CAPÍTULO XXVII.
CONCLUYE EL REINADO DE DON JUAN II DE CASTILLA. De 1419 a 1454.
Dejamos
a don Juan II de Castilla, apenas había cumplido los catorce años, reconocido y
jurado como mayor de edad en las cortes de Madrid (1419), encargado ya por su
persona de la gobernación del reino, y casado con su prima doña María, hija del
rey don Fernando de Aragón su tío. En los reinados de menor edad suele
acontecer, y de ello nos ha suministrado varios ejemplos la historia de
Castilla, que el período agitado, turbulento y crítico es el espacio que dura
la minoría del rey, el período de las tutorías y de las regencias; comúnmente
se sosiegan las borrascas, o navega a pesar de ellas la nave del Estado cuando
el rey toma con mano firme el timón y dirige por sí mismo el gobernalle. No
aconteció así en el reinado de don Juan II, que regido durante su infancia por
un diestro y hábil piloto, cual era su tío el infante don Fernando, sufrió los
mayores embates y vaivenes desde que el gobierno se puso en manos del rey:
efecto en gran parte de su condición inestable y ligera, de su negligencia en
lo concerniente a la administración del Estado, de sus fáciles e indiscretas
transiciones de las caricias al enojo, en parte también de las ambiciones,
envidias y rivalidades de los magnates, que durante su menor edad habían vuelto
a envalentonarse y a engreírse y a querer dominarlo todo.
Como
un medio término para concordar las diferencias entre los grandes, se discurrió
que quince prelados y caballeros constituyeran el consejo del rey, alternándose
y relevándose de cinco en cinco en cada tercio del año. Mas como hubiera
seguido en auge la privanza de don Álvaro de Luna, que podía en el ánimo del
joven monarca más que todos los consejeros juntos, quien a su sombra y bajo su
influjo gobernaba verdaderamente el reino era Juan Hurtado de Mendoza,
mayordomo mayor del rey, casado con una prima del don Álvaro, llamada doña
María de Luna. A las rivalidades y contiendas consiguientes entre los prelados
y señores del consejo, se agregaban las influencias de los infantes de Aragón,
don Juan y don Enrique, hijos del rey don Fernando de Aragón, a quienes su
padre había dejado ricamente heredados en Castilla, y a quienes su cuna y
su inmediato deudo con el rey aproximaba naturalmente al trono. Mayores en edad
que el rey su primo los dos infantes, y con más experiencia que él de mundo y
de negocios, ambos aspiraban a apoderarse de la autoridad dominando en el
corazón de un monarca inexperto y débil. Mas lejos de marchar acordes los dos
hermanos, eran rivales entre sí, y cada cual procuró hacerse un partido entre
los grandes de la corte; y así fue que se partieron estos en dos bandos, los
unos que seguían al infante don Juan y a don Pedro su hermano, que andaba unido
a él, como eran el arzobispo de Toledo don Sancho de Rojas, el conde don
Fadrique y Juan Hurtado de Mendoza; los otros que se adherían a don Enrique,
como el arzobispo de Santiago, don Lope de Mendoza, el condestable don Ruy
López Dávalos, el adelantado Pedro Manrique y Garci Fernández Manrique. Pero
todos ellos trabajaban por ganar el favor del doncel don Álvaro de Luna, que
era el que en realidad disponía de la voluntad del rey.
Llevaba
el partido del infante don Juan al de don Enrique la ventaja de contar con Juan
Hurtado de Mendoza y con Fernán Alonso de Robles, por cuyos consejos se guiaba
don Álvaro. Se afanaba en cambio don Enrique por estrechar más su deudo con el
rey, casándose con la infanta doña Catalina su hermana, cuyo matrimonio
contradecían enérgicamente los consejeros del de Luna, y el cual repugnaba ella
misma también.
En
tal situación, habiendo ido el infante don Juan a Navarra a celebrar sus bodas
con la princesa doña Blanca, se aprovechó su hermano don Enrique de aquel accidental apartamiento para
dar un atrevido golpe de mano que le llevara derechamente al cumplimiento de
sus designios. Hallábase el rey don Juan muy tranquilo en su palacio de
Tordesillas, cuando una mañana del mes de julio (1420) antes de amanecer se vio
sorprendido en su misma cama, a cuyos pies dormía don Álvaro de Luna (que era
la mayor honra y confianza que podía recibirse entonces de un rey), por don
Enrique y su gente, que le decían: «Levantaos, señor, que tiempo es.—Buena
gente, preguntó el rey sobrecogido ¿tan de mañana, dónde?»—Esto acontecía
cuando ya el infante, que había penetrado por sorpresa en el palacio con
trescientos hombres de armas, había arrestado en su estancia a Juan Hurtado de
Mendoza, a quien cogió durmiendo en compañía de su esposa doña María de Luna, y
le tenía asegurado igualmente que a otros oficiales de la real casa. Procuró
don Enrique tranquilizar al rey, diciéndole que todo aquello lo hacía por su
mejor servicio, y por alejar de su palacio y consejo algunas personas que no le
convenían, pero que esto no iba con don Álvaro de Luna, a quien tenía por muy
digno de conservar la confianza del rey por su lealtad. Dueño, pues, don
Enrique del palacio y de la persona del monarca, hizo publicar por las ciudades
y villas del reino que todo aquello se había ejecutado con conocimiento y
beneplácito del rey. Mas como el infante don Juan, que sólo se detuvo cuatro
días en Navarra, se hallase ya de vuelta en Castilla, y no faltase quien le
informara de lo acontecido en Tordesillas, y de que la voluntad del rey era de
salir del poder de don Enrique, juntó los prelados y nobles de su bando, entre
los cuales se hallaban el arzobispo de Toledo, los adelantados de Castilla y
Galicia y otros muchos magnates, reunió sus lanzas y escribió a todas las
ciudades del reino, noticiándoles el atrevimiento y desacato de su hermano para
con el rey, y exhortándolas a que se uniesen con ellos para acordar lo que
mejor cumpliese al servicio y bien común de los reinos. Noticioso de esto don
Enrique, despachó otras cartas firmadas por el rey a los procuradores de las
ciudades, prohibiéndoles que se juntasen con don Juan y los suyos, y sin
embargo no pudo impedir que se incorporasen a don Juan multitud de prelados,
nobles, caballeros y oficiales reales.
Trabajaba
cuanto podía la reina viuda de Aragón, doña Leonor, madre de los dos infantes,
por concertar a sus dos hijos, y andaba diligente y congojosa de un campo a
otro haciendo oficios de mediadora para ver de evitar un rompimiento y que
disolviese cada uno la gente armada que tenía. Don Juan se hallaba con los
suyos en Olmedo; Don Enrique se había trasladado con el rey a Ávila, donde se
veló el monarca con doña María su esposa (agosto, 1420). Allí convocaron a
cortes a los grandes y procuradores del reino para que sancionasen lo hecho en
Tordesillas, presentándolo como ejecutado a gusto y libre voluntad del
soberano. El rey lo declaró así en un discurso, y todos lo aprobaron, excepto
los procuradores de Burgos, que protestaron contra la legalidad de una asamblea
en que faltaban las primeras dignidades del Estado y la mayor parte de los
oficiales mayores del rey, como eran el infante don Juan, el arzobispo de
Toledo y otros prelados, el almirante, los adelantados, los mariscales, el
canciller, justicia, mayordomo, alférez mayor y otros personajes de la primera
representación. De Ávila llevó don Enrique al rey a Talavera, donde al fin
logró el infante otro de los objetos que ardientemente deseaba, que era
desposarse con su prima la infanta doña Catalina; enlace que maravilló a todos,
porque sabían y era público que ella le había resistido siempre, pero cuya
realización entraba entonces en los planes de don Álvaro de Luna. El rey dio en
dote a su hermana el marquesado de Villena con todas sus villas, lugares y
castillos, y otorgó el título de duque al infante su esposo.
A
pesar de estas exteriores demostraciones y de la declaración solemne que el rey
don Juan había hecho en las cortes de Ávila, deseaba salir del cautiverio en
que le tenía don Enrique, y así lo manifestó a su íntimo confidente don Álvaro
de Luna, para que viese el medio de sacarle de Talavera sin que de ello se
apercibiesen el infante y los de su parcialidad. Don Álvaro pensó desde
entonces en la manera de libertar al monarca su amigo; y como observase que el
infante desde que era casado dejaba el lecho más tarde de lo que antes tenía de
costumbre, una mañana, a la hora del alba (29 de noviembre), de acuerdo con el rey,
salieron juntos de la villa a caballo con sus halcones y sus halconeros,
aparentando ir de caza con unos pocos caballeros deudos del de Luna, como en
otras ocasiones lo acostumbraban a hacer. Cuando el infante se
apercibió de su salida, ya los fugitivos se habían puesto en franquía a buen
trecho de la población, y por más prisa que después se dieron don Enrique y sus
caballeros y hombres de armas para salir en persecución del rey y de don Álvaro
a todo cabalgar, ya no pudieron darles alcance: pasando trabajos y vadeando
ríos, lograron estos ganar el castillo de Montalbán, en tierra de Toledo,
célebre por haber sido una de las primeras mansiones de la ilustre y famosa
dama del rey don Pedro, doña María de Padilla. Al día siguiente el condestable
Ruy López Dávalos y los caballeros y gente armada del infante, sentaron su real
sobre el castillo, y don Enrique, que se había vuelto a Talavera, acudió de
allí a pocos días al real, llevando consigo la reina y la infanta su mujer.
Hallábase
el castillo tan desprovisto de mantenimientos, que no había en él sino algunos
panes y una corta medida de harina; y aunque el rey despachó cartas por los
pueblos para que le acudiesen con viandas, así los proveedores como la gente
que iba en su defensa eran interceptados por las tropas del infante, de manera
que con ser los del castillo tan pocos, se vieron en la necesidad de mantenerse
de la carne de sus propios caballos, habiendo sido el del rey el primero que
para esto se mató. Como enviado del cielo fue recibido en la fortaleza un
portero del rey que con gran disimulo pudo introducir algún pan cocido y un
queso. Y cuéntase de un buen pastor que guardaba allí cerca su ganado, el cual,
noticioso de la extrema penuria que su rey y señor padecía, se llegó a la
puerta del castillo, rogó que le enseñaran al rey, y cuando le vio le alargó
una perdiz que oculta llevaba, diciendo: rey, toma esa perdiz. A tal extremidad
se hallaba reducido por sus propios súbditos y por su propia debilidad y
flaqueza el sucesor de los Alfonsos y de los Fernandos de Castilla. Avisado el
infante don Juan por el rey de la congoja en que se encontraba, igualmente que
el arzobispo de Toledo y demás próceres del bando enemigo de don Enrique, no
tardaron en reunir una hueste numerosa, con la cual se hallaron prontos y
dispuestos a acudir en socorro del asediado en Montalbán. Con esto se atrevió
ya el rey a intimar a don Enrique que dejase las armas y licenciase su gente so
pena de incurrir en su enojo, a lo cual contestaba el infante que sólo lo haría
cuando diese igual mandamiento a su hermano y viese que éste lo ejecutaba, pues
de otro modo no podía consentir en quedar desarmado. Replicábale el rey que lo
hiciese sin condición alguna, puesto que don Juan y sus caballeros eran
llamados por él y estaban a su servicio.
Finalmente,
a los veinte y tres días de asedio y de miserables padecimientos, puestos de
acuerdo el rey y don Álvaro con el infante don Juan y los suyos para proteger
su salida de Montalbán, determinaron aquellos abandonar el castillo para
trasladarse otra vez a Talavera. A las márgenes del Tajo los esperaban ya los
infantes don Juan y don Pedro con los caballeros de su séquito y hasta tres mil
lanzas (23 de diciembre). Cuando llegaron los del castillo, los infantes
libertadores besaron las manos al rey, que les hizo un afectuoso recibimiento.
Cruzáronse entre ellos palabras y discursos de amistad, de cariño y de
cortesanía, ofrecimientos por una parte y protestas de gratitud por otra, y
juntos proseguían el camino de Talavera. Acordóse en consejo que el infante y
los suyos se quedasen en Fuensalida, mientras el rey despachaba en Talavera
algunos negocios que cumplían a su servicio.
Por
más que el de Luna procuraba tener al infante don Juan a cierta distancia de la
corte y del rey, no podía evitar la influencia que le daban lo numeroso y
fuerte de su bando y su carácter de libertador. Así fue que el rey le otorgó
cuantas peticiones le hicieran el infante y los suyos, complaciéndole hasta en
poner en su consejo las personas que aquel le designaba. En cuanto a don
Enrique, manteníase en Ocaña en la misma actitud guerrera, negándose a
«derramar su gente,» como entonces se decía, por más requerimientos que para
ello le hacia el rey (1421). En pena de tan obstinada desobediencia a sus
mandatos, y noticioso el monarca de que el infante y su esposa doña Catalina
habían enviado a tomar posesión de los lugares y castillos del marquesado de
Villena que había dado en dote a su hermana, mandó que les fueran secuestradas
las villas de que se hubiesen posesionado, y restituyó el marquesado a la
corona. Contravino igualmente a este mandato el infante, resistiéndose a
entregar un señorío que poseía en virtud de privilegio rodado, sellado y
firmado por el rey. Pleito fue este en que intervinieron y mediaron varias
veces sin fruto, así la reina viuda de Aragón como los procuradores del reino,
puesto que el rey a nada cedía mientras el infante no desarmase y disolviese su
gente, y el infante contestaba siempre que no se contemplaba seguro ni esperaba
le fuesen satisfechos sus agravios sino de aquella manera. Las cosas llegaron
tan a punto de rompimiento, que el rey llamó otra vez en su ayuda al infante
don Juan, y unos y oíros andaban armados por los pueblos de Castilla, cada cual
con su hueste, en continuo peligro de venir a las manos donde quiera que se
encontrasen.
Al
fin, viendo el infante menguar cada día más su partido, y que no le valían ni
protestas, ni suplicas, ni intercesiones, se resolvió a licenciar los dos mil hombres
de armas y trescientos jinetes con que entonces contaba, quedándose sólo con el
condestable Ruy López Dávalos, el adelantado Pedro Manrique, y Garci Fernández
Manrique su mayordomo mayor. En su consecuencia el rey derramó también su
gente, dejando sólo mil lanzas para que de continuo anduviesen con él y le
acompañasen. Seguidamente mandó a don Enrique que compareciese en la corte con
sus caballeros, para acordar con ellos, con los infantes sus hermanos y con los
prelados y grandes del reino lo que cumpliese a su servicio, y en particular
sobre el dote que había de dar a la infanta doña Catalina su esposa. Negóse
también el infante de Aragón a presentarse en Toledo, donde se hallaba la
corte, so protesto de contar en ella muchos enemigos y evitar las discordias y
escándalos que pudieran sobrevenir, añadiendo que los negocios en que se
creyera deber consultarle se podrían tratar por medio de mensajeros. Grande
enojo causó al rey esta respuesta, y como le ordenase que designara quiénes
eran sus enemigos, fueron tantos los que don Enrique señaló, comenzando por su
hermano don Juan y el arzobispo de Toledo, y tantas las demandas que le hizo, y
las embajadas que le envió, y las condiciones que le ponía, que indignado ya el
rey y no pudiendo sufrir más, mandó a todos sus hombres de armas que se
aparejasen y previniesen para ir donde quiera que el infante se hallase (1422). Impúsole a éste aquella actitud, y visto que no le quedaba otro remedio,
envió a decir al rey que estuviese seguro y cierto de que para el H de junio se
vería con él en Madrid, a donde el monarca se dirigía en unión con el infante
don Juan y todos los grandes de la corte. Presentóse, en efecto, don Enrique en
el alcázar de Madrid el día que había ofrecido, y besó respetuosamente la mano
al rey don Juan. Mas otro día llamado a su presencia y ante todo el consejo, se
leyeron unas cartas escritas por el condestable Dávalos y selladas con su
sello, por las que aparecía haber estado en tratos con el rey moro de Granada y
excitadole a que entrase en Castilla con el favor de don Enrique y de los
caballeros de su bando, a fin de vengar los agravios que recibían del rey.
Inútiles fueron los esfuerzos que hizo don Enrique para justificarse: él y su
mayordomo Garci Fernández fueron puestos en prisión, confiscados todos sus
bienes, lugares y castillos, secuestrada y repartida la plata del condestable
Ruy López, el cual tampoco se hubiera libertado de la prisión si no se hubiera
refugiado con la infanta doña Catalina, la esposa de don Enrique, a la ciudad de
Valencia, al abrigo del rey de Aragón Alfonso V su cuñado.
Pero
habíase instruido proceso contra el condestable Dávalos, y seguidos los
trámites de justicia, se pronunció sentencia condenándole a perder sus dos
cargos de condestable de Castilla y adelantado del reino de Murcia, con todos
sus bienes, muebles e inmuebles, villas, lugares, fortalezas y maravedís, que
eran muchos, los cuales fueron distribuidos entre el infante don Juan, el conde
don Fadrique, el almirante, el adelantado mayor de Castilla, el justicia mayor
del rey y otros oficiales de la corte. Entonces fue elevado a la dignidad de
condestable el privado don Álvaro de Luna (1423), a quien antes había dado ya
el rey las villas de Santisteban de Gormaz, Ayllón y otras, y quiso que se
nombrase condestable de Castilla y conde de Santisteban, celebrándose ambas
investiduras en Tordesillas, con danzas, torneos, «entremeses» y otros
brillantes espectáculos, en los cuales lució el de Luna su esplendidez,
regalando a los justadores muchas mulas y caballos, «bordaduras e intenciones
de muy nuevas maneras (dice su crónica), y muy ricas cintas, y collares, y
cadenas, y joyas de grandes precios, y con finas piedras y perlas, y muy ricas
guarniciones de caballos, en tal manera que toda aquella corte relumbraba e
resplandecía.»
Las
reclamaciones que don Juan II de Castilla hacía a su cuñado D. Alfonso V de
Aragón para que le entregase las personas de la infanta doña Catalina su
hermana y de los caballeros del bando de don Enrique que se habían refugiado en
aquel reino, produjeron serias contestaciones y embajadas entre ambos monarcas.
Lejos de acceder el aragonés a la entrega de unas personas, con alguna de las
cuales le ligaban estrechos lazos de parentesco, y todas protegidas en su asilo
por las leyes aragonesas, dolíale ver a su hermano don Enrique encerrado en una
prisión. Para tratar estos puntos solicitó por medio de embajadores tener unas
vistas con el rey de Castilla. Esquiváronlas, porque las temían, los consejeros
castellanos, los cuales a su vez propusieron al de Aragón que en lugar del rey
pasaría a verse con él la reina de Castilla doña María su hermana. La conducta
y las contestaciones de la corte de Castilla (1424) disgustaron de tal modo al
aragonés, que aunque a la sazón le ocupaba mucho la empresa de la conquista de
Nápoles (según referiremos en la historia de aquel reino), concibió el
pensamiento de entrar él mismo en Castilla, so pretexto de tratar personalmente
con el rey, a cuyo fin mandó reparar y abastecer las fortalezas fronterizas de
este reino. Alarmó esta noticia al rey don Juan, que se hallaba entonces en
Burgos, donde se había dispuesto jurar por heredera del trono a su segunda hija
doña Leonor, por muerte de la princesa primogénita doña Catalina; y además de
ordenar también que se fortificaran las fronteras de Aragón, hizo llamamiento a
los procuradores de doce ciudades, para entender con ellos en lo que por la
parte de Aragón pudiera sobrevenir.
Así
las cosas, vino a llenar de júbilo al rey y a los reinos el nacimiento de un
príncipe en Valladolid (5 de enero, 1425), a quien se puso por nombre Enrique,
destinado por la providencia a reinar después de su padre, y que fue jurado
príncipe de Asturias en medio de grandes fiestas en las cortes generales que se
tuvieron en Valladolid, predicando el obispo de Cuenca, que le bautizó, sobre
el tema: un niño nos ha nacido.
Consultados
los prelados, grandes, caballeros y procuradores de las ciudades reunidos en
aquellas cortes, lo que debería hacerse en lo relativo al rompimiento que
amenazaba por Aragón, después de muchos debates y contrarios pareceres se
acordó que si el aragonés se obstinase en entrar en Castilla se le resistiese
poderosamente, más que si no lo ponía por obra, se le enviasen embajadores para
hacer las debidas protestas. Complicó este negocio el llamamiento que el
aragonés hizo al infante don Juan su hermano mandándole comparecer en su reino
so pena de incurrir en su real desagrado. Vacilaba el infante, en la
alternativa de tener que enojar a uno de los dos monarcas, hermano el de
Aragón, deudo y amigo el de Castilla. Al fin, diole éste su licencia y aún su
poder para que arreglase sus diferencias con el de Aragón, como si fuese su
propia persona, y con este permiso partió el infante y se incorporó en Aragón
con su hermano, que le recibió con mucha alegría.
Falleció
por este tiempo repentinamente (6 de septiembre, 1425) el buen rey de Navarra
Carlos el Noble. Y como la sucesión de aquel reino recayese en
la infanta doña Blanca, la esposa del infante de Aragón don Juan, en Navarra se
proclamó aquella princesa, y en el real de Aragón donde se hallaban los dos
hermanos se alzó y paseó el pendón de Navarra gritando en alta voz: ¡Navarra, Navarra, por el rey don Juan y por
la reina doña Blanca su mujer! Quedó, pues, aclamado el infante don Juan,
rey de Navarra, que es como en adelante le llamará la historia: y de este modo tres
hijos de don Fernando el de Antequera se sentaban a un tiempo en los tres
tronos de España, don Alfonso en Aragón, doña María, mujer de don Juan II en
Castilla, y don Juan en Navarra; pronóstico ya más claro de que no habrían de
tardar en reunirse los tres reinos.
Restábales
a los dos monarcas resolver la cuestión de su tercer hermano don Enrique, preso
por el de Castilla en la fortaleza de Mora, y cuyo rescate y libertad era todo
el afán del aragonés, pero a lo cual se oponían el rey y los magnates castellanos,
así porque conocían el carácter bullicioso, osado, valiente y vengativo de don
Enrique, como por que sentían tener que restituir la parte que a cada uno había
tocado en el secuestro de los bienes y señoríos del infante. Mediaron sobre
esto multitud de embajadas y negociaciones entre los dos hermanos monarcas de
Navarra y Aragón de una parte y el rey de Castilla de otra, y cuando ya éste,
por evitar un rompimiento con aquellos dos reinos y por consejo de su gran
privado don Álvaro de Luna, se decidió a poner en libertad al infante,
suscitáronse nuevas y no menos graves contestaciones y dificultades sobre el
modo y la persona a quien debía de hacerse la entrega, cruzándose tantas
proposiciones y reparos, que, como dice la crónica, «sería grave de escribir, y
enojoso de leer todos los tratos que en esto pasaron.» Por último, se acordó
que fuese entregado al rey de Navarra, y que éste le retendría en su poder
hasta que el de Aragón disolviese su ejército y diese seguridades de paz a
Castilla. De esta manera salió de la prisión el infante don Enrique, cuya
libertad había de ser después tan funesta al trono y a la monarquía castellana.
Vino
luego el rey de Navarra a Castilla para hacer que se cumpliese en todas sus
partes lo pactado respecto del infante con el rey de Aragón. Tratábase lo
primero de devolverle todas las rentas que se le habían secuestrado, con más
los atrasos que en cuatro años no se habían satisfecho de los mantenimientos
que a él y a la infanta su esposa eran debidos, y de que a ésta la heredase
según su padre lo había dejado ordenado en el testamento. Era esto en ocasión
que el tesoro estaba exhausto, y los procuradores del reino dirigían al rey una
petición secreta, en que le advertían mirase que las rentas del Estado no
bastaban a sufragar sus dispendios y prodigalidades, pues en mercedes y
quitaciones subía a veinte cuentos de maravedís lo que cada año aumentaban los
gastos desde la muerte del rey don Enrique, suplicándole so obligase a no hacer
ninguna merced nueva hasta la edad de veinte y cinco años. Pidiéronle también
los procuradores que suprimiese y licenciase las mil lanzas que le acompañaban
de continuo, y cuyo sostenimiento costaba ocho cuentos de maravedís anuales,
puesto que el reino se hallaba en paz (1426), y no había necesidad de aquella
gente armada. El rey lo resistió cuanto pudo, pero los procuradores porfiaron
tanto en esto, que se vio precisado a disolver aquella fuerza, dejando sólo
cien lanzas de las que traía el condestable don Álvaro de Luna.
Esta
y otras distinciones y preeminencias que dispensaba el rey al condestable
suscitaron la envidia de los grandes y cortesanos hacia el favorito, y se formó
contra él una liga en que entraba como agente principal el rey de Navarra, y
que vino a robustecer el bullicioso infante don Enrique, su hermano, que apenas
liberado de la prisión se apareció otra vez en Castilla so pretexto de la
dilación y lentitud con que obraban los encargados de negociar la dote de la
infanta, su esposa; y sin tener en cuenta que en gran parte era deudor de su
libertad al de Luna, entró con su natural actividad y osadía en la conjuración
contra el condestable. Ardía el reino en bandos y discordias; pero los más de
los nobles hicieron confederación contra don Álvaro de Luna, pidiendo al rey
que le alejase de la corte, porque su gobierno era en detrimento de los reinos
y en mengua de su misma persona y autoridad. El débil monarca tuvo la flaqueza
de consultar a un fraile franciscano, llamado fray Francisco de Soria, lo que
debería hacer en aquella situación, y por consejo del religioso se remitió el
asunto al fallo de cuatro jueces árbitros, los cuajes, reunidos para deliberar
en el monasterio de San Benito de Valladolid, en unión con el prior del convento,
pronunciaron que el condestable don Álvaro de Luna partiese en el término de
tres días de Simancas, donde se hallaba, desterrado por año y medio a quince
leguas de la corte, así como los oficiales que él había colocado en la cámara
del rey (1127). Extrañábase ver entre los cuatro jueces que pronunciaron esta
sentencia, a Fernán Alfonso de Robles, que debía a don Álvaro de Luna toda la
parte que había tenido en el gobierno del reino, y todo su ascendiente en el
ánimo del monarca, y que se decía su mayor confidente y amigo. ¡Tan ingratos
hace a los hombres la ambición del poder! Lisonjeábase sin duda el Robles de
que faltando don Álvaro sería él quien privara en el consejo del rey; pero se
engañó, y espió más adelante su fea ingratitud muriendo miserablemente en el
castillo de Uceda.
No
sin gran pena y profundo dolor consintió el rey don Juan en que se apartara de
su lado su querido don Álvaro; pero éste, acatando como hábil político la
resolución del jurado, se despidió del monarca y se retiró a su villa de
Ayllón. Vivía allí el condestable más como príncipe que como proscrito; muchos
caballeros donceles de los más distinguidos so fueron con él; de manera que
parecía más que la corte se había ido con don Álvaro, que no que don Álvaro
hubiese partido de la corte. Desde allí mantenía con el rey una correspondencia
asidua. Por otra parte, con su ausencia se desencadenaron de tal modo las
ambiciones de los grandes disputándose su herencia en el influjo y en el mando,
y formáronse tantas banderías, y moviéronse tantos bullicios, revueltas y
escándalos entre los nobles, que la anarquía más espantosa reinaba de uno a
otro confín del reino, sucedían cada día encarnizadas reyertas en que corría
abundantemente la sangre, cometíanse por todas partes robos, asesinatos y
demasías de todo género, y a tal extremo llegó el desorden, que grandes y
pequeños repetían a una voz que había sido una calamidad la salida de don
Álvaro de la corte, y nobles y plebeyos clamaban por que volviese. El mismo rey
de Navarra, muchos prelados y caballeros, y hasta el infante don Enrique
pidieron al rey que le volviera a llamar. Envió ya el rey don Juan sus cartas
de llamamiento al condestable, pero el hábil favorito se excusó hasta tres
veces, manifestando repugnancia en volver a la corte, diciendo que se hallaba
bien en su retiro, y añadiendo que creía que para darle consejo en todo
bastaban el rey de Navarra, el infante don Enrique y los otros grandes que a su
lado tenía, sin perjuicio de que le serviría desde su tierra en todo lo que pidiese
y le fuese mandado. Fue preciso que el rey le ordenara volver sin excusa
alguna. Entonces el astuto condestable se mostró como resignado a cumplir
aquello mismo que deseaba. Su regreso a la corte fue celebrado con públicos
regocijos, salían las gentes a esperarle a largas distancias, y cuando llegó al
palacio, el rey se levantó de su silla para recibirle, y le estrechó
cariñosamente entre sus brazos.
Varió
todo de rumbo, y la corte tomó diferente aspecto desde el regreso del
condestable. El rey, obrando ya con más aliento, como quien se hallaba
fuertemente escudado, prohibió las alianzas y confederaciones que solían
hacerse entre los grandes, disolvió las que estaban ya hechas y no permitió que
se formasen en adelante sin mandato o expreso consentimiento suyo. Otorgó
indulto general por todos los excesos y crímenes pasados. Dio a su hermana doña
Catalina en dote y por la herencia de su padre las villas de Trujillo y Alcaraz
con algunas aldeas de Guadalajara, entre todo seis mil vasallos pecheros, con
más doscientos mil florines de oro, y al infante don Enrique por mantenimientos
un millón y doscientos mil maravedís anuales. Ordenó que los grandes del reino,
que se hallaban apiñados en la corte haciéndola un hervidero de ambiciones y de
intrigas, se fuesen para sus tierras, quedando solamente en su compañía un
pequeño número que designó. Terminado el negocio del dote de la infanta doña
Catalina, que servía de pretexto al rey de Navarra para permanecer en Castilla,
tratábase ya de alejarle. Don Álvaro de Luna repetía diariamente al rey que no
estaban bien dos reyes en un mismo reino: más como aquel se mostrase remiso y
como encariñado con su país natal, fue preciso que el mismo rey de Castilla le
recordase muy cortésmente que, concluida su misión, convendría mucho que se
volviese a sus nuevos dominios. La coincidencia de haber llegado al propio
tiempo un mensajero de Navarra excitándole de parte de la reina su esposa y del
reino a que se fuese, porque así le cumplía mucho, libró a Castilla de un
pegadizo huésped que le era harto incómodo, y su marcha fue un nuevo
desembarazo para don Álvaro de Luna (1428).
Destinado
estaba el buen don Juan II de Castilla a no gozar de reposo con los infantes de
Aragón sus primos, dos de ellos ya reyes. Creyó haber quedado tranquilo con un
tratado de paz y amistad perpetua que se estipuló y firmó en Valladolid con los
de Aragón y Navarra, y de que se hicieron tres escrituras solemnes: más cuando
se llevó a ratificar el convenio a don Alfonso V de Aragón, después de una
dilación estudiada se negó por último con diversos pretextos a firmarlo. Casi
tan pronto como la nueva de esta negativa llegó a Castilla la de que los dos
monarcas hermanos de Navarra y Aragón se preparaban otra vez a invadir juntos
este reino, fingiendo y protestando que lo hacían sólo con el fin de hablar con
el rey sobre el gran servicio que a su persona y reinos se seguía de tener a su
lado ciertos consejeros, lo cual se enderezaba principalmente a derribar a don
Álvaro de Luna. Era esto con ocasión que creyendo el rey y el condestable estar
en paz con los reyes cristianos sus deudos y vecinos, habían resuelto hacer la
guerra a los moros de Granada, para lo cual habían pedido ya a las cortes, y
éstas les habían otorgado un servicio de cuarenta y cinco cuentos de maravedís.
En la disyuntiva de tener que atender a una de las dos guerras, túvose por más
urgente, y así se estimó en consejo, resistir la entrada de los de Navarra y
Aragón; y como no bastasen embajadas, requerimientos y negociaciones para
hacerles desistir, mandó el rey de Castilla pregonar por todos sus reinos que
nadie bajo graves penas fuese osado a obedecer a ningún señor fuera de los de
su corte, hizo un llamamiento general a sus reinos, ordenó que todos los
grandes jurasen y firmasen en un pergamino servirle «bien y leal y
derechamente, sin fraude, cautela, simulación ni engaño», y el condestable don
Álvaro de Luna, por quien todo esto se dirigía, partió de Palencia con dos mil
lanzas para oponerse a la entrada de los reyes de Navarra y Aragón (1429).
Todo
era movimiento en Castilla. El rey se ocupaba en sujetar y tomar castillos a
algunos grandes que se rebelaban, mientras Velasco y Zúñiga y otros caballeros
iban a reforzar al condestable y al almirante. Ibase a dar ya la batalla en la
frontera de Aragón entre el condestable y los dos reyes invasores, cuando el
cardenal Foix, legado del papa, se presentó recorriendo las filas de ambas
huestes con un crucifijo en la mano exhortándolos a la paz. Al propio tiempo la
reina doña María, mujer de don Juan II de Castilla y hermana de los de Navarra
y Aragón, marchando, dice la crónica, «a jornadas, no de reina, más de
trotero,» llegó al sitio en que se iba a dar la batalla, hizo que le pusieran
una tienda entre los dos campos, y con tal interés habló a unos y a otros, que
merced a la ilustre mediadora los reyes se retiraron y el condestable alzó
también sus reales. Pero el infante don Enrique, a pesar de su reciente
juramento habíase vuelto a rebelar, uniéndose primeramente a sus hermanos,
revolviendo después la tierra de Extremadura, y haciendo en ella males y daños
en unión con su hermano don Pedro a quien esta vez arrastró consigo. Con tal
motivo mandó nuevamente el rey confiscarle todos sus bienes, y envió a don
Rodrigo Alonso Pimentel, conde de Benavente para que le tomase sus villas y
lugares, y más adelante fue el condestable en persona a combatir y recobrar los
castillos de que los infantes don Enrique y don Pedro se habían apoderado en
Extremadura. Entretanto proseguían los reyes de Castilla, Aragón y Navarra,
dirigiéndose continuas embajadas, ya por sus reyes de armas y farautes, ya por
prelados y caballeros, ya por medio de las reinas mismas de Castilla y Aragón,
que trabajaban activa e incesantemente por evitar la guerra, haciendo y
llevando proposiciones sin acertar a avenir a unos y otros monarcas, ni a
impedir las entradas de los unos, las acometidas de los otros, las quejas de
todos, los combates parciales, y en las fronteras de los tres reinos y en el
interior de Castilla todo era movimiento y agitación, y sentíanse todas las
calamidades, desórdenes y males de las guerras civiles.
El
rey don Juan de Castilla despachaba cartas a todos los grandes del reino
informándoles de cuanto había pasado con los infantes de Aragón don Enrique y
don Pedro, y después de haberlos reunido con los procuradores en Medina del
Campo para pedirles consejo, tomó por sí la medida violenta de confiscar todas
las villas, lugares y castillos del rey de Navarra y del infante don Enrique, y
aplicarlos a su corona (1 430), distribuyéndolos después entre los prelados,
nobles y caballeros que le eran fieles, y dando a don Álvaro de Luna la
administración del maestrazgo de Santiago. Hizo recluir en el monasterio de
Santa Clara de Tordesillas a la reina viuda de Aragón doña Leonor, madre de los
infantes, por sospechas de hablas y tratos que se decía traer con sus hijos, y
que entregase varios de sus castillos al condestable don Álvaro para que los
tuviese en fianza durante la guerra, hasta que por mediación del rey de
Portugal le fueron devueltos la libertad y los bienes. Y como por aquel tiempo
llegase a Medina del Campo el conde de Luna don Fadrique de Aragón, el hijo
natural del rey don Martín de Sicilia, hízole merced de las villas de Cuéllar y
Villalón, Arjona y Arjonilla, con medio millón en juro y un millón en lanzas,
que así iba este monarca prodigando mercedes y enajenando las mejores villas de
su reino. Proseguía la guerra con los infantes y reyes de Aragón y de Navarra,
y con algunos magnates rebeldes de Castilla, reducida a tomarse y recobrar
mutuamente fortalezas, sin que por eso cesasen las embajadas, y quejas
recíprocas, y contestaciones, que ni satisfacían a unos ni a otros, ni se
terminaban nunca.
Grandes
aprestos de gente, armas, artillería, ingenios, viandas y todo género de
pertrechos de guerra había hecho el rey de Castilla en Burgos para la guerra de
Aragón, y ya se había movido hacia la frontera, cuando el aragonés y el
navarro, ya porque los intimidaran estos preparativos, ya porque intercediera
el de Portugal, le enviaron nuevos embajadores, que hablando primeramente con
los del consejo, después con el rey mismo en sentido favorable a la paz,
lograron al fin que se entendieran los tres soberanos, y que se asentara una
tregua por cinco años cumplidos (julio, 1430) entre el rey de Castilla y el
príncipe de Asturias de una parte, y de otra los reyes de Aragón y Navarra y el
príncipe Carlos de Viana, hijo primogénito de éste. En ella fueron comprendidos
los infantes don Pedro, don Enrique y doña Catalina, debiendo ser respetados en
sus personas y bienes, aunque estuviesen encastillados, siempre que no entrasen
en las tierras y señoríos del rey. Juráronla los prelados y caballeros de los
tres reinos, y se nombraron catorce jueces, siete por una parte y siete por
otra, para que juntos dirimiesen los debates y pleitos que habían sido causa de
la guerra, debiendo residir los unos en Agreda, los otros en Tarazona, para que
pudiesen fácilmente platicar entre sí y concertarse.
Firmada
esta tregua, el rey don Juan II de Castilla pensó en aprovechar aquellos
armamentos en la campaña contra el emir de Granada que antes había tenido ya
resuelta, y que había sido suspendida por atender con preferencia a la guerra
con los reyes e infantes de Aragón sus primos. El rey de Granada Yussuf III
había muerto en 1423, dejando por sucesor a su hijo Muley Mohammed, que
siguiendo el ejemplo de su padre, anduvo mendigando el apoyo de los emires de
África, y solicitando paces y treguas de los monarcas de Castilla. Invisible en
su alcázar, menospreciado de sus aliados, y aborrecido de sus súbditos, una
sublevación popular, a cuya cabeza se puso un primo suyo nombrado Mohammed Al
Zakir, y también Alhayzari (el Izquierdo), le derribó del trono, siendo
proclamado el Zakir, que apenas dejó a Muley tiempo para poder salvarse.
Mientras Muley buscaba un asilo en Túnez, su visir favorito Ben Zerag con
cuarenta caballeros granadinos se refugiaron en Castilla, donde el rey don Juan
II les hizo una benévola acogida, ofreciéndoles reponer a su señor en el trono
de que había sido arrojado. Enviado este Ben Zerag a Túnez a fin de interesar
al emir africano en favor del destronado Muley, pronto se vio a éste repasar el
estrecho con una hueste respetable; Almería le proclamó de nuevo, y
dirigiéndose a la capital le saludó el pueblo de Granada con el mismo
entusiasmo que había pedido y aclamado su caída. El Zakir se encerró en la
Alhambra, pero entregado por sus propios soldados, hízole Muley cortar la
cabeza instantáneamente, y quedó en posesión pacífica del trono (1428).
Hallándose don Juan II de Castilla en Burgos, llegó allí un enviado del Zakir
(el rey Izquierdo) ofreciéndole de parte de su señor auxilios de tropas contra
sus enemigos, y pidiéndole nuevas treguas (1430). Contestóle el castellano, que
el socorro que le ofrecía no le necesitaba, y en cuanto a la tregua, que se la
otorgaría por un año a lo más, siempre que diese libertad a todos los
cristianos cautivos, y le pagase a él todos los años cierta cuantía de doblas
de oro en reconocimiento de vasallaje. Regresó el mensajero granadino poco
satisfecho de la respuesta, pero era precisamente lo que buscaba el rey de
Castilla, porque deseaba que el de Granada desechase sus proposiciones para
tener un pretexto de llevar la guerra al territorio de los infieles.
Así,
tan pronto como hizo paces con los reyes e infantes de Aragón, escribió al rey
de Túnez Abu Faris quejándose de la ingratitud del rey Izquierdo de Granada, a
quien había colocado en el trono, y rogándole suspendiese el envío de galeras y
viandas que estaba para hacer al granadino. El de Túnez lo ejecutó así, y aún
requirió al Zakir para que pagase al castellano las parias que sus antecesores habían acostumbrado a dar a los reyes de
Castilla. Comenzó pues la guerra; y el adelantado de Andalucía Diego de Ribera
con el obispo de Jaén por una parte, y por otra el capitán de Écija Fernán
Álvarez de Toledo, con el alcaide de Antequera Pedro de Narváez y otros
caballeros, penetraron, los primeros en la vega de Granada, los segundos por
tierra de Ronda, donde sostuvieron parciales y ventajosos reencuentros con los
moros. El condestable don Álvaro de Luna, que, viudo de doña Elvira
Portocarrero, acababa de enlazarse con doña Juana Pimentel, hija de don Rodrigo
Alonso Pimentel, conde de Benavente, pidió al rey licencia para ir a hacer la
guerra a los mahometanos con tres mil lanzas que él podía haber de su casa:
tanto era ya poderoso el de Luna. El rey mismo, queriendo combatir
personalmente a los infieles, determinó partir para la frontera, dejando la
administración del reino a cargo del adelantado Pedro Manrique (1431). La
guerra proseguía con sus naturales vicisitudes, pues mientras por un lado
Mohammed Al Zakir destrozaba al adelantado de Cazorla matándole casi todos sus
valientes campeadores, por otro el mariscal Pedro García de Herrera tomaba por
asalto a Jimena con sus valerosos adalides.
La
hueste del condestable, en que iban muchos principales caballeros de Castilla,
penetró por Illora hasta la vega de Granada, talando campos y quemando
alquerías, y sentado que hubo su real dirigió una carta a Mohammed Al Zakir
Alhayzari, diciéndole que le hiciese la honra de dejarse
ver, que allí le esperaría aquel día y el siguiente. El emir granadino no se
presentó, ni respondió al reto, y el condestable de Castilla se volvió a
Antequera. Al poco tiempo resolvió el rey don Juan entrar personalmente en las
tierras de los moros, y habido su consejo y oídos los diversos pareceres,
determinó penetrar con todo su ejército en la vega de Granada. Ordenó pues sus
haces y partió de Córdoba. En el castillo de Alhendín se le incorporó el
condestable, al frente de algunos prelados, de los caballeros de Santiago y
otros caudillos. El conde de Haro don Pedro Fernández de Velasco fue enviado a
talar el viñedo y las mieses de Montefrío. Movióse todo el ejército,
conduciendo la vanguardia el condestable, y sentó el rey su real cerca de
Granada al pie de Sierra Elvira (27 de junio). Había acudido a Granada tal
muchedumbre de infieles, que no cabían ni en la ciudad ni en sus alrededores. Después de algunas escaramuzas, en que varios caballeros cristianos pagaron
cara su imprudencia y su inoportuna audacia, siendo además severamente
reconvenidos por el condestable, movió el rey sus pendones, y se preparó a dar
la batalla. Encontrábanse allí muchos prelados y toda la nobleza castellana. Un
historiador de Granada refiere en los siguientes términos este combate. «Don
Juan, que se paseaba impaciente en la puerta de su tienda vestido de todas
armas, cabalgó con gran comitiva de grandes y capitanes, y dio al grueso del
ejército que descansaba sobre las armas la señal de acometer. Juan Álvarez
Delgadillo desplegó la bandera de Castilla, Pedro de Ayala la de la Banda, y
Alonso de Stúñiga la de la Cruzada... No eran sólo caballeros de Granada adiestrados
en las justas de Biva-Rambla y en todo linaje de ejercicios ecuestres los que
allí combatían. Tribus enteras, armadas con flechas y lanzas, habían descendido
de las montañas de la Alpujarra, y conducidas por sus alfakis poblaban en
guerrilla el campo de batalla... los ulemas del reino habían predicado la
guerra santa e inflamado al populacho; así avanzaban también turbas feroces
armadas de puñales y chuzos, y poseídas de furor con las exhortaciones de
algunos santones venerados: distinguíanse los caballeros de Granada por su
táctica en combatir, la velocidad de sus caballos, la limpieza de sus armas y
la elegancia de sus vestiduras. Los demás voluntarios señalábanse por sus
rostros denegridos, sus trajes humildes, sus groseras armas y la fiera rusticidad
de sus modales. Esta muchedumbre allegadiza quedó arrollada al primer empuje de
la línea castellana; pero comenzaron los peligros y las pruebas de valor cuando
hizo cara la falange de Granada. Chocaron los pretales de los caballos, y los
jinetes encarnizados mano a mano, no podían adelantar un paso sin pisar el
cadáver de su adversario... Ni moros ni cristianos cejaron hasta que el
condestable esforzó a sus caballeros invocando con tremendas voces: ¡Santiago!
¡Santiago!... Los granadinos comenzaron a flaquear, síntoma precursor de la
derrota, y al querer replegarse en orden no pudieron resistir el empuje de
aquella caballería de hierro, y se desunieron huyendo a la desbandada. Los
vencedores cargaron en pos de los grupos fugitivos, de los cuales unos corrían
al abrigo de Sierra Elvira, otros al de las huertas, olivares y viñedos, y los
más en dirección de Granada. El condestable se encargó de perseguir a estos
últimos y los acosó con los lanceros hasta los baluartes de la ciudad. El
obispo de Osma don Juan de Cerezuela (hermano del condestable) asaltó y abrasó
coa su escolta algunas ricas tiendas abandonadas junto al Atarfe. La noche puso
fin a la matanza... Desordenado el enemigo, volvió el rey a su palenque, y
entró al son de chirimías y entre aclamaciones de sus sirvientes: se
adelantaron a recibirle sus capellanes, y muchos clérigos y frailes formados en
procesión con cruces enarboladas y entonando el Te Déum. Don Juan, al divisar la comitiva religiosa, se apeó, besó
la cruz hincado de rodillas, y se encaminó a su tienda.»
Tal
fue la memorable batalla de Sierra Elvira,
llamada también de la Higueruela (1°
de julio, 1431), el hecho de armas más notable de don Juan II, y en que pareció
haber revivido el antiguo ardor bélico de los vencedores de las Navas y de el
Salado. En efecto, el historiador árabe afirma que este suceso llenó de
tristeza y luto a los de Granada, y el cronista cristiano se lamenta de que no
se recogiera el fruto de esta victoria, «porque en poco tiempo que el rey hubiera
tomado el reino de Granada, o la mayor
parte de él por fuerza o pleitesía, tan grande el daño infligido a los moros, y
grande la victoria que había conseguido» Pero la negligencia del rey, las
envidias que suscitó el inmenso favor de don Álvaro de Luna, la conspiración
que contra él tramaban en el campo mismo el conde Haro, el obispo de Palencia,
Fernán Álvarez de Toledo, Fernán Pérez de Guzmán y algunos otros, hicieron que
se malograra tan señalado triunfo, y se oyó con sorpresa la orden del rey para
retirarse a Córdoba so pretexto de falta de provisiones, contentándose con
devastar el país en tres leguas a la redonda. Nombró el rey los
capitanes que habían de quedar en las fronteras, y se volvió a Toledo, donde
habían sido bendecidos sus pendones, a dar gracias a Dios por el feliz éxito de
la campaña. A su regreso firmó un pacto de paz perpetua con el rey de Portugal,
que tiempo hacía la deseaba y solicitaba. Pronunció sentencia contra el conde
de Castro por inobediente y rebelde al rey, y los procuradores que había
mandado congregar en Medina del Campo le otorgaron un subsidio de cuarenta y
cinco cuentos de maravedís para proseguir la guerra.
Había
servido grandemente al rey don Juan en esta campaña un caballero moro de la
sangre real llamado Yussuf Ben Alahmar, que con deseo de
apoderarse del trono de Granada, había ofrecido al de Castilla reforzar sus
huestes con ocho mil hombres y reconocerse vasallo suyo, si le ayudaba a
destronar a Mohammed el Izquierdo. Yussuf cumplió su oferta en el combate de
Sierra Elvira, y el monarca castellano también cumplió la suya en Córdoba,
dejando encomendado al adelantado de Andalucía don Diego de Ribera y al maestre
de Calatrava don Luis de Guzmán que llamasen en adelante rey de Granada a
Yussuf, si bien como vasallo de Castilla. Aquellos dos caudillos celebraron a
nombre del rey don Juan en Hardales un tratado con el príncipe moro en este
propio sentido, y en su virtud le entregaron varias villas y fortalezas del
reino de Granada. Pronto se declaró por él la mitad del reino: la tribu de los
Abencerrajes que salió a combatirle quedó derrotada con muerte de su visir, merced
al auxilio que los fronteros cristianos dieron a Ben Alahmar. Después de una
breve guerra Mohammed Al Zakir el Izquierdo se vio precisado a salir
silenciosamente de Granada y refugiarse en Málaga, y Yussuf, el nuevo vasallo
del rey de Castilla, hizo su entrada en aquella ciudad, donde fue proclamado
con el nombre de Yussuf IV (enero, 1432). Su primer cuidado fue prestar
homenaje al de Castilla; pero hipocondríaco y enfermo, a los seis meses bajó
del trono al sepulcro, y con esta noticia Mohammed el Izquierdo corrió a
Granada y recuperó el trono dos veces perdido. Para uno y otro era ya una
necesidad la dependencia de Castilla, y Mohammed pudo obtener del rey don Juan
una tregua de un año a costa del mismo tributo a que se había obligado Yussuf.
Lejos
estaba de haber desaparecido de Castilla la intranquilidad interior. Aquellos
magnates que se suponía haber conspirado contra el condestable en el campo de
Sierra Elvira fueron presos por el rey en Zamora, por noticias que le dieron de
que andaban en tratos con los reyes de Aragón y de Navarra y con los infantes
sus hermanos; si bien no tardaron en ser puestos en libertad, a instancias del
mismo condestable, si hemos de creer a su cronista. Las rentas y fortalezas del
maestrazgo de Alcántara fueron embargadas por deservicios del maestre don Juan
de Sotomayor, que tenía acordado entregar algunas de ellas a los infantes de
Aragón don Enrique y don Pedro, que se mantenían insumisos en Alburquerque.
Contra ellos envió el rey al almirante y al adelantado mayor. El infante don
Pedro, que se había entrado en la fortaleza del convento de Alcántara, fue
preso por el comendador mayor de la orden en ocasión de hallarse aquel
durmiendo la siesta. Al momento acudieron el almirante y el adelantado ansiosos
de apoderarse de la persona del infante: negóse a entregarsele el comendador:
moviéronse tratos y pláticas de una parte y otra sobre si había de soltarse o
no al preso: el infante don Enrique y el maestre de Alcántara, tío del
comendador, hacíanle grandes ofrecimientos por que le pusiese en libertad, pero
el rey le ordenó expresamente que no le soltara en manera alguna prometiéndole
por ello muchas mercedes. Entonces el infante don Enrique apeló al rey de
Portugal suplicándole intercediese por la libertad de su hermano. En su virtud,
después de muchas y activas gestiones que con el rey de Castilla practicó un
enviado del monarca portugués, se estipuló en Ciudad Rodrigo que el infante
preso obtendría su libertad a condición y cuando su hermano don Enrique
entregase al rey la villa y fortaleza de Alburquerque y todas las demás que
tenía en Castilla, y que hasta tanto que esto se cumpliese se pondría al
infante don Pedro de Aragón en poder del infante de Portugal (1432)., Desde
Ciudad Rodrigo ordenó el rey a los procuradores que se reuniesen en Madrid para
donde él venía. Como a ruegos del condestable se hubiese detenido el monarca
unos días en Escalona, donde le tenía preparadas fiestas de toros, cañas y
otros juegos propios de aquel tiempo, tuvieron después que esperar en Illescas
(1433) por no tener el rey donde aposentarse en Madrid: "porque de tal manera,
dice el cronista, se habían aposentado todos antes que el rey y el condestable
llegasen, que el y los suyos no tenían donde quedarse". Con
esta inconsideración trataban los grandes y los procuradores al rey don Juan II
de Castilla.
Era
desafortunado don Juan en esto de experimentar ingratitudes de parte de los
mismos a quienes dispensaba más mercedes. Aquel don Fadrique de Aragón, conde
de Luna y nieto del rey don Martín, a quien había dado la villa de Cuéllar y
otros lugares cuando se refugió a su reino, habíase conjurado con unos
caballeros de Sevilla para que le diesen las atarazanas y la fortaleza de
Triana. El plan era saquear a los mercaderes genoveses y a los más ricos
comerciantes de aquella ciudad. Descubierta oportunamente esta abominable
trama, y puestas en manos del rey cartas fehacientes de ello, fueron todos
arrestados por el adelantado Diego de Ribera, y formado proceso, el infante don
Fadrique, por consideración a la sangre real de Aragón, fue recluido en un
castillo, donde acabó miserablemente sus días, y los dos caballeros de Sevilla,
sus cómplices principales, condenados a muerte y a ser arrastrados y descuartizados
(1434). «Esta es la justicia, decía el pregón, que manda hacer el Rey Nuestro
Señor a estos hombres que hicieron ligas y monipodios en su deservicio, tomando
capitán para apoderarse de las sus atarazanas de Sevilla y de su castillo de
Triana, para robar e matar a los ciudadanos ricos e honrados de la dicha ciudad.»
Este
acto de severidad y de rigor fue templado con otro de benignidad. Un hijo
bastardo del rey don Pedro de Castilla, llamado don Diego, había estado
encerrado más de cincuenta años hacía en el castillo de Turiel, en cuya prisión
había muerto otro hermano suyo nombrado don Sancho. El rey se compadeció de él,
le restituyó la libertad y le señaló para su residencia la villa de Coca.
La
tregua con los moros había fenecido, y se rompieron de nuevo las hostilidades
en la frontera. De mal agüero pareció ser la muerte del adelantado de Andalucía
don Diego de Ribera, esforzado caudillo y valeroso caballero, que por acercarse
con demasiada arrogancia al pie de los muros de Alora cayó atravesado de una
flecha que el alcaide moro del castillo con certera mano le introdujo por la
boca desde el adarve. Amargamente lloró Castilla la pérdida de este bravo
campeón, y los poetas de su tiempo celebraron en cantos y romances sus hazañas.
También fue bien sentida la desgracia del joven Juan Fajardo, hijo del célebre
adelantado de Murcia Alfonso Yáñez Fajardo, sorprendido con sus compañeros en
los campos de Lorca por un escuadrón de Abencerrajes. En cambio resplandecían
victoriosas las armas castellanas, conducidas por el joven comendador de
Santiago don Rodrigo Manrique, hijo del adelantado de León, en la plaza morisca
de Huéscar, una de las más ricas y más fuertes ciudades del reino granadino,
que se gloriaba de haber sido la cabeza de uno de los pequeños reinos que se
formaron sobre las ruinas del califato de Córdoba, y donde hacía más de siete
siglos que no habían penetrado cristianos, sino que los llevaran cautivos. Gran
renombre ganó el joven Manrique con haber plantado el pendón de la fe en la más
alta almena del alcázar de Huéscar, después de haber peleado heroicamente en
unión con sus caballeros, y excediendo a todos en bizarría en los campos y en
las calles de la ciudad, y no en vano imploraron los vencidos moros la
clemencia del generoso adalid, pues que a ella debieron los hombres sus vidas y
su libertad, las damas moras la devolución de sus joyas y de sus vestidos, y
bien mereció la merced que el rey le hizo de veinte mil maravedís de juro y de trescientos
vasallos en tierra de Alcaráz. Acibaró la alegría de este triunfo la terrible
catástrofe que sobrevino al maestre de Alcántara don Gutierre de Sotomayor, que
con los caballeros de su orden defendía la frontera de Écija contra las
incursiones de los moros de Archidona. Estos intrépidos caballeros, que con
deseo de acometer alguna empresa hazañosa intentaron tomar aquel castillo de
los infieles, metiéronse por mal consejo de sus guías por entre hondas cañadas
y barrancos, quebradas peñas, desfiladeros y precipicios sin salida, hasta que
se vieron circundados en las cumbres de una inmensa morisma que calladamente
les había ido espiando los pasos, y descargando y haciendo rodar sobre ellos
peñascos enormes en medio de una gritería y horrible algazara, sin poderse
ellos revolver ni manejar sus caballos, acabaron con aquella lucida y brillante
hueste, dándoles en aquellas simas una muerte afrentosa y horrible. Jamás, dice
un historiador, sufrió la orden de Alcántara un revés tan funesto. Allí
perecieron quince comendadores, todos los capitanes e hidalgos de Écija y los
voluntarios de Extremadura, entre todos cerca de mil peones y ochocientos
jinetes. El maestre pudo salvarse ocultándose en unos jarales, y guiado después
por un práctico. El rey le dirigió una afectuosa carta consolándole, si bien le
advertía que en lo sucesivo mirase mejor los inconvenientes de las empresas que
hubiera de acometer.
Por
otra parte Fernán Álvarez de Toledo, señor de Valdecorneja y frontero mayor de
Jaén, que con varios caballeros y deudos suyos había intentado inútilmente
escalar la villa de Huelma, queriendo volver por el lustre de las armas
castellanas, reforzado con otros ilustres adalides entró después por la vega de
Guadix incendiando villas y montes y apresando ganados, con una hueste de 1500
jinetes y hasta 6,000 peones. En un combate que allí les dieron los moros, el
obispo de Jaén don Gonzalo de Stúñiga perdió su caballo abriéndose paso con su
espada por entre las filas sarracenas. Libertóle Juan de Padilla, aunque recibiendo
una profunda herida de lanza. Empeñóse al fin una batalla general, en que
Fernán Álvarez logró con su reserva arrollar a los enemigos, no sin que
quedasen heridos varios caudillos cristianos: de los moros quedaron en el campo
sobre 400: la hueste castellana regresó victoriosa a Jaén (143o). Ganaron más
adelante las villas de Benzalema y Benamaurel, mientras el adelantado de Murcia
Alfonso Yáñez Fajardo incendiaba las campiñas de Vélez Blanco y Vélez Rubio, y
obligaba a sus moradores a reconocer vasallaje al rey de Castilla. En las aguas
de Gibraltar sucedió un desastre lastimoso. El conde de Niebla don Enrique de
Guzmán, que cercaba aquella plaza y había sido rechazado de ella por los moros,
se había metido en una lancha para ganar la galera capitana que anclaba en
aquella bahía. Algunos cristianos que se arrojaron al mar acosados por los
alfanjes agarenos se abalanzaron a la lancha del conde: al asirse a ella la
volcaron con su peso, y el conde y cuarenta caballeros que le acompañaban, se
sumergieron en el fondo del Océano (1436).
Así
iba continuando aquella guerra sin grandes ni notables sucesos, sino los
ordinarios asaltos y correrías, hasta 1438, en que don Íñigo López de Mendoza,
primer marqués de Santillana, célebre en la historia de la poesía española, con
más fortuna que Fernán Álvarez de Toledo logró apoderarse de Huelma con los
fronteros de Jaén. Hubo de singular en esta conquista que después del triunfo
cada compañía pretendía que su pendón se enarbolase el primero en las almenas
del castillo. Don Íñigo para zanjar las discordias y rivalidades adoptó el
medio de reunir las banderas y clavarlas todas simultáneamente. Por último, un
acontecimiento igualmente triste para Granada y para Castilla llenó de pena a
ambos reinos. El adelantado de Cazorla Rodrigo de Perea, a quien acompañaba más
valor que fortuna en los combates, había hecho una irrupción por los campos de
Baza. El joven moro Aben Cerraz, el mejor caballero de Granada y el más
favorecido de las damas granadinas por su apostura, amabilidad y gentileza,
cayó sobre los cristianos con sus valerosos Abencerrajes, y los acometió con
ímpetu furioso. La aguda lanza de un jinete benimerín se clavó en las entrañas
del adelantado de Cazorla que cayó muerto a sus pies: pero también el ínclito
Abencerraje, que ciego se metía allí donde había más riesgo, recibió una
estocada de un cristiano que le desangró y dejó sin vida. La victoria quedó por
los infieles, pero Granada hizo luto por la muerte del más gallardo y querido
de sus adalides, mientras Castilla lamentaba la pérdida del caudillo de Cazorla
y de los muchos caballeros que habían perecido con él. Revueltas y trastornos
interiores así en Granada como en Castilla suspendieron, sin tregua formal,
esta guerra de mutuos desastres y vicisitudes.
Mientras
esto pasaba por las fronteras, sucesos importantes de otra índole habían
ocurrido en Castilla. Embajadores del desgraciado rey de Francia Carlos VII
habían venido a solicitar de don Juan II que renovara las alianzas y amistades
antiguas entre los monarcas de ambos reinos, y después de agasajados por la
corte castellana, regresaron contentos con respuesta favorable y con esperanza
de obtener auxilios de Castilla contra el rey de Inglaterra que tenía puesta en
la mayor estrechez y apuro la Francia, y se había apoderado de París, que al
fin fue recobrada por Carlos en 1437.
La
tregua con los reyes de Aragón y Navarra había fenecido también. Vencidos y
prisioneros aquellos dos monarcas en una batalla naval por los genoveses (según
en la historia de Aragón referiremos), la reina doña María de Aragón, hermana
de el de Castilla, era la que, primeramente por medio de embajadores, después
concertando una entrevista con su hermano en Soria, había andado negociando la
prorrogación de la tregua, logrando prolongarla en dos plazos hasta por ocho
meses. Libertados aquellos príncipes, contratáronse por fin paces y amistades
perpetuas entre los reyes de Aragón, Navarra y Castilla, estipulándose entre
otras condiciones que el príncipe de Asturias don Enrique, hijo de don Juan H,
casara con la princesa doña Blanca, hija de don Juan de Navarra, llevando esta
en dote las villas de Medina del Campo, Olmedo, Roa y Aranda, con el marquesado
de Villena; que se devolviesen mutuamente los lugares tomados en la guerra, y
que los infantes de Aragón don Enrique y don Pedro no pudiesen entrar en
Castilla sin expreso mandamiento del rey, si bien a don Enrique y a su esposa
doña Catalina se les señalaron cincuenta y cinco mil florines de oro situados
donde ellos quisiesen. Este tratado de perpetua paz y amistad se ratificó
solemnemente por los tres soberanos en 1437.
Entretanto
seguía creciendo el poder, la autoridad, el influjo y la riqueza de don Álvaro
de Luna, que cuidaba de distraer al rey, y satisfacer sus gustos e
inclinaciones con vistosas fiestas de justas y torneos a que el rey era muy
aficionado, y en que el condestable lucía su destreza y gallardía,
sobresaliendo entre los mejores justadores y caballeros de la corte.
Entretenido el monarca con estos placeres, y rodeado de poetas, como que
también presumía de serlo, descargaba gustoso el peso de los cuidados del
gobierno en su favorito, prodigándole al propio tiempo riquezas, honores y todo
linaje de mercedes. A su hermano don Juan, antes obispo de Osma y después de
Sevilla, le había elevado a la silla primada de Toledo. El rey y la reina
tuvieron en la pila bautismal a un hijo del condestable que nació en Madrid en
1435. Habiendo fallecido el ayo del príncipe de Asturias don Enrique,
encomendóse también a don Álvaro la crianza y educación del heredero del trono.
La villa y castillo de Montalbán le fueron dados por el rey al condestable, aún
con repugnancia de la reina que los había heredado de su madre doña Leonor de
Aragón. Así iba don Álvaro acumulando en su persona riquezas y honores. No se
daba empleo en la corte sino a quien él quería: en su mano estaba el gobierno y
la administración del Estado; por él se hacían las alianzas; las guerras y las
paces; y por su consejo expidió el rey en Guadalajara (1436), sin esperar a la
reunión de las cortes unas importantes ordenanzas, que habían de guardar los
alcaldes, alguaciles, escribanos, procuradores, oidores y alcaldes de las
audiencias y chancillerías, aposentadores, abogados y corregidores de las
ciudades y villas de sus reinos. En los desposorios del
príncipe de Asturias don Enrique con la infanta doña Blanca que se celebraron
en Alfaro, desposorios que bendijo el obispo de Osma don Pedro de
Castilla, nieto del rey don Pedro, fue el condestable el que se distinguió por
los magníficos presentes que hizo, de un rico y primoroso joyel a la infanta,
de caballos y mulas a los caballeros y ricos-hombres navarros: porque su fausto
y esplendidez eclipsaban ya el del trono.
Tanto
boato y tan desmedida elevación no podían ser llevados con paciencia y aún sin
envidia por los demás grandes del reino, orgullosos por una parte, y sentidos
por otra de ver a un rey débil supeditado a la voluntad de un favorito. El
primero que mostró su disgusto por aquella omnipotencia del condestable fue el
adelantado don Pedro Manrique, lo cual le costó ser preso de orden del rey. La
prisión del adelantado produjo grande agitación e inquietud en Castilla. Desde
luego sus hijos y parientes, que eran muchos y de gran valor, y entre los
cuales se contaba el joven comendador de Santiago, conquistador de Huéscar,
procuraron abastecer sus fortalezas y juntarse para suplicar al rey que
restituyese la libertad al adelantado, puesto que nada había hecho en su
deservicio. Esta actitud, y los bullicios que empezaban a moverse en el reino,
obligaron al rey a llamar dos mil lanzas para llevarlas de continuo consigo. El
ilustre preso logró una noche fugarse del castillo de Fuentidueña en que le
habían encerrado, descolgándose por una ventana, con su esposa y dos hijas que
estaban en su compañía, dejando en grave compromiso a Gómez Carrillo encargado
de su custodia. Pronto se le unió el almirante su hermano, y acordaron juntarse
todos los parientes en Medina de Rioseco. Contra ellos se encaminaba el rey,
luego que tuvo noticia de la evasión, con una hueste de mil y quinientos
hombres de armas, pero en Roa se despidieron del condestable para irse a
incorporar con la gente del adelantado varios caballeros y grandes señores,
entre ellos el señor de los Cameros, Pedro de Quiñones, merino mayor de
Asturias, y Suero de Quiñones, su hermano, el del Paso Honroso. Desde Medina de Rioseco escribieron al rey el almirante y el adelantado una
respetuosa carta, en que le exponían lo mucho que cumplía al mejor servicio
suyo y de los reinos que alejara de su persona y corte al condestable don
Álvaro, por cuya sola voluntad se hacía y manejaba todo con general disgusto y
detrimento del Estado, y lo conveniente que sería que él con el príncipe su
hijo gobernaran libremente el reino; que si tal hiciese, ellos y los que con
ellos eran volverían gustosos a su servicio (1438).
La
respuesta del rey fue contradecir y rechazar cuanto ellos exponían y pedían,
mandándoles bajo graves penas que desistiesen de su rebelión y no moviesen
escándalos y bullicios en el reino. En el propio sentido escribía a las
ciudades principales, «so pena de la su merced,» que no obedeciesen a los
sublevados. Pero el partido del adelantado y del almirante iba creciendo y
engrosándose cada día. Uniéronseles el conde de Medinaceli don Luis de la
Cerda, el obispo de Osuna don Pedro de Castilla, y hasta el conde de Ledesma
desamparó la frontera de Erija para venir a incorporarse a los de Rioseco.
Algunos religiosos se tomaron espontáneamente la noble y piadosa tarea de
hablar al rey y al almirante para ver si los podían conciliar, pero tuvieron
que volverse a sus monasterios sin recoger el fruto de su pacífica misión. Para
más complicarse las cosas entraron de nuevo en Castilla el rey don Juan de
Navarra y el infante de Aragón don Enrique su hermano, sin que supiese el rey
cuál pudiera ser el objeto de su venida. El monarca navarro fue acogido
afectuosamente por el de Castilla en Cuéllar, pero el infante don Enrique
torció a Peñafiel, donde comenzó a entenderse desde luego con los disidentes,
que ya se habían apoderado de Valladolid, y concluyó por hacer causa común con
ellos (1439). El rey, con la reina y el príncipe, el condestable, el rey de
Navarra y toda la corte, se movió de Cuéllar a Olmedo para estar más cerca de
los de Valladolid: más aunque llevaba consigo sobre tres mil trescientas
lanzas, ni desde allí, ni desde Medina del Campo dio muestras de querer
combatir a los insurrectos; y lo que hacía era ver con inexplicable
impasibilidad, o como si esperara que todos habían de trabajar en provecho
suyo, que el rey de Navarra y su hermano don Enrique se vieran frecuentemente y
platicaran entre sí lo que el rey don Juan parecía ni sospechar ni traslucir.
Llegó ya el caso de que el infante de Aragón y el almirante desafiaran a don
Álvaro de Luna y al maestre de Alcántara. Viose entonces que las cosas no se
encaminaban hacia la concordia, y ninguna esperanza había de que viniesen a
términos de conciliación. Mediaron al fin algunos venerables religiosos, que
exhortando con fervoroso celo a la paz, ya al rey y al condestable, ya al
almirante y al infante de Aragón, alcanzaron, con más fortuna que antes, que
unos y otros prometieran venir a acomodamiento, no sin repugnancia de don
Álvaro de Luna, que previendo el resultado, y conociendo bien el carácter del
rey don Juan, no cesaba de repetirle que mirase bien lo que hacía y que no
fuese engañado.
Juntáronse
pues en Castronuño compromisarios de una y otra parte, y después de muchas
pláticas, altercados y consultas, suscribió el buen rey de Castilla a un
tratado de concordia tan humillante para la autoridad real como ventajoso para
los confederados, cuyas principales condiciones eran: que el condestable don
Álvaro de Luna saliese desterrado de la corte por seis meses, sin que en este
tiempo pudiese escribir al rey, ni tratar cosa alguna en daño de los príncipes
y caballeros de la liga: que al rey de Navarra y al infante don Enrique su
hermano les serían restituidas todas las villas y heredamientos que tenían en
Castilla, u otros en equivalencia: que se derramase toda la gente de armas que
estaba ayuntada por una parte y por otra, y que las villas y ciudades ocupadas
por los conjurados se franqueasen al rey: que se diesen por nulos todos los
procesos que se habían hecho contra el infante o contra cualquiera de los
aliados. En consecuencia de este convenio el condestable don Álvaro de Luna
salió de Castronuño para Sepúlveda, villa de que le hizo merced el rey en
cambio de Cuéllar, que quedó para el rey de Navarra. Quiso dormir la primera
noche en Tordesillas, y no le quisieron acoger: ¡tan pronto empiezan a
experimentar mudanza los que van de caída! El rey se trasladó a Toro, en cuyo
camino supo la muerte de su hermana doña Catalina, mujer del infante de Aragón
don Enrique.
De
tal manera había dejado dispuestas las cosas el condestable a su partida, que
no pudieran menos de moverse, como se movieron al instante, discordias,
rivalidades y celos entre los nuevos consejeros del rey. Pero a todos mostró
igual desvío el monarca, guiándose sólo por los adictos y agentes secretos de
don Álvaro, por cuya instigación, sin dar aviso ni al rey de Navarra ni al
almirante, partió acelerada y sigilosamente para Salamanca, que era como una
protesta harto explícita contra el tratado de Castronuño. Supiéronlo con
sorpresa los confederados, y acordaron marchar en pos de él, pero el rey don
Juan con noticia de su movimiento, abandonó Salamanca y se retiró a Bonilla de
la Siena, catorce leguas de aquella ciudad. Fuéronse entonces a Ávila los
confederados (1440), y allí levantaron y dirigieron al rey un acta solemne de
acusación contra el condestable don Álvaro de Luna, haciéndole gravísimos
cargos, de los cuales eran los principales los siguientes: que tenía usurpado
el poder real: que había procurado siempre destruir los grandes del reino,
desterrando a unos y matando a otros, queriendo hacerse soberano de todos «con
gran soberbia y desordenada codicia;» que había impuesto a los pueblos,
fingiendo necesidades, grandes sumas de maravedís, y tomado para sí muchas
cuantías y acumulado grandes tesoros; que había usurpado arzobispados,
obispados y otras dignidades eclesiásticas para sus deudos y amigos,
embarazando las elecciones más canónicas hechas en personas muy dignas; que
había dado oficios y mercedes sin hacer siquiera mención del rey; que todas las
alcaidías que vacaban las daba a sus criados, y aún a algunos extranjeros; que
había causado la muerte del duque don Fadrique, de Fernán Alonso de Robles y de
otros muy grandes caballeros. Y por último resumíanse todos los cargos y
capítulos de acusación en las siguientes notables cláusulas: «Y muy excelente
Príncipe, todos los que ven que Vuestra Señoría da lugar a cosas tan graves y
tan intolerables y enormes y detestables, creen, según lo que se conoce de la
excelencia de vuestra virtud y discreción, que el Condestable tiene ligadas y
atadas todas vuestras potencias corporales e intelectuales por mágicas y
diabólicas encantaciones, para que no pueda hacer salvo lo que él quisiere, ni
vuestra memoria recuerde, ni vuestro entendimiento entienda, ni vuestra
voluntad ame, ni vuestra boca hable, salvo lo que él quisiere, y con quien y
ante quien, tanto que religioso de la orden más estrecha del mundo no es ni se
pondría hallar tan sometido a su mayor, cuanto lo ha sido y es Vuestra Real
Persona al querer y voluntad del Condestable. Y comoquiera que muchos hayan sido
en el mundo privados de reyes y grandes príncipes, no es memoria, ni se lee que
privado fuese osado de hacer las cosas en tanto menosprecio y desdén y poca reverencia
a su Señor, como este...»
El
rey no dio contestación a esta carta. Las cosas continuaron como si no
existiera la concordia de Castronuño, y los confederados dominaban en Toledo,
León, Segovia, Zamora, Salamanca, Valladolid, Ávila, Burgos, Plasencia y
Guadalajara. Entabláronse nuevas negociaciones, y después de haber hecho el rey
juramento y pleito-homenaje, igualmente que el de Navarra, el infante y el
almirante, de estar a lo que los condes de Haro y de Benavente como árbitros
propusiesen, quedó determinada la ida del rey a Valladolid, donde todos se
juntaron. El primer cuidado del rey fue pedir seguro para don Álvaro de Luna, y
diéronsele los de la liga amplio y cumplido por complacer al monarca. Pero
ocurrió que un día después de un largo consejo que celebraron el rey don Juan,
el de Navarra, el príncipe de Asturias, el infante don Enrique, el almirante y
todos los grandes de la corte, el príncipe de Asturias, sin licencia del rey ni
de la reina, se fue a la casa del almirante, dando en esto claro indicio de que
el hijo mismo hacía defección a la causa de su padre. Confirmóse esto mismo con
la respuesta que luego dio, de que volvería a palacio cuando el rey hubiese
alejado de su consejo y corte las personas que nombró. Hecho fue éste que
produjo grande escándalo en la ciudad, y aún en todo el reino. Obraba el
príncipe por instigación de un doncel llamado Juan Pacheco, que gozaba con él
de mucha privanza. Triste idea y anuncio daba ya este príncipe de lo que habría
de ser, rebelándose contra su propio padre so pretexto de guiarse por malos
consejeros y validos, y entregado ya él mismo en edad tan temprana a la
influencia de un privado. Sin duda con el fin de apartarle de tan peligrosa
senda dispuso el rey su padre anticipar y apresurar el casamiento del príncipe
con doña Blanca de Navarra, con quien estaba ya desposado. Traída, pues, la
infanta a Valladolid, celebráronse las bodas en medio de alegres y magníficas
fiestas, de danzas, saraos, banquetes, cañas, torneos, monterías, corridas de
toros, mojigangas, cruzándose riquísimos y suntuosos regalos; que si el reino
ardía en bandos y gemía en el más espantoso desorden, en punto a alegrías y a
festejos y a esplendidez, no cedía a ninguna la corte de don Juan II. Turbó el
regocijo de aquellas bodas la circunstancia de haberse dicho que la ilustre
princesa había quedado doncella, y «tal cual nasció», como dice la crónica.
Aun
no se había apagado del todo el clamoreo de las fiestas públicas, cuando una
cadena de calamidades vino a reemplazar en los pueblos de Castilla aquella
alegría momentánea. El príncipe de Asturias don Enrique, siguiendo siempre las
inspiraciones de su íntimo privado el doncel Juan Pacheco, se declaró ya en abierta rebelión contra el rey su padre, y se unió a los
infantes de Aragón y a los de su parcialidad. Estos enviaron una carta de
desafío al condestable don Álvaro, «como a capital enemigo, disipador y
destruidor del reino, y que desataban y daban por ninguna cualquier seguridad
que le hubiesen dado, lo cual hacían porque veían, y a todos era notorio, que
siempre la voluntad del rey estaba subjeta al condestable, e que se guiaba e
gobernaba por su consejo, así en ausencia como en presencia.»
Hasta
la reina misma de Castilla se adhirió a sus hermanos, juntamente con la de
Navarra; y el infante don Enrique de Aragón se fue a Toledo, cuya ciudad y
alcázares le franqueó el gobernador Pedro López de Ayala contra el expreso
mandamiento del rey. Después de repetidas e infructuosas exhortaciones y cartas
del monarca a los conjurados para que depusieran las armas y volvieran a su
obediencia, se encendió la guerra civil en Castilla (1441). El almirante y
varios caballeros de su bando entraron a sangre y fuego por las tierras del
condestable. Peleábase todos los días y en todas partes entre las gentes que
seguían al rey de Castilla y al condestable don Álvaro, y las que acaudillaban
el rey de Navarra, su hermano don Enrique, el príncipe de Asturias, el
almirante y los condes de su parcialidad. Hallándose el rey en Medina del
Campo, cercáronle todos los conjurados; el condestable acudió a defenderle:
algunos de la villa abrieron una noche las puertas al de Navarra y demás
caudillos de la confederación. El rey saltó de la cama, se armó de repente y se
presentó en la plaza de San Antolín: siguiéronle don Álvaro de Luna, el
arzobispo de Toledo su hermano, y los prelados y caballeros que se mantenían
fieles al monarca y su favorito. La entrada de los conjurados en número de más
de cinco mil produjo un combate mortífero en las calles de Medina. Don Álvaro
de Luna peleaba valerosamente allí donde era mayor el peligro; bien que el
peligro mayor era siempre donde él estaba, porque era el objeto principal de la
saña de los confederados, y todos cargaban furiosamente sobre él. Convencido el
rey de que era inútil e imposible la resistencia, requirió por tres veces a don
Álvaro que se retirase; obedeció al fin el valido, se despidió del rey, y pudo
ganar una salida rompiendo denodadamente con sus más adictos caballeros por
entre las lanzas de la gente del almirante. Quedó el rey don Juan sólo con
quinientos jinetes. Con la salida del condestable cesó la lucha. Luego que los
conjurados vieron al rey sólo, el de Navarra, el príncipe, el infante don
Enrique, el almirante, todos los caudillos abatieron sus pendones y se
acercaron respetuosamente a besarle la mano. La reina y el príncipe lanzaron de
la corte a todos los adictos del condestable, y al día siguiente salieron de
Medina el arzobispo de Sevilla, el obispo de Segovia don Lope de Barrientos,
varios caballeros y todos los oficiales puestos por el valido.
Terminada
de este modo, al menos por entonces, la lucha, dio el rey don Juan amplios y
cumplidos poderes a la reina su esposa, al príncipe don Enrique su hijo, al
almirante don Fadrique y a don Fernán Álvarez de Toledo conde de Alba, para que
juzgasen y fallasen en conciencia el pleito y contienda entre el condestable
don Álvaro de Luna, y el rey de Navarra y los demás caballeros de su
parcialidad, haciendo juramento de estar a lo que estos jueces determinasen.
Este singular tribunal, en que entraban como jueces algunos de los principales
contendientes, pronunció su sentencia contra el condestable, condenándole a no
ver al rey en seis años, ni a escribirle ni enviarle mensaje alguno, debiendo
residir en uno de los pueblos de su señorío, prohibiéndole hacer
confederaciones y levantar soldados a sueldo, sino es los continuos que
acostumbraba a tener en su casa, para cuyo cumplimiento daría en rehenes su
hijo don Juan y nueve castillos en el término de treinta días. A igual pena,
poco más o menos, se condenaba a su hermano el arzobispo de Toledo. Todos los empleos
y mercedes otorgadas de tres años atrás se sometían a una severa revisión, se
licenciarían las tropas, y se dejarían libres las ciudades, villas y fortalezas
del rey tomadas y embargadas por los confederados. Esta sentencia, solemnemente
promulgada, fue comunicada por el rey con la propia solemnidad a todas las
ciudades del reino, acompañando una relación de todos los sucesos que la habían
motivado. Así con muchas apariencias de respeto se despojaba al rey de sus
derechos y prerrogativas reales, de lo cual el rey don Juan se mostraba muy
satisfecho.
Grande
enojo recibió el condestable al saber la sentencia contra él fulminada; sin
embargo reprimió cuanto pudo sus iras, y procuró mover tratos con el rey de
Navarra, con el almirante y con don Juan Pacheco, el privado del príncipe,
cuyos tratos sólo produjeron que los aliados se estrecharan más entre sí para
acabar de perderle, casando el rey don Juan de Navarra con doña Juana hija del
almirante, y el infante de Aragón don Enrique con doña Beatriz, hermana del
conde de Benavente, uno de los magnates más poderosos de la liga. Vistas las
necesidades que a consecuencia de los pasados trastornos padecía el reino,
llamó el rey los procuradores de las ciudades a Toro, donde él se trasladó
(1442), y a solicitud suya, después de muchas cuestiones y altercados, le
otorgaron un servicio de ochenta cuentos de maravedís en pedidos y monedas, pagaderos
en dos años; con lo cual despachó letras a todos los pueblos de la monarquía
anunciándoles que el reino se hallaba en paz y concordia, y exhortándolos a que
viviesen bien y sin cuestiones, debates ni parcialidades. Entretanto el condestable, a quien faltó el apoyo de su hermano el arzobispo de
Toledo que falleció a esta sazón, vivía en su villa de
Escalona esperando mejores tiempos, fiado en el cariño de su monarca, que
parecía sentir su destierro aún más que el mismo don Álvaro. De público lo
mostró ya al año siguiente (1443), yendo a ser padrino y a tener en la pila
bautismal a una niña que nació al condestable, y se llamó doña Juana. Este
paso, unido a la desconfianza que siempre tenían del rey, disgustó y alarmó de
nuevo al de Navarra y al almirante, que desde entonces le asediaron más
estrechamente, y tanto le vigilaban que llegaron a tenerle en Tordesillas como
cautivo, rodeado de guardias, que se relevaban de día y de noche, y de
centinelas de vista que no le permitían ni salir de palacio ni hablar con nadie.
Pero
una nueva intriga, conducida con sagacidad por el obispo de Ávila don Lope de
Barrientos, a quien los confederados habían cometido la indiscreción de
permitir volver a la corte, vino a rescatar al rey y al condestable, al uno de
su cautiverio y al otro de su destierro, y a mudar de todo punto la situación
de las cosas y de los personajes. Aquel astuto prelado, antiguo amigo del
condestable y maestro del príncipe, por sí y por medio del privado de éste,
Juan Pacheco, logró persuadir al príncipe de Asturias, joven más débil que de
mala intención, la necesidad de libertar a su padre de la especie de prisión en
que el rey de Navarra y el almirante le tenían, y de restituirle el libre uso y
ejercicio de su autoridad y reales preeminencias. Vino en ello el príncipe, y
manejóse el prelado con tal destreza, que a pesar de la rigidez con que el rey
don Juan era guardado, logró que se entendieran y concertaran secretamente el
padre y el hijo. Trabajar en favor del rey equivalía a trabajar en favor de don
Álvaro de Luna. Los viajes del príncipe y sus idas y venidas no dejaron de
infundir sospechas y recelos a los enemigos del condestable, con quienes
frecuentemente tenía que verse y hablar el heredero del trono; pero a todo
ocurría el diestro y hábil prelado, fingiendo que todas las negociaciones se
encaminaban a los mismos fines de acabar de destruir al proscrito condestable
(1444). Poco a poco el obispo de Ávila hizo entrar en sus planes al nuevo
arzobispo de Toledo don Gutierre, al conde de Haro, al de Castañeda, al de
Alba, a Íñigo López de Mendoza, y algunos otros magnates y grandes señores.
Consiguió, finalmente, con admirable habilidad poner de acuerdo al príncipe, al
rey, al condestable y a todos los que entraban en esta contra-liga. Y cuando le
pareció sazón oportuna, hizo que el heredero de la corona alzara la voz
proclamando la libertad del rey su padre: siguiéronle los demás caballeros, y
reuniendo cada cual sus hombres de armas hasta tres mil lanzas y sobre cuatro
mil peones, cogieron la vía de Burgos. El rey de Navarra y los de su
parcialidad salieron de Tordesillas en pos de ellos: pronto se hallaron de
frente unas y otras huestes; una sola acequia las dividía: parecía deber
esperarse un choque sangriento, pero intervinieron algunos religiosos, y después
de muchas pláticas, el rey de Navarra, no esperando salir bien de la contienda,
dijo que por excusar daños al reino dejaría al rey en su libre poder. El
príncipe manifestó no querer aceptar ningún partido a menos que se diese
libertad a todos los oficiales del rey. La noche suspendió estos tratos, y el
de Navarra se aprovechó de su oscuridad para retirarse con su gente a Palencia.
En
este intermedio, el rey con pretexto de una partida de caza se había evadido de
su prisión y guarecido en Valladolid. Inmediatamente pasó a saludarle y a
informarle del estado de las cosas el activo y diligente obispo de Ávila, y
pronto se hallaron reunidos el rey, el príncipe, el condestable y todos sus
nuevos libertadores. Intimidó de tal modo esta actitud al rey de Navarra, al
almirante, al conde de Benavente y a Pedro de Quiñones que se hallaban en
Palenzuela, que habido su consejo deliberaron, el rey de Navarra retirarse a su
reino, y los demás caballeros de su bando partirse cada cual a sus lugares y
fortalezas (julio, 1444). La retirada del de Navarra proporcionó a don Juan II
de Castilla apoderarse otra vez de todas las villas y señoríos que aquel
monarca poseía en este reino. El príncipe heredero y don Álvaro de Luna
marcharon en persecución del infante don Enrique, a quien el adelantado de
Murcia Alonso Fajardo había entregado la fuerte villa de Lorca, y el rey se fue
a Medina del Campo, donde al fin del año se le reunieron el príncipe y el
condestable después de haber tomado al infante de Aragón gran parte de las villas
y lugares del maestrazgo de Santiago.
Muy
poco duró la satisfacción de haber visto desaparecer del suelo de Castilla al
monarca navarro. Este pegajoso huésped, que parecía descuidar su casa por el
placer de revolver la ajena, volvió pronto, protegido por el conde de
Medinaceli y otros enemigos del condestable. No tardó en reunírsele su hermano,
el infatigable y perpetuamente revoltoso infante don Enrique, y juntos
avanzaban por las comarcas de Atienza, Torija, Guadalajara y Alcalá. Movióse
inmediatamente en aquella dirección el rey don Juan de Castilla desde Medina
del Campo (1445), en cuya marcha hubo de hacer algunas detenciones por las
nuevas que sucesivamente recibió, primero de la muerte de la reina viuda doña
Leonor de Portugal que se hallaba refugiada en Toledo, y seguidamente del
fallecimiento de su esposa la reina de Castilla doña María, en Villacastín. La
circunstancia de haber fallecido casi de repente y en tan corto espacio de
tiempo estas dos reinas hermanas, que lo eran también de los infantes de
Aragón, hizo sospechar que les hubiesen dado yerbas, como en aquel tiempo se
decía; y el cronista desafecto a don Álvaro de Luna no perdió la ocasión de
hacer indicaciones nada favorables al condestable. El de Navarra con el
infante su hermano avanzó por los puertos a su villa de Olmedo, cuyas puertas
halló cerradas, y no pudo entrarla sin combate: el doctor Lafuente y otros dos
caballeros, principales autores de la resistencia, fueron al siguiente día
degollados. El rey de Castilla, siempre en seguimiento del de Navarra, fijó su
real en Arévalo. Los antiguos enemigos del condestable, el almirante don
Fadrique, el conde de Benavente, el de Castro, Pedro de Quiñones, todos los de
la liga anterior fueron otra vez a incorporarse con el de Navarra en Olmedo. En
Arévalo estaban el rey de Castilla, el príncipe su hijo, el condestable don
Álvaro, los condes de Haro y de Alva, don Íñigo López de Mendoza, señor de Hita
y de Buitrago, con otros varios prelados y caballeros, entre ellos el astuto
don Lope de Barrientos, antes obispo de Ávila, y recientemente nombrado de
Cuenca.
Toda
Castilla se hallaba otra vez en armas, y presagiábase ahora una gran lucha
entre los dos bandos. El rey movió sus pendones hasta media legua de Olmedo.
Entabláronse primeramente pláticas entre los dos campos: unos y otros salían a
hablarse a una distancia intermedia, y se cruzaban proposiciones, insistiendo
siempre los confederados en el destierro de don Álvaro de Luna, su capital enemigo,
a quien llamaban tirano y destructor del reino, con cuya condición protestaban
que volverían a servir al rey con la lealtad debida. El hábil don Lope, obispo
de Cuenca, tuvo ardid para entretener estas pláticas por espacio de muchos
días, hasta dar lugar a que llegara al campo del rey el maestre de Alcántara
con su hueste. Entonces ya no se trató de avenencia, y alegráronse los del rey
de que un día, habiéndose acercado el príncipe su hijo a Olmedo, se retirara
huyendo del infante don Enrique que había salido a escaramuzarle. Sirvióles
esto de pretexto para disponer la batalla, se enarboló el pendón real en el
campo, y sonaron las trompetas y clarines por entre los pinares que elevaban
sus altas copas en aquellas llanuras. Tomó el mando de la vanguardia el
condestable don Álvaro de Luna, llevando consigo al mariscal de Castilla y
lucida compañía de caballeros y donceles; conducían el segundo cuerpo Íñigo
López de Mendoza y el conde de Alba; en el tercero iba el rey don Juan II de
Castilla con el pendón real, acompañado del arzobispo don Gutierre de Toledo y
de los condes de Haro, de Santa Marta y de Rivadeo. El maestre de Alcántara, el
comendador mayor de Calatrava, el obispo de Sigüenza don Alfonso Gamillo, el de
Cuenca don Lope Barrientos, el privado y mayordomo mayor del príncipe don Juan
Pacheco, con otros muchos nobles y caballeros ilustres capitaneaban las
compañías o tropeles, como se decía entonces, que formaban las alas de cada
cuerpo.
Llamaba
la atención la gente del condestable por el lustre de sus armas y el gusto en
los arreos de sus personas y caballos. Llevaban los mancebos en sus celadas las
joyas que sus damas les habían regalado, algunas de ellas guarnecidas de perlas
y piedras de gran valía. Ostentaban algunos en sus cimeras cabezas y figuras de
bestias salvajes, penachos y plumajes de diversos colores, cayéndoles a algunos
como alas sobre la espalda; otros se distinguían por sus divisas de diferentes
y caprichosas invenciones. En los arneses y en las guarniciones de los caballos
brillaban a los rayos del sol chapas doradas y plateadas con varios emblemas:
cubrían los cuellos de los caballos mallas de acero, y de algunos colgaban
campanillas y cascabeles de oro y plata ensartados en cadenas de los mismos
metales, cuyo ruido unido al de las trompetas y clarines y al de los relinchos
de los soberbios alazanes, inspiraba una alegría guerrera. Salieron de Olmedo
las huestes de los confederados y dio principio el combate; el rey de Navarra y
el conde de Castro hicieron frente al príncipe de Asturias; el infante don
Enrique de Aragón, el almirante, el conde de Benavente y Pedro de Quiñones
acometieron la batalla del condestable: el maestre de Alcántara acudió en
socorro del príncipe: reforzaron al condestable Íñigo López de Mendoza y el
conde de Alva. De una y otra parte se peleaba con bravura, y la victoria estuvo
indecisa algún tiempo; pero comenzó a flaquear la gente del de Navarra, y al
ver volver la espada a los enemigos cargó sobre ellos el condestable con sus
brillantes compañías y acabó de desbaratarlos. El triunfo fue completo (29 de
mayo, 1445). Entre muchos nobles prisioneros lo fueron el almirante don
Fadrique y su hermano, el conde de Castro y su hijo, y el valiente Pedro de
Quiñones, que recobró su libertad valiéndose de una ingeniosa estratagema. Salieron heridos el infante don Enrique de Aragón en una mano, y el condestable
en un muslo. El rey don Juan mandó erigir una ermita en el sitio del combate
con la advocación de Sancti Spiritus de
la Batalla, con la competente dotación para algunos religiosos eremitas.
El
resultado inmediato del célebre triunfo de Olmedo fue que los dos hermanos, el
rey de Navarra y el infante don Enrique, enemigos irreconciliables de don
Álvaro de Luna, se retiraran a Aragón; y lo que fue todavía mejor para el
condestable, el bullicioso infante de Aragón murió en Calatayud de resultas de
la herida de la mano, o porque se le enconase con la fatiga, o por haberle
puesto arsénico en la llaga. El rey de Castilla llevó su real a Simancas, y el
condestable, a quien su herida no le permitía cabalgar, fue trasportado a
hombros en unas angarillas. Fuese el rey apoderando otra vez de todas las
villas y castillos de los magnates rebeldes. A don Íñigo López de
Mendoza le hizo marqués de Santillana y conde del Real, marqués de Villena a
Juan Pacheco, el privado del príncipe, y tan luego como supo la muerte del
infante don Enrique de Aragón, mandó a los priores y comendadores de Santiago
que nombraran gran maestre de la orden a don Álvaro de Luna, y a los de
Calatrava que diesen el maestrazgo al doncel don Pedro Girón, hermano de don
Juan Pacheco, el nuevo marqués de Villena, privado del príncipe, en reemplazo
del hijo del rey de Navarra, a quien se le despojó por rebelde. De este modo se
iban repartiendo las más pingües dignidades entre los favoritos y sus deudos, y
don Álvaro de Luna, después de sus destierros y de las borrascas pasadas, había
recobrado todo su ascendiente e influencia, y se hallaba en el apogeo de la
opulencia y del poder.
De
tal manera volvió a dominar el condestable el ánimo del débil monarca, que nada
obraba éste, ni nada resolvía sino lo que quería el condestable, que le tenía
como encantado. Y como don Álvaro tuviese particular amistad con el regente de
Portugal, duque de Coimbra, no solamente hizo que viniese a Castilla el
condestable de aquel reino con un auxilio de mil doscientos hombres de armas,
cuatrocientos jinetes y sobre dos mil peones, cuando menos se necesitaban y
contra el parecer de los grandes de la corte, sino que se atrevió a negociar y
concertar por su cuenta y sin conocimiento de su soberano el matrimonio del
rey, viudo de cinco meses, con la infanta doña Isabel, hija del infante don
Juan de Portugal. Calculaba don Álvaro que siendo él quien elevase a aquella
princesa a reina de Castilla, y debiéndole ésta toda su grandeza, le sería,
siquiera por reconocimiento, tan adicta como el rey mismo. Aunque desagradó a
don Juan, cuando lo supo, que negocio tan grave se hubiese tratado sin su
consentimiento, mucho más cuando él deseaba casarse con la hija primogénita del
rey de Francia, no tuvo valor para oponerse a la voluntad del favorito, y el
enlace con la infanta portuguesa recibió la aprobación real.
En
este tiempo una insurrección había lanzado del trono de Granada al rey Mohammed
el Izquierdo. Uno de sus sobrinos, llamado Aben Osmin, supo explotar el
disgusto del pueblo, derramó mucho oro, celebró sus sesiones secretas con los
más turbulentos y osados, y sorprendiendo una noche el alcázar de la Alhambra,
prendió a su tío Mohammed, que por tercera vez y para siempre caía de un trono
que ocupó trece años, y se hizo proclamar emir. Otro sobrino de Mohammed el
destronado, llamado Aben Ismail, resentido de su tío, se había fugado de
Granada y refugiádose en Castilla con algunos ilustres caballeros, sus amigos y
parciales. Los contrarios al usurpador Aben Osmin, apellidado el Ahnaf (El
Cojo), y principalmente la tribu de los Abencerrajes, abandonaron Granada y se
retiraron a Montefrío, donde alzaron pendones por Ismail, el refugiado en
Castilla, y le invitaron a que acudiese a tomar posesión del trono que le
ofrecían. El príncipe moro, prometiendo a don Juan II que tan prontocomo se
viese rey de Granada sería su más fiel amigo y vasallo, obtuvo su venia, y aún
le suministró el rey don Juan subsidios y tropas que le acompañaran a
Montefrío, donde le esperaban sus parciales, y donde le hicieron su
proclamación (1445.) Costosa fue esta protección a los castellanos, porque
discurriendo Aben Osmin que para sostenerse en el trono necesitaba mostrarse
celoso y ardiente musulmán, y aprovechando las discordias que a la sazón
devoraban el reino de Castilla, declaró la guerra a los cristianos, franqueó la
frontera, plantó los pendones muslímicos en Benamaurel y Benzalema, y degolló
las guarniciones cristianas (1446). Las ciudades y villas del reino de Jaén,
Baeza, Úbeda, Martos, Andújar, Linares y otras que hubieran debido ser, como en
antiguos tiempos, otros tantos diques contra la irrupción sarracena,
participaban de la anarquía de los partidos de Castilla, y ellas mismas se
hostilizaban entre sí, estando unas por el rey y el condestable, otras por los
confederados contra don Álvaro. Para mayor desventura acabó de encender la
guerra entre los cristianos del reino de Jaén una cuestión entre los caballeros
de Calatrava sobre elección de gran maestre de la orden, formándose dos
partidos encarnizados, que llegaron a pelear furiosamente entre sí, siendo
caudillo del uno el valeroso don Rodrigo Manrique, el hijo del adelantado mayor
de León y conquistador de Huéscar; del otro don Luis de Guzmán y el afamado
justador Juan de Merlo. En un combate que tuvieron en Hardon quedó vencido don
Rodrigo Manrique, pero perdió la vida Juan de Merlo, terror de los caballeros
granadinos, famoso en todas las cortes de Europa por su esfuerzo y por su
destreza en el manejo de las armas, ilustre aventurero que allá se presentaba
de quiera que los príncipes de Italia, de Francia o de Alemania emplazaban
justadores para las fiestas reales, y que en dos célebres torneos había tenido
la gloria de vencer al orgulloso borgoñón Micer Pierres de Bracamonte, señor de
Charní, y al altivo caballero Enrique de Remestan.
Grandemente
se prevalió de la anárquica situación de Andalucía y Castilla el rey Cojo Aben Osmin
de Granada para excitar el ardor religioso de los musulmanes, y persuadirles de
la oportunidad de pasear los pendones agarenos por las tierras de los
cristianos. Publicóse en las mezquitas la guerra santa, y el mismo emir, a la
cabeza de numerosos escuadrones, abandonando los voluptuosos salones de la
Alhambra, dirigióse primero a lanzar de Montefrío a los rebeldes Abencerrajes,
partidarios de Ismail, y entró seguidamente a sangre y fuego por las campiñas
de Huesear, Galera, Castilleja y los Vélez, teatro en otro tiempo de las
proezas y glorias de los Manriques y los Fajardos. Esclavizando mancebos y
doncellas, apresando ganados e incendiando poblaciones, llevó su devastadora
correría a los fértiles campos de Murcia. El capitán don Álvaro Tellez Girón se
tuvo por afortunado con poder refugiarse en la fortaleza de Hellín, después de
muertos o cautivados los soldados de su hueste (1447). Los moros regresaron
victoriosos y cargados de botín a Granada, a prepararse para nuevas algaras por
las comarcas de Antequera, Estepa y Osuna.
¿Qué
hacia el rey don Juan II de Castilla mientras los sarracenos corrían
impunemente sus mejores provincias y le arrebataban las mejores conquistas de
los primeros tiempos de su reinado? El desdichado don Juan veía a su propio
hija, siempre inducido por el marqués de Villena a fin de estrecharle a que le
hiciese nuevas mercedes y acrecentase su estado, tratar otra vez no muy
secretamente con el almirante y el conde de Benavente. Veía al condestable don
Álvaro dispensar mercedes a sus antiguos enemigos para apartarlos de la alianza
del príncipe. Veía a éste juntar sus gentes en Almagro, otra vez en abierta
rebelión contra su padre. Veía por otra parte al rey de Aragón nombrar maestre
de Santiago a don Rodrigo Manrique, enemigo del rey don Juan, no obstante la
elección hecha por éste en el condestable, y a don Rodrigo tomar el título de
maestre, protegido por el hijo mismo del rey. Veía a su más hábil y leal
servidor el obispo don Lope de Barrientos no poder posesionarse de su ciudad de
Cuenca sin sostener serios combates con don Diego Hurtado de Mendoza que se
negaba a entregarla. Veía que el rey de Navarra no cesaba de acometer sus
villas fronterizas y de talar y robar sus campos. Veía en fin arder de nuevo en
su reino la llama de la guerra civil, y molestadas y corridas sus fronteras por
los soberanos de Aragón, de Navarra y de Granada. Y a pesar de situación tan angustiosa,
no por eso dejaba de celebrar solemnemente sus bodas en Madrigal (agosto, 1447)
con la infanta de Portugal, doña Isabel, porque así había sido la voluntad de
su condestable y maestre de Santiago.
Sucedióle
a don Álvaro de Luna con haber proporcionado al rey don Juan esta esposa, lo
que al ministro Alburquerque cuando puso al rey don Pedro en ocasión de
entablar amorosos trates con doña María de Padilla; que queriendo afianzar
sobre una base sólida su favor y hacerle indestructible, se labraron su propia
ruina. El rey don Juan se aficionó a su nueva esposa, y como al propio tiempo
hubiera comenzado a disgustarse del favorito que se había tomado la libertad de
deparársela sin consultar su voluntad, hizo participante a la reina del
disgusto que ya hacia el condestable sentía, y halló muy dispuesta a perder al
valido la misma que le debía la corona, y aún tomó a su cargo preparar
convenientemente la prisión del condestable. Pero mantúvose esto secreto, y el
rey y la reina se vinieron a Valladolid.
Una
tregua de siete meses que allí se pactó con los procuradores de Aragón dejó al
rey un tanto desembarazado por aquella parte. Mas las intrigas interiores del
reino comenzaron a tomar un nuevo giro, más peligroso y de peor carácter que
nunca. El maestre de Santiago don Álvaro de Luna, y el marqués de Villena,
privado del infante, en unión con el obispo de Ávila don Alonso de Fonseca, se
confederaron entre sí al intento y con el designio de ser ellos solos los que
gobernaran a su placer y sin estorbo ni embarazo al monarca y al príncipe. Al
efecto acordaron que era menester prender al almirante y a su hermano don
Enrique, a los condes de Benavente, de Castro, y de Alba, y a los hermanos
Quiñones Pedro y Suero; siendo de notar que si estos personajes los más habían
sido enemigos del condestable, una vez perdonados por el rey después de la
batalla de Olmedo, le servían bien y fielmente, y en cuanto al conde de Alva,
había seguido siempre a don Álvaro de Luna y sido uno de sus mayores
favorecedores. El obispo Fonseca fue el encargado de manejar la forma como
habían de ejecutarse estas prisiones. El rey y el príncipe, tan pronto
desavenidos como reconciliados, tan pronto enemigos como amigos, según lo que
les sugerían sus respectivos privados, fueron llevados, el uno a Tordesillas y
el otro a Villaverde. Habíase dispuesto que se viesen y hablasen al medio
camino, y de estas vistas y pláticas resultaron los mandamientos de prisión
contra los mencionados personajes según el plan de los dos validos y obispo
Fonseca, los cuales todos fueron destinados a diferentes castillos, a excepción
del almirante y el conde de Castro que lograron salvarse y buscaron un asilo en
Aragón, donde se acordó que el almirante pasara a Nápoles a pedir favor y ayuda
al monarca aragonés contra el rey de Castilla (1 448). Estas prisiones movieron
gran turbación y general escándalo en el reino, y grandes y pequeños las
sintieron y reprobaron. Sin embargo, habiendo el rey, por consejo de don Álvaro
de Luna, convocado los procuradores de las ciudades, propuso a su aprobación,
primero la concordia con su hijo, y segundo el repartimiento que pensaba hacer
de todos los bienes de los condes presos y fugados. En aquellas cortes, ya
degeneradas, los representantes del pueblo iban dando por buena y santa la medida
propuesta por el rey, hasta que Mosén Diego de Valera pronunció en contra un
enérgico y juicioso razonamiento. Enojóse el rey, no quiso oír más, abandonó
las cortes, y los procuradores se retiraron a Valladolid.
En
esto el conde de Benavente con ayuda de algunos de sus criados logró fugarse de
la fortaleza de Portillo en que le tenían, y se fortificó en su villa de
Benavente. Mas con noticia de que el rey don Juan marchaba contra él desde
Arévalo con muchas compañías, salió de la villa y se refugió en Portugal.
Parecía,
no obstante, pesar sobre la infeliz Castilla una sentencia fatal que la
condenaba a pasar por una cadena de interminables revueltas y perturbaciones,
que hacen casi imposible al historiador dar algún orden a tanta multitud de
sucesos, siquiera no apunte sino los más notables que ocurrían en cien puntos a
un tiempo en aquel confuso y revuelto caos. Mientras el rey se apoderaba de
Benavente, defendida por los vasallos del fugitivo conde, por la parte de
Requena y Utiel entraban compañías de aragoneses que batían y desbarataban a
los fronteros castellanos; y don Alfonso, hijo bastardo del rey de Navarra, con
otros caballeros y capitanes de aquel reino y hasta seis mil soldados, entre
los cuales venían muchos moros del reino de Valencia, acometían la ciudad de
Cuenca, peleaban encarnizadamente con el obispo y con los caballeros de
Castilla, si bien no pudieron tomarla, y hubieron de retirarse huyendo de don
Álvaro de Luna que acudió con su gente. Los moros de Granada extendían
impunemente sus algaras casi al interior de Castilla, llegaban muchas veces
hasta los arrabales de Jaén, amenazaban cercar a Córdoba, y ofrecían su amistad
al rey de Navarra. El almirante don Fadrique, que había ido a Nápoles a pedir
ayuda al rey de Aragón contra Castilla, volvió a Zaragoza con poderes de aquel
soberano para que de las rentas de su reino se pagara al de Navarra la gente
con que hubiera de hacer la guerra al castellano: y desde Zaragoza, el rey de
Navarra, el almirante y el conde de Castro llegaron a entenderse otra vez con
el príncipe de Asturias, con los marqueses de Villena y Santillana, con los
condes de Haro y de Plasencia y con otros nobles castellanos, siendo el objeto
de esta nueva conjura libertar los presos y derribar otra vez al condestable. Y
al propio tiempo estallaba en Toledo una sublevación popular que había de dar
mucho que hacer al monarca y a su valido (1449).
Fue
la causa de este levantamiento un empréstito forzoso que el privado don Álvaro
de Luna había pedido a la ciudad. Alborotóse el populacho, y al toque de la
campana mayor se apoderó de las puertas y torres, quemó la casa del rico
comerciante Alfonso Cota, que era el recaudador del empréstito, y todo el mundo
obedeció a la voz de un mercader de odres, autor principal del bullicio, porque
decían hallarse escrito en una piedra en antiguas letras góticas: Soplará el odrero, y alborozarse ha Toledo.
Adhirióse al movimiento popular el gobernador Pedro Sarmiento, que tenía el
alcázar por el rey y era su alcalde mayor, y se erigió en cabeza de la
rebelión, diciendo a los toledanos que él defendería sus antiguos privilegios
que el condestable quería atropellar, y so pretexto de que algunos trataban de
entregar la ciudad al rey tomó las haciendas y bienes de los más ricos
ciudadanos. Dirigióse el monarca desde Benavente a sofocar el tumulto, más al
acercarse a la ciudad le envió a decir Pedro Sarmiento que no le permitiría la
entrada mientras le acompañase el condestable y maestre de Santiago, que hacia
treinta años estaba tiranizando el reino; y como el rey insistiese en querer
entrar, hicieron los de dentro jugar las lombardas contra la hueste y las
banderas reales, teniendo el soberano y su favorito que retirarse a Illescas,
Ávila y Valladolid, y atender de nuevo al conde de Benavente que entretanto
regresó de Portugal y se volvió a fortificar en su villa. Entonces Pedro
Sarmiento llamó a Toledo al príncipe don Enrique y le entregó la ciudad, pero
no las puertas, ni los puentes, ni el alcázar, a excepción de dos puertas que
le dejó libres para entrar y salir. Supo luego el príncipe que algunos
individuos del cabildo y del ayuntamiento andaban en tratos con el rey su padre
para darle la ciudad, y haciéndolos prender, a unos mandó ajusticiar y
arrastrar, y a otros encerró en fortalezas: ¡tanta era ya la enemiga entre el
hijo y el padre!
Continuó
la rebelión de Toledo hasta 1450, en que habiendo vuelto el príncipe de una
expedición a Roa y Segovia, acompañado del marqués de Villena don Juan Pacheco,
de su hermano don Pedro Girón, maestre de Calatrava, del obispo de Cuenca don
Lope Barrientos y de otros varios caballeros y gentileshombres, por consejo de
éstos intimó a Pedro Sarmiento que entregara el alcázar al maestre de Calatrava
y desocupara la ciudad. Trabajo costó reducir al rebelde caudillo, y fue
menester toda la energía y toda la sagacidad del obispo de Cuenca para
someterle. Al fin cedió, a condición de que se le permitiera salir de la ciudad
llevándose todos sus haberes, condición a que condescendió indiscretamente el
príncipe. Tan pronto como don Enrique se apoderó del alcázar hirieron sus oídos
lamentos y voces lastimeras que de la parte de un calabozo venían. Mandó
descerrajar las puertas de aquella prisión, y se ofreció a sus ojos el horrible
espectáculo de multitud de hombres honrados de Toledo, de mujeres casadas y
viudas, a quienes Pedro Sarmiento había robado cuanto tenían en sus casas, y
luego los dejaba consumir en aquel abovedado subterráneo. A pesar de esto
todavía se permitió al terrible Pedro Sarmiento sacar de la ciudad hasta doscientas
acémilas cargadas con el fruto de sus escandalosos robos, en que había de toda
especie de objetos, joyas de oro y plata, tapicería, paños y lienzos de
Holanda, de Flandes y de Bretaña, colchas, brocados y todo género de alhajas,
«que la casa que él mandaba robar, dice el cronista, hasta dejarla vacía no la
dejaban.» Levantaban el grito hasta el cielo los toledanos
al ver en el arrabal las bestias cargadas con las riquezas y objetos que a
ellos les habían sido arrebatados, y con todo esto el príncipe no solamente no
impidió su salida, respetando la palabra que había empeñado a Pedro Sarmiento,
sino que la presenció y autorizó hasta que el gran depredador y su gente se
despidieron y pusieron en salvo. Así entendían el derecho común los príncipes
de aquel tiempo.
Cuando
esto acontecía, habíase formado la segunda gran confederación contra el
condestable y maestre de Santiago don Álvaro de Luna, en la cual entraban el
príncipe don Enrique, el rey de Navarra, el almirante don Fadrique, los
marqueses de Villena y de Santillana, los condes de Castro, de Haro y de
Plasencia, don Rodrigo Manrique, nombrado por el rey de Aragón maestre de
Santiago, el maestre de Calatrava y otros muchos nobles y caballeros, que
habían celebrado al efecto una reunión en Coruña del Conde, villa entonces de
don Pedro López de Padilla. Para descomponer esta liga trataron el rey y el
condestable con el de Navarra, y quedó concertado que el almirante y el conde
de Castro volviesen al reino, donde les serían restituidas todas las tierras,
rentas y señoríos, y que igualmente don Alfonso, hijo del rey de Navarra,
vendría a posesionarse del maestrazgo de Calatrava, no obstante estar dado a
don Pedro Girón, hermano del marqués de Villena (1451). Hacían esto con objeto
de quitar aliados al príncipe, pero éste por su parte hacía trasladar a Toledo
al conde de Alba, y ponía en libertad a Pedro de Quiñones bajo juramento de que
había de negociar con el almirante y conde de Benavente, sus dos cuñados, que
siguieran las banderas del príncipe, apartándose de todo otro partido. Era esta
una madeja interminable de intrigas, en que es excusado buscar ni consecuencia,
ni lealtad, ni fe en ninguno de los personajes.
Así
al poco tiempo de esto vemos otra vez unidos al rey, al príncipe y al
condestable, entrar el rey en Toledo, ciudad que sólo había querido entregarse
a su hijo, y con anuencia de éste darse la tenencia del alcázar y la guarda de
las puertas a don Álvaro de Luna, contra quien parecía haber sido toda la
rebelión toledana, y contra quien parecía conspirar sin descanso el príncipe.
Seguidamente se ve al hijo del rey llevar la guerra a Navarra, con cuyo monarca
se había confederado un año antes en Coruña del Conde contra el condestable,
cercar a Estella, y retirarse a suplicación que hizo al rey de Castilla el
príncipe de Viana, hijo del navarro. Y por otra parte se ve a Alfonso Enríquez,
hijo del almirante don Fadrique, a quien acababan de favorecer el monarca y el
condestable, rebelarse en Palenzuela contra el rey y contra don Álvaro, y
costar el sitio y rendición de esta villa una campaña en que estuvo muy en
peligro de perder la vida el condestable y maestre de Santiago. En medio de este
laberinto de guerras y de intrigas había nacido en Madrigal (13 de abril, 1451)
la princesa Isabel, que el cielo destinaba a ocupar un día el trono castellano,
a curar las calamidades del reino, y a asombrar con su grandeza a España y al
mundo.
En
Granada y en Castilla se iban a realizar casi simultáneamente sucesos altamente
importantes y trágicos, que aunque preparados de atrás, comenzaron a marchar
hacia su desenlace en ambos reinos en 1442. Daremos antes cuenta de la
catástrofe horrible de Granada, para venir después a la tragedia con que
terminó el largo y complicadísimo reinado de don Juan II de Castilla.
Hallándose
enfermo en su villa de Marchena el conde de Arcos don Juan Ponce de León,
solicitó hablarle un moro llamado Mofarris que acababa de convertirse a la fe
cristiana, y al recibir el agua del bautismo había tomado el nombre de Benito
Chinchilla. Este converso reveló al capitán cristiano que una hueste de
infieles había salido de Granada y avanzaba sobre Marchena: el conde, doliente
como estaba, saltó del lecho, pidió y se ajustó su armadura, mandó tocar
alarma, y salió con su gente en busca del enemigo. Emboscó sus guerreros entre
unas breñas y al lado de un barranco por donde tenían que pasar los musulmanes,
y cuando estos llegaron arremetió impetuosamente y de improviso sobre ellos, y
los desordenó y desbarató, quedando en el campo sobre cuatrocientos infieles
atravesados por las lanzas cristianas. Este descalabro picó vivamente el
orgullo de rey Aben Osmin el Cojo, que determinó vengarle enviando una numerosa
cabalgada a los campos de Levante al mando del joven Abdilvar, el campeón más
esforzado y más apuesto de Granada. Incorporáronsele en su marcha otros
caudillos, entre ellos el Intrépido Malique (Malik), alcaide de Almería, que
capitaneaba los moros más feroces del reino, montañeses de la sierra de Gádor,
acostumbrados a una vida agreste y desenfrenada. Con estos y otros alcaides que
se le reunieron, avanzó Abdilvar a los confines de Murcia y Cartagena. Tenía el
gobierno de Lorca el capitán cristiano Alfonso Fajardo, a quien por su carácter
inflexible y adusto llamaban el Malo, pero a quien sus hazañas le habían valido
también el sobrenombre de el Bravo. Este caudillo hizo tocar a rebato todas las
campanas de la ciudad, celebró una procesión religiosa para enardecer en la fe
a sus guerreros, y lo consiguió hasta tal punto, que cuando salió a batir los
infieles, se vio marchar entre las filas un viejo hidalgo, llamado Pedro
Gabarrón, que llevaba consigo doce hijos, algunos de ellos tiernos todavía, y
como le preguntasen a dónde iba con aquellos niños, respondió: «Llevo estos
doce cachorros para que se ceben como leones en sangre mora, y cobren aliento
para las batallas.» El brío de los soldados de Alfonso Fajardo correspondió al
entusiasmo que había sabido inspirarles. Dada la batalla en las cercanías de
Lorca, fue tal el ímpetu con que al grito de ¡Santiago! arremetieron los
cristianos, que nada pudo resistir al empuje de sus aceros; horrible fue la
mortandad de los infieles: allí perecieron los aliados moros de Baza, de
Huéscar, de Cúllar, de Vera, de los Vélez y de Almería: Malique el Intrépido
cayó anegado en su sangre, traspasado por la adarga misma de Alfonso Fajardo:
querían los soldados cortarle la cabeza, pero el bravo Fajardo lo impidió y le
hizo curar. Un arranque de arrogancia del cautivo moro al ser llevado a Lorca
irritó a los soldados cristianos y le despedazaron con sus espadas. Entraron
los vencedores en la ciudad a son de trompetas y repique de campanas; a los
pocos días, con motivo o con pretexto de una conspiración, todos los moros
prisioneros fueron cruelmente degollados. El joven Abdilvar, el gallardo jefe
de la infortunada expedición, el único que había podido salvarse con algunos
restos de su destrozada hueste, fue recibido en Granada con adusto ceño por el
rey Aben Osmin: cuando se le presentó, díjole el desesperado emir en un
arrebato de ira: «Abdilvar, puesto que no has querido morir como bueno en la
lid, morirás como cobarde en la prisión.» Y le mandó matar; y conducido a una
mazmorra, las cuchillas de los verdugos no tardaron en tronchar el cuello del
ilustre y desventurado musulmán.
Desde
entonces Aben Osmin el Cojo se hizo tan desabrido y cruel, como orgulloso y altivo
le habían hecho sus anteriores triunfos sobre los cristianos. Convirtió su
furor contra sus propios súbditos, y volvióse tan sanguinario, y ejerció tantos
y tales actos de tiranía, que concitó contra sí un odio universal, y ya no
pensaban sus vasallos sino en la manera de deshacerse de quien con tanta
iniquidad los trataba. Naturalmente volvían los ojos hacia los Abencerrajes
refugiados en Montefrío con Aben Ismail (1452), el cual, noticioso del disgusto
y de las disposiciones de los granadinos, y protegido por el rey don Juan II de
Castilla, no tardó en decidirse a abandonar su asilo, y se presentó con
pendones desplegados en la vega y casi a las puertas de Granada. Salióle al
encuentro su primo Aben Osmin con los partidarios que aún le quedaban; pero
trabado el combate, y habiéndole sido adversa la suerte, tuvo Aben Osmin que
retirarse al abrigo de los muros de la ciudad con las reliquias de su
caballería. Ardiendo en ira y en deseos de venganza, mandó que concurriesen a
la Alhambra, con pretexto de pedirles consejo acerca de lo que debería hacer en
su situación, los principales caballeros granadinos de quienes sabía o
sospechaba que le eran desafectos. Luego que los tuvo reunidos en uno de los
salones del magnífico palacio, con desapiadada fiereza ordenó a sus satélites
que los degollaran, y el bárbaro mandamiento fue instantáneamente ejecutado.
Alborotóse con esto la ciudad proclamando a Ismail: el desatentado emir no se
creyó ya seguro en aquella fortaleza, y se fugó con algunos de sus privados, internándose
en las fragosidades de la sierra.
Con
esto entró Ismail en Granada, siendo aclamado con gran pompa, si bien con el
sentimiento de sentarse en un trono salpicado con la sangre de esclarecidos y
nobles musulmanes, porque era Aben Ismail hombre de generoso corazón y amante
de la justicia y de la paz. Desde luego la hizo con el rey de Castilla su
protector, reconociéndose su vasallo y tributario, y haciéndole el debido
homenaje; pero duró poco, por la muerte que luego sobrevino a este monarca,
como ahora habremos de referir.
Veamos
ya el desenlace que entretanto tuvieron las cosas de Castilla por lo que hace
al personaje principal que por su inmenso poder, por ser el que de hecho
ejercía la soberanía, y por ir encaminadas contra él todas las tramas y
conspiraciones, absorbe casi todo el interés de este reinado.
Indicamos
ya que el rey deseaba desembarazarse de su antiguo privado don Álvaro de Luna,
y que éste era también el designio de la reina a quien su esposo lo había
comunicado. Pero con aquella timidez propia de las almas débiles esperaba una
ocasión, que nunca le parecía bastante oportuna, para sacudir aquel yugo, y
entretanto continuaba acariciando como siempre al condestable y encadenado como
antes a su voluntad. Esta ocasión se la proporcionó la ambición misma de don
Álvaro, que no viendo ya en el reino grande alguno de quien pudiese recelar,
salvo del conde de Plasencia don Pedro de Stúñiga o Zúñiga que se mantenía
apartado de la corte, intentó apoderarse de su persona por un golpe de mano.
Avisado el conde por Alonso Pérez de Vivero, contador mayor del rey, se
fortificó en su villa de Béjar resuelto a hacer guerra a muerte al condestable.
Trató al efecto con los condes de Haro y de Benavente y con el marqués de
Santillana, y hallándolos dispuestos a auxiliar su propósito, acordaron entre
sí la manera de destruir al autor de los males de todos. El plan era que los
hijos de los condes de Plasencia y de Haro coa quinientas lanzas fuesen a
Valladolid, donde el rey y el condestable se hallaban, y so pretexto de que
iban en ayuda del conde de Trastámara contra el de Benavente con quien traía
diferencias, tomar por fuerza la posada en que se alojaba el condestable, y
cogerle muerto o vivo. Habiéndose diferido por varias causas la ejecución de
este plan, diose tiempo a que le trasluciera don Álvaro, y éste dispuso
trasladarse con el rey a Burgos, con lo cual no hizo sino anticipar su
perdición por querer evitarla (1453). No sabemos cómo don Álvaro no tuvo
presente que el alcaide del castillo de Burgos era don Íñigo de Zúñiga, hermano
del conde de Plasencia. Aprovechando la reina esta circunstancia, escribió
secretamente a la condesa de Rivadeo para que se presentase con sus
instrucciones al conde su tío. En cumplimiento de ellas envió el de Plasencia a
Burgos su hijo primogénito don Álvaro con Mosén Diego de Valera y un
secretario. En Cariel encontró el de Zúñiga un mandadero del rey con una cédula,
en que le ordenaba que dejando toda otra cosa se apresurase a llegar a Burgos y
se metiese en la fortaleza. Por el mismo supo don Álvaro de Zúñiga que en la
posada misma del condestable había sido muerto y arrojado por la ventana al río
Alonso Pérez de Vivero, contador mayor del rey, en pena sin duda del aviso que
antes había dado al conde de Plasencia. Turbó esta noticia al
de Zúñiga, vaciló, pero obedeció al mandato del rey, y dejando la gente de
armas encomendada a Mosén Diego de Valera, andando de noche y con mil
precauciones pudo llegar a Burgos y meterse en el castillo. A poco tiempo logró
también Mosén Diego de Valera a fuerza de maña introducirse en la fortaleza con
su gente.
Después
de algunas comunicaciones por escrito entre el rey y don Álvaro de Zúñiga,
recibió éste una cédula del monarca en que le decía: «Don Álvaro Destúñiga mi
Alguacil mayor, yo vos mando que prendías a don Álvaro de Luna Maestre de
Santiago; y si se defendiere, que lo matéis.» En su virtud, y dada orden por el
rey a los regidores de la ciudad para que al día siguiente todo el mundo se
presentase armado en la plaza del Obispo, salió al romper del alba don Álvaro
de Zúñiga del castillo con su gente hacia las casas de Pedro de Cartagena donde
el condestable posaba: tres mensajeros le llegaron en el camino para advertirle
de parte del rey que no combatiese la posada del condestable, sino que la
cercase de manera que no pudiese escapar. Al aproximarse los soldados de Zúñiga
gritaron: ¡Castilla, Castilla, libertad del rey! A estas voces se asomó el
condestable a una ventana, vestido solamente de un jubón de armar sobre la
camisa, dice la crónica, y las agujetas derramadas; y exclamó: «¡Voto a Dios,
hermosa gente es ésta!» Un ballestero le arrojó un venablo que dio en el marco
de la ventana; el condestable se retiró, pero sus criados comenzaron a hacer
fuego sobre los sitiadores, mataron e hirieron algunos, y corrieron no poco
peligro las cabezas de los Zúñigas, tío y sobrino, y de Mosén Diego de Valera.
Don Álvaro de Luna montó a caballo y se colocó detrás de la puerta principal
con el postigo abierto, y sobre el arzón de la silla escribió varias cartas, y
se cruzaron varios recados y contestaciones entre el maestre y el rey, siendo
la conclusión de ellos que habiendo recibido una cédula escrita y firmada por
el rey, empeñando su fe y palabra real de que ni en su persona ni en su
hacienda recibiría agravio ni daño, ni cosa que contra justicia fuese, se dio
el condestable a prisión.
Quiso
el rey comer aquel día (4 de abril, 1453) en la misma casa de Pedro de
Cartagena en que el condestable moraba: cuando éste vio llegar con el rey al
obispo de Ávila, que creía haber tenido parte en la prisión: «por esta cruz,
don Obispillo, le dijo formándola con los dedos en la frente, que me la habéis
de pagar.—Señor, juro a Dios, le contestó el obispo, y a las órdenes que
recibí, tan poco cargo os tengo en esto como el rey de Granada.» Solicitó el
ilustre preso ver al rey, el cual se negó a ello diciendo que él mismo en otros
tiempos le había aconsejado que nunca hablase a persona que mandase prender; y
encargó la guarda de su persona a Ruy Díaz de Mendoza, su mayordomo mayor, cosa
que se extrañó y sintió en toda la ciudad, mirándolo como un desaire y agravio
hecho a don Álvaro de Zúñiga, a quien se debió la prisión, y que para hacerla
había arriesgado hasta su vida. Trasladado de Burgos a la fortaleza de
Portillo, cerca de Valladolid, y entregado a Diego de Zúñiga, hijo del mariscal
Íñigo, mandó el rey don Juan que se le formara proceso, para lo cual fueron
elegidos doce letrados del consejo los de más confianza del soberano, el cual,
después de andar recogiendo con una avidez poco digna algunas cantidades de
dinero que el condestable tenía en diferentes puntos, pasó a tomar su villa de
Escalona, que halló tan fortificada y defendida por la esposa, el hijo, los
criados y adictos de don Álvaro, que hubo de renunciar a rendirla mientras el
condestable viviese.
Entretanto
el proceso se había terminado, y la sentencia fue la que el rey deseaba y era
de suponer y esperar. «Señor, le dijo el relator del tribunal, por todos los
caballeros y doctores de vuestro consejo que aquí son presentes, e aún creo que
en esto serían todos los ausentes: visto e conoscido por ellos los hechos, o
cosas cometidas en vuestro deservicio y en daño de la cosa pública de vuestros
reinos por el maestre de Santiago don Álvaro de Luna, e como ha seydo usurpador
de la Corona Real, e ha tiranizado o robado vuestras rentas; hallan que por
derecho debe ser degollado, y después que le sea cortada la cabeza e puesta en
un clavo alto sobre un cadalso ciertos días, porque sea ejemplo a todos los
grandes de vuestro reino.» Oída la sentencia, mandó inmediatamente el rey por
carta patente a Diego de Zúñiga que condujese al preso a Valladolid con buena
escolta. En el camino saliéronle al encuentro dos frailes del convento del
Abrojo, uno de ellos fray Alonso de Espina, autor de una obra de moral, los
cuales comenzaron a darle consejos y a hacerle exhortaciones cristianas como
para prepararle a recibir la muerte con resignación. Sospechaba ya don Álvaro,
y con esto acabó de comprender el destino que le aguardaba, no obstante el
seguro firmado por el rey. Llegados a Valladolid, diéronle la mortificación de
aposentarle aquella noche en las casas de Alonso Pérez de Vivero, aquel a quien
él había hecho arrojar por una ventana en Burgos, donde tuvo que sufrir los
insultos y denuestos de la familia y criados de su víctima. La noche siguiente
le trasladaron a la casa de Alfonso de Zúñiga, donde toda la noche le
acompañaron los dos frailes del Abrojo exhortándole a morir como cristiano,
porque al día siguiente había de ejecutarse el suplicio.
A
la primera hora de la mañana el ilustre sentenciado oyó misa y comulgó muy
devotamente. Lleváronle después a petición suya un plato de guindas, comió unas
pocas y bebió un vaso de vino. Llegada la hora, salió la comitiva fúnebre
camino del lugar de la ejecución: cabalgaba el reo en una mula llevando sobre
los hombros una larga capa negra: iban los pregoneros diciendo en altas voces:
Esta es la justicia que manda hacer el Rey Nuestro Señor a este cruel tirano, e
usurpador de la corona real, en pena de sus maldades e deservicios mandándole
degollar por ello. Así caminaron por la calle de Francos y la Costanilla hasta
la plaza, donde se había erigido un cadalso cubierto con un paño negro, y sobre
el cual había un crucifijo con antorchas encendidas a los lados. En el ámbito y
en las ventanas de la plaza había una inmensa muchedumbre de gente de la ciudad
y de la comarca que había concurrido a presenciar la ejecución. Al ver al
condestable descabalgar, subir con paso firme al tablado, arrodillarse ante la
imagen del Redentor, pasear después con frente serena por el estrado mirando a
todas partes, al contemplar el fin que iba a tener aquel hombre que pocos días
antes estaba siendo el verdadero rey de Castilla, «la gente comenzó a hacer muy
gran llanto», dice un cronista nada apasionado del condestable. Al ver éste a
un caballerizo del príncipe llamado Barrasa: «Ven acá, Barrasa, le dijo: tú
estás aquí mirando la muerte que me dan: yo te ruego que digas al príncipe mi
señor, que dé mejor galardón a sus criados que el rey mi señor mandó dar a mí.»
Como viese que el verdugo le iba a atar las manos con un cordel, «no, le dijo,
átame con esto», y sacó una cinto que a prevención en el pecho llevaba: «y te
ruego que mires si traes el puñal bien afilado, porque prontamente me
despaches.» Preguntó luego qué significaba el garfio de fierro que sobre el
madero había, y como le contestase que era para poner en él su cabeza después
de degollado, «Después que yo fuere degollado, repuso fríamente el condestable,
hagan del cuerpo y de la cabeza lo que quieran.»
Dicho
esto, comenzó a desabrocharse el cuello del jubón, se arregló la ropa, y se
tendió en el estrado... A los pocos instantes se ofreció a los ojos del público
el horrible espectáculo de la cabeza del gran condestable y maestre de Santiago
don Álvaro de Luna separada del cuerpo y clavada en el garfio, donde estuvo
expuesta tres días. Para mayor ignominia se había colocado al pie una bandeja
de plata para recoger las limosnas que quisiesen dar para el entierro, como se
acostumbraba hacer para los reos comunes. A los tres días fue recogido el
cadáver y llevado a sepultar en la ermita de San Andrés, donde se enterraba a
los malhechores. Desde allí se le trasladó a los pocos días al convento de San
Francisco, y más adelante a una capilla que él había mandado hacer en la
iglesia mayor de Toledo.
Tal
fue el trágico y desastroso fin del famoso condestable de Castilla don Álvaro
de Luna (2 de junio 1453), de ese hombre extraordinario que por más de treinta
años había ejercido la mayor privanza de que ofrecen ejemplo los anales de las
monarquías. La repentina transición desde la cumbre del favor y del poder a las
gradas del cadalso es una de las lecciones y enseñanzas más grandes que
suministra la historia. Reconociendo nosotros que su desmesurada ambición le
condujo a abusar en daño de los reinos de la alta posición a que su loca
fortuna le había elevado, y reservándonos emitir en otro lugar más detenido
juicio acerca de este célebre personaje, convenimos con los que opinan que a
nadie menos que al rey don Juan II le correspondía ensañarse como se ensañó con
su antiguo privado, con el hombre por quien había obrado y pensado toda la vida.
Así no extrañamos que por dos veces, según un escritor contemporáneo, tuviera
ya firmada la orden para que se suspendiese el suplicio, y que quedara sin
efecto por sugestión de la reina, que también llevó su encarnizamiento con el
condestable a un extremo que no cuadraba a una reina, y menos a quien le era
deudora del trono.
A
los quince días del suplicio del condestable, pasó el rey don Juan a combatir a
Escalona, donde se hallaban la viuda de don Álvaro, su hijo don Juan, y todos
sus parientes y criados. Viendo el rey que no era fácil reducir pronto la
plaza, capituló con la condesa, y aquel monarca que con tanta avidez había
andado ya buscando y recogiendo los dineros y alhajas de su antiguo valido
donde quiera que tuviese noticia de que existían, acabó de poner de manifiesto
su baja codicia y su falta de dignidad pactando la rendición de la villa bajo
la condición de que los bienes y tesoros que allí había dejado don Álvaro se
partirían por mitad entre la viuda y el rey, quedando solamente a don Juan de
Luna su hijo la villa de Santisteban. Desde Escalona despachó
el rey una carta general (20 de junio) a todos los duques, prelados, condes, marqueses,
ricos-hombres, maestres de las órdenes, priores, consejeros, oidores, alcaldes,
merinos, alguaciles, caballeros, escuderos, oficiales, hombres buenos, etc. de
todas las ciudades, villas y lugares de sus reinos, haciéndoles saber las
causas de la prisión y suplicio del condestable. En este notable y solemne
documento, en que se advierte todo el estilo y toda la redundante verbosidad
que usaba ya la curia de aquel tiempo, casi todas las acusaciones son vagas y
generales, pocos los cargos y delitos probados, y estos de tal naturaleza que
casi todos se podrían aplicar a la mayor parte de los favoritos de los reyes. Y
a vueltas de los negros colores con que en este instrumento se trató de pintar
a don Álvaro, el mismo monarca denuncia en cada período sin advertirlo su
propia flaqueza y debilidad, su falta de carácter y su ineptitud para el
gobierno del Estado.
Poco
tiempo sobrevivió el rey don Juan a su infortunado favorito, y esto para
echarse en brazos de otros nuevos privados y descargar en ellos el peso de
gobierno. Dos sacerdotes, el obispo de Cuenca don Lope Barrientos y el prior de
Guadalupe fray Gonzalo de Illescas, reemplazaron al condestable don Álvaro un
el inconstante favor del débil monarca, cuya salud comenzó a estragar una
fiebre lenta. Parece no obstante que los nuevos gobernadores intentaban
realizar algunos grandes proyectos de gobierno y de administración. Uno de
ellos era hacer subir a ocho mil lanzas la fuerza permanente del reino,
mantenidas a sueldo en el lugar en que cada uno vivía. Era el otro suprimirlos
recaudadores de los impuestos, dejando a cada ciudad el cargo de recoger las
rentas que le perteneciesen y de pagar a quien el rey ordenase. En sus últimos
momentos disputó también a Portugal el derecho de la conquista de Berbería y de
Guinea, fundando su reclamación en que la Santa Sede había otorgado a Castilla
el derecho exclusivo de ocupar la tierra firme de África y las islas
adyacentes. Pero aquellos proyectos y estas contestaciones quedaron, sin
ejecución los unos y pendientes las otras, porque antes que su solución
acabaron los días del monarca.
En
diciembre de 1453 había nacido al rey otro infante que tuvo por nombre Alfonso.
Determinado estuvo su padre en sus últimos momentos a declarar heredero del
trono a este tierno príncipe, como en muestra de la aversión al primogénito don
Enrique y en pena de los disgustos que éste le había dado, pero detúvole la
consideración del gran poder que ya don Enrique tenía, y el temor de la
turbación que podía producir en el reino. Dejóle, pues, solamente el maestrazgo
de Santiago, cuya administración, en razón a la tierna edad del infante,
encomendó a su madre la reina Isabel. Legó a ésta la ciudad de Soria y las
villas de Arévalo y Madrigal, y dejó a la infanta doña Isabel (que después había
de ser reina de Castilla) la villa de Cuéllar, con gran suma de oro para su
dote.
Un
proceso escandaloso amargó también los postreros días de este monarca
desafortunado, y fue anuncio y presagio del miserable porvenir que esperaba a
Castilla. El matrimonio del príncipe don Enrique con doña Blanca de Navarra no
había sido bendecido por el cielo con fruto de sucesión. Desde el día de las
bodas la voz común había atribuido al príncipe esta falta, y la cuestión de
nulidad se agitaba hacía ya tiempo. Al fin se entabló el proceso de divorcio,
fundándole en impotencia relativa de los dos consortes, no olvidándose de
apelar para explicarla al recurso usado en aquellos tiempos, a hechizos y
sortilegios de sus enemigos. El primero que pronunció sentencia de nulidad fue
Luis de Acuña que gobernaba la iglesia de Segovia. Llevado el negocio en
apelación a la corte de Roma, confirmó la sentencia por delegación del papa
Nicolás V el arzobispo de Toledo, que lo era ya Alfonso Carrillo (noviembre,
1453). Declarada la nulidad y autorizado el divorcio, la desventurada doña
Blanca, descasada a los catorce años de matrimonio, fue enviada a su tierra por
un motivo bochornoso siempre, y del que cada cual hablaba y juzgaba según le
placía, precisamente en vísperas de heredar el título de reina de Castilla y de
León. Por más razones que en su favor alegara el príncipe castellano, no pudo
impedir que el pueblo le juzgara tan incapaz en lo físico como en lo moral, y
Castilla presagiaba que después de un rey débil iba a tener un monarca impotente.
Cumplióse
al fin el plazo que la Providencia había señalado a los días de don Juan II, y
falleció cristianamente este monarca en Valladolid a 21 de julio de 1354, a la
edad de cuarenta y nueve años, y después de un reinado proceloso de cerca de
cuarenta y ocho. He aquí el retrato físico y moral que de él nos ha dejado su
minucioso cronista: «Fue, dice, este ilustrísimo rey de grande y hermoso
cuerpo, blanco y colorado mesuradamente, de presencia muy real: tenía los
cabellos de color de avellana mucho madura: la nariz un poco alta, los ojos
entre verdes y azules, inclinaba un poco la cabeza, tenía piernas y pies y
manos muy gentiles. Era hombre muy trayente, muy franco e muy gracioso, muy devoto,
muy esforzado, dábase mucho a leer libros de filósofos e de poetas, era buen
eclesiástico, asaz docto a la lengua latina, mucho honrador
de las personas de ciencia: tenía muchas gracias naturales, era gran músico,
tañía e cantaba e trovaba e danzaba muy bien, dábase mucho a la caza, cabalgaba
pocas veces en mula, salvo habiendo de caminar: traía siempre un bastón en la
mano, el cual le parecía muy bien.»
Habiendo
sido este monarca tan flaco y débil para las cosas de gobierno, como apto para
las letras, y habiéndose desarrollado bajo su protección la cultura intelectual
en Castilla y elevándose a un grado hasta entonces desconocido, reservámosnos
considerarle bajo estos dos aspectos y dar cuenta del estado de la literatura,
de las artes y de las costumbres en su tiempo, para cuando bosquejemos el
cuadro general que presentaba España en su condición política, moral, literaria
y artística en este período. Al terminar la historia de este reinado podemos
decir con un moderno crítico: «no hemos atravesado en nuestra historia un
reinado tan largo y tan enredoso como el de don Juan II.: sólo sabemos de otro
más desastroso, que es el que va a seguirle en Castilla.»
ALFONSO V EL MAGNÁNIMO EN ARAGÓN
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SANTO SEPULCRO DE ESTELLA |
Colecta para sepultar el cadáver de don Álvaro de Luna, de José María Rodríguez de Losada. 1866. (Palacio del Senado, Madrid). |
Sepulcro de Álvaro de Luna en la capilla de Santiago de la catedral de Toledo. |
NUESTRA SEÑORA LA BLANCA (PÓRTICO DE LA CATEDRAL DE LEÓN) |