, de África, de Italia, de Grecia y de Turquía; en una edad en que la fuerza era la que comúnmente decidía en el mundo las querellas de las naciones, en aquella situación crítica da un ejemplo sublime de sensatez y de verdadera civilización al mundo de entonces y al mundo futuro, proclamando que sólo será rey de Aragón el que deba serlo por la justicia y por la ley. En su robusta constitución política confía encontrar elementos para resolver legalmente la cuestión más grave y trascendental que puede ocurrir en un estado monárquico. «La ley, dice, no las armas, el derecho, no la fuerza, la justicia, no las afecciones personales, son las que han de fallar este gran litigio y decidir cuál de los pretendientes ha de ser el legítimo rey de Aragón.» ¿Y a qué tribunal se someterá el juicio y sentencia de este pleito solemne? Al gran jurado nacional.

Cataluña da el primer ejemplo de su respeto a la ley. Uno de los aspirantes al trono es un intrépido y vigoroso catalán, de la ilustre estirpe de los condes de Barcelona, que se presenta audaz, poderoso y robustecido con el favor popular. Y sin embargo, el parlamento de Cataluña, compuesto de individuos generalmente adictos al conde de Urgel, renuncia digna y generosamente a sus personales afecciones, protesta contra toda violencia y contra toda pretensión armada, intima al de Urgel que se abstenga de acercarse a Barcelona, declara que no toca al parlamento catalán sino al general de los tres reinos decidir como árbitro supremo la cuestión de sucesión, e invita a sus hermanas Aragón y Valencia a que congreguen sus respectivos parlamentos para entenderse en negocio tan grave y capital. Acordes las tres provincias en el principio de legalidad, era un espectáculo interesante el de los parlamentos de los tres reinos de aquella monarquía federal, congregados sucesivamente en Barcelona, en Calatayud, en Tortosa, en Alcañiz, en Vinalaroz, en Trahiguera y en Valencia, discutiendo y deliberando sobre los medios de venir a un común acuerdo, conformes todos en el pensamiento de que el elegido para rey de Aragón fuese el que tuviera mejor derecho, y representara simultáneamente el triunfo de la ley y la expresión de la voluntad nacional.

Sordas las asambleas al ruido de las armas, en medio de la agitación de las poblaciones irremediable en un largo interregno, y a vueltas de la contrariedad de pareceres imprescindible en hombres reunidos para deliberar en negocios arduos, graves y de vital interés, los parlamentos llegan a entenderse, y cometen a nueve jueces elegidos por iguales partes entre los tres reinos la decisión arbitral del gran litigio, a cuyo fallo han de someterse respetuosamente todas las provincias, todos los pueblos y todos los hombres de aquella vasta monarquía.

Estos jueces que van a ejercer la más suprema de las magistraturas y que han de pronunciar una sentencia sin apelación para un grande imperio, no son ilustres condes, ni ricos-hombres poderosos, ni caudillos vencedores, ni esclarecidos príncipes; son cinco eclesiásticos y cuatro legistas; son la representación de la ciencia y de la virtud. El mundo veía por primera vez con asombro confiado el destino de una de las más poderosas naciones de Europa a nueve hombres del pueblo, pacíficos, desarmados, salidos de la iglesia, del claustro y del foro, sin el aparato de la fuerza y del poder, sin el esplendor de la cuna y del linaje, sin la ostentación o el influjo de la riqueza, y aguarda en suspenso el fallo de los compromisarios de Caspe.

Abre este jurado nacional su gran proceso: recibe las embajadas de todos los pretendientes; oye las alegaciones de sus abogados; examina con calma y con dignidad sus respectivos derechos; medita, coteja, discute sin apasionamiento, y falla. La voz de la justicia pronuncia por boca de un santo el nombre de Fernando de Castilla; la mayoría de los jueces se adhiere al voto de San Vicente Ferrer, y proclamase que el príncipe Fernando de Castilla es el que tiene el mejor derecho y debe ser en justicia el rey de Aragón (1412). El jurado nacional ha pronunciado, y el pueblo acata el fallo del jurado nacional. La nación que ha sabido hacer un uso tan discreto, prudente y legal de su soberanía, merecía bien unos intérpretes tan rectos y justos como los de Caspe, y jueces tan justos y rectos como los de Caspe eran dignos de un pueblo que sabía venerar el fallo de la justicia pronunciado por labios tan santos. Parlamentos, jueces, pueblos, todos se han conducido con igual magnanimidad en la más ruda prueba que puede ofrecerse a una nación. No sabemos si al cabo de siglos de progreso y de ilustración obrarían con tanta mesura, sensatez e imparcialidad las naciones modernas.

El pueblo aragonés obtuvo el premio de su noble proceder y de su justa adjudicación, recibiendo por monarca al más digno de los competidores y al mejor de los príncipes de su tiempo. Y Fernando de Castilla, que había rechazado noblemente la invitación de tomar para sí la corona de su sobrino el niño don Juan II, que había regido la monarquía castellana con lealtad, con celo y con justicia, que había triunfado de los enemigos de la fe, y adornado su frente con los laureles de Antequera, recibe el galardón de su desinterés, de su denuedo y de sus virtudes, siendo el escogido para sentarse en el trono de los Berengueres y de los Jaimes, y a cambio de una corona que su conciencia no le permitió aceptar en Castilla va a ver legalmente reunidas en sus sienes las coronas de Aragón, de Cataluña, de Valencia, de Mallorca, de Cerdeña y de Sicilia. El magnánimo pueblo aragonés merecía un príncipe tan magnánimo como Fernando de Castilla, y Fernando de Castilla era digno de un reino tan grande como el de Aragón. La justicia divina galardonó en esta ocasión visiblemente la justicia humana.

Extinguida por primera vez la línea directa de la ilustre y robusta estirpe de los condes de Barcelona, que por cerca de tres siglos ha dominado en Aragón, por primera vez también un príncipe castellano de la dinastía bastarda de Trastámara, legitimada ya, va a ocupar el trono aragonés. La ida de un Fernando de Castilla a Aragón es el preludio de la unidad de los dos reinos; la venida de un Fernando de Aragón a Castilla será su complemento. ¿Cómo no hemos de decir que hay acontecimientos providenciales? Cuando en el siglo XII (1137) quedó sin sucesión masculina el trono de Aragón; cuando se miraba como un infortunio para el reino que hubiera quedado sólo la niña Petronila, hija del rey-monje, aquella que parecía calamidad produjo el inmenso bien de la unión de Aragón y Cataluña por medio del feliz enlace de Petronila de Aragón con el cuarto Berenguer de Barcelona. Cuando en el siglo XV (1410) vacó sin sucesión directa el trono de Aragón y de Cataluña; cuando la muerte sin testamento del rey don Martín se miraba como un infortunio para la vasta monarquía aragonesa, aquella que parecía calamidad se había de convertir en provecho de la España entera. Así so fue preparando en ambas ocasiones, sin violencia, sin guerras, sin turbaciones, sin lesión ni menoscabo de los derechos de cada uno, la unión de pueblos destinados por la naturaleza a refundirse en uno sólo.

II.       No era ciertamente todavía ni sazón ni oportunidad de consumar esta unión, sino de prepararla. Ni había elementos para realizarla entonces, ni el intentarla hubiera sido prudente. Duraban aún las desconfianzas y recelos, cuando no las antipatías entre ambos países, especialmente por parte de los catalanes. Por respeto a la ley se habían estos conformado con la elección, pero no les satisfacía un rey llevado de otra parte. Cuando salieron los embajadores de los tres reinos a recibirle, los de Aragón y Valencia entraron hasta dentro de Castilla, los de Cataluña no quisieron pisar la raya, ni se apearon como los demás a besarle la mano. Tres veces le hicieron jurar que guardaría sus fueros y libertades antes que ellos le juraran obediencia como a conde de Barcelona. No podían tolerar que llevase tropas castellanas a su territorio, e incomodábalos que tuviese castellanos en su consejo. Tal era la desconfianza con que miraban a un soberano procedente de otro país, y no de la línea derecha, de sus antiguos condes. En las cortes de Momblanc se le mostraron recelosos y esquivos, y entre Fernando y los conselleres de Barcelona mediaron palabras y contestaciones ásperas y duras, acabando por despedirse con desabrimiento y enojo. No eran disposiciones estas para mirarse todavía como hermanos los de los dos reinos, pero la sola aceptación de un monarca castellano, la coexistencia de dos príncipes de una misma rama y familia en los dos tronos, era ya un anuncio y una preparación, de que ellos mismos tal vez entonces no se apercibían.

El conde de Urgel, el más osado y tenaz, el más belicoso y turbulento de los competidores, y el único que se atrevió a apelar de las leyes a las armas, después de una guerra imprudente tuvo que humillarse a implorar la gracia de su vencedor, y recibir como merced una reclusión perpetua. El vencido y penado era un conde catalán descendiente de Wifredo; sin embargo los catalanes lo vieron y callaron; y Fernando de Trastámara aseguró en Balaguer con las lanzas y las lombardas la corona que en Caspe le habían dado su árbol genealógico y la rectitud de nueve jueces.

Desde la abolición del Privilegio de la Unión, que hoy podríamos llamar el gran golpe de estado de don Pedro el Ceremonioso, habían cesado las famosas contiendas entre el trono y la aristocracia, que por tantos años habían conmovido y ensangrentado el país. Establecida sobre bases fijas y estables la constitución aragonesa, la dinastía castellana de Trastámara halló resueltas las cuestiones políticas, y no tuvo que innovar en materia de instituciones. Fernando se limitó a reformar tal cual gobierno municipal como el de Zaragoza, que no había perdido sus formas republicanas y conservaba privilegios y resabios anárquicos. Tuvo también la fortuna de calmar la agitación perpetua en que habían vivido las posesiones insulares de Aragón.

Si hubiera vivido algunos años más, tal vez hubiera tenido más pronto término el cisma que afligía al mundo cristiano. El emperador Segismundo, el gran campeón de la unidad de la Iglesia, halló en Fernando I de Aragón un cooperador que no le cedía ni en energía ni en celo, y que acaso le aventajaba en desinterés. No hubiera sido posible en tan poco tiempo trabajar más de lo que trabajó en obsequio a la paz universal; y por último, acreditó su celo religioso y su amor a la justicia con un arranque de energía que no pudo menos de hacer eco en el orbe católico. A nadie más que a Fernando de Aragón hubiera convenido el triunfo de Pedro de Luna (Benito XIII) en la famosa cuestión del pontificado. Prelado aragonés, y uno de los más fogosos partidarios del príncipe castellano, nada hubiera podido ser más lisonjero al soberano de Aragón que tener a su devoción la tiara. Y sin embargo, convencido de que el pertinaz antipapa es el gran obstáculo para la paz y la unidad de la iglesia, viendo que son infructuosos los consejos e ineficaces las conferencias de Morella, de Perpiñán y de Constanza para reducirle a la renuncia que toda la cristiandad ansiaba, se aparta él mismo y sustrae solemnemente a todos sus reinos de la obediencia al antipapa Benito. Desde entonces el refugiado en Peñíscola quedó reducido a un temerario impotente, y Fernando I de Aragón con aquel rasgo de desinteresada piedad y de enérgica entereza, si no acabó materialmente con el cisma, le mató moralmente por lo menos.

La Providencia concedió sólo cuatro años de reinado al honrado y justo don Fernando el de Antequera. La salud y la vida le faltaron pronto, y murió con el cuerpo en Cataluña, y con el alma y el pensamiento en su querida Castilla (1416).

III.     Reservada estaba la satisfacción de ver terminado, el cisma a su hijo Alfonso V, que siendo príncipe había trabajado ya por su extinción manejando las negociaciones a nombre de su doliente padre. Sin embargo la existencia de Pedro de Luna en Peñíscola aún después de elegido Martín V y reconocido por toda la cristiandad, sirvió grandemente a la política de Alfonso de Aragón para obtener concesiones del nuevo papa, o por lo menos para neutralizar su desafecto a la casa real de Aragón: porque según el proclamado en Constanza se conducía con Alfonso, así Alfonso comprimía o daba ensanche al encerrado en Peñíscola, como quien tenía en su mano o afianzar o perturbar de nuevo la paz de la iglesia.

El antipapa aragonés, elegido con todas las condiciones canónicas y sin competidores, hubiera sido un gran pontífice, porque reunía ciencia, experiencia, probidad, elevación de alma, y una energía de carácter que ni antes ni después ha podido rayar más alto en ningún hombre. Pero resistiendo a los deseos y votos casi unánimes de la iglesia.y de los concilios, de los príncipes y de las naciones, se convirtió lastimosamente en un gran perturbador de la cristiandad, y pudiendo haber sido una de las más robustas columnas de la iglesia, fue por su obstinación y pertinacia declarado cismático y hereje. Se recuerda con asombro y con. lástima el ejemplo de un hombre que a los noventa años de edad, excomulgado por la iglesia, muere llamándose papa y lanzando excomuniones desde un castillo, como aquel que desde una peña brava se entretuviera en arrojar al aire globos de fuego artificial que se apagan antes de caer al suelo y no queman a nadie.

La desconfianza de los catalanes hacia los soberanos procedentes de Castilla, se reproduce con Alfonso V bajo nueva forma, queriendo resucitar uno de los abolidos privilegios de Alfonso III, y pidiendo que aleje de su consejo y corte a los castellanos. Pero este Alfonso, castellano como su padre, y criado como él en Castilla, oye con enojo las altivas pretensiones de sus nuevos súbditos, mantiene con entereza su dignidad, se siente llamado a empresas mayores que la de sostener mezquinas luchas con vasallos exigentes, y sin detenerse a cuestionar sobre ilegales demandas prepara una flota, se arroja a los mares, y no regresa a la península española hasta poder anunciar que aquel monarca a quien se quería privar del derecho de ordenar su casa tiene un reino más que agregará la corona de Aragón. La nación aragonesa, belicosa y agresora de suyo, debió quedar satisfecha cuando vio que la dinastía bastarda de Castilla le daba príncipes que extendían sus términos más allá que los habían llevado Jaime el Conquistador y Pedro el Grande.

Aunque el reinado de Alfonso V parece pertenecer más a Nápoles que a Aragón, y a Italia que a España, es imposible dejar de seguirle a aquellas regiones, porque arrastra tras sí con su grandeza al historiador, como arrastraba a la flor de los caballeros de su reino que le seguían en sus empresas. Bosquejar la situación del reino aragonés en este período y apartar los ojos de la contemplación del rey Alfonso en sus expediciones, sería tan imposible como mirar al firmamento en noche serena y no seguir con la vista la estrella que corre de un punto a otro de la azulada bóveda dejando tras sí un rastro de luz.

La conquista de Sicilia en el último tercio del siglo XIII y la de Nápoles en el primero del XV tuvieron muchos puntos de semejanza. Alfonso V parecía el continuador de la obra y de la política de Pedro III. A ambos les fueron ofrecidas las coronas de aquellos reinos por la fama que acompañaba su nombre, y si la conquista había entrado antes en su pensamiento, supieron disimularle hasta ser brindados con ella. Uno y otro vencieron y arrojaron de las bellas posesiones italianas a los duques de Anjou, el primero a Carlos, el segundo a Luis y a Renato, y dejaron sembradas las semillas de la gran rivalidad entre Francia y España, que había de estallar más adelante en estruendosas guerras entre las dos naciones en aquellos pintorescos y desafortunados países. Si no señalaron la conquista de Alfonso tragedias como la de las Vísperas sicilianas, los incendios y desastres de Nápoles y Marsella y los combates sangrientos en las calles de aquellas ciudades populosas, alumbrados en oscuras noches por las llamas de los edificios, no fueron menos horribles que las escenas espantosas de Palermo y de Mesina. Hasta en sus pasiones y flaquezas de hombres se asemejaron los dos conquistadores aragoneses, dejando encadenar sus corazones de héroes en los amorosos lazos de dos mujeres italianas, haciendo nombres históricos, el uno el de la discreta mesinesa Mafalda, el otro el de la bella napolitana Lucrecia.

Tuvo sin embargo Alfonso V más dificultades que vencer, y corrió más vicisitudes; ya por el carácter ligero, voluble y caprichoso de la reina Juana de Nápoles, que con la misma facilidad mudaba de esposos y de amantes que de hijos adoptivos, haciendo un juego vergonzoso con su mano, con sus favores y hasta con su maternidad, aprisionando hoy al esposo de ayer, llamando mañana al favorito desechado hoy, y apellidando traidor un día al que la víspera había llamado hijo y heredero; ya por la ligereza y versatilidad de los mismos barones napolitanos, tan pronto angevinos furiosos como entusiastas aragoneses; ya por las grandes confederaciones de las repúblicas y príncipes italianos, incluso el papa, que contra él en varias ocasiones se formaron. Y sin embargo, Alfonso aparece grande y magnánimo en todas las situaciones, prósperas o adversas de su vida. Libertador de la reina Juana, intimida y ahuyenta a los enemigos de la reina y a los pretendientes del reino. Desairado y desheredado por ella, conquista en las calles con la espada lo que la veleidad le ha querido arrancar en el palacio con un escrito.

Guerrero formidable delante de Gaeta, es un caudillo clemente y humanitario que se conmueve a la vista del infortunio, y manda dar mantenimientos a las desgraciadas familias de sus enemigos: porque es el mismo Alfonso, que había roto las cadenas del puerto de Marsella, asaltado su muelle, barrido de soldados las calles, y mandado respetar y proteger las mujeres y recoger con veneración y conducir a España las reliquias de un santo. Vencido por los genoveses en las aguas de Ponza, y prisionero del duque de Milán, con sus hermanos los infantes de Aragón, no es un prisionero abatido, es un príncipe majestuoso, que con su dignidad, su discreción, su elocuencia y su dulzura gana el corazón del generoso milanés, y de un vencedor y un adversario hace un aliado constante y un amigo íntimo y leal. Siéndole cuatro pontífices consecutivos o desafectos o contrarios, manéjase con tal política, que obtiene bulas apostólicas confirmando su carta de adopción y sus derechos al reino de Nápoles, y es invocado por la Santa Sede para que ayude a recuperar para la iglesia estados que le tenían usurpados otros príncipes. Sin romper la unidad católica, hace servir a su política los dos cismas de su tiempo, y las discordias religiosas de Constanza y de Basilea le dan ocasión y pie para conminar o halagar, según le conviene para hacerse propicios a los papas.

En aquel movimiento universal que la presencia de Alfonso de Aragón suscitó en toda la Italia, movimiento en que tomaron parte activa todos los jefes y todos los estados de aquella hermosa porción de Europa, los pontífices, los cardenales, los príncipes, los duques de Anjou, de Milán, de Saboya, las repúblicas de Génova, de Florencia y de Venecia, descuella siempre entre todos la gran figura de Alfonso V de Aragón, sin que alcance a hacerle sombra la del emperador Segismundo. Y si no es maravilla que sobresaliera entre los potentados el que era monarca tan poderoso, es siempre de admirar que no le eclipsaran como guerrero esforzado ni los Sforza, ni los Braccios, ni los Piccininos, ni los Caldoras, ni otros capitanes y caudillos valerosos que produjo aquel suelo en tan largas y continuadas campañas. Si grande aparece el monarca aragonés cuando, vencidos sus rivales y enemigos, hace su entrada triunfal en Nápoles con una corona en la cabeza y otras cinco a los pies, emblemas de otros tantos reinos que le obedecían, no se representa menos digno a los ojos del hombre pensador cuando le contempla en posesión ya tranquila del reino con tanto esfuerzo conquistado, instruyéndose en las páginas de Tito Livio, de César y de Quinto Curcio, rodeándose de los escritores más eminentes de su tiempo, y complaciéndose en tener sabrosas y amigables pláticas con Valla, con el Panormitano y con Bartolomé Faccio, cuya muerte sintió como si le hubiera faltado el más principal de su consejo.

Uno de los testimonios que acreditan más el ascendiente que Alfonso llegó a tomar en Nápoles y en toda Italia, es haber conseguido que los napolitanos aceptaran sin repugnancia y recibieran por rey a su hijo Fernando, que a su cualidad de hijo de extranjero y rey de conquista reunía la circunstancia de ser bastardo.

La concepción de los grandes pensamientos, el manejo en las negociaciones políticas, el plan de dirección en las empresas, eran comúnmente del rey. La ejecución y el éxito debíanse a la intrepidez y destreza de los marinos catalanes y al brío y arrojo de los impetuosos aragoneses, conocidos ya en las regiones marítimas y respetados en el interior de Italia. Diéronle también poderosa ayuda sus hermanos los infantes don Juan, don Enrique y don Pedro, y el pueblo le votaba subsidios en abundancia; de modo que infantes, barones, ricos-hombres, caballeros, caudillos, soldados y pueblo, todos participaban de los sacrificios, de los peligros y de las glorias de su soberano.

Mas a vueltas de esa grandeza personal que nos asombra y de esa gloria nacional que forma el orgullo de los monarcas y de los pueblos conquistadores, Aragón sacrificaba sus hijos y sus tesoros a la vanidad de ostentar sus barras victoriosas en apartadas regiones, y de tener un soberano que llevaba una corona más en la cabeza. Alfonso V se enamoró de Italia como de una mujer hermosa, y en vez de ser un rey de Aragón que dominaba en Italia, era un rey de Italia que dominaba en Aragón. Bien lo conocían y sentían algunos ilustrados aragoneses, y en más de una ocasión lamentaron en las cortes el largo alejamiento del soberano, y reclamaron su presencia en sus naturales reinos. No le faltaba a Alfonso la voluntad, pero le ligaban allá nuevos intereses y necesidades. Naciones y reyes habían de tardar todavía muchos años, siglos enteros, en penetrarse bien de una gran verdad social, que hay prescritos límites naturales a las sociedades humanas como a los territorios, y que traspasarlos con la dominación es ganar glorias que deslumbran, pero que matan.

También creemos que Alfonso, en los años que permaneció en Aragón después de su primera expedición a Nápoles, no se condujo con la prudencia que era de esperar de tan gran príncipe. En vez de moderar el espíritu turbulento de sus hermanos, agitadores incansables de Castilla; en vez de desempeñar el noble papel de mediador entre príncipes de una misma sangre y de tan inmediato deudo, fomentó más las discordias, hizo alianzas con los magnates castellanos enemigos de su rey, y envolvió en lastimosas guerras las dos monarquías que debieran ser más hermanas. Viose también en esta ocasión el buen sentido de las cortes aragonesas, que penetradas del daño que hacían al reino aquellas luchas injustificadas e inútiles, emitieron más de una vez sus quejas de palabra, y trataron de esforzarlas con el lenguaje elocuente de las obras, negándole los subsidios.

En medio del tráfago de discordias, de ambiciones y de intrigas puestas en juego por tantos príncipes, descubrimos con gusto la intervención de un personaje noble y desinteresado que resalta como la claridad de un lucero al través de las tinieblas. Este personaje interesante, dramático, tierno, es la reina de Aragón doña María de Castilla. La esposa de Alfonso V el Magnánimo, como la madre de Fernando IV el Emplazado, doña María de Aragón como doña María de Molina, allí acude diligente, activa, infatigable, donde cree que puede negociar una tregua, una paz o una reconciliación. Esposa del rey de Aragón, cuñada del de Navarra, y hermana del de Castilla, toma sobre sí la noble tarea de interceder entre enemigos príncipes, cuya sangre es su sangre, y cuyas lanzas, donde quiera que hieran, han de herir en el corazón de una esposa o de una hermana. La aparición repentina de doña María en los campos de Cogolludo en medio de los ejércitos aragoneses, navarros y castellanos, cuando estaban ya en orden de batalla para dar principio al combate; de aquella reina que dirige a todos palabras de amor y de concordia; que planta con heroica serenidad su tienda entre las dos filas, y dice a unos y a otros con voz resuelta y varonil: «no consiento que haya pelea entre hermanos», semeja la aparición de un ángel de paz, enviado por el cielo para aplacar rencores. Por desgracia la intervención benéfica de la reina produjo sólo un efecto pasajero, y los odios se aplacaron pero no se extinguieron.

La división que Alfonso V hizo de sus estados al morir, dejando los de España y Sicilia a su hermano don Juan, el de Nápoles a su hijo natural don Fernando, fue más política que conforme al derecho y orden natural de suceder. Pero de todos modos dejó allá por herencia a sus sucesores la rivalidad y el resentimiento de la Francia y los odios de todos los pequeños estados italianos.

IV.      Heredando el reino de Aragón don Juan II, (1458), que era ya rey de Navarra (1425), estas dos monarquías se encuentran sometidas a un solo cetro, como en los tiempos de Sancho Ramírez.

En el siglo XI fue Navarra, fue la dinastía de Sancho el Mayor la que surtió de reyes los tronos de Aragón, de León y de Castilla. En el siglo XV es Castilla la que da soberanos a Navarra, a Aragón y a las dos Sicilias. Al ver la dinastía castellana entronizada en todos los dominios españoles, no debió ser difícil vislumbrar la unidad futura. Los síntomas se iban sucediendo con cierta rapidez desde la muerte de don Martín y la elección de don Fernando.

Navarra y Aragón antes del siglo XV seguían opuesto rumbo, como dos hermanos de encontradas inclinaciones. Aragón es el hermano adquisidor, laborioso, activo, emprendedor y arrojado, que sale de su casa, y lanzándose a empresas atrevidas va aumentando su patrimonio con las ganancias de sus aventuradas expediciones. Navarra semeja la hermana a quien un extraño que ha obtenido su mano saca de la casa paterna, y viene después a incorporarse con la familia. Más francesa que española desde la extinción de la línea masculina de la robusta y vigorosa raza de Íñigo Arista, con tendencia a españolizarse otra vez con el buen rey Carlos el Noble, vuelve con su muerte a incorporarse en el gremio de su antigua familia, heredando la corona su hija Blanca, que ha sido antes esposa de un príncipe aragonés, y lo es ahora de un infante de Aragón y de Castilla.

Pero aquella buena y desventurada reina tuvo la noble debilidad de consentir que fuese rey el que no tenía derecho a ser más que esposo, y don Juan comprometió la Navarra envolviéndola en todos los azares y en todas las guerras y disturbios, que con sus hermanos el rey y los infantes de Aragón movió en el reino castellano. Huésped incómodo y porfiado de Castilla, no iba a Navarra sino cuando le expulsaban de acá, o necesitaba de recursos para proseguir sus maquinaciones. Semejábase a uno de esos seres disipados que gastan la juventud en turbar el sosiego de otras familias, y sólo vuelven al techo doméstico compelidos por la necesidad y mientras se habilitan de nuevo para continuar la carrera de sus dañosas aventuras.

Cuando murió la bondadosa y prudente doña Blanca (1441), pudo el desgraciado reino navarro haber salido de aquella mala tutela si se hubiera puesto la corona en la cabeza de su hijo el príncipe de Viana, a quien por derecho hereditario pertenecía. Pero una cláusula del testamento de la reina, resto de su prudente consideración hacia su esposo, sirvió de especioso pretexto a don Juan para seguir apoderado de un cetro, que si ahora conservaba con alguna apariencia de legalidad, había de usurpar después con criminal descaro a su hijo. Si por algunos años, distraído en los negocios y guerras de Castilla, deja traslucir solamente o tibieza, o desvío, o desamor hacia el príncipe a quien había dado el ser, desde las segundas bodas con doña Juana Enríquez de Castilla (1444) se pudo ya presagiar que no faltarían disgustos graves al hijo de doña Blanca. El ascendiente de la nueva esposa acabó de extinguir en don Juan los sentimientos paternales, si algún resto conservaba de ellos. La sagaz y altiva madrastra tuvo la funesta habilidad de hacer del padre legítimo un padrastro también. La ida de la reina a Navarra con el carácter de ex-regente, contra los derechos ya harto injustamente lastimados del príncipe heredero (1452), exacerbó el justo resentimiento de el de Viana y sus adictos, y el desgraciado reino navarro, desgarrado ya por los bandos implacables de Agramonteses y Biamonteses, vio además estallar en su seno las mortíferas guerras, de que hemos dado cuenta, entre la madrastra y el entenado, entre el padre y el hijo, que Castilla atizaba con el amargo goce de la venganza.

El desventurado Carlos de Viana, vencido y prisionero de su padre en Aybar, y derrotado por segunda vez en Estella, busca un asilo en Nápoles al amparo de su tío Alfonso V de Aragón. Mas la muerte de este gran monarca, acaecida antes de recoger el fruto de sus negociaciones para reconciliar al padre y al hijo (1458), redujo otra vez al de Viana a la situación de un prófugo desamparado. Verdad es que donde quiera que iba el príncipe Carlos hallaba en medio de su infortunio la satisfacción más pura para las almas nobles y generosas, el afecto y las simpatías de cuantos le conocían y trataban. En Nápoles, en Sicilia, en Cataluña, en el bullicio de una corte populosa, en el retiro y silencio de un monasterio, en todas partes inspiraba interés, que comenzaba por compasión a la desgracia inmerecida, y acababa por amor a las virtudes del proscrito. Pero al compás que crecía su popularidad crecía también el odio de su padre y de su madrastra, y en esta lucha funesta pasó el príncipe Carlos de Viana toda su vida.

Si aquellas demostraciones de afecto hubiesen sido la simple manifestación de un cariño simpático, si estos odios hubiesen sido puramente domésticos, si las vicisitudes que corrió el príncipe de Viana no hubieran sido sino aventuras personales, serían asunto más propio y más del dominio del romance, del drama o de la novela que de la historia. Pero aquella pugna entre el afecto popular y el odio paterno, de que era objeto y blanco el primogénito de Navarra, no sólo fue la que dio carácter a la fisonomía y situación política de una gran parte de España por más de medio siglo, sino que ejerció un influjo poderoso en la suerte futura de toda la península española. Por efecto de aquel aborrecimiento injustificado se vio el pequeño reino de Navarra destrozado por los partidos interiores, invadido y guerreado por castellanos y franceses, se alteró la ley de sucesión contra el derecho y la naturaleza, dándole a una hija segunda y a un príncipe extranjero, y se difirió por más de otro medio siglo su incorporación a la monarquía central. Aviváronse y se encrudecieron las discordias entre Aragón y Castilla; y los catalanes, constituidos primeramente en padrinos generosos del príncipe perseguido y en defensores de la justicia y de la ley, mostraron luego hasta qué punto sabían humillar los reyes, y acreditaron después hasta qué grado eran tenaces, duros e inflexibles en sus rebeliones.

El príncipe de Viana, tan generalmente querido por su amabilidad, por su ilustración y por otras excelentes prendas personales, carecía por otra parte de las dotes más necesarias para recuperar la posición perdida y a que era llamado por la naturaleza y por las leyes. Hijo injustamente odiado, y príncipe ilegalmente desposeído, no acertaba a ser ni rebelde ni sumiso sino a medias. Resuelto y valeroso en Navarra, irresoluto espectador en Nápoles, generoso y desinteresado en Sicilia, precipitado en Mallorca, reverente y humilde en Cataluña, sin dejar de ser conspirador y desobediente, ni tuvo la suficiente constancia y energía para presentarse siempre como vindicador de sus vulnerados derechos de hijo y de príncipe, ni fue bastante humilde para disipar los recelos de un padre desafecto y conjurar las iras de una madrastra iracunda. Así en Nápoles como en Sicilia pudo acaso haber ceñido una corona, con la cual no faltó en uno y otro punto quien le brindara, más prefirió, o por desinterés, o por irresolución, o por debilidad, ser hijo reconciliado en España a ser monarca en país extraño y adoptivo. Faltaba a las órdenes de su padre en Mallorca y le pedía perdón en Igualada. Por no excitar recelos en su padre, esquivaba en Barcelona el solemne y afectuoso recibimiento que querían hacerle, y sin embargo llamaba padre al rey de Castilla, conspiraba con él, y negociaba su matrimonio con la princesa Isabel su hermana, que era lo que llevaban menos en paciencia su madrastra y su padre. Con la sencillez de un hombre honrado, fiaba en sus pactos de reconciliación y de concordia, y cuando acudía a las cortes de Lérida, sin sospechar que fuese llamado sino como hijo, como amigo y como heredero, se veía preso y conducido a un castillo. Era demasiado ingenuo y demasiado débil el príncipe Carlos para habérselas con una madrastra tan rencorosa y tan vengativa, tan política y tan artificiosa, tan resuelta y varonil como la reina doña Juana, y con un padre tan desnaturalizado y tan práctico en las artes de la intriga como don Juan II.

Mucho suplió a la falta de firmeza del príncipe la fogosidad impetuosa de los catalanes, y el ardor y decisión con que abrazaron y defendieron su causa. Tan admirable fue el arrojo con que le rescataron de la prisión, como la alegría con que le recibieron en Barcelona, y como el entusiasmo con que le aclamaron lugarteniente general del principado, y heredero y sucesor legítimo de todos los reinos de la corona de Aragón. Los desaires, las humillaciones y los bochornos que hicieron sufrir a la reina doña Juana en Villafranca, en Tarrasa y en Barcelona, debieron herir vivamente su orgullo de reina, y mortificarla de un modo horrible como señora. El mismo rey don Juan, aquel monarca que reunía siete diademas en su cabeza, se vio humillado por los adustos y severos catalanes hasta el punto de tener que firmar la obligación degradante de abstenerse de poner los pies en Cataluña. La expiación hubiera sido terrible, si hubiera durado más.

Pero Carlos de Viana, el príncipe más modesto, más instruido y más amable de su tiempo, el querido de naturales y de extraños, el que por su nacimiento por sus virtudes y por los votos de los pueblos era llamado a regir una vasta monarquía, estaba destinado a morir luchando con su desdichada suerte, y falleció en la flor de su edad (1461), dejando sumidos en dolor y llanto a sus muchos adeptos, y muy especialmente a los catalanes. Si la historia carece de datos para asegurar que en su temprana muerte interviniera la mano criminal de su madrastra, la fama tradicional que en el país se conserva desde aquellos tiempos no la supone inocente, y el tósigo que después puso fin a la existencia de su querida hermana y sucesora doña Blanca hace verosímil, ya que no cierto, aquel juicio.

Hay en España una tendencia, no sólo a compadecer, sino a ensalzar y santificar los hijos de los reyes injustamente odiados y perseguidos por sus padres, y los catalanes quisieron hacer del príncipe Carlos un San Hermenegildo. Su sepulcro obraba prodigios, y su cuerpo estuvo, al decir del pueblo, haciendo milagros por espacio de seis días, curando enfermos, dando vista a los ciegos y habla a los mudos, y en el Dietario de la diputación general de Cataluña se inscribió el mismo día de su fallecimiento: San Carlos, primogénito de Aragón y de Sicilia.

La causa de los catalanes había sido justa y noble: ellos se habían hecho los amparadores de la inocencia perseguida, y los vindicadores de la justicia atropellada. Pero insistiendo después de la muerte del príncipe en negar la obediencia al rey de Aragón, que de todos modos era su legitimo soberano, se convirtieron de generosos defensores de la legitimidad en rebeldes obstinados y duros. La guerra sangrienta que por espacio de diez años sostuvieron contra don Juan II de Aragón es uno de los sucesos que han caracterizado más a ese pueblo belicoso, altivo, pertinaz, inflexible, fuerte y perseverante en sus adhesiones, temoso e implacable en sus odios. No nos asombra tanto que por no someterse al rey de Aragón, de quien se tenían por ofendidos, pensara al pronto en constituirse en república, como ver después a ese pueblo, tan apegado a los soberanos nacidos en su suelo, brindar con la corona y señorío del Principado sucesivamente a Luis XI de Francia, a Enrique IV de Castilla, a Pedro de Portugal, a Renato y Juan de Anjou, y andar buscando por Europa un príncipe que quisiera ser rey de Cataluña, antes que doblar sus altivas frentes al monarca propio a quien una vez se habían rebelado. Semejante tesón y temeridad daba la pauta de lo que había de ser este pueblo indómito en análogos casos y en los tiempos sucesivos: pueblo que por una idea, o por una persona, o por la satisfacción de una ofensa,-ni ahorra sacrificios, ni economiza sangre, ni cuenta los contrarios, ni mide las fuerzas, ni pesa los peligros. El sitio de Barcelona puso el sello a su temerario heroísmo.

En esta guerra de diez años pareció que había mudado el rey don Juan de genio y de naturaleza, y que no conservaba del hombre antiguo sino el brío y la resolución. El que toda su larga vida había sido turbulento, bullicioso, precipitado y cruel como monarca y como padre, se mostró en la ancianidad mesurado y prudente en la política, hábil y diestro en las negociaciones, y hasta clemente y generoso en los triunfos. Admira ciertamente cuando se le ve pobre y falto de recursos, septuagenario y ciego, conservar entero su ánimo y su espíritu, hacerse conducir a los peligros y llevar a los combates, y obrar con el vigor de un joven robusto, vigoroso y sano. Pero no maravilla menos la cordura y la destreza con que se maneja en las confederaciones, alianzas y tratos con los reyes de Francia, de Castilla y de Inglaterra, con el conde de Foix, lugarteniente de Navarra, con los duques de Saboya y de Milán, con el jefe de la iglesia y con las cortes de Aragón. Este monarca que parecía haber empleado sesenta años en hacerse aborrecer, interesa en la edad decrépita, hace que le den los aragoneses el título de Hércules de Aragón, y gana para todos el sobrenombre de Juan II, el Grande. Con su esfuerzo y su política consigue ir aislando a los catalanes, se va apoderando de las plazas del Principado, los reduce a la sola ciudad de Barcelona, y puestos en la mayor extremidad después de una resistencia heroica, los admite a su obediencia bajo condiciones razonables y nada duras para los vencidos, muéstrase benigno y hasta generoso con los que le han sido rebeldes, cesan los escándalos y estragos de la guerra, es recibido sin desagrado en Barcelona, y se hace querer de los que tanto tiempo habían sido sus enemigos.

Singular es y digno de notarse, que esta guerra desoladora se encendiera con las predicaciones de un monje fanático y se apagara con las exhortaciones de otro monje apostólico y conciliador. El P. Gualbes acaloró y sublevó al pueblo, y el P. Gaspar aplacó su obstinación y le reconcilió con su soberano. Tal era la influencia religiosa en Cataluña.

Luis XI de Francia, con parecidos designios, pero con más aviesa y más torcida política que su abuelo Felipe el Atrevido, se había apoderado del Rosellón y la Cerdaña como compensación de una protección ambigua dada al aragonés. Esto obligó a don Juan II a emplear el resto de su azarosa vida en recuperar aquellos importantes condados, donde hizo prodigios de valor y humilló más de una vez las banderas de San Luis. Parecía que los años vigorizaban el espíritu y robustecían el cuerpo de don Juan II en vez de enflaquecerle y debilitarle; a la edad casi octogenaria se le vio en Perpiñán más fuerte y más grande que en los días de su juventud y de su madurez en Olmedo, en Gaeta, en Ponza, en Aybar y en Estella; y si no triunfó enteramente de la política capciosa y ladina del monarca francés, fue porque le sobraban atenciones y le faltó vida.

Cuando están para cumplirse los destinos de las naciones, se combinan los sucesos de modo que todos parecen convergir a un mismo punto, aún aquellos que al parecer marchan por opuesto sendero, como sí la Providencia se complaciese a veces en encaminarlos por sí misma aún contra las intenciones de los hombres. Aragón y Castilla estaban destinadas a refundirse y formar una sola monarquía, y el enlace que había de traer esta dichosa unión se hizo en vida y por obra de un monarca aragonés, el enemigo más impertinente y porfiado que Castilla había tenido. Cataluña, que entonces no hizo sino aceptar resignada el monarca castellano que le enviaba la ley (Fernando I) se dio después espontáneamente a un rey de Castilla (Enrique IV), que la abandonó por torpeza y por imbecilidad. Los dos príncipes herederos de Aragón, Carlos y Fernando, se disputaban la mano de una princesa castellana, y al través de las guerras que agitaban ambos reinos se entreveían los síntomas de su futura unión. La persecución del príncipe de Viana fue una injusticia y una iniquidad, y su muerte pareció una calamidad y una desgracia. Pero una y otra se convirtieron en provecho de la unidad nacional, y don Juan II queriendo hacer un mal a un individuo hizo un bien inmenso a toda España. Porque ni la edad del príncipe de Viana correspondía a la de Isabel de Castilla, ni probablemente hubiera sido esposo tan simpático ni monarca tan grande como lo fue Fernando; y sin la muerte de el de Viana ni Fernando hubiera sido rey de Aragón, ni la unión conyugal y la unión nacional se hubieran realizado con tanta conformidad de voluntades. Dejó pues don Juan II de Aragón sentado el cimiento de la grandeza y prosperidad de esta misma Castilla, que tanto en su juventud había inquietado. Si no en el fuero de la conciencia, en política al menos se pueden perdonar a don Juan II los males y trastornos que causó en propios y extraños reinos en los dos primeros tercios de su vida, en gracia de la magnanimidad que demostró en el postrer período de su reinado, y de la base de unidad que antes de morir dejó cimentada para el engrandecimiento de las dos más poderosas monarquías de la península española.

V.       En tiempos de tanta turbación y de tan incesantes guerras, necesariamente habían de resentirse la agricultura, la industria, el comercio y las demás fuentes de la riqueza pública. El ruido de los talleres es enemigo del ruido de los combates; la mano que empuña la espada no ara la tierra, y el caballo de batalla no arrastra el arado ni se unce a la carreta del labrador.

Como comprobación de esta triste verdad en el período que comprende el examen del presente capítulo, citaremos muy pocos, pero muy elocuentes datos. Las cortes de Aragón de 1452 decían a su rey Alfonso V: «Señor, esta guerra que se está sosteniendo sin descanso, ha despoblado vuestras fronteras, hasta el punto de no haber quien cultive los campos: sólo en rescate de prisioneros hemos gastado cuatrocientos mil florines: la industria y el comercio se han paralizado no vemos más remedio a tantos males que la presencia de nuestro rey.» Cuatrocientos mil florines parecía una cantidad exorbitante a las cortes de un reino tan vasto y que comprendía provincias y países tan fértiles como Aragón. Don Juan II para poder hacer la campaña de Perpiñán tuvo que vender su manto de armiño y tomar prestados de un particular diez y seis mil florines. Pero todo cuanto pudiéramos decir se compendia en el hecho siguiente: «para costear los gastos del entierro de don Juan II. de Aragón, de Navarra, de Mallorca, de Cerdeña y de Sicilia, hubo que vender las pocas joyas que habían quedado en su recámara, y hasta el toisón de oro que había llevado en su pecho.» Estos suelen ser comúnmente los resultados de las guerras, de las conquistas estertores, y de las glorias militares que tanto por desgracia envanecen a reyes y pueblos.

No se crea por eso sin embargo que Cataluña y Aragón carecían en este tiempo de comercio y de industria. Resentíanse, es verdad, y habían menguado mucho estas dos fuentes de pública riqueza, pero no era posible que se extinguieran del todo en un pueblo que había llegado a hacerse tan pujante por su marina, y que por sus dominios insulares, por sus mismas guerras y conquistas, por sus relaciones políticas, estaba en contacto asiduo con las naciones marítimas de Europa, de África y hasta de Asia. Aparte de las numerosas flotas y de los grandes armamentos navales que la historia ha demostrado y la razón misma alcanza haber sido necesarios en el siglo XV para la conquista de Nápoles y para las guerras marítimas con las repúblicas italianas, multitud de naves y galeras catalanas y valencianas armadas en corso plagaban las aguas del Mediterráneo y del Adriático, y sostenían diarios combates contra los piratas provenzales, genoveses, venecianos y moros. Antonio Doria, comandante de las galeras de Génova, apresó en 1412 en el puerto de Caller tres naves catalanas, a bordo de las cuales encontró cerca de mil fardos de paños y otros muchos géneros. Los productos de la industria extranjera en que entonces comerciaban más los catalanes eran los paños, cadines, fustanes, sargas, sarguillas, estameñas, saya de Irlanda, chamelotes de Reims, ostendes y otras ropas flamencas. Sin embargo ya en 1422 se hizo un reglamento general para la perfección de las fábricas de paños en Cataluña, y se prohibió la introducción de todas las ropas extranjeras de lana, de seda, y todo tejido de oro y plata, para obligar a los naturales a vestirse sólo de telas del país, y se extendieron unas ordenanzas generales en 97 artículos, en que se trataba del beneficio y preparación de las lanas, de las calidades de las estofas, de las obligaciones de los tejedores, del oficio y manipulaciones de los pelaires, y de las reglas y métodos que debían observar los tintoreros. Y aunque las guerras posteriores entorpecieron mucho el progreso industrial de los catalanes, todavía un escritor extranjero que alcanzó el siglo XV. decía de Barcelona en los primeros tiempos del reinado de don Juan II. «Asimismo todos los demás hijos de aquella ciudad de cualquiera edad y condición trabajaban y gastaban sus días en las buenas artes; los unos en las nobles y liberales, y los otros en aquellas cuyos oficios son manuales e industriosos, en los cuales eran muy primos.»Pero esta laboriosidad, natural a aquel pueblo, no era bastante a suplir la falta o escasez de producciones indígenas de que todo el reino por las causas expresadas se resentía.

VI.      Mejor fortuna cupo en este tiempo a las buenas letras, que desde el reinado de don Juan I fueron estimadas y más o menos protegidas por los príncipes y soberanos, y aún cultivadas por algunos de ellos. El consistorio de la Gaya Ciencia de Barcelona creado por aquel monarca y dotado considerablemente por el rey don Martín, cuyas reuniones se habían suspendido durante las turbulencias que siguieron a la vacante de la corona, volvió a abrirse y a celebrar sus sesiones tan pronto como don Fernando de Castilla fue reconocido y jurado rey de Aragón. Este príncipe no solamente solía asistir en persona a las reuniones de aquella asamblea literaria, sino que instituía premios, que un tribunal encargado de examinar y juzgar las obras que se presentaban al certamen adjudicaba y distribuía a los autores de las más sobresalientes composiciones. De este modo recibió un grande impulso la literatura catalana, o sea la poesía provenzal modificada por el elemento catalán.

Porción de poetas catalanes y valencianos florecieron en este período. En un cancionero que se conservó en la Universidad literaria de Zaragoza se hallan composiciones de más de treinta autores de poesías lemosinas, entre los cuales se encuentran los nombres de Ausias March, el más excelente de todos, de Arnau March, de Bernat Miquell, de Rocaberti, de Jaime March, de Mosén Jordi de Sant Jordi, Luis de Vilarasa, Mosén Luis de Requésens, Franchesch Ferrer, y otros que no es de nuestro propósito enumerar. De entre los poetas lemosines era el más afamado el valenciano Ausias March, el Petrarca lemosín, cuyas obras han llegado hasta nosotros y se distinguen por la ternura y por el sentimiento moral que en la mayor parte de ellas se advierte. En 1474 se celebró en Valencia con gran pompa un certamen público en honor de la Virgen, en el cual se disputaron el premio hasta cuarenta poetas, siendo uno de los competidores otro de los valencianos más notables de aquel tiempo llamado Jaime Roig, autor de Lo libre de les dones. La circunstancia de haber entre estas poesías algunas en castellano, prueba que se marchaba ya hacia la fusión literaria como hacia la fusión nacional entre los dos pueblos, al paso que la poesía provenzal había ido perdiendo su carácter a medida que se alejaba de su suelo natal y avanzaba a las provincias o reinos de Aragón y Valencia, tomando el tinte del habla y genio de estos países, hasta encontrarse con la castellana que penetraba por opuesto rumbo para confundirse como las razas y como las familias reinantes. La Divina Comedia del Dante era traducida al catalán por Andrés Febrer, y apareció en este tiempo en idioma valenciano Tirant lo Blanch (Tirante el Blanco), uno de los libros de caballerías que el inmortal Cervantes declaró por boca de don Quijote dignos de ser libertados de las llamas. Aunque el autor de este libro Joannot Martorell dice haberle traducido del inglés al portugués y de este último idioma al valenciano, creése que fue obra original suya, y que el suponerle traducción fue un artificio muy usado por los escritores de aquel tiempo, que acaso para lucir sus conocimientos en las lenguas extrañas, o por dar más autoridad a sus libros, o por otras razones propias de la época, tenían la costumbre de fingirlos escritos en griego, en caldeo, en arábigo o en otros idiomas, como lo hizo todavía en tiempos muy posteriores el mismo Cervantes.

Este movimiento literario no se limitaba solamente a la poesía y a las obras de imaginación y de recreo. Extendíase también a materias graves de religión, de moral, de historia, de política y de jurisprudencia. Se hacían traducciones y anotaciones de la Biblia, se escribían crónicas, libros de legislación, máximas y consejos para gobierno de los príncipes, obras de teología, y muchos sermonarios. La elección espontánea y unánime de doctos eclesiásticos y esclarecidos juristas hecha por los representantes de los tres reinos para resolver la cuestión jurídica y política de la sucesión a la corona después de la muerte del rey don Martín, y la confianza omnímoda depositada en los compromisarios de Caspe, prueban más que todos los argumentos que pudiéramos amontonar el culto y veneración que ya a los principios del siglo XV se daba a la ciencia en el reino aragonés, y esta honra pública y solemne que se hacia a las letras no podía menos de ser un estímulo para seguir cultivándolas, como así sucedió por todo aquel siglo. Escritores celosos de los tiempos modernos, laboriosos investigadores de las antiguas glorias literarias españolas, nos han dado a conocer los nombres y las obras de los ingenios que en aquel tiempo dieron lustre y esplendor a las letras en la monarquía aragonesa, y contribuyeron a la civilización de aquel gran pueblo.

Mucho contribuyó también al desarrollo y progreso de la instrucción pública la creación de la Universidad literaria de Barcelona en 1430 por el antiguo magistrado de aquella ciudad, dotada con treinta y dos cátedras, a saber: seis de teología, seis de jurisprudencia, cinco de medicina, seis de filosofía, cuatro de gramática, una de retórica, una de anatomía, una de hebreo, y otra de griego.

Creemos fundada la observación de un escritor aragonés de nuestros días, cuando dice que el trato íntimo de los aragoneses con los italianos en el reinado de Alfonso V y el ejemplo mismo de aquel gran monarca hicieron brillar en aquella parte de España desde sus primeros destellos la aurora del renacimiento que apuntaba en Italia, y aclimataron esa literatura del siglo XV, término medio entre la de los trovadores lemosines y la clásica del siglo XVI.

Indicamos antes que los soberanos y príncipes de aquel siglo y de aquel reino no solamente habían protegido las letras, sino que algunos las habían cultivado ellos mismos. En este sentido son dos grandes, nobles e interesantes figuras la del rey Alfonso V. de Aragón y la del príncipe Carlos de Viana. El primero, guerrero formidable, conquistador insigne, gran político, monarca magnánimo, empleando el último tercio de su vida, el único en que ha podido gozar de algún reposo, en la lectura y estudio de los autores clásicos, en el trato y comunicación con los literatos de su reino, en proporcionarse maestros y profesores que le instruyan en las artes liberales, en la retórica y poesía, en la historia, en las ciencias eclesiásticas y en el derecho canónico y civil, remunerándoles con pingues estipendios, y aspirando él a ganar el sobrenombre de Sabio, que prefería a los de Guerrero y Conquistador, y que al fin la historia le ha reconocido. El segundo, príncipe desgraciado, preso unas veces, prófugo otras, y perseguido siempre, haciendo del estudio el consuelo en sus adversidades y el compañero de su soledad y retiro, empleando su tiempo en la lectura y en la correspondencia con los hombres sabios, distinguiendo con su amistad al príncipe de los trovadores de su tiempo Ausias March, no olvidando las letras ni en la corte, ni en el claustro, ni en las campañas, traduciendo la Ética de Aristóteles, escribiendo una historia de los reyes de Navarra, y componiendo trobas que cantaba a la vihuela para dulcificar la amargura de su situación. Estos ejemplos no eran perdidos para el pueblo como no lo son nunca los de los príncipes que honran los talentos, premian la ciencia y enseñan y siguen ellos mismos el camino del saber.

La cultura intelectual que en este tiempo iba alcanzando Aragón, unida a la que en la misma época, como habremos de ver, se observaba también en Castilla, eran indicios de que la España se preparaba a entrar en un nuevo período de su vida social.

 

 

CAPÍTULO XXXII.

ESTADO SOCIAL DE CASTILLA AL ADVENIMIENTO DE LOS REYES CATÓLICOS. SIGLO XV. De 1390 a 1475.