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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

 

CAPÍTULO XXV.

JUAN II DE CASTILLA. DESDE SU PROCLAMACIÓN HASTA SU MAYORÍA DE EDAD.

De 1406 a 1419.

 

La circunstancia de haber heredado el trono de Castilla un príncipe que aún no contaba dos años de edad, en ocasión que amenazaba y aún había comenzado a romperse una guerra formidable con los moros de Granada, hacía que muchos temieran y auguraran grandes turbaciones y calamidades en el reino, señaladamente los que sabían y recordaban los males que en muchas ocasiones habían traído a Castilla las largas minoridades de sus reyes. Por lo mismo también temían unos y deseaban otros que el infante don Fernando, hermano del recién finado monarca, se alzase con la gobernación y regimiento del reino, y aún con la corona que heredaba su tierno sobrino, única manera que algunos veían de poder conjurar las tempestades y borrascas que amenazaban levantarse. Pero el noble infante, sin oír otros consejeros que su conciencia, ni otra voz que la de su lealtad, fue el primero que ante los prelados, ricos-hombres, caballeros y procuradores de las ciudades, reunidos para las cortes de Toledo, declaró que recibía y excitó a todos a que recibiesen por rey de Castilla y a que obedeciesen como a su señor natural al príncipe don Juan su sobrino. En su virtud el pendón real de Castilla, puesto por el infante en manos del condestable Ruy López Dávalos, fue paseado por las calles y plazas de Toledo, proclamando todos: ¡Castilla, Castilla por el rey don Juan! Poco después ondeaba el estandarte real en la torre del Homenaje, y don Fernando anunciaba a los procuradores del reino en la iglesia mayor de Santa María que con arreglo al testamento del rey don Enrique quedaban él y la reina doña Catalina encargados de la tutela del rey y de la gobernación del reino durante la menor edad del príncipe don Juan.

Seguidamente partió el infante para Segovia (1º de enero, 1407), donde se hallaba la reina viuda con su hijo, afligida por la muerte de su esposo, y temerosa de que el infante, con arreglo a la disposición testamentaria de don Enrique, quisiera privarla de la crianza y educación del príncipe, que aquel dejaba encomendada a Juan de Velasco y a Diego López de Zúñiga. En vano aseguró el infante al obispo de Segovia, a quien encontró a las cuatro leguas de esta ciudad, que su ánimo era dar gusto a la reina, y servirle en cuanto pudiese. La reina, siempre recelosa, le cerró las puertas de la ciudad: el infante se alojó con su gente en los arrabales sin mostrarse sentido, antes bien, procediendo con caballerosidad y nobleza, fue el que trabajó con más ahínco a fin de reducir a los dos ayos nombrados en el testamento a que resignasen aquel cargo en favor de la reina madre, por ser así lomas razonable y natural. Cedieron al fin Juan Velasco y Diego López, no sin repugnancia y sin graves contestaciones y altercados, recibiendo de manos de la reina como por vía de compensación la suma de doce mil florines de oro. Hecha esta concordia, y habiendo entrado don Fernando en la ciudad, se abrió y leyó ante las cortes el testamento de don Enrique; la reina y el infante, como tutores del rey niño y gobernadores del reino, juraron en manos del obispo de Sigüenza, haberse bien y lealmente en el gobierno y tutela, guardar y hacer guardar los fueros y privilegios, las libertades, costumbres y buenos usos de Castilla, y con esto quedaron solemnemente reconocidos en las cortes de Segovia como tutores y gobernadores del reino durante la menor edad del rey don Juan II., y encomendada la educación del príncipe a la reina su madre.

Pronto nacieron desconfianzas entre los dos regentes, ya por obra de algunos mal intencionados que se complacían en turbar su armonía sembrando entre ellos mutuos recelos y sospechas, ya por el carácter de la reina doña Catalina, la cual por otra parte se hallaba de todo punto supeditada a una dama de su corte, llamada doña Leonor López, sin cuyo consejo nada hacía, y que de tal manera dominaba en el ánimo de la reina, que nada servía cuanto se determinara en materias de gobierno si no merecía la aprobación de la dama favorita; a tal punto que lo que un día se deliberaba, otro se revocaba o contradecía, si no era del agrado de doña Leonor López, con mengua del reino y no poco disgusto del infante don Fernando. Fiábanse tan poco uno de otro, que cada cual de los regentes tenía su guardia propia, y cuando iban al consejo, cada cual llevaba sus hombres de armas para su defensa. En tal estado de cosas, recibíanse cartas de los caballeros y maestres de las órdenes que estaban en las fronteras de los moros anunciando que los soldados amenazaban desertarse por falta de pagas, y en el mismo sentido escribía el almirante don Alfonso Enríquez que se hallaba en Sevilla. En tal conflicto, y a instancia y persuasión del infante, accedió la reina, bien que no con la mejor voluntad, a anticipar hasta veinte millones de maravedís del tesoro del rey su hijo, a condición de reintegrarse del producto de los subsidios y rentas reales.

Hacíase ya la guerra, bien que parcial y sin notables resultados, por la parte de Murcia; y el infante don Fernando, con deseo de impulsarla, generalizarla y dirigirla en persona, de acuerdo con la reina, pidió a las cortes el servicio de dinero que conceptuaran necesario para el buen éxito de la empresa. Las cortes, después de haber hablado en favor del pensamiento y de la petición del infante regente don Sancho de Rojas, obispo de Palencia, el almirante don Alfonso Enríquez y don Fadrique, conde de Trastámara, otorgaron un subsidio de cuarenta y cinco millones, teniendo en cuenta los veinte de que la reina tenía que reintegrarse, haciendo jurar a los dos regentes que aquella suma se había de destinar e invertir íntegra en las atenciones y gastos de la guerra sin distraer nada a objetos de otro género. Y como fuese el ánimo del infante hacerla en persona, quiso dejar antes ordenado el gobierno y administración del Estado, de manera que se previniese toda discordia. A este fin hicieron entre él y la reina un convenio solemne, en que se determinó dividir el reino en dos partes, y que cada uno rigiese y gobernase en la suya, a saber, la reina madre desde los puertos hacia Castilla la Vieja y reino de León, el infante desde la misma línea de los puertos todo lo de Castilla la Nueva, Extremadura, Murcia y Andalucía: compartiéronse igualmente los oficiales reales; la reina quedó con su chancillería en Segovia, y el infante se partió para Andalucía (abril, 1407).

Después de alguna detención en Villareal esperando la reunión de las tropas, llegó a Córdoba a mediados de junio, y de allí a pocos días a Sevilla, acompañándole su primo don Enrique, marqués de Villena, maestre que había sido de Calatrava, el almirante don Alfonso Enríquez, el condestable Ruy López Dávalos, el senescal Diego López de Zúñiga, el obispo de Palencia don Sancho de Rojas, don Pedro Ponce de León, señor de Marchena, Carlos de Arellano, señor de los Cameros, don Perafán de Ribera, adelantado mayor de Andalucía, don Alfonso, hijo de don Juan conde de Niebla, Diego Fernández de Quiñones, merino mayor de Asturias, Pedro Manrique, adelantado del reino de León, Martín Fernández Portocarrero, Pedro López de Ayala, aposentador mayor del rey, Pedro Carrillo de Toledo, Díaz Sánchez de Benavides, capitán mayor del obispado de Jaén, y de allí a pocos días llegaron Juan Velasco, Juan Álvarez de Osorio, el maestre de Santiago, el prior de San Juan y el conde de Niebla. Allí se le incorporó el conde de la Marca, uno de los más hermosos y más apuestos caballeros de su tiempo, casado con una infanta de Navarra prima del rey, que voluntariamente vino a tomar parte en aquella guerra al servicio del infante, trayendo consigo ochenta lanzas. A pesar de haber adolecido allí el infante, los preparativos de la guerra se impulsaron con actividad, y de los puertos de Vizcaya fueron llevadas ocho galeras y seis naves con buena gente. Con una parte de ellas y con las que ya tenía el almirante, embistió una flota de veinte y tres galeras que los reyes de Túnez y de Tremecén tenían en las aguas de Gibraltar, y aunque era superior en fuerza la armada enemiga, condújose con tal bizarría el almirante castellano, que tomó a los infieles ocho galeras, echó varias de ellas a pique, y ahuyentó las demás. Grande fue la alegría del infante y de todos los otros grandes señores al ver arribar a don Alfonso Enríquez a Sevilla con las ocho galeras apresadas, y túvose por feliz anuncio de la gran campaña que se iba a emprender.

La guerra hasta entonces se había reducido a parciales reencuentros por el lado de Lorca y Vera, y por la parte de Carmona, Marchena, Écija y Pruna, en que mutuamente infieles y cristianos se tomaban algunas villas y castillos. Ahora se anunciaba una lucha seria, cual no había vuelto a verse desde los tiempos de Alfonso XI. Refiere no obstante la crónica un hecho que nos revela la inmoralidad de los hombres de aquella época. Convalecido que hubo el infante don Fernando, supo que so le estaba engañando en cuanto a la gente que pagaba: los capitanes a quienes se daba sueldo para trescientas lanzas no llevaban ni aún doscientas, y así respectivamente los demás. Con este motivo dispuso hacer un alarde general de sus tropas (8 de agosto); pero en este mismo alarde y revista le burlaban los grandes caudillos, presentando para cubrirlas filas a hombres alquilados de los concejos; y aún así, siendo nueve mil lanzas las que pagaba, no llegaron a ocho mil las que se recontaron. Nada se le ocultaba al noble infante, más por no indisponerse con los caballeros a quienes tanto entonces necesitaba, apeló a la prudencia y al disimulo, y no se dio por entendido del engaño, confiado en que con la ayuda de Dios habría de vencer al rey de Granada, aunque le faltase la tercera parte de la gente con que había contado.

Viendo el emir granadino que todos los preparativos de la guerra se hacían por la parte de Sevilla, rompió él por el reino de Jaén con siete mil caballos y hasta cien mil peones, y combatió la ciudad de Baeza, que defendieron con bizarría Pedro Díaz de Quesada, y García González Valdés con otros caballeros, vengándose el musulmán en poner fuego a sus arrabales. Con esta noticia envió el infante en socorro de la plaza al condestable y al adelantado de Castilla con buena hueste: no los esperó el granadino, antes bien se retiró a su tierra, atacando y tomando de paso el castillo de Bezmar, muriendo en su defensa el comendador de Santiago y casi toda la guarnición. El infante mismo salió de Sevilla el 7 de septiembre, llevando la espada de San Fernando, que le fue entregada con toda solemnidad. Abrióse la campaña por la parte de Ronda. Seguían la bandera de Sevilla seiscientos caballeros y siete mil peones lanceros y ballesteros; iban con el estandarte de Córdoba quinientos jinetes y seis mil infantes. El maestre de Santiago con el pendón de Sevilla se puso sobre Zahara el 26 de septiembre, y al día siguiente llegó el infante con todo el ejército. Diego Fernández de Quiñones fue el encargado de colocar las tiendas en el circuito de la villa. Asentadas las lombardas en tres diferentes puntos, y haciéndolas jugar por espacio de tres días, abrióse una gran brecha en el muro, en vista de lo cual los cercados pidieron capitulación, y rindieron la plaza a condición de que se los permitiese salir con sus mujeres y sus hijos, y los efectos que pudieran llevar. El 1.° de octubre enarboló el maestre de Santiago don Lorenzo Suárez de Figueroa en la torre del Homenaje el pendón de Castilla con la cruz. Al día siguiente salieron los habitantes de la villa, y poco después hizo su entrada en ella el infante don Fernando.

Allí repartió los cargos que cada cual había de desempeñar para la conducción y cuidado de las máquinas, pertrechos y útiles de guerra durante la campaña. Ordenó además a Martín Alfonso de Sotomayor la reducción del castillo de Andita, que él ejecutó, entregando la plaza al incendio y al saqueo: Diego Fernández de Quiñones y Rodrigo de Narváez recogían los ganados de Grajalema ahuyentando a los moros: Pedro de Zúñiga recobraba la villa de Ayamonte: Martín Vázquez con otros caballeros reconocían la situación de Ronda, y volvían a decir al infante que, colocada la plaza sobre una roca, defendida con buenas murallas y por una fuerte guarnición, les parecía de todo punto inexpugnable: todo esto mientras el infante en persona sitiaba y combatía a Setenil con todo género de máquinas y con piedras de nuevo calibre que hizo trasportar, y con las cuales incomodaba grandemente a los sitiados. Al propio tiempo el maestre de Santiago con otros caballeros y mil quinientas lanzas se apoderaban de Ortexíca, punto interesante por su posición. El ejército se dividió en el valle de Cártama, y don Pedro Ponce de León y don Gómez Suárez, cada uno con su hueste, talaban y devastaban Luxar, Santillán, Palmete, Carmachente, Coin, Benablasque y otros lugares, matando y cautivando moros, y haciendo presas de ganados, en tanto que Juan Velasco destruía los campos y el viñedo de Ronda.

Continuaban los sitiados de Setenil defendiéndose vigorosamente, si bien en sus salidas eran casi siempre rechazados. Irritaba al infante tan tenaz resistencia, y mortificábale la pérdida de algunos de sus valientes capitanes. En su enojo ordenó que fuese atacada la plaza por ocho puntos a un tiempo, pero su actividad y energía se estrellaba en la apatía y flojedad de sus caballeros, que le aconsejaban renunciase a la empresa de tomar la plaza, representándosela como muy difícil, así por hallarse situada en el corazón de unas rocas inaccesibles, como por el mal estado de las máquinas, por lo avanzado de la estación, la incomodidad de las lluvias y la escasez de víveres que comenzaba a experimentarse. Accedió el infante, aunque con mucho disgusto, a levantar el cerco, y mandó al condestable y al merino mayor de Asturias, que con buena escolta hiciesen trasportar a Zahara todas las máquinas y bagajes. Sabedores de este movimiento los moros de Ronda, salieron con intento de apoderarse de los pertrechos de guerra, pero merced a un renegado que guió a los cristianos por otro camino, hubieron aquellos de volverse sin lograr su objeto. Reinaba poca armonía en el ejército cristiano, y disputábase quiénes habían de quedar guardando la frontera, si los castellanos o los andaluces: enojado de estas disputas el infante, díjoles a todos con enérgica resolución que él personalmente tomaría el cargo de toda la frontera, y que fiaba poder dar buena cuenta a Dios y al rey su sobrino, y echar de la tierra al rey de Granada si en ella entrase.

Otro disgusto tuvo el infante en esta retirada. El alcaide García de Herrera había abandonado a los moros los fuertes de Priego y las Cuevas, según él decía, por falta de gente y de vituallas, pero no debió creerlo así el infante, que estuvo a punto de castigarle duramente. Los moros arrasaron aquellas fortalezas, y acometieron después a Cañete, que supo mantener con más tesón el alcaide Fernando Arias de Saavedra. Una parte de las tropas del infante había ido a Carmona en busca de provisiones: negáronse los de la ciudad a recibirlas, y cerrándoles las puertas les decían desde los adarves como haciendo mofa de su cobardía: «A Setenil, a Setenil.» Envió el infante al adelantado, y tampoco fue recibido, hasta que él se presentó personalmente; entonces se le franquearon las puertas, y los autores principales de la anterior resistencia sufrieron severo castigo. De Carmona pasó a Sevilla, donde fue recibido en medio de aclamaciones, juegos y fiestas populares. Hizo oración en la catedral; depositó otra vez sobre el ara santa la gloriosa espada de San Fernando, y provisto lo necesario para el buen orden de la ciudad y defensa de la tierra, vínose a Toledo, donde celebró las exequias fúnebres del cabo de año a su difunto hermano el rey don Enrique, y cumplido este deber religioso, pasó a Guadalajara, donde se hallaba la reina madre con el rey niño, y para donde estaban convocadas las cortes del reino.

Abiertas estas cortes a presencia del tierno monarca, de la reina doña Catalina y el infante don Fernando como tutores suyos y regentes del reino, con asistencia de muchos prelados, de los próceres mismos que acababan de hacer la campaña y de los procuradores de las ciudades, expuso el infante la necesidad de continuar la guerra, para lo cual solicitaba un subsidio de sesenta millones de maravedís, que las cortes cuidarían de realizar de la manera que fuese menos gravosa a los pueblos. Pareció esta demanda excesiva, y los diputados pidieron tiempo para deliberar. Andaban también discordes los pareceres: opinaban muchos por que se sobreseyese en la guerra, por ser tan costosa y estar los pueblos agobiados y casi en imposibilidad de soportar los gastos que ocasionaba; eran otros de dictamen de que debía proseguirse. Debatíase también sobre el servicio pedido, pareciéndoles exorbitante; y cuando se estaba en estas conferencias, llegaron nuevas de que el rey de Granada se había puesto sobre Alcaudete con siete mil caballos y más de cien mil peones, si bien el comandante de la plaza, Martín Alfonso de Montemayor, ayudado de los fronterizos de las villas contiguas, se condujo tan valerosamente en su defensa, que no pudieron los moros tomarla, ni por escalas, ni por minas, ni por género alguno de ataque (febrero, 1408). Esta noticia dio nueva animación a los debates de las cortes sobre la guerra y sobre el subsidio. A pesar de los esfuerzos del infante, los procuradores resolvieron que por aquel año no se hiciese otra cosa que guarnecer las fronteras y estar a la defensiva; y en cuanto al servicio, se determinó que se repartiesen los cincuenta millones, y si la necesidad apremiase, se pedirían también los otros diez cuentos sin llamar para ello las cortes. Por fortuna las circunstancias de su reino hacían desear la paz al emir granadino, y antes de cerrarse las cortes llegaron a Guadalajara embajadores de Mohammed proponiendo una tregua. Aceptáronla los tutores y las cortes, y se firmó un armisticio por el tiempo de ocho meses (fin de abril, 1408). En su virtud el servicio se rebajó por aquel año a cuarenta millones.

Durante esta tregua se sintió el rey Mohammed de Granada gravemente enfermo. Cuando se convenció de que se aproximaba el fin de sus días, queriendo dejar asegurada la sucesión del trono en su hijo, determinó dar muerte a su hermano Yussuf, a quien, como dijimos en otro lugar, tenía preso en el castillo de Salobreña. La carta al alcaide de aquella fortaleza estaba escrita en estos términos: «Alcaide de Xalubania, mi servidor: luego que recibas esta carta de manos de mi arráez Ahmed ben Xarac quitarás la vida a Cid Yussuf, mi hermano, y me enviarás su cabeza con el portador: espero que no hagas falta en mi servicio.» A la llegada del arráez se hallaba el príncipe jugando al ajedrez con el alcaide de la fortaleza, sentados ambos sobre preciosos tapices bordados de oro y en almohadones de oro y seda. Cuando el alcaide leyó la orden, se inmutó y turbó, porque el ilustre prisionero, con su bondad y excelentes prendas, se había ganado los corazones de cuantos le rodeaban. Conociendo el príncipe su turbación, le dijo: «¿Qué manda el rey? ¿ordena mi muerte? ¿pide mi cabeza?» El alcaide le dio a leer a la carta. Luego que la leyó, «permitidme algunas horas, le dijo, para despedirme de mis doncellas y distribuir mis alhajas entre mi familia.» El arráez apuraba por la ejecución del mandato real, puesto que tenía tasadas las horas para volver a Granada con el testimonio de haber llenado su comisión. «Pues al menos acabemos el juego, añadió el príncipe, y concluiré perdiendo la partida.» Continuaban jugando, más aturdido y con menos concierto el alcaide que el mismo Yussuf, cuando entraron precipitadamente dos caballeros de Granada con la noticia de la muerte del rey Mohammed y de haber sido aclamado su hermano Yussuf. Dudando estaban todos de lo que oían, cuando llegaron otros dos mensajeros, portadores de la misma nueva. Era cierta la aclamación, y Yussuf pasaba de repente desde el pie del patíbulo a las gradas del trono.

Entró, pues, Yussuf en Granada entre populares aclamaciones, por en medio de arcos de triunfo, sembradas de flores las calles y plazas, cubiertas las paredes de ricos paños de seda y oro, y fue paseado dos días en triunfo recibiendo las más vivas demostraciones de amor de su pueblo. Uno de sus primeros actos fue enviar una embajada al rey de Castilla, noticiándole su ensalzamiento y manifestándole sus deseos de vivir con él en paz y amistad. El portador de estas credenciales fue su privado Abdallah Alhamin. Fue este embajador bien recibido en Castilla, y se ratificó la tregua con las mismas condiciones que se habían pactado con Mohammed. El nuevo emir hizo al monarca castellano un presente de buenos caballos con preciosos jaeces, espadas y paños de seda y oro.

Desde este tiempo hasta que se renovó la guerra de Granada, volviéronse a sentir en Castilla y se renovaban cada día las desavenencias entre el infante y la reina madre, no por culpa de aquel, que procediendo con nobleza y lealtad en todo deseaba y procuraba la mejor armonía y concordia, y no perdonaba medio para congraciar a su co-regente y disipar la semilla de la discordia que desleales consejeros se complacían en sembrar. Adolecia de crédula la reina; no faltaban en la corte espíritus rencillosos que por envidia y mala voluntad atribuían siniestras miras al infante don Fernando; veíase éste contrariado en sus planes de gobierno; apartábansele o le miraban con desconfianza algunos magnates, y era menester toda su generosidad y grandeza de alma para no desmayar en su celo y afán por el bien del reino. Más justos apreciadores de sus cualidades los extranjeros que muchos de los castellanos, ofreciéronse a servirle en la guerra contra los moros a sus propias expensas, primeramente el duque de Borbón y el conde de Claremont, después el duque de Austerlitz y el conde de Luxembourg, grandes señores de Alemania, a los cuales contestaron la reina y el infante agradeciéndoles su ofrecimiento, pero añadiendo que aquel año (1409) tenían pactada tregua con los moros.

Tampoco desatendía el infante don Fernando el interés y el provecho de su propia casa y familia, y en aquel período de paz, como hubiesen muerto los grandes maestres de Alcántara y de Santiago, agenció y negoció con viva solicitud y empeño ambos maestrazgos para dos de sus hijos, logrando que fuese conferido el primero a don Sancho, el segundo a don Enrique. Hizo igualmente que fuesen ratificados por los procuradores del reino los desposorios antes concertados de su hijo don Alfonso con la princesa doña María, hermana del rey.

No había podido Yussuf renovar y prolongar la tregua, aunque lo había solicitado: deseaba el infante acreditar su esfuerzo en las lides y dejar al rey su sobrino ensanchados los límites de la monarquía castellana. Así, aún sin esperar a que las aguas y el sol de la primavera vistieran de verde los campos, salió de Valladolid para Córdoba (febrero, 1410) con el fin de preparar y activar la nueva campaña. Allí reunió los principales caballeros y los más acreditados adalides; celebró consejos para determinar hacia qué parte convendría llevar primeramente la guerra, y oídos los diferentes pareceres resolvió por sí el infante acometer a Antequera, una de las ciudades más importantes del reino granadino, y cuya fértil vega sólo es comparable a la de la capital. A mediados de abril se pusieron en marcha las huestes cristianas, capitaneadas por el mismo infante. Cuando habían atravesado las llanuras de Écija, presentóse el caudillo de la legión sevillana don Perafán de Ribera, que llevaba la venerable espada de San Fernando para armar con ella otra vez el brazo del intrépido infante castellano; éste se apeó del caballo para recibirla, y con la rodilla en tierra tomó y besó aquella reliquia militar que recordaba y representaba tantas victorias. A las márgenes del río Yeguas, límite de los reinos cristiano y musulmán, se arregló el orden que había de llevar el ejército, cuya vanguardia se encomendó a don Pedro Ponce de León, señor de Marchena: capitaneaban los demás cuerpos el condestable Ruy López Dávalos, el almirante don Alfonso Enríquez, y don Gómez Manrique, adelantado de Castilla: el centro le conducía el infante, y entre otros personajes y caudillos se veía al obispo de Palencia, don Sancho de Rojas, armado de todas armas como los demás campeones. El 27 de abril acampó el infante a la vista de Antequera con dos mil quinientas lanzas, mil caballos y diez mil peones, y desde luego tomó medidas para atacar vigorosamente la plaza.

Por su parte el emir granadino no había estado ocioso, había hecho predicar la guerra santa en las mezquitas, y todos los guerreros del reino habían recibido orden para reunirse en Archidona; los dos hermanos del rey, Cid Alí y Cid Ahmed, habían aceptado el cargo de caudillos, y congregáronse en aquella ciudad cinco mil jinetes y sobre ochenta mil soldados de a pie. Avistáronse ambos ejércitos en uno de los primeros días de mayo, y el 6 se comenzó el combate con gran gritería por parte de los moros y con grande estruendo de atabales y trompetas, dirigiéndose a las alturas de la Rábita, donde se había atrincherado el obispo de Palencia, don Sancho de Rojas, pero fueron rechazados por los soldados del obispo reforzados con la hueste de Juan de Velasco, Los príncipes moros, Cid Ali y Cid Ahmed, se pusieron a la cabeza de sus columnas: los cristianos peleaban entusiasmados al ver al infante blandir la espada de San Fernando, y un monje del Císter excitaba su ardor religioso recorriendo las filas y predicando con un crucifijo en la mano. Las turbas agarenas, mucha parte de ellas indisciplinadas, no pudieron resistir el ímpetu de los guerreros castellanos; la victoria se declaró por éstos y los infieles huyeron a la desbandada a guarecerse en las escabrosidades dela tierra. Camino de Málaga y de Cauche seguían las huestes de Gómez Manrique y de Pedro Ponce de León a los fugitivos, sembrando de cadáveres los campos: el infante con sus compañías se movió hacia la Boca del Asna donde los moros habían tenido su real, dando orden al comendador mayor de León para que vigilara los moros de la plaza e impidiera su salida. Con mucho trabajo recogió la gente que se hallaba enfrascada en el botín, y se volvió a sus reales a dar gracias a la virgen María por el triunfo con que había favorecido a los cristianos. Mas de quince mil moros habían perecido en aquel combate, según el recuento que se supo había hecho el rey de Granada; casi insignificante fue la pérdida del ejército cristiano: inmenso el botín que dejó el enemigo, tiendas, lanzas, alfanjes, banderas, albornoces, caballos, riquísimas alhajas, y hasta quinientas moras quedaron cautivas. El infante nada quiso para sí sino la gloria del triunfo, y sólo tomó un hermoso caballo bayo que encontró en la tienda de los príncipes moros. Apresuróse a dar a ta reina noticia de tan señalada victoria, y en toda Castilla se hicieron procesiones y regocijos públicos.

Faltaba rendir a Antequera, objeto principal de la campaña. Forzoso es admirar el valor heroico de los musulmanes allí cercados, y señaladamente de su caudillo Alkarmen, que lejos de desfallecer con la terrible derrota de los suyos que habían presenciado, se mantenían impertérritos y respondían con altivez a los que desde fuera les hablaban de rendirse. Hizo el infante construir bastidas y castillos portátiles para el ataque de la plaza, pero los disparos y descargas que los de dentro hacían destruían las máquinas y destrozaban a los encargados de las maniobras, en términos de arredrar al condestable Ruy López Dávalos que las dirigía. Igual destrozo hicieron en otras nuevas bastidas manejadas por los intrépidos soldados de Garci Fernández Manrique, de Carlos de Arellano y de Rodrigo de Narváez, principalmente con una formidable lombarda que tenían colocada en la torre del Homenaje, hasta que un diestro artillero alemán que militaba en el campo castellano logró con certera puntería apagar sus fuegos. Tratóse de obstruir el foso, pero el fuego de la plaza hacía tal mortandad que nadie se atrevía ya a aproximarse a la cava. Entonces el infante dio un ejemplo de personal arrojo y bravura, tomando con sus propias manos una espuerta, llegando por entre una espesa lluvia de balas, de piedras y de flechas envenenadas, hasta el borde del foso, donde la vació diciendo: «Habed vergüenza, y haced lo que yo hago.» La excitación surtió su efecto. Carlos Arellano, Rodrigo de Narváez, Pedro Alfonso Escalante y otros bravos campeones penetraron por entre montones de cadáveres y quedaron ellos mismos heridos, pero el foso se cegó y pudieron aproximarse las bastidas. Sin embargo, el brioso Alkarmen hizo una vigorosa salida, acuchilló muchos soldados y deshizo otra vez las máquinas. Resolvió el infante dar el asalto la mañana de San Juan, y un furioso temporal que se levantó hizo diferir esta operación por tres días. Volvió a intentarse el 27, pero el éxito fue fatal a los cristianos. Sin dejar de continuar el sitio hacíanse incursiones en las tierras de los moros, y cada día había reencuentros y escaramuzas, y era un pelear incesante y un combatir sin descanso.

Un emisario del rey de Granada, llamado Zaide Alamin, llegó a proponer al infante de parte de su soberano que quisiese descercar a Antequera y ajustar una tregua de dos años. El infante respondió con dignidad, que estaba resuelto a no levantar el campo sin tomar la plaza, y que si treguas quería, fuesen con la condición de declararse vasallo del rey de Castilla su sobrino, de pagarle las parias que acostumbraron sus antecesores, y dar libertad a todos los cristianos que tenía cautivos. Teniendo Zaide por inaceptables aquellas condiciones, intentó a fuerza de oro sobornar a algunos para que incendiasen el campamento de los cristianos. La conspiración fue felizmente descubierta, y los culpables descuartizados y colgados de escarpias sus miembros. Para cortar las comunicaciones de los sitiados, hizo el infante levantar una tapia en derredor de la ciudad. Mas luego supo que Yussuf con todo su poder se aprestaba a acudir en socorro de los de Antequera, y él también hizo un llamamiento general a las ciudades de Jerez, Sevilla, Córdoba, Carmona y otras de Andalucía. Solicitó nuevos subsidios: se impuso a los judíos un empréstito forzoso; el clero hizo considerables adelantos; la reina aprontó seis millones del tesoro del rey, y con estos recursos pudo el infante pagar su gente y activar los trabajos del cerco. Un hijo del conde de Foix vino al campamento cristiano atraído por la fama de tan noble empresa, y fue armado caballero por el infante. La Providencia deparó a éste el medio de privar de agua a los sitiados. Un judío fue el que reveló el postigo secreto por donde aquellos bajaban a surtirse de agua del río. El infante ordenó que aquel postigo estuviera constantemente acechado, y a fuerza de vigilancia y de diarias refriegas se logró privar a los cercados de aquel recurso.

Conoció, no obstante, don Fernando que era menester realentar su gente, algo abatida ya con las fatigas, los trabajos y las pérdidas sufridas en tan largo y costoso cerco. Al efecto envió a pedir a León el pendón de San Isidoro, que los antiguos reyes habían llevado a las batallas, y era una enseña de gloria para los cristianos. Grande fue el entusiasmo que produjo en el campamento la llegada de aquel sagrado estandarte, conducido por un monje, y escoltado por buena gente de armas. Aprovechó el infante aquel ardimiento inspirado por la devoción para apretar las operaciones del sitio y los ataques. Prodigios de valor ejecutaron sitiados y sitiadores: disputábanse los caballeros cristianos la gloria de subir los primeros a las explanadas de las bastidas, y luchar cuerpo a cuerpo con los musulmanes. Al fin, después de mil actos personales de heroísmo, los pendones de Santiago y de San Isidoro, y las banderas de los caballeros y de los concejos ondearon en los torrentes y almenas del recinto de la muralla, y los soldados de Castilla se precipitaron dentro de la población degollando cuanto encontraban (16 de septiembre). Aposentado ya el infante en la ciudad, mandó combatir el alcázar donde Alkarmen se había retirado. No tardó éste en pedir capitulación, ofreciendo entregar el castillo a condición de que se les permitiera salir libremente y llevar lo que allí tenían. El infante contestó que no otorgaba más partido ni escuchaba más proposiciones sino que entregasen desde luego cuantos cautivos tenían, y ellos mismos se pusiesen a su disposición y se encomendasen a su clemencia. «Antes morir, respondió altivamente el caudillo de los moros, que sucumbir a condición tan ignominiosa.» Pero volvieron a jugarlas máquinas, la fortaleza amenazaba convertirse en escombros, y no habían pasado dos días cuando el arrogante Alkarmen enarboló otra vez la bandera de paz.

Abriéronse las puertas del castillo, y el conde don Fadrique y el obispo de Palencia, don Sancho de Rojas, entraron a tratar las condiciones de la entrega; redujéronse éstas a perderlo todo los moros, menos las vidas y los bienes muebles que pudiesen llevar, y que serían puestos en salvo hasta Archidona (24 de septiembre, 1410). Escuálidos y transidos de hambre evacuaron el castillo los pocos defensores que habían quedado: cerca de tres mil almas, escasos restos de una población tan floreciente, los acompañaron a Archidona, si bien una parte sucumbió de inanición en el camino. La mezquita del castillo fue convertida en templo cristiano, donde se celebró una misa solemne en acción de gracias al Dios de los ejércitos. Concluidas las ceremonias religiosas, hízose la distribución de las casas y haciendas entre los conquistadores: proveyóse al gobierno de la ciudad, cuya alcaldía se dio a Rodrigo de Narváez, el más bravo caballero de todo el ejército; entregáronse a los vencedores las fortalezas comarcanas de Tévar, Aznalmara y Cauche, y adoptadas otras disposiciones por el infante, regresó éste con el ejército vencedor a Sevilla, ostentando que no sin fruto para la causa cristiana había empuñado la espada de San Fernando. Sevilla le recibió con festejos públicos.

Tal fue la gloriosa expedición y conquista de Antequera, en que ganó el infante don Fernando muy alto y claro renombre, y por la cual muy justa y merecidamente se le dio, a ejemplo de los antiguos y más insignes conquistadores, el título con que es conocido en la historia, de don Fernando el de Antequera.

Pero la campaña había sido costosa, había consumido los recursos del Estado, los pueblos no estaban ya para nuevos sacrificios, y los hombres necesitaban también de descanso. Además así el infante de Antequera como el rey Yussuf de Granada tenían motivos para desear la paz por sucesos y circunstancias especiales que habían ocurrido en cada reino. A los dos meses de haber emprendido el sitio de Antequera, vacaba en Aragón por la muerte del rey don Martín un trono que la Providencia tenía destinado para el infante don Fernando de Castilla. Mientras estuvo ocupado en aquella empresa, no atendió a hacer valer sus derechos al trono aragonés, pero realizada la conquista, erale ya preciso no descuidar sus justas reclamaciones a una corona que le pertenecía, y que le disputaban otros pretendientes. Este negocio le había de absorber toda la atención, su amor de gloria estaba satisfecho con la conquista de Antequera, y por lo tanto apetecía la paz. Deseábala también, como hemos indicado, el rey de Granada, en cuyos estados había sobrevenido la revolución siguiente.

Los moros de Gibraltar, u oprimidos por su gobernador, o cansados de estar sujetos al rey de Granada, escribieron al rey de Fez Abu Said, ofreciéndose por vasallos suyos si les socorría. El de Fez, que deseaba un pretexto para alejar a su hermano Cid Abu Said, de quien por sus prendas y su popularidad se recelaba mucho, aprovechó tan buena ocasión para enviarle con dos mil hombres en socorro de los de Gibraltar. Abriéronle estos las puertas de la plaza: el alcaide, que se había retirado al castillo, estaba ya a punto de entregarse, cuando llegó el príncipe granadino Cid Ahmed con gente de infantería y caballería, y cercó la ciudad. Pidió Cid Abu Said auxilio a su hermano, pero el emir de África, que deseaba perderle, le envió tan corto socorro, que tuvo que entregarse al infante granadino, el cual le llevó prisionero a Granada, donde le trataron con la honra y consideración de príncipe. A poco tiempo llegaron a Yussuf embajadores del de Fez ofreciéndole su amistad y rogándole que hiciese atosigar a su hermano, porque así convenía a la quietud y seguridad de sus reinos. Yussuf era demasiado generoso, respetaba demasiado el infortunio, de que él mismo había estado para ser víctima, para que quisiera convertirse en vil asesino. Por el contrario, le indignó tanto aquella proposición, que ofreció a su ilustre prisionero sus tropas y tesoros, si quería vengarse de su alevoso hermano. No desechó el ofrecimiento el proscrito benemérito, y también cumplió su oferta el de Granada. No tardó en prepararse una expedición, y puesto a su cabeza el príncipe africano, se encaminó al reino de Fez. Era tal la popularidad de que allí gozaba, que todas las tribus se le iban adhiriendo. A la noticia de su aproximación, salió a combatirle el rey Abu Said, peleó desgraciadamente, y se retiró a Fez con las reliquias de su destrozada suerte. Amotinóse contra él el pueblo, proclamó a su hermano, le abrió las puertas de la ciudad, Abu Said fue recluido en un encierro, donde murió de despecho y de desesperación, y el nuevo rey de Fez mostró su gratitud a su protector Yussuf el de Granada, enviándole exquisitos regalos, remunerando largamente a los guerreros granadinos, y pagándole con una alianza y amistad perpetua.

Deseando, pues, el granadino hacer paces con Castilla, envió luego sus cartas a la reina y al infante don Fernando, los cuales vinieron en ajustar una tregua de diez y siete meses, a condición de que el príncipe musulmán diese rescate a trescientos cautivos en tres plazos, lo cual fue cumpliendo a su tiempo. Hecha la tregua, el infante don Fernando licenció sus tropas, y «mandó a sus caballeros (dice sencillamente la crónica) que cada uno se fuese con la gracia de Dios a holgar a su tierra.» Con esto pasó el infante de Sevilla a Valladolid, donde la reina regente le recibió con los brazos abiertos (1411), dándole las gracias por los grandes servicios que había hecho «a Dios y al rey.» Mas a pesar de la tregua con el de Granada, de la amistad que le ofrecía también el nuevo rey de los Benimerines, y de la paz perpetua que al propio tiempo solicitaba el rey don Juan de Portugal, tanto gustaba el infante de que la guerra no le cogiese nunca desprevenido, que llamando a cortes a todos los procuradores de las ciudades y villas, y congregados estos en Valladolid, expúsoles la necesidad de que votasen un nuevo subsidio de cuarenta y ocho cuentos de maravedís, así para cubrir las bajas de caballos que había habido en la campaña, como para las atenciones de otra guerra que pudiera sobrevenir, espirado que hubiese la tregua de los diez y siete meses que se acababa de pactar con los moros. Las cortes, en consideración al buen uso que el infante había sabido hacer de los anteriores servicios, no se atrevieron a negarle el que les demandaba, y se procedió a su repartimiento bajo el juramento que hicieron la reina y don Fernando de que no se distraería aquella suma a otras atenciones que las de la guerra, si la hubiese.

A este tiempo el negocio que preocupaba ya todos los ánimos, así en Aragón como en Castilla, era el de la sucesión a la corona aragonesa. Agitábanse los pretendientes, reuníanse los parlamentos en Aragón, en Cataluña y en Valencia, debatíase la cuestión en todos los terrenos, y el infante de Castilla, don Femando de Antequera, hacia declarar en juntas de letrados su derecho a suceder en el trono aragonés al rey don Martín su tío. Los millones que las cortes de Valladolid acababan de otorgar para los gastos de la futura guerra contra los moros, los pidió el infante para sí como necesarios para sostener su candidatura contra las gestiones de sus contendientes; la reina se los concedió, si bien tuvo que solicitar del papa la dispensa del juramento que había hecho de no emplearlos en otros usos y atenciones que las de la guerra. Por último, habiendo declarado y sentenciado nueve jueces elegidos en el parlamento general de Caspe que la corona de Aragón, vacante por la muerte del rey don Martín, pertenecía de derecho al infante don Fernando de Castilla (1412), preparóse éste a tomar posesión del trono a que le llamaban el derecho de herencia y la voluntad de aquellos pueblos. Tan luego como le fue notificada su elección, la comunicó al tierno rey de Castilla don Juan II, su sobrino y pupilo, dándole las gracias por las honras y mercedes que le había dispensado, y asegurándole que le serían bien remuneradas, así como a la reina su madre (29 de junio, 1412). Y nombrando para que le reemplazasen en la regencia a los obispos don Juan de Sigüenza y don Pablo de Cartagena, a don Enrique Manuel, conde de Montealegre, y a don Perafán de Ribera, adelantado mayor de Andalucía, dejando provistos los principales oficios de la corte, y ordenando que el obispo de Palencia, don Sancho de Rojas, quedase en la provincia que gobernaba la reina para evitar las alteraciones que pudieran mover algunos magnates turbulentos, partió a ceñir la corona con que Aragón le había brindado, con harto sentimiento de Castilla, que quedaba llorando la ausencia del esclarecido príncipe que con tanta prudencia y sabiduría en tan difíciles circunstancias había regido y administrado por seis años el reino.

Con la partida de don Fernando faltó a Castilla el sostén de su tranquilidad interior, y quedaba de nuevo expuesta a todos los embates de un reinado de menor edad. Cierto que la tregua con los moros de Granada se había renovado, y que el reino se conservaba en paz y amistad con los soberanos de Portugal, de Francia y de Navarra; pero echábase de ver la falta del que con su superioridad y sus virtudes había estado siendo el dique en que se estrellaban los ambiciones de los revoltosos y las envidias de los grandes. Desplegáronse éstas en los siete años que mediaron aún entre la salida del infante y la mayoría del rey (de 1412 a 1419). La reina regente, si bien se había desembarazado del influjo de algunas indignas favoritas como doña Leonor López, no podía libertarse del ascendiente del consejo de regencia, cuyas discordias recordaban las de las tutorías de su esposo el rey don Enrique III.

Privaba ya por este tiempo en la corte de don Juan II. el joven don Álvaro de Luna, de quien hablaremos detenidamente más adelante, como el personaje que ejerció más influjo en este reinado. Don Álvaro de Luna era hijo bastardo del aragonés don Álvaro de Luna, señor de Cañete y Jubera, copero mayor que había sido del rey don Enrique: habíale tenido de una mujer de humilde clase y no muy limpia fama, llamada María de Cañete. El joven don Álvaro había venido por primera vez a Castilla en 1408 en compañía de su tío don Pedro de Luna, nombrado arzobispo de Toledo por el antipapa Benito XIII., de la ilustre familia aragonesa de los Lunas. Las relaciones de aquel prelado con Gómez Carrillo de Cuenca, ayo del rey niño don Juan, proporcionaron al joven don Álvaro entrar de pago en la cámara del rey. Sus gracias, su donaire, su amabilidad, su continente y otras dotes que debía a la naturaleza, le hicieron pronto dueño del corazón del tierno monarca, que no acertaba a vivir sin la compañía de su amado doncel. La reina doña Catalina, que deseaba complacer en todo a su hijo, le hizo su maestresala. Veían ya los cortesanos con envidia la privanza del joven favorito, y eso que era todavía un débil destello de lo que más adelante había de ser. Habiéndose concertado en 1415 el matrimonio de la infanta doña María, hermana del rey don Juan, con el príncipe don Alfonso, hijo de don Fernando su tío, rey ya de Aragón, algunos magnates de la corte, con el designio de apartar a don Álvaro del lado del rey, hicieron de modo que fuese uno de los personajes nombrados para acompañar a la infanta a la solemnidad de sus bodas en Aragón. Por obedecer a la reina partió don Álvaro, con gran pesadumbre del rey, en compañía de Juan de Velasco, de don Sancho de Rojas, arzobispo entonces de Toledo por fallecimiento de don Pedro de Luna, y de otros ilustres caballeros castellanos.

No estuvo mucho tiempo don Álvaro de Luna ausente de Castilla. Tan luego como se celebraron las bodas de los infantes, escribióle el rey don Juan mandándole con mucha instancia y ahínco que se viniese cuanto antes a su lado. Regresó, pues, don Álvaro a Valladolid más presto de lo que había pensado; y como viesen los cortesanos el decidido amor que el rey le mostraba, y que iba creciendo cada día, todos, inclusos aquellos mismos que antes habían procurado su apartamiento, se afanaban ya por congraciarle y ganar su voluntad, ofreciéndole sus bienes y personas.

Mas breve de lo que hubiera podido pensarse fue el reinado de don Fernando I. de Aragón. La reina doña Catalina de Castilla mostró gran pesadumbre por su muerte, acaecida en 1416; hízole solemnes funerales, y convocando en seguida a todos los del consejo, expúsoles, que habiendo ordenado el rey don Enrique III su esposo, en su testamento, que cuando uno de los tutores de su hijo don Juan muriese quedase el otro por tutor y regente del reino, se hallaba en el caso de reasumir en sí el gobierno y tutela, en lo cual convinieron todos, acordando solamente que dos de los consejeros, los que más presto se hallasen, firmasen al respaldo todas las cartas que la reina hubiese de librar. Pero esta reina parecía no poder pasar sin el influjo bastardo de alguna dama favorita. Antes tuvo a doña Leonor López; ahora gozaba de su privanza doña Inés de Torres, a tal extremo que nada se hacía sin su intervención, y sus antojos se convertían en leyes del Estado. Tomaron en esto mano firme los del consejo, y con tal energía representaron a la reina los males y perjuicios que ocasionaba al reino la influencia y el poder de la dama confidente, que al fin se vio precisada a recluirla en un monasterio y a desterrar de la corte a los que tenían con ella intimidades.

Conociendo la debilidad de la reina Juan de Velasco y Diego López de Zúñiga, los dos ayos del rey nombrados por el testamento de su padre, reclamaron después de la muerte del rey don Fernando que les fuese entregado el joven monarca para su crianza y educación en conformidad al testamento. Apoyó su petición el arzobispo de Toledo, don Sancho de Rojas, y la reina condescendió en hacer la entrega de su hijo a los dos caballeros a quienes tan tenazmente había rechazado antes, agregándoseles el prelado toledano, cosa que desagradó altamente a los demás magnates, y principalmente a los del consejo, y dio ocasión a nuevas desavenencias entre unos y otros.

De esta manera iba marchando trabajosamente la larga minoría de don Juan II. Felizmente se renovaron por dos años las treguas con el rey de Granada (abril, 1417). Pero al año siguiente un suceso inopinado vino a poner el reino en una situación sobremanera embarazosa y delicada. La mañana del 1.° de junio de 1418 amaneció muerta en su cama la reina doña Catalina en Valladolid. Juntáronse inmediatamente en consejo todos los altos funcionarios para acordar lo conveniente al mejor servicio del rey: deliberóse que todos siguieran desempeñando sus oficios: se paseó el rey a caballo por la ciudad: todos los grandes del reino acudieron a la corte; cada cual trabajaba para obtener favor y privanza, y como se temiese el excesivo influjo de don Juan de Velasco y del arzobispo de Toledo, don Sancho de Rojas, se determinó que gobernasen el reino los mismos que habían sido del consejo del rey don Enrique.

Para hacer más complicada la situación, Francia pedía auxilio de naves a Castilla contra los ingleses, e Inglaterra pregonaba la guerra contra Castilla. Para ver de salir de este conflicto fueron convocados los procuradores de las ciudades, y se prorrogó por otros dos años la tregua con Granada. Tratóse también de casar al rey. Pretendía el de Portugal que se enlazase con su hija doña Leonor; pero el arzobispo de Toledo, hechura del difunto rey don Fernando de Aragón, trabajó con más éxito en favor de la infanta doña María, hija de aquel monarca, tanto que se celebraron los desposorios en Medina del Campo en octubre de aquel mismo año (1418). Concluidas las fiestas de las bodas, trasladóse el rey don Juan con el consejo y toda la grandeza a Madrid, para donde estaban convocadas las cortes. En ellas se pidió un servicio de doce monedas para armar la flota que había de enviarse al rey de Francia, y se otorgó, no sin muchos altercados, y bajo el acostumbrado juramento de que no había de gastarse aquel dinero sino en el objeto para que se demandaba.

Veían con disgusto los del consejo y la grandeza todo el ascendiente y la preponderancia que el arzobispo de Toledo había tomado, protegido por la reina y los infantes de Aragón, viuda e hijos del rey don Fernando. Dábanse por resentidos y agraviados de que nada se hiciese en el reino sino lo que el prelado quería y disponía. Juntáronse, pues, y acordaron decir al rey, que puesto que estaba próximo a cumplir los catorce años, en que según las leyes debía encargarse del gobierno del reino, sería bien que le tomara sobre sí y comenzara a manejar con mano propia las riendas del Estado. Respondió el joven monarca que estaba pronto a hacer lo que en tales casos se acostumbrase. En su vista el arzobispo, más político que todos, reunidas en el alcázar de Madrid las cortes del reino (7 de marzo 1 449), fue el que se adelantó a tomar la palabra dirigiendo al rey un razonado discurso, en que expresó que según las leyes de Castilla disponían era llegado el caso de entregarle el regimiento y gobernación del reino. Habló en el propio sentido el almirante don Alfonso Enríquez a nombre de la nobleza y de los procuradores; contestó el rey dando gracias a todos, y desde aquel momento quedó declarado mayor de edad el rey don Juan II de Castilla.

Suspendemos aquí la historia de este reinado, para dar cuenta de la marcha que en este tiempo había llevado la monarquía aragonesa, donde hemos visto ir a reinar un infante de Castilla.

 

CAPÍTULO XXVI.

FERNANDO I. (EL DE ANTEQUERA) EN ARAGÓN.

De 1410 a 1416.