CAPÍTULO XXVI. FERNANDO I EL DE ANTEQUERA EN ARAGÓN. De 1410 a 1416.
Habiendo
muerto el rey de Aragón don Martín el Humano (31 de mayo, 1410) sin sucesión
directa, y sin haber tenido él mismo resolución bastante para designar sucesor,
no contestando nunca categóricamente a las preguntas que sobre esto le hicieron
la condesa de Urgel y otros magnates que le rodeaban, y a las embajadas que
varias cortes le enviaron para explorar su voluntad, quedaba el reino aragonés
en una situación excepcional, grave y comprometida, expuesto a los embates de
los diferentes competidores que ya en vida de aquel monarca se habían
presentado como pretendientes al trono que iba a vacar, acibarando con sus
anticipadas reclamaciones y prematuras exigencias los últimos días de aquel
bondadoso monarca.
Cinco
eran los aspirantes que se presentaban con títulos respetables, y más o menos
legítimos, a la sucesión de la corona aragonesa, a saber: 1°. don Jaime de
Aragón, conde de Urgel, biznieto por línea masculina de don Alfonso III de
Aragón, casado con la infanta doña Isabel, hija de don Pedro III y hermana del
mismo don Martín: 2°. el anciano don Alfonso, duque de Gandía y conde de
Ribagorza y Denia, hijo de don Pedro, conde de Ampurias y Ribagorza, y nieto de
don Jaime II, que fue hermano de don Alfonso III: 3°. El infante don Fernando
de Castilla, hijo segundo de la reina doña Leonor, que lo fue de don Pedro III
de Aragón y hermana de don Martín: 4°. don Luis, duque de Calabria, hijo de
doña Violante, que lo era de don Juan I de Aragón, casada con el duque de
Anjou, que se titulaba rey de Nápoles: 5°. don Fadrique, hijo natural del rey
don Martín de Sicilia, a quien su padre había dejado eficazmente recomendado en
su testamento, a quien su abuelo don Martín había amado con singular ternura,
no sin deseos de elevarle a la dignidad real, al menos del reino de Sicilia, y
a quien el antipapa Benito XIII. A instancias de su abuelo había tenido a bien
legitimar.
De
estos concurrentes el más fuerte y el más temible era el conde de Urgel, no
tanto por la mayor legitimidad de sus derechos, cuanto por su genio activo,
impetuoso y osado, por los numerosos partidarios que le proporcionaban sus
relaciones de parentesco y amistad con las principales familias de Cataluña,
por el favor de que gozaba con los Lunas de Aragón, y por la popularidad que
tenía entre los valencianos. Nombrado, aunque de mala gana, por el rey don
Martín lugarteniente general del reino, acaso con el designio de alejarle de sí
y comprometerle entre los bandos de los Lunas y Urreas que traían entonces tan
agitado el país, pero no reconocido nunca como tal en Zaragoza, aspiraba
después de la muerte del rey, no ya sólo a ejercer la lugartenencia, sino a
tomar las insignias reales, y las hubiera tomado de no haber visto que el país no
consentía tan exageradas pretensiones. Favorecíale además la circunstancia de
que a la sazón de morir el rey, sus competidores o contaban todavía con escasas
fuerzas, o se hallaban distantes del reino. El duque Luis de Calabria era un
niño, y sólo contaba con el apoyo de la Francia: el duque de Gandía, don
Alfonso, anciano y enfermo, y el hijo bastardo de don Martín de Sicilia, don
Fadrique, aunque recién legitimado por el papa Benito, tenían pocos partidarios
en el reino. Quedaba pues por principal competidor al de Urgel el infante don
Fernando de Castilla, por quien había mostrado decidida inclinación el rey don
Martín, y en cuyo favor estaban el Justicia de Aragón, el arzobispo de
Zaragoza, el gobernador Lihori, y el mismo Benito XIII, formando un numeroso partido, además de asistirle, como se vio después, el
mejor derecho. Pero hallábase a aquella sazón el infante empeñado en la empresa
de conquistar a Antequera.
Aprovechando esta circunstancia el de Urgel, ávido por otra parte de ceñir una corona, se presentó desde luego con resolución y osadía a sostener su pretensión con las armas. Grandes perturbaciones y trastornos amenazaban y hubieran sobrevenido a la monarquía aragonesa, si no hubiera habido tanta sensatez y cordura por parte del pueblo y de sus representantes. Pero el parlamento de Cataluña, único que entonces se hallaba reunido, deponiendo con noble patriotismo toda afección personal, y atendiendo sólo a lo que demandaban la justicia y el bien y la paz del reino, requirió al turbulento conde que se abstuviese de ejercer el oficio de lugarteniente y licenciase la gente armada, pues no podía consentir ni aquella actitud, ni el uso de aquella autoridad, siendo el reino el que había de fallar en justicia entre todos los pretendientes: intimación que desconcertó al conde, por lo mismo que venía del principado, donde él contaba con mayor apoyo. Pero tampoco Cataluña quería decidir por sí sola un negocio que interesaba igualmente a los tres reinos de la corona aragonesa. Por lo mismo, y procediendo con mesura y con la mayor lealtad, envió algunos de sus miembros a Aragón y Valencia para excitar a estos pueblos a que reuniesen sus particulares parlamentos, y después en uno general de los tres reinos se viese la manera mejor de poner fin al interregno, dando la triple corona de aquella monarquía a quien de justicia y por más legítimo y fundado derecho se debiese. Pero Aragón, desgarrado por las poderosas parcialidades de los Lunas y los Urreas; difirió algún tiempo congregar su parlamento, siendo el de Cataluña el que por la fuerza de las circunstancias constituía el centro del poder. El infante don Fernando de Castilla, después de la gloriosa conquista de Antequera que en el capítulo precedente dejamos referida, hizo que se congregaran todos los letrados de la corte para examinar si eran legítimos sus títulos a la corona de Aragón. La junta de letrados falló por unanimidad que el reino aragonés pertenecía de derecho al infante, aún con preferencia al rey don Juan II su sobrino. Con esto se aproximó con tropas a la frontera de aquel reino, y envió mensajeros a Zaragoza para que hablasen con el arzobispo don García Fernández de Heredia y con don Antonio de Luna: al prelado le hallaron ardientemente decidido en favor del infante castellano, al de Luna partidario furioso y resuelto del conde de Urgel. En su vista despachó a Aragón algunos de sus capitanes con mil quinientas lanzas para proteger a los que sostenían su partido. El punto designado para celebrar el parlamento general era la ciudad de Calatayud, pero no pudo abrirse hasta febrero de 1411 por las agitaciones que turbaban los reinos, y aún por orden del gobernador y del justicia se cerraron las puertas al capellán de Amposta y a don Antonio de Luna que se presentaban armados, hasta que llegaran el arzobispo y los síndicos de Zaragoza. Cada uno de los pretendientes envió sus representantes a aquel parlamento para exponer sus derechos. El abad de Valladolid Diego Gómez de Fuensalida, era el enviado para abogar por don Fernando, y se le agregó después el letrado Juan Rodríguez de Salamanca. Nada deliberó por entonces el parlamento de Calatayud, sino que tomaría en consideración los títulos de cada uno, asegurando a todos que después de examinados detenida y maduramente se fallaría en justicia y se daría la corona del reino a quien de derecho le perteneciese. Con la misma prudencia e imparcialidad obraba el de Cataluña, remitiendo a los aspirantes a lo que resolviese el general de los tres reinos, y a pesar de su inclinación al conde de Urgel, cuando éste quiso acercarse a Barcelona, le intimó que estuviese por lo menos a una jornada de distancia. Ardía
la discordia y peleaban los bandos en todas partes. Agitábanse en Cataluña el
conde de Pallars y el obispo de Urgel, en Aragón los Urreas, los Lunas y los
Heredias, en Valencia los Centellas y los Vilaragut. En Valencia andaban tan
discordes los nobles y los brazos eclesiástico y militar, que los unos se
reunieron dentro, los otros fuera de la ciudad, sin que lograran concordarlos
los laudables esfuerzos de los comisionados del parlamento catalán. El de
Calatayud se disolvía sin haber podido conformarse ni en el puesto en que había
de tenerse el general de los tres reinos, ni en la persona de Cataluña que
debía presidirle, y sólo se determinó que cada reino celebrase su parlamento en
los lugares más vecinos que ser pudiese.
Un
suceso trágico vino a poner el reino en nueva y más grave turbación apenas
disuelta la asamblea de Calatayud. El arzobispo de Zaragoza fue alevemente
asesinado por don Antonio de Luna. Al llegar el prelado a la Almunia recibió
aviso del don Antonio, de que deseaba conferenciar con él y le esperaba camino
de Zaragoza. El arzobispo acudió al lugar de la cita desarmado y en compañía
sólo de algunos caballeros y familiares suyos. El de Luna llevó consigo solos
veinte hombres armados, pero había dejado emboscadas en una montaña vecina hasta
doscientas lanzas. Encontráronse los dos personajes, saludáronse cortés y aún
cariñosamente, y se retiraron un trecho a hablar solos. En la conversación
preguntó el de Luna al arzobispo si sería rey de Aragón el conde de Urgel: «no
lo será, respondió el prelado, mientras yo viva»—«Pues lo será, vivo o muerto
el arzobispo», replicó altivamente don Antonio de Luna; y abofeteó al prelado
en el rostro. Seguidamente le dio un golpe en la cabeza con su espada, y
cargando sobre él la gente del de Luna, derribáronle de la mula, acabáronle de
matar, y le cortaron la mano derecha. Gran escándalo y alteración movió en el
reino acción tan criminal y alevosa. Alzáronse en armas como vengadores de la
muerte del arzobispo su sobrino Juan Fernández de Heredia, el caballero don
Pedro Jiménez de Urrea, Juan de Bardají, el gobernador del reino Gil Ruiz de
Lihori, y otros muchos o amigos o parientes del prelado. El conde de Urgel
envió sus gentes en socorro de don Antonio de Luna, que por otra parte
intentaba justificarse ante el parlamento de Cataluña. Pero el conde y sus
parciales los Lunas se hicieron con esto odiosos, mientras los vengadores del
arzobispo se adhirieron con tal motivo cada vez más firmemente al partido del
infante don Fernando. Pidieron a éste auxilio de tropas castellanas, y con
ellas y las que ellos ya tenían hicieron una guerra viva a don Antonio de Luna,
y a los de su parcialidad: tomáronle, varios lugares de sus dominios, y
obligáronle a refugiarse en la montaña.
Con
arreglo a lo acordado en Calatayud cada uno de los tres reinos convocó su
parlamento en puntos vecinos. El de Cataluña se trasladó a Tortosa, el de
Aragón a Alcañiz; y en cuanto a Valencia, no aviniéndose los barones y
caballeros, por más que el papa mismo trabajó por conciliarlos, los unos se
quedaron en Vinalaroz, los otros se trasladaron de Valencia a Trahiguera.
Muchas precauciones fueron menester para la defensa y seguridad del parlamento
de Alcañiz, porque el conde de Urgel, interesado en impedir aquella reunión,
infestaba la comarca con sus gentes, y hasta con compañías de salteadores, y
ladrones, y gente perdida que reclutaba. En las congregaciones de Aragón y
Cataluña había bastante conformidad; los de Tortosa enviaban sus diputados para
entenderse con los de Alcañiz, y todos juntos trabajaban en concordar a los
valencianos, hasta que al fin consiguieron que así los de Vinalaroz como los de
Trahiguera enviaran sus representantes a Alcañiz. Por otra parte el parlamento
catalán, a instancias del conde de Urgel, requirió por dos veces al infante don
Fernando que retirara las tropas de Castilla mientras el de Alcañiz ponía
demanda criminal contra el conde de Urgel por seguir llamándose gobernador
general del reino y lugarteniente de un rey que no existía, y el juez
eclesiástico pronunciaba sentencia de excomunión contra don Antonio de Luna y
los participantes en el asesinato del arzobispo de Zaragoza. Lejos de desistir
por esto ni el de Urgel, ni el de Luna, formaron también con sus parciales un
simulacro de parlamento en Mequinenza, desde el cual dirigían sus protestas al
de Tortosa, dando por ilegítimo y nulo el de Alcañiz, y exortándole a que se
abstuviese de deliberar y declarar en lo de la sucesión; gestiones atrevidas
que no tuvieron resultado, pero que infundían temor a muchos, y más a los que
deseaban resolver libre y pacíficamente sobre el derecho de los competidores.
Toda la confianza de los buenos estaba en el gobernador y justicia de Aragón, y
en don Berenguer de Bardají, que habían dado muchas pruebas de su amor al orden
y a la libertad y de su civismo desde la muerte del rey don Martín.
Iba
ganando partido cada día la causa del infante de Castilla, al paso que el conde
de Urgel perdía su popularidad y se enajenaba las voluntades por su arrogante y
turbulento genio, por la manera imperiosa de pretender, por los disturbios que
ocasionaba, por la gente de que se valía, y más cuando se supo que había traído
ingleses en su ayuda, y todavía más cuando uno de los enviados por el infante
castellano al congreso de Alcañiz leyó a la asamblea cartas de conde de Urgel
al rey moro de Granada Yussuf, en que constaban los tratos secretos que con él
había traído. Con esto y con la solemne embajada que envió don Fernando desde
Ayllón al parlamento de Alcañiz, en que iban el obispo de Palencia don Sancho
de Rojas, el almirante de Castilla, el justicia mayor del rey, y otros no menos
esclarecidos próceres, iba creciendo la inclinación de los aragoneses hacia el
conquistador de Antequera, cuyas virtudes y nobles procederes resaltaban más al
lado de las violentas exigencias de el de Urgel.
Animaba
a los parlamentos de Cataluña y Aragón un mismo deseo de poner fin a tantas
agitaciones y a tan fatales contiendas; uno y otro ansiaban acelerar lo posible
la decisión del gran pleito de la sucesión, y a uno y a otro impulsaban los
mismos sentimientos de justicia, y ambos buscaban y apetecían con igual
solicitud el acierto en el fallo de tan grave e interesante negocio. Al fin
después de muchas embajadas y mensajes y pláticas entre los miembros de ambas
congregaciones, llegaron a convenir en que siendo peligrosa la reunión del
parlamento general de los tres reinos, y expuesta a dilaciones e
inconvenientes, sería más expedito y menos embarazoso encomendar a un número de
individuos de virtud y saber, elegidos por los tres parlamentos, el examen y
conocimiento del derecho de cada contendiente, noticiándolo muy cortésmente a
todos, para que cada cual pudiese exponer por escrito sus razones ante esta
especie de tribunal o jurado. Faltaba concertar a los de Valencia, donde ardía
más furiosa la guerra civil, y donde estaban más disidentes los ánimos. Para
avenir a los barones y caballeros de las dos parcialidades y asambleas de
Trahiguera y Vinalaroz fue el papa Benito XIII, que en este arduo negocio
trabajó con gran celo haciendo los oficios de conciliador. Al fin accedieron
los valencianos a nombrar embajadores o representantes que se entendiesen con
los de Alcañiz y Tortosa para decidir en la contienda de sucesión.
Reunidos
los nombrados por los tres reinos, acordaron entre sí, que el medio más pronto
y seguro de llegar a obtener una solución acertada en asunto tan espinoso y
delicado era elegir nueve personas, «de ciencia, prudencia y conciencia», tres
por cada reino, y tres de cada estado, que como jueces examinaran el derecho de
cada competidor, y fallaran definitivamente en justicia a quién se había de
reconocer por rey, y que la declaración se había de hacer en el término de dos
meses a contar desde el 29 de marzo de 1412. Se designó para esta reunión la
villa de Caspe, cerca de la ribera del Ebro: se tomaron las providencias
oportunas para la seguridad y libertad de estos electores, y se juró que los
parlamentos no revocarían nunca los poderes que les daban, y que guardarían y
cumplirían su fallo. Para simplificar más el negocio y obviar dificultades, el
parlamento de Aragón dio su poder al gobernador y al justicia del reino para
que nombrasen las nueve personas; grande honra y confianza, de que ellos se
habían hecho dignos. Finalmente puestos de acuerdo los nominadores de los
reinos, resultaron elegidos por Aragón en primer grado, don Domingo Ram, obispo
de Huesca, Francés o Francisco de Aranda, cartujo de Portaceli, y Berenguer de
Bardají, letrado: por Cataluña en primer grado, don Pedro Zagarriga, arzobispo
de Tarragona, Guillén de Vallseca y Bernardo de Gualbes, sabios e íntegros
jurisconsultos; y por Valencia en primer grado don Bonifacio Ferrer, prior de
la Cartuja, y doctor en cánones, fray Vicente Ferrer (el santo), su hermano, y
Ginés Rabassa, doctor en leyes, hombre íntegro y muy estimado patricio, si bien
habiéndose este último fingido demente, tal vez por no tomar sobre sí tan grave
compromiso, se nombró en su reemplazo a Pedro Beltrán, varón también muy
eminente y recomendable. La elección de las personas fue tan acertada, que
mereció la aprobación universal: todos gozaban fama de sabios, virtuosos y
prudentes, y entre todos resplandecía, como un lucero luminoso, el célebre
apóstol fray Vicente Ferrer. Los reinos se habían de conformar con lo que todos
o seis de ellos fallasen.
Es
de notar que en esta especie de cónclave político no se viera representada la
nobleza en un pueblo tan aristocrático como Aragón. De los nueve jueces, cinco
pertenecían al clero y cuatro a la magistratura. No solamente los tres reinos
de Aragón, no solamente la España entera, sino toda la cristiandad veía por
primera vez con asombro y con ansiedad encomendada la decisión del más grave
negocio que puede ocurrir a un reino a unos pocos clérigos y legistas, llamados
a disponer de una de las bellas y ricas coronas de Europa, y a determinar en
conciencia, con santa calma y con libre espíritu, sordos al ruido de las armas
y desnudos de pasiones y particulares intereses, quién había de ceñir la corona
de los Berengueres, de los Alfonsos y de los Jaimes. El mundo veía maravillado
que de aquella manera cediesen las armas a las letras, en un tiempo en que no
acostumbraban a ventilarse así las grandes querellas de las naciones.
Hemos
dicho ya que los aspirantes que contaban con más atendibles títulos a la
sucesión, eran el conde de Luna don Fadrique, hijo recién legitimado del rey
don Martín de Sicilia; Luis de Calabria, hijo de la reina de Nápoles; don
Alfonso, duque de Gandía, el infante don Fernando de Castilla, y don Jaime,
conde de Urgel. Habiendo fallecido en 5 de marzo de aquel mismo año (1412), el
anciano duque de Gandía, se declararon competidores don Alfonso duque de Gandía
su hijo, y su hermano menor don Juan, conde de Prades. Concurría por último,
aunque con menos probabilidades que ninguno, el nuevo conde de Foix, como
marido de doña Juana de Aragón, hija del rey don Juan. Tal era la consideración
con que se recibía en el país el tribunal de los nueve, que el mismo conde de
Urgel que antes había recusado la autoridad de los parlamentos, y tan dado era
a defender su derecho con la espada, envió al fin sus procuradores al tribunal
de Caspe, a imitación de don Fernando de Castilla.
Congregados
pues los nueve jueces en la villa de Caspe, dedicaron los treinta primeros días
a oír religiosamente las razones y fundamentos que en favor de cada
pretendiente exponían sus respectivos abogados o procuradores. Se empicaron
después en examinar maduramente los derechos de cada uno; y deseando proceder
con toda circunspección y detenimiento, diéronse para fallar un mes de
prórroga, de dos para que estaban facultados. Al fin el 24 de junio se procedió
a la elección, siendo San Vicente Ferrer el primero que emitió su voto,
diciendo en voz alta, que en Dios y en conciencia él por su parte declaraba que
la corona de Aragón pertenecía de derecho al infante de Castilla don Fernando,
como nieto de don Pedro IV, primo del último rey don Martín, y por consecuencia
el más inmediato pariente de este monarca. Adhiriéronse al voto de fray Vicente
Ferrer el obispo de Huesca, Bonifacio Ferrer, Bernardo de Gualbes, Berenguer de
Bardají y Francisco de Aranda. Pedro Beltrán expuso que desde el 18 de mayo en
que había sido nombrado en reemplazo de Ginés Rabassa no había tenido tiempo
para formar un juicio exacto en tan grave y complicada cuestión. El arzobispo
de Tarragona, declaró que aunque la elección de don Fernando de Castilla le
parecía la más útil al reino en aquellas circunstancias, tenían mejor derecho
el duque de Gandía y el conde de Urgel, entre los cuales, siendo parientes del
último monarca en igual grado, podía elegirse el que conviniera más al reino.
Guillén de Vallseca se expresó en el propio sentido que el arzobispo, salvo que
tenía por más conveniente la elección del conde de Urgel. Pero contándose en
favor del infante de Castilla las dos terceras partes de los votos, la elección
estaba hecha. Cada cual firmó y selló su voto: levantóse un acta, que redactó
don Bonifacio Ferrer, de la cual se hicieron tres ejemplares testimoniados por
seis notarios, dos de cada reino, y de ella se dio uno al Arzobispo de
Tarragona, otro al obispo de Huesca, y otro a don Bonifacio Ferrer, para que se
custodiasen en el archivo de cada provincia. Mantúvose todo esto secreto, hasta
que se hiciese la publicación solemne ante los embajadores de todos los reinos.
El
28 de junio fue el señalado para hacer la proclamación de una sentencia que
tenía en expectativa a toda la cristiandad. Cerca de la iglesia, en una
eminencia junto al castillo, se levantó un gran cadalso o estrado cubierto de
paños de oro y seda: a sus lados se erigieron otros tablados donde habían de
sentarse los representantes de los competidores, y otros caballeros. Los tres
alcaides de los tres reinos que habían tenido la defensa y guarda del castillo,
salieron con cien hombres de armas cada uno, cerrando la marcha Martín Martínez
de Marcilla con el estandarte real de Aragón. A las nueve de la mañana salieron
los nueve jueces de la sala del castillo a la iglesia con grande
acompañamiento. A la puerta del templo, maravillosamente adornada, y en el
lugar más alto, había un lujoso escaño en que se sentaron los jueces. En un
altar allí erigido celebró el obispo de Huesca la misa del Espíritu Santo:
predicó un fervoroso sermón San Vicente Ferrer sobre las palabras del Apocalipsis: Gaudeamus et exultemur et demus gloriam
ei, quia venerunt nuptiae agni. Concluida la ceremonia sagrada, el mismo
varón apostólico leyó en alta voz la sentencia del jurado, que declaraba rey de
Aragón al ilustrísimo, y excelentísimo, y poderosísimo príncipe y señor don
Fernando, infante de Castilla. Cada vez que San Vicente Ferrer pronunciaba el
nombre del elegido, exclamaba: ¡viva
nuestro rey y señor don Fernando! y a estas exclamaciones respondían himnos
y cantos de júbilo. Los alcaides del castillo levantaron ante el altar el
pendón de Aragón, y las voces de los instrumentos músicos pusieron término a la
solemnidad.
Inmediatamente
se comunicó la sentencia al electo Fernando de Castillla, que se hallaba en
Cuenca, al papa Benito XIII y a los parlamentos y universidades de los tres
reinos de la corona de Aragón. Aunque el pueblo se entregó aquel día al
regocijo, no fue tan general la alegría que muchos no sintieran que hubiese
sido preferido un príncipe, que miraban como extranjero, a los naturales del
país que venían también de la dinastía de sus reyes. Esto movió a San Vicente
Ferrer a predicar al día siguiente un sermón, ensalzando las cualidades y
virtudes del príncipe castellano, haciendo ver la excelencia de sus prendas
sobre las del conde de Urgel y los demás pretendientes, y exhortando al pueblo
a que recibiese con buena voluntad y amase a un monarca tan digno de serlo.
Nombráronse embajadores por el parlamento de Aragón y por las ciudades y universidades
para que viniesen a hacer reverencia al nuevo soberano, y también vinieron el
Justicia de Aragón y don Berenguer de Bardají con el fin de informarle del
estado del reino y de sus leyes y costumbres. El parlamento de Cataluña
despachó igualmente sus comisionados con el especial encargo de suplicar al rey
que tuviese a bien respetar sus leyes y estatutos, libertades y privilegios, y
formar su consejo de naturales de la tierra, y que no persiguiese a los que le
habían disputado la corona, recomendándole muy especialmente al conde de Urgel,
a quien conservaban siempre afición los catalanes. El rey aseguró a sus nuevos
súbditos que sabría respetar sus libertades, y provisto lo conveniente para el
mejor gobierno de Castilla, cuya regencia había desempeñado, en los términos
que dejamos expuesto en el capítulo precedente, se encaminó a sus nuevos
estados, cuyos parlamentos, terminado el debate de la sucesión, habían acordado
disolverse.
«Si
se hubiera de hacer elección del que había de reinar en estos reinos (dice un
grave historiador aragonés hablando de don Fernando de Castilla) según la
costumbre antigua de los godos, a juicio de todas las naciones y gentes,
ninguno de los príncipes que compitieron por la sucesión se podía igualar en
valor y grandeza de ánimo, y en todas las virtudes que son dignas de la persona
real, con el que había sido declarado por legítimo sucesor.» Y continúa
haciendo un justo elogio de un príncipe, a cuya nobleza y generosidad debía el
rey don Juan II de Castilla la conservación de su trono, a cuya prudencia era
deudora la monarquía castellana del buen gobierno que señaló su regencia, que
había hecho probar a los infieles su valor y su denuedo, y que se presentaba
orlado con los laureles de Antequera. Muchos temían que por lo mismo que su
elección había sido tan disputada había de entrar don Fernando como vengador de
sus competidores y de los que habían defendido los partidos contrarios al suyo;
más pronto se desengañaron viéndole recibir con los brazos abiertos a los que
se le habían mostrado más enemigos y venían a ofrecerle homenaje y reverencia.
Acompañado de los caballeros aragoneses y catalanes que salieron a recibirle a
la frontera, entró en Zaragoza en medio de las aclamaciones del pueblo. Su
primer acto fue convocar las cortes generales del reino, confirmar en ellas los
fueros y libertades aragonesas, recibir el juramento de fidelidad de sus
súbditos, y el reconocimiento de su hijo don Alfonso como legítimo sucesor y
heredero de los reinos (25 de agosto, 1412).
Se
vio en estas cortes una escena notable y extraña: dos de sus competidores al
trono, el duque de Gandía y don Fadrique de Aragón, le hicieron homenaje, el
uno por el condado de Ribagorza, el otro por el de Luna: el primero le besó la
mano, el otro en razón de su menor edad lo hizo por procurador que le designó
el rey. El conde de Urgel hizo disculpar su ausencia con pretexto de
enfermedad. Su madre, la condesa doña Margarita, envió a ellas su procurador. Se
nombró en estas cortes una diputación permanente de ocho miembros, dos por cada
uno de los cuatro brazos, para que examinase las cuentas del reino y preveyese
lo conveniente a la inversión de las rentas del Estado hasta la reunión de
otras cortes. Acordaron al rey un servicio de cincuenta mil florines con nombre
de empréstito, y otros cinco mil para sus gastos, y se disolvieron a 15 de
octubre.
Fijó
desde luego su atención el nuevo monarca en los asuntos de Cerdeña y de
Sicilia, perennes manantiales de inquietudes y de cuidados para Aragón. Traía
agitada la primera de estas islas el vizconde de Narbona, que apoyado por la
señoría de Génova pretendía la herencia de los jueces de Arborea. Informado el
rey don Fernando del peligro que corría aquel reino por el arzobispo de Caller
y otros embajadores que de allá habían venido, tomó tan acertadas
disposiciones, que desconcertaron enteramente al de Narbona; y los genoveses,
respetando el nombre del nuevo monarca aragonés, se apresuraron a ajustar con
él una tregua de cinco años. En cuanto a Sicilia, la anarquía más espantosa la
devoraba desde la muerte de los reyes Martines padre e hijo; la reina doña
Blanca, viuda del heroico y malogrado monarca siciliano y gobernadora del
reino, se había visto asediada en un castillo por el conde de Módica don
Bernardo de Cabrera: contra el poderío y contra los ambiciosos designios de
éste se habían alzado otros varones catalanes, unidos a una parte de la nobleza
del reino; mientras otros sicilianos proclamaban al bastardo don Fadrique de
Aragón, conde de Luna, con la esperanza de recobrar su independencia teniendo
un rey propio. Sin embargo, los capitanes dela reina gobernadora habían logrado
hacer prisionero al conde de Módica don Bernardo de Cabrera, y le tenían
encerrado en un castillo. Seguían, no obstante, las competencias entre los barones.
En este estado de cosas el rey don Fernando envió sus embajadores a Sicilia,
confirmando la lugar tenencia del reino a la reina doña Blanca, y con poderes
para proveer a la reina de un consejo compuesto de igual número de catalanes y
de sicilianos. Con estas y otras prudentes disposiciones y con la influencia
del nombre del nuevo soberano, se restableció la calma en aquella isla tan
agitada siempre; la reina recibió el homenaje de aquellos súbditos al monarca
aragonés; don Fernando mandó poner en libertad a Cabrera en consideración a sus
antiguos servicios, a condición de dejar la isla para nunca más volver a ella;
y la soberanía de Aragón quedó reconocida, y don Fernando en el principio de su
reinado se encontró poseedor pacífico de más extensos dominios que sus
predecesores.
Solamente
en Aragón el obstinado conde de Urgel esquivaba y rehuía darle obediencia, por
más que el parlamento mismo de Cataluña por medio de los hombres de más
autoridad había procurado persuadirle a que le hiciese el debido reconocimiento.
Allanábase ya el rey a indemnizarle de las expensas y gastos que había hecho
para hacer valer su pretensión a la corona, y que en verdad habían arruinado su
casa y estados. Mas como observase que aún con esto no dejaba su actitud hostil
y se mantenía en rebelión, determinó someterle por la fuerza, y pasó a Lérida
con dos mil hombres de armas de las compañías de Castilla, acaudillados por el
almirante don Alfonso Enríquez, por Diego Fernández de Quiñones, merino mayor
de Asturias, Garci Fernández Sarmiento, adelantado de Galicia, y otros ilustres
capitanes de los que habían compartido con él los laureles de la campaña contra
los moros. Instigaba al da Urgel la condesa su madre, mujer ambiciosa, violenta
y furiosamente vengativa. Andaba el conde negociando auxiliares mercenarios,
ingleses y gascones, y don Antonio de Luna, su defensor acérrimo, el asesino
del arzobispo de Zaragoza, recorría las montañas de Jaca y Huesca con
cuadrillas de gascones y salteadores, gente de pillaje y de rapiña, que infestaba
la comarca y plagaba los caminos. El conde, para ganar tiempo, envió mensajeros
al rey para que le prestasen fidelidad en su nombre, lo cual hicieron con toda
solemnidad en la iglesia mayor de Lérida. Mas cuando el monarca despachó sus
enviados al conde para que ratificase y confirmase el juramento, negóse a ello
el de Urgel, alegando haber revocado sus poderes a aquellos embajadores, y
publicando que iba a Inglaterra a concertar el matrimonio de su hija con un
hijo del duque de Clarenza, con cuya alianza y amistad contaba. Aconsejado, no
obstante, el rey e instado por muchos barones castellanos y aragoneses, que le
representaban lo conveniente que le sería a él y al reino atraer a su gracia un
hombre de tanto poder, deudo suyo por otra parte, condescendió a sus súplicas,
y aún accedía a que un hijo suyo casara con la hija única del conde, heredera
de sus vastos estados; y en la confianza de asegurarle por este medio en su
servicio despidió las compañías castellanas, cuya presencia por otra parte
inspiraba recelos en Cataluña.
Quedaron,
no obstante, algunos caballeros de Castilla para acompañar al rey a las vistas
que en Tortosa tenía concertadas con el cardenal Pedro de Luna, que seguía
llamándose papa Benito XIII., y había sido uno de los defensores de la causa
del príncipe castellano. El resultado principal de estas vistas fue conceder el
papa al nuevo rey de Aragón la investidura del reino de Sicilia (que después de
la muerte del rey don Martín había vuelto al dominio de la silla apostólica)
para sí y sus descendientes, mediante el censo anual de ocho mil florines de
oro de Florencia. También le otorgó la investidura del dominio feudal de las
islas de Cerdeña y de Córcega, según lo habían acostumbrado los legítimos papas
(21 de noviembre, 1412).
Desde
allí pasó a celebrar las cortes que había convocado en Barcelona. Y aunque ya
en Lérida había jurado guardar a los catalanes sus fueros, libertades y
costumbres, repitió en Barcelona el propio juramento, y hasta tres veces
confirmó a los catalanes sus instituciones y leyes antes que ellos le prestasen
homenaje y juramento de fidelidad como conde de Barcelona: tan cautos y
recelosos andaban con un rey a quien miraban como extraño, y el primero que en
aquellos estados sucedía que no viniese por línea de varón de los antiguos
condes de Barcelona desde el primer Wifredo. En aquellas cortes recibió
embajada del conde de Urgel demandándole para su hija y heredera la mano del
infante don Enrique, maestre de Santiago. De mala gana y con mucha repugnancia
otorgó el rey esta petición a su antiguo adversario, de quien sabía que
continuaba reclutando gente de Gascuña, en unión con el revoltoso don Antonio
de Luna y otros bulliciosos caudillos de su parcialidad; pero instáronle
nuevamente los de su consejo, y el rey, queriendo dar una prueba de que no
perdonaba sacrificio, por violento que le fuese, en obsequio a la
reconciliación y a la paz, accedió a todo, y aún quiso mostrarse magnánimo
dando a su hijo el ducado de Momblanc para que le uniese al condado de Urgel,
con más cincuenta mil florines al conde en compensación de sus gastos, y otros
dos mil a la condesa su madre para su mantenimiento (1413).
Mientras
con esta generosidad se conducía el noble rey don Fernando, el ingrato y mal
aconsejado conde, el incorregible don Antonio de Luna y otros de sus tenaces
partidarios, se confederaban con el duque de Clarenza; hijo segundo del rey
Enrique IV de Inglaterra, a quien hacían creer que era innegable el derecho del
de Urgel al trono de Aragón, y le arrancaban auxilios de tropas, reclutaban en
Francia compañías de ingleses y gascones, buscaban apoyo en el rey Carlos el
Noble de Navarra, fortificaban sus castillos, y por último, movieron guerra por
Aragón y Cataluña, apoderándose de algunas fortalezas, hasta atreverse el de
Urgel a combatir a Lérida, fiado en los tratos que había traído con algunos de
la ciudad, y en la palabra que muchos le daban de reconocerle por rey si salía
vencedor. La muerte de Enrique IV de Inglaterra, ocurrida a aquella sazón, fue
un golpe fatal para el conde, porque el duque de Clarenza que mandaba en
Francia las tropas inglesas en favor de los duques de Orleans y de Berry contra
el delfín de Francia y el duque de Borgoña tuvo que volverse a Inglaterra con
motivo de la sucesión de su hermano Enrique V en aquel trono, y con esto faltó
al de Urgel y al de Luna su apoyo principal. Por otra parte acudieron con la
mayor celeridad y presteza tropas de Castilla, acaudilladas por aquellos mismos
capitanes acostumbrados a ganar victorias con el rey don Fernando cuando era su
príncipe regente, y unidas las lanzas castellanas a las aragonesas mandadas por
los adictos al rey, acometieron y destrozaron la gente allegadiza de don
Antonio de Luna cerca de Alcolea y de Castellfollit (10 de julio, 1 413): los
ingleses se desbandaron y traspusieron los puertos, el de Luna se refugió al
castillo de Loarre, y el de Urgel, noticioso de esta derrota, cometió la
imprudencia de encerrarse en Balaguer.
El
rey don Fernando, después de haber hecho en las cortes de Barcelona instruir proceso
contra el conde de Urgel por crimen de lesa majestad conforme a las
constituciones de Cataluña, determinó, acabadas las cortes, salir en persona a
hacerle la guerra. Encontróse en Igualada con las lucidas compañías de Gil Ruiz
de Lihori y del adelantado mayor de Castilla, y con todo su ejército junto pasó
a sentar sus reales sobre Balaguer, ciudad fuerte a la orilla del Segre. El
duque de Gandía, uno de los antiguos competidores al trono, con igual derecho
que el conde de Urgel, dio un ejemplo señalado de nobleza y lealtad, acudiendo
al campo de Balaguer en auxilio del rey, a quien había reconocido y jurado, con
trescientas lanzas escogidas y bien ordenadas (19 de agosto): y no fue su gente
la que menos sufrió en aquel sitio, ocupando el puesto más peligroso, y
resistiendo las impetuosas salidas y rebatos de los ballesteros del conde. Hizo
el rey jugar contra los fuertes muros de la ciudad grandes y enormes máquinas
que lanzaban piedras de extraordinario peso. Sitiados y sitiadores trabajaban y
peleaban noche y día: rendía a unos y a otros el cansancio, pero a los del real
les llegaban diariamente nuevas fuerzas, y podían alternar en las fatigas,
mientras los de dentro iban perdiendo de ánimo y desfalleciendo, y el conde
mismo andaba desalentado al ver que no llegaban las compañías extranjeras que
esperaba.
Ni
los príncipes ingleses ni los franceses estaban ya en verdad ni en disposición
ni en ánimo de ayudar al conde rebelde. Antes bien recibió el rey en su campo
embajadores del duque de York (con quien anteriormente había contado el de
Urgel), ofreciéndole su amistad y alianza; y en el propio sentido se llegaron a
hablarle mensajeros enviados por el rey Carlos VI y el delfín de Francia,
mostrándole su deseo de confederarse con la casa real de Aragón, e informándole
del peligro en que acababa de ponerlos una espantosa revolución movida por el
pueblo de París. Al propio tiempo combatía el rey y tomaba otros
lugares del conde: aproximábase el invierno; la escasez en el país era grande,
insoportable la fatiga, y era menester atacar resuelta y definitivamente la
plaza. Así se hizo, batiéndola por diferentes puntos con todo género de máquinas,
siendo entre ellas notables una gran lombarda de fuslera, labrada en Lérida de
orden del rey, que arrojaba piedras de cinco quintales y medio, otra máquina
que las lanzaba de más de ocho quintales, y un altísimo castillo de madera,
desde el cual hacían tanto daño los ballesteros, que no se asomaba ninguno a
las torres y almenas que no fuese muerto o herido. Publicó el rey un indulto
perdonando a todos los que saliesen de Balaguer: esto y la penuria que se
sentía ya dentro de la ciudad hizo que se saliesen muchos: proseguían los
ataques; la casa fuerte de la condesa madre fue entrada por la gente del duque
de Gandía: veíase el conde desamparado de los suyos; había defendido la plaza
heroicamente, pero faltábale ya todo recurso y toda esperanza: entonces la
condesa su esposa salió al campo del rey a interceder por su marido. Con
lágrimas en los ojos y de hinojos ante el rey, que la oía sentado en una silla,
le dirigió una dolorosa plática rogándole usase de clemencia con el conde su
esposo, y templase el rigor de la justicia. Respondió el rey con mucha
entereza, que estaba resuelto a no tratar con el conde mientras no viniese a
ponerse en su merced, reconociendo su culpa, que entonces obraría como debía
obrar un buen rey, y sabría templar el rigor con la piedad; y lo único que la
desconsolada condesa pudo recabar del monarca, fue que no se le condenaría a
muerte. Y con esta respuesta se despidió, ofreciendo que el conde, su marido,
vendría a ponerse a su merced.
Así
lo cumplió el conde de Urgel; y aquel don Jaime de Aragón, antes tan
pretencioso y altivo, salió humildemente de Balaguer (31 de octubre 1413), y
arrodillado ante el rey don Fernando en presencia de todo el ejército le besó
la mano y le dijo: «Señor, yo os demando misericordia, y os pido por merced que
recordéis del linaje del que vengo.—Yo os perdoné, le contestó el rey, y tuve
de vos misericordia, cuando os otorgué cuanto me demandasteis: y ahora por
ruego de la infanta mi tía os perdonaré, aunque merecéis la muerte por los
yerros que habéis hecho; os lo aseguro, non seréis desterrado de los mis reinos.»
Y le entregó a Pedro Núñez de Guzmán para que le guardase. A la condesa su
madre mandó que con sus damas la llevasen a su posada. Digna es de elogio la
noble y ruda franqueza y lealtad con que un caballero del conde habló aquel día
al rey diciéndole: «Señor, yo nunca hasta hoy os vi, ni os conocí; y doce años ha
que sirvo a don Jaime, y comí su pan, y tomé hasta aquí la su voz en esta
cerca, y sirviéralo hasta la muerte; pero si bien serví a él, bien serviré a
vos, y bésoos la mano.» El conde de Urgel fue conducido a Lérida y puesto en
una torre del castillo con buena guarda. El rey hizo alarde de su gente: mandó
volver a Castilla cuatrocientas lanzas que a la sazón llegaron enviadas por la
reina doña Catalina; hizo su entrada en Balaguer como vencedor (5 de noviembre);
armó ochenta caballeros, castellanos y aragoneses, de la orden de la Jarra y el
Grifo que él había restablecido, dándoles con la espada desnuda encima de los
almetes y poniéndoles el collar; visitó el castillo, y partió con su ejército
para Lérida, donde se le hizo un suntuoso recibimiento.
Ocupóse
el rey en Lérida en proseguir el proceso incoado contra el rebelde conde de
Urgel en las cortes de Barcelona. Causó a todos maravilla, y no parecía
corresponder ni a la fama de magnánimo que don Fernando había adquirido, ni a
la generosidad de un monarca victorioso, haber querido el rey proceder
personalmente como juez soberano contra el conde, examinar la causa y seguir el
proceso hasta convencerle de rebelde y pronunciar su sentencia. Sentado el rey
en su solio (29 de noviembre), se sacó al conde de la prisión, y en su
presencia, y de todo el consejo, y de Francisco de Eril, que hizo partes de
acusador, se leyó públicamente la sentencia, cuya suma era: que constando del
proceso y por confesión del conde, que después de haber jurado fidelidad al rey,
como súbdito y vasallo suyo, había combatido contra los pendones reales como
notorio rebelde y enemigo, buscado y pagado auxiliares extranjeros para hacerle
guerra, y consentido que se le llamase rey de Aragón, y al rey infante de
Castilla, se declaraba haber cometido crimen de lesa majestad, y aunque por él
merecía pena de muerte, atendida su descendencia de la estirpe real de Aragón y
la intercesión y ruegos de la condesa, su esposa, se le conmutaba en prisión perpetua,
y se confiscaban todos sus estados y bienes a favor de la corona. De allí a
pocos días se pronunció también sentencia por el mismo delito y se mandó
secuestrar los bienes de la condesa madre, doña Margarita de Monferrat, que
constantemente había estado induciendo a su hijo a que no desistiera jamás de
su pretensión, y había sido la causadora principal de su ruina, diciéndole
continuamente:
«
Hijo, o rey o nada.» El desdichado conde fue llevado a Zaragoza, y
desde allí a Castilla, y por último, acabó sus días en Játiva en largo y penoso
cautiverio. El castillo de Loarre, última fortaleza de los rebeldes, que
conservaba don Antonio de Luna, se rindió a las tropas del rey; pero el de
Luna, más cauto que el de Urgel, tuvo buen cuidado de ponerse en salvo, y pasó
el resto de su vida prófugo en extrañas tierras. La condesa madre y sus hijas
fueron también presas más adelante.
Tal
remate tuvo y tan malhadado la famosa pretensión del conde de Urgel, que
contaba con los mejores elementos para haber salido airoso en su empresa, y la
malogró, no por falta de derecho, ni porque careciese de popularidad, sino por
falta de cordura y buen consejo, y por los desaciertos a que le arrastraron las
instigaciones de una madre imprudente, y por las demasías con que la
desacreditaron desatentados valedores. Con el triunfo de Balaguer quedó el rey
don Fernando poseedor pacífico del trono, sin género alguno de contradicción ni
competencia, y en pocos días se halló con una grandeza y autoridad que
sobrepujaba a la que habían alcanzado los más poderosos de sus antecesores.
Pocos días antes de pronunciar la sentencia contra su adversario había
convocado cortes generales para Zaragoza, a fin de coronarse en ellas
solemnemente. Congregadas éstas, (enero, 1414), se hizo la coronación con una
pompa cual no se había usado jamás en las más suntuosas de aquellos reinos, ni
volvió a verse ya nunca; y para que fuese más notable le envió la reina de
Castilla, su cuñada, la corona que había ceñido el rey don Juan, su padre, «que
fue, según dice un cronista aragonés, como un misterio y señal de unión de
estos reinos con los de la corona de Castilla y León.» Pusiéronle las espuelas
de caballero el maestre de Santiago don Enrique, su hijo, y el duque de Gandía.
Luego que salió de la iglesia, paseó por la ciudad en un caballo blanco con las
insignias y vestiduras reales, llevando los cordones del freno a la derecha el
infante don Enrique, el duque de Gandía, don Fadrique de Aragón, conde de Luna,
y otros condes y vizcondes, caballeros y jurados de Zaragoza, Valencia y otras
ciudades, y a la izquierda el infante don Pedro, cuarto hijo del rey, don
Enrique de Villena, los condes de Cardona, Módica y Quirra, y otros barones, y
los embajadores de Barcelona y otras ciudades. Iba el rey debajo de un
riquísimo palio, que llevaban doce ciudadanos de Barcelona. Hubo en la
Aljafería un espléndido banquete. Coronóse también la reina doña Leonor, y se armaron
muchos de caballeros. Celebráronse por muchos días fiestas y regocijos
públicos, justas con mantenedores, y un torneo en el campo del Toro de ciento
por ciento, para-el cual dio el rey doscientos arneses con sus viseras.
En
aquellas cortes dio a su hijo primogénito don Alfonso el título de príncipe de
Gerona (que antes era duque), a imitación del príncipe de Gales en Inglaterra,
y del príncipe de Asturias en Castilla, lo cual hizo vistiéndole un manto,
poniéndole un chapeo en la cabeza y una vara de oro en la mano, y dándole paz.
Con la misma ceremonia confirió al infante don Juan, su hijo, el título de
duque de Peñafiel. Esperábase hubiera hecho más grata aquella
solemnidad concediendo un indulto y olvido general por todo lo pasado; pero se
vio con extrañeza que en lugar del perdón se mandó proceder por términos de
justicia, a petición del procurador fiscal, contra los que habían tomado las
armas contra el rey después de su elección. Se nombraron «tratadores» para
ordenar algunas cosas que convenían al buen servicio del reino, y se
contestaron algunas demandas sobre la confiscación de los bienes de don Antonio
de Luna.
Mientras de esta manera y tan admirablemente se consolidaba
la paz en Aragón después de los pasados disturbios y de la situación tan
crítica en que se había visto, la Sicilia, que gozaba también de una calma cual
no había en largo tiempo disfrutado, limitaba sus aspiraciones a tener un rey
propio, que lo fuese sólo de Sicilia. Las afecciones de los sicilianos estaban
por el bastardo don Fadrique de Aragón, conde de Luna, por ser natural de aquel
reino. Mas como no se prometiesen alcanzar esto de don Fernando, enviáronle
embajadores pidiéndole les diese por rey uno de los infantes sus hijos. Don
Fernando se manejó en este negocio con tan hábil política, que logró, si no
contentar, tranquilizar por lo menos a los sicilianos, satisfaciendo a medias
su demanda, enviándoles su hijo el infante don Juan, no como rey, sino como
gobernador del reino.
Con
no menos habilidad arregló definitivamente las cosas de Cerdeña, haciendo de
modo que el vizconde de Narbona, como sucesor del juzgado de Arborea, le
vendiese los condados, baronías y tierras que tenía en aquella isla, en precio
de ciento y cincuenta y tres mil florines del cuño de Aragón, devolviéndose a
la corona la ciudad de Sacer y demás villas que estaban por el vizconde.
Hallándose
todavía reunidas las cortes en Zaragoza, quejáronse al rey muchos vecinos
moradores de aquella ciudad de los bandos que la perturbaban, de los crímenes
que se cometían, y de la impunidad en que quedaban los delincuentes y
malhechores, por la forma de gobierno con que se regía aquella población. En
efecto, Zaragoza se gobernaba por doce jurados elegidos por parroquias, y por
un juez llamado Zalmedina, los cuales gozaban de tales privilegios, que el rey
no podía entender en aquellas causas, reservadas sólo al Zalmedina y los
jurados como a un tribunal sin apelación, y más desde el privilegio inaudito y
monstruoso que les había concedido el rey don Pedro II., de que dimos
conocimiento en la historia de aquel reinado. Propúsose pues el
monarca reformar el gobierno excesivamente republicano de Zaragoza, y con el
consejo del ilustrado y prudente don Berenguer de Bardají, y oyendo las
súplicas de una gran parte del pueblo, revocó los jurados y su jurisdicción,
mandando que entendiesen y proveyesen jueces ordinarios conforme a derecho en
todo lo que se ofreciese, y que las apelaciones fuesen al rey; estableció cinco
jurados en lugar de doce, y expidió sus ordenanzas para el buen regimiento de
la ciudad; que fue una de las más útiles innovaciones que señalaron el gobierno
del rey don Fernando, y con la cual se puso remedio a las alteraciones,
movimientos y bandos que traían continuamente agitada aquella importante
población. Sufrió sin embargo en lo sucesivo el gobierno de Zaragoza diferentes
modificaciones.
Terminadas
las cortes, pasó el rey a Morella, donde antes había enviado ya a su hijo don
Sancho, maestre de Alcántara, para verse con el antipapa Benito XIII, Pedro de
Luna, y concertar con él algún medio de poner término al cisma que seguía
afligiendo a la iglesia. Lo que el rey y los de su consejo, compuesto de
prelados castellanos y de barones aragoneses, le proponían para que cesase la
turbación y escándalo de la cristiandad, era que renunciase la tiara, al modo
que estaban dispuestos a hacerlo sus dos competidores Juan XXIII y Gregorio XII
(que eran tres nada menos los que entonces se titulaban pontífices), y que esto
se hiciese ante el concilio de Constanza que se había convocado para la
decisión del que había de reconocerse en toda la cristiandad por único y verdadero
vicario de Cristo. Con diversos pretextos eludía el antipapa aragonés el medio
de la abdicación, en que por otra parte aseguraba consentir, y estuvieron
cincuenta días en estas pláticas sin poderse concordar. Y como una de las
razones o escusas de aquel era que atendida su avanzada edad no podría asistir
al concilio en el plazo y término señalado, acordaron el rey y su consejo
despachar embajadores al emperador Segismundo y a los del concilio de Constanza
rogándoles procurasen diferir aquella asamblea para que entretanto pudiesen
verse el papa Benito, el emperador y el rey de Aragón. A esta embajada fueron
don Diego Gómez de Fuensalida, antes abad de Valladolid, y ya obispo de Zamora,
un caballero y un letrado
Pasó
de allí el rey a Momblanc (octubre, 1 414) a celebrar cortes de catalanes. En
ellas expuso que quería venir a Castilla por la obligación que tenía de
entender en la administración de este reino, y por los muchos servicios que
debía a los naturales; dio gracias a los de Cataluña por su lealtad, les
comunicó el trato que había hecho con el vizconde de Narbona para asegurar la
integridad y la tranquilidad de Cerdeña, y el compromiso de pagarle luego
ochenta mil florines, para que sobre ello determinasen, puesto que el
patrimonio real, disminuido y gastado como se hallaba, no podía subvenir a los
precisos gastos. Pero fueron tantas las querellas y demandas particulares que
en aquellas cortes se interpusieron, y tanta la dilación en las respuestas, que
el rey, teniendo que atender a otros negocios, hubo de dejar las cortes sin
haber obtenido contestación, muy enojado de los catalanes, y profiriendo contra
ellos expresiones tan duras, que los escritores contemporáneos de aquel
principado expresaron no querer estamparlas por demasiado injuriosas. Resentía
mucho a los catalanes, y por esto también se le mostraron tan adustos, ver al
rey entregado a los consejos de personas que no eran naturales de aquellos
reinos, sino de Castilla.
Uno
de los negocios que en este tiempo ocupaban con más interés al rey don
Fernando, era el matrimonio del infante don Juan su hijo. Habiendo muerto el
rey Ladislao de Nápoles, y sucedídole en aquel reino su hermana Juana, tratóse
al propio tiempo en Nápoles y en Aragón de casar a la nueva reina con el
infante aragonés: llevaban en ello los napolitanos la idea de emparentar a su
soberana con la poderosa dinastía de los reyes de Aragón y de Castilla, y
preferían al infante don Juan por ser el que estaba nombrado gobernador de
Sicilia; y al monarca aragonés halagaba la esperanza de ver reunidas las dos
coronas de Sicilia y de Nápoles en un hijo suyo. Por otra parte entre los
varios príncipes que solicitaban la mano de Juana II, ella, a pesar de sus
cuarenta y cinco años, se inclinaba al infante de Aragón, que sólo contaba diez
y ocho. Así, sin reparar en lo turbado y revuelto que se hallaba el reino de
Nápoles, ni en otros inconvenientes que hasta la conducta privada de la reina
ofrecía, después de mutuas embajadas se estipuló el matrimonio en la ciudad de
Valencia, a donde el rey don Fernando de Aragón había venido desde Montblanc
para que le jurasen los valencianos. Las condiciones del enlace fueron, que el
rey de Aragón auxiliaría eficazmente y con todo su poder a los dos consortes
contra todos sus enemigos; que la reina daría al infante el título y dignidad
de los reinos de Hungría, Jerusalén, Sicilia, Dalmacia, Croacia, Servia, y
otros que constituían los dictados de los reyes de Nápoles; que en el caso de
morir la reina sin hijos quedaría el reino al infante libremente; y que este
pasaría a Nápoles en el próximo mes de febrero (1415), como se verificó, con
buena armada y con grande acompañamiento de aragoneses, sicilianos y
castellanos.
En
el mismo año, algunos meses más adelante (junio, 1415) se celebraron en
Valencia las bodas, tiempo atrás concertadas, del infante don Alfonso, príncipe
ya de Gerona y heredero de los reinos de Aragón, con la infanta doña María,
hermana del rey don Juan II de Castilla, y sobrina del de Aragón, habiendo
dispensado el parentesco el papa Benito, renunciando la infanta el ducado y
señorío de Villena en favor del rey su hermano, y recibiendo en dote doscientas
mil doblas de oro castellanas.
Con
menos ventura corrió lo del matrimonio del infante don Juan con la reina de
Nápoles. Mientras este príncipe se daba a la vela con la esperanza de ceñir la
doble corona de las dos Sicilias, la inconstante y versátil Juana II, digna
sucesora de Juana I, había mudado de parecer, y resuelto tomar por marido a
Jacobo (Jacques) conde de la Marca. Había prevalecido en su voluble ánimo el
consejo de los enemigos del infante, pintando al aragonés como demasiado joven
al lado del de la Marca, que era de más edad, de más talla, y más robusto y
apto para las cosas de la guerra, el cual por otra parte se contentaba con los
títulos de príncipe de Tarento, duque de Calabria y vicario del reino, mientras
el aragonés había de llamarse y consentía ya que le llamaran rey. Los
napolitanos se inclinaban más naturalmente a un príncipe desangre francesa;
interesábase en ello la Francia; y Génova, siempre rival y enemiga de Cataluña,
influyó también cuanto pudo en que quedase desairado el príncipe de Gerona.
Ello es que la reina de Nápoles dio su mano al conde de la Marca, y el desfavorecido
infante don Juan tuvo que limitarse a su gobierno de Sicilia.
Proseguía
entretanto celebrándose el concilio de Constanza con objeto de restituir a la
iglesia y al mundo cristiano la paz y la unidad de que tanto necesitaba y que
tanto apetecía. Los embajadores que don Fernando de Aragón había enviado a
aquella asamblea, continuaban negociando que el monarca aragonés y el emperador
y rey de romanos Segismundo se viesen y concertasen sobre el mejor modo de
terminar el cisma según las instrucciones que aquellos llevaban: que eran los
dos soberanos los más poderosos e influyentes, y en cuyas manos se creía estar
principalmente la unión y la paz de la iglesia. Estando en estas pláticas, el
concilio, el emperador y los diputados de las naciones acordaron estrechar al
papa Juan XXIII, que se hallaba presente, a que hiciese la abdicación, en lo
cual él consintió, leyendo pública y solemnemente su renuncia, votando y
jurando a Dios y a la iglesia, puesto de rodillas y con las manos en el pecho,
que la hacía libre y espontáneamente en obsequio a la paz del pueblo cristiano,
por cuyo acto de abnegación le dio las gracias un patriarca a nombre de todo el
concilio. Entonces el emperador contestó a los embajadores de Aragón, que con
gran beneplácito suyo y de todas las naciones aceptaba las vistas con el rey
Fernando y con el papa Benito. Mas luego aconteció que el papa Juan revocó y
dio por nula la renuncia que acababa de hacer, y una noche se fugó de Constanza
disfrazado, y se unió al duque Federico de Austria, protestando altamente que
la abdicación le había sido arrancada con violencia. Esta novedad fue un nuevo
obstáculo para las vistas. Pero la energía del rey de romanos lo reparó todo:
él redujo a su obediencia al duque de Austria, y el concilio pronunció sentencia
de deposición contra el papa Juan. Deliberado esto, y con motivo de haber
sobrevenido a don Fernando de Aragón una grave enfermedad en Valencia, se
acordó que las vistas con el emperador, que se había concertado tener en Niza,
se verificasen en Perpiñán.
Quedaban
ya dos solos competidores al pontificado, Gregorio XII y Benito XIII. El
primero de estos hizo un gran beneficio a la iglesia enviando al concilio de
Constanza a Carlos Malatesta de Arimino, para que en su nombre presentase su
renuncia ante aquella venerable asamblea a la cual admitió a su congregación
todos los cardenales de la obediencia de Gregorio. Restaba solamente el
inflexible Pedro de Luna, Benito XIII, que atrincherado en Aragón como en una
ciudadela, se mantenía inexorable a pesar de su edad más que octogenaria. El
concilio determinó ya requerirle a que hiciese la renuncia, a cuyo efecto le
envió una embajada compuesta de un arzobispo y tres obispos, y el emperador se
despidió de la asamblea para venir a celebrar sus vistas con el rey de Aragón.
Desgraciadamente la dolencia de este monarca había ido en aumento, y un día le
acometió un desmayo que se tuvo por el término de su existencia, tanto que un
caballero de la cámara le cerró los ojos en la persuasión de que había dado el
último aliento, y se divulgó su muerte por toda la ciudad. Recobróse no
obstante de aquel accidente, y apenas se halló un tanto repuesto, con el afán
de no faltar a la cita del emperador salió de Valencia con la salud todavía
harto quebrantada, y haciendo pequeñas jornadas por mar y tierra, pudo llegar,
no sin gran fatiga, a Perpiñán (31 de agosto, 1415), donde le esperaba ya el
papa Benito, y donde arribaron de allí a algunos días los embajadores del
concilio, y el emperador y rey de romanos (19 de septiembre). Acudieron también
representantes de los reyes de Francia, de Castilla, de Navarra y de otros
príncipes de la cristiandad. Hiciéronse en la ciudad grandes fiestas para el
recibimiento de tan altos personajes, y el mundo entero estaba suspenso de la
determinación que allí se tomaría.
No
podía imaginarse el emperador que habiendo tenido poder para hacer que dos de
los tres papas abdicasen en beneficio de la paz; que habiendo venido en persona
a tan lejanas regiones con el sólo fin de recabar otro tanto del tercero y
único que restaba; que contando para ello con la cooperación e influjo de rey
tan poderoso como el de Aragón; que interesándose en la misma causa un concilio
general, las naciones todas y la cristiandad entera; y que estando ya en la
sola mano del papa Benito la gloria de sacar a la iglesia de la larga angustia
y congoja en que gemía, de dar la paz universal al mundo, y de atraerse las
alabanzas y bendiciones del orbe cristiano, no podía imaginarse, decimos, que
todo su poder y todo el prestigio de su nombre, que todas las amonestaciones,
instancias y requerimientos, y los esfuerzos combinados de reyes, príncipes,
embajadores y prelados de tantos países, se estrellaran contra la tenacidad
inquebrantable del antipapa aragonés. Y sin embargo, aconteció así. Cansado el
emperador de las dilaciones y moratorias, y de las condiciones inaceptables que
ingeniosamente discurría el antiguo prelado de Zaragoza para eludir la
renuncia, determinó abandonar a Perpiñán y apelar a las decisiones canónicas
del concilio. Solo a instancias del rey de Aragón condescendió en permanecer
unos días: más no habiéndose alcanzado nada en el asunto de la renunciación,
partióse rebosando de enojo para Narbona, donde todavía se detuvo a ruegos del
monarca aragonés, siempre esperanzado de poder reducir al obstinado pontífice.
Teníanle a don Fernando postrado en cama sus dolencias, y era el príncipe
heredero don Alfonso su hijo el que en su nombre y con su poder gestionaba en
este dificultosísimo negocio. En tina congregación de príncipes, embajadores y
prelados se acordó por último requerir solemnemente al papa Benito por tres
veces para que hiciese la renuncia. A esta determinación correspondió él
saliéndose de Perpiñán y retirándose al puerto de Colibre. Allí le siguieron
los embajadores suplicándole se volviese a Perpiñán, y haciéndole el segundo
requerimiento. La respuesta fue salir de Colibre y refugiarse con sus
cardenales en el castillo de Peñíscola, resuelto a desafiar desde la altura de
una roca todos los poderes humanos, y a resistir con firmeza a príncipes y a
concilios.
El
caso pareció ya extremo al doliente don Fernando de Aragón, y con deseo de
saber si podría lícitamente apartarse de la obediencia del papa Benito, según
le aconsejaban, quiso oír el dictamen del varón eminente de aquellos tiempos
San Vicente Ferrer. La respuesta del sabio y virtuoso apóstol fue, que si hecho
el tercer requerimiento no accediese el papa Benito a lo de la renuncia, no
debía diferir un sólo día el sustraerse a su obediencia, pues la dilación podría
ser causa de perpetuarse el cisma, y que debería reconocerse el pontífice que
en concilio general fuese nombrado por libra y canónica elección. Hecho, en
conformidad a este dictamen, el tercer requerimiento, la contestación del
refugiado en Peñíscola fue acaso más desabrida que las anteriores, y lejos de
intimidarse en su aislamiento y estrechez, hizo un llamamiento a sus prelados
para celebrar en Peñíscola un concilio que oponer al de Constanza, con la misma
arrogancia que si fuese un pontífice indisputado y reconocido por toda la
cristiandad (diciembre, 1415). En su consecuencia el rey don Fernando,
semi-moribundo como estaba, pero no queriendo que le llegase la muerte sin
haber hecho por su parte cuanto su conciencia le aconsejaba para la extirpación
del cisma y la ansiada unión de la iglesia, se dio prisa a concordarse con el
emperador, con el rey de Navarra, su tío, y con los embajadores de otros
príncipes y del concilio de Constanza, y después de haber ordenado a los
prelados de todos sus reinos, inclusos los cardenales de la obediencia de
Benito, que asistiesen por sí o por procuradores al concilio constanciense, y
mandando bajo pena de la vida a los gobernadores de los castillos y lugares del
maestrazgo de Montesa que se abstuviesen de llevar ni consentir se llevasen
viandas, armas ni socorros de ningún género al castillo de Peñíscola, determinó
hacer acta solemne de apartamiento de la obediencia del papa aragonés.
Publicóse,
pues, en Perpiñán con toda ceremonia y aparato (6 de enero, 1416) el acta en
que constaba que el rey don Fernando I de Aragón, por sí y a nombre de todos
sus reinos, se sustraía a la obediencia que por espacio de veinte y dos años
habían dado al cardenal Pedro de Luna, que se llamaba pontífice con el nombre
de Benito XIII. Dio autoridad y solemnidad a este acto un sermón que predicó el
santo Vicente Ferrer, cuya religión, prudencia y sabiduría reverenciaba toda la
cristiandad. So pregonó el acta por todas las ciudades y villas de los tres
reinos, y en ella se daban extensamente las razones que habían motiva de tan
importante resolución. Se previno a todos los obispos, eclesiásticos y
oficiales reales que nadie le asistiese ni siguiese, y que los frutos y rentas
de la cámara apostólica se secuestrasen y reservasen para el pontífice único
que fuese nombrado y recibido por la iglesia universal.
Tomada
esta grave determinación, que admiró más por venir de un monarca a cuya
elevación había cooperado tanto el antipapa Benito, y por lo mismo que
sacrificaba sus personales afecciones al bien general de la iglesia, salió el
rey don Fernando de Perpiñán en un estado de salud harto lamentable, con el
ansia de pasar a su querida Castilla y ver si lograba alivio a sus dolencias
respirando los aires de su suelo natal Pero a su paso por Barcelona, con
intento de dejar acabado lo que en las cortes de Momblanc había comenzado y
propuesto, quiso probar los ánimos de los conselleres de aquella ciudad para
con él, y suprimió un impuesto al cual estaba obligado a contribuir el rey no
menos que los vasallos. Pero lo llevaron tan a mal aquellos cinco magistrados
populares, que uno de ellos, nombrado Juan Fiveller, dispuesto a arrostrar las
iras del monarca, y hasta la misma muerte si fuese menester, con increíble
osadía le dijo al rey: «Que se maravillaba mucho de que tan pronto olvidara el
juramento que había hecho de guardarles sus privilegios y constituciones; que
aquel tributo no era del soberano, sino de la república, y que con aquella
condición le habían recibido por rey; que él y sus compañeros estaban decididos
a darle antes la vida que la libertad; pero que sí ellos muriesen por sostener
las libertades de su patria, no faltaría quien vengara su muerte.» Y dicho esto, se retiró a una estancia a esperar tranquilo su sentencia. Los
catalanes que el rey tenía en su consejo procuraron templar su enojo, y
aconsejáronle que no procediese contra la persona de Fiveller por la arrogancia
y aún desacato con que acababa de hablarle, porque de castigarle era muy de
temer una conmoción y alboroto popular, exponiéndole que no se había conducido
con los catalanes de manera que éstos miraran todavía con grande amor su
persona y gobierno. Reprimióse, pues, el rey y se contuvo: más al día
siguiente, sin anunciar su partida sino a unos pocos de los más íntimos de su
casa y servicio, salió de la ciudad en una litera, renegando de aquel país; y
como los conselleres saliesen a alcanzarle y despedirle, negóse a darles a
besar la mano.
El
estado de su salud no le permitió andar más de seis leguas. Al llegar a
Igualada, exacerbáronsele sus dolencias en términos que a muy poco falleció (2
de abril, 1416), siendo todavía de edad de treinta y siete años. En su
testamento dejaba por herederos y sucesores a sus hijos por orden de
primogenitura, y en el caso de que éstos faltasen, a los hijos varones de las
infantas, no dando lugar a que sucediesen las hembras. Para cumplir sus descargos y satisfacer las deudas de los reyes de Aragón sus
predecesores, dejaba su rica corona, sus joyas y vajillas de oro y plata, y
algunas villas, lugares y behetrías que tenía en Castilla.
Todos
los escritores contemporáneos han hecho justicia a las grandes virtudes de don
Fernando I de Aragón, el de Antequera. Franco y benéfico para todos, aunque
inflexible y severo en el castigo de los crímenes contra el Estado; templado,
sobrio, morigerado en sus costumbres, religioso sin fanatismo, amante de la
justicia, intrépido y valeroso en la guerra, y sin embargo amigo de la paz,
general entendido y conquistador afortunado, laborioso e infatigable en los
negocios del gobierno: tal era el príncipe que el derecho de sucesión y la
voluntad del pueblo aragonés habían llevado de Castilla a Aragón, y mereció los
renombres de “el Honesto” y “el Justo”.
CONCLUYE EL REINADO DE DON JUAN II DE CASTILLA
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