CAPÍTULO XXVIII.
ALFONSO V, EL MAGNÁNIMO, EN ARAGÓN. De 1416 a 1458.
Los
sucesos de Aragón en este tiempo continuaban formando por su importancia y su
grandeza exterior verdadero contraste con las rencillas y miserias interiores
de Castilla; y mientras aquí un príncipe de la dinastía de Trastámara,
instrumento dócil de un soberbio favorito y juguete de las maquinaciones de
orgullosos magnates, conservaba con trabajo el nombre de rey y una sombra de
autoridad, allá otro príncipe de la dinastía de Trastámara, su inmediato deudo,
sabio, magnánimo, liberal y esforzado, ensanchaba los límites de la monarquía
aragonesa, le agregaba nuevos reinos, y ganaba en apartadas regiones gloria
para sí y para su pueblo con sus proezas como guerrero y con su sabiduría como
monarca.
Apenas
falleció el honrado Fernando I de Aragón, fue aclamado rey de Aragón, de
Valencia, de Mallorca, de Sicilia y de Cerdeña y conde de Barcelona su, hijo
primogénito con el nombre de Alfonso V (2 de abril, 1416). El primer cuidado
del nuevo monarca aragonés fue retirar de Sicilia a su hermano el infante don
Juan, que se hallaba de gobernador general de aquel reino: porque recelaba
harto fundadamente que los sicilianos, en su deseo manifiesto de independencia,
quisieran alzarle por rey, como en efecto lo intentaban. Delicado era el
asunto, atendida la disposición de aquellos naturales, y el carácter del
infante don Juan. Pero manejóse en él con tal destreza el joven soberano (que
contaba entonces veinte y dos años de edad), e hizo el llamamiento con tan
hábil política, que el infante, contra lo que todos esperaban, obedeció
inmediatamente al primer requerimiento de su hermano, y se vino a España a
hacerle homenaje, quedando de virreyes en Sicilia don Domingo Rain, obispo de
Lérida, y don Antonio de Cardona.
Era
la ocasión en que se trataba de resolver definitivamente la gran cuestión del
cisma de la iglesia; y Alfonso, que en vida de su padre era el que había
manejado las negociaciones sobre este gravísimo negocio con el gran Segismundo
rey de romanos, se apresuró a enviar sus embajadores y prelados al concilio
general de Constanza. Todavía no faltó quien intentara persuadirle a que
restituyera la obediencia al obstinado Pedro de Luna, que continuaba en su
castillo de Peñíscola titulándose pontífice y protestando contra lo que se
determinara en el concilio, pero el rey desechó resueltamente toda proposición
y consejo que tendiera a prolongar la ansiedad en que estaba el mundo
cristiano. Al fin el concilio de Constanza, compuesto de prelados de todas las
naciones y de representantes de todos los príncipes, perdida toda esperanza de
renuncia por parte del antipapa aragonés, pronunció solemne y definitiva
sentencia declarándole cismático, pertinaz y hereje, indigno de todo título,
grado y dignidad pontifical (julio, 1417). Tratóse luego de proceder a la
elección de la persona que había de ser reconocida en toda la cristiandad por
verdadero y único pontífice y pastor universal de los fieles, y después de
muchos debates y altercados sobre preferencias de asiento y otras preeminencias
entre los embajadores de Aragón, de Castilla, de Inglaterra y otras naciones, y de no pocas disputas entre príncipes y prelados sobre la forma en que la
elección había de hacerse, avenidos al fin, y nombrados los electores, se
procedió a la elección de pontífice, resultando electo después de algunos
escrutinios el cardenal de Colonna, que tomó el nombré pontifical de Martín V
(17 de noviembre, 1417).
Con
gran júbilo se recibió y celebró en toda la cristiandad la nueva de la
proclamación de un verdadero y solo vicario de Jesucristo, con lo cual parecía
de todo punto terminado el cisma y acabada la funesta división que por cerca de
medio siglo había traído turbadas las conciencias y alteradas y conmovidas las
naciones cristianas. Pero faltaba todavía reducir al encastillado en Peñíscola,
que se creía más legítimo papa que el nombrado por el concilio. El rey don
Alfonso de Aragón fue el encargado de notificarle la sentencia del sínodo, y de
persuadirle de la inmensa utilidad que de su renuncia resultaría a toda la
iglesia, así como de su necesidad, en el caso extremo a que habían llegado ya
las cosas. Mas no bastó a ablandar el duro carácter de don
Pedro de Luna, hombre por otra parte de gran doctrina y erudición, que alegando
con razones no destituidas de fundamento haber sido su elección más legítima
que la de otro pontífice alguno, protestando contra las decisiones del
concilio, y fundando su nulidad, entre otras causas, en no haber concurrido a
él ni la mayoría, ni tal vez la tercera parte de los prelados de la
cristiandad, que eran más de ochocientos, se mantenía inflexible desafiando a
todos los poderes de la tierra (1418). A instancias del cardenal de Pisa, que
vino a Zaragoza como legado del nuevo pontífice para tratar de la reducción del
antipapa Benito, ofreció a éste el rey don Alfonso que si consentía en la
renuncia sería admitido en el gremio de la iglesia, residiría donde quisiese, y
se le dejarían los bienes y rentas apostólicas, con más cincuenta mil florines
del cuño de Aragón anuales, conservándose sus beneficios a todos los que con él
residían en Peñíscola. Tan infructuosos fueron los ofrecimientos para el
inalterable don Pedro de Luna como lo habían sido las amenazas y las
persuasiones. Diremos por último, para acabar con la historia de este
hombre singular, que habiéndole faltado, o por muerte o por defección, todos
los cardenales de su parcialidad, todavía creó otros dos, con cuyo diminuto
colegio continuó llamándose papa Benito XIII hasta que falleció en 23 de mayo
de 1423 en su castillo de Peñíscola, a la edad de casi noventa años, a los
veinte y nueve de su elección, y a los ocho de su encierro en aquella
fortaleza, dejando al mundo un ejemplo tan admirable como funesto y triste para
la iglesia del mayor grado de obstinación, de dureza y de inflexibilidad de
carácter, a que haya podido llegar hombre alguno. Y todavía a su imitación sus
dos cardenales tuvieron la inaudita temeridad de alzar por pontífice a un
canónigo de Barcelona, nombrado Gil Sánchez Muñoz, que tomó el título de
Clemente VIII, y el cual a su vez creó también un simulacro de colegio de
cardenales, a quienes nadie reconoció ya: pero estos hechos no favorecieron
nada a la reputación y fama del rey de Aragón que los consentía.
Habiendo
procedido el rey a ordenar y proveer los oficios de su casa, tomaron de ello
ocasión los altivos catalanes para querer resucitar uno de los abolidos privilegios
de Alfonso III, y congregándose en parlamento en Molins de Rey, despacharon
comisionados a Valencia, donde el monarca se hallaba, para que juntos con los
de Valencia y Zaragoza le expusieran la doble pretensión de que no confiriese
oficios ni empleos sin consentimiento y aprobación de las cortes, y de que
despidiese los castellanos que tenía en su casa. Al segundo extremo contestó el
rey con dignidad, que los tres o cuatro oficiales castellanos que a su lado
tenía eran antiguos servidores del rey su padre, y que sería un acto
escandaloso de ingratitud, despedirlos sin motivo: y en cuanto a lo primero,
que ordenaría su casa con buen consejo, pero no ciertamente al arbitrio de
ellos y a su capricho y voluntad. Los comisionados insistieron, las
contestaciones tomaron alguna acritud, y sólo a fuerza de carácter y de energía
se descartó de aquellas ilegales e injustas pretensiones. Desde entonces
procuró desembarazarse de tales impertinencias buscando un campo más vasto y
más glorioso a su genio ambicioso y emprendedor. Así, celebradas las bodas de
su hermana doña María con el rey don Juan II de Castilla, y las de su hermano
el infante don Juan (el desechado por Juana de Nápoles) con doña Blanca de
Navarra, viuda de don Martín de Sicilia (1419), dirigió sus miradas a la isla
de Cerdeña, y aparejó una armada para pasar a ella en persona.
Un
tanto desasosegadas otra vez las posesiones de Cerdeña, de Córcega y de
Sicilia, el apaciguarlas del todo y completar la obra de su padre, era empresa
digna del ánimo levantado de Alfonso V, y podía ser ocasión y principio de
otras mayores. Así, mientras sus hermanos los infantes don Juan, don Enrique y
don Pedro inquietaban la Castilla y movían los disturbios y alteraciones que
dejamos referidos, don Alfonso con más nobles aspiraciones preparaba su
expedición, armaba y abastecía sus naves, juntaba sus gentes, y dejando
encomendado el gobierno del reino a su esposa la discreta y prudente doña María
con su consejo de prelados, caballeros y letrados de juicio y autoridad, se
proponía alejar del país, llevándolos consigo para emplearlos y distraerlos en
las cosas de la guerra, aquellos magnates más dados a bullicios y novedades y a
acaudillar banderías. Dio motivo a que se demorase algún tiempo su embarcación
un incidente grave, propio de la singular constitución aragonesa, y fue el
siguiente.
Era
Justicia mayor del reino, y lo había sido mucho tiempo hacía, Juan Jiménez
Cerdán, varón muy notable y de grandes prendas, muy relacionado y muy
influyente en el reino. Este supremo magistrado, siguiendo la costumbre de
otros, había hecho cierto pacto con el rey de renunciar su dignidad siempre que
a ello le requiriese. Deseaba don Alfonso dejar a su partida provisto aquel cargo
en Berenguer de Bardají, el hombre más eminente de su tiempo, y en quien más
confianza tenía. En su virtud requirió a Jiménez Cerdán que renunciase su
oficio, más como éste rehusase cumplir lo pactado, el rey determinó proceder
contra él hasta declararle público perjuro, pregonándole privado de su empleo y
mandando que nadie obedeciese sus provisiones (marzo, 1420). El destituido
Justicia hizo su reclamación de agravio, y le fue otorgada su «firma de
derecho» para ser oído y amparado en su posesión. A pesar de este recurso, la
reina, como lugarteniente general del reino, confirmó la destitución, la mandó
publicar a pregón y notificar a todos los tribunales. Tan violenta y desusada
medida, empleada con un funcionario que las leyes y las costumbres aragonesas
consideraban como la principal defensa y amparo de sus privilegios y
libertades, produjo general escándalo y grave disgusto y turbación en el reino,
y hubiera dado ocasión a más serias demostraciones sin la abnegación loable de
Cerdán, que al fin hizo su renuncia en manos de la reina, quedando reconocido
como Justicia Berenguer de Bardají. Movidas no obstante por el ejemplo de este
caso las cortes de Alcañiz, y a fin de que no se repitiese, decretaron más
adelante que el oficio del Justicia no pudiera ser relevado a voluntad del rey,
aún de consentimiento del que le obtuviese.
Emprendió
al fin el rey don Alfonso su expedición (7 de mayo, 1420) con veinte y cuatro
galeras y seis galeotas; y arribando a Mallorca, y tomando allí cuatro galeras
venecianas, juntamente con otras naves de Cataluña que le iban alcanzando,
navegó la vía de Cerdeña, y tomó tierra en Alguer, donde estaba el conde don
Artal de Luna combatiendo a los rebeldes. La presencia del rey en la isla
desconcertó a los que andaban alzados; las ciudades de Terranova, Longosardo,
la misma Sacer que tanto tiempo se había mantenido en rebelión, se fueron
reduciendo a la obediencia de Alfonso. El hijo del vizconde de Narbona que
pretendía resucitar los derechos de su casa al estado de Arborea, se allanó a
recibir los cien mil florines que habían sido contratados con su padre, y con
esto el joven Alfonso V de Aragón tuvo la fortuna y la gloria de asegurar la
posesión de Cerdeña, que tantos tesoros y tanta sangre había costado a sus
predecesores.
Sometidos
los rebeldes de Cerdeña, pasó Alfonso con su armada a Córcega, en cuya isla, o
al menos en gran parte de ella dominaban los genoveses, perpetuos rivales y
enemigos de Cataluña en los mares de Levante. La plaza de Calvi, cercada por
mar y tierra por las fuerzas de Aragón, no tardó en rendirse al rey Alfonso.
Menos afortunados los aragoneses en el sitio y ataque de Bonifacio, cuando ya
habían ganado algunos fuertes y estaban a punto de obtener la sumisión de la
plaza, recibieron los sitiados un refuerzo de ocho galeras genovesas, y después
de un combate naval en que los del castillo hicieron gran daño en las naves de
Aragón, determinó el rey alzar su campo en lo más áspero del invierno (1421).
Hallándose
Alfonso V en estas empresas, ofrecióse a sus ojos otra más risueña perspectiva,
que le hizo divisar en lontananza la posibilidad nada menos que de ceñir sus
sienes con la corona de Nápoles. Este bello reino, como casi toda Italia,
andaba tiempo hacía miserablemente revuelto y turbado, y hallábase, así interior
como exteriormente, en un estado deplorable de agitación y de desorden. La
reina Juana II después de haber retirado la mano de esposa que había ofrecido
al infante don Juan de Aragón para dársela al francés Jacobo de la Marca, había
hecho encerrar en una prisión a su esposo, que como esforzado príncipe no quiso
limitarse a ser marido de la reina, sino que comenzó a obrar como rey y a
apoderarse de las plazas y a guarnecerlas de franceses. Libre la reina Juana
del freno de su marido, entregóse a rienda suelta a sus desenvueltas e
impúdicas pasiones, y atrevidos aventureros se disputaban con las armas los
favores y el poder de una reina indigna de este nombre. Todos los escritores de
aquel tiempo, así españoles como italianos, pintan con los colores más fuertes
la licencia y desenvoltura de esta reina desventurada. Dos de aquellos rivales
aspirantes a su lecho y su poder, eran el capitán Sforza y el gran senescal
Caraccioli; pero Sforza, cansado de la veleidad y de las infidelidades de la
reina, abandonó su causa y se adhirió a la de Luis III de Anjou, pretendiente a
aquella corona y que se titulaba también rey de Nápoles, luchando contra la
mala fortuna de su raza en Nápoles y Sicilia. El de Anjou con el apoyo del papa
y con una flota que negoció en Génova y en Florencia pasó a cercar a Nápoles,
mientras Sforza la sitiaba por tierra. Estrechado el cerco de Nápoles y puesta
en gran conflicto la reina, el senescal Caraccioli la aconsejó que invocase el
auxilio del rey de Aragón, el más natural enemigo de la casa de Anjou, y el
príncipe más poderoso y que estaba más en aptitud de sacarla de aquella
situación angustiosa. En su virtud fue enviado al rey Alfonso el caballero
Antonio Caraffa, solicitando su amparo y protección, como esforzado y
generoso que era, y ofreciéndole desde luego la posesión del ducado de
Calabria, y la sucesión al trono de Nápoles, como si fuera legítimo hijo y
heredero de la reina. La oferta era demasiado halagüeña para desechada por un
príncipe joven y ansioso de gloria: sin embargo, sometido por Alfonso el asunto
al consejo, los más fueron de parecer de que no debía comprometerse a amparar
una reina versátil e inconstante, de tan liviana conducta, que había preso a su
propio marido, siendo además desafecto el pontífice a la casa de Aragón, y
estando tan desencadenados los partidos en aquel reino. Por otra parte el rey
Luis le pedía también su ayuda, o que por lo menos no auxiliase a sus
contrarios: pero el monarca aragonés, atendiendo a que su primo el de Anjou era
quien daba favor a los genoveses sus enemigos, se decidió, aún contra el
dictamen de los del consejo, a proteger a la reina Juana, bajo el pacto que
ésta hizo de adoptarle por hijo y entregarle desde luego los castillos y el
ducado de Calabria.
Pasó
pues la armada aragonesa a las aguas de Nápoles: a su aproximación Sforza y el
rey Luis levantaron el cerco: la reina, fiel por esta vez a su palabra, entregó
a los aragoneses y catalanes los castillos que dominaban el puerto y la ciudad,
ratificó la adopción de Alfonso, de acuerdo con los grandes de su reino,
mandando que fuese obedecido y acatado como si fuese su hijo legítimo y
heredero del trono, y aquel pueblo inconstante saludó con gritos de júbilo al
monarca aragonés, si bien no faltaba quien viese con asombro las extrañas
mudanzas de aquella reina, que en el espacio de cinco años había prometido
casarse con el infante don Juan de Aragón, que le repudió por dar su mano al
conde de la Marca, que persiguió, prendió y desterró a su marido, y que ahora
adoptaba por hijo al rey de Aragón, hermano del infante don Juan a quien burló
en lo del matrimonio.
La
fortuna en los combates favorecía al monarca aragonés no menos que su valor y
su política. Sus naves lograron una señalada victoria sobre las genovesas, y
Génova determinó darse al duque de Milán. El mismo Alfonso tuvo cercado en la
Cerra al de Anjou, y aunque Sforza acudió a protegerle, era tal el temor que
infundía ya en Italia el poder del aragonés, que el mismo papa Martín V, con no
serle nada afecto, se apresuró a interponer su mediación, y no sin trabajo pudo
alcanzar que se estipulase una tregua entre los dos príncipes. Hizo más aquel
pontífice, que fue confirmar por bula apostólica la adopción de la reina Juana
y el derecho de sucesión de Alfonso a aquel reino (1422). Con esto muchos
barones italianos, descontentos y celosos del gran poder del aragonés, se iban
adhiriendo a su partido, y más cuando le vieron apoderado de toda la Tierra de
Labor. Eran no obstante muchos los enemigos que Alfonso tenía en Italia, los
unos por adhesión al de Anjou, los otros por temor de que llegase a reunir las
dos coronas de Nápoles y Sicilia, y a dominar en toda la península italiana.
Uno de estos y de los más poderosos era el duque de Milán Felipe María
Visconti, señor ya de Génova, a quien el pontífice, a pesar de su bula de
reconocimiento, miraba con más afición que al aragonés. El gran senescal,
privado de la reina, era también secretamente su enemigo; y como a la misma
reina la empezase a disgustar que el que había llamado y adoptado por hijo lo
gobernase todo en el reino, tan ligera y fácil en aborrecer como en amar, tomó
pronto aversión, no sólo al rey don Alfonso, sino a todo lo que fuese español.
Con éstas disposiciones, propias de su mudable carácter, fácil le fue al
senescal su favorito fomentar este desacuerdo, hasta el punto de persuadirla
que el rey intentaba traerla a Cataluña. Con esto la reina escribió a todos los
príncipes de Italia, y a los mismos angevinos sus enemigos, publicando que el
rey no la trataba ni como reina ni como madre, y que la tenía cautiva en su
propio reino.
Tan
adelante fueron las desavenencias, y tal era ya la desconfianza y las sospechas
que uno de otro tenían, que el rey y la reina vivían cada cual en un castillo,
y aunque algunas veces se visitaban, no lo hacían sino con muchas precauciones.
El senescal se había confederado secretamente con Sforza, y entre ellos y otros
que entraban en la conspiración se trataba de sorprender al rey de Aragón, y de
prenderle o matarle. No era esto tan secreto que no llegase a noticia de don
Alfonso, y como el senescal acostumbrase a hacerle algunas visitas con salvoconducto
que de él había obtenido, un día le hizo el rey detener y asegurar en su propio
palacio, y montando seguidamente a caballo (25 de mayo, 1423), se dirigió al
castillo de Capuana, donde se hallaba la reina, con ánimo de prenderla también.
Pero apercibida oportunamente, le cerró las puertas, y los ballesteros que con
ella estaban hirieron al caballo del rey Alfonso y a varios caballeros de su
compañía y los obligaron a retirarse. La reina entonces llamó en su auxilio a
Sforza, al mismo contra quien antes había invocado al rey de Aragón: ¡tanta era
la mudanza de su ánimo! Sforza no vaciló en acudir a la defensa de la reina con
la esperanza de tener todo el reino a su mano; su gente era poca y mal vestida;
mejor equipados y más en número eran los españoles; pero menos prácticos y
conocedores del terreno y de las calles y revueltas de la ciudad: el apellido o
consigna de Sforza a los suyos fue: herid
a los bien vestidos y bien montados. Diose pues al combate entre angevinos
y aragoneses, con tal intrepidez y destreza por parte de aquellos, que los
nuestros se vieron envueltos y derrotados, con pérdida de más de doscientos
hombres de armas, y quedando prisioneros los principales señores aragoneses y
catalanes. Apoderóse Sforza de la ciudad, y los nuestros
tuvieron que encerrarse en los castillos Nuevo y dell'Ovo.
Critica
era la situación de Alfonso de Aragón; reducido estaba a dos castillos de
Nápoles sin bastimentos el que pocos días antes disponía de todo el reino
siciliano. Por fortuna suya arribó oportunísima y felizmente al puerto de
Nápoles una flota catalana de treinta fustas, que era la que se decía iba a
buscar la reina Juana para traerla a Cataluña. Con tan poderoso refuerzo cambió
tanto la situación de las cosas, que determinó el rey don Alfonso combatir la
ciudad desde los castillos, desde las galeras, por tierra y por mar, y entrarla
por todas partes a sangre y fuego. Así se hizo; combatióse furiosa y
sangrientamente en las calles de Nápoles: los barrios de que se iban apoderando
los españoles eran saqueados e incendiados: Sforza peleaba heroicamente y se
batió por largo espacio a pie después de haberle muerto cuatro caballos: la
ciudad ardía por diversos puntos: arrollados los angevinos después de una lucha
horrible de dos días, se retiraron, no sin que Sforza lograse sacar a la reina
del Castillo de Capuana y ponerla en salvo llevándola a Nola, obrando en todo
con un valor y una celeridad increíbles. Quedó otra vez Alfonso de Aragón dueño
de Nápoles (junio, 1423).
La
versátil reina Juana revocó entonces por público instrumento la adopción de
Alfonso con todos los derechos que le había otorgado, llamándole infiel,
ingratísimo y cruelísimo, y trasfirió la adopción al que había sido siempre su
competidor y enemigo, a Luis de Anjou. Reunidas con esto las fuerzas de Luis y
de Sforza, y haciendo alianza con el duque de Milán y señor de Génova,
determinaron tomar la ofensiva. Conociendo Alfonso la dificultad de resistir al
poder de los confederados, aunque entretanto había tomado por combate la fuerte
ciudad y castillo de Ischia, resolvió reembarcarse para sus reinos de España,
dejando la defensa de Nápoles y la lugartenencia de aquel reino al infante don
Pedro su hermano.
Salió,
pues, de Nápoles el rey don Alfonso, y a mediados de octubre (1423) se dio a la
vela en Gaeta con diez y ocho galeras y doce naves. Pero antes de regresar a
Cataluña quiso acometer una grande empresa, que en parte le indemnizara de sus
contratiempos de Nápoles. La rica, fuerte y populosa ciudad de Marsella
pertenecía a su enemigo Luis de Anjou, y Alfonso se propuso o conquistarla o
destruirla. La embistió, pues, y atacó resueltamente; defendía la entrada del
puerto una gruesa y fuerte cadena: por consejo del intrépido Juan de Corbera se
determinó romperla en medio de las tinieblas de la noche; al empuje de las
galeras no pudieron resistir los gruesos y duros eslabones, y rota la cadena y
penetrando la armada por el puerto adelante saltaron los aragoneses al muelle.
Acudieron allí los marselleses en gran número, pero rechazados y arrollados por
los intrépidos marinos catalanes y por los briosos soldados de Aragón, fueronse
retirando de calle en calle. Llovían sobre los españoles piedras y proyectiles
arrojados desde las torres y las casas; vengábanse con incendiarlas nuestros
soldados, y comunicando el viento, que soplaba reciamente, las llamas de unas a
otras calles, presentaba la ciudad en aquella noche horrorosa un espectáculo
lastimoso y horrible. Las mujeres se refugiaron en los templos, pero el rey
mandó que fuesen respetadas y protegidas: dos soldados de los que andaban a
saco descubrieron en una casa las reliquias de San Luis, obispo de Tolosa, que
se veneraba con gran devoción en todo el Mediodía de la Francia, y el rey
ordenó que con toda reverencia fuese llevada y depositada en su galera tan
preciosa joya (9 de noviembre). Abandonó la ciudad así destruida sin querer
dejar en ella guarnición, y embarcándose la gente arribó la armada victoriosa a
Cataluña en la cruda estación de diciembre. Seguidamente pasó el rey a
Valencia, en cuya iglesia mayor se depositó la sagrada reliquia, testimonio de
la piedad y recuerdo glorioso del valor bélico de Alfonso V de Aragón.
Escasas
eran las fuerzas y menguados los recursos que habían quedado al infante don
Pedro de Aragón para defender la ciudad y reino de Nápoles en ausencia de su
hermano contra tantos enemigos, creciendo las dificultades con haber entrado en
la confederación el papa Martín V. Componíase ya ésta de la reina Juana, del
rey Luis de Anjou, de Sforza, del duque de Milán con la señoría de Génova, y
del pontífice. Propúsose esta gran liga acabar de lanzar de Nápoles toda la
gente de Aragón, de modo que se hiciese imposible la repetición de la conquista
para lo sucesivo. Reunidas las fuerzas navales de los aliados, trataron primero
de recobrar a Gaeta, y a pesar de la desgracia que sucedió al valeroso Sforza,
que murió ahogado en el río de Pescara por querer socorrer a un hombre de armas
a quien veía ahogarse también, don Antonio de Luna que defendía aquella
importante plaza marítima no pudo resistir a la armada genovesa, y Gaeta volvió
a poder de la reina Juana y del de Anjou. Rendidas igualmente algunas otras
ciudades de Tierra de Labor y de Calabria, cargaron todos sobre Nápoles.
Tentado estuvo el infante don Pedro, y casi resuelto a poner fuego a la ciudad
por todos sus ángulos para reducirla a pavesas viendo que no le era posible
conservarla, y detúvole sólo el no hallar quien aprobara ni quien ejecutara su
bárbaro pensamiento. Entraron en ella los confederados, prendieron a cuantos
aragoneses y catalanes encontraron desmandados, y sólo quedaron por el infante
los castillos Nuevo y del Ovo (1424).
Traían
en tanto entretenido y ocupado a su hermano el rey de Aragón las fatales
contiendas de los otros infantes hermanos con el rey don Juan II de Castilla,
en que el aragonés comenzó a tomar una parte más directa y activa desde su
regreso de Nápoles. Acontecieron en este período la prisión y libertad de don
Enrique, las rebeliones de los grandes de Castilla, las confederaciones contra
don Álvaro de Luna, las disensiones y pleitos entre los príncipes castellanos,
aragoneses y navarros, la sucesión del infante don Juan en el reino de Navarra,
y todas las demás alteraciones, pactos, negociaciones y guerras entre unos y
otros, hasta la tregua de 1430, según en el anterior capítulo las dejamos apuntadas.
Grande
hubiera sido el apuro y estrecho del infante don Pedro en Nápoles sin el
oportuno arribo de una armada de Sicilia, con la cual fue don Fadrique de
Aragón, conde de Luna (1 425). Unido esto a la circunstancia de haber pedido
protección al rey don Alfonso su hermano los genoveses descontentos del señorío
del duque de Milán, Felipe María, proporcionó a don Pedro el poder hacer la guerra
al milanés en los lugares de la ribera de Génova, donde le tomó diversas
plazas. Temeroso el duque de Milán del favor que el aragonés daba a los
descontentos genoveses y de perder aquel señorío, trató de confederarse con el
rey de Aragón, ofreciendo hacerle un partido ventajoso. Conveníale esto a
Alfonso V, porque así se disminuía y quebrantaba el poder del de Anjou y de la
confederación napolitana. Después de algunas propuestas y pláticas entre el
duque y los embajadores del rey, estipulóse un tratado, en que se facultaba al
milanés para levantar gente a su sueldo en los señoríos del de Aragón para
combatir a los rebeldes lombardos o genoveses, y él por su parte se obligaba a
entregar al aragonés dentro de cierto término los castillos y ciudades de Calvi
y Bonifacio y otros cualesquiera que hubiese en la isla de Córcega, para cuya
seguridad ponía desde luego en sus manos las ciudades y fortalezas de
Portvendres y Lérici en la ribera de Génova, con más seis galeras a su servicio
(1426).
Allá
en Nápoles continuaba el gran senescal apoderado del ánimo y del corazón de la
reina y del gobierno del reino, relegado el de Anjou en su ducado de Calabria,
que era lo más distante de la capital, pero haciéndose amar de los calabreses
por su comportamiento, mientras el duque de Milán, guerreado y hostigado por
los venecianos, procuraba avenirse con los genoveses disidentes a fin de no
acabar de perder aquel señorío. Los barones napolitanos, dados a novedades, y
desafectos unos al de Anjou y cansados otros o envidiosos de la influencia del
senescal, deseaban ya que volviese otra vez el rey de Aragón, y aún le hacían
secretas invitaciones. Mas por otro lado dio no poco disgusto al rey la
injustificada defección de don Fadrique, conde de Luna, que ya se aliaba con la
reina de Nápoles, ya con el rey de Castilla y don Álvaro de Luna, lo cual movió
al aragonés a quitar a los castellanos todas las fortalezas y guarniciones que
tenían en Sicilia, y produjo que don Fadrique se refugiara en Castilla, donde
una nueva intentona contra el monarca castellano le acarreó un fin funesto y no
correspondiente a los grandes principios de su vida. Sin embargo, ocupado el rey don Alfonso en los negocios y guerras de Castilla,
y en los muchos tratos y negociaciones que producían aquellas enfadosas
contiendas, no se apresuraba a emprender una nueva campaña en Nápoles, más sin
dejar de pensar en ella, ganaba en política según que crecía en años, y
preparaba con calma sus planes para lo sucesivo. Con este propósito, avenido
como estaba ya con el duque de Milán, aprovechó la ocasión de hallarse aquí el
cardenal de Foix, legado de la Santa Sede, para reconciliarse con el papa
Martín V, quitando de este modo al de Anjou sus dos más temibles aliados,
estrechó relaciones de amistad con el rey de Inglaterra, dueño entonces de la
mitad de la Francia, y procuró confederarse también con Felipe, duque de
Borgoña, así por el gran valor de este príncipe como por el deudo que había
contraído con el rey de Portugal casándose con su hija la infanta Isabel.
Hecho
esto, y pactada una tregua de cinco años con Castilla, vínole ya bien y llególe
muy a sazón la excitación que le dirigió el príncipe de Tarento (1430), por sí
y a nombre de otros barones napolitanos, para que fuese a proseguir su empresa
en aquel reino. No era esto tan extraño como que el gran senescal le hiciera la
propia instancia y requerimiento, ofreciéndose a su servicio, y añadiendo que
si él quisiese o lo mandase, tan pronto como supiera que partía con su escuadra
alzaría banderas por Aragón. Recordábale, para más obligarle, que un día
hallándose juntos en la torre maestra de Aversa le había dicho el rey de Aragón
que cinco años antes de su primera ida a Nápoles le había pronosticado un
astrólogo: «que había de ir allá y que reinaría poco, pero que después volvería
y reinaría en tanta prosperidad, que no solamente los grandes que fuesen con
él, pero aún sus monteros, y los que tenían cargo de sus sabuesos alcanzarían
estados.» La reina misma de Nápoles le instaba a que fuese, y en el propio
sentido le escribía igualmente el jefe de la iglesia; de modo que tan extraña
unanimidad de parte de los que habían sido sus mayores adversarios parecía más
bien un lazo que se le tendía que un ofrecimiento hecho de buena fe. Cuando tan
nuevo aspecto presentaban las cosas aconteció la muerte del papa Martín V
(febrero, 1431). y la elevación de Eugenio IV, de nación veneciano, a la silla
pontificia, con lo cual sufrieron gran mudanza los negocios de Nápoles y de
toda Italia. El rey don Alfonso para proceder con más seguridad procuró que se
cumpliese lo pactado con el duque de Milán sobre la entrega de las ciudades y
castillos de Calvi y Bonifacio, y demás capítulos del concierto, en cuyo
supuesto se prestaba a firmar paz y concordia perpetua con el de Milán y con el
común de Génova. Asimismo, por interés y tranquilidad suya y de sus hermanos el
rey de Navarra y los infantes que andaban por Castilla, procuró hacer
confederación con el rey de Portugal, y por concierto que se pactó en
Torresnovas quedó asentado que unos y otros se obligaban y comprometían a no
dar favor ni ayuda a sus respectivos enemigos.
Tomadas todas estas precauciones y dispuesta ya
su armada, decidido el rey a llevar adelante con toda resolución su empresa de
Nápoles, pero vacilante y perplejo respecto a la conducta que le convendría
adoptar con los barones y los diferentes partidos de aquel reino, en lugar de
ir derechamente a Italia, determinó seguir la política de su abuelo Pedro III
en su conquista de Sicilia, publicando que iba a hacer la guerra en África al
rey de Túnez; y dándose en efecto a la vela en la playa de Barcelona (23 de
mayo, 1432) navegó con su armada la vía de Cerdeña con el fin de cruzar desde
aquella isla a las costas del reino tunecino. El día de la Asunción arribó la
flota aragonesa a la isla de los Gerbes, y desde luego ganó el puente que
atraviesa de la tierra firme a la isla. El rey de Túnez, que se hallaba a dos
jornadas de aquel punto, escribió a don Alfonso diciendo que sabía su llegada y
le rogaba le esperase, pues quería que se viesen cara a cara, y que el huir
sería entre ellos cosa vergonzosa. Contestóle el monarca cristiano que le
aguardaba gustoso, y que si no acudiese, la vergüenza sería del que no
cumpliera su deber. No tardó en presentarse el sarraceno con gran hueste de a
caballo y de a pie, y asentando su real junto al puente comenzaron las peleas
entre aragoneses y moros. Formalizada la batalla, arremetieron aquellos con tal
bravura, que una tras otra fueron ganando y deshaciendo las cinco barreras que
habían levantado los moros hasta la tienda del emir. Apenas pudo éste salvarse
a todo correr de su caballo: por espacio de tres millas tierra adentro siguieron los
cristianos alanceando la morisma fugitiva; muchos perecieron, y quedaron
prisioneros no pocos: se cogieron veinte y dos piezas de artillería y la tienda
del rey. Redujéronse los moros de la isla a la obediencia de Alfonso de Aragón,
y el de Túnez dejó de tiranizar a sus antiguos vasallos de los Gerbes.
Aumentó
la noticia de esta empresa la fama y reputación de que ya gozaba el monarca
aragonés en Italia, y cuando de África pasó a Sicilia para desde allí deliberar
lo que le convendría hacer, halló ya en Siracusa embajadores del papa Eugenio
que le esperaban para tratar con él sobre las diferencias que el pontífice
traía con el emperador Segismundo, rey de romanos. Pero lo que hizo mudar de
repente la faz de las cosas, fue la muerte del gran senescal de Nápoles, el
privado de la reina Juana, y el que hasta allí había gobernado a su voluntad el
reino. Una pretensión de este célebre favorito había ofendido a la duquesa de
Sessa, muy amiga de la reina de Nápoles; y como no era la constancia la virtud
de aquella reina, fácilmente se dejó persuadir de que debía sacudir el pesado
yugo del senescal, y dio orden para prenderle. Temiendo la duquesa y los que
con ella entraban en la conjuración, que si quedaba con vida el senescal podría
recobrar otra vez el favor de la voluble reina, tuvieron por más seguro
asesinarle, y entrando una noche los conjurados en la cámara del castillo de
Capuana en que aquel dormía, acabaron con él a hachazos y a estocadas. Tal fue
y tan miserable y desastroso el fin de aquel poderoso valido: la reina sintió
que hubieran llevado la venganza a tal extremo, pero los matadores se
disculparon con que había intentado defenderse, y no habían podido tomarle
vivo. Desde entonces comenzaron otra vez las embajadas y las negociaciones
entre la reina de Nápoles y el rey de Aragón, y ofrecíanse al aragonés los
príncipes de Tarento y de Salerno y otros barones italianos. Para estar más a
la vista de los acontecimientos y poder obrar con más prontitud según lo
requiriesen las circunstancias, determinó don Alfonso pasar a la isla de
Ischia. Estando allí, revocó la reina Juana de Nápoles la adopción de Luis de
Anjou, y ratificó o reprodujo la que antes había hecho del rey de Aragón, pero
a condición de que no había de ir al reino sin orden y mandamiento suyo
mientras ella viviese (abril, 1433). Esta nueva acta de revocación y
confirmación quiso la reina que fuese secreta, para que no se enterasen de ella
el de Anjou y sus partidarios, por cuyo medio se proponía tener así engañados y
entretenidos a los dos príncipes para poderse valer del uno contra el otro.
Después
de muchos tratos entre el rey de Aragón, el pontífice Eugenio, el emperador
Segismundo y otros príncipes de Italia, tratos en que a vueltas de grandes
ofrecimientos, sin intención ni posibilidad de cumplirlos, se traslucía el
designio de instigar al aragonés a empresas que le alejaran de aquellos países,
o de valerse de su influjo y poder para sus particulares intereses, vio Alfonso
V. formarse contra él una gran liga entre el papa, el emperador, el duque de
Milán y las señorías de Venecia y Florencia, los cuales todos, hechas paces
entre sí y concordadas sus diferencias, se proponían alejar de Italia al que
miraban como extranjero y consideraban como el más temible, a Alfonso V. de
Aragón. Este príncipe, prefiriendo dejar pasarla tormenta a luchar contra ella
de frente, estipuló con la reina Juana una especie de tregua por diez años,
concertando la manera como habían de guardar los castillos y plazas que tenían
los españoles en el reino de Nápoles, y se embarcó otra vez, según tenía ya
pensado, para Sicilia, desde donde se proponía atender simultáneamente a las
cosas de Cerdeña, de Córcega, de Aragón y de Castilla, sin perder de vista los
negocios y sucesos de Italia.
Suponía
y esperaba Alfonso V que aquella aparente concordia entre los príncipes
italianos no habría de ser de larga duración, mediando entre ellos tan
encontrados intereses, y causas de escisión tan antiguas y graves; y no se
engañó el aragonés en sus cálculos. Rompióse primeramente aquella ficticia
armonía en la capital del mundo católico con sucesos y escenas que
escandalizaron a toda la cristiandad. Resentidos del comportamiento del papa
Eugenio con la familia y parientes de su antecesor el duque de Milán, el
príncipe de Salerno Antonio Colonna, el conde Francisco Sforza y otros barones
y capitanes italianos, declaráronse públicamente sus enemigos, entraron en
Roma, prendieron al cardenal de San Clemente, sobrino del papa, e incomunicaron
al pontífice en su propio palacio, del cual pudo después fugarse disfrazado con
hábito de fraile de San Francisco, y ganando el puerto de Ostia logró arribar a
Pisa y de allí a Florencia. Los que especialmente concurrieron a poner en salvo
al pontífice, fueron dos españoles; que siempre en casos tales los de nuestra
nación se han distinguido por su lealtad al universal pastor de los fieles:
fueron aquellos Juan de Mella, arcediano de Madrid, y un capellán del rey de
Castilla, Abad de Alfaro. Noticioso de este caso el rey don Alfonso V. de
Aragón que se hallaba en Palermo, olvidando todo motivo de descontento y de
queja que del pontífice tuviese, despachó inmediatamente embajadores a Su
Santidad (julio 1434) ofreciéndole su persona, las de sus hermanos, y todos sus
vasallos y reinos, y que si a cualquiera de estos le pluguiese venir tendría
quince o más naves a su disposición en que verificarlo, y le acompañarían sus
hermanos, o él mismo si lo prefiriese: hidalgo y generoso ofrecimiento que el
pontífice no aceptó, pero que agradeció en todo lo que valía.
Entretanto
habiendo enfermado la reina Juana, y con noticia que tuvo el aragonés de que en
aquellos momentos, inconstante y voluble siempre, y sin respeto a los últimos
pactos y compromisos que con él tenía, trataba de nombrar gobernador y vicario
general del reino al duque Luis de Anjou, le envió el rey de Aragón una
embajada recordándole las obligaciones que con él había contraído, los
servicios que le debía, y que sin grande ofensa de Dios no podía faltar a sus
promesas. Pero estaba en aquella sazón la reina demasiado inducida por el
partido angevino para que atendiera a tan justas reclamaciones. Por lo tanto el
rey apresuró sus preparativos de guerra por tierra y por mar, publicando que
todo aquel aparato le hacía para pasar a España con sus hermanos el rey don
Juan de Navarra y el infante don Enrique a fin de restablecerlos en la posesión
de sus estados de Castilla, pero en realidad se preparaba a combatir al de
Anjou, para lo cual se confederó con el príncipe de Tarento con quien aquel
estaba en guerra. Al poco tiempo ocurrieron novedades que influyeron
poderosamente y dieron nueva faz a la situación de aquel reino. Después de
haber el de Anjou tomado por combate al de Tarento la mayor parte de las villas
y plazas de su principado, al regresar a su ducado de Calabria, en la entrada
del invierno le acometió tal enfermedad que acabó en breves días con su
existencia (noviembre, 1 434). La reina Juana de Nápoles hizo las mayores
demostraciones de dolor y de pena por el fallecimiento de su hijo adoptivo,
hasta arrastrarse por el suelo, con otros arrebatos por lo menos de aparente
desesperación, como arrepentida de no haber mostrado más amor a un príncipe de
la bondad y de las prendas del de Anjou, y que tanto había sabido hacerse
querer en el ducado de Calabria que gobernó.
Mas
no tardó en seguirle ella misma al sepulcro. Falleció también la reina Juana II
de Nápoles (2 de febrero, 1435), habiendo nombrado heredero universal de sus
reinos a Renato, duque de Anjou y de Provenza, hermano del difunto Luis, en
razón a haber muerto este sin hijos. Parecía que la fortuna se declaraba por el
rey de Aragón, abriéndole el camino para que otra vez se apoderara de aquel
reino; a las dos muertes tan inmediatas del duque de Anjou y de la reina de
Nápoles se agregaba la circunstancia de hallarse a la sazón Renato prisionero
del duque de Borgoña. Así, tan luego como llegaron a él estas nuevas estando en
Mesina, envió algunas compañías para que se reuniesen al príncipe de Tarento, a
quien daba el título de gran condestable; procuró asentar nueva concordia con
el rey de Castilla, e intentó confederarse con el pontífice Eugenio y con el
duque de Milán. Pero el papa, lejos de darle la investidura que le pedía,
reclamaba la corona de Nápoles como un feudo de la Santa Sede, y el duque de Milán
no sólo no se dejó vencer de las razones de don Alfonso para atraerle a su
partido, sino que se aprestó a hacerle la mayor resistencia favoreciendo a los
angevinos en unión con los genoveses y con el conde Francisco Sforza.
Resuelto
no obstante el aragonés a llevar adelante su empresa, apoyando sus derechos al
trono de Nápoles en la adopción de la reina Juana, y además en los que
Constanza, la hija de Manfredo, había ya de antiguo trasmitido a la casa de
Aragón, determinó combatir por tierra y por mar la importante plaza de Gaeta,
en unión con el príncipe de Tarento, y con sus hermanos el rey don Juan de
Navarra y el infante don Enrique, que a consecuencia de los sucesos de Castilla
que dejamos en otra parte relatados se hallaban entonces con él. Entre todos
reunía sobre quince mil combatientes, gente lucida y bien armada.
Llegó
a poner el rey de Aragón en tanto estrecho a los de Gaeta, que reducidos a la
mayor extremidad hicieron salir de la plaza millares de mujeres, ancianos y
niños, los cuales buscaban un amparo a su abandono y su miseria en el campo de
los aragoneses. Aconsejaban al rey que se desembarazase de aquella gente inútil
volviendo a enviarla a la ciudad, pero Alfonso con noble generosidad,
«prefiero, contestó, no tomar la plaza a faltar a las leyes de la humanidad con
esta pobre gente» y mandó dar mantenimientos a aquellos miserables expulsados:
rasgo de clemencia y de bondad, que si al pronto pareció perjudicarle, le
acreditó de magnánimo y le abrió con el tiempo la senda del trono ganando y
cautivando los corazones. En su conflicto los sitiados de Gaeta demandaron
auxilio a los genoveses y al duque de Milán, y cuando ya desesperaban de
obtener socorro y estaban a punto de rendirse, apareció la armada genovesa
compuesta de doce naves, dos galeras y una galeota. Componíase la de Aragón de
catorce naves y once galeras: entró en una de ellas el rey, y a su ejemplo se
fueron embarcando todos los condes, barones y caballeros que se hallaban en el
campo, hasta el número de ocho mil personas, gente cortesana la mayor parte,
que iba engalanada como si fuese a celebrar una victoria segura o a gozar de
una gran fiesta. Menos en número los genoveses, llevaban la ventaja de ser casi
todos soldados y marineros, gente diestra en las maniobras y útil para el
combate. Los genoveses desde la playa de Terracina, los de Aragón colocados
junto a la isla de Ponza, acercáronse las enemigas naves y trabóse la más brava
pelea que en largos tiempos se hubiera visto en los mares. No se combatía sólo
con las armas ordinarias: lanzábanse de las gavias piedras de cal, ollas de
alquitrán y de aceite hirviendo. Más valiente que entendido en las maniobras
navales el rey de Aragón, condújole su arrojo a hacer oficios que no le
competían; servían los cortesanos menos de utilidad y ayuda que de embarazo y
estorbo, y a pesar de la antigua reputación de los marinos catalanes, viéronse
en tal manera envueltos por los de Génova, que el triunfo de estos fue
completo, y completa la derrota de la armada aragonesa: de las catorce galeras
del rey, las trece fueron apresadas por el enemigo. El rey Alfonso V de Aragón,
sus dos hermanos, el rey don Juan de Navarra y el infante don Enrique, el
príncipe de Tarento, el duque de Sessa, la más ilustre y escogida nobleza de
Aragón, de Cataluña, de Valencia, de Sicilia, y aún muchos caballeros
castellanos, todos fueron hechos prisioneros (5 de agosto, 1435). El rey de
Navarra hubiera muerto en el combate a no haberle salvado el valeroso capitán
castellano Rodrigo de Rebolledo, y el infante don Pedro su hermano fue el sólo
que a favor de la oscuridad pudo escapar en una galera y ganar la isla de
Ischia.
Fácil
fue ya a la guarnición de Gaeta, después de destruida la armada de Aragón,
arrojar del campo al resto del ejército aragonés que se había mantenido en
tierra. Quisieron los vencedores gozar del espectáculo de ver arder las naves
apresadas, y les pusieron a todas fuego, celebrando como una fiesta el ver cómo
las devoraban las llamas haciendo hervir las olas del mar. Sin embargo el
monarca aragonés fue tratado con tanta consideración y respeto como lo hubiera
sido el duque de Milán si se hallara presente: él por su parte conservó también
la misma serenidad de ánimo y la misma dignidad que si hubiera sido el
vencedor; y como el jefe de la armada genovesa le indicase que le entregara la
ciudad de Ischia, «aunque supiera, le respondió Alfonso con noble altivez, que
me habíais de arrojar al mar, no mandaría yo entregar una sola piedra de ningún
lugar de mi señorío.» Los ilustres prisioneros fueron llevados, el rey
de Navarra a Génova, el de Aragón primeramente a Sahona, después a Portvendres,
y por último a Milán, donde también fue conducido más adelante el de Navarra.
Nada más generoso y galante que el comportamiento del duque y duquesa de Milán
con los monarcas españoles: hiciéronles solemne recibimiento, aposentáronlos en
su propio palacio, tratáronlos no como prisioneros sino como príncipes;
«disponed, le dijo el duque de Milán Filipo María Visconti al rey de Aragón,
disponed de mi estado como si fuese vuestro propio reino.» Y habiendo llegado
al palacio un rey de armas enviado por la reina de Aragón con cartas para su
esposo, «dirás a mi mujer, le contestó Alfonso, que esté alegre, que yo vivo
aquí como en mi propia casa»
La
victoria del duque de Milán puso en cuidado y despertó los celos de sus mismos
aliados el papa y la señoría de Venecia; y aquel mismo pontífice que poco antes
sublevaba contra el rey de Aragón toda la península italiana, envió un legado
al duque de Milán rogándole restituyese pronto la libertad a los monarcas
españoles: y es que temía que el engrandecimiento del milanés desnivelara el
equilibrio de los pequeños estados italianos que con tanto trabajo se iba
sosteniendo, y recelaba ver en él al futuro dominador de Nápoles. Por otra
parte el rey de Aragón, que con su afectuosa elocuencia seducía a todos los que
le trataban, hizo comprender al de Milán, que proteger la causa de Renato de
Anjou en lo de Nápoles, equivalía a ayudar a los franceses y a facilitar a los
de esta nación la conquista del Mediodía de Italia, exponiéndose a hacer de la
Lombardía un camino real de París a Nápoles, y de Génova una posesión de la
Francia, mientras en los aragoneses tendría los vecinos menos temibles y los
aliados más seguros; que los italianos y los españoles debían unirse para
alejar de Italia los dos pueblos cuya dominación debían temer más, los
arrogantes y orgullosos franceses y los rudos y sombríos alemanes. Las razones
del aragonés acabaron de inclinar el ánimo ya favorablemente predispuesto del
duque de Milán a una alianza ofensiva y defensiva, de lo cual dio la primera
prueba poniendo en libertad al rey de Navarra, que vino a España a tranquilizar
a los súbditos de su hermano don Alfonso sobre la suerte futura de su soberano.
Apesadumbrados
y alarmados los de estos reinos con la nueva de la derrota y cautiverio de su
monarca, no dudaron en asistir a las cortes generales que la reina doña María,
como lugarteniente general del reino había convocado para Monzón, a fin de
proveer lo más conveniente a la situación crítica en que el rey y los estados
de Italia y España se hallaban: pues aunque las cortes generales de los tres
reinos sólo podía convocarlas el rey, el caso era tan grave y tal el conflicto
y la necesidad, que catalanes, valencianos y aragoneses no tuvieron reparo en
faltar esta vez a la escrupulosa observancia de sus fueros a trueque de salvar
la república. Mientras las cortes se congregaban, la reina de Aragón celebraba
vistas en Soria con su hermano el rey de Castilla, a fin de ir prorrogando la
tregua entre los dos reinos ( noviembre, 1435), y que las desavenencias con
Castilla no empeorasen la situación ya harto comprometida y peligrosa del rey y
de los reinos de Aragón.
Era
coincidencia extraña y singular que los dos príncipes que se disputaban el
reino de Nápoles estuviesen ambos prisioneros, Renato de Anjou en poder del
duque de Borgoña, Alfonso de Aragón en el del duque de Milán. El de Anjou envió
en su lugar a Isabel de Lorena su esposa, la cual fue recibida con entusiasmo y
regocijos públicos por el pueblo y los barones napolitanos, y ella se mostró
digna de ser reina por su prudencia, bondad y valor, y se captó las voluntades
de la nobleza durante la prisión de su marido. Pero el de Milán que con tanta
hidalguía y grandeza de ánimo había tratado desde el principio a su ilustre
prisionero el monarca aragonés, resuelto a no consentir que dominara en Nápoles
un príncipe de la casa de Francia, no sólo puso en libertad a don Alfonso de
Aragón y a su hermano don Enrique, sino que celebró con Alfonso un pacto de
alianza y amistad, por el que se ofrecía a ayudarle a la conquista de aquel
reino, y el de Aragón se obligaba a proteger al de Milán en todas sus empresas,
que no eran pocas. En su virtud le fue entregada Gaeta al infante don Pedro de
Aragón, el cual se apoderó también de Terracina, que era de los estados de la
iglesia, mientras el rey don Alfonso su hermano, habiendo salido de Milán y
dirigidose a Portvendres, enviaba a don Enrique a España, dándole el condado de
Ampurias en Cataluña, nombraba su lugarteniente general en los reinos de
Aragón, Valencia y Mallorca a su hermano el rey don Juan de Navarra, relevando
de este cargo a la reina doña María, y rehacía su flota y su ejército para
atender a lo de Italia en unión con su hermano don Pedro (1436).
Pero
quejosos y sentidos los genoveses de la poca cuenta que de ellos se había hecho
para tal confederación, rebeláronse contra el duque de Milán y fueron a buscar
su apoyo en los venecianos y florentinos, y en el papa Eugenio, que irritado
por el despojo que el infante aragonés le había hecho de una posesión de su
estado y patrimonio tan importante como Terracina, se declaró abiertamente
contra el rey de Aragón, confirió la investidura del reino de Nápoles al de
Anjou, y Alfonso que tanto había trabajado por tener de su parte al papa,
convencido ya de que no podía contar con su amistad, mandó a todos los prelados
y eclesiásticos súbditos suyos que saliesen inmediatamente de Roma, incluso su
embajador el obispo de Lérida, y de este modo surgían cada día nuevas
complicaciones en Italia, donde se hacían guerra unos y otros príncipes, guerra
ni de grandes resultados, ni de importancia grande en sus pormenores para
nuestro propósito.
Asistió
ya a las cortes de Monzón el rey don Juan de Navarra como lugarteniente general
de Aragón, Valencia y Mallorca, y también del principado de Cataluña en
ausencia de la reina. Tratóse en ellas de los subsidios que habían de otorgarse
al rey para las necesidades de la guerra de Italia, y por parecer más
conveniente y obviar las dificultades y embarazos que siempre ofrecían las
asambleas generales de los tres reinos, se acordó que se convirtiesen en parlamentos
particulares, designándose para las de Cataluña Tortosa, para las de Valencia
Morella, y para las de Aragón Alcañiz. Los catalanes desde luego ofrecieron un
servicio de cien mil florines, o más bien emplear esta suma en una flota, cuyo
mando se daría a don Bernardo de Cabrera, conde de Módica; los aragoneses
prefirieron contribuir con metálico, y acordaron aprontar un socorro de
doscientos mil florines, cantidad considerable y desacostumbrada para aquellos
tiempos. Con esto, y con las paces llamadas perpetuas que poco más adelante se
ajustaron entre los reyes de Aragón, Navarra y Castilla (septiembre, 1436), en
que parecía quedar arregladas y dirimidas las antiguas contiendas entre el
monarca castellano y los reyes e infantes de Aragón (según que en la historia
del reinado de don Juan II dejamos apuntado), podía don Alfonso atender con más
desembarazo a lo de Italia. Exigía el pontífice Eugenio al rey de Aragón que
desistiese de la empresa de Nápoles, al menos por la vía de las armas,
ofreciéndose él a fallar como desapasionado juez en aquel pleito. El aragonés
le recordaba la investidura de aquel reino que en otro tiempo le había dado por
bula apostólica, se justificaba en lo de haber tomado su hermano el infante don
Pedro a Terracina, y después de muchas observaciones concluía con allanarse a
tener la corona de Nápoles en feudo de la Santa Sede. Mas como en medio de
estas contestaciones viese que el patriarca de Alejandría, legado de la silla
apostólica, se entraba por aquellos reinos al frente de gente armada
favoreciendo a sus enemigos, más como capitán de guerra que como legado,
requirióle, sin faltar a la reverencia, que revocase la legacía al patriarca e
hiciese cesar aquellas guerras, o de otro modo protestaba, invocando a Dios y
al mundo entero por testigos de su intención, que de los males que se siguiesen
no tendría él la culpa ni sería el responsable.
No
logrando o no queriendo entenderse el papa y el rey de Aragón después de muchas
contestaciones, resolvióse don Alfonso a salir de Capua donde se hallaba, con
su ejército, con los príncipes y barones italianos de su devoción, entre ellos
el conde de Casería que acababa de reducirse a su obediencia, y con la flota
que le había sido ya enviada de Cataluña, y comenzó a apoderarse de las villas
y castillos de las inmediaciones de Nápoles, se acercó por dos veces a los
muros de la capital, corrió luego la Tierra de Labor, y en principios de 1437
se encontraba dominando este país, los principados de Capua y de Salerno, el
valle de San Severino, con la costa del ducado de Amalia, juntamente con las
ciudades de Gaeta, Capua, Ischia, y los castillos Nuevo y dell'Ovo, de manera
que no le restaba sino la capital, que no podía defenderse mucho tiempo si el
pontífice no se declaraba abiertamente protector del de Anjou. Así aconteció.
El papa no solamente instó a los genoveses, de acuerdo con los comunes de
Florencia y Venecia, a que armasen buen número de galeras, lo cual obligó al
rey Alfonso a llamar a su hermano el infante don
Pedro
para que le acudiese con la flota de Sicilia, sino que envió en auxilio de la
duquesa de Anjou y de los napolitanos al patriarca de Alejandría, que había
dado ya pruebas de activo guerrero, y que avanzando al frente de numerosas
compañías, y recobrando algunas poblaciones, llegó hasta Mola de Gaeta a
encontrar al rey (1 437). Alentó esto a los de Nápoles para hacer una salida,
aunque con tan poca fortuna que volvieron derrotados por los aragoneses; pero
en cambio el patriarca legado de la iglesia batió cerca de Montefoscolo al
príncipe de Tarento, aliado del de Aragón, y venció e hizo prisionero al mismo
príncipe. Este y el conde de Caserta abandonaron entonces la causa del rey a
pesar de los juramentos con que se habían obligado a servirle, si bien se
indemnizó en mucha parte esta pérdida con haberse reducido a la obediencia del
rey de Aragón el príncipe de Salerno Antonio Colonna, cabeza del bando
contrario: que así con esta facilidad se convertían de amigos en adversarios y
de aliados en enemigos aquellos príncipes de Italia.
Viendo
el rey de Aragón el peligro en que ponía su empresa la resolución del papa y la
actividad bélica de su legado, y advirtiendo cierta vacilación en los barones
italianos, procuró entrar en negociaciones y tratos con el pontífice,
ofreciendo que si le confirmase la investidura del reino de Nápoles harta
restituir a la iglesia todas las tierras que le tenían ocupadas, le serviría
con trescientas lanzas por seis meses, haría que le fuesen favorables los reyes
de Castilla, Portugal y Navarra, le pagaría doscientos mil ducados por el censo
del tiempo pasado, y aún añadió que tomaría la empresa de restituir a la
iglesia la Marca de Ancona de que el conde Francisco Sforza se hallaba
apoderado; y sobre todo prometía favorecerle en las grandes contiendas que en
el concilio de Basilea mediaban entre el concilio y el papa, dando orden a sus embajadores para que impidiesen la prosecución del proceso
que en aquella asamblea se había comenzado contra el pontífice. Resultó de
estos tratos una tregua entre el papa y el rey de Aragón; pero rompiéndola de
improviso el patriarca legado, y uniéndose a los Caldoras, que eran los mayores
enemigos del aragonés, atacó su campo tan repentinamente que apenas tuvo tiempo
el rey don Alfonso para salvarse corriendo a uña de caballo camino de Capua con
los que le pudieron seguir. Dio desde allí aviso del suceso al papa,
suplicándole despojase al patriarca de la legacía y le mandase salir del reino;
si bien repuesto Alfonso, y mal recibido el legado en algunas comarcas de
Nápoles, desamparáronle poco a poco los suyos, y viéndose a su vez en peligro
de ser preso, se embarcó en una pequeña nave y se fue a Venecia, y de allí a
Ferrara, donde se hallaba el pontífice (1438).
Libre
Alfonso de un enemigo, presentósele otro no menos temible. Era este el duque
Renato de Anjon, que habiendo salido a costa de un gran rescate de la prisión
en que le tenía Felipe de Borgoña, corrió presuroso a ayudar a su esposa la
duquesa en la lucha que hacía tres años estaba sosteniendo con el rey de
Aragón. El conde Francisco Sforza le prometió no abandonarle hasta lanzar del
reino al aragonés; y los napolitanos le recibieron con públicos regocijos,
paseándole con regia pompa por la ciudad; y aunque este entusiasmo se entibió
algo al saber la pobreza en que iba el nuevo soberano y sus escasos recursos
para pagar las tropas, contaba no obstante con capitanes valerosos, enemigos
del aragonés, como eran Sforza y los Caldoras, y con la protección del papa,
que suponía no le habría de abandonar. Con esto, después de algunos sucesos
bélicos entre los partidarios de uno y otro príncipe, envió el de Anjou al de
Aragón por medio de un heraldo su guante desafiándole a batalla: contestó el
aragonés que recogía el guante, y que la batalla quedaba aceptada; y pues que
era costumbre que el desafiado tuviese la elección de lugar, le esperaba en
Tierra de Labor para el 9 de septiembre (1438). No agradaba aquel sitio al de
Anjou, porque temía ser en él vencido, pero por no dejar de satisfacer una
deuda de honor se dirigió allá con todo su ejército. Tomó don Alfonso de Aragón
sus posiciones el 1° de septiembre, esperó hasta el 9, pero el de Anjou se
mostró arrepentido de haber querido medir con él sus armas en aquel lugar, y se
encaminó hacia el Abruzo. Entonces el aragonés corrió la Tierra de Labor,
abriéndose ante él las puertas de todas las plazas, y quedando apoderado de la
principal provincia del reino.
Aprovechando,
pues, la ocasión en que el duque de Anjou discurría por el Abruzo con todos los
nobles y principales napolitanos, aventuróse el de Aragón a cercar a Nápoles
por mar y por tierra (20 de septiembre) a pesar del corto número de naves que
le habían quedado. Pero no solamente halló en la ciudad una resistencia que no
esperaba, sino que tuvo la desgracia de perder en el cerco a su hermano el
infante don Pedro de un tiro de lombarda que le llevó la mitad de la cabeza.
«Dios le perdone, hermano, exclamó el rey lanzando sollozos, que otro placer
esperaba yo de ti que verte de esta manera muerto. Sea Dios loado, que hoy
murió el mejor caballero que salió de España.» Era de edad de veinte y siete
años, y tan generoso y esforzado, que la misma duquesa de Anjou mostró dolor
por su muerte con ser su enemigo, y ofreció al rey lo que fuese menester para
sus exequias. Deliberó, no obstante, don Alfonso continuar el cerco con mayor
ánimo y resolución, y llegó a poner la ciudad en tanto estrecho y padecimiento
que no era posible se sostuviese muchos días, y hubiérasele rendido a no haber
aflojado los barones italianos y desviádose de la empresa con pretexto del
invierno, obligándole a levantar el cerco a los treinta y seis días. Con todo
eso, lejos de renunciar a la conquista, negóse a la excitación que las cortes
de sus reinos le dirigieron para que se volviese a Cataluña, donde ya se hacía
sentir la larga ausencia de su soberano. Tan empeñado se hallaba el aragonés en
esta guerra, que ya ni admitió la mediación que el papa le ofrecía para entrar
en conciertos con el de Anjou, ni accedió a lo que le proponía su buen aliado
el duque de Milán, a saber, que ambos retirasen los embajadores que tenían en
el concilio de Basilea, cosa que hubiera podido desbaratar aquel concilio, y
habría complacido sobremanera al papa.
Gran
contratiempo fue para él el arribo de una flota genovesa al puerto de Nápoles,
y mayor el de haberse apoderado del castillo Nuevo, que tantos años hacía
estaba por los aragoneses, sin que le valiera ni el heroico esfuerzo de sus
defensores, ni el socorro de galeras y de bastimentos que él procuró enviarles
desde Gaeta. El castillo fue entregado a los embajadores de Francia, los cuales
le pusieron luego en poder del de Anjou (1439). Pero la fortuna le indemnizaba
de esta pérdida por otro lado. Las ciudades y castillos de Aversa y de Salerno
se rendían a sus armas, los condes y señores de la casa de San Severino se
reducían a su obediencia, y la muerte inesperada de su enemigo más terrible
Jacobo de Caldora, el mejor y más valiente capitán de sus tiempos, le libertaba
de un grande adversario. Los hijos de este Caldora llegaron a desavenirse con
el de Anjou, y después de haberle puesto en el caso extremo de salirse de
Nápoles a pie, y andar de noche por desusadas veredas corriendo mil peligros
para ir a reunírseles y prevenir una escisión, viose en nuevos riesgos con los
soldados mismos de Antonio Caldora, duque de Bari, y no pudo evitar que ellos y
su caudillo entrasen en secretas pláticas con el rey de Aragón, y que acabaran
por pasarse a sus banderas (1440). De tal manera iban combinándose las cosas en
favor del monarca aragonés, que escribía a la reina su esposa manifestándole la
mayor confianza de salir victorioso en su empresa, y dando toda la preferencia
a la guerra de Nápoles, dejaba a sus hermanos el rey don Juan de Navarra y el
infante don Enrique que atendiesen por sí solos a las cosas de Castilla903.
En
la cuestión del nuevo cisma que se había suscitado en la iglesia conducíase
Alfonso de Aragón con la reserva y la política tan propias de los monarcas
aragoneses. El concilio de Basilea había llevado su animosidad a Eugenio IV.
hasta el extremo de despojarle de la tiara, nombrando en su lugar a Amadeo,
duque de Saboya, que voluntariamente había renunciado a las cosas del siglo y
retirádose a hacer vida eremítica, el cual tomó el nombre de Félix V. El rey de
Aragón había tenido la cautela de hacer retirar sus embajadores del concilio
antes de la terminación del proceso, para que no tuviesen parte ni en la
deposición de Eugenio ni en la elección de Félix, y quedar él en aptitud y
disposición de guardar o aparentar neutralidad entre los dos papas Eugenio y
Félix, al modo de su abuelo el rey don Pedro cuando ocurrió el cisma entre los
dos pontífices Urbano y Clemente. Así fue que al principio trató al mismo
tiempo con el papa Eugenio, con el concilio de Basilea y con el intruso Félix,
sin declararse por ninguna de las partes, como quien esperaba que la iglesia
católica decidiese a quién se había de obedecer, o acaso con el fin de
adherirse a aquel de quien calculase sacar mejor partido. Desgraciadamente
parece que el monarca aragonés miró menos en este caso a sus creencias que a
sus intereses, menos a la conveniencia de la unidad religiosa que a su
conveniencia política, si es cierto lo que dice el juicioso y desapasionado
cronista de Aragón, que prometió al intruso Félix acompañarle con sus galeras
hasta ponerle en su silla pontifical como a verdadero y universal pastor de los
fieles, con tal que le confirmara la adopción y donación del reino de Nápoles
hecha en él por la reina Juana, o la otorgara de nuevo para él y sus sucesores904. Creemos, sin embargo,
por nuestra parte que si tal ofreció el rey don Alfonso, no lo hacía con la
intención de cumplirlo, si no con el fin de intimidar por este medio al papa
Eugenio y retraerle de contrariar su empresa y de dar favor a sus enemigos.
Iba
entretanto ganando terreno cada día la causa del rey de Aragón en Italia. La
adhesión definitiva del duque de Barí y de toda la familia de los Caldoras le
dio un gran refuerzo, así como dejó quebrantado el partido del duque de Anjou.
La rendición de la importante ciudad de Benevento (1441) le fue de una utilidad
inmensa no sólo para las cosas del Abruzo sino para la conquista de todo el
reino. La toma de esta y de otras plazas le facilitó poder ayudar al duque de
Milán, su más íntimo aliado, para la invasión de la Marca y demás tierras
ocupadas por el conde Francisco Sforza, su enemigo más poderoso; y hasta
pensaba en llevar la guerra por mar a los venecianos y florentinos, sin dejarse
seducir por las capciosas proposiciones de concordia que los embajadores de la
señoría de Florencia le hacían. Infatigable y activo el aragonés se entró por
la Capitanata y tierras de la Pulla contra el conde Sforza, a quien el papa
Eugenio favoreció ya abiertamente enviándole el cardenal de Tarento con el
ejército de la iglesia. Después de algunos triunfos mezclados con pequeños
reveses alcanzó Alfonso una señalada victoria contra la gente de Sforza al pie
de los muros mismos de Troya en la Pulla, haciendo prisionero al conde de
Celano y a otros ilustres barones. Pero surgíanle otras nuevas y mayores
dificultades que vencer. Cuando ya parecía anonadado el duque de Anjou, su
principal competidor, y aún se dudaba si estaba en el reino o en Provenza, al
ver la prosperidad con que marchaban las cosas por parte del rey de Aragón,
formóse contra él una gran liga, en que entraron el papa Eugenio, las señorías
de Venecia, Florencia y Génova y la mayor parte de los potentados de Italia, no
ya sólo para impedirle la conquista de Nápoles, sino para lanzarle del
territorio italiano. Diez mil soldados le fueron enviados al cardenal de
Tarento al mando de Juan Antonio Urbino, conde de Tagliacozzo, con los cuales
sojuzgó todo el condado de Albi. Aún más que esto desconsoló al rey don Alfonso
el saber que su íntimo aliado el duque de Milán, que había ofrecido casar su
hija Blanca con el infante don Enrique hermano del rey, trataba de casarla con
el conde Sforza, el mayor enemigo de entrambos. Y mientras el rey le pedía
explicaciones y le rogaba que le descifrase aquel misterio, se realizaba y
cumplía aquel extraño matrimonio. Daba por escusa el milanés haberlo hecho por
necesidad, y aconsejaba al rey que procurara concordarse con Sforza, con el
papa Eugenio y con los demás confederados.
Nunca
Alfonso V de Aragón se mostró, ni más animoso, ni más noblemente altivo, ni más
grande que en esta ocasión, en que se conjuraban contra él todos los enemigos,
y los más amigos parecía desampararle. Su heroica resolución la mostró en la
respuesta que dio al de Milán: «Decid al duque, le dijo a su embajador, que le
agradezco sus buenos consejos, pero que no pienso usar de ellos al presente.
Porque cuando partí la postrera vez de Cataluña há cerca de diez años para
emprender los hechos de este reino, hícelo ya con conocimiento y deliberación
de que, no solamente el papa y la casa de Sforza, sino por ventura toda Italia
me sería enemiga, y por eso mismo me sería forzado hacer rostro a cuantos me
quisieren ser adversarios en esta empresa, y por este respecto a poner en
peligro mi persona, estados, reinos y bienes Decid pues al duque, añadía, que
se dé buena vida y tenga buen ánimo, que yo espero que sin inteligencia ni
amistad del papa, ni del conde Francisco, ni de venecianos y florentinos me
habré de dar buena maña en la empresa que traigo entre manos de la conquista
deste reino, y me defenderé de cada uno dellos y aún de todos juntos, porque
tarde se han juntado y unido para lanzarme dél, habiéndome dejado llegar tan
adelante, y conocerán que tienen que habérselas con un rey. Espero, concluía,
que pronto habrá buenas nuevas, y crea verdaderamente que siempre que el caso
lo requiera haré por él más que por otro príncipe del mundo.»
Pero
la prueba más elocuente de que no le intimidaba la liga, fue ponerse sobre
Nápoles y cercar la ciudad. Sorrento, Puzol, lo principal de la Calabria fue
sometido al rey de Aragón, y allí comenzó el infante don Fernando su hijo a
mostrar un esfuerzo y valor que daba esperanzas de que había de semejarse a su
padre. Llegó a poner la ciudad en tal aprieto y extremo cual no se había visto
nunca, y era menester que los napolitanos amasen mucho a Renato de Anjou para
que sufriesen por él tanta miseria y tantos padecimientos, padecimientos de que
en verdad participaba él discurriendo de día y de noche por la ciudad, sólo o
poco acompañado, y proveyendo a todo. En tan críticas circunstancias, tan
inestable y versátil el capitán Antonio Caldora como la mayor parte de los
príncipes italianos de aquel tiempo, se rebeló otra vez contra el rey por
instigación del noble Sforza. Sostenían a los
napolitanos los socorros que de cuando en cuando les llegaban de Génova, pero
reforzándose cada día con nuevas naves la armada de Aragón, se cerró la entrada
a los buques genoveses. Continuaban no obstante defendiéndose los sitiados con
valerosa resolución, hasta que un cuerpo de aragoneses penetró en la ciudad por
una mina o acueducto subterráneo, el mismo por donde había entrado el gran
Belisario en tiempo del emperador Justiniano. Entonces don Alfonso de Aragón
mandó combatir y escalar la ciudad, empeñándose una reñida y brava pelea, en
que el duque de Anjou luchó personalmente con el arrojo de la desesperación,
hasta que envueltos por todas partes los suyos tuvieron que retirarse al
castillo Nuevo. La ciudad fue puesta a saco, y hubiera sido del todo robada si
entrando el rey no hubiera mandado a público pregón y bajo pena de la vida que
cesara el pillaje, se respetara el honor de las mujeres y se tratara con
clemencia y humanidad a los vencidos. Quedó, pues, en poder de don Alfonso V.
de Aragón (2 de junio, 1442) aquella importante ciudad, para cuya conquista
había empleado por espacio de veinte años todas sus fuerzas de mar y tierra,
pasado mil trabajos y expuesto su persona a todo género de peligros, que fue
causa de que estimase más aquella sola ciudad que todos sus reinos y estados, y
que la amase como a su propia patria.
A
los pocos días de la entrada del ejército aragonés en Nápoles, el duque de
Anjou se fugó del castillo en un navío de Génova, y los de Aragón cercaron el
castillo Nuevo y el de San Telmo. El rey don Alfonso salió a combatir a los
Caldoras, que tuvieron la temeridad de aceptar la batalla contra un príncipe
vencedor y poderoso. En ella fue derrotado y hecho prisionero el rebelde
Antonio Caldora, duque de Bari, después de haber peleado como gran capitán,
como buen caballero y como valeroso soldado. El magnánimo Alfonso tuvo la
generosidad de perdonarle sus yerros pasados y de restituirle la libertad, que
fue una de las más señaladas grandezas del monarca aragonés. Después de este triunfo
en Sassano procedió a someter la provincia del Abruzo, que redujo casi toda.
Aproximándose el invierno y siendo aquella comarca destemplada y fría, pasó a
la Capitanata, y cobró lo que había quedado fuera de su obediencia en la Pulla.
Hizo seguidamente lo mismo en Calabria. El duque de Anjou se había refugiado a
Florencia donde se hallaba el papa Eugenio, el cual le dio entonces la
investidura del reino de Nápoles, precisamente cuando acababa de ser expulsado
de él. Harto conoció el destronado príncipe lo inoportuno de la concesión
pontificia, y en prueba de la poca apreciación que hacía de una honra otorgada
tan fuera de sazón, y sentido al propio tiempo de la poca eficacia con que
Sforza y otros capitanes de Italia le habían ayudado, dio orden para que los
castillos Nuevo y de San Telmo se entregasen a los aragoneses, y él se retiró a
la Provenza. Todos los de la liga, incluso el pontífice Eugenio, andaban ya
procurando, por mediación del duque de Milán, concordarse y avenirse con el
victorioso monarca aragonés. Admitió Alfonso y aún dio mando en su ejército al
valeroso caudillo Nicolo o Nicolás Picinino; entretuvo muy políticamente al de
Sforza, todo de acuerdo con el de Milán, y se mostró dispuesto a entrar en
concordia con el papa. Con esto y con tener ya subyugado casi todo el reino,
determinó Alfonso hacer su entrada solemne en Nápoles.
Para
la entrada triunfal de Alfonso V de Aragón en Nápoles prepararon los que tenían
el gobierno de la ciudad magníficas y pomposas fiestas, al modo de las que se hacían
a los antiguos triunfadores romanos. Hicieron derribar hasta cuarenta brazas
del muro, concurrieron a acompañarle todos los príncipes y barones del reino, y
el 26 de febrero de 1443 entró el rey don Alfonso en Nápoles en un carro
triunfal tirado por cuatro caballos blancos, en medio de las aclamaciones de un
pueblo que tanto tiempo le había resistido, y confundiéndose las demostraciones
de júbilo de los vencidos y de los vencedores. Alfonso dio un nuevo testimonio
de su liberalidad y su grandeza, concediendo y publicando indulto general para
todos sus antiguos enemigos sin excepción, y recompensando largamente a sus
fieles y leales servidores. Congregó el parlamento general del reino; propuso y
se adoptaron en él medidas de gobierno y de administración; y a propuesta y
petición de los mismos grandes y barones declaró al infante don Fernando, su
hijo bastardo, duque de Calabria y heredero y sucesor suyo en aquel reino.
Hasta
entonces había estado don Alfonso entreteniendo con esperanzas y con pláticas a
los dos papas, al verdadero, que era Eugenio IV, y al nombrado por el concilio
de Basilea, que era Félix V, sin decidirse por ninguno de ellos, para tener en
respeto al uno con el otro, y poderse adherir al que más le conviniese. Dueño
ya de Nápoles, se resolvió por la concordia y confederación con Eugenio bajo
las condiciones siguientes: que habría perpetua y firme paz entre el papa y el
rey, con olvido y remisión de todas las injurias pasadas; que Alfonso
reconocería al papa Eugenio por único, verdadero y no dudoso pastor universal
de la iglesia, y el papa daría al rey la investidura del reino de Nápoles,
confirmando la adopción que de él había hecho la reina Juana, con cláusula de
que no obstase haber adquirido y conquistado el reino por las armas; que el
pontífice Eugenio expediría bula de legitimación al infante don Fernando hijo
del rey, habilitándole para suceder en aquellos reinos, y dándole el gobierno
de las ciudades de Benevento y Terracina, y que el rey emplearía las fuerzas
suficientes para cobrar las tierras de la iglesia que el conde Sforza tenía ocupadas
en la Marca (julio, 1 443). De esta manera, al cabo de veinte y dos años de
lucha recibía el rey de Aragón del jefe de la iglesia la sanción legal del
derecho al trono y reino de Nápoles que acababa de hacer prevalecer con las
armas.
En
cumplimiento de este pacto pasó el rey a la Marca contra el conde Sforza, y
arrancó de su poder para restituirlas al papa aquellas antiguas posesiones de la
iglesia, a pesar de los requerimientos que le hizo el duque de Milán para que
respetara al conde Francisco su yerno, a quien había acogido bajo su protección
y defensa. No era cosa fácil entenderse con aquellos príncipes italianos,
enemigos ayer y aliados hoy, amigos hoy para ser adversarios mañana.
Participando de esta inestabilidad el de Milán, que había sido el más constante
enemigo de Sforza y el más consecuente aliado y auxiliar del rey de Aragón, o
porque temiese ya el excesivo engrandecimiento de éste, o porque tal fuese la
índole y carácter de la política italiana, no se contentaba ya con favorecer al
de Sforza, sino que hizo confederación y liga con la señoría de Venecia y con
los comunes de Florencia y Bolonia, excluyendo de ella al papa y al rey de
Aragón, so pretexto de haber sentado por base la eliminación de todo el que
estuviera constituido en mayor dignidad que ellos, e intimando y notificando al
aragonés que desistiese de la guerra que hacía en la Marca al conde Francisco
Sforza, y que hiciese tregua con los genoveses. A esto último accedió el rey
don Alfonso, y en su virtud se asentó la tregua, y aún se hizo una especie de
concordia, en que la señoría de Génova prometió presentar al rey en cada un año
una fuente de oro, o bien una copa redonda, en señal de honor y en
reconocimiento de adhesión y benevolencia (abril, 1444). Con respecto al conde
Sforza, sin desistir el rey de la empresa de la Marca, pero queriendo al propio
tiempo evitar un rompimiento con el de Milán, a quien no acertaba a tratar sino
como a antiguo amigo ni a mirar sino como a un padre, dirigíale amorosas
reflexiones, preguntábale cuáles eran sus intentos para no discrepar de él si
posible fuese, hacíale prudentes preposiciones para el caso en que Sforza se
redujese a la obediencia del papa, y señalábale otros caminos para fundar una
paz segura en el reino, dispuesto siempre a ayudarle y complacerle; más a pesar
de sus esfuerzos no podía obtener del de Milán una contestación satisfactoria.
Sobrevino
en tal situación al rey don Alfonso, hallándose en Puzol, una enfermedad tan
grave que llegó a publicarse en Nápoles que había muerto, moviéndose con esta
noticia tales alteraciones en aquella ciudad que ya los aragoneses y catalanes
no cuidaban más que de salvar sus personas y bienes en los castillos.
Restablecido felizmente el rey, acabó de comprender en aquella ocasión la
inconstancia de los barones italianos y lo poco que podía fiar de los naturales
de aquel reino. Disimuló, sin embargo, cuanto pudo, y procuró asegurar la sucesión
de aquel estado en el duque de Calabria su hijo, enlazándole con la familia más
poderosa de él, que era la del príncipe de Tarento. Trató, pues, su boda con
Isabel de Claramonte, hija de Tristan, gran privado del rey Jacobo de la Marca,
y de Catalina Ursino, hermana del de Tarento; e hizo que el papa otorgase las
bulas de legitimación e infeudación, si bien el pontífice quiso que se tuviesen
secretas, por entonces, y no fueron entregadas al rey hasta el año siguiente.
No
podía haber paz en aquellas regiones, ni cesaban los príncipes y barones
italianos de suscitar embarazos al rey de Aragón. Mientras las fuerzas reunidas
del duque de Milán y del conde Sforza atacaban y vencían las tropas de la
iglesia con prisión de su jefe el capitán Picinino, el monarca aragonés tuvo
que hacer la guerra al marqués de Cotron, que se le había rebelado tan
obstinadamente que ni amenazas ni promesas bastaban a hacer que se diese a
partido. Don Alfonso se fue apoderando de sus estados, y por último cercó al
marqués y a la marquesa en su castillo de Catanzaro y los redujo a tal
estrechez que al fin hubieron de rendirse. El rey les hizo gracia de la vida,
los privó de su estado y los envió a Nápoles, donde vivieron muchos años
miserablemente (1445).
Llegó
ya el caso de que se tratara entre el papa y el rey de Aragón de la paz
universal de Italia, que ambos apetecían, entre otras muchas razones, porque el
primero después de tantos años de guerra veía perdidos otra vez los estados
eclesiásticos de la Marca de Ancona, y el segundo, porque aunque parecía
asegurado en la posesión del reino de Nápoles, la continua inquietud de los
estados italianos ni le permitía venir a Aragón, ni atender desde allá
convenientemente a las contiendas y guerras que sus hermanos don Juan y don
Enrique continuaban sosteniendo contra don Juan II de Castilla, y que iban en
aquel tiempo de mal en peor para los infantes aragoneses. Enviáronse, pues,
mutuamente embajadores el papa Eugenio y el rey don Alfonso para concertar los
medios de la paz; pero ofrecíanse dificultades graves, no sólo por parte de las
diferentes potencias y principados de Italia, sino también entre ellos mismos,
ya sobre los términos y cláusulas de las bulas de infeudación de los reinos de
Nápoles y Sicilia, ya sobre la autoridad que habían de tener los decretos del
concilio de Basilea desde el tiempo en que el pontífice le trasladó a Ferrara,
y quedaron los embajadores de Aragón y de Castilla en Basilea y estuvo el rey
apartado de la obediencia del papa. Así fue que durante estos tratos de tal
manera se apercibían y preparaban todas las naciones y todos los príncipes, que
podía dudarse si se disponían a una paz o se disponían a una guerra general. En
esto el duque de Milán, ya por congraciar al rey de Aragón, ya por la ventaja
que a él había de resultarle, le excitaba a que sojuzgase la ciudad y el común
de Génova; propuesta a que se negó don Alfonso, no sólo por contraria a la
general concordia a que intentaba traer los príncipes italianos, sino porque
conocía bien cuán aborrecida era en Génova la dominación de los aragoneses y
catalanes. Mas no pudiendo desprenderse de sus antiguas afecciones al milanés
ni olvidar sus anteriores servicios, como supiese que los venecianos le habían
tomado el condado de Cremona y amenazaban no parar hasta las puertas de Milán,
le envió generosamente sus galeras, con recado de que si no era bastante aquel
socorro haría todo lo demás que fuese menester hasta poner de nuevo en peligro
su persona por él y por su estado. Con la propia generosidad socorrió al papa contra
el conde Sforza y los florentinos, hasta obligar a estos a enviarle sus
embajadores y mover pláticas de concordia. De suerte que el rey de Aragón, al
propio tiempo que era el amparo de los príncipes de Italia en sus conflictos,
cumplía y desempeñaba de este modo su noble papel de pacificador general
(1446).
Así
las cosas, vino a darles nuevo rumbo la muerte del papa Eugenio IV ocurrida al
año siguiente (23 de febrero, 1447), y la elevación a la cátedra pontificia del
cardenal de Bolonia con el nombre de Nicolás V tan desnudo de ambición como
amante de la paz, por la cual trabajó desde luego y envió con este fin sus
legados al concilio de Ferrara. Por su parte el rey de Aragón dio también un
gran testimonio de su deseo de contribuir a la pacificación general, recibiendo
en su gracia al conde Francisco Sforza, que había sido su más terrible y tenaz
enemigo, y dándole mando en su ejército, todo de acuerdo con el duque de Milán
a quien en esto se propuso complacer, para que guerrease con los venecianos y florentinos,
únicos que parecía ya estorbar el proyecto de universal pacificación. Todo
conspiraba entonces al engrandecimiento de don Alfonso de Aragón y al aumento
de su poder e influjo, aún contra su propia voluntad. Por más que él con
admirable prudencia y raro desinterés se había opuesto a lo que el duque de
Milán pensaba hacer en su favor, éste, por uno de aquellos caprichos difíciles
de definir, se empeñó en nombrar al rey de Aragón heredero universal de sus
estados, y así lo dispuso en su testamento, dejando solamente a su hija única
Blanca María, mujer de Francisco Sforza, la ciudad y condado de Cremona. A la
muerte del duque, que sucedió a poco tiempo (agosto, 1447), hubo gran
movimiento en Milán, poniéndose en armas los diferentes partidos, y no saliendo
en él bien librados los de la nación catalana, que con este nombre se designaba
allí a catalanes y aragoneses.
Don
Alfonso, que se hallaba hacia ocho meses en Tívoli con objeto de atender más de
cerca a las repúblicas enemigas, comprendió en su recto juicio la grande
oposición que habría de hallar para apoderarse de aquel estado, ya por la
tendencia de sus naturales a la independencia, ya por los celos de las demás
naciones, y suponía que ni la Santa Sede, ni las demás potencias de Italia, ni
los soberanos de Alemania y de Francia habían de llevar a bien y tolerar
fácilmente que un príncipe que disponía de reinos tan vastos y tan poderosos en
España y que reunía las coronas de las dos Sicilias, fuese también señor del
Milanesado.
Por
eso, en vez de mostrar impaciencia por posesionarse del señorío de Milán que
por el testamento del duque Filipo María Visconti había heredado, y menos si
para ello había de tener que valerse de la fuerza, partió de Tívoli, y tomando
la vía de Toscana envió desde allí sus embajadores a los milaneses díciéndoles
con mucha prudencia y comedimiento que su intención no era otra que obrar con
su acuerdo y beneplácito, y ayudarlos y defenderlos contra sus enemigos y
contra todos los que intentasen turbar la paz de su estado. Y como las dos
repúblicas de Venecia y Florencia, desoyendo las nobles excitaciones de Alfonso
a la paz universal, se ligasen para ocupar la Lombardía y repartírsela,
determinó reprimir su insolencia y comenzó la guerra contra los florentinos,
que eran los más vecinos. Contrariado el conde Sforza al mismo tiempo por
milaneses, florentinos y venecianos, propuso al rey de Aragón venir a concordia
con él con tal que no le pusiese embarazo en la sucesión del estado de Milán, y
como Alfonso no ambicionaba la posesión de aquel señorío por la general
oposición que le habría de suscitar, convino en ello a condición de que le
reconociese vasallaje por el Milanesado y por el condado de Pavía, y se
obligase a hacer guerra a los venecianos y a todos los enemigos del rey, ofreciendo
auxiliarle por su parte con mil infantes y dos mil caballos. Atacaba el rey de
Aragón el señorío de Piombino, cuando le llegaron embajadores del común de
Milán solicitando su protección y rogándole que pasara con su ejército a la
parte de Padua para que se hiciese la guerra en Lombardía. Ofrecíanle que en
señal de amor y de adhesión traerían las armas del rey a cuarteles con las de
su común, y le apellidarían defensor y protector de su libertad. Aceptó el
aragonés una oferta que tenía para él más de honrosa que de útil, y prometióles
que partiría con su ejército hacia los campos de Padua, a condición de que todo
lo que conquistase desde el río Adda hacia la ciudad de Venecia sería para él,
y lo que desde el Adda hacia Milán tomase a los venecianos se aplicaría a la
comunidad, con lo que se despidieron contentos aquellos embajadores (marzo,
1448).
El
rey de Aragón y de Nápoles, después de haber enviado a los milaneses un socorro
de cuatro mil caballos, invirtió el resto de aquel año en guerrear contra los
de Florencia y el conde de Piombino. Ardía igualmente la guerra en Lombardía
con los venecianos y el conde Sforza. En tal estado pasó el cardenal patriarca
de Aquilea a verse con el rey de Aragón en el castillo de Trajeto (febrero,
1449). Allí quedó Concertado en nombre del consejo general de los Novecientos
que representaban la señoría de Milán, que el rey don Alfonso los defendería y
ampararía en su libertad contra cualesquiera enemigos, y les mantendría sus
ciudades y conquistaría las que Sforza o los venecianos les tuviesen usurpadas,
y que los milaneses darían al rey cada año cien mil ducados y costearían tres
mil caballos y dos mil infantes durante la guerra. También declaró el rey que
la ciudad de Parma quedaría libre como antes que la ocupara el conde Sforza, y
puso por lugarteniente general en Lombardía a Luis Gonzaga, marqués de Mantua,
que tan célebre se hizo después por su santidad. Mas ya aquel año se trató de
poner término a la larga y funesta lucha que tan lastimosamente estaba
destrozando las más bellas ciudades y los más hermosos países de la desgraciada
Italia. Los unos y los otros enviaban sus embajadores al papa y al rey de
Nápoles para que se sirvieran fomentarla o aceptarla. Instaba no obstante con tal empeño el conde Francisco Sforza al rey para que le
recibiese en su protección, que le ofrecía en rehenes su mujer y sus hijos por
que le asegurase la sucesión en el estado de Milán: intercedían por él los
marqueses de Ferrara y de Mantua, y obligábase a servir al rey con cinco mil
caballos en su empresa contra venecianos, con otras condiciones no menos
ventajosas. Finalmente, manejóse el conde Sforza con tal habilidad, y llegó a
tanto su poder, que se vieron obligados los milaneses a rendírsele y recibirle
por señor, como a hijo adoptivo y legítimo sucesor del duque Filipo Visconti
(1450).
Con
esto sufrieron gran mudanza y tomaron muy diverso rumbo todas las cosas de
Italia. Firmó el rey don Alfonso paz perpetua con la república de Florencia y
con el señor de Piombino, quedando éste obligado a hacer cada año al rey y a
sus sucesores el presente de un vaso de oro de valor de quinientos ducados; e
hizo liga y confederación con Venecia, con las condiciones de que si se
conquistasen los condados de Parma y Pavía serían del rey, pero Cremona y demás
tierras de la otra parte del Adda quedarían de la república, y las demás
ciudades y pueblos de este lado del Po y del Tesino se partirían por ambas
partes entre los capitanes y señores que entraban en la liga (octubre, 1450).
Observábase
ya en este tiempo un cambio notable en la conducta del conquistador de Nápoles.
Aquel Alfonso que con tanta grandeza de ánimo, con tanto valor, intrepidez y
constancia había comenzado y proseguido la empresa de Italia, que con tanta
firmeza había soportado los trabajos y riesgos de una guerra continuada de
treinta años, pagó su tributo a la flaqueza de la humanidad como tantos otros
guerreros de gran corazón, y a una edad en que parecía deberían haberse
amortiguado en él ciertas pasiones fue cuando se dejó aprisionar de las
caricias de una dama llamada Lucrecia de Alañó, a cuyos amores tenía encadenada
su voluntad, de manera que se tuvo por cierto que si hubiera dejado de vivir la
reina doña María de Aragón, le hubiera dado su mano y su trono, como le había
entregado su corazón y le prodigaba sus riquezas. Y aunque no dejaba de
atender a las cosas de la guerra y del gobierno por medio de sus capitanes, y
principalmente de su hijo el duque de Calabria, no era ya el hombre vigoroso y
fuerte que había asombrado al Mediodía de Europa por su valor, su energía y su
perseverancia.
Era
sin embargo tan grande la fama y reputación de Alfonso de Aragón y de Nápoles,
que todos los príncipes se apresuraban a solicitar su amistad y confederación.
Habíala pedido el duque de Génova, la procuraron y obtuvieron Demetrio, déspota
de la Romanía y de la Morea, que aspiraba a suceder en el imperio de
Constantinopla, Jorge Castrioto, señor de Croya, y otros príncipes de Albania.
El nuevo señor de Piombino le hizo reconocimiento, y el rey le declaró libre
del vasallaje y feudo que había impuesto a su antecesor. Los barones de Cerdeña
y de Córcega le rogaron que fuese, y muy especialmente los de esta última isla,
a libertarlos de la opresión con que algunos los tenían tiranizados: pasó el
rey allá con una armada, y hubiera acabado de recobrar los lugares que allí le
tenían usurpados todavía, si no le hubiera obligado a regresar pronto la noticia
de que los de Florencia andaban en secretos tratos, y enviaban disimulados
socorros al conde Sforza, nuevo duque de Milán (1451), lo cual movió así al rey
como a la señoría de Venecia a requerirles que desistiesen de ello. Lejos de
producir este apercibimiento algún resultado favorable a la paz, renovóse al
año siguiente la guerra en Toscana (1452), dirigida por el duque de Calabria
Fernando, hijo del rey de Aragón, apoyado por la república veneciana.
De
tal manera y con tal interés ocupaban al rey Alfonso de Aragón las guerras y
los negocios ¡de Italia, que más parecía ya un monarca italiano que un rey
español. Ni las excitaciones que le dirigían los catalanes y aragoneses para
que regresase al seno de sus súbditos naturales, ni las graves escisiones que
mediaban entre su hermano el rey don Juan de Navarra y el príncipe de Viana su
hijo, ni la necesidad de su presencia en el reino para proveer de cerca en las
discordias, pleitos y disensiones que sus hermanos don Juan y don Enrique
traían con el rey y con los grandes de Castilla, nada bastaba a arrancar a
Alfonso del suelo italiano. No sólo la guerra de Toscana, a donde se proponía
ir en persona, llamaba entonces su atención con preferencia a los asuntos de la
península española, sino que sabiendo que los turcos tenían cercada a
Constantinopla, excitó con grande instancia al papa a que le ayudase a libertar
la capital del imperio griego, en lo cual obraba con el celo de un verdadero
rey cristiano, y como quien conocía la gran mengua y desdoro que recaería sobre
todos los príncipes de la cristiandad y sobre la iglesia misma, si por descuido
y falta de auxilio cayese en poder de los soldados de Mahoma y pasase a ser
asiento del imperio del gran turco la que por tantos años había sido la segunda
cabeza del mundo cristiano. Por desgracia los temores de Alfonso V de Aragón se
realizaron, y antes que llegaran socorros de Roma se apoderaron los turcos al
cabo de cincuenta y cuatro días de asedio de la gran Constantinopla (29 de mayo
1453), con muerte del último emperador cristiano Constantino Paleólogo y de
toda la nobleza del imperio griego, ejecutando los enemigos
en la ciudad vencida las más inauditas crueldades y estragos. Así acabó el
imperio cristiano de Oriente, pasando desde entonces Constantinopla a ser la
capital del imperio otomano: gran pérdida para la cristiandad, y afrenta y
deshonra grande para los príncipes cristianos de aquellos tiempos.
Alarmado
el papa Nicolás con la pérdida de Constantinopla y con la soberbia y pujanza
que este triunfo había naturalmente de dar a los infieles, quiso borrar a
fuerza de actividad y de energía la nota de negligencia de que pudiera acusarse
a los soberanos, príncipes y potentados de las naciones cristianas, para poner
a salvo los estados que pudieran verse más en peligro de ser amenazados por tan
terrible enemigo. Proyectó, pues, una confederación general contra el turco, y
como la primera necesidad para tan noble y provechoso intento era la paz entre
los diferentes estados italianos, miserablemente destrozados entre sí y
desgarrados y empobrecidos con tan largas guerras, uno de sus primeros cuidados
fue exhortar al rey don Alfonso de Aragón y de Nápoles a que desistiese de la
guerra de Toscana, y le ayudase a la grande obra de la pacificación universal
de Italia, a cuyo efecto le envió su legado el cardenal de Fermo, para que le
representase que aunque el peligro era común a toda la cristiandad, parecía sin
embargo que el papa, el emperador Federico, el rey de Nápoles y la señoría de
Venecia, tenían por sus circunstancias y por la situación de sus estados más
estrecho deber de coadyuvar a aquel plan. Alfonso, que en ejecución de su
propósito había ido ya la vía de Toscana, contestó al pontífice, que hubiera
sido mucho mejor, más digno y más útil no desamparar a Constantinopla y
socorrerla antes de ser tomada, que tratar de recuperarla después de haberse
apoderado de ella el enemigo; lamentaba que se hubiera dado lugar a aquel
escándalo; exponía las dificultades que ofrecía la empresa, en ocasión que el
turco se hallaba tan envalentonado y fuerte; pero al propio tiempo aplaudía los
buenos deseos del papa, y se prestaba a ayudarlos, protestando que en la guerra
con los florentinos no llevaba intención de sojuzgarlos sino de reducirlos a la
liga, por cuya razón desistiría de ella tan pronto como los de Florencia
dejasen de favorecer al duque de Milán, y contribuiría gustoso a la
pacificación general de Italia.
En
su vista, y habiendo el papa instado a todos los príncipes italianos a que
enviasen sus embajadores a Roma para tratar de la paz universal y convertir las
armas de todos en favor de los estados del imperio griego, los enviados de
Alfonso de Aragón expusieron en nombre del rey que si los florentinos le daban
seguridad de no ayudar a Francisco Sforza era muy contento en admitirlos en la
liga con él y con la señoría de Venecia; y en cuanto al conde Sforza,
contentábase con que dejara a Venecia las tierras de aquella parte del Adela: y
por lo que el rey pretendía contra él se allanaba a que el papa fuese el
árbitro y medianero entre los dos. Con estos precedentes ajustóse al fin la paz
entre el conde Sforza de Milán y la república de Venecia (marzo, 1454), y
aprobada por el rey de Aragón se procedió a publicarla con general satisfacción
y contento. Las cosas fueron marchando con tendencia a una general
reconciliación; y en principio del año siguiente (1455) se acordó y firmó paz y
amistad entre don Alfonso de Aragón y de Nápoles, el duque de Milán y la
república de Florencia, confirmándose la que se había hecho entre venecianos y
milaneses, aprobándose igualmente una liga que se había concertado entre
Venecia, Florencia y Milán, quedando reservado al duque y república de Génova
que pudiese entrar en la general confederación. El pontífice aceptó y confirmó
la liga para emplear las fuerzas comunes de todos aquellos príncipes y naciones
en la guerra contra turcos e infieles.
Poco
tiempo sobrevivió el papa Nicolás V. a la grande obra de la pacificación
general de Italia, puesto que a los dos meses falleció con el deseo de ver
convertidas todas las fuerzas de la cristiandad contra los turcos. Ocupó
entonces la silla apostólica (8 de abril de 1455) el español Alfonso de Borja,
cardenal de Valencia, descendiente de una pobre familia de Játiva, pero varón muy
letrado en los derechos civil y canónico, aunque de carácter altivo y
presuntuoso, y de elevados pensamientos, el cual tomó el nombre pontifical de
Calixto III. Con mucha alegría recibió el rey don Alfonso la
nueva de la elevación al sumo pontificado de un natural de sus reinos, hechura
suya además, y que le debía la púrpura cardenalicia, y así fue que le envió la
embajada más solemne que jamás se había visto para felicitarle por su
ensalzamiento y darle la obediencia de sus reinos como a pontífice
canónicamente elegido, suplicándole además que concluyese el proceso de la
canonización del gran taumaturgo valenciano fray Vicente Ferrer, cuya instancia
tenía hecha con el papa Nicolás y por su enfermedad no se pudo concluir. Mas no pasaron muchos días sin que el rey de Aragón experimentara cuán
desfavorables disposiciones abrigaba respecto a su persona el nuevo papa su
compatricio, por cuya elevación había hecho tan solemnes demostraciones de
gozo. Además de algunas desavenencias promovidas entre ellos por razón de tal
cual señorío de Italia, quejábase el papa al rey de que habiéndole enviado la
bula de la cruzada para la expedición contra los turcos, no había producido
ningún resultado y excitábale a ella como a principal ejecutor y caudillo.
Contestóle el rey con mucha entereza, que aunque estimaba en mucho el don de Su
Santidad, creía que para una expedición como aquella se necesitaba algo más que
una bula; que si había diferido su empresa, era porque pensaba que otros
príncipes de Europa más poderosos que él y no menos obligados habrían abrazado
aquella causa; pero que viéndolos tan descuidados, y puesto que Su Beatitud le
requería a él sólo con tanta instancia, sabría hacer su deber como príncipe
católico. Comenzó pues el rey de Aragón a hacer sus aprestos de campaña, a
aparejar naves y juntar ejércitos, además de muchas compañías que ya había
enviado a Albania, y congregando su consejo en Nápoles declaró su voluntad con
el siguiente notable razonamiento:
«Yo
hablé con vosotros los días pasados sobre lo de la empresa de los turcos, y por
ser cosa tan grande he esperado cómo se moverían otros, y he diferido el
determinarme en ello. Ya veis que los reyes y príncipes cristianos, mirándonos
unos a otros, dormimos; y así el ánimo y osadía del enemigo siempre se aumenta
y crece, para ofender a la religión cristiana. Yo considero haber recibido
grandísima gracia de Nuestro Señor sin merecimientos míos, y reconozco que hay
en el mundo otros reyes y príncipes, que por saber y poder son más dispuestos
que yo para emprender y llevar tanta carga; mas visto que por todos se mira y
ninguno se apareja ni dispone, queriendo satisfacer a infinitas mercedes que de
Nuestro Señor he recibido, no cuanto se debe mas cuanto yo abasto, por su
servicio y de la iglesia estoy dispuesto y deliberado poner mi persona y
estados en defensa de la cristiandad y en ofensa del turco. De aquí adelante ya
tengo la mayor parte de mi vida pasada, por tener sesenta años o muy cerca de ellos,
y hasta aquí toda la he despendido en servicio del mundo, y paréceme cosa
razonable distribuir en servicio de Dios lo que me resta. Cuando yo tomé la
empresa de este reino, lo hice movido de la justicia que en él tenía, y por
conquistar lo que derechamente me pertenecía; lo cual después de muchos
trabajos y gastos Nuestro Señor lo ha traído al fin por mi deseado, según que
veis. Si lo que a mí tan solamente tocaba lo ha enderezado tan prósperamente,
¿qué tengo de esperar de aquello que a él principalmente toca, y por quien yo
lo delibero emprender? En esto yo no pongo cosa ninguna mía. La persona y vida,
y los estados y bienes de él lo tengo. Ofrézcoselo, que suyo es, y ríndole lo
que dél he, y por él lo poseo. Tengo firme y segura esperanza que mi propósito
y empresa traerá a bienaventurado fin. Aun me acuerdo que en nuestros días, en
gran deservicio de Dios y en ofensa de la fe católica, un rey ha sido preso y
hecho tributario a infieles, y otro murió en batalla y le fue cortada la
cabeza; y últimamente ha sido muerto el emperador, y se ha perdido la ciudad y
imperio de Constantinopla, que era a nosotros una talanquera, y han venido a
poder de infieles tantas iglesias y reliquias y cosas sagradas indignamente y
sin alguna reverencia, que son cosas que a mi mucho me inducen a seguir esta
empresa: y si a vosotros parece lo contrario, estaré a lo que me aconsejaredes.» Oído
este discurso, todo el consejo, sin discrepar un sólo individuo, le aplaudió
alabando su santo y animoso propósito, y todos ofrecieron sus personas, vidas y
bienes al servicio del rey para la prosecución de tan cristiana empresa.
A
pesar de esto ni el papa Calixto se mostró nunca propicio al rey de Aragón, ni
éste realizó su empresa contra los turcos. Por el contrario, habiendo don
Alfonso determinado visitar sus reinos de España (1456), así por satisfacer el
deseo general de sus súbditos y pagarles esta deuda, como por ver de concordar
al rey de Navarra con el príncipe de Viana su hijo, despachó a Roma al conde de
Concentaina para que secretamente comunicase al papa el pensamiento de su
venida, puesto que en Italia habían cesado las guerras y había paz universal.
Mas como al propio tiempo llevase encargo de rogarle de parte del, rey que para
mayor seguridad se dignara otorgarle de nuevo las bulas de investidura del
reino de Nápoles y de los vicariatos de Benevento y Terracina para sí y para el
duque de Calabria su hijo, y como el papa diese tales excusas que el conde
entendiera que las negaba casi abiertamente, por estrechar al pontífice se
propasó a hacerle fuertes reconvenciones y a decirle cosas muy duras. Recordóle
los beneficios y favores que había recibido del rey de Aragón; le echó en cara
haber creado cardenales en un sólo día a dos sobrinos suyos, cosa hasta
entonces no vista en ningún papa, tuvo la audacia de decirle que se acordase de
su nacimiento y del lugar de Canales, donde aprendió a leer y cantó la primera
epístola en la iglesia de San Antonio, con otras expresiones no menos agrias y
ofensivas a la dignidad pontifical, a las cuales contestó el papa también muy
duramente, y despidió al conde echándole su apostólica maldición. Viendo el rey
don Alfonso la negativa del papa, que comprendió era dirigida a no confirmar al
duque de Calabria su hijo en la sucesión del reino, y considerando el carácter
duro del papa a pesar de su edad octogenaria, procuré tener de su parte al rey
de Castilla (que lo era ya a este tiempo Enrique IV) para el caso en que
resolviese apartarse de la obediencia del pontífice Calixto.
Hízose
pues un pacto de concordia y amistad entro los reyes de Castilla y de Aragón
por medio del marqués de Villena y de Ferrer de Lanuza, por el que se ofrecían
y juraban darse mutuo favor y ayuda contra todos sus enemigos. Había prometido
también el marqués de Villena, entre otras cosas, que cuando el rey de Aragón
quitase la obediencia al papa, baria lo mismo el rey de Castilla, y que si el pontífice
Calixto muriese, ambos reconocerían al que fuese nuevamente ensalzado a la
silla pontificia. Mas el monarca castellano contestó después, que en lo tocante
a la obediencia mirase bien lo que se debía al pontífice y lo que a ellos como
a príncipes cristianos les correspondía nacer, y que considerase también que se
trataba de un papa español y natural del reino de Valencia. Con esta
contestación limitóse el aragonés a procurar desviar al pontífice del propósito
que tenía, que era de no dar lugar a la sucesión del duque de Calabria.
Ocuparon
al rey don Alfonso en sus últimos años las diferencias entre el rey de Navarra
y el príncipe su hijo, de que daremos cuenta en su lugar, y que se
comprometieron en sus manos (1457). Pero ni efectuó el viaje que tenía proyectado
a España, ni realizó la expedición que había preparado contra los turcos, y lo
que hizo fue emplear una gran flota contra la república de Génova, a fin de
poner en ella gobernadores de su devoción y parcialidad, y a intento de que el
rey de Francia no se apoderase de aquella señoría (1458).
Proseguíase
con gran furia la guerra de Génova, cuando se cumplió el plazo señalado por la
providencia al reinado y a los días de Alfonso V de Aragón. Una enfermedad de
poco más de dos semanas acabó con su existencia en el castillo del Ovo de
Nápoles (27 de junio, 1458), a los sesenta y cuatro años de edad, y a los
cuarenta y dos de un reinado activo y laborioso. En su testamento nombró por
sucesor en el reino de Nápoles a su hijo Fernando duque de Calabria, dejando
los reinos de la corona de Aragón a su hermano el rey don Juan de Navarra y a
sus descendientes, conforme al testamento del rey don Fernando su padre. Y fue
muy de notar que en aquel documento no hiciese mención alguna de la reina de
Aragón doña María su esposa, siendo como era tan excelente princesa, de tan
señalada honestidad y tan estimada por sus virtudes, lo cual hace verosímil la
especie que arriba apuntamos y que algunos afirman de haber pensado repudiarla
por casarse con aquella Lucrecia de Alañó, a quien había entregado su voluntad.
Dejó también ordenado en su testamento que se distribuyesen sesenta mil ducados
en la armada que había de ir contra el turco, y que su cuerpo fuese trasportado
lo más brevemente posible al monasterio de Poblet en Cataluña, encargando le
enterrasen a la entrada de la iglesia en la tierra desnuda, para que fuese
ejemplo de humildad.
No
pueden negarse a Alfonso V de Aragón grandes cualidades como príncipe y como
guerrero: esforzado, enérgico e infatigable en las guerras; prudente, magnánimo
y justo en el gobierno, menos severo que clemente, y casi siempre benéfico y
liberal, no extrañamos que el cronista de Aragón diga con cierta especie de
entusiasmo, a despecho de algunos escritores italianos que han intentado zaherirle:
«que fue el más esclarecido príncipe y más excelente que hubo en Italia desde
los tiempos de Carlomagno.» Si a algunos pudo
parecer ambicioso por su afán de conquistar a Nápoles, a cuya corona se creyó
con más derecho que otro alguno, debió dejar de parecerlo cuando renunció la
herencia de Milán con que se le convidaba, y declaró no ser su intención
sojuzgar otros estados italianos.
El
defecto que hallamos al largo reinado de Alfonso V es haber sido todo
extranjero. Enamorado de la bella Italia, donde pasó toda la segunda mitad de
su vida, Alfonso desde que conquista a Nápoles, reina más en Italia que en
Aragón. Es un monarca que extiende a extraños países las glorias aragonesas,
que se hace como el centro y el eje de toda la política de Europa, y que abre y
desembaraza un nuevo campo de gloria a los reyes de España sus sucesores; pero
estas glorias exteriores ejercen sobre Aragón una influencia más brillante que
provechosa, más funesta que útil.
Creemos
también que con la presencia de Alfonso en Aragón hubieran podido tener
solución más favorable y pronta las largas y reñidísimas contiendas que allí se
debatían entre los reyes y príncipes de Navarra y de Castilla, y que debieron
ser para él preferibles a las cuestiones de Génova, de Milán, de Venecia, de
Florencia y de Turquía. En otra parte le juzgaremos más detenidamente.
JUAN II EL GRANDE EN NAVARRA Y ARAGÓN.
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