CAPÍTULO XIX.
DON JUAN I. DE CASTILLA.De 1379 a 1390.
En
el mismo día que murió don Enrique II en Santo Domingo de la Calzada fue
proclamado rey de Castilla y de León su hijo don Juan, primer monarca de este
nombre en Castilla. Se coronó en el monasterio de las Huelgas de Burgos, armó
aquel día cien caballeros, hubo grandes fiestas, y dio a Burgos en memoria de
su coronación la villa de Pancorbo. También se coronó la reina doña Leonor su
esposa, que a poco tiempo dio a luz un príncipe, que se llamó don Enrique,
destinado a reinar algún día.
Joven de poco más de veinte y un años don Juan I. cuando empuñó el cetro de Castilla, Comenzó a atender a los negocios graves del reino con la sensatez de un hombre maduro. Su afición a dotar el reino de leyes saludables hechas en cortes la mostró desde las primeras que celebró en Burgos a muy poco de su coronación (1379). Figura entre las leyes suntuarias de España la que hizo don Juan I. en estas cortes, prescribiendo la calidad de las telas, adornos y vestidos que habían de usar los caballeros, escuderos y ciudadanos, así en sus trajes como en sus armas y en los arreos de sus caballos. Confirmó a los pueblos sus privilegios, franquicias y libertades: concedió un indulto general por toda clase de delitos excepto los de alevosía, traición y muerte segura; mandó que los obispados, dignidades y beneficios eclesiásticos se diesen precisamente a naturales de los reinos, y no a extranjeros, «pues que en nuestros reinos hay muy buenas personas y competentes para ello;» ordenó a los alcaldes de todos los pueblos que no consintieran la vagancia ni la mendicidad, sino que obligaran a todo el mundo a tener ocupación u oficio con que mantenerse, y que a toda persona sana que encontrasen mendigando le dieran cincuenta azotes y le echaran del lugar; corrigió muchos abusos que cometían los jueces, alguaciles y arrendadores de rentas, e hizo otras leyes no menos útiles. Cumpliendo don Juan I con el encargo y recomendación que a la hora de la muerte le había hacho su padre don Enrique relativamente a la amistad con el rey de Francia, envióle primeramente ocho galeras auxiliares, y más adelante otras veinte al mando del almirante Fernán Sánchez de Tovar: sirviéronle las primeras contra su hermano el duque de Borgoña que andaba en inteligencias y tratos con los ingleses, las segundas contra el duque de Lancaster. Estas últimas se dirigieron a la costa de Inglaterra, y con una audacia sin ejemplo hasta entonces, remontaron el Támesis, llegaron hasta cerca de Londres, hicieron muchos estragos y apresaron algunas naves inglesas; atrevimiento sin igual en aquel tiempo (1380). Pero no tardó Castilla en perder con la muerte de Carlos V de Francia el aliado más constante y el amigo más útil, y el cetro de la Francia pasó de las manos del príncipe más hábil y más político que había visto aquel reino después de San Luis, a las de su hijo Carlos VI., príncipe destinado a perder la razón antes de llegar a ser hombre. Habíale precedido a la tumba el gran auxiliar de don Enrique II, el famoso Bertrand Duguesclin. Inconstante, como de costumbre, en sus resoluciones el rey don Fernando de Portugal, aunque atento siempre a su provecho, propuso a don Juan de Castilla que se anulase el ajustado casamiento de la hija de aquel, doña Beatriz, con uno de los hermanos bastardos del castellano, don Fadrique, duque de Benavente, solicitando que en lugar de éste se desposase con su hija el infante don Enrique que no tenía un año de edad. Vino en ello el de Castilla, concertando entre si ambos reyes que si cualquiera de los dos príncipes muriese sin hijos legítimos el otro le sucediese en el reino. Embajadores del de Portugal vinieron a Castilla a firmar el pacto de matrimonio en Soria, donde entonces don Juan celebraba cortes. Dos
sucesos inopinados de bien diferente índole pusieron a prueba en el principio
de este reinado, el uno la severa justicia, el otro la nobleza y generosidad de
don Juan I. Unos judíos de las aljamas del rey le arrancaron por sorpresa un
alvalá contra otro judío a quien querían mal, y al cual dieron muerte escudados
con el real documento. Averiguó el joven monarca la suplantación, y condenó a
la última pena y mandó hacer inmediata justicia de los criminales. Desde
entonces derogó el derecho que tenían los judíos de librar sus pleitos y fallar
sus procesos por sus particulares ordenanzas, y acaso fue aquella una de las
causas de las medidas que contra aquella raza tomó en las cortes de Soria.
El otro suceso fue de diversa naturaleza. El rey de Armenia León V había sido cautivado por el Sultán de Babilonia. Mensajeros del cautivo monarca andaban solicitando la ayuda y favor de los príncipes cristianos para librarle del cautiverio. Dos de ellos, un prelado y un caballero, llegaron al rey de Castilla que estaba en Medina del Campo. Expuesto el objeto de su embajada, preguntó el rey qué cantidad sería necesaria para rescatar al ilustre prisionero, pues le cumplía hacer aquella buena obra. Respondiéronle los enviados que el príncipe de los infieles ni necesitaba ni quería dineros, sino que se pagaría más, y se tendría por más honrado con que los reyes cristianos le rogaran por la libertad del real cautivo, y le enviaran, si era posible, algún regalo de joyas y otros objetos que no tenía en su tierra. Entonces don Juan dio a los mensajeros algunos falcones gerifaltes, escarlatas, peñas-veras, (martas blancas), y varias alhajas de oro y plata, las mejores que pudo haber. Con esto y con cartas de ruego de los reyes de Castilla y Aragón se encaminaron los mensajeros a Babilonia, presentáronse al Sultán y obtuvieron el rescate del monarca cautivo. Algún tiempo más adelante, hallándose el rey de Castilla en Badajoz, vio llegar al príncipe armenio, que lleno de gratitud venía a darle las gracias por haberle libertado de la dura prisión en que estaba. Traíale cartas del Sultán de Babilonia, Rajab el Sencillo, en extremo honorificas para el rey de Castilla. Don Juan no sólo le recibió benévolamente, sino que además de agasajarlo con paños de oro, joyas y vajillas de plata, le dio para toda su vida las villas de Madrid, Villareal y Andújar, con todos sus pechos, derechos y rentas, con más una renta de ciento cincuenta mil maravedís anuales.< Pronto tuvo el joven rey de Castilla que entender y decidir en la cuestión más grave y en el negocio más delicado y difícil en que se hallaban fijas las miradas del mundo, y traía perplejos a todos los príncipes de la cristiandad, el de resolver a cuál de los dos pontífices que se disputaban el derecho de regir el mundo cristiano se había de reconocer y acatar por legítimo y verdadero. Habían venido en calidad de embajadores y como abogados de Urbano VI el obispo de Favencia y otros esclarecidos doctores: por parte de Clemente VII, reconocido ya en Francia y en otras naciones, vino el ilustre y célebre arzobispo de Zaragoza don Pedro de Luna (después papa Benito XIII), que valía por muchos. El rey don Juan aunque joven, queriendo proceder en negocio tan arduo con toda madurez y circunspección, sin perjuicio de tomar cuantos informes pudiera acerca de la legitimidad de ambas elecciones congregó en Medina del Campo los más doctos prelados, doctores y juristas de su reino, para que en unión con los enviados de uno y otro pontífice discutieran maduramente el punto y deliberaran lo que más conforme a derecho fuese. En aquella especie de cónclave, que así le llamaba el pueblo, puesto que se trataba de ver quién salía de allí verdadero papa, expuso cada cual detenidamente su opinión y sus razones. Trasladado después el concilio (que como concilio se miró en la cristiandad este consejo) a Salamanca, por convenirle así al rey, la gran mayoría decidió que el verdadero papa, según que ellos pudieron entender, era Clemente VII. Entonces el rey don Juan declaró solemnemente (1381) que quedaba reconocido en Castilla Clemente VII como legítimo vicario de Jesucristo y sucesor de San Pedro, y en este sentido escribió y dirigió a todos los de sus reinos una larga carta para que como tal le reconociesen y acatasen. En
este tiempo tuvo el rey la amargura de perder en Salamanca a la reina doña
Juana su madre (27 de marzo).
Mientras que Juan I de Castilla se ocupaba en
resolver para su reino la gran controversia religiosa, una tormenta se había
estado formando contra él del lado de Portugal, que fue lo que motivó su
traslación a Salamanca. El versátil don Fernando de Portugal, a pesar del
reciente tratado hecho con Castilla, se había ligado con los príncipes de
Inglaterra, y aún con uno de los hermanos bastardos del de Castilla llamado don
Alfonso. Y mientras el portugués se preparaba secretamente para la guerra, el
conde de Cambridge, después duque de York, hermano del de Lancaster que
pretendía el trono castellano por su mujer doña Constanza, disponía una
expedición a Portugal con mil hombres de armas y mil flecheros. Tampoco se
descuidó el rey de Castilla. Primeramente trabajó para traer a merced a su
hermano Alfonso; penetró seguidamente en Portugal y se apoderó de la ciudad de
Almeida, mientras su almirante Sánchez de Tovar, a quien había enviado con una
flota de diez y siete galeras a las aguas de Lisboa, deshacía una armada de
veinte naves portuguesas que mandaba el almirante Juan Alfonso Tello, hermano
de la reina de Portugal, haciendo prisionero a éste y matando todas sus
compañías y caballeros (julio, 1381). Con este triunfo quedaba el castellano
dominando el mar. Enfermó el rey don Juan gravemente en Almeida, más luego que
restableció su salud envió un reto al príncipe inglés que supo haber llegado a
Lisboa, convidándole a venir con él a batalla. No contestó el de Cambridge, y
dejando el castellano guarnecidos los lugares de la frontera portuguesa, vínose
a Castilla a levantar compañías y prepararse a más formal guerra. Aquí pasó el
resto del año entre Palencia, Ávila, Tordesillas y Simancas.
Portugueses
y castellanos se aprestaban a entrar en campaña en la primavera de 1382. El
conde don Alfonso, hermano del rey de Castilla, que otra vez andaba desde
Braganza en pleitesías con el de Portugal, tuvo que venirse de nuevo a las
banderas de su hermano, que había sabido atraerse antes las compañías que
llevaba el conde. Hizo ya movimiento don Juan a Zamora, Ciudad Rodrigo y
Badajoz con cinco mil hombres de armas, muchos lanceros y ballesteros, y gran
número de gente de a pie. Para entrar en esta campaña nombró mariscales de la
hueste a Fernán Álvarez de Toledo y a Pedro Ruiz Sarmiento, y condestable a don
Alfonso de Aragón, marqués de Villena y conde de Denia y Ribagorza: dos títulos
y oficios, el de mariscal y el de condestable, por primera vez establecidos y
usados en Castilla. Hallábase en Yelves el rey de Portugal y el príncipe inglés, cada uno con tres
mil hombres de armas y correspondiente número de flecheros. Esperábase de un
día a otro la batalla; pero habiendo mediado prelados y caballeros de uno y
otro reino, y no llegando al de Portugal los refuerzos que aguardaba del duque
de Lancaster, acomodóse a ajustar una paz, que se estipuló con las condiciones
siguientes: que su hija y heredera doña Beatriz, prometida antes a don
Fadrique, hermano bastardo de don Juan de Castilla, desposada después con el
infante don Enrique, y ofrecida más adelante a un hijo del príncipe inglés
conde de Cambridge, se casase (deshaciendo todos los anteriores esponsales) con
el hijo segundo del de Castilla don Fernando, lo cual hacia el de Portugal
porque las coronas de ambos reinos no se reuniesen en una sola cabeza: que se
daría libertad al almirante portugués Alfonso Tello, y le serían restituidas
las veinte galeras apresadas por el almirante castellano: que el rey de
Castilla pagaría al conde de Cambridge lo necesario para que pudiese llevar a
Inglaterra las compañías que había traído. Cumplidas las condiciones y
desposados los infantes el príncipe inglés se embarcó para su tierra, y don
Juan se vino de Badajoz por Toledo a Madrid.
Aquí recibió la triste nueva del fallecimiento
de su esposa la reina doña Leonor de Aragón en Cuéllar (13 de septiembre,
1382), al dar a luz una princesa, que sobrevivió muy poco a su madre; reina a
quien un escritor de aquella edad dice que pudiera llamar santa, según eran
santas sus obras. Pero a pesar de todas las virtudes de la finada reina no
duró mucho la viudez del rey. Y es que don Fernando de Portugal que con una
sola hija que aún no había cumplido doce años, llevaba contratados ya cuatro
matrimonios sin realizar ninguno, vio la ocasión de negociar el quinto; y envió
a decir a don Juan que quería casar con él a su hija Beatriz (la misma que
había estado desposada con un hermano y dos hijos del rey), añadiendo para
halagarle que siendo aquella hija la única heredera del reino, en faltando él
quedaría don Juan por rey de Portugal. No desagradó al castellano la
proposición, y oído su consejo envió a Portugal al arzobispo de Santiago para
que concluyera los tratos y los firmara (marzo, 1383). Las condiciones fueron;
que doña Beatriz heredaría el reino después de los días de su padre, y don Juan
se nombraría rey de Portugal; pero que la gobernación del estado la tendría la
reina viuda doña Leonor hasta que doña Beatriz y su esposo hubiesen un hijo o
hija de edad de catorce años; que llegado este caso pasara la gobernación del
reino al hijo o hija de don Juan y de doña Beatriz, los cuales tan pronto como
tuviesen hijo o hija dejarían de titularse reyes de Portugal, cuyo título
tomaría aquel hijo o hija de hecho y de derecho. Firmados y jurados estos capítulos
(2 de abril) aclamóse desde luego a doña Beatriz reina de Castilla; y acordado
que el casamiento se hiciese en Yelves o en Badajoz, dispuso el rey don Juan
todo lo necesario para celebrar con esplendidez sus bodas.
En
el mes de mayo inmediato hallábanse ya don Juan de Castilla con los grandes de
su reino y el arzobispo de Santiago en Badajoz, doña Leonor y doña Beatriz de
Portugal con los principales hidalgos portugueses y el obispo de Lisboa en
Yelves. Gravemente enfermo el rey don Fernando, no pudo asistir a estas bodas.
Juraron sobre el cuerpo de Dios todos los prelados y señores de ambos reinos
que se hallaban presentes guardar aquellos tratos, y hecho esto salió un día el
monarca castellano de Badajoz (17 de mayo) camino de Yelves. En unas tiendas que
se habían levantado fuera de la villa encontró a la reina doña Leonor que le
aguardaba; lleváronle allí a doña Beatriz, y tomándola consigo fueronse a
Badajoz, donde se velaron al siguiente día en medio de regocijos y alegres
fiestas.
Viniendo ya de Badajoz para Castilla, supo don Juan que su indócil y bullicioso hermano don Alfonso se había rebelado de nuevo y fortificádose en Gijón. Despachó inmediatamente a Asturias algunos de sus capitanes, los cuales cercaron a Alfonso en Gijón hasta que le obligaron a rendirse con toda su gente. Trajéronle a su hermano, que tuvo la generosidad de perdonarle bajo palabra que le empeñó de que le sería siempre fiel y no se apartaría ya jamás de su servicio. El rey se vino a Segovia, donde celebró cortes generales. Hiciéronse en ellas algunos ordenamientos para la reforma de abusos, pero lo más notable de estas cortes fue la ley en que se abolió la costumbre de contar por la Era de César, mandando que en todo el reino se contara en adelante por los años del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Terminadas
estas cortes, y caminando el rey a Toledo con ánimo de dirigirse a Sevilla,
noticiaronle en Torrijos el fallecimiento de su suegro el rey de Portugal (22
de octubre, 1383). El primero que le escribió invitándole a que pasara a aquel
reino, diciendo que le pertenecía de derecho por doña Beatriz su mujer, fue el
maestre de Avis don Juan, hermano bastardo del difunto monarca. Comenzó en
efecto el castellano a usar título y armas de Portugal, cosa que no agradó a
algunos de su consejo. En Montalván prendió a su hermano don Alfonso, y
encerróle en un castillo por sospechas de que andaba en nuevas maquinaciones, y
mandó también llevar preso al alcázar de Toledo al infante don Juan de
Portugal, refugiado en Castilla con su hermano don Dionis después de la muerte
de su padre; no porque hubiese hecho cosa contra su servicio, sino porque
recelaba que algunos en Portugal le quisiesen aclamar por rey. Con esto se
preparó para hacer su entrada en Portugal, más celebrado consejo sobre la
manera como convendría ejecutarlo, dividiéronse los pareceres, opinando los más
que debería de ganar antes a los portugueses con políticos y amistosos tratos y
por medio de embajadas y conferencias pacíficas, por la vía en fin de las
negociaciones, y siendo otros de dictamen que debería mirar los anteriores
tratados como hechos contra su honra y derecho, y como no válidos ni
obligatorios, en cuya virtud convendría que entrara inmediatamente como rey y
con poderoso ejército, y tomar posesión del reino como por sorpresa y antes que
los portugueses se apercibiesen. Conformábase más este dictamen con los deseos
y con las intenciones del rey, y como al propio tiempo el canciller de la
reina, obispo de la Guardia, ciudad portuguesa de la frontera, le asegurara que
en esta ciudad sería muy bien acogido, el rey desoyendo toda reflexión
contraria a su pensamiento tomó el camino de Portugal y entró en la Guardia,
donde fue recibido tan benévolamente como el prelado le ofreciera.
Muchos
caballeros e hidalgos portugueses de la comarca presentáronse luego a hacer
homenaje al rey de Castilla, pero disgustáronse pronto del carácter un tanto
seco y taciturno de don Juan, acostumbrados como estaban a las familiaridades
de don Fernando. Por otra parte el gobernador del castillo de la Guardia no le
entregaba al rey, y se mantenía en una actitud sospechosa, bien que don Juan se
creyera asegurado con las compañías que le llegaron de Castilla hasta
quinientos hombres de armas. Había don Juan despachado cartas para Lisboa, y en
general para todo el reino, recordando los derechos de su esposa doña Beatriz
después de la muerte de su padre. En su virtud el conde de Cintra don Enrique
Manuel, tío de los dos reyes el difunto don Fernando de Portugal y don Juan de
Castilla, tomó el pendón de las Quinas (el estandarte de las armas portuguesas)
y acompañado de algunos oficiales de la casa real recorrió las calles de Lisboa
proclamando: ¡Real, Real, Portugal, Portugal, por la reina doña Beatriz! Pero
esta proclamación fue generalmente recibida con tibieza, porque muchos querían
al infante don Juan, hijo de doña Inés de Castro, y hermano natural del último
rey, el que quedaba preso en el alcázar de Toledo, puesto que temían por la
independencia del reino si se ponía éste en manos dela esposa del rey de
Castilla.
Había
en Lisboa un hombre muy popular, que era el maestre de Avis. Era éste enemigo
del conde de Oren, a quien el pueblo tampoco quería bien. Un día hallándose el
conde en el palacio de la reina doña Leonor entró el maestre de Avis con
cuarenta hombres armados y asesinó al de Oren junto a la cámara misma de la
reina. El obispo de Lisboa don Martín, natural de Zamora, privado del último
rey, y tampoco bienquisto del pueblo, tan luego como supo la muerte del conde
de Oren, cobró miedo y buscó asilo en la torre de la catedral. Agolpóse allí el
pueblo tumultuado, penetró en el asilo del obispo, y sin respeto al carácter
sagrado de su persona le dio muerte y le arrojó de la torre. En vista de estas
escenas intimidóse la reina doña Leonor, y viendo al maestre de Avis apoderado
de la ciudad se salió de Lisboa y se refugió en Santarén. Públicamente decían
ya en Lisboa que no querían ni a la reina doña Beatriz, ni al infante don Juan,
mientras no tuviese la regencia del reino el maestre de Avis. Informó la reina
viuda de todo al rey de Castilla, y envióle a llamar invocando su amparo.
Respondiendo don Juan a su llamamiento, pasó de la Guardia a Santarén, donde la
reina doña Leonor abdicó en él el derecho a la regencia del reino que tenía con
arreglo a los tratados, y acudieron a reconocerle como tal buen número de
caballeros, hidalgos y capitanes portugueses, señores de castillos que
obedecían como reina a doña Beatriz (1384).
Pero
entretanto una gran parte de la población de Lisboa y de otras ciudades del
reino proclamaban rey al infante don Juan y regente al maestre de Avis paseando
el pendón de las Quinas, con la efigie del infante, que para conmover al pueblo
habían pintado representándole preso en España y cargado de cadenas. Envió el
rey algunos de sus capitanes con mil hombres de armas a cercar a Lisboa, y
aunque esperaron algún tiempo a que salieran los sitiados a darles batalla, no
se atrevieron estos a moverse de la ciudad. Encendíase no obstante, la guerra
entre castellanos y portugueses por la parte de Evora. Creyó el rey que se le
entregaría Coimbra, y se engañó a pesar de tenerla un hermano y un pariente de
la reina doña Leonor. Antes bien como supiese que su primo don Pedro, hijo del
antiguo maestre de Santiago, don Fadrique, haciéndole traición se había entrado
en aquella plaza, y como le informasen de que todo esto era movido por la reina
su suegra, de quien supieron algunos que tenía relaciones demasiado estrechas
con don Pedro, prendió a doña Leonor, contra el dictamen de algunos de su,
consejo, y la hizo trasportar a Castilla con buena escolta, y la recluyó en el
monasterio de Santa Clara de Tordesillas. Discutióse en consejo si se cercaría
Lisboa, o se haría la guerra por el resto del reino, y prevaleció el primer
dictamen, no obstante estar la epidemia haciendo grande estrago en el ejército
castellano. Formalizóse, pues, el sitio de Lisboa: una flota castellana
desarmaba las naves de Portugal: el reino estaba muy dividido entre los dos
partidos: el maestre de Avis propuso un acomodamiento que no fue aceptado; más
la mortandad ocasionada por la peste aumentaba cada día a tal punto que en dos
meses murieron sobre dos mil hombres de armas, los mejores de Castilla, además
de muchos otros de los que componían la hueste, entre ellos el maestre de
Santiago, Cabeza de Vaca, el camarero mayor del rey, Fernández de Velasco, el
comendador mayor de Castilla, Ruiz de Sandoval, los mariscales de Castilla,
Álvarez de Toledo y Ruiz Sarmiento, el almirante Sánchez de Tovar, don Pedro
Núñez de Lara, conde de Mayorga, y otros muchos ricos-hombres y caballeros de
Castilla y de León.
Túvose
consejo para deliberar lo que en tan funesta situación debería hacerse, y se
acordó levantar el cerco (3 de septiembre, 1384), y volverse a Castilla hasta
que la peste cesase, dejando guarnecidos los castillos y villas que se poseían
en aquel reino. Igual medida se tomó con la escuadra. Regresado que hubo don
Juan a Sevilla, escribió al rey de Francia, refiriéndole el grande estrago que
en su gente había hecho la epidemia y pidiéndole ayuda, y se dedicó a armar
galeras y naves y a aparejar todo lo necesario para reparar las pérdidas y
volver a emprender la campaña.
Al comenzar el año 1385 doce galeras y veinte naves castellanas surcaban de Sevilla a Lisboa. En la parte de Santarén habían sido hechos prisioneros en pelea el prior del Hospital y el maestre de la orden de Cristo por el castellano Gómez Sarmiento. El maestre de Avis había sitiado a Torres Yedras, donde estuvo a punto de ser víctima de una conjuración que le habían tramado algunos caballeros originarios de Castilla que tenía en su campo, cuya conspiración se supuso instigada por el rey de Castilla. Alzando luego el maestre el campo de Torres Vedras, entró en Coimbra (3 de marzo), donde había convocado las cortes del reino. En aquella asamblea un célebre jurisconsulto portugués pronunció un largo discurso para probar que el heredero más directo de la corona era el maestre de Avis; que habiendo sido ilegítimo el matrimonio de don Fernando con doña Leonor Tellez, ya casada, lo era también el nacimiento de doña Beatriz; que los infantes don Juan y don Dionís, prisioneros en Castilla, tampoco eran sino bastardos, no habiéndose casado el rey don Pedro con doña Inés de Castro su madre; y que siendo el maestre de Avis de la sangre de sus reyes, un buen caballero, hombre ilustrado y el más valeroso del reino, en sus manos debía ponerse el cetro de Portugal. Los que defendían el derecho de doña Beatriz y los que estaban por el infante don Juan, alegaron también sus razones, mas su voz fue ahogada por las de los numerosos partidarios del de Avis, diputados de las ciudades, que eran más en número que los nobles en la asamblea, y el maestre deAvis quedó aclamado rey en las cortes de Coimbra (6 de abril, 1385) con el nombre de Juan I. tomando desde luego el título y las insignias reales. Así en pocos años dos bastardos ocuparon los tronos de Castilla y de Portugal, legitimando, por decirlo así, la ilegitimidad ambos pueblos. Mostróse
don Juan I de Portugal desde el principio merecedor de la corona que acababa de
recibir, pues merced a su actividad casi todas las plazas de Entre Duero y Miño
que estaban por doña Beatriz fueron reconquistadas, y Portugal se vio en
actitud de tomar la ofensiva contra Castilla. Uno de sus primeros actos fue
reconocer por pontífice a Urbano VI, a quien escribió participándole su
elección y solicitando de él la competente dispensa por su cualidad de gran
maestre de una orden religiosa. El
rey de Castilla supo estas nuevas cuando se preparaba a hacer otra invasión en
Portugal después de restablecido de una gravísima enfermedad que le había
puesto en peligro muy próximo de muerte. La gente de mar había ido ya delante,
según hemos dicho. El arzobispo de Toledo don Pedro Tenorio recibió orden de
penetrar en aquel reino por la parte de Ciudad-Rodrigo con las banderas del
rey, pero adelantáronse algunos caballeros castellanos, que rompiendo por
territorio portugués con trescientas lanzas, pagaron caro su atrevimiento
siendo completamente derrotados en Troncoso. El monarca castellano había pasado
a Badajoz, donde se le reunieron sus banderas, con más algunas compañías que le
vinieran de Francia. De allí hizo movimiento a Ciudad-Rodrigo. Debatióse en
consejo si se entraña o no en Portugal, atendido el estado del reino, el
prestigio del nuevo monarca, sus recientes triunfos y el auxilio que había
recibido de Inglaterra. Oponíanse muchos; pero el rey se adhirió como siempre a
los que opinaban por la invasión. Hízose, pues, la entrada (julio, 1385);
rindióse Celoria, pasó el rey por las inmediaciones de Coimbra, cuyo arrabal
quemó, y prosiguió camino de Leiria. El maestre de Avis, rey de Portugal,
estaba en Tovar; de allí movió su gente a Ponte de Sor, en dirección de Leiria
también.
Halláronse
los dos ejércitos cerca de Aljubarrota, villa abacial a una legua de Alcobaza,
en la Extremadura portuguesa. El de Portugal era bastante inferior en número al
castellano, que constaba de treinta mil hombres de todas armas, si bien sus
principales capitanes habían perecido un año antes de epidemia en el sitio de
Lisboa. Favorecían al portugués las posiciones, el hambre y la fatiga del
ejército castellano, y la quebrantada salud del rey de Castilla que se hallaba
casi postrado e imposibilitado de cabalgar. Aconsejaban a éste los más
prudentes que no diera el combate con tales desventajas y a esto se inclinaba
el rey; pero la gente joven y fogosa expuso que la menor vacilación de parte de
un ejército tan superior en número al del enemigo sería mostrar una vergonzosa
cobardía; y con más valor que reflexión atacaron la hueste portuguesa, la cual
los rechazó también vigorosamente. Sucedió entonces lo que los hombres
experimentados y pensadores habían previsto. La naturaleza del terreno no
permitió maniobrar a las dos alas del ejército castellano, y sólo el centro y
la vanguardia del rey tuvieron que sostener el empuje de los tres cuerpos
enemigos. Los portugueses embistieron con admirable brío sembrando la muerte
por las filas de Castilla. El rey don Juan, doliente como estaba, era llevado
en una litera. Cuando los castellanos vieron que iban en derrota, pusiéronle en
una mula, y cuando la necesidad los obligó a retirarse precipitadamente diole
su caballo Pedro González de Mendoza, su mayordomo, con el cual, enfermo como
estaba, huyó del campo, y llegó con mucho trabajo a Santarén, distante once
leguas. Allí tomó un barco de guerra, y descendiendo por el Tajo arribó a
Lisboa, donde estaba la armada castellana, y con ella se volvió a Sevilla.
Fue la memorable batalla de Aljubarrota el 14 de agosto de 1385. Hácese subir a diez mil la cifra de los castellanos que en ella perecieron: allí sucumbieron los mejores capitanes y los más ilustres caballeros de Castilla; don Pedro, hijo del marqués de Villena, el señor de Aguilar y de Castañeda, hijo del conde don Tello, el prior de San Juan, el adelantado mayor, el almirante y los mariscales de Castilla, el, portugués don Juan Alfonso Tello, conde de Mayorga y tío de la reina doña Beatriz, con otros muchos próceres e hidalgos castellanos y portugueses. Entre los prisioneros se contaba el ilustre don Pedro López de Ayala, el autor de la Crónica. El maestre de Alcántara Gonzalo Núñez de Guzmán se mantuvo algún tiempo firme con los de a caballo después de la derrota: a él se reunieron los que pudieron escapar de la matanza, con los cuales se retiró en cierto orden a Santarén, y pasando el Tajo se internó en Castilla. Salváronse otros por cerros y senderos, y algunos se incorporaron al infante don Carlos de Navarra, que con algunas compañías de Aragón, de Bretaña y de Castilla había entrado en Portugal después que el rey, y sabiendo en tierra de Lamego el funesto desastre de Aljubarrota dio la vuelta con los fugitivos para el territorio castellano. Afectó tanto al rey don Juan aquella derrota que se vistió él y mandó vestir luto a toda la corte, y en más de un año no permitió que hubiese diversiones ni espectáculos públicos, ni ningún género de fiestas populares. Los portugueses solemnizan anualmente el triunfo de Aljubarrota, y le celebran con pomposos y no infundados panegíricos. Ganada
la batalla, recobró el nuevo rey de Portugal las plazas que habían tenido los
castellanos, y al dar la noticia de su triunfo al duque de Lancaster, le
excitaba a que viniese a tomar posesión del reino de Castilla que decía
pertenecerle por su mujer. Orgulloso y envalentonado con su victoria el antiguo
maestre de Avis, mandó a su condestable Nuño Álvarez Pereira que invadiera el
país de Badajoz haciendo cuanto estrago pudiese. Mas faltó poco para que él con
toda su gente cayera en poder de los castellanos, y sólo por un desesperado
esfuerzo pudo volver a entrar en Portugal, después de haber dejado en Castilla
muchos de los que le acompañaron en su atrevida irrupción.
De
Sevilla pasó don Juan a celebrar cortes en Valladolid. En estas cortes se hizo
un ordenamiento prescribiendo y señalando minuciosamente las armas y armaduras
que cada ciudadano de veinte a sesenta años, fuese clérigo o lego, estaba obligado
a tener en proporción a las rentas y haberes de cada uno, así como el número de
caballos que había de mantener, y la proporción en que éstos habían de estar
con el de las mulas y otras cabalgaduras, concluyendo con varias medidas
conducentes al fomento de la cría caballar. Hacíase lo primero con el fin de
que todo el mundo estuviera preparado y armado para la guerra, y lo segundo a
causa de la disminución y escasez de caballos que se iba notando.
Reprodujéronse algunas leyes hechas en otras cortes relativas a los judíos y a
los arrendadores de las rentas, objetos perennes de las quejas, reclamaciones y
peticiones de los pueblos; y por último, manifestó el rey las causas por qué
llevaba luto, que decía ser mayor el de su corazón que el de sus vestidos, siendo
la principal el sentimiento que le causaba la pérdida de tantos y tan buenos
caballeros y escuderos como habían muerto en la reciente guerra, y el quebranto
y mancilla que acababa de sufrir el reino, y que su voluntad sería no dejar el
duelo hasta que la deshonra de Castilla fuese vengada y pudiese aliviar de
pechos a sus súbditos y regir sus reinos en justicia: nobles sentimientos, que
honran sobremanera al monarca que los emitía.
Disueltas
las cortes de Valladolid en fines de 1385, recorrió el apesarado don Juan las
provincias animándolas a reparar el contratiempo de Aljubarrota, cuyo recuerdo
le laceraba el corazón. El rey Carlos VI de Francia, a quien don Juan había
participado el suceso funesto de Portugal y solicitado le amparase en tal
conflicto con arreglo a los tratados, le envió dos mil lanzas pagadas, al mando
de su tío el duque de Borbón, hermano de la reina doña Blanca, mujer de don
Pedro de Castilla, y el papa Clemente VII. le dirigió una afectuosa carta
procurando consolarle de la pérdida de la batalla. Mas los emisarios que el de
Portugal había despachado a Inglaterra hallaron tan buena acogida en la corte
de Ricardo II. (sucesor de Eduardo III), que el parlamento de Londres otorgó un
servicio de mil quinientas lanzas y otros tantos ballesteros al duque de
Lancaster, para que viniera a cobrar el que llamaba él su reino de Castilla. Embarcóse, pues, el
príncipe inglés en Bristol con esta gente en galeras del rey de Portugal,
trayendo consigo a su esposa, a su hija Catalina y a muchas damas y doncellas,
que sin duda miraban la empresa de la conquista de Castilla más como de recreo
que como de peligro, y después de haber tocado en Brest, tomaron rumbo para La
Coruña, donde arribaron el 25 de julio (1386). Apresaron allí algunas naves
castellanas, y aún hubieran tomado la población sin la vigorosa defensa de un
caballero de Galicia llamado don Fernando Pérez de Andrade, que se hallaba allí
muy bien apercibido y con buena compañía. Menos fuerte y menos defendida la
ciudad de Santiago, cayó en poder de los ingleses, y no faltaron caballeros de
la tierra que se fuesen con el de Lancaster.
En
abril de aquel año había publicado Ricardo de Inglaterra una bula de Urbano VI
en favor de «Juan rey de Castilla y de León, duque de Lancaster,» contra «Juan,
hijo de Enrique, intruso e injusto ocupador, y detentor cismático de dicho
reino de Castilla, y contra Roberto, que fue cardenal de los doce Apóstoles,
anti-papa (Clemente VII.), su cómplice y sostenedor.» Así el de Lancaster traía ya en sus pendones
las armas de Castilla y de León, y su sello de plomo para los despechos
figuraba un trono gótico con las mismas armas, en que estaba sentado el duque
con el globo en una mano y el cetro en la otra, y en derredor la leyenda:
JOHANNES DEI GRATIA, REX CASTELLAE ET LEGIONIS... DUX LACASTRIE, etc.
Comunicaronse y se felicitaron mutuamente el de Avis y el de Lancaster, y acordaron tener unas vistas en la comarca de Oporto, en un sitio que nombran Ponte-de-Mor. Comieron allí juntos y concertaron: 1.º que el de Lancaster daría al de Avis, rey de Portugal, su hija Felipa (habida de primer matrimonio), siendo de cargo del portugués impetrar la dispensa pontificia, como superior que era de una orden religiosa: 2.º que el de Portugal entraría con el inglés en Castilla para ayudarle a cobrar este reino, por cuyo servicio le daría éste ciertas villas y lugares, quedando además en rehenes la prometida esposa del portugués: 3.° que pasado aquel invierno entrarían con todo su poder en Castilla. Firmados estos tratos, volvióse el de Lancaster a Galicia; pero probó tan mal la estancia en este país a las tropas inglesas, que gran número de soldados y los mejores capitanes quedaron sepultados en él. Por otra parte, aunque algunos gallegos se habían adherido a la causa de Lancaster (que siempre había sido Galicia la provincia menos adicta a los reyes de la dinastía de Trastámara), muchos se alzaron por el rey de Castilla, y hostilizaban desde las fortalezas a los ingleses, y daban buena cuenta de los que salían a buscar viandas o andaban sueltos por los caminos. Don Juan de Castilla, a quien las dos campañas de Portugal
habían dejado sin capitanes, menguádole la gente de guerra y consumidole
pingües recursos, limitábase a proveer a la defensa de Castilla, y a fortificar
a León, Zamora y Benavente, por donde temía la invasión; mandó despoblar y
destruir los lugares llanos y descercados, y esperaba también que acabara de
llagar la hueste auxiliar francesa, de la cual se adelantaron a venir algunos
capitanes y compañías. En una carta que dirigió desde Valladolid a todas las
ciudades del reino, les daba cuenta de las disposiciones que había adoptado
para resistir la invasión (septiembre, 1386). El de Lancaster desde Orense
envió un heraldo al de Castilla para intimarle que perteneciendo el reino de
derecho a su mujer doña Constanza, esperaba se le cediese, o de otro modo «se entenderían
en batalla poder por poder.» A su vez el de Castilla despachó al de Inglaterra
tres mensajeros, a saber: el prior de Guadalupe, un caballero que decían Diego
López de Medrano, y un doctor en leyes llamado Álvar Martínez de Villareal con
las competentes instrucciones. Recibidos benévolamente estos embajadores por el
de Lancaster en audiencia ante su consejo, cada uno de ellos pronunció un
discurso en defensa de los legítimos derechos de don Juan de Castilla. A los
tres oradores castellanos contestó por parte del de Lancaster el obispo de
Aquis don Juan de Castro, castellano también, pero que siempre había seguido el
partido de don Pedro de Castilla contra su hermano don Enrique, que seguía
defendiendo los derechos de su hija doña Constanza, y que era el principal
consejero del duque de Lancaster. Terminados los
razonamientos, los embajadores de Castilla concluyeron con decir al de
Lancaster que se afirmaban en lo que primero habían expuesto, y pidiéronle su
venia para volver a Castilla.
Mas
todo esto se redujo a mera fórmula. En un rato en que se había suspendido la
sesión de la audiencia, el prior de Guadalupe había dicho separadamente y en
secreto al príncipe inglés de parte del rey de Castilla, que puesto que él
tenía una hija de doña Constanza y el de Castilla un hijo reconocido heredero
del reino, podía ponerse fácil término a sus querellas, casando al infante don
Enrique con la princesa Catalina, declarándolos herederos en común de los reinos
de Castilla y de León, con lo cual cesaba toda competencia y motivo de guerra.
Oyó con gusto el de Lancaster la proposición, recomendando al prior de
Guadalupe la necesidad de guardar secreto sobre esta y otras negociaciones que
pudieran mediar con el de Castilla hasta que fuese tiempo y razón de
publicarlas; lo cual hacia sin duda por el compromiso que tenía con el de
Portugal.
Grandemente dado el rey don Juan I de Castilla a celebrar cortes generales y hacer en ellas las leyes convenientes al mejor gobierno de sus reinos, aprovechó los momentos de tregua que las circunstancias le permitían para tenerlas en Segovia al expirar este año de 1386. Y mientras sus embajadores defendían su derecho en Orense ante el duque de Lancaster, él pronunciaba en las cortes de Segovia un largo y razonado discurso para probar que ni la hija de don Pedro ni otro príncipe ni princesa alguna le podían disputar el que él tenía al trono de León y de Castilla. En estas cortes respondió a veinte y ocho peticiones que le presentaron los procuradores de las ciudades, relativas a los que debían pechar tributos, a establecer la mayor equidad posible en los impuestos, y a la manera más conveniente y menos gravosa de recaudarlos. Merece, especial mención la ley que en estas cortes se hizo regularizando las hermandades de Castilla para la persecución y castigo de malhechores. «Otrosí, dijo el rey, a los que nos pidieron por merced que por que la nuestra justicia fuese guardada, y cumplida, y los nuestros reinos defendidos, e nuestro servicio se pudiese mejor cumplir, que mandásemos que las nuestras ciudades e villas, e lugares de nuestros reinos hiciesen hermandades, e se ayuntasen las unas con las otras, así las que son realengas como las que son de señoríos. A esto respondemos que nos place que las dichas hermandades se hagan segun que otro tiempo fueron fechas en tiempo del rey don Alfonso nuestro abuelo, que Dios perdone, e según se contiene por esta cláusula que adelante se contiene.»—Sigue un reglamento prescribiendo las obligaciones de los pueblos de la hermandad, y la manera de obrar cuando ocurrieren muertes o robos en despoblado, de que puede servir de muestra el primer artículo de la ordenanza de somatenes, en que se manda, que cuando uno de estos casos aconteciere se dé parte al juez, alcalde, merino o alguacil de la primera ciudad, villa o lugar, «y que estos oficiales y cualquiera de ellos a quien fuere dada la querella, que hagan repicar la campana y que salgan luego a voz de apellido e que vayan en pos de los malhechores por doquier que fueren; e como repicasen en aquel lugar, que lo envíen hacer saber a los otros lugares de enderredor para que hagan repicar las campanas, e salgan a aquel apellido todos los de aquellos lugares de fuese enviado decir, u oyeren el repicar de aquel lugar do fuese dada la querella, o de otro cualquier que repicaren, o oyeren o supieren el apellido o la muerte, que sean tenidos de repicar e salir todos, e ya todos en pos de los malhechores, e de los seguir fasta que los tomen o los encierren, etc.» Tal
era el estado de las cosas en Castilla al entrar el año 1387, cuyo principio
señaló la muerte del rey Carlos el Malo de Navarra (1.º de enero), después de
un reinado de cuarenta años. Si el sobrenombre que conserva simboliza bien lo
que fue, en vida, las circunstancias de su muerte parecieron como una expiación
providencial, pues murió de lepra entre horribles tormentos, abrasado además en
el lecho en que yacía, y que se encendió casualmente con la luz de una candela,
pereciendo el rey entre los dolores de la enfermedad y los alaridos que le
arrancaba el fuego de las llamas. Sucedióle su hijo Carlos, llamado con justicia el Noble, buen caballero,
querido de todos por su amable carácter y por sus excelentes prendas, y más
querido del rey de Castilla su cuñado, con quien se hallaba en Peñafiel cuando
fue llamado por las cortes del reino para ocupar el trono de su padre. Don Juan
de Castilla le dio una prueba de su amistad evacuando los castillos que tenía
en rehenes desde las paces ajustadas con su padre. Lo primero que en su reino
hizo Carlos el Noble fue tratar la cuestión del cisma de la iglesia, en la cual
se decidió por Clemente VII con lo que afirmó más la alianza con Francia y con
Castilla, donde aquel pontífice era reconocido.
A
los cinco días del fallecimiento de Carlos el Malo sucedió el de Pedro IV. de
Aragón el Ceremonioso (5 de enero), cuyo reino entró a heredar su hijo, Juan I
también como el de Castilla.
Llegada
la primavera, fuese por sus compromisos con el rey de Portugal, fuese por
obligar más al de Castilla, se decidió el de Lancaster, a pesar de lo mermado
que la peste tenía su ejército, a penetrar en el territorio castellano acompañado
del portugués. En pocos días llegaron a Benavente; guarnecían esta villa las
tropas de don Álvar Pérez de Osorio, las cuales rechazaron vigorosamente a los
confederados. Entraron estos en Villalpando, Valderas y otras villas de menos
importancia. Pero faltábanles los mantenimientos, que había tenido buen cuidado
de retirar el rey de Castilla, y la epidemia continuaba estragando las
compañías inglesas, menguadas ya en más de las dos terceras partes, en términos
que murieron en esta expedición sobre trescientos caballeros y escuderos de los
de Lancaster. Viéronse, pues, el de Portugal y el de Inglaterra en la necesidad
de renunciar a su empresa y de volverse a Portugal con poca gente, y esa o
agobiada de necesidad o contaminada de la peste. El de Castilla, no necesitando
ya las lanzas auxiliares francesas, las pagó y despidió, dándoles las gracias
por sus buenos oficios.
Deseaba
don Juan de Castilla la paz, y el pretendiente inglés no tenía motivos para
apetecer la guerra. Así volvieron a entenderse fácilmente sobre el casamiento
tratado en Orense, y habiendo enviado el castellano sus embajadores al de
Lancaster, que se hallaba en un pueblo de Portugal nombrado Troncoso, se
estipuló definitivamente la paz bajo las condiciones siguientes: 1.ª el infante
primogénito de Castilla, don Enrique, de edad de nueve años, había de casar con
doña Catalina, de edad de catorce, hija del duque de Lancaster y de doña
Constanza de Castilla; si don Enrique muriese antes de consumar el matrimonio,
debería su hermano don Fernando casarse con doña Catalina: 2.ª ésta llevaría en
dote las villas de Soria, Atienza, Almazán, Deza y Molina: 3.ª el rey de
Castilla pagaría al duque y a la duquesa de Lancaster seiscientos mil francos
en ciertos términos, y cuarenta mil cada año, los cien mil de contado, para los
quinientos mil restantes se darían rehenes: 4.ª la duquesa de Lancaster tendría
por su vida las rentas de Guadalajara, Medina del Campo y Olmedo: 5.ª se daría
perdón general a todos los que habían seguido el partido del de Lancaster : 6.ª
el duque y la duquesa renunciarían para siempre toda pretensión sobre los
reinos de León y de Castilla: 7.ª que dentro de dos años se deliberaría acerca
de la suerte de los hijos de don Pedro, que el rey don Juan tenía en su poder:
8.ª que los duques de Lancaster partirían luego de Portugal para Bayona, donde
irían procuradores del de Castilla a formalizar y ratificar el convenio.
No
podía el rey de Portugal llevar con resignación el tratado de Troncoso, hecho
sin intervención y como a escondidas de él, y ya que no podía impedirle,
reclamó bruscamente al de Lancaster la dote de su hija Felipa con quien ya se
había casado, y los sueldos de las tropas y demás gastos hechos en la
desgraciada campaña de Castilla. Después de algunas acres contestaciones entre
suegro y yerno, el duque hizo donación al de Avís, por vía de indemnización de
gastos, de todos los lugares que había conquistado en Galicia, con lo cual se
embarcó para Bayona. Mas apenas habría doblado el cabo Ortegal cuando sucedió
lo que debía suponerse; las ciudades de Galicia, Santiago, Orense y demás que
se habían declarado por el de Lancaster, se sometieron a su legítimo soberano
el de Castilla, pidiendo aquellas y otorgando éste gracia e indulto por su
defección. Mal parado dejó al de Portugal la alianza con el inglés.
Para
satisfacer las cantidades que se habían de pagar al duque de Lancaster en
conformidad al tratado, congregó el rey don Juan de Castilla las cortes del
reino en Briviesca, y pidió un servicio extraordinario, que se llamó el
servicio de las doblas, del cual no se eximieron ni eclesiásticos, ni
hijosdalgo, ni persona alguna de cualquier condición que fuese, y a que
contribuyó cada uno en rigurosa proporción de su fortuna: votáronle los
procuradores como un impuesto verdaderamente nacional. Hizose en las propias
cortes un ordenamiento bajando la moneda llamada blancos, a la cual se había
dado el valor de un maravedí, a seis dineros nuevos, y se tomaron las medidas
convenientes para la manera de satisfacer las obligaciones contraídas en el
tiempo en que se había subido el valor de dicha moneda. Mas lo que hizo
célebres estas cortes de Briviesca en la historia de la jurisprudencia española
fueron los dos ordenamientos o cuadernos de leyes, que forman hoy todavía una
parte de nuestra legislación. Creóse por el primero un consejo de cuatro
letrados, que no habían de ser de la clase noble, sino hombres buenos de las
ciudades, los cuales habían de acompañar continuamente al rey, y despachar con
él dos veces cada día. Se reglamentó este consejo, así como la audiencia y el
cuerpo de los alcaldes de corte, se señaló los puntos en que habían de residir
en cada estación, y cómo habían de alternar en el despacho de los negocios, y
todo lo relativo a sus funciones. El otro es un ordenamiento de leyes dividido
en tres tratados: contiene el primero las que se refieren a asuntos de religión
y de moral; el segundo trata de impuestos, rentas, arrendamientos y oficios y
empleos de hacienda: y el tercero es una especie de código penal, que concluye
con otro que podemos llamar código de procedimientos para los tribunales de
justicia.
Son
notables y no podemos pasar en silencio algunas leyes de este ordenamiento.
«Por cuanto en nuestros reinos se acostumbra (dice la primera del primer
tratado), cuando Nos, o la reina o los Infantes venimos a ciudades e villas e
lugares, salir con la cruz a nos recibir en procesión lo cual non es bien
fecho, ni es razón que la figura del Rey de los Reyes salga a Nos que somos Rey
de la tierra e nada a respeto de él, e por esto ordenamos que los prelados
manden en sus obispados a sus clérigos que non salgan con las cruces de las
iglesias a Nos, ni a la Reina, ni al infante heredero,...»—Se ordena en la
segunda que cuando el rey, la reina o los infantes encuentren por la calle el
Santo Viático, estén obligados a acompañarle hasta la iglesia, y hacerle
reverencia de hinojos; «y que no nos excusemos de lo hacer por polvo, ni por
lodo, ni por otra cosa; que de común los hombres hacen a un rey reverencia e
van de pie con él, más de razón es de lo hacer al Rey de los Reyes.»—Mándase en
la tercera que no se hagan figuras de cruces, ni de santos, en sitios ni en
objetos en que se puedan hollar. En la cuarta se imponen penas a los blasfemos.
Prohibiese en la quinta aposentar en los edificios de las iglesias aún a los
reyes: por la sexta se condena y castiga el uso de los agüeros, sortilegios y
artes divinatorias, y en la séptima se prescribe no trabajar los domingos en
oficios mecánicos. En el tercer tratado hay una rigorosa ley de vagos; se prohíbe
jugar a los dados en público o en secreto; se establecen muy severas penas
contra los casados que tenían mancebas públicas, como igualmente contra las
mancebas públicas de los clérigos.
Parécenos sobremanera notable la siguiente disposición, que ha hecho parte de la jurisprudencia de nuestros tribunales hasta nuestros días.—«Muchas veces por importunidad de los que nos piden libramientos, damos algunas cartas contra derecho. Y por que nuestra voluntad es que la justicia florezca, y que las cosas que contra ella pudiesen venir non hayan poder de lo contrariar, establecemos que si en nuestras cartas mandáremos algunas cosas que sean contra ley, o fuero, o derecho, que tal carta sea obedecida y non cumplida, non embargante que la dicha carta haga mención especial o general de la ley o fuero u ordenamiento contra quien se dé, etc.» Sirve
de consuelo al historiador ver a los reyes y a los pueblos aprovechar todos los
momentos que el tráfago de las guerras les permitía para dedicarse de común
acuerdo a la utilísima obra de moralizar el país y organizarle política y
civilmente, introduciendo todas las mejoras que alcanzaban en su legislación.
Concluidas
las cortes de Briviesca en diciembre de 1387, pasó el rey don Juan en febrero
del siguiente a la comarca de Calahorra, donde se vio con Carlos el Noble de
Navarra, y juntos estuvieron algunos días, tomando placer, dice el cronista, en
las fiestas del Carnaval de aquel año. Desgraciadamente la esposa del navarro,
hermana del de Castilla, doña Leonor, no amaba a su marido ni hacía buena vida
con él, y con pretexto de enfermedad la trajo consigo su hermano a Castilla.
Los mensajeros o embajadores del castellano habían ido ya a Bayona a ratificar y solemnizar el tratado de Troncoso con el duque de Lancaster. Además de reproducirse allí con prolija minuciosidad todas las condiciones del anterior convenio relativas al matrimonio de los dos príncipes, añadiéronse algunas otras, tales como la de que el infante don Fernando no podría casarse hasta que su hermano don Enrique cumpliera los catorce años, a fin de que si moría antes de esta edad pudiera don Fernando casar con doña Catalina; se repitió por tres veces y se juró sobre los Santos Evangelios la renuncia solemne del duque y duquesa de Lancaster a. todos sus títulos, pretensiones y derechos que creyeran tener a los reinos de Castilla y de León, pero a condición de que si las sumas estipuladas no se les pagaban en los plazos convenidos la renuncia se tendría por nula y de ningún valor, y volverían a reclamar sus derechos como antes; se designaron las personas que habían de servir en rehenes para la seguridad de la ejecución del tratado en todas sus partes; que en el término de dos meses el rey don Juan haría jurar en cortes a don Enrique y doña Catalina como herederos suyos en el reino; se fijó la ley de sucesión, primeramente en los hijos que naciesen del matrimonio que se trataba, a falta de estos en los del infante don Femando, o en su defecto en otros legítimos herederos de dicho rey don Juan; y si don Juan muriese sin legítimos sucesores, entonces el derecho al señorío de Castilla volvería a los duques de Lancaster. Tal vez la circunstancia de darse en Inglaterra al primogénito y presunto heredero de la corona el título de príncipe de Gales, inspiró la idea de dar a don Enrique y doña Catalina, a ejemplo de Inglaterra, el título de príncipe y princesa de Asturias, que desde entonces se ha conservado a los primogénitos de nuestros reyes. Firmadas
y juradas las capitulaciones por el duque de Lancaster y los embajadores de
Castilla en Bayona, suscrito el tratado por el rey don Juan, tomados los rehenes
y señalado el día en que la princesa había de venir a España, un gran cortejo
de prelados, caballeros y damas castellanas salió a Fuenterrabía a recibir la
princesa de Asturias y futura reina de Castilla, doña Catalina de Lancaster, y
de allí fue traída a Palencia, ciudad designada para la celebración de las
bodas. Pero antes era menester tener dispuesta la suma de los seiscientos mil
francos franceses que se habían de pagar al de Lancaster con arreglo al
tratado, y aunque las cortes de Briviesca habían en un momento de expansión
patriótica votado el impuesto extraordinario, habíase recaudado tan sólo una
cortísima cantidad; los nobles, las damas y las doncellas a quienes se había
comprendido entre los contribuyentes a aquel servicio, no correspondieron a las
esperanzas ni del rey ni de las cortes. El tesoro estaba exhausto, y fue
menester recurrir a un empréstito forzoso entre las ciudades. Ni el clero, ni
los grandes señores, ni las damas de la nobleza contribuyeron a él; pero el rey
obtuvo, aunque con trabajo, la suma necesaria, y hecho el pago de ella se
procedió a celebrar las bodas en la catedral de Palencia con toda suntuosidad y
aparato, solemnizándolas con justas y torneos (1388). A poco tiempo vino a
Castilla la duquesa de Lancaster, doña Constanza, madre de la desposada, y el
duque envió al rey don Juan la corona de oro con que él mismo había pensado
coronarse rey de Castilla, y cada día se enviaban mutuamente presentes y
regalos con la mejor amistad y concordia.
También
con este motivo celebró el rey don Juan cortes en Palencia en septiembre de
este año. Y es en verdad digna de observación la valentía con que los
procuradores, condes, ricos-hombres, caballeros, escuderos e hidalgos reunidos en estas cortes
hablaron al rey al tratar de cómo había de hacerse el repartimiento de los
quince cuentos y medio de maravedís que importaba el empréstito hecho para el
pago de la deuda del de Lancaster. «Lo cual vos otorgan, Señor (le dijeron) con
estas condiciones; que nos mandéis dar las cuentas de lo que rindieron todos
los pechos, y derechos, y pedidos que demandaste y tuviste de haber en cualquier
manera, desde las cortes de Segovia hasta aquí, e como se despendieron, según
que nos lo prometiste: la cual cuenta vos pedimos por merced de que mandeis
dar, etc.» Señaláronle los procuradores las personas a quienes había de dar
cuentas, y le pidieron además que todo el importe del nuevo impuesto le
depositaran los recaudadores reales en manos de cinco o seis diputados, omes
buenos, honrados, ricos e abonados, los cuales se encargarían de pagar la deuda
en los plazos convenidos, a fin de que no pudiera distraerse a otros objetos ni
por el rey ni por otra persona alguna; a todo lo cual respondió el rey que le placía
y era contento de ello. Satisfizo además en estas cortes a otras catorce
peticiones generales, entre las cuales figuraban la de que «non ficiese tan
grandes despensas e costas en la real casa»; y la de que fuese más moderado en
las dádivas y mercedes; que no permitiera sacar del reino tantas cabalgaduras y
tanto oro y plata; que por ningún título se diesen beneficios a extranjeros, y
otras referentes a los abusos que se notaban en estos y otros ramos análogos de
la administración.
Ibase
quebrantando cada día la salud del rey, en términos que habiendo ofrecido al de
Lancaster tener con él una entrevista en Bayona, no le permitieron los médicos
pasar de Vitoria, y hubo de contentarse con enviar desde allí sus embajadores.
Trató con ellos el príncipe inglés, que puesto que era acabado todo motivo de
desavenencia entre Inglaterra y Castilla, sería conveniente que se asentara una
amistad verdadera y sólida entre los monarcas de ambos reinos. No oponían a
ello más dificultad los castellanos sino que era menester en todo caso guardar
y respetar la liga que hubiese entre su rey y el de Francia, a la cual estaba
obligado por gratitud. Éste que hubiera podido ser un obstáculo desapareció
luego con la tregua de tres años que felizmente se pactó entre el rey de Francia
y sus aliados con el de Inglaterra y los suyos (1389). Ya entonces había el rey
don Juan convalecido, y celebrado otras cortes en Segovia para acordar algunas
cosas que cumplían a su servicio. Habiendo ido después a la abadía de la
Granja, a dos leguas de aquella ciudad, supo que el rey de Portugal, a quien no
acomodaba la tregua de los demás soberanos, había invadido la Galicia y tenía
cercada a Tuy. Aunque don Juan se movió apresuradamente hacia León, no pudo
evitar que la ciudad de Tuy fuese tomada. Logró no obstante por medio de su
confesor fray Fernando de Illescas pactar una tregua de seis años con el
portugués, bajo la base de restituirse las plazas que recíprocamente se habían
tomado en ambos reinos.
A la primavera siguiente (1390) convocó don Juan a todos los prelados, caballeros y procuradores de las ciudades para celebrar cortes generales en Guadalajara. Antes de ordenar nada en ellas, comunicó en secreto a los de su consejo y les pidió parecer sobre un pensamiento ciertamente bien extraño, que había concebido e intentaba realizar, a saber: el de abdicar la corona de León y de Castilla en su hijo don Enrique, a quien se nombraría un consejo de regencia, quedándose él con la Andalucía y Murcia y el señorío de Vizcaya, y que entonces tomaría título y armas de rey de Portugal; pues toda vez que los portugueses no habían querido reconocerle por su rey ni a él ni a su mujer doña Beatriz, por no perder ellos su independencia reuniéndose las dos coronas, cesando y desapareciendo este motivo y temor, no dudaba que los portugueses todos le querrían tener por su soberano. Pedida venía por los del consejo para hablarle sin lisonja y con lealtad, todos, a excepción de uno, desaprobaron su proyecto, y en un largo y bien razonado discurso le expusieron los inconvenientes de su plan, y lo infundado de sus esperanzas e ilusiones. Disgustó al pronto al rey tan franca contestación, mudósele el color, y aún prorrumpió en imprecaciones impropias de su carácter; más luego volvió en si, les pidió perdón de su acaloramiento, y dándose por convencido, no volvió a hablarse más del proyecto. En
estas cortes hizo donación a su hijo don Fernando del señorío de Lara, nombróle
duque de Peñafiel y conde de Mayorga, y le dio además la ciudad de Cuéllar, las
villas y castillos de San Esteban de Gormaz y Castrojeriz, y una renta anual de
cuatrocientos mil maravedís; más con la cláusula de que en muriendo la duquesa
de Lancaster, que tenía las villas de Medina del Campo y Olmedo, fuesen estas
del infante en lugar de las de Castrojeriz y San Esteban, que volverían a la
corona.
Las
cortes de Guadalajara de 1390 ocupan un lugar muy preferente en la historia de
las instituciones de Castilla, y pocas asambleas de la antigüedad podrían
semejarse tanto a las asambleas deliberantes modernas. Asistieron a ellas los
tres órdenes del estado, y en todos los ramos se hicieron graves e importantes
reformas. El elemento popular o estado llano llegó en ellas al apogeo de su
influencia y de su poder. Todos los procuradores de las ciudades expusieron al
rey, que terminadas las guerras contra portugueses e ingleses, estaba en el
caso de cumplir su promesa de aliviarlos de los pechos y tributos que
acostumbraba a pedirles. Necesitaba el rey por lo menos cierta cuantía al año
para subvenir a los gastos de la real casa, aumentados por la circunstancia de
tener en su compañía la reina de Navarra, la reina viuda y los infantes de
Portugal, con muchos caballeros y dueñas de aquel reino. Pero no se atrevía el
rey a pedir este subsidio a las cortes, y habló en particular a algunos de su
confianza para que estos vieran de inducir a los procuradores, por las más
dulces maneras que pudiesen, a que le volaran aquel servicio. Los procuradores,
oída aquella especie de súplica del rey, y después de tener entre si varias
pláticas y discusiones, acordaron responder: que dando el reino cada año, entre
alcabala, monedas y derechos antiguos, treinta y cinco cuentos de maravedís, y
no sabiendo cómo podía gastarse tan gran suma, sería gran vergüenza prometer
más, y rogaban al rey que viese en qué se invertía y quisiese poner regla en
ello, sobre todo en cuanto a las mercedes que hacía, y en lo de las lanzas y
hombres de armas que debería mantener el reino. Con recomendable ingenuidad
confesó el rey ser verdad lo que los procuradores le decían, y dejó a su
voluntad el determinar qué número de lanzas había de tener cada tierra, y lo
que se había de dar para su mantenimiento.
Hizose
en su virtud el Ordenamiento de lanzas, que fue como una organización militar
del reino, en que se fijó en cuatro mil el número de lanzas castellanas, en mil
quinientos el de jinetes (caballería ligera) que había de dar la Andalucía, y
en mil los ballesteros del rey. Prescribíase las cabalgaduras que cada lanza o
jinete había de tener, las piezas de cada armadura, y los maravedís con que
había de contribuir la tierra a su mantenimiento. Se puso remedio a muchos
abusos que se cometían en tiempo de guerra, y se acordó que se examinasen
rigurosamente los libros de cuentas. Resintiéronse de la reforma algunos
grandes y ricos-hombres cuyo número de lanzas se disminuía, pero no por eso
dejó de hacerse.
Quejáronse
en aquellas cortes todos los grandes y todos los procuradores de la injusticia
con que la corte de Roma trataba al reino de Castilla: «que entre todos los
reinos de cristianos non avia ninguno tan agraviado ni tan injuriado como
estaba el su regno de Castilla en razón de las provisiones que el Papa facia.
Que non sabían que ome de los regnos de Castilla e de León fuese beneficiado de
ningún beneficio grande ni menor en otro regno, en Italia, nin Francia, nin en
Inglaterra, nin en Portugal, nin en Aragón; e que de todos estos regnos e
tierras eran muchos que avian beneficios e dignidades en los regnos de
Castilla, e que desto rescebian el Rey e el Regno daño, e pérdida, e poca
honra...» Y expuestos largamente los abusos de la corte de Roma en esta materia
y los perjuicios de la Iglesia española, se acordó enviar embajadores al papa
sobre esto, y hacer que se cumpliesen las leyes tantas veces hechas en cortes
para que por ningún título se diesen prebendas ni beneficios eclesiásticos sino
a los naturales del reino. Hizose igualmente en estas cortes un Ordenamiento de
perlados, principalmente para satisfacer a las quejas delos obispos sobre
diezmos que indebidamente cobraban los legos, y para determinar de qué
impuestos habían de estar libres y exentos los clérigos, y de qué tierras y
para qué objetos habían de pechar como los demás ciudadanos, que eran las
tierras heredadas con esta carga, y las derramas hechas para obras y objetos de
pro comunal.
Gran conquista fue para el estado llano la ley que en estas cortes se hizo, ordenando que todos los pleitos de señoríos se librasen ante los alcaldes ordinarios de la villa o lugar que era de señorío, y si la parte se sintiese agraviada, apelase al señor de tal villa o lugar, y si el señor no le hiciese derecho y le agraviase, entonces pudiera apelar al rey.—También se hizo en las mismas cortes el Ordenamiento llamado de sacas, o sea de exportación que ahora diríamos, prohibiendo extraer del reino oro, plata, ganado, especialmente caballar, y otros objetos de que el reino escaseaba, por la grande extracción de ellos y por la gran disminución que durante las guerras habían padecido: se establecieron las obligaciones de los alcaldes de sacas, y se decretaron penas contra los infractores de estas leyes. Tales
fueron las principales materias y asuntos sobre que deliberaron las cortes de
Guadalajara de 1390, donde se ve las grandes atribuciones que entonces ejercían
los diputados de las ciudades en punto a contribuciones e impuestos, a los
gastos de la corona, al número y organización de la fuerza militar, a los negocios
de justicia, y hasta a los eclesiásticos, y a las negociaciones con la corte
romana. El consejo real obtuvo también grandes facultades y prerrogativas en
este reinado, y casi nada hacía don Juan I sin consulta y acuerdo de su
consejo. La última prueba de su deferencia y respeto a esta corporación la dio
en el asunto de la reina de Navarra su hermana a quien el rey Carlos el Noble
su marido reclamaba para que hiciese vida conyugal con él, según debía. Instada
la reina por su hermano para que así lo cumpliese, manifestó ella las causas de
su repugnancia a unirse con su esposo, que eran el no haber sido bien tratada
por él y con el decoro que debía, y sobre todo, que en la enfermedad que allí
tuvo había intentado el judío su médico darle yerbas, que era la razón porque
se había venido a Castilla, y el motivo de resistir el volver a Navarra. Grave
era la revelación, y arduo y difícil el caso, si bien el carácter de Carlos el
Noble parecía ponerle a cubierto de toda participación en el denunciado crimen.
El rey por lo tanto llevó el asunto al consejo, sometiéndose a lo que él
deliberara. El acuerdo del consejo fue que la reina de Navarra debería unirse
con su marido, siempre que éste le diese tales prendas de seguridad y tales
rehenes, que ella pudiera ir sin género alguno de temor ni recelo, y segura de
ser tratada honrosa y amigablemente, y como a reina y como a esposa le
correspondía. Mas como el rey de Navarra creyera inconveniente y peligroso dar
ciertos rehenes de los que se le pedían, y solicitase al propio tiempo que por
lo menos se le enviara su hija doña Juana, que era la heredera del reino, don
Juan, de conformidad con el consejo y con su hermana doña Leonor, accedió a
enviarle la princesa su hija desde Roa donde se hallaba, con gran cortejo de caballeros
de su corte dejando para más adelante tratar la concordia entre los dos mal
avenidos esposos.
En tal estado, y con corta diferencia de tiempo vinieron al rey embajadores de Mohammed el de Granada y del maestre de Avis, o sea el rey de Portugal, del uno para prolongar la tregua que había, del otro para ratificar la de seis años que acababan de ajustar. Hecho todo esto, se trasladó a pasar los meses del estío a la abadía de la Granja, situada en un lugar llamado Sotos Alvos, sitio agreste y fresco, que andando el tiempo se había de convertir en una de las residencias o sitios reales más amenos para pasar la estación de verano los reyes de España. En la inmediata ciudad de Segovia instituyó la orden y condecoración del collar de oro con una paloma blanca, que dio a algunos de sus caballeros, pero cuya divisa cayó inmediatamente en desuso: y en lo más áspero de las vecinas sierras, cerca de un lugar que llaman Rascafría, en el valle de Lozoya, fundó el monasterio de frailes cartujos denominado el Paular. Éstos fueron los últimos actos del rey don Juan I. Con
ánimo de pasar el invierno en el templado clima de Andalucía, según lo requería
el estado de su delicada salud, hallábase ya en el mes de octubre en Alcalá de
Henares, donde habían de reunirsele la reina y sus hijos. Aconteció allí que un
domingo (9 de octubre), habiendo salido el rey a caballo con el arzobispo de
Toledo don Pedro Tenorio y varios nobles y señores de su corte, al atravesar un
barbecho apretó las espuelas a su caballo, y tropezando éste en la carrera cayó
con el rey y cogiéndole debajo le aplastó y fracturó todo su cuerpo. Imposible
fue a los caballeros, por más que corrieron llegar a tiempo de salvarle. El rey
había expirado: grande fue la pesadumbre y el llanto de todos los de su séquito:
«e era muy grand razón, dice la crónica, ca fuera el rey don Juan de buenas
maneras, e buenas costumbres, e sin saña ninguna; como quier que ovo siempre en
todos sus fechos muy pequeña ventura, señaladamente en la guerra de Portugal.»
Tal fue la desgraciada muerte de don Juan I. de Castilla, a la edad de treinta
y dos años, y después de haber reinado doce años, cuatro meses y doce días. El arzobispo de Toledo,
testigo de la catástrofe, llamó a los médicos, y de acuerdo con ellos hizo
difundir por unos días la voz de que el rey no era muerto, mientras enviaba
cartas a las ciudades y a los señores del reino noticiándoles que se hallaba en
peligro, y que era su voluntad y los exhortaba a que después de su muerte
reconocieran y juraran como leales por rey de Castilla a su hijo don Enrique.
Cuando
el arzobispo lo creyó oportuno, publicó la verdad del caso, y colocó el cadáver
del rey en la capilla del palacio de los arzobispos de Toledo en Alcalá de
Henares. Al otro día partió para Madrid, donde se hallaban los infantes don
Enrique y don Fernando, y alzó voz por don Enrique, que quedó proclamado rey de
Castilla y de León. El luto y el llanto por la muerte del padre se mezcló con
las fiestas y las alegrías de la proclamación del hijo.
CAPÍTULO XX.
JUAN I. (EL CAZADOR) EN ARAGÓN.
De 1387 a 1395.
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