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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

 

 

CAPÍTULO XXVIII.

ALFONSO V, EL MAGNÁNIMO, EN ARAGÓN.

De 1416 a 1458.

 

Alfonso V (Juan de Juanes, 1557)

 

Los sucesos de Aragón en este tiempo continuaban formando por su importancia y su grandeza exterior verdadero contraste con las rencillas y miserias interiores de Castilla; y mientras aquí un príncipe de la dinastía de Trastámara, instrumento dócil de un soberbio favorito y juguete de las maquinaciones de orgullosos magnates, conservaba con trabajo el nombre de rey y una sombra de autoridad, allá otro príncipe de la dinastía de Trastámara, su inmediato deudo, sabio, magnánimo, liberal y esforzado, ensanchaba los límites de la monarquía aragonesa, le agregaba nuevos reinos, y ganaba en apartadas regiones gloria para sí y para su pueblo con sus proezas como guerrero y con su sabiduría como monarca.

Apenas falleció el honrado Fernando I de Aragón, fue aclamado rey de Aragón, de Valencia, de Mallorca, de Sicilia y de Cerdeña y conde de Barcelona su, hijo primogénito con el nombre de Alfonso V (2 de abril, 1416). El primer cuidado del nuevo monarca aragonés fue retirar de Sicilia a su hermano el infante don Juan, que se hallaba de gobernador general de aquel reino: porque recelaba harto fundadamente que los sicilianos, en su deseo manifiesto de independencia, quisieran alzarle por rey, como en efecto lo intentaban. Delicado era el asunto, atendida la disposición de aquellos naturales, y el carácter del infante don Juan. Pero manejóse en él con tal destreza el joven soberano (que contaba entonces veinte y dos años de edad), e hizo el llamamiento con tan hábil política, que el infante, contra lo que todos esperaban, obedeció inmediatamente al primer requerimiento de su hermano, y se vino a España a hacerle homenaje, quedando de virreyes en Sicilia don Domingo Rain, obispo de Lérida, y don Antonio de Cardona.

Era la ocasión en que se trataba de resolver definitivamente la gran cuestión del cisma de la iglesia; y Alfonso, que en vida de su padre era el que había manejado las negociaciones sobre este gravísimo negocio con el gran Segismundo rey de romanos, se apresuró a enviar sus embajadores y prelados al concilio general de Constanza. Todavía no faltó quien intentara persuadirle a que restituyera la obediencia al obstinado Pedro de Luna, que continuaba en su castillo de Peñíscola titulándose pontífice y protestando contra lo que se determinara en el concilio, pero el rey desechó resueltamente toda proposición y consejo que tendiera a prolongar la ansiedad en que estaba el mundo cristiano. Al fin el concilio de Constanza, compuesto de prelados de todas las naciones y de representantes de todos los príncipes, perdida toda esperanza de renuncia por parte del antipapa aragonés, pronunció solemne y definitiva sentencia declarándole cismático, pertinaz y hereje, indigno de todo título, grado y dignidad pontifical (julio, 1417). Tratóse luego de proceder a la elección de la persona que había de ser reconocida en toda la cristiandad por verdadero y único pontífice y pastor universal de los fieles, y después de muchos debates y altercados sobre preferencias de asiento y otras preeminencias entre los embajadores de Aragón, de Castilla, de Inglaterra y otras naciones, y de no pocas disputas entre príncipes y prelados sobre la forma en que la elección había de hacerse, avenidos al fin, y nombrados los electores, se procedió a la elección de pontífice, resultando electo después de algunos escrutinios el cardenal de Colonna, que tomó el nombré pontifical de Martín V (17 de noviembre, 1417).

Con gran júbilo se recibió y celebró en toda la cristiandad la nueva de la proclamación de un verdadero y solo vicario de Jesucristo, con lo cual parecía de todo punto terminado el cisma y acabada la funesta división que por cerca de medio siglo había traído turbadas las conciencias y alteradas y conmovidas las naciones cristianas. Pero faltaba todavía reducir al encastillado en Peñíscola, que se creía más legítimo papa que el nombrado por el concilio. El rey don Alfonso de Aragón fue el encargado de notificarle la sentencia del sínodo, y de persuadirle de la inmensa utilidad que de su renuncia resultaría a toda la iglesia, así como de su necesidad, en el caso extremo a que habían llegado ya las cosas. Mas no bastó a ablandar el duro carácter de don Pedro de Luna, hombre por otra parte de gran doctrina y erudición, que alegando con razones no destituidas de fundamento haber sido su elección más legítima que la de otro pontífice alguno, protestando contra las decisiones del concilio, y fundando su nulidad, entre otras causas, en no haber concurrido a él ni la mayoría, ni tal vez la tercera parte de los prelados de la cristiandad, que eran más de ochocientos, se mantenía inflexible desafiando a todos los poderes de la tierra (1418). A instancias del cardenal de Pisa, que vino a Zaragoza como legado del nuevo pontífice para tratar de la reducción del antipapa Benito, ofreció a éste el rey don Alfonso que si consentía en la renuncia sería admitido en el gremio de la iglesia, residiría donde quisiese, y se le dejarían los bienes y rentas apostólicas, con más cincuenta mil florines del cuño de Aragón anuales, conservándose sus beneficios a todos los que con él residían en Peñíscola. Tan infructuosos fueron los ofrecimientos para el inalterable don Pedro de Luna como lo habían sido las amenazas y las persuasiones. Diremos por último, para acabar con la historia de este hombre singular, que habiéndole faltado, o por muerte o por defección, todos los cardenales de su parcialidad, todavía creó otros dos, con cuyo diminuto colegio continuó llamándose papa Benito XIII hasta que falleció en 23 de mayo de 1423 en su castillo de Peñíscola, a la edad de casi noventa años, a los veinte y nueve de su elección, y a los ocho de su encierro en aquella fortaleza, dejando al mundo un ejemplo tan admirable como funesto y triste para la iglesia del mayor grado de obstinación, de dureza y de inflexibilidad de carácter, a que haya podido llegar hombre alguno. Y todavía a su imitación sus dos cardenales tuvieron la inaudita temeridad de alzar por pontífice a un canónigo de Barcelona, nombrado Gil Sánchez Muñoz, que tomó el título de Clemente VIII, y el cual a su vez creó también un simulacro de colegio de cardenales, a quienes nadie reconoció ya: pero estos hechos no favorecieron nada a la reputación y fama del rey de Aragón que los consentía.

Habiendo procedido el rey a ordenar y proveer los oficios de su casa, tomaron de ello ocasión los altivos catalanes para querer resucitar uno de los abolidos privilegios de Alfonso III, y congregándose en parlamento en Molins de Rey, despacharon comisionados a Valencia, donde el monarca se hallaba, para que juntos con los de Valencia y Zaragoza le expusieran la doble pretensión de que no confiriese oficios ni empleos sin consentimiento y aprobación de las cortes, y de que despidiese los castellanos que tenía en su casa. Al segundo extremo contestó el rey con dignidad, que los tres o cuatro oficiales castellanos que a su lado tenía eran antiguos servidores del rey su padre, y que sería un acto escandaloso de ingratitud, despedirlos sin motivo: y en cuanto a lo primero, que ordenaría su casa con buen consejo, pero no ciertamente al arbitrio de ellos y a su capricho y voluntad. Los comisionados insistieron, las contestaciones tomaron alguna acritud, y sólo a fuerza de carácter y de energía se descartó de aquellas ilegales e injustas pretensiones. Desde entonces procuró desembarazarse de tales impertinencias buscando un campo más vasto y más glorioso a su genio ambicioso y emprendedor. Así, celebradas las bodas de su hermana doña María con el rey don Juan II de Castilla, y las de su hermano el infante don Juan (el desechado por Juana de Nápoles) con doña Blanca de Navarra, viuda de don Martín de Sicilia (1419), dirigió sus miradas a la isla de Cerdeña, y aparejó una armada para pasar a ella en persona.

Un tanto desasosegadas otra vez las posesiones de Cerdeña, de Córcega y de Sicilia, el apaciguarlas del todo y completar la obra de su padre, era empresa digna del ánimo levantado de Alfonso V, y podía ser ocasión y principio de otras mayores. Así, mientras sus hermanos los infantes don Juan, don Enrique y don Pedro inquietaban la Castilla y movían los disturbios y alteraciones que dejamos referidos, don Alfonso con más nobles aspiraciones preparaba su expedición, armaba y abastecía sus naves, juntaba sus gentes, y dejando encomendado el gobierno del reino a su esposa la discreta y prudente doña María con su consejo de prelados, caballeros y letrados de juicio y autoridad, se proponía alejar del país, llevándolos consigo para emplearlos y distraerlos en las cosas de la guerra, aquellos magnates más dados a bullicios y novedades y a acaudillar banderías. Dio motivo a que se demorase algún tiempo su embarcación un incidente grave, propio de la singular constitución aragonesa, y fue el siguiente.

Era Justicia mayor del reino, y lo había sido mucho tiempo hacía, Juan Jiménez Cerdán, varón muy notable y de grandes prendas, muy relacionado y muy influyente en el reino. Este supremo magistrado, siguiendo la costumbre de otros, había hecho cierto pacto con el rey de renunciar su dignidad siempre que a ello le requiriese. Deseaba don Alfonso dejar a su partida provisto aquel cargo en Berenguer de Bardají, el hombre más eminente de su tiempo, y en quien más confianza tenía. En su virtud requirió a Jiménez Cerdán que renunciase su oficio, más como éste rehusase cumplir lo pactado, el rey determinó proceder contra él hasta declararle público perjuro, pregonándole privado de su empleo y mandando que nadie obedeciese sus provisiones (marzo, 1420). El destituido Justicia hizo su reclamación de agravio, y le fue otorgada su «firma de derecho» para ser oído y amparado en su posesión. A pesar de este recurso, la reina, como lugarteniente general del reino, confirmó la destitución, la mandó publicar a pregón y notificar a todos los tribunales. Tan violenta y desusada medida, empleada con un funcionario que las leyes y las costumbres aragonesas consideraban como la principal defensa y amparo de sus privilegios y libertades, produjo general escándalo y grave disgusto y turbación en el reino, y hubiera dado ocasión a más serias demostraciones sin la abnegación loable de Cerdán, que al fin hizo su renuncia en manos de la reina, quedando reconocido como Justicia Berenguer de Bardají. Movidas no obstante por el ejemplo de este caso las cortes de Alcañiz, y a fin de que no se repitiese, decretaron más adelante que el oficio del Justicia no pudiera ser relevado a voluntad del rey, aún de consentimiento del que le obtuviese.

Emprendió al fin el rey don Alfonso su expedición (7 de mayo, 1420) con veinte y cuatro galeras y seis galeotas; y arribando a Mallorca, y tomando allí cuatro galeras venecianas, juntamente con otras naves de Cataluña que le iban alcanzando, navegó la vía de Cerdeña, y tomó tierra en Alguer, donde estaba el conde don Artal de Luna combatiendo a los rebeldes. La presencia del rey en la isla desconcertó a los que andaban alzados; las ciudades de Terranova, Longosardo, la misma Sacer que tanto tiempo se había mantenido en rebelión, se fueron reduciendo a la obediencia de Alfonso. El hijo del vizconde de Narbona que pretendía resucitar los derechos de su casa al estado de Arborea, se allanó a recibir los cien mil florines que habían sido contratados con su padre, y con esto el joven Alfonso V de Aragón tuvo la fortuna y la gloria de asegurar la posesión de Cerdeña, que tantos tesoros y tanta sangre había costado a sus predecesores.

Sometidos los rebeldes de Cerdeña, pasó Alfonso con su armada a Córcega, en cuya isla, o al menos en gran parte de ella dominaban los genoveses, perpetuos rivales y enemigos de Cataluña en los mares de Levante. La plaza de Calvi, cercada por mar y tierra por las fuerzas de Aragón, no tardó en rendirse al rey Alfonso. Menos afortunados los aragoneses en el sitio y ataque de Bonifacio, cuando ya habían ganado algunos fuertes y estaban a punto de obtener la sumisión de la plaza, recibieron los sitiados un refuerzo de ocho galeras genovesas, y después de un combate naval en que los del castillo hicieron gran daño en las naves de Aragón, determinó el rey alzar su campo en lo más áspero del invierno (1421).

Hallándose Alfonso V en estas empresas, ofrecióse a sus ojos otra más risueña perspectiva, que le hizo divisar en lontananza la posibilidad nada menos que de ceñir sus sienes con la corona de Nápoles. Este bello reino, como casi toda Italia, andaba tiempo hacía miserablemente revuelto y turbado, y hallábase, así interior como exteriormente, en un estado deplorable de agitación y de desorden. La reina Juana II después de haber retirado la mano de esposa que había ofrecido al infante don Juan de Aragón para dársela al francés Jacobo de la Marca, había hecho encerrar en una prisión a su esposo, que como esforzado príncipe no quiso limitarse a ser marido de la reina, sino que comenzó a obrar como rey y a apoderarse de las plazas y a guarnecerlas de franceses. Libre la reina Juana del freno de su marido, entregóse a rienda suelta a sus desenvueltas e impúdicas pasiones, y atrevidos aventureros se disputaban con las armas los favores y el poder de una reina indigna de este nombre. Todos los escritores de aquel tiempo, así españoles como italianos, pintan con los colores más fuertes la licencia y desenvoltura de esta reina desventurada. Dos de aquellos rivales aspirantes a su lecho y su poder, eran el capitán Sforza y el gran senescal Caraccioli; pero Sforza, cansado de la veleidad y de las infidelidades de la reina, abandonó su causa y se adhirió a la de Luis III de Anjou, pretendiente a aquella corona y que se titulaba también rey de Nápoles, luchando contra la mala fortuna de su raza en Nápoles y Sicilia. El de Anjou con el apoyo del papa y con una flota que negoció en Génova y en Florencia pasó a cercar a Nápoles, mientras Sforza la sitiaba por tierra. Estrechado el cerco de Nápoles y puesta en gran conflicto la reina, el senescal Caraccioli la aconsejó que invocase el auxilio del rey de Aragón, el más natural enemigo de la casa de Anjou, y el príncipe más poderoso y que estaba más en aptitud de sacarla de aquella situación angustiosa. En su virtud fue enviado al rey Alfonso el caballero Antonio Caraffa, solicitando su amparo y protección, como esforzado y generoso que era, y ofreciéndole desde luego la posesión del ducado de Calabria, y la sucesión al trono de Nápoles, como si fuera legítimo hijo y heredero de la reina. La oferta era demasiado halagüeña para desechada por un príncipe joven y ansioso de gloria: sin embargo, sometido por Alfonso el asunto al consejo, los más fueron de parecer de que no debía comprometerse a amparar una reina versátil e inconstante, de tan liviana conducta, que había preso a su propio marido, siendo además desafecto el pontífice a la casa de Aragón, y estando tan desencadenados los partidos en aquel reino. Por otra parte el rey Luis le pedía también su ayuda, o que por lo menos no auxiliase a sus contrarios: pero el monarca aragonés, atendiendo a que su primo el de Anjou era quien daba favor a los genoveses sus enemigos, se decidió, aún contra el dictamen de los del consejo, a proteger a la reina Juana, bajo el pacto que ésta hizo de adoptarle por hijo y entregarle desde luego los castillos y el ducado de Calabria.

Pasó pues la armada aragonesa a las aguas de Nápoles: a su aproximación Sforza y el rey Luis levantaron el cerco: la reina, fiel por esta vez a su palabra, entregó a los aragoneses y catalanes los castillos que dominaban el puerto y la ciudad, ratificó la adopción de Alfonso, de acuerdo con los grandes de su reino, mandando que fuese obedecido y acatado como si fuese su hijo legítimo y heredero del trono, y aquel pueblo inconstante saludó con gritos de júbilo al monarca aragonés, si bien no faltaba quien viese con asombro las extrañas mudanzas de aquella reina, que en el espacio de cinco años había prometido casarse con el infante don Juan de Aragón, que le repudió por dar su mano al conde de la Marca, que persiguió, prendió y desterró a su marido, y que ahora adoptaba por hijo al rey de Aragón, hermano del infante don Juan a quien burló en lo del matrimonio.

La fortuna en los combates favorecía al monarca aragonés no menos que su valor y su política. Sus naves lograron una señalada victoria sobre las genovesas, y Génova determinó darse al duque de Milán. El mismo Alfonso tuvo cercado en la Cerra al de Anjou, y aunque Sforza acudió a protegerle, era tal el temor que infundía ya en Italia el poder del aragonés, que el mismo papa Martín V, con no serle nada afecto, se apresuró a interponer su mediación, y no sin trabajo pudo alcanzar que se estipulase una tregua entre los dos príncipes. Hizo más aquel pontífice, que fue confirmar por bula apostólica la adopción de la reina Juana y el derecho de sucesión de Alfonso a aquel reino (1422). Con esto muchos barones italianos, descontentos y celosos del gran poder del aragonés, se iban adhiriendo a su partido, y más cuando le vieron apoderado de toda la Tierra de Labor. Eran no obstante muchos los enemigos que Alfonso tenía en Italia, los unos por adhesión al de Anjou, los otros por temor de que llegase a reunir las dos coronas de Nápoles y Sicilia, y a dominar en toda la península italiana. Uno de estos y de los más poderosos era el duque de Milán Felipe María Visconti, señor ya de Génova, a quien el pontífice, a pesar de su bula de reconocimiento, miraba con más afición que al aragonés. El gran senescal, privado de la reina, era también secretamente su enemigo; y como a la misma reina la empezase a disgustar que el que había llamado y adoptado por hijo lo gobernase todo en el reino, tan ligera y fácil en aborrecer como en amar, tomó pronto aversión, no sólo al rey don Alfonso, sino a todo lo que fuese español. Con éstas disposiciones, propias de su mudable carácter, fácil le fue al senescal su favorito fomentar este desacuerdo, hasta el punto de persuadirla que el rey intentaba traerla a Cataluña. Con esto la reina escribió a todos los príncipes de Italia, y a los mismos angevinos sus enemigos, publicando que el rey no la trataba ni como reina ni como madre, y que la tenía cautiva en su propio reino.

Tan adelante fueron las desavenencias, y tal era ya la desconfianza y las sospechas que uno de otro tenían, que el rey y la reina vivían cada cual en un castillo, y aunque algunas veces se visitaban, no lo hacían sino con muchas precauciones. El senescal se había confederado secretamente con Sforza, y entre ellos y otros que entraban en la conspiración se trataba de sorprender al rey de Aragón, y de prenderle o matarle. No era esto tan secreto que no llegase a noticia de don Alfonso, y como el senescal acostumbrase a hacerle algunas visitas con salvoconducto que de él había obtenido, un día le hizo el rey detener y asegurar en su propio palacio, y montando seguidamente a caballo (25 de mayo, 1423), se dirigió al castillo de Capuana, donde se hallaba la reina, con ánimo de prenderla también. Pero apercibida oportunamente, le cerró las puertas, y los ballesteros que con ella estaban hirieron al caballo del rey Alfonso y a varios caballeros de su compañía y los obligaron a retirarse. La reina entonces llamó en su auxilio a Sforza, al mismo contra quien antes había invocado al rey de Aragón: ¡tanta era la mudanza de su ánimo! Sforza no vaciló en acudir a la defensa de la reina con la esperanza de tener todo el reino a su mano; su gente era poca y mal vestida; mejor equipados y más en número eran los españoles; pero menos prácticos y conocedores del terreno y de las calles y revueltas de la ciudad: el apellido o consigna de Sforza a los suyos fue: herid a los bien vestidos y bien montados. Diose pues al combate entre angevinos y aragoneses, con tal intrepidez y destreza por parte de aquellos, que los nuestros se vieron envueltos y derrotados, con pérdida de más de doscientos hombres de armas, y quedando prisioneros los principales señores aragoneses y catalanes. Apoderóse Sforza de la ciudad, y los nuestros tuvieron que encerrarse en los castillos Nuevo y dell'Ovo.

Critica era la situación de Alfonso de Aragón; reducido estaba a dos castillos de Nápoles sin bastimentos el que pocos días antes disponía de todo el reino siciliano. Por fortuna suya arribó oportunísima y felizmente al puerto de Nápoles una flota catalana de treinta fustas, que era la que se decía iba a buscar la reina Juana para traerla a Cataluña. Con tan poderoso refuerzo cambió tanto la situación de las cosas, que determinó el rey don Alfonso combatir la ciudad desde los castillos, desde las galeras, por tierra y por mar, y entrarla por todas partes a sangre y fuego. Así se hizo; combatióse furiosa y sangrientamente en las calles de Nápoles: los barrios de que se iban apoderando los españoles eran saqueados e incendiados: Sforza peleaba heroicamente y se batió por largo espacio a pie después de haberle muerto cuatro caballos: la ciudad ardía por diversos puntos: arrollados los angevinos después de una lucha horrible de dos días, se retiraron, no sin que Sforza lograse sacar a la reina del Castillo de Capuana y ponerla en salvo llevándola a Nola, obrando en todo con un valor y una celeridad increíbles. Quedó otra vez Alfonso de Aragón dueño de Nápoles (junio, 1423).

La versátil reina Juana revocó entonces por público instrumento la adopción de Alfonso con todos los derechos que le había otorgado, llamándole infiel, ingratísimo y cruelísimo, y trasfirió la adopción al que había sido siempre su competidor y enemigo, a Luis de Anjou. Reunidas con esto las fuerzas de Luis y de Sforza, y haciendo alianza con el duque de Milán y señor de Génova, determinaron tomar la ofensiva. Conociendo Alfonso la dificultad de resistir al poder de los confederados, aunque entretanto había tomado por combate la fuerte ciudad y castillo de Ischia, resolvió reembarcarse para sus reinos de España, dejando la defensa de Nápoles y la lugartenencia de aquel reino al infante don Pedro su hermano.

Salió, pues, de Nápoles el rey don Alfonso, y a mediados de octubre (1423) se dio a la vela en Gaeta con diez y ocho galeras y doce naves. Pero antes de regresar a Cataluña quiso acometer una grande empresa, que en parte le indemnizara de sus contratiempos de Nápoles. La rica, fuerte y populosa ciudad de Marsella pertenecía a su enemigo Luis de Anjou, y Alfonso se propuso o conquistarla o destruirla. La embistió, pues, y atacó resueltamente; defendía la entrada del puerto una gruesa y fuerte cadena: por consejo del intrépido Juan de Corbera se determinó romperla en medio de las tinieblas de la noche; al empuje de las galeras no pudieron resistir los gruesos y duros eslabones, y rota la cadena y penetrando la armada por el puerto adelante saltaron los aragoneses al muelle. Acudieron allí los marselleses en gran número, pero rechazados y arrollados por los intrépidos marinos catalanes y por los briosos soldados de Aragón, fueronse retirando de calle en calle. Llovían sobre los españoles piedras y proyectiles arrojados desde las torres y las casas; vengábanse con incendiarlas nuestros soldados, y comunicando el viento, que soplaba reciamente, las llamas de unas a otras calles, presentaba la ciudad en aquella noche horrorosa un espectáculo lastimoso y horrible. Las mujeres se refugiaron en los templos, pero el rey mandó que fuesen respetadas y protegidas: dos soldados de los que andaban a saco descubrieron en una casa las reliquias de San Luis, obispo de Tolosa, que se veneraba con gran devoción en todo el Mediodía de la Francia, y el rey ordenó que con toda reverencia fuese llevada y depositada en su galera tan preciosa joya (9 de noviembre). Abandonó la ciudad así destruida sin querer dejar en ella guarnición, y embarcándose la gente arribó la armada victoriosa a Cataluña en la cruda estación de diciembre. Seguidamente pasó el rey a Valencia, en cuya iglesia mayor se depositó la sagrada reliquia, testimonio de la piedad y recuerdo glorioso del valor bélico de Alfonso V de Aragón.

Escasas eran las fuerzas y menguados los recursos que habían quedado al infante don Pedro de Aragón para defender la ciudad y reino de Nápoles en ausencia de su hermano contra tantos enemigos, creciendo las dificultades con haber entrado en la confederación el papa Martín V. Componíase ya ésta de la reina Juana, del rey Luis de Anjou, de Sforza, del duque de Milán con la señoría de Génova, y del pontífice. Propúsose esta gran liga acabar de lanzar de Nápoles toda la gente de Aragón, de modo que se hiciese imposible la repetición de la conquista para lo sucesivo. Reunidas las fuerzas navales de los aliados, trataron primero de recobrar a Gaeta, y a pesar de la desgracia que sucedió al valeroso Sforza, que murió ahogado en el río de Pescara por querer socorrer a un hombre de armas a quien veía ahogarse también, don Antonio de Luna que defendía aquella importante plaza marítima no pudo resistir a la armada genovesa, y Gaeta volvió a poder de la reina Juana y del de Anjou. Rendidas igualmente algunas otras ciudades de Tierra de Labor y de Calabria, cargaron todos sobre Nápoles. Tentado estuvo el infante don Pedro, y casi resuelto a poner fuego a la ciudad por todos sus ángulos para reducirla a pavesas viendo que no le era posible conservarla, y detúvole sólo el no hallar quien aprobara ni quien ejecutara su bárbaro pensamiento. Entraron en ella los confederados, prendieron a cuantos aragoneses y catalanes encontraron desmandados, y sólo quedaron por el infante los castillos Nuevo y del Ovo (1424).

Traían en tanto entretenido y ocupado a su hermano el rey de Aragón las fatales contiendas de los otros infantes hermanos con el rey don Juan II de Castilla, en que el aragonés comenzó a tomar una parte más directa y activa desde su regreso de Nápoles. Acontecieron en este período la prisión y libertad de don Enrique, las rebeliones de los grandes de Castilla, las confederaciones contra don Álvaro de Luna, las disensiones y pleitos entre los príncipes castellanos, aragoneses y navarros, la sucesión del infante don Juan en el reino de Navarra, y todas las demás alteraciones, pactos, negociaciones y guerras entre unos y otros, hasta la tregua de 1430, según en el anterior capítulo  las dejamos apuntadas.

Grande hubiera sido el apuro y estrecho del infante don Pedro en Nápoles sin el oportuno arribo de una armada de Sicilia, con la cual fue don Fadrique de Aragón, conde de Luna (1 425). Unido esto a la circunstancia de haber pedido protección al rey don Alfonso su hermano los genoveses descontentos del señorío del duque de Milán, Felipe María, proporcionó a don Pedro el poder hacer la guerra al milanés en los lugares de la ribera de Génova, donde le tomó diversas plazas. Temeroso el duque de Milán del favor que el aragonés daba a los descontentos genoveses y de perder aquel señorío, trató de confederarse con el rey de Aragón, ofreciendo hacerle un partido ventajoso. Conveníale esto a Alfonso V, porque así se disminuía y quebrantaba el poder del de Anjou y de la confederación napolitana. Después de algunas propuestas y pláticas entre el duque y los embajadores del rey, estipulóse un tratado, en que se facultaba al milanés para levantar gente a su sueldo en los señoríos del de Aragón para combatir a los rebeldes lombardos o genoveses, y él por su parte se obligaba a entregar al aragonés dentro de cierto término los castillos y ciudades de Calvi y Bonifacio y otros cualesquiera que hubiese en la isla de Córcega, para cuya seguridad ponía desde luego en sus manos las ciudades y fortalezas de Portvendres y Lérici en la ribera de Génova, con más seis galeras a su servicio (1426).

Allá en Nápoles continuaba el gran senescal apoderado del ánimo y del corazón de la reina y del gobierno del reino, relegado el de Anjou en su ducado de Calabria, que era lo más distante de la capital, pero haciéndose amar de los calabreses por su comportamiento, mientras el duque de Milán, guerreado y hostigado por los venecianos, procuraba avenirse con los genoveses disidentes a fin de no acabar de perder aquel señorío. Los barones napolitanos, dados a novedades, y desafectos unos al de Anjou y cansados otros o envidiosos de la influencia del senescal, deseaban ya que volviese otra vez el rey de Aragón, y aún le hacían secretas invitaciones. Mas por otro lado dio no poco disgusto al rey la injustificada defección de don Fadrique, conde de Luna, que ya se aliaba con la reina de Nápoles, ya con el rey de Castilla y don Álvaro de Luna, lo cual movió al aragonés a quitar a los castellanos todas las fortalezas y guarniciones que tenían en Sicilia, y produjo que don Fadrique se refugiara en Castilla, donde una nueva intentona contra el monarca castellano le acarreó un fin funesto y no correspondiente a los grandes principios de su vida. Sin embargo, ocupado el rey don Alfonso en los negocios y guerras de Castilla, y en los muchos tratos y negociaciones que producían aquellas enfadosas contiendas, no se apresuraba a emprender una nueva campaña en Nápoles, más sin dejar de pensar en ella, ganaba en política según que crecía en años, y preparaba con calma sus planes para lo sucesivo. Con este propósito, avenido como estaba ya con el duque de Milán, aprovechó la ocasión de hallarse aquí el cardenal de Foix, legado de la Santa Sede, para reconciliarse con el papa Martín V, quitando de este modo al de Anjou sus dos más temibles aliados, estrechó relaciones de amistad con el rey de Inglaterra, dueño entonces de la mitad de la Francia, y procuró confederarse también con Felipe, duque de Borgoña, así por el gran valor de este príncipe como por el deudo que había contraído con el rey de Portugal casándose con su hija la infanta Isabel.

Hecho esto, y pactada una tregua de cinco años con Castilla, vínole ya bien y llególe muy a sazón la excitación que le dirigió el príncipe de Tarento (1430), por sí y a nombre de otros barones napolitanos, para que fuese a proseguir su empresa en aquel reino. No era esto tan extraño como que el gran senescal le hiciera la propia instancia y requerimiento, ofreciéndose a su servicio, y añadiendo que si él quisiese o lo mandase, tan pronto como supiera que partía con su escuadra alzaría banderas por Aragón. Recordábale, para más obligarle, que un día hallándose juntos en la torre maestra de Aversa le había dicho el rey de Aragón que cinco años antes de su primera ida a Nápoles le había pronosticado un astrólogo: «que había de ir allá y que reinaría poco, pero que después volvería y reinaría en tanta prosperidad, que no solamente los grandes que fuesen con él, pero aún sus monteros, y los que tenían cargo de sus sabuesos alcanzarían estados.» La reina misma de Nápoles le instaba a que fuese, y en el propio sentido le escribía igualmente el jefe de la iglesia; de modo que tan extraña unanimidad de parte de los que habían sido sus mayores adversarios parecía más bien un lazo que se le tendía que un ofrecimiento hecho de buena fe. Cuando tan nuevo aspecto presentaban las cosas aconteció la muerte del papa Martín V (febrero, 1431). y la elevación de Eugenio IV, de nación veneciano, a la silla pontificia, con lo cual sufrieron gran mudanza los negocios de Nápoles y de toda Italia. El rey don Alfonso para proceder con más seguridad procuró que se cumpliese lo pactado con el duque de Milán sobre la entrega de las ciudades y castillos de Calvi y Bonifacio, y demás capítulos del concierto, en cuyo supuesto se prestaba a firmar paz y concordia perpetua con el de Milán y con el común de Génova. Asimismo, por interés y tranquilidad suya y de sus hermanos el rey de Navarra y los infantes que andaban por Castilla, procuró hacer confederación con el rey de Portugal, y por concierto que se pactó en Torresnovas quedó asentado que unos y otros se obligaban y comprometían a no dar favor ni ayuda a sus respectivos enemigos.

Tomadas todas estas precauciones y dispuesta ya su armada, decidido el rey a llevar adelante con toda resolución su empresa de Nápoles, pero vacilante y perplejo respecto a la conducta que le convendría adoptar con los barones y los diferentes partidos de aquel reino, en lugar de ir derechamente a Italia, determinó seguir la política de su abuelo Pedro III en su conquista de Sicilia, publicando que iba a hacer la guerra en África al rey de Túnez; y dándose en efecto a la vela en la playa de Barcelona (23 de mayo, 1432) navegó con su armada la vía de Cerdeña con el fin de cruzar desde aquella isla a las costas del reino tunecino. El día de la Asunción arribó la flota aragonesa a la isla de los Gerbes, y desde luego ganó el puente que atraviesa de la tierra firme a la isla. El rey de Túnez, que se hallaba a dos jornadas de aquel punto, escribió a don Alfonso diciendo que sabía su llegada y le rogaba le esperase, pues quería que se viesen cara a cara, y que el huir sería entre ellos cosa vergonzosa. Contestóle el monarca cristiano que le aguardaba gustoso, y que si no acudiese, la vergüenza sería del que no cumpliera su deber. No tardó en presentarse el sarraceno con gran hueste de a caballo y de a pie, y asentando su real junto al puente comenzaron las peleas entre aragoneses y moros. Formalizada la batalla, arremetieron aquellos con tal bravura, que una tras otra fueron ganando y deshaciendo las cinco barreras que habían levantado los moros hasta la tienda del emir. Apenas pudo éste salvarse a todo correr de su caballo: por espacio de tres millas tierra adentro siguieron los cristianos alanceando la morisma fugitiva; muchos perecieron, y quedaron prisioneros no pocos: se cogieron veinte y dos piezas de artillería y la tienda del rey. Redujéronse los moros de la isla a la obediencia de Alfonso de Aragón, y el de Túnez dejó de tiranizar a sus antiguos vasallos de los Gerbes.

Aumentó la noticia de esta empresa la fama y reputación de que ya gozaba el monarca aragonés en Italia, y cuando de África pasó a Sicilia para desde allí deliberar lo que le convendría hacer, halló ya en Siracusa embajadores del papa Eugenio que le esperaban para tratar con él sobre las diferencias que el pontífice traía con el emperador Segismundo, rey de romanos. Pero lo que hizo mudar de repente la faz de las cosas, fue la muerte del gran senescal de Nápoles, el privado de la reina Juana, y el que hasta allí había gobernado a su voluntad el reino. Una pretensión de este célebre favorito había ofendido a la duquesa de Sessa, muy amiga de la reina de Nápoles; y como no era la constancia la virtud de aquella reina, fácilmente se dejó persuadir de que debía sacudir el pesado yugo del senescal, y dio orden para prenderle. Temiendo la duquesa y los que con ella entraban en la conjuración, que si quedaba con vida el senescal podría recobrar otra vez el favor de la voluble reina, tuvieron por más seguro asesinarle, y entrando una noche los conjurados en la cámara del castillo de Capuana en que aquel dormía, acabaron con él a hachazos y a estocadas. Tal fue y tan miserable y desastroso el fin de aquel poderoso valido: la reina sintió que hubieran llevado la venganza a tal extremo, pero los matadores se disculparon con que había intentado defenderse, y no habían podido tomarle vivo. Desde entonces comenzaron otra vez las embajadas y las negociaciones entre la reina de Nápoles y el rey de Aragón, y ofrecíanse al aragonés los príncipes de Tarento y de Salerno y otros barones italianos. Para estar más a la vista de los acontecimientos y poder obrar con más prontitud según lo requiriesen las circunstancias, determinó don Alfonso pasar a la isla de Ischia. Estando allí, revocó la reina Juana de Nápoles la adopción de Luis de Anjou, y ratificó o reprodujo la que antes había hecho del rey de Aragón, pero a condición de que no había de ir al reino sin orden y mandamiento suyo mientras ella viviese (abril, 1433). Esta nueva acta de revocación y confirmación quiso la reina que fuese secreta, para que no se enterasen de ella el de Anjou y sus partidarios, por cuyo medio se proponía tener así engañados y entretenidos a los dos príncipes para poderse valer del uno contra el otro.

Después de muchos tratos entre el rey de Aragón, el pontífice Eugenio, el emperador Segismundo y otros príncipes de Italia, tratos en que a vueltas de grandes ofrecimientos, sin intención ni posibilidad de cumplirlos, se traslucía el designio de instigar al aragonés a empresas que le alejaran de aquellos países, o de valerse de su influjo y poder para sus particulares intereses, vio Alfonso V. formarse contra él una gran liga entre el papa, el emperador, el duque de Milán y las señorías de Venecia y Florencia, los cuales todos, hechas paces entre sí y concordadas sus diferencias, se proponían alejar de Italia al que miraban como extranjero y consideraban como el más temible, a Alfonso V. de Aragón. Este príncipe, prefiriendo dejar pasarla tormenta a luchar contra ella de frente, estipuló con la reina Juana una especie de tregua por diez años, concertando la manera como habían de guardar los castillos y plazas que tenían los españoles en el reino de Nápoles, y se embarcó otra vez, según tenía ya pensado, para Sicilia, desde donde se proponía atender simultáneamente a las cosas de Cerdeña, de Córcega, de Aragón y de Castilla, sin perder de vista los negocios y sucesos de Italia.

Suponía y esperaba Alfonso V que aquella aparente concordia entre los príncipes italianos no habría de ser de larga duración, mediando entre ellos tan encontrados intereses, y causas de escisión tan antiguas y graves; y no se engañó el aragonés en sus cálculos. Rompióse primeramente aquella ficticia armonía en la capital del mundo católico con sucesos y escenas que escandalizaron a toda la cristiandad. Resentidos del comportamiento del papa Eugenio con la familia y parientes de su antecesor el duque de Milán, el príncipe de Salerno Antonio Colonna, el conde Francisco Sforza y otros barones y capitanes italianos, declaráronse públicamente sus enemigos, entraron en Roma, prendieron al cardenal de San Clemente, sobrino del papa, e incomunicaron al pontífice en su propio palacio, del cual pudo después fugarse disfrazado con hábito de fraile de San Francisco, y ganando el puerto de Ostia logró arribar a Pisa y de allí a Florencia. Los que especialmente concurrieron a poner en salvo al pontífice, fueron dos españoles; que siempre en casos tales los de nuestra nación se han distinguido por su lealtad al universal pastor de los fieles: fueron aquellos Juan de Mella, arcediano de Madrid, y un capellán del rey de Castilla, Abad de Alfaro. Noticioso de este caso el rey don Alfonso V. de Aragón que se hallaba en Palermo, olvidando todo motivo de descontento y de queja que del pontífice tuviese, despachó inmediatamente embajadores a Su Santidad (julio 1434) ofreciéndole su persona, las de sus hermanos, y todos sus vasallos y reinos, y que si a cualquiera de estos le pluguiese venir tendría quince o más naves a su disposición en que verificarlo, y le acompañarían sus hermanos, o él mismo si lo prefiriese: hidalgo y generoso ofrecimiento que el pontífice no aceptó, pero que agradeció en todo lo que valía.

Entretanto habiendo enfermado la reina Juana, y con noticia que tuvo el aragonés de que en aquellos momentos, inconstante y voluble siempre, y sin respeto a los últimos pactos y compromisos que con él tenía, trataba de nombrar gobernador y vicario general del reino al duque Luis de Anjou, le envió el rey de Aragón una embajada recordándole las obligaciones que con él había contraído, los servicios que le debía, y que sin grande ofensa de Dios no podía faltar a sus promesas. Pero estaba en aquella sazón la reina demasiado inducida por el partido angevino para que atendiera a tan justas reclamaciones. Por lo tanto el rey apresuró sus preparativos de guerra por tierra y por mar, publicando que todo aquel aparato le hacía para pasar a España con sus hermanos el rey don Juan de Navarra y el infante don Enrique a fin de restablecerlos en la posesión de sus estados de Castilla, pero en realidad se preparaba a combatir al de Anjou, para lo cual se confederó con el príncipe de Tarento con quien aquel estaba en guerra. Al poco tiempo ocurrieron novedades que influyeron poderosamente y dieron nueva faz a la situación de aquel reino. Después de haber el de Anjou tomado por combate al de Tarento la mayor parte de las villas y plazas de su principado, al regresar a su ducado de Calabria, en la entrada del invierno le acometió tal enfermedad que acabó en breves días con su existencia (noviembre, 1 434). La reina Juana de Nápoles hizo las mayores demostraciones de dolor y de pena por el fallecimiento de su hijo adoptivo, hasta arrastrarse por el suelo, con otros arrebatos por lo menos de aparente desesperación, como arrepentida de no haber mostrado más amor a un príncipe de la bondad y de las prendas del de Anjou, y que tanto había sabido hacerse querer en el ducado de Calabria que gobernó.

Mas no tardó en seguirle ella misma al sepulcro. Falleció también la reina Juana II de Nápoles (2 de febrero, 1435), habiendo nombrado heredero universal de sus reinos a Renato, duque de Anjou y de Provenza, hermano del difunto Luis, en razón a haber muerto este sin hijos. Parecía que la fortuna se declaraba por el rey de Aragón, abriéndole el camino para que otra vez se apoderara de aquel reino; a las dos muertes tan inmediatas del duque de Anjou y de la reina de Nápoles se agregaba la circunstancia de hallarse a la sazón Renato prisionero del duque de Borgoña. Así, tan luego como llegaron a él estas nuevas estando en Mesina, envió algunas compañías para que se reuniesen al príncipe de Tarento, a quien daba el título de gran condestable; procuró asentar nueva concordia con el rey de Castilla, e intentó confederarse con el pontífice Eugenio y con el duque de Milán. Pero el papa, lejos de darle la investidura que le pedía, reclamaba la corona de Nápoles como un feudo de la Santa Sede, y el duque de Milán no sólo no se dejó vencer de las razones de don Alfonso para atraerle a su partido, sino que se aprestó a hacerle la mayor resistencia favoreciendo a los angevinos en unión con los genoveses y con el conde Francisco Sforza.

Resuelto no obstante el aragonés a llevar adelante su empresa, apoyando sus derechos al trono de Nápoles en la adopción de la reina Juana, y además en los que Constanza, la hija de Manfredo, había ya de antiguo trasmitido a la casa de Aragón, determinó combatir por tierra y por mar la importante plaza de Gaeta, en unión con el príncipe de Tarento, y con sus hermanos el rey don Juan de Navarra y el infante don Enrique, que a consecuencia de los sucesos de Castilla que dejamos en otra parte relatados se hallaban entonces con él. Entre todos reunía sobre quince mil combatientes, gente lucida y bien armada.

Llegó a poner el rey de Aragón en tanto estrecho a los de Gaeta, que reducidos a la mayor extremidad hicieron salir de la plaza millares de mujeres, ancianos y niños, los cuales buscaban un amparo a su abandono y su miseria en el campo de los aragoneses. Aconsejaban al rey que se desembarazase de aquella gente inútil volviendo a enviarla a la ciudad, pero Alfonso con noble generosidad, «prefiero, contestó, no tomar la plaza a faltar a las leyes de la humanidad con esta pobre gente» y mandó dar mantenimientos a aquellos miserables expulsados: rasgo de clemencia y de bondad, que si al pronto pareció perjudicarle, le acreditó de magnánimo y le abrió con el tiempo la senda del trono ganando y cautivando los corazones. En su conflicto los sitiados de Gaeta demandaron auxilio a los genoveses y al duque de Milán, y cuando ya desesperaban de obtener socorro y estaban a punto de rendirse, apareció la armada genovesa compuesta de doce naves, dos galeras y una galeota. Componíase la de Aragón de catorce naves y once galeras: entró en una de ellas el rey, y a su ejemplo se fueron embarcando todos los condes, barones y caballeros que se hallaban en el campo, hasta el número de ocho mil personas, gente cortesana la mayor parte, que iba engalanada como si fuese a celebrar una victoria segura o a gozar de una gran fiesta. Menos en número los genoveses, llevaban la ventaja de ser casi todos soldados y marineros, gente diestra en las maniobras y útil para el combate. Los genoveses desde la playa de Terracina, los de Aragón colocados junto a la isla de Ponza, acercáronse las enemigas naves y trabóse la más brava pelea que en largos tiempos se hubiera visto en los mares. No se combatía sólo con las armas ordinarias: lanzábanse de las gavias piedras de cal, ollas de alquitrán y de aceite hirviendo. Más valiente que entendido en las maniobras navales el rey de Aragón, condújole su arrojo a hacer oficios que no le competían; servían los cortesanos menos de utilidad y ayuda que de embarazo y estorbo, y a pesar de la antigua reputación de los marinos catalanes, viéronse en tal manera envueltos por los de Génova, que el triunfo de estos fue completo, y completa la derrota de la armada aragonesa: de las catorce galeras del rey, las trece fueron apresadas por el enemigo. El rey Alfonso V de Aragón, sus dos hermanos, el rey don Juan de Navarra y el infante don Enrique, el príncipe de Tarento, el duque de Sessa, la más ilustre y escogida nobleza de Aragón, de Cataluña, de Valencia, de Sicilia, y aún muchos caballeros castellanos, todos fueron hechos prisioneros (5 de agosto, 1435). El rey de Navarra hubiera muerto en el combate a no haberle salvado el valeroso capitán castellano Rodrigo de Rebolledo, y el infante don Pedro su hermano fue el sólo que a favor de la oscuridad pudo escapar en una galera y ganar la isla de Ischia.

Fácil fue ya a la guarnición de Gaeta, después de destruida la armada de Aragón, arrojar del campo al resto del ejército aragonés que se había mantenido en tierra. Quisieron los vencedores gozar del espectáculo de ver arder las naves apresadas, y les pusieron a todas fuego, celebrando como una fiesta el ver cómo las devoraban las llamas haciendo hervir las olas del mar. Sin embargo el monarca aragonés fue tratado con tanta consideración y respeto como lo hubiera sido el duque de Milán si se hallara presente: él por su parte conservó también la misma serenidad de ánimo y la misma dignidad que si hubiera sido el vencedor; y como el jefe de la armada genovesa le indicase que le entregara la ciudad de Ischia, «aunque supiera, le respondió Alfonso con noble altivez, que me habíais de arrojar al mar, no mandaría yo entregar una sola piedra de ningún lugar de mi señorío.» Los ilustres prisioneros fueron llevados, el rey de Navarra a Génova, el de Aragón primeramente a Sahona, después a Portvendres, y por último a Milán, donde también fue conducido más adelante el de Navarra. Nada más generoso y galante que el comportamiento del duque y duquesa de Milán con los monarcas españoles: hiciéronles solemne recibimiento, aposentáronlos en su propio palacio, tratáronlos no como prisioneros sino como príncipes; «disponed, le dijo el duque de Milán Filipo María Visconti al rey de Aragón, disponed de mi estado como si fuese vuestro propio reino.» Y habiendo llegado al palacio un rey de armas enviado por la reina de Aragón con cartas para su esposo, «dirás a mi mujer, le contestó Alfonso, que esté alegre, que yo vivo aquí como en mi propia casa»

La victoria del duque de Milán puso en cuidado y despertó los celos de sus mismos aliados el papa y la señoría de Venecia; y aquel mismo pontífice que poco antes sublevaba contra el rey de Aragón toda la península italiana, envió un legado al duque de Milán rogándole restituyese pronto la libertad a los monarcas españoles: y es que temía que el engrandecimiento del milanés desnivelara el equilibrio de los pequeños estados italianos que con tanto trabajo se iba sosteniendo, y recelaba ver en él al futuro dominador de Nápoles. Por otra parte el rey de Aragón, que con su afectuosa elocuencia seducía a todos los que le trataban, hizo comprender al de Milán, que proteger la causa de Renato de Anjou en lo de Nápoles, equivalía a ayudar a los franceses y a facilitar a los de esta nación la conquista del Mediodía de Italia, exponiéndose a hacer de la Lombardía un camino real de París a Nápoles, y de Génova una posesión de la Francia, mientras en los aragoneses tendría los vecinos menos temibles y los aliados más seguros; que los italianos y los españoles debían unirse para alejar de Italia los dos pueblos cuya dominación debían temer más, los arrogantes y orgullosos franceses y los rudos y sombríos alemanes. Las razones del aragonés acabaron de inclinar el ánimo ya favorablemente predispuesto del duque de Milán a una alianza ofensiva y defensiva, de lo cual dio la primera prueba poniendo en libertad al rey de Navarra, que vino a España a tranquilizar a los súbditos de su hermano don Alfonso sobre la suerte futura de su soberano.

Apesadumbrados y alarmados los de estos reinos con la nueva de la derrota y cautiverio de su monarca, no dudaron en asistir a las cortes generales que la reina doña María, como lugarteniente general del reino había convocado para Monzón, a fin de proveer lo más conveniente a la situación crítica en que el rey y los estados de Italia y España se hallaban: pues aunque las cortes generales de los tres reinos sólo podía convocarlas el rey, el caso era tan grave y tal el conflicto y la necesidad, que catalanes, valencianos y aragoneses no tuvieron reparo en faltar esta vez a la escrupulosa observancia de sus fueros a trueque de salvar la república. Mientras las cortes se congregaban, la reina de Aragón celebraba vistas en Soria con su hermano el rey de Castilla, a fin de ir prorrogando la tregua entre los dos reinos ( noviembre, 1435), y que las desavenencias con Castilla no empeorasen la situación ya harto comprometida y peligrosa del rey y de los reinos de Aragón.

Era coincidencia extraña y singular que los dos príncipes que se disputaban el reino de Nápoles estuviesen ambos prisioneros, Renato de Anjou en poder del duque de Borgoña, Alfonso de Aragón en el del duque de Milán. El de Anjou envió en su lugar a Isabel de Lorena su esposa, la cual fue recibida con entusiasmo y regocijos públicos por el pueblo y los barones napolitanos, y ella se mostró digna de ser reina por su prudencia, bondad y valor, y se captó las voluntades de la nobleza durante la prisión de su marido. Pero el de Milán que con tanta hidalguía y grandeza de ánimo había tratado desde el principio a su ilustre prisionero el monarca aragonés, resuelto a no consentir que dominara en Nápoles un príncipe de la casa de Francia, no sólo puso en libertad a don Alfonso de Aragón y a su hermano don Enrique, sino que celebró con Alfonso un pacto de alianza y amistad, por el que se ofrecía a ayudarle a la conquista de aquel reino, y el de Aragón se obligaba a proteger al de Milán en todas sus empresas, que no eran pocas. En su virtud le fue entregada Gaeta al infante don Pedro de Aragón, el cual se apoderó también de Terracina, que era de los estados de la iglesia, mientras el rey don Alfonso su hermano, habiendo salido de Milán y dirigidose a Portvendres, enviaba a don Enrique a España, dándole el condado de Ampurias en Cataluña, nombraba su lugarteniente general en los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca a su hermano el rey don Juan de Navarra, relevando de este cargo a la reina doña María, y rehacía su flota y su ejército para atender a lo de Italia en unión con su hermano don Pedro (1436).

Pero quejosos y sentidos los genoveses de la poca cuenta que de ellos se había hecho para tal confederación, rebeláronse contra el duque de Milán y fueron a buscar su apoyo en los venecianos y florentinos, y en el papa Eugenio, que irritado por el despojo que el infante aragonés le había hecho de una posesión de su estado y patrimonio tan importante como Terracina, se declaró abiertamente contra el rey de Aragón, confirió la investidura del reino de Nápoles al de Anjou, y Alfonso que tanto había trabajado por tener de su parte al papa, convencido ya de que no podía contar con su amistad, mandó a todos los prelados y eclesiásticos súbditos suyos que saliesen inmediatamente de Roma, incluso su embajador el obispo de Lérida, y de este modo surgían cada día nuevas complicaciones en Italia, donde se hacían guerra unos y otros príncipes, guerra ni de grandes resultados, ni de importancia grande en sus pormenores para nuestro propósito.

Asistió ya a las cortes de Monzón el rey don Juan de Navarra como lugarteniente general de Aragón, Valencia y Mallorca, y también del principado de Cataluña en ausencia de la reina. Tratóse en ellas de los subsidios que habían de otorgarse al rey para las necesidades de la guerra de Italia, y por parecer más conveniente y obviar las dificultades y embarazos que siempre ofrecían las asambleas generales de los tres reinos, se acordó que se convirtiesen en parlamentos particulares, designándose para las de Cataluña Tortosa, para las de Valencia Morella, y para las de Aragón Alcañiz. Los catalanes desde luego ofrecieron un servicio de cien mil florines, o más bien emplear esta suma en una flota, cuyo mando se daría a don Bernardo de Cabrera, conde de Módica; los aragoneses prefirieron contribuir con metálico, y acordaron aprontar un socorro de doscientos mil florines, cantidad considerable y desacostumbrada para aquellos tiempos. Con esto, y con las paces llamadas perpetuas que poco más adelante se ajustaron entre los reyes de Aragón, Navarra y Castilla (septiembre, 1436), en que parecía quedar arregladas y dirimidas las antiguas contiendas entre el monarca castellano y los reyes e infantes de Aragón (según que en la historia del reinado de don Juan II dejamos apuntado), podía don Alfonso atender con más desembarazo a lo de Italia. Exigía el pontífice Eugenio al rey de Aragón que desistiese de la empresa de Nápoles, al menos por la vía de las armas, ofreciéndose él a fallar como desapasionado juez en aquel pleito. El aragonés le recordaba la investidura de aquel reino que en otro tiempo le había dado por bula apostólica, se justificaba en lo de haber tomado su hermano el infante don Pedro a Terracina, y después de muchas observaciones concluía con allanarse a tener la corona de Nápoles en feudo de la Santa Sede. Mas como en medio de estas contestaciones viese que el patriarca de Alejandría, legado de la silla apostólica, se entraba por aquellos reinos al frente de gente armada favoreciendo a sus enemigos, más como capitán de guerra que como legado, requirióle, sin faltar a la reverencia, que revocase la legacía al patriarca e hiciese cesar aquellas guerras, o de otro modo protestaba, invocando a Dios y al mundo entero por testigos de su intención, que de los males que se siguiesen no tendría él la culpa ni sería el responsable.

No logrando o no queriendo entenderse el papa y el rey de Aragón después de muchas contestaciones, resolvióse don Alfonso a salir de Capua donde se hallaba, con su ejército, con los príncipes y barones italianos de su devoción, entre ellos el conde de Casería que acababa de reducirse a su obediencia, y con la flota que le había sido ya enviada de Cataluña, y comenzó a apoderarse de las villas y castillos de las inmediaciones de Nápoles, se acercó por dos veces a los muros de la capital, corrió luego la Tierra de Labor, y en principios de 1437 se encontraba dominando este país, los principados de Capua y de Salerno, el valle de San Severino, con la costa del ducado de Amalia, juntamente con las ciudades de Gaeta, Capua, Ischia, y los castillos Nuevo y dell'Ovo, de manera que no le restaba sino la capital, que no podía defenderse mucho tiempo si el pontífice no se declaraba abiertamente protector del de Anjou. Así aconteció. El papa no solamente instó a los genoveses, de acuerdo con los comunes de Florencia y Venecia, a que armasen buen número de galeras, lo cual obligó al rey Alfonso a llamar a su hermano el infante don

Pedro para que le acudiese con la flota de Sicilia, sino que envió en auxilio de la duquesa de Anjou y de los napolitanos al patriarca de Alejandría, que había dado ya pruebas de activo guerrero, y que avanzando al frente de numerosas compañías, y recobrando algunas poblaciones, llegó hasta Mola de Gaeta a encontrar al rey (1 437). Alentó esto a los de Nápoles para hacer una salida, aunque con tan poca fortuna que volvieron derrotados por los aragoneses; pero en cambio el patriarca legado de la iglesia batió cerca de Montefoscolo al príncipe de Tarento, aliado del de Aragón, y venció e hizo prisionero al mismo príncipe. Este y el conde de Caserta abandonaron entonces la causa del rey a pesar de los juramentos con que se habían obligado a servirle, si bien se indemnizó en mucha parte esta pérdida con haberse reducido a la obediencia del rey de Aragón el príncipe de Salerno Antonio Colonna, cabeza del bando contrario: que así con esta facilidad se convertían de amigos en adversarios y de aliados en enemigos aquellos príncipes de Italia.

Viendo el rey de Aragón el peligro en que ponía su empresa la resolución del papa y la actividad bélica de su legado, y advirtiendo cierta vacilación en los barones italianos, procuró entrar en negociaciones y tratos con el pontífice, ofreciendo que si le confirmase la investidura del reino de Nápoles harta restituir a la iglesia todas las tierras que le tenían ocupadas, le serviría con trescientas lanzas por seis meses, haría que le fuesen favorables los reyes de Castilla, Portugal y Navarra, le pagaría doscientos mil ducados por el censo del tiempo pasado, y aún añadió que tomaría la empresa de restituir a la iglesia la Marca de Ancona de que el conde Francisco Sforza se hallaba apoderado; y sobre todo prometía favorecerle en las grandes contiendas que en el concilio de Basilea mediaban entre el concilio y el papa, dando orden a sus embajadores para que impidiesen la prosecución del proceso que en aquella asamblea se había comenzado contra el pontífice. Resultó de estos tratos una tregua entre el papa y el rey de Aragón; pero rompiéndola de improviso el patriarca legado, y uniéndose a los Caldoras, que eran los mayores enemigos del aragonés, atacó su campo tan repentinamente que apenas tuvo tiempo el rey don Alfonso para salvarse corriendo a uña de caballo camino de Capua con los que le pudieron seguir. Dio desde allí aviso del suceso al papa, suplicándole despojase al patriarca de la legacía y le mandase salir del reino; si bien repuesto Alfonso, y mal recibido el legado en algunas comarcas de Nápoles, desamparáronle poco a poco los suyos, y viéndose a su vez en peligro de ser preso, se embarcó en una pequeña nave y se fue a Venecia, y de allí a Ferrara, donde se hallaba el pontífice (1438).

Libre Alfonso de un enemigo, presentósele otro no menos temible. Era este el duque Renato de Anjon, que habiendo salido a costa de un gran rescate de la prisión en que le tenía Felipe de Borgoña, corrió presuroso a ayudar a su esposa la duquesa en la lucha que hacía tres años estaba sosteniendo con el rey de Aragón. El conde Francisco Sforza le prometió no abandonarle hasta lanzar del reino al aragonés; y los napolitanos le recibieron con públicos regocijos, paseándole con regia pompa por la ciudad; y aunque este entusiasmo se entibió algo al saber la pobreza en que iba el nuevo soberano y sus escasos recursos para pagar las tropas, contaba no obstante con capitanes valerosos, enemigos del aragonés, como eran Sforza y los Caldoras, y con la protección del papa, que suponía no le habría de abandonar. Con esto, después de algunos sucesos bélicos entre los partidarios de uno y otro príncipe, envió el de Anjou al de Aragón por medio de un heraldo su guante desafiándole a batalla: contestó el aragonés que recogía el guante, y que la batalla quedaba aceptada; y pues que era costumbre que el desafiado tuviese la elección de lugar, le esperaba en Tierra de Labor para el 9 de septiembre (1438). No agradaba aquel sitio al de Anjou, porque temía ser en él vencido, pero por no dejar de satisfacer una deuda de honor se dirigió allá con todo su ejército. Tomó don Alfonso de Aragón sus posiciones el 1° de septiembre, esperó hasta el 9, pero el de Anjou se mostró arrepentido de haber querido medir con él sus armas en aquel lugar, y se encaminó hacia el Abruzo. Entonces el aragonés corrió la Tierra de Labor, abriéndose ante él las puertas de todas las plazas, y quedando apoderado de la principal provincia del reino.

Aprovechando, pues, la ocasión en que el duque de Anjou discurría por el Abruzo con todos los nobles y principales napolitanos, aventuróse el de Aragón a cercar a Nápoles por mar y por tierra (20 de septiembre) a pesar del corto número de naves que le habían quedado. Pero no solamente halló en la ciudad una resistencia que no esperaba, sino que tuvo la desgracia de perder en el cerco a su hermano el infante don Pedro de un tiro de lombarda que le llevó la mitad de la cabeza. «Dios le perdone, hermano, exclamó el rey lanzando sollozos, que otro placer esperaba yo de ti que verte de esta manera muerto. Sea Dios loado, que hoy murió el mejor caballero que salió de España.» Era de edad de veinte y siete años, y tan generoso y esforzado, que la misma duquesa de Anjou mostró dolor por su muerte con ser su enemigo, y ofreció al rey lo que fuese menester para sus exequias. Deliberó, no obstante, don Alfonso continuar el cerco con mayor ánimo y resolución, y llegó a poner la ciudad en tanto estrecho y padecimiento que no era posible se sostuviese muchos días, y hubiérasele rendido a no haber aflojado los barones italianos y desviádose de la empresa con pretexto del invierno, obligándole a levantar el cerco a los treinta y seis días. Con todo eso, lejos de renunciar a la conquista, negóse a la excitación que las cortes de sus reinos le dirigieron para que se volviese a Cataluña, donde ya se hacía sentir la larga ausencia de su soberano. Tan empeñado se hallaba el aragonés en esta guerra, que ya ni admitió la mediación que el papa le ofrecía para entrar en conciertos con el de Anjou, ni accedió a lo que le proponía su buen aliado el duque de Milán, a saber, que ambos retirasen los embajadores que tenían en el concilio de Basilea, cosa que hubiera podido desbaratar aquel concilio, y habría complacido sobremanera al papa.

Gran contratiempo fue para él el arribo de una flota genovesa al puerto de Nápoles, y mayor el de haberse apoderado del castillo Nuevo, que tantos años hacía estaba por los aragoneses, sin que le valiera ni el heroico esfuerzo de sus defensores, ni el socorro de galeras y de bastimentos que él procuró enviarles desde Gaeta. El castillo fue entregado a los embajadores de Francia, los cuales le pusieron luego en poder del de Anjou (1439). Pero la fortuna le indemnizaba de esta pérdida por otro lado. Las ciudades y castillos de Aversa y de Salerno se rendían a sus armas, los condes y señores de la casa de San Severino se reducían a su obediencia, y la muerte inesperada de su enemigo más terrible Jacobo de Caldora, el mejor y más valiente capitán de sus tiempos, le libertaba de un grande adversario. Los hijos de este Caldora llegaron a desavenirse con el de Anjou, y después de haberle puesto en el caso extremo de salirse de Nápoles a pie, y andar de noche por desusadas veredas corriendo mil peligros para ir a reunírseles y prevenir una escisión, viose en nuevos riesgos con los soldados mismos de Antonio Caldora, duque de Bari, y no pudo evitar que ellos y su caudillo entrasen en secretas pláticas con el rey de Aragón, y que acabaran por pasarse a sus banderas (1440). De tal manera iban combinándose las cosas en favor del monarca aragonés, que escribía a la reina su esposa manifestándole la mayor confianza de salir victorioso en su empresa, y dando toda la preferencia a la guerra de Nápoles, dejaba a sus hermanos el rey don Juan de Navarra y el infante don Enrique que atendiesen por sí solos a las cosas de Castilla903.

En la cuestión del nuevo cisma que se había suscitado en la iglesia conducíase Alfonso de Aragón con la reserva y la política tan propias de los monarcas aragoneses. El concilio de Basilea había llevado su animosidad a Eugenio IV. hasta el extremo de despojarle de la tiara, nombrando en su lugar a Amadeo, duque de Saboya, que voluntariamente había renunciado a las cosas del siglo y retirádose a hacer vida eremítica, el cual tomó el nombre de Félix V. El rey de Aragón había tenido la cautela de hacer retirar sus embajadores del concilio antes de la terminación del proceso, para que no tuviesen parte ni en la deposición de Eugenio ni en la elección de Félix, y quedar él en aptitud y disposición de guardar o aparentar neutralidad entre los dos papas Eugenio y Félix, al modo de su abuelo el rey don Pedro cuando ocurrió el cisma entre los dos pontífices Urbano y Clemente. Así fue que al principio trató al mismo tiempo con el papa Eugenio, con el concilio de Basilea y con el intruso Félix, sin declararse por ninguna de las partes, como quien esperaba que la iglesia católica decidiese a quién se había de obedecer, o acaso con el fin de adherirse a aquel de quien calculase sacar mejor partido. Desgraciadamente parece que el monarca aragonés miró menos en este caso a sus creencias que a sus intereses, menos a la conveniencia de la unidad religiosa que a su conveniencia política, si es cierto lo que dice el juicioso y desapasionado cronista de Aragón, que prometió al intruso Félix acompañarle con sus galeras hasta ponerle en su silla pontifical como a verdadero y universal pastor de los fieles, con tal que le confirmara la adopción y donación del reino de Nápoles hecha en él por la reina Juana, o la otorgara de nuevo para él y sus sucesores904. Creemos, sin embargo, por nuestra parte que si tal ofreció el rey don Alfonso, no lo hacía con la intención de cumplirlo, si no con el fin de intimidar por este medio al papa Eugenio y retraerle de contrariar su empresa y de dar favor a sus enemigos.

Iba entretanto ganando terreno cada día la causa del rey de Aragón en Italia. La adhesión definitiva del duque de Barí y de toda la familia de los Caldoras le dio un gran refuerzo, así como dejó quebrantado el partido del duque de Anjou. La rendición de la importante ciudad de Benevento (1441) le fue de una utilidad inmensa no sólo para las cosas del Abruzo sino para la conquista de todo el reino. La toma de esta y de otras plazas le facilitó poder ayudar al duque de Milán, su más íntimo aliado, para la invasión de la Marca y demás tierras ocupadas por el conde Francisco Sforza, su enemigo más poderoso; y hasta pensaba en llevar la guerra por mar a los venecianos y florentinos, sin dejarse seducir por las capciosas proposiciones de concordia que los embajadores de la señoría de Florencia le hacían. Infatigable y activo el aragonés se entró por la Capitanata y tierras de la Pulla contra el conde Sforza, a quien el papa Eugenio favoreció ya abiertamente enviándole el cardenal de Tarento con el ejército de la iglesia. Después de algunos triunfos mezclados con pequeños reveses alcanzó Alfonso una señalada victoria contra la gente de Sforza al pie de los muros mismos de Troya en la Pulla, haciendo prisionero al conde de Celano y a otros ilustres barones. Pero surgíanle otras nuevas y mayores dificultades que vencer. Cuando ya parecía anonadado el duque de Anjou, su principal competidor, y aún se dudaba si estaba en el reino o en Provenza, al ver la prosperidad con que marchaban las cosas por parte del rey de Aragón, formóse contra él una gran liga, en que entraron el papa Eugenio, las señorías de Venecia, Florencia y Génova y la mayor parte de los potentados de Italia, no ya sólo para impedirle la conquista de Nápoles, sino para lanzarle del territorio italiano. Diez mil soldados le fueron enviados al cardenal de Tarento al mando de Juan Antonio Urbino, conde de Tagliacozzo, con los cuales sojuzgó todo el condado de Albi. Aún más que esto desconsoló al rey don Alfonso el saber que su íntimo aliado el duque de Milán, que había ofrecido casar su hija Blanca con el infante don Enrique hermano del rey, trataba de casarla con el conde Sforza, el mayor enemigo de entrambos. Y mientras el rey le pedía explicaciones y le rogaba que le descifrase aquel misterio, se realizaba y cumplía aquel extraño matrimonio. Daba por escusa el milanés haberlo hecho por necesidad, y aconsejaba al rey que procurara concordarse con Sforza, con el papa Eugenio y con los demás confederados.

Nunca Alfonso V de Aragón se mostró, ni más animoso, ni más noblemente altivo, ni más grande que en esta ocasión, en que se conjuraban contra él todos los enemigos, y los más amigos parecía desampararle. Su heroica resolución la mostró en la respuesta que dio al de Milán: «Decid al duque, le dijo a su embajador, que le agradezco sus buenos consejos, pero que no pienso usar de ellos al presente. Porque cuando partí la postrera vez de Cataluña há cerca de diez años para emprender los hechos de este reino, hícelo ya con conocimiento y deliberación de que, no solamente el papa y la casa de Sforza, sino por ventura toda Italia me sería enemiga, y por eso mismo me sería forzado hacer rostro a cuantos me quisieren ser adversarios en esta empresa, y por este respecto a poner en peligro mi persona, estados, reinos y bienes Decid pues al duque, añadía, que se dé buena vida y tenga buen ánimo, que yo espero que sin inteligencia ni amistad del papa, ni del conde Francisco, ni de venecianos y florentinos me habré de dar buena maña en la empresa que traigo entre manos de la conquista deste reino, y me defenderé de cada uno dellos y aún de todos juntos, porque tarde se han juntado y unido para lanzarme dél, habiéndome dejado llegar tan adelante, y conocerán que tienen que habérselas con un rey. Espero, concluía, que pronto habrá buenas nuevas, y crea verdaderamente que siempre que el caso lo requiera haré por él más que por otro príncipe del mundo.»

Pero la prueba más elocuente de que no le intimidaba la liga, fue ponerse sobre Nápoles y cercar la ciudad. Sorrento, Puzol, lo principal de la Calabria fue sometido al rey de Aragón, y allí comenzó el infante don Fernando su hijo a mostrar un esfuerzo y valor que daba esperanzas de que había de semejarse a su padre. Llegó a poner la ciudad en tal aprieto y extremo cual no se había visto nunca, y era menester que los napolitanos amasen mucho a Renato de Anjou para que sufriesen por él tanta miseria y tantos padecimientos, padecimientos de que en verdad participaba él discurriendo de día y de noche por la ciudad, sólo o poco acompañado, y proveyendo a todo. En tan críticas circunstancias, tan inestable y versátil el capitán Antonio Caldora como la mayor parte de los príncipes italianos de aquel tiempo, se rebeló otra vez contra el rey por instigación del noble Sforza. Sostenían a los napolitanos los socorros que de cuando en cuando les llegaban de Génova, pero reforzándose cada día con nuevas naves la armada de Aragón, se cerró la entrada a los buques genoveses. Continuaban no obstante defendiéndose los sitiados con valerosa resolución, hasta que un cuerpo de aragoneses penetró en la ciudad por una mina o acueducto subterráneo, el mismo por donde había entrado el gran Belisario en tiempo del emperador Justiniano. Entonces don Alfonso de Aragón mandó combatir y escalar la ciudad, empeñándose una reñida y brava pelea, en que el duque de Anjou luchó personalmente con el arrojo de la desesperación, hasta que envueltos por todas partes los suyos tuvieron que retirarse al castillo Nuevo. La ciudad fue puesta a saco, y hubiera sido del todo robada si entrando el rey no hubiera mandado a público pregón y bajo pena de la vida que cesara el pillaje, se respetara el honor de las mujeres y se tratara con clemencia y humanidad a los vencidos. Quedó, pues, en poder de don Alfonso V. de Aragón (2 de junio, 1442) aquella importante ciudad, para cuya conquista había empleado por espacio de veinte años todas sus fuerzas de mar y tierra, pasado mil trabajos y expuesto su persona a todo género de peligros, que fue causa de que estimase más aquella sola ciudad que todos sus reinos y estados, y que la amase como a su propia patria.

A los pocos días de la entrada del ejército aragonés en Nápoles, el duque de Anjou se fugó del castillo en un navío de Génova, y los de Aragón cercaron el castillo Nuevo y el de San Telmo. El rey don Alfonso salió a combatir a los Caldoras, que tuvieron la temeridad de aceptar la batalla contra un príncipe vencedor y poderoso. En ella fue derrotado y hecho prisionero el rebelde Antonio Caldora, duque de Bari, después de haber peleado como gran capitán, como buen caballero y como valeroso soldado. El magnánimo Alfonso tuvo la generosidad de perdonarle sus yerros pasados y de restituirle la libertad, que fue una de las más señaladas grandezas del monarca aragonés. Después de este triunfo en Sassano procedió a someter la provincia del Abruzo, que redujo casi toda. Aproximándose el invierno y siendo aquella comarca destemplada y fría, pasó a la Capitanata, y cobró lo que había quedado fuera de su obediencia en la Pulla. Hizo seguidamente lo mismo en Calabria. El duque de Anjou se había refugiado a Florencia donde se hallaba el papa Eugenio, el cual le dio entonces la investidura del reino de Nápoles, precisamente cuando acababa de ser expulsado de él. Harto conoció el destronado príncipe lo inoportuno de la concesión pontificia, y en prueba de la poca apreciación que hacía de una honra otorgada tan fuera de sazón, y sentido al propio tiempo de la poca eficacia con que Sforza y otros capitanes de Italia le habían ayudado, dio orden para que los castillos Nuevo y de San Telmo se entregasen a los aragoneses, y él se retiró a la Provenza. Todos los de la liga, incluso el pontífice Eugenio, andaban ya procurando, por mediación del duque de Milán, concordarse y avenirse con el victorioso monarca aragonés. Admitió Alfonso y aún dio mando en su ejército al valeroso caudillo Nicolo o Nicolás Picinino; entretuvo muy políticamente al de Sforza, todo de acuerdo con el de Milán, y se mostró dispuesto a entrar en concordia con el papa. Con esto y con tener ya subyugado casi todo el reino, determinó Alfonso hacer su entrada solemne en Nápoles.

Para la entrada triunfal de Alfonso V de Aragón en Nápoles prepararon los que tenían el gobierno de la ciudad magníficas y pomposas fiestas, al modo de las que se hacían a los antiguos triunfadores romanos. Hicieron derribar hasta cuarenta brazas del muro, concurrieron a acompañarle todos los príncipes y barones del reino, y el 26 de febrero de 1443 entró el rey don Alfonso en Nápoles en un carro triunfal tirado por cuatro caballos blancos, en medio de las aclamaciones de un pueblo que tanto tiempo le había resistido, y confundiéndose las demostraciones de júbilo de los vencidos y de los vencedores. Alfonso dio un nuevo testimonio de su liberalidad y su grandeza, concediendo y publicando indulto general para todos sus antiguos enemigos sin excepción, y recompensando largamente a sus fieles y leales servidores. Congregó el parlamento general del reino; propuso y se adoptaron en él medidas de gobierno y de administración; y a propuesta y petición de los mismos grandes y barones declaró al infante don Fernando, su hijo bastardo, duque de Calabria y heredero y sucesor suyo en aquel reino.

Hasta entonces había estado don Alfonso entreteniendo con esperanzas y con pláticas a los dos papas, al verdadero, que era Eugenio IV, y al nombrado por el concilio de Basilea, que era Félix V, sin decidirse por ninguno de ellos, para tener en respeto al uno con el otro, y poderse adherir al que más le conviniese. Dueño ya de Nápoles, se resolvió por la concordia y confederación con Eugenio bajo las condiciones siguientes: que habría perpetua y firme paz entre el papa y el rey, con olvido y remisión de todas las injurias pasadas; que Alfonso reconocería al papa Eugenio por único, verdadero y no dudoso pastor universal de la iglesia, y el papa daría al rey la investidura del reino de Nápoles, confirmando la adopción que de él había hecho la reina Juana, con cláusula de que no obstase haber adquirido y conquistado el reino por las armas; que el pontífice Eugenio expediría bula de legitimación al infante don Fernando hijo del rey, habilitándole para suceder en aquellos reinos, y dándole el gobierno de las ciudades de Benevento y Terracina, y que el rey emplearía las fuerzas suficientes para cobrar las tierras de la iglesia que el conde Sforza tenía ocupadas en la Marca (julio, 1 443). De esta manera, al cabo de veinte y dos años de lucha recibía el rey de Aragón del jefe de la iglesia la sanción legal del derecho al trono y reino de Nápoles que acababa de hacer prevalecer con las armas.

En cumplimiento de este pacto pasó el rey a la Marca contra el conde Sforza, y arrancó de su poder para restituirlas al papa aquellas antiguas posesiones de la iglesia, a pesar de los requerimientos que le hizo el duque de Milán para que respetara al conde Francisco su yerno, a quien había acogido bajo su protección y defensa. No era cosa fácil entenderse con aquellos príncipes italianos, enemigos ayer y aliados hoy, amigos hoy para ser adversarios mañana. Participando de esta inestabilidad el de Milán, que había sido el más constante enemigo de Sforza y el más consecuente aliado y auxiliar del rey de Aragón, o porque temiese ya el excesivo engrandecimiento de éste, o porque tal fuese la índole y carácter de la política italiana, no se contentaba ya con favorecer al de Sforza, sino que hizo confederación y liga con la señoría de Venecia y con los comunes de Florencia y Bolonia, excluyendo de ella al papa y al rey de Aragón, so pretexto de haber sentado por base la eliminación de todo el que estuviera constituido en mayor dignidad que ellos, e intimando y notificando al aragonés que desistiese de la guerra que hacía en la Marca al conde Francisco Sforza, y que hiciese tregua con los genoveses. A esto último accedió el rey don Alfonso, y en su virtud se asentó la tregua, y aún se hizo una especie de concordia, en que la señoría de Génova prometió presentar al rey en cada un año una fuente de oro, o bien una copa redonda, en señal de honor y en reconocimiento de adhesión y benevolencia (abril, 1444). Con respecto al conde Sforza, sin desistir el rey de la empresa de la Marca, pero queriendo al propio tiempo evitar un rompimiento con el de Milán, a quien no acertaba a tratar sino como a antiguo amigo ni a mirar sino como a un padre, dirigíale amorosas reflexiones, preguntábale cuáles eran sus intentos para no discrepar de él si posible fuese, hacíale prudentes preposiciones para el caso en que Sforza se redujese a la obediencia del papa, y señalábale otros caminos para fundar una paz segura en el reino, dispuesto siempre a ayudarle y complacerle; más a pesar de sus esfuerzos no podía obtener del de Milán una contestación satisfactoria.

Sobrevino en tal situación al rey don Alfonso, hallándose en Puzol, una enfermedad tan grave que llegó a publicarse en Nápoles que había muerto, moviéndose con esta noticia tales alteraciones en aquella ciudad que ya los aragoneses y catalanes no cuidaban más que de salvar sus personas y bienes en los castillos. Restablecido felizmente el rey, acabó de comprender en aquella ocasión la inconstancia de los barones italianos y lo poco que podía fiar de los naturales de aquel reino. Disimuló, sin embargo, cuanto pudo, y procuró asegurar la sucesión de aquel estado en el duque de Calabria su hijo, enlazándole con la familia más poderosa de él, que era la del príncipe de Tarento. Trató, pues, su boda con Isabel de Claramonte, hija de Tristan, gran privado del rey Jacobo de la Marca, y de Catalina Ursino, hermana del de Tarento; e hizo que el papa otorgase las bulas de legitimación e infeudación, si bien el pontífice quiso que se tuviesen secretas, por entonces, y no fueron entregadas al rey hasta el año siguiente.

No podía haber paz en aquellas regiones, ni cesaban los príncipes y barones italianos de suscitar embarazos al rey de Aragón. Mientras las fuerzas reunidas del duque de Milán y del conde Sforza atacaban y vencían las tropas de la iglesia con prisión de su jefe el capitán Picinino, el monarca aragonés tuvo que hacer la guerra al marqués de Cotron, que se le había rebelado tan obstinadamente que ni amenazas ni promesas bastaban a hacer que se diese a partido. Don Alfonso se fue apoderando de sus estados, y por último cercó al marqués y a la marquesa en su castillo de Catanzaro y los redujo a tal estrechez que al fin hubieron de rendirse. El rey les hizo gracia de la vida, los privó de su estado y los envió a Nápoles, donde vivieron muchos años miserablemente (1445).

Llegó ya el caso de que se tratara entre el papa y el rey de Aragón de la paz universal de Italia, que ambos apetecían, entre otras muchas razones, porque el primero después de tantos años de guerra veía perdidos otra vez los estados eclesiásticos de la Marca de Ancona, y el segundo, porque aunque parecía asegurado en la posesión del reino de Nápoles, la continua inquietud de los estados italianos ni le permitía venir a Aragón, ni atender desde allá convenientemente a las contiendas y guerras que sus hermanos don Juan y don Enrique continuaban sosteniendo contra don Juan II de Castilla, y que iban en aquel tiempo de mal en peor para los infantes aragoneses. Enviáronse, pues, mutuamente embajadores el papa Eugenio y el rey don Alfonso para concertar los medios de la paz; pero ofrecíanse dificultades graves, no sólo por parte de las diferentes potencias y principados de Italia, sino también entre ellos mismos, ya sobre los términos y cláusulas de las bulas de infeudación de los reinos de Nápoles y Sicilia, ya sobre la autoridad que habían de tener los decretos del concilio de Basilea desde el tiempo en que el pontífice le trasladó a Ferrara, y quedaron los embajadores de Aragón y de Castilla en Basilea y estuvo el rey apartado de la obediencia del papa. Así fue que durante estos tratos de tal manera se apercibían y preparaban todas las naciones y todos los príncipes, que podía dudarse si se disponían a una paz o se disponían a una guerra general. En esto el duque de Milán, ya por congraciar al rey de Aragón, ya por la ventaja que a él había de resultarle, le excitaba a que sojuzgase la ciudad y el común de Génova; propuesta a que se negó don Alfonso, no sólo por contraria a la general concordia a que intentaba traer los príncipes italianos, sino porque conocía bien cuán aborrecida era en Génova la dominación de los aragoneses y catalanes. Mas no pudiendo desprenderse de sus antiguas afecciones al milanés ni olvidar sus anteriores servicios, como supiese que los venecianos le habían tomado el condado de Cremona y amenazaban no parar hasta las puertas de Milán, le envió generosamente sus galeras, con recado de que si no era bastante aquel socorro haría todo lo demás que fuese menester hasta poner de nuevo en peligro su persona por él y por su estado. Con la propia generosidad socorrió al papa contra el conde Sforza y los florentinos, hasta obligar a estos a enviarle sus embajadores y mover pláticas de concordia. De suerte que el rey de Aragón, al propio tiempo que era el amparo de los príncipes de Italia en sus conflictos, cumplía y desempeñaba de este modo su noble papel de pacificador general (1446).

Así las cosas, vino a darles nuevo rumbo la muerte del papa Eugenio IV ocurrida al año siguiente (23 de febrero, 1447), y la elevación a la cátedra pontificia del cardenal de Bolonia con el nombre de Nicolás V tan desnudo de ambición como amante de la paz, por la cual trabajó desde luego y envió con este fin sus legados al concilio de Ferrara. Por su parte el rey de Aragón dio también un gran testimonio de su deseo de contribuir a la pacificación general, recibiendo en su gracia al conde Francisco Sforza, que había sido su más terrible y tenaz enemigo, y dándole mando en su ejército, todo de acuerdo con el duque de Milán a quien en esto se propuso complacer, para que guerrease con los venecianos y florentinos, únicos que parecía ya estorbar el proyecto de universal pacificación. Todo conspiraba entonces al engrandecimiento de don Alfonso de Aragón y al aumento de su poder e influjo, aún contra su propia voluntad. Por más que él con admirable prudencia y raro desinterés se había opuesto a lo que el duque de Milán pensaba hacer en su favor, éste, por uno de aquellos caprichos difíciles de definir, se empeñó en nombrar al rey de Aragón heredero universal de sus estados, y así lo dispuso en su testamento, dejando solamente a su hija única Blanca María, mujer de Francisco Sforza, la ciudad y condado de Cremona. A la muerte del duque, que sucedió a poco tiempo (agosto, 1447), hubo gran movimiento en Milán, poniéndose en armas los diferentes partidos, y no saliendo en él bien librados los de la nación catalana, que con este nombre se designaba allí a catalanes y aragoneses.

Don Alfonso, que se hallaba hacia ocho meses en Tívoli con objeto de atender más de cerca a las repúblicas enemigas, comprendió en su recto juicio la grande oposición que habría de hallar para apoderarse de aquel estado, ya por la tendencia de sus naturales a la independencia, ya por los celos de las demás naciones, y suponía que ni la Santa Sede, ni las demás potencias de Italia, ni los soberanos de Alemania y de Francia habían de llevar a bien y tolerar fácilmente que un príncipe que disponía de reinos tan vastos y tan poderosos en España y que reunía las coronas de las dos Sicilias, fuese también señor del Milanesado.

Por eso, en vez de mostrar impaciencia por posesionarse del señorío de Milán que por el testamento del duque Filipo María Visconti había heredado, y menos si para ello había de tener que valerse de la fuerza, partió de Tívoli, y tomando la vía de Toscana envió desde allí sus embajadores a los milaneses díciéndoles con mucha prudencia y comedimiento que su intención no era otra que obrar con su acuerdo y beneplácito, y ayudarlos y defenderlos contra sus enemigos y contra todos los que intentasen turbar la paz de su estado. Y como las dos repúblicas de Venecia y Florencia, desoyendo las nobles excitaciones de Alfonso a la paz universal, se ligasen para ocupar la Lombardía y repartírsela, determinó reprimir su insolencia y comenzó la guerra contra los florentinos, que eran los más vecinos. Contrariado el conde Sforza al mismo tiempo por milaneses, florentinos y venecianos, propuso al rey de Aragón venir a concordia con él con tal que no le pusiese embarazo en la sucesión del estado de Milán, y como Alfonso no ambicionaba la posesión de aquel señorío por la general oposición que le habría de suscitar, convino en ello a condición de que le reconociese vasallaje por el Milanesado y por el condado de Pavía, y se obligase a hacer guerra a los venecianos y a todos los enemigos del rey, ofreciendo auxiliarle por su parte con mil infantes y dos mil caballos. Atacaba el rey de Aragón el señorío de Piombino, cuando le llegaron embajadores del común de Milán solicitando su protección y rogándole que pasara con su ejército a la parte de Padua para que se hiciese la guerra en Lombardía. Ofrecíanle que en señal de amor y de adhesión traerían las armas del rey a cuarteles con las de su común, y le apellidarían defensor y protector de su libertad. Aceptó el aragonés una oferta que tenía para él más de honrosa que de útil, y prometióles que partiría con su ejército hacia los campos de Padua, a condición de que todo lo que conquistase desde el río Adda hacia la ciudad de Venecia sería para él, y lo que desde el Adda hacia Milán tomase a los venecianos se aplicaría a la comunidad, con lo que se despidieron contentos aquellos embajadores (marzo, 1448).

El rey de Aragón y de Nápoles, después de haber enviado a los milaneses un socorro de cuatro mil caballos, invirtió el resto de aquel año en guerrear contra los de Florencia y el conde de Piombino. Ardía igualmente la guerra en Lombardía con los venecianos y el conde Sforza. En tal estado pasó el cardenal patriarca de Aquilea a verse con el rey de Aragón en el castillo de Trajeto (febrero, 1449). Allí quedó Concertado en nombre del consejo general de los Novecientos que representaban la señoría de Milán, que el rey don Alfonso los defendería y ampararía en su libertad contra cualesquiera enemigos, y les mantendría sus ciudades y conquistaría las que Sforza o los venecianos les tuviesen usurpadas, y que los milaneses darían al rey cada año cien mil ducados y costearían tres mil caballos y dos mil infantes durante la guerra. También declaró el rey que la ciudad de Parma quedaría libre como antes que la ocupara el conde Sforza, y puso por lugarteniente general en Lombardía a Luis Gonzaga, marqués de Mantua, que tan célebre se hizo después por su santidad. Mas ya aquel año se trató de poner término a la larga y funesta lucha que tan lastimosamente estaba destrozando las más bellas ciudades y los más hermosos países de la desgraciada Italia. Los unos y los otros enviaban sus embajadores al papa y al rey de Nápoles para que se sirvieran fomentarla o aceptarla. Instaba no obstante con tal empeño el conde Francisco Sforza al rey para que le recibiese en su protección, que le ofrecía en rehenes su mujer y sus hijos por que le asegurase la sucesión en el estado de Milán: intercedían por él los marqueses de Ferrara y de Mantua, y obligábase a servir al rey con cinco mil caballos en su empresa contra venecianos, con otras condiciones no menos ventajosas. Finalmente, manejóse el conde Sforza con tal habilidad, y llegó a tanto su poder, que se vieron obligados los milaneses a rendírsele y recibirle por señor, como a hijo adoptivo y legítimo sucesor del duque Filipo Visconti (1450).

Con esto sufrieron gran mudanza y tomaron muy diverso rumbo todas las cosas de Italia. Firmó el rey don Alfonso paz perpetua con la república de Florencia y con el señor de Piombino, quedando éste obligado a hacer cada año al rey y a sus sucesores el presente de un vaso de oro de valor de quinientos ducados; e hizo liga y confederación con Venecia, con las condiciones de que si se conquistasen los condados de Parma y Pavía serían del rey, pero Cremona y demás tierras de la otra parte del Adda quedarían de la república, y las demás ciudades y pueblos de este lado del Po y del Tesino se partirían por ambas partes entre los capitanes y señores que entraban en la liga (octubre, 1450).

Observábase ya en este tiempo un cambio notable en la conducta del conquistador de Nápoles. Aquel Alfonso que con tanta grandeza de ánimo, con tanto valor, intrepidez y constancia había comenzado y proseguido la empresa de Italia, que con tanta firmeza había soportado los trabajos y riesgos de una guerra continuada de treinta años, pagó su tributo a la flaqueza de la humanidad como tantos otros guerreros de gran corazón, y a una edad en que parecía deberían haberse amortiguado en él ciertas pasiones fue cuando se dejó aprisionar de las caricias de una dama llamada Lucrecia de Alañó, a cuyos amores tenía encadenada su voluntad, de manera que se tuvo por cierto que si hubiera dejado de vivir la reina doña María de Aragón, le hubiera dado su mano y su trono, como le había entregado su corazón y le prodigaba sus riquezas. Y aunque no dejaba de atender a las cosas de la guerra y del gobierno por medio de sus capitanes, y principalmente de su hijo el duque de Calabria, no era ya el hombre vigoroso y fuerte que había asombrado al Mediodía de Europa por su valor, su energía y su perseverancia.

Era sin embargo tan grande la fama y reputación de Alfonso de Aragón y de Nápoles, que todos los príncipes se apresuraban a solicitar su amistad y confederación. Habíala pedido el duque de Génova, la procuraron y obtuvieron Demetrio, déspota de la Romanía y de la Morea, que aspiraba a suceder en el imperio de Constantinopla, Jorge Castrioto, señor de Croya, y otros príncipes de Albania. El nuevo señor de Piombino le hizo reconocimiento, y el rey le declaró libre del vasallaje y feudo que había impuesto a su antecesor. Los barones de Cerdeña y de Córcega le rogaron que fuese, y muy especialmente los de esta última isla, a libertarlos de la opresión con que algunos los tenían tiranizados: pasó el rey allá con una armada, y hubiera acabado de recobrar los lugares que allí le tenían usurpados todavía, si no le hubiera obligado a regresar pronto la noticia de que los de Florencia andaban en secretos tratos, y enviaban disimulados socorros al conde Sforza, nuevo duque de Milán (1451), lo cual movió así al rey como a la señoría de Venecia a requerirles que desistiesen de ello. Lejos de producir este apercibimiento algún resultado favorable a la paz, renovóse al año siguiente la guerra en Toscana (1452), dirigida por el duque de Calabria Fernando, hijo del rey de Aragón, apoyado por la república veneciana.

De tal manera y con tal interés ocupaban al rey Alfonso de Aragón las guerras y los negocios ¡de Italia, que más parecía ya un monarca italiano que un rey español. Ni las excitaciones que le dirigían los catalanes y aragoneses para que regresase al seno de sus súbditos naturales, ni las graves escisiones que mediaban entre su hermano el rey don Juan de Navarra y el príncipe de Viana su hijo, ni la necesidad de su presencia en el reino para proveer de cerca en las discordias, pleitos y disensiones que sus hermanos don Juan y don Enrique traían con el rey y con los grandes de Castilla, nada bastaba a arrancar a Alfonso del suelo italiano. No sólo la guerra de Toscana, a donde se proponía ir en persona, llamaba entonces su atención con preferencia a los asuntos de la península española, sino que sabiendo que los turcos tenían cercada a Constantinopla, excitó con grande instancia al papa a que le ayudase a libertar la capital del imperio griego, en lo cual obraba con el celo de un verdadero rey cristiano, y como quien conocía la gran mengua y desdoro que recaería sobre todos los príncipes de la cristiandad y sobre la iglesia misma, si por descuido y falta de auxilio cayese en poder de los soldados de Mahoma y pasase a ser asiento del imperio del gran turco la que por tantos años había sido la segunda cabeza del mundo cristiano. Por desgracia los temores de Alfonso V de Aragón se realizaron, y antes que llegaran socorros de Roma se apoderaron los turcos al cabo de cincuenta y cuatro días de asedio de la gran Constantinopla (29 de mayo 1453), con muerte del último emperador cristiano Constantino Paleólogo y de toda la nobleza del imperio griego, ejecutando los enemigos en la ciudad vencida las más inauditas crueldades y estragos. Así acabó el imperio cristiano de Oriente, pasando desde entonces Constantinopla a ser la capital del imperio otomano: gran pérdida para la cristiandad, y afrenta y deshonra grande para los príncipes cristianos de aquellos tiempos.

Alarmado el papa Nicolás con la pérdida de Constantinopla y con la soberbia y pujanza que este triunfo había naturalmente de dar a los infieles, quiso borrar a fuerza de actividad y de energía la nota de negligencia de que pudiera acusarse a los soberanos, príncipes y potentados de las naciones cristianas, para poner a salvo los estados que pudieran verse más en peligro de ser amenazados por tan terrible enemigo. Proyectó, pues, una confederación general contra el turco, y como la primera necesidad para tan noble y provechoso intento era la paz entre los diferentes estados italianos, miserablemente destrozados entre sí y desgarrados y empobrecidos con tan largas guerras, uno de sus primeros cuidados fue exhortar al rey don Alfonso de Aragón y de Nápoles a que desistiese de la guerra de Toscana, y le ayudase a la grande obra de la pacificación universal de Italia, a cuyo efecto le envió su legado el cardenal de Fermo, para que le representase que aunque el peligro era común a toda la cristiandad, parecía sin embargo que el papa, el emperador Federico, el rey de Nápoles y la señoría de Venecia, tenían por sus circunstancias y por la situación de sus estados más estrecho deber de coadyuvar a aquel plan. Alfonso, que en ejecución de su propósito había ido ya la vía de Toscana, contestó al pontífice, que hubiera sido mucho mejor, más digno y más útil no desamparar a Constantinopla y socorrerla antes de ser tomada, que tratar de recuperarla después de haberse apoderado de ella el enemigo; lamentaba que se hubiera dado lugar a aquel escándalo; exponía las dificultades que ofrecía la empresa, en ocasión que el turco se hallaba tan envalentonado y fuerte; pero al propio tiempo aplaudía los buenos deseos del papa, y se prestaba a ayudarlos, protestando que en la guerra con los florentinos no llevaba intención de sojuzgarlos sino de reducirlos a la liga, por cuya razón desistiría de ella tan pronto como los de Florencia dejasen de favorecer al duque de Milán, y contribuiría gustoso a la pacificación general de Italia.

En su vista, y habiendo el papa instado a todos los príncipes italianos a que enviasen sus embajadores a Roma para tratar de la paz universal y convertir las armas de todos en favor de los estados del imperio griego, los enviados de Alfonso de Aragón expusieron en nombre del rey que si los florentinos le daban seguridad de no ayudar a Francisco Sforza era muy contento en admitirlos en la liga con él y con la señoría de Venecia; y en cuanto al conde Sforza, contentábase con que dejara a Venecia las tierras de aquella parte del Adela: y por lo que el rey pretendía contra él se allanaba a que el papa fuese el árbitro y medianero entre los dos. Con estos precedentes ajustóse al fin la paz entre el conde Sforza de Milán y la república de Venecia (marzo, 1454), y aprobada por el rey de Aragón se procedió a publicarla con general satisfacción y contento. Las cosas fueron marchando con tendencia a una general reconciliación; y en principio del año siguiente (1455) se acordó y firmó paz y amistad entre don Alfonso de Aragón y de Nápoles, el duque de Milán y la república de Florencia, confirmándose la que se había hecho entre venecianos y milaneses, aprobándose igualmente una liga que se había concertado entre Venecia, Florencia y Milán, quedando reservado al duque y república de Génova que pudiese entrar en la general confederación. El pontífice aceptó y confirmó la liga para emplear las fuerzas comunes de todos aquellos príncipes y naciones en la guerra contra turcos e infieles.

Poco tiempo sobrevivió el papa Nicolás V. a la grande obra de la pacificación general de Italia, puesto que a los dos meses falleció con el deseo de ver convertidas todas las fuerzas de la cristiandad contra los turcos. Ocupó entonces la silla apostólica (8 de abril de 1455) el español Alfonso de Borja, cardenal de Valencia, descendiente de una pobre familia de Játiva, pero varón muy letrado en los derechos civil y canónico, aunque de carácter altivo y presuntuoso, y de elevados pensamientos, el cual tomó el nombre pontifical de Calixto III. Con mucha alegría recibió el rey don Alfonso la nueva de la elevación al sumo pontificado de un natural de sus reinos, hechura suya además, y que le debía la púrpura cardenalicia, y así fue que le envió la embajada más solemne que jamás se había visto para felicitarle por su ensalzamiento y darle la obediencia de sus reinos como a pontífice canónicamente elegido, suplicándole además que concluyese el proceso de la canonización del gran taumaturgo valenciano fray Vicente Ferrer, cuya instancia tenía hecha con el papa Nicolás y por su enfermedad no se pudo concluir. Mas no pasaron muchos días sin que el rey de Aragón experimentara cuán desfavorables disposiciones abrigaba respecto a su persona el nuevo papa su compatricio, por cuya elevación había hecho tan solemnes demostraciones de gozo. Además de algunas desavenencias promovidas entre ellos por razón de tal cual señorío de Italia, quejábase el papa al rey de que habiéndole enviado la bula de la cruzada para la expedición contra los turcos, no había producido ningún resultado y excitábale a ella como a principal ejecutor y caudillo. Contestóle el rey con mucha entereza, que aunque estimaba en mucho el don de Su Santidad, creía que para una expedición como aquella se necesitaba algo más que una bula; que si había diferido su empresa, era porque pensaba que otros príncipes de Europa más poderosos que él y no menos obligados habrían abrazado aquella causa; pero que viéndolos tan descuidados, y puesto que Su Beatitud le requería a él sólo con tanta instancia, sabría hacer su deber como príncipe católico. Comenzó pues el rey de Aragón a hacer sus aprestos de campaña, a aparejar naves y juntar ejércitos, además de muchas compañías que ya había enviado a Albania, y congregando su consejo en Nápoles declaró su voluntad con el siguiente notable razonamiento:

«Yo hablé con vosotros los días pasados sobre lo de la empresa de los turcos, y por ser cosa tan grande he esperado cómo se moverían otros, y he diferido el determinarme en ello. Ya veis que los reyes y príncipes cristianos, mirándonos unos a otros, dormimos; y así el ánimo y osadía del enemigo siempre se aumenta y crece, para ofender a la religión cristiana. Yo considero haber recibido grandísima gracia de Nuestro Señor sin merecimientos míos, y reconozco que hay en el mundo otros reyes y príncipes, que por saber y poder son más dispuestos que yo para emprender y llevar tanta carga; mas visto que por todos se mira y ninguno se apareja ni dispone, queriendo satisfacer a infinitas mercedes que de Nuestro Señor he recibido, no cuanto se debe mas cuanto yo abasto, por su servicio y de la iglesia estoy dispuesto y deliberado poner mi persona y estados en defensa de la cristiandad y en ofensa del turco. De aquí adelante ya tengo la mayor parte de mi vida pasada, por tener sesenta años o muy cerca de ellos, y hasta aquí toda la he despendido en servicio del mundo, y paréceme cosa razonable distribuir en servicio de Dios lo que me resta. Cuando yo tomé la empresa de este reino, lo hice movido de la justicia que en él tenía, y por conquistar lo que derechamente me pertenecía; lo cual después de muchos trabajos y gastos Nuestro Señor lo ha traído al fin por mi deseado, según que veis. Si lo que a mí tan solamente tocaba lo ha enderezado tan prósperamente, ¿qué tengo de esperar de aquello que a él principalmente toca, y por quien yo lo delibero emprender? En esto yo no pongo cosa ninguna mía. La persona y vida, y los estados y bienes de él lo tengo. Ofrézcoselo, que suyo es, y ríndole lo que dél he, y por él lo poseo. Tengo firme y segura esperanza que mi propósito y empresa traerá a bienaventurado fin. Aun me acuerdo que en nuestros días, en gran deservicio de Dios y en ofensa de la fe católica, un rey ha sido preso y hecho tributario a infieles, y otro murió en batalla y le fue cortada la cabeza; y últimamente ha sido muerto el emperador, y se ha perdido la ciudad y imperio de Constantinopla, que era a nosotros una talanquera, y han venido a poder de infieles tantas iglesias y reliquias y cosas sagradas indignamente y sin alguna reverencia, que son cosas que a mi mucho me inducen a seguir esta empresa: y si a vosotros parece lo contrario, estaré a lo que me aconsejaredes.» Oído este discurso, todo el consejo, sin discrepar un sólo individuo, le aplaudió alabando su santo y animoso propósito, y todos ofrecieron sus personas, vidas y bienes al servicio del rey para la prosecución de tan cristiana empresa.

A pesar de esto ni el papa Calixto se mostró nunca propicio al rey de Aragón, ni éste realizó su empresa contra los turcos. Por el contrario, habiendo don Alfonso determinado visitar sus reinos de España (1456), así por satisfacer el deseo general de sus súbditos y pagarles esta deuda, como por ver de concordar al rey de Navarra con el príncipe de Viana su hijo, despachó a Roma al conde de Concentaina para que secretamente comunicase al papa el pensamiento de su venida, puesto que en Italia habían cesado las guerras y había paz universal. Mas como al propio tiempo llevase encargo de rogarle de parte del, rey que para mayor seguridad se dignara otorgarle de nuevo las bulas de investidura del reino de Nápoles y de los vicariatos de Benevento y Terracina para sí y para el duque de Calabria su hijo, y como el papa diese tales excusas que el conde entendiera que las negaba casi abiertamente, por estrechar al pontífice se propasó a hacerle fuertes reconvenciones y a decirle cosas muy duras. Recordóle los beneficios y favores que había recibido del rey de Aragón; le echó en cara haber creado cardenales en un sólo día a dos sobrinos suyos, cosa hasta entonces no vista en ningún papa, tuvo la audacia de decirle que se acordase de su nacimiento y del lugar de Canales, donde aprendió a leer y cantó la primera epístola en la iglesia de San Antonio, con otras expresiones no menos agrias y ofensivas a la dignidad pontifical, a las cuales contestó el papa también muy duramente, y despidió al conde echándole su apostólica maldición. Viendo el rey don Alfonso la negativa del papa, que comprendió era dirigida a no confirmar al duque de Calabria su hijo en la sucesión del reino, y considerando el carácter duro del papa a pesar de su edad octogenaria, procuré tener de su parte al rey de Castilla (que lo era ya a este tiempo Enrique IV) para el caso en que resolviese apartarse de la obediencia del pontífice Calixto.

Hízose pues un pacto de concordia y amistad entro los reyes de Castilla y de Aragón por medio del marqués de Villena y de Ferrer de Lanuza, por el que se ofrecían y juraban darse mutuo favor y ayuda contra todos sus enemigos. Había prometido también el marqués de Villena, entre otras cosas, que cuando el rey de Aragón quitase la obediencia al papa, baria lo mismo el rey de Castilla, y que si el pontífice Calixto muriese, ambos reconocerían al que fuese nuevamente ensalzado a la silla pontificia. Mas el monarca castellano contestó después, que en lo tocante a la obediencia mirase bien lo que se debía al pontífice y lo que a ellos como a príncipes cristianos les correspondía nacer, y que considerase también que se trataba de un papa español y natural del reino de Valencia. Con esta contestación limitóse el aragonés a procurar desviar al pontífice del propósito que tenía, que era de no dar lugar a la sucesión del duque de Calabria.

Ocuparon al rey don Alfonso en sus últimos años las diferencias entre el rey de Navarra y el príncipe su hijo, de que daremos cuenta en su lugar, y que se comprometieron en sus manos (1457). Pero ni efectuó el viaje que tenía proyectado a España, ni realizó la expedición que había preparado contra los turcos, y lo que hizo fue emplear una gran flota contra la república de Génova, a fin de poner en ella gobernadores de su devoción y parcialidad, y a intento de que el rey de Francia no se apoderase de aquella señoría (1458).

Proseguíase con gran furia la guerra de Génova, cuando se cumplió el plazo señalado por la providencia al reinado y a los días de Alfonso V de Aragón. Una enfermedad de poco más de dos semanas acabó con su existencia en el castillo del Ovo de Nápoles (27 de junio, 1458), a los sesenta y cuatro años de edad, y a los cuarenta y dos de un reinado activo y laborioso. En su testamento nombró por sucesor en el reino de Nápoles a su hijo Fernando duque de Calabria, dejando los reinos de la corona de Aragón a su hermano el rey don Juan de Navarra y a sus descendientes, conforme al testamento del rey don Fernando su padre. Y fue muy de notar que en aquel documento no hiciese mención alguna de la reina de Aragón doña María su esposa, siendo como era tan excelente princesa, de tan señalada honestidad y tan estimada por sus virtudes, lo cual hace verosímil la especie que arriba apuntamos y que algunos afirman de haber pensado repudiarla por casarse con aquella Lucrecia de Alañó, a quien había entregado su voluntad. Dejó también ordenado en su testamento que se distribuyesen sesenta mil ducados en la armada que había de ir contra el turco, y que su cuerpo fuese trasportado lo más brevemente posible al monasterio de Poblet en Cataluña, encargando le enterrasen a la entrada de la iglesia en la tierra desnuda, para que fuese ejemplo de humildad.

No pueden negarse a Alfonso V de Aragón grandes cualidades como príncipe y como guerrero: esforzado, enérgico e infatigable en las guerras; prudente, magnánimo y justo en el gobierno, menos severo que clemente, y casi siempre benéfico y liberal, no extrañamos que el cronista de Aragón diga con cierta especie de entusiasmo, a despecho de algunos escritores italianos que han intentado zaherirle: «que fue el más esclarecido príncipe y más excelente que hubo en Italia desde los tiempos de Carlomagno.» Si a algunos pudo parecer ambicioso por su afán de conquistar a Nápoles, a cuya corona se creyó con más derecho que otro alguno, debió dejar de parecerlo cuando renunció la herencia de Milán con que se le convidaba, y declaró no ser su intención sojuzgar otros estados italianos.

El defecto que hallamos al largo reinado de Alfonso V es haber sido todo extranjero. Enamorado de la bella Italia, donde pasó toda la segunda mitad de su vida, Alfonso desde que conquista a Nápoles, reina más en Italia que en Aragón. Es un monarca que extiende a extraños países las glorias aragonesas, que se hace como el centro y el eje de toda la política de Europa, y que abre y desembaraza un nuevo campo de gloria a los reyes de España sus sucesores; pero estas glorias exteriores ejercen sobre Aragón una influencia más brillante que provechosa, más funesta que útil.

Creemos también que con la presencia de Alfonso en Aragón hubieran podido tener solución más favorable y pronta las largas y reñidísimas contiendas que allí se debatían entre los reyes y príncipes de Navarra y de Castilla, y que debieron ser para él preferibles a las cuestiones de Génova, de Milán, de Venecia, de Florencia y de Turquía. En otra parte le juzgaremos más detenidamente.

 

CAPÍTULO XXIX.

JUAN II EL GRANDE EN NAVARRA Y ARAGÓN.

De 1425 a 1479.