CAPÍTULO XVIII ENRIQUE
II (EL BASTARDO) EN CASTILLA.
La
corona de Alfonso el de las Navas, de San Fernando y de Alfonso el Sabio, pasa
a ceñir las sienes de un bastardo, de un usurpador, de un fratricida. Cada una
de estas cualidades hubiera bastado por sí sola para alejar del trono de
Castilla a Enrique de Trastámara, aún cuando le hubieran adornado otras prendas
y condiciones de rey, si las violencias y las crueldades de don Pedro no
hubieran tenido tan profundamente disgustados a los castellanos. Si alguna duda
nos quedara de las tiranías que habían hecho odiosa la dominación precedente,
desaparecería al ver a la nación castellana, tan amante de la legitimidad de
sus reyes, no solamente reconocer y acatar como monarca a un hijo espúreo,
rebelde y manchado con la nota de traidor, sino alterar la ley de sucesión,
legitimando en él la línea bastarda, cuando aún había en Aragón y en Portugal
vástagos de la línea legitima de nuestros reyes, cuando aún existían las hijas
de don Pedro reconocidas como herederas legítimas del trono en las cortes de
Sevilla. Veamos como acabó don Enrique de conquistar el reino castellano, como
se afianzó en él, y lo que legó a sus sucesores.
Muerto
don Pedro, presos don Fernando de Castro, Men Rodríguez de Sanabria y los demás
caballeros que con él estaban, y rendidos los pocos defensores del castillo de
Montiel, partió don Enrique al día siguiente para Sevilla, que estaba ya por él
y había tomado su voz. Siguieron su ejemplo los demás pueblos de Andalucía, a
excepción de Carmona, donde se mantenía don Martín, López de Córdoba guardando
los hijos y los tesoros del difunto monarca. Zamora y Ciudad Rodrigo en
Castilla tampoco reconocían la autoridad de don Enrique; Molina y los castillos
de Requena, Cañete y otros, se dieron al rey de Aragón, como antes se habían
entregado al de Navarra, Logroño, Vitoria, Salvatierra y Santa Cruz de Campezo.
Por el contrario, Toledo se le había dado a merced, y allá habían ido ya desde
Burgos la nueva reina doña Juana, y su hijo el infante don Juan. Tal era la
situación de Castilla inmediatamente a la catástrofe de Montiel.
Lejos
de contemplarse don Enrique ni seguro ni respetado, harto conocía que no había
de faltarle ni inquietudes para sufrir, ni contrariedades que vencer. Enemigos
le quedaban dentro del mismo reino, y no contaba por amigo a ningún monarca
vecino. Los soberanos de Granada, de Navarra, de Aragón y de Portugal todos le
eran contrarios; queríale mal el de Inglaterra, y sólo, como veremos, halló un
amigo y un aliado constante en el de Francia. Comenzó el emir granadino
desechando una tregua que don Enrique le proponía. Intentó éste transigir con
Martín López de Córdoba, ofreciéndole poner en salvo su persona y las de todos
los suyos, así como los hijos y los tesoros del rey don Pedro, y el
imperturbable defensor de Carmona rechazó también con altivez la proposición.
Con esto, y como le urgiese a don Enrique volver a Castilla, dejando algunos
ricos-hombres y caballeros que guardasen las fronteras de Carmona y Granada,
vínose a Toledo a reunirse con su esposa y con su hijo, y desde aquí envió a
buscar a Francia a su hija doña Leonor. Necesitaba pagar a Bertrand Duguesclin,
y a sus auxiliares, franceses y bretones; pero el tesoro estaba exhausto, y
temiendo enajenarse a sus súbditos, de quienes aún no estaba muy seguro, si
inauguraba su reinado cargándolos con nuevos impuestos, recurrió al expediente
conocido y usado en aquella edad, al de labrar moneda de baja ley. Mandó, pues,
batir tres clases de monedas nuevas, llamadas cruzados, reales y coronas. Con
este recurso satisfizo al pronto sus deudas más urgentes; pero resultó después
lo que siempre en tales casos acontece, que los artículos subieron de precio a
tal punto, que una dobla de oro que antes valía de 25 a 35 maravedís, se
estimaba en 300; un caballo valía 60.000 maravedís, y a este respecto lo demás.
Recibió
don Enrique en Toledo nuevas de que el rey don Fernando de Portugal,
pretendiendo corresponderle la corona de Castilla como biznieto de don Sancho
el Bravo, no solamente le movía guerra, sino que había logrado ya que se declararan
en su favor Zamora, Ciudad Rodrigo, Alcántara, Valencia de Alcántara, Tuy y
otras ciudades de Galicia. Corrió don Enrique a ponerse sobre Zamora (junio,
1369), más como supiese que el portugués se había apoderado de La Coruña, tomó
resueltamente el castellano con toda su hueste el camino de Galicia, decidido a
pelear allí con su adversario. Pero no habiendo tenido valor el de Portugal para
esperar al bastardo de Castilla, volvióse apresuradamente a su reino. Allá le
siguió atrevidamente don Enrique, y entrando por la comarca de Entre Duero y
Miño, cercó y rindió la ciudad de Braga, y pasó luego a poner su campo frente a
la villa de Guimaranes. También se hubiera hecho dueño de aquella villa, si don
Fernando de Castro, a quien llevaba consigo desde Montiel más sueltamente de lo
que correspondía a un prisionero, no le hubiera hecho traición incorporándose a
los de dentro so color de ir a hablarles para que se dieran a don Enrique.
Movióse entonces don Enrique hacia la provincia de Tras-os-Montes, donde se
detuvo esperando al de Portugal que le había enviado a decir que quería trabar
con él batalla. En tanto que venía, cercó el castellano y tomó la ciudad de
Braganza; mas como don Fernando no pareciese, que era el portugués más
jactancioso que valiente, y más revolvedor que guerrero, volvióse don Enrique
para Castilla después de una expedición más gloriosa que útil, y con el
sentimiento de haber sabido que durante su breve campaña de Portugal el rey
moro de Granada se había apoderado de Algeciras, mal defendida y guardada por
los cristianos: hizo el musulmán demoler aquella fortaleza, brillante y costosa
conquista de Alfonso XI, y cegó su puerto de manera que no fue ya posible
rehabilitarle nunca.
Desde
Toro, donde se vino don Enrique, envió los refuerzos que pudo a las fronteras
de Galicia y de Granada, y empleó algún tiempo en ir reuniendo fondos para
pagar a las compañías extranjeras. Pero lo que señaló más honrosamente su
estancia en Toro, fueron las cortes que allí celebró y las ordenanzas que en
ellas se hicieron. Decretáronse penas muy severas contra los asesinos, ladrones y malhechores.
«Primeramente que cualquier hombre de cualquier condición que sea, aunque sea
hijodalgo, que matare o hiriere en nuestra corte o ennuestro reino, que le maten por ello; y si sacare espada o cuchillo para pelear, que le
corten la mano; y si hurtare, o robare, o forzare en la nuestra corte o en nuestro reino, que le maten por ello». Prosigue ordenando cómo se ha de
perseguir y castigar y administrar la justicia a los salteadores, aunque fuesen
caballeros, de los que acostumbraban a cometer robos desde las fortalezas y
castillos. Se dieron instrucciones a los alcaldes de corte, merinos y
alguaciles sobre el cumplimiento de sus respectivas obligaciones; se estableció
una especie de ronda continua en la corte en que residiese el rey, y en los
campos y caminos de la comarca, para la protección y seguridad de los
habitantes, de los viajeros y de los frutos; y se hizo otro ordenamiento de
menestrales a semejanza del que había hecho diez y ocho años antes en
Valladolid el rey don Pedro, poniendo tasa a todos los artículos de comer y de
vestir, y fijando los precios de las hechuras, salarios, jornales y alquileres
en todas las artes y oficios.
Allí
estuvo don Enrique hasta entrado el invierno que se movió con intento de
apoderarse de Ciudad Rodrigo, que estaba por el rey de Portugal. Mas la
estación era tan inoportuna, y fueron tantas las lluvias, y se presentó un
invierno tan crudo, que le fue preciso regresar por Salamanca a Medina del Campo,
donde congregó una asamblea de ricos-hombres y caballeros, que algunos nombran
cortes, para pagar la hueste auxiliar extranjera. Aunque apenas pudo el rey
satisfacer en metálico la mitad de lo que adeudaba, en cambio recompensó
espléndidamente con otras mercedes a los capitanes de la expedición. A Bertrand
Duguesclin, conde de Trastámara y duque de Molina, le dio las poblaciones de
Soria, Almazán, Atienza, Deza, Monteagudo, Serón y otros lugares. Al Bégue de
Villaines le hizo conde de Rivadeo; dio la villa de Agreda a Olivier de Manny,
la de Aguilar de Campos a Jofre Rechon, y la de Villalpando a Arnaldo de Solier
(marzo, 1370). Después de lo cual los más se fueron contentos a Francia, donde
el rey los llamaba para la guerra que aún sostenía con Inglaterra.
Entre
el rey de Portugal y don Fernando de Castro le tenían dominada casi toda la
Galicia. Hostilizábale Mohammed por la parte de Granada; estragaban el país los
de Carmona, y don Pedro IV de Aragón ayudaba a los enemigos de don Enrique.
Atento a todo el nuevo rey de Castilla, envió algunas tropas a Galicia al mando
de Pedro Manrique y de Pedro Sarmiento, y con el fin de separar al aragonés de
la alianza con el de Portugal, despachó a aquel una embajada instándole a que
se realizase el matrimonio, años antes concertado, de su hija doña Leonor con
el infante don Juan de Castilla. Negóse a ello el de Aragón, mientras don
Enrique no le entregase el reino de Murcia y las demás tierras ofrecidas en el
tratado de Monzón, cuando se estipuló que don Pedro le ayudaría a conquistar el
reino de Castilla: estraña pretensión la del Ceremonioso, cuando lejos de
ayudar a don Enrique se había aliado con el príncipe de Gales, y había hecho lo
posible para impedir la entrada del de Trastámara en Castilla, negándole el
paso por su reino. A todo esto, el de Portugal había enviado una escuadra de
veinte y tres galeras y algunas naves a la desembocadura del Guadalquivir, lo cual
obligó a don Enrique a apresurar su ida a Sevilla. En el camino supo con placer
que sus fronteros habían pactado treguas con el rey de Granada. Luego que llegó
a Sevilla, aparejó su flota, y partiendo el almirante de Castilla con veinte
galeras por el río, el rey con su gente por tierra en busca de la armada
portuguesa, ésta huyó a alta mar sin querer combatir dejando en poder de los
castellanos cinco naves.
Hallándose
el rey de vuelta en Sevilla llegaron allí los dos obispos, en calidad de
nuncios apostólicos, para tratar de paz entre los reyes de Aragón, Portugal y
Castilla, y también trabajaron por hacer que viniese a composición don Martín
López de Córdoba, mas nada consiguieron. Entonces don Enrique pasó a cercar a
Carmona. Durante este sitio murió el hermano del rey, don Tello, señor de
Vizcaya y de Lara, que había quedado por frontero de Portugal (15 de octubre,
1370). La voz pública acusó al rey de haberle hecho dar yerbas por medio de su
físico, en razón a que don Tello andaba siempre en tratos con los enemigos de
su hermano: el carácter de don Tello era éste en verdad: acerca del
envenenamiento no sabemos si mintió la fama. Y como no dejase hijos legítimos,
dio el rey el señorío de Lara y de Vizcaya al infante don Juan su primogénito.
Continuaba
el sitio de Carmona. Martín López se defendía valerosamente. Cuarenta hombres
que escalaron el muro una noche cayeron todos prisioneros, y llevados de orden
de Martín López a un patio los hizo matar a todos a lanzadas. Grande enojo
causó al rey tan inhumana ejecución; la tuvo presente, y estrechó el cerco con
más ahínco. Apurábalos ya el hambre a los de dentro, y viendo Martín López que
ni de Granada ni de Inglaterra le llegaban los socorros que esperaba, consintió
al fin en rendir a don Enrique la ciudad con el tesoro y con los hijos de don
Pedro, a condición de salvar su vida y de que se le permitiera ir libremente a
vivir en el reino que él designase. A todo condescendió don Enrique, y así lo
juró. En su virtud Martín López de Córdoba entregó la ciudad (10 de mayo,
1371), pero don Enrique, faltando a su palabra y juramento con gran desdoro de
la dignidad real, le hizo prender y llevar a Sevilla, donde le mandó degollar,
juntamente con el secretario del sello del rey don Pedro: la ejecución de los
cuarenta prisioneros quedó vengada, pero lo fue con un acto de perfidia y de
crueldad que recordaba a los de don Pedro el Cruel: apoderóse don Enrique de los
tesoros de éste, y envió sus hijos prisioneros a Toledo.
Estos
dos hijos sufrieron suplicios horribles. Según la Crónica Abreviada, «mandó el
rey arrastrar por toda Sevilla a Mateos Fernandez, secretario del sello del rey
don Pedro, y cortáronle pies y manos, y degolláronle; y el lunes doce de junio
arrastraron a Martín López por toda Sevilla, y le cortaron pies y manos en la
plaza de San Francisco, y le quemaron»
Prósperamente
habían marchado en tanto las cosas para don Enrique por las fronteras de
Galicia y Portugal. El castillo de Zamora se le había entregado, y el
gobernador de la ciudad Fernán Alfonso había sido hecho prisionero por Pedro
Fernández de Velasco, camarero del rey. Zamora quedaba, pues, bajo su
obediencia, y los fronteros de Galicia habían batido a don Fernando de Castro
en el puerto de Bueyes, y perseguídole en derrota hasta Portugal. Los nuncios
del papa habían logrado a costa de esfuerzos reducir al monarca portugués a
ajustar paces con el de Castilla. La principal condición del convenio era el
casamiento del rey don Fernando de Portugal con la infanta doña Leonor, hija de
don Enrique, y la restitución de las plazas de Castilla que aquel tenía. Con
objeto de arreglar lo necesario para las bodas de su hija pasó el castellano a
Toro, pero el versátil portugués le envió allí un mensaje anunciándole que no
podía realizar aquel casamiento, por cuanto había contraído ya matrimonio con
una dama de su corte, rogándole que no lo tuviese a enojo, puesto que estaba dispuesto a devolverle
las plazas convenidas. Don Enrique, a quien no interesaba tanto ser yerno del
rey de Portugal como cobrar las plazas y vivir en paz con él, lejos de
mostrarse disgustado se dio por contento, y recobró sus ciudades y quedaron
amigos.
Vemos
con gusto al nuevo monarca de Castilla emplear los pocos períodos de descanso
que le dejaban las guerras en dotar al país de leyes saludables. Las que hizo
en las cortes que celebró en Toro este año (1371) fueron de suma importancia
para la organización política y civil del reino. Con el título de Ordenamiento
sobre la administración de justicia tenemos a la vista un cuaderno hecho en aquellas
cortes, en que se crea una audiencia o chancillería (abdiencia, chancillería, se la llama indistintamente en el texto),
compuesta de siete oidores, para librar o fallar los pleitos en la corte del
rey, especie de tribunal supremo, de cuyos juicios no había alzada ni
suplicación. Establecíanse en la corte ocho alcaldes ordinarios, dos de
Castilla, dos de León, uno de Toledo, dos de Extremadura y uno de Andalucía,
que no fuesen oidores, ni pudieren tener otro oficio, sino el de librar los
pleitos criminales en la forma y términos que se les prescribía. Los primeros
habían de tener tribunal tres días, los segundos dos a la semana. Se señala
además en este cuaderno sus obligaciones respectivas a los adelantados,
merinos, escribanos, notarios, alguaciles y demás empleados de justicia. Se
reproducen las ordenanzas de ronda y policía, las leyes contra malhechores y
ladrones, y se manda derribar y destruir los castillos, cuevas y peñas bravas,
de donde se hacían muchos daños a la tierra, prohibiendo levantar fortalezas
sin expreso mandamiento del rey. Así
se iba organizando la administración de justicia, y marchándose hacia la unidad
del poder.
En
otro cuaderno hecho en las mismas cortes responde el rey a treinta y cinco
peticiones presentadas por los procuradores de las ciudades, entre las cuales
las había de grande importancia para el gobierno del reino. Tales eran, la de
que no se desmembraran las ciudades, lugares y fortalezas de la corona,
dándolos a particulares señores; que no entorpecieran los grandes y magnates el
ejercicio de la jurisdicción y señorío real; que los juzgados de las ciudades y
villas no se diesen a caballeros y hombres poderosos, sino a ciudadanos y
hombres buenos, entendidos en derecho, y que estos hubieran de dar cuenta cada
año del modo como habían administrado la justicia; que se guardase el fuero de
cada ciudad, y no se les diese jueces de fuera sino a petición de todos los
vecinos; que no se permitiese levantar fortalezas sin orden del rey; que ningún
hombre lego pudiese demandar a otro lego ante los jueces de la iglesia con
cosas pertenecientes a la jurisdicción temporal, y otras semejantes que
conducían a la disminución de los privilegios nobiliarios, al robustecimiento
del brazo popular, y a la debida separación de las diversas jurisdicciones. A
todas accedía el rey, salvo alguna pequeña modificación. Por la segunda
petición de estas cortes se ve que los judíos se hallaban apoderados de los
mejores empleos de la corte y del reino, a tal extremo, que con su poder,
influencia y riquezas tenían avasallados y supeditados a los pueblos y
concejos. Pedían pues estos por sus procuradores, «que aquella mala compañía»,
«gente mala y atrevida, y enemigos de Dios y de toda la cristiandad», no
tuviesen oficios en la casa real, ni en las de los grandes y señores, ni fuesen
arrendadores de las rentas reales con que hacían tantos cohechos; que viviesen
apartados de los cristianos, llevando una señal que los distinguiera de ellos;
que no vistiesen tan buenos paños, ni cabalgasen en mulas, ni llevasen nombres
cristianos. Condescendió el rey a esto último de los nombres y de las señales,
mas en cuanto a los arrendamientos y a los empleos y oficios de la real casa y
en las de los grandes y caballeros, lo negó no muy disimuladamente diciendo:
«en razón de todo lo cual, tenemos por bien que pasen según que pasaron en
tiempo de los Reyes nuestros antecesores, el del rey don Alfonso nuestro
padre.» Prueba grande del influjo y poder que aquella raza conservaba, y de que
los mismos soberanos no se atrevían a despojarla.
Hay
otro cuaderno de estas mismas cortes, que contiene trece peticiones enviadas
por el concejo, alcaldes, y veinte y cuatro caballeros y hombres buenos de la
ciudad de Sevilla. Interesantes son algunas de ellas, como testimonio de los
adelantos de la época en materia de legislación. Que no se prendiera a las
mujeres, ni se embargaran sus bienes por deudas de sus maridos: que los
clérigos no tuvieran más derechos para con sus deudores legos, que los que
éstos para con aquellos tenían; que nadie fuese desapoderado de sus bienes
hasta ser primeramente oído y vencido por fuero y por derecho; y otras a este
símil conducentes a asegurar las garantías individuales. Revocóse en estas cortes la ley de moneda de
los cruzados y reales, reduciéndolos a su justo valor, en razón de los daños
que su creación había causado en el reino. Se trató otra vez de la forma de las
behetrías; pero el rey se negó a alterar esta antigua institución y quedó en
tal estado.
Había
enviado don Enrique algunos de los suyos para ver de recobrar los lugares que
se habían dado al rey de Navarra. Salvatierra y Santa Cruz de Campezo volvieron
a tomar la voz del de Castilla: Logroño y Vitoria se pusieron en manos del papa
Gregorio XI (sucesor de Urbano V), hasta que éste librara el pleito entre los
dos reyes.
Fiel
don Enrique a la alianza del monarca francés, a quien en gran parte debía la
corona de Castilla, habíale socorrido con una flota de doce galeras al mando
del almirante Ambrosio Bocanegra, hijo de Micer Gil, para la guerra que el
francés traía con los ingleses. La flota castellana encontró cerca de La
Rochelle la armada inglesa mandada por el conde de Pembroke, yerno del rey. El
almirante de Castilla la atacó sin vacilar, la batió, e hizo prisionero al
almirante inglés con la mayor parte de sus naves, excepto la que conducía el
dinero, que se fue a pique con harto sentimiento de los castellanos. Esta
derrota causada a los ingleses en el elemento en que ellos estaban
acostumbrados a dominar, produjo que una gran parte de Guyena volviera al
dominio del rey de Francia. Para los castellanos fue como un justo desquite de
las pretensiones de los hijos del rey de Inglaterra, a saber, el duque de
Lancaster y el conde de Cambridge que habían casado con las dos hijas de don
Pedro el Cruel, doña Constanza y doña Isabel, y principalmente del de
Lancaster, que pretendía tener por aquel matrimonio derecho a la corona de
Castilla. Recibió don Enrique esta agradable nueva en Burgos, donde le fue
llevado el prisionero conde de Pembroke con otros setenta caballeros ingleses de
la espuela dorada. Pródigo en mercedes el rey de Castilla, hasta el punto de
que le valiera esta cualidad el sobrenombre de don Enrique el de las Mercedes,
no podía dejar de dárselas espléndidas al jefe y a los capitanes de la armada
vencedora. El ilustre prisionero fue dado por el rey a Bertrand Duguesclin, de
quien volvió a comprar por cien mil francos de oro las villas que antes le
había dado.
Una
rebelión movida por los descontentos de Galicia y Castilla en Tuy obligó a don
Enrique a marchar apresuradamente a aquella ciudad: la cercó y tomó, y volvióse
pronto a Castilla (1372), a preparar en Santander una armada de cuarenta velas
para enviarla a La Rochelle en auxilio de su íntimo amigo y aliado el rey de
Francia, conducida por el almirante Ruy Díaz de Rojas. La armada castellana
arribó a La Rochelle, más no habiendo parecido la escuadra inglesa que había de
ir en socorro de aquella ciudad, entregóse ésta a los franceses, y la flota de
Castilla regresó a invernar en los puertos del reino.
Poco
guardador de los pactos el rey don Fernando de Portugal, había apresado en las
aguas de Lisboa algunos barcos mercantes vizcaínos, guipuzcoanos y asturianos,
sin motivo ni causa conocida, si no lo era el deseo de romper otra vez con el
de Castilla, atendida la alianza que el portugués hizo con el duque de
Lancaster, que tenía la arrogancia de titularse rey de Castilla, por su mujer
doña Constanza, hija de don Pedro y de la Padilla. Envió el rey sus cartas al de Portugal por
medio de Diego López de Pacheco, caballero portugués a quien don Enrique tenía
heredado en Castilla, requiriéndole que desembargara las naves que había tomado
de su reino, y mientras su hijo don Alfonso sometía algunos rebeldes de
Galicia, don Enrique esperó en Zamora la contestación del de Portugal, a quien había
enviado a preguntar si había de tenerle por amigo o por enemigo. Que no era la
voluntad del portugués ser su amigo, fue lo que le aseguró el Pacheco, con lo
cual se resolvió don Enrique a invadir el reino vecino.
La
ocasión no podía ser más oportuna. El matrimonio escandaloso del rey don
Fernando con doña Leonor Tellez tenía sublevado contra él al pueblo, y su mismo
hermano don Dionís, hijo de doña Inés de Castro, se vino a las banderas del rey
de Castilla, que le recibió muy bien y partió con él sus joyas, caballos, armas
y dinero. Don Enrique, sin atender a las amonestaciones del cardenal Guido de
Bolonia, que intentaba poner paces entre los dos reyes, continuó su marcha por
Portugal (diciembre, 1372), y se apoderó de Almeida y otros lugares. Pidió sin
embargo refuerzos para proseguir la guerra. Los hidalgos portugueses,
disgustados con el matrimonio de su monarca, ayudábanle de mal grado, y muchos
no le asistían con sus servicios. Así don Enrique, después de posesionarse de
Viseo (1373), marchó sobre Santarén, donde se hallaba don Fernando, que no se
atrevió a presentar batalla al castellano, el cual se dirigió atrevidamente con
su ejército a Lisboa, en cuyos arrabales acampó (marzo, 1373). Defendieron los
portugueses valerosamente su capital por mar y por tierra, en términos que tuvo
don Enrique que retirarse con su ejército a los monasterios que había fuera de
la ciudad, no sin haber incendiado antes algunas calles y las naves de las
atarazanas. Los barcos de Castilla apresados fueron recobrados por la escuadra
castellana del almirante Bocanegra.
A
tiempo llegó para el de Portugal la intervención del cardenal legado, que con
deseo de poner paces entre los dos reyes había ido a Santarén a conferenciar
con el portugués. Las condiciones de la paz no eran demasiado duras para éste,
atendida la crítica situación en que se hallaba. Reducíanse a que el de
Portugal dentro de cierto plazo echaría del reino a don Fernando de Castro y a
otros caballeros y escuderos castellanos que con él andaban en número de quinientos:
que el conde don Sancho, único hermano que quedaba del rey de Castilla, casaría
con la infanta doña Beatriz, hermana del rey de Portugal, hija de don Pedro y
de doña Inés de Castro: que don Fadrique, hijo bastardo del de Castilla, se
desposaría con doña Beatriz, hija de don Fernando de Portugal y de doña Leonor
Téllez, que acababa de nacer en Coimbra; que el conde don Alfonso, otro hijo
bastardo de don Enrique, habría de casar con doña Isabel, otra hija bastarda
del portugués, la cual llevaría en dote Viseo, Celorico y Linares. La moralidad
de los reyes de este tiempo se ve en esta multitud de hijos bastardos y de
prole ilegitima que todos tenían, y de que concertaban públicos enlaces. Hizo
el legado pontificio aparejar tres barcas en Santarén, y entrando en una el rey
de Castilla, en otra el de Portugal, y el cardenal en la tercera, viéronse ambos
reyes en las aguas del Tajo, y se hablaron y juraron amistades. Terminada así
la guerra de Portugal, y celebradas las bodas de don Sancho y de doña Beatriz,
dio don Enrique la vuelta para Castilla.
Su
primera diligencia fue intimar a Carlos el Malo de Navarra que le devolviese
las ciudades de Logroño y Vitoria. Débil para resistirle el navarro, dijo que
ponía el negocio en manos del nuncio del papa. Incansable este prelado, que iba
siendo el árbitro de todos los litigios de la península, logró también
concertar a estos dos príncipes y que hicieran sus pleitesías bajo las
condiciones siguientes: que el de Navarra dejaría al de Castilla las ciudades
de Vitoria y Logroño; que don Carlos, hijo primogénito del navarro, casaría con
doña Leonor, hija de don Enrique; y que en tanto que el infante de Navarra se
hallaba en edad de poder contraer matrimonio, estaría su hermano menor don
Pedro, como en rehenes, en poder de la reina de Castilla. Viéronse también
ambos soberanos entre Briones y San Vicente, comieron juntos, y firmados los
desposorios, y entregadas las dos ciudades, y enviado a Burgos el infante don
Pedro, quedó todo sosegado entre los reyes de Castilla y Navarra.
A
poco tiempo de hechas las paces vinose el de Navarra a Madrid, donde trató de
persuadir a don Enrique que se separara de la liga y amistad del de Francia, lo
cual sería bastante para que tuviese por amigos al rey de Inglaterra y al duque
de Lancaster, y tanto, que éste renunciaría a sus demandas y pretensiones sobre
Castilla como esposo de la hija de don Pedro. Contestó don Enrique que por nada
del mundo dejaría su alianza con el francés; y no pudiendo concertarse sobre
este punto, despidiéronse el de Navarra para su tierra, y el de Castilla para
Andalucía. De esta manera, y merced a su energía y actividad, iba don Enrique
venciendo las contrariedades y desembarazándose delos enemigos que dentro y
fuera del reino halló conjurados entre si al ceñirse la corona de Castilla.
Faltábale
desarmar al aragonés. Veía con recelo don Pedro IV de Aragón el Ceremonioso el
éxito que había tenido la campaña de don Enrique en Portugal y el poderío que
el castellano iba adquiriendo, y temíale tanto más, cuanto que sabía bien que
no se encubría a don Enrique la situación del reino aragonés, y que conocía
perfectamente todas las plazas de la frontera, como quien había vivido mucho
tiempo en aquel reino en intimidad con el monarca. Por tanto renovó don Pedro
su alianza con Inglaterra y con el duque de Lancaster contra el de Castilla;
pero en cambio éste, juntamente con el de Francia, protegían al infante de
Mallorca, que amenazaba invadir la Cataluña. Interpúsose el duque de Anjou entre el
aragonés y el castellano, y quiso que viniesen a un arreglo sobre el señorío de
Molina y el reino de Murcia, que era sobre lo que versaban las pretensiones del
de Aragón. Pero estando en estas negociaciones, el duque de Anjou se convirtió
de repente de árbitro y mediador en enemigo del aragonés, y cesó de tratarse de
paz por su medio. Entonces los dos monarcas comprometieron sus diferencias en
el cardenal Guido y en algunos prelados y caballeros de ambos reinos, los
cuales convinieron en que hubiese tregua de algunos meses (diciembre, 1373). El
rey de Inglaterra y el duque de Lancaster no cesaban de instar al de Aragón a
que hiciese guerra abierta al de Castilla para cuando el príncipe inglés
viniera a tomar posesión de este reino, halagándole con ofrecimientos pomposos;
pero cauto y sagaz el aragonés, entretenía estas pláticas, como aquel a quien
no convenía tener por enemigo al castellano en ocasión en que le daba harto que
hacer el infante don Jaime de Mallorca.
Sería
mediado enero de 1374 cuando supo don Enrique, hallándose en Burgos, que el
duque de Lancaster amenazaba invadir su reino, y para estar apercibido reunió
en aquella ciudad sus compañías y sus pendones. Allí perdió la vida por un
incidente casual el conde de Alburquerque don Sancho, único hermano que había
quedado al rey. Habíase movido una riña entre soldados de dos cuerpos; acudió
don Sancho vestido con armas que no eran suyas a apaciguar la contienda, y un
soldado, sin conocerle, le dio una lanzada en el rostro, de la cual murió aquel
mismo día. Gran
pesadumbre causó este suceso al rey, que sin embargo no dejó de apresurar sus
preparativos de guerra, y cuando tuvo reunidas todas sus compañías, partió de
Burgos para la Rioja, puso su real en el encinar de Bañares, e hizo alarde de
su gente, que consistía en cinco mil lanzas castellanas, igual número de peones
y mil doscientos jinetes. El de Lancaster, tal vez desanimado con la tibieza
que halló en el de Aragón, no se atrevió a entrar en España. Entonces recibió
don Enrique un mensaje del duque de Anjou invitándole a que pasara con su
ejército a cercar a Bayona, donde él simultáneamente se presentaría. Hizolo así
don Enrique, y el ejército castellano, atravesando con mil trabajos el país de
Guipúzcoa en medio de copiosísimas lluvias a pesar de ser ya la estación del
verano (junio, 1374), acampó delante de Bayona. El duque de Anjou no parecía.
Avisóle don Enrique a Tolosa, donde se hallaba, y aún así no concurrió alegando
tener que atender por aquella parte a los ingleses. En su virtud, y escaseando
los mantenimientos para su gente, levantó don Enrique el campo de Bayona y se
volvió a Castilla. Dejó en Burgos al infante don Juan con algunas tropas,
licenció otras, y a la proximidad del invierno se fue a Sevilla. Desde allí
mandó una armada al rey de Francia, al mando del almirante Fernán Sánchez de
Tovar, que unida a una flota francesa hicieron grandes estragos en las costas
de Inglaterra.
Sólo
faltaba al castellano trocar en paz la tregua que tenía con el aragonés. Había
de fundarse aquella principalmente en el casamiento, mucho tiempo hacia
concertado, del infante heredero don Juan de Castilla con la infanta doña
Leonor de Aragón. Habíanse criado juntos, por anteriores tratos, los dos
jóvenes príncipes, y se amaban. La muerte de la reina de Aragón, que se oponía
a este enlace, favoreció mucho a las negociaciones y mensajes que a aquel
intento se entablaron y cruzaron entre los dos monarcas y el fallecimiento de
don Jaime de Mallorca contribuyó también no poco a allanar las dificultades.
Prosiguiendo, pues, los tratos, acordóse que se vieran en un punto de la frontera
las personas designadas por uno y otro reino para negociar el matrimonio y la
reconciliación. El punto señalado fue Almazán. Allí concurrieron por parte de
Castilla la reina y su hijo, los obispos de Palencia y Plasencia, y los
caballeros Juan Hurtado de Mendoza y Pedro Fernández de Velasco; por parte del
aragonés el arzobispo de Zaragoza y Ramón Alamán de Cerbellón. Todos vinieron a
conformarse en ajustar la paz con las condiciones siguientes: que se realizaría
el matrimonio del infante don Juan de Castilla con la infanta doña Leonor de
Aragón; que le serían contados al aragonés como dote de su hija los doscientos
mil florines de oro que había prestado a don Enrique para su primera entrada en
Castilla; que devolvería al castellano la ciudad y castillo de Molina; que don
Enrique pagaría al aragonés en varios plazos ciento ochenta mil florines por
los gastos que éste había hecho ayudándole en las guerras pasadas, y que de una
parte y de otra se darían las seguridades convenientes para la observancia del
tratado. Firmó éste el infante de Castilla en Almazán el 12 de abril de 1375,
el rey de Aragón en Lérida el 10 de marzo, jurándole los aragoneses y catalanes
allí presentes, y otro tanto se ejecutó por parte de don Enrique y de los
principales señores de su corte.
Habiendo convenido en que las bodas se
celebrasen en Soria, don Enrique envió un mensaje al rey de Navarra
manifestándole el gusto que tendría en que al propio tiempo y allí mismo se
realizara el matrimonio ajustado entre el infante don Carlos de Navarra y la
infanta doña Leonor de Castilla. No puso dificultad en esto el navarro, y
enviando seguidamente su hijo a Soria, se efectuó su casamiento (27 de mayo),
aún antes que el de la infanta de Aragón, cuya venida se retrasó algunos días, y su
enlace con el heredero de Castilla no se verificó hasta el 18 del inmediato
junio.
Terminadas
las fiestas del doble enlace, llegáronle a don Enrique a Burgos cartas del rey
de Francia participándole que iba a celebrarse un congreso en Brujas (Flandes)
para tratar la paz entre Francia e Inglaterra. Allá envió también sus
representantes el rey de Castilla. Mas habiendo estos diferido su viaje por
incidentes que sobrevinieron, cuando llegaron a París hallaron ya de vuelta a
los hermanos del rey de Francia, después de prorrogada en Brujas por mediación
del papa la tregua que había entre ingleses y franceses. Al tiempo que los
embajadores regresaron a Castilla, vino también el duque de Borbón en
peregrinación a Compostela. Recibióle muy amistosamente don Enrique en Segovia,
y le hizo grandes presentes y honores. Acompañóle hasta León, y el francés
continuó su camino a Santiago, y don Enrique se fue para Sevilla (1376).
Parecía
que se hallaba ya el monarca de Castilla en paz y concordia con todos los reyes
cristianos de España. Pero el navarro, cuyos actos todos correspondían al
sobrenombre de Malo que llevaba, con su acostumbrada perfidia y doblez
determinó enviar su hijo a Francia, en la apariencia con objeto de que entablase
ciertas negociaciones con el monarca de aquel reino, en realidad con el
siniestro designio que vamos a ver. Algo receló el de Castilla, conocedor del
carácter de Carlos el Malo, y bien mostró al infante su yerno el desagrado con
que veía aquel viaje, pero el príncipe obedeciendo a su padre partió para
Francia. Seguíale su escudero y privado del rey su padre, llamado Jaques de
Rua. El previsor y hábil político Carlos V de Francia hizo prender en el
camino al confidente del navarro, y puesto a tormento declaró que el objeto con
que le enviaba el rey era de tratar con los ingleses, bajo la base de que si el
rey de Inglaterra le cediese la Guyena y le pagase dos mil lanzas, él le
ayudaría haciendo personalmente la guerra al de Francia y le cedería todas las
fortalezas que tenía en Normandia, que eran muchas. Confesó además el agente
secreto de Carlos el Malo, que éste había querido sobornar a un médico de
Chipre llamado Maestre Angel para que diera veneno al monarca francés, pero que
el médico había huido por no cometer aquel crimen, todo lo cual sabía por boca
del mismo rey (1377), el negociador del navarro que esto confesó fue condenado
a una muerte afrentosa en París. Llevado a esta ciudad el infante de Navarra,
príncipe noble, que de seguro no tenía parte en la traición, fue detenido allí
por el rey de Francia, el cual mandó a su hermano el duque de Borgoña y a
Bertrand Duguesclin que tomaran y desmantelaran todas las fortalezas que en
Normandía poseía el navarro. Sólo quedó el castillo de Cherbourg, que empeñó el
de Navarra a los ingleses, y desde el cual hicieron éstos mucho daño a Francia. El monarca francés envió
mensajeros a don Enrique, que a la sazón se hallaba en Sevilla, noticiándole
este suceso y rogándole por la amistad que entre ellos había que hiciese guerra
al de Navarra.
Llegaba
la excitación del monarca francés en sazón oportuna, puesto que sabía don
Enrique que hacía tiempo andaba el navarro trabajando por sobornar al
adelantado de Castilla Pedro Manrique para que le vendiera la ciudad de Logroño
en veinte mil doblas. Previno entonces el rey a su adelantado que fingiendo
estar dispuesto a darle la plaza procurara atraerle a ella y apoderase de su
persona. Así lo intentó don Pedro Manrique; los que iban con el rey de Navarra
cayeron en el lazo, pero él malició alguna emboscada y retrocedió desde el
puente (1378). Con estos precedentes no tardó en encenderse la guerra entre
Castilla y Navarra. El navarro llamó en su auxilio compañías y capitanes
ingleses, a quienes dio algunas plazas de su reino, y don Enrique envió su hijo
el infante don Juan con cuatro mil lanzas y buen golpe de ballesteros de las
tres provincias de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, con los cuales penetró hasta las
murallas de Pamplona, devastó la comarca, tomó algunos lugares y cercó y rindió
la villa de Viena. Mas como se aproximase el invierno, dejó guarnecidos los
lugares, que había ganado y dio la vuelta para Castilla.
Acontecía
esto a tiempo que comenzaba a afligir a la cristiandad el lamentable y funesto
cisma de la Iglesia, de que hemos dado cuenta en otra parte y el
conflicto en que ponía a los pueblos cristianos la coexistencia de los papas
Urbano VI y Clemente VII. Hallándose el rey don Enrique en Córdoba llegáronle dos legados de Urbano VI
anunciándole su elección y su buen deseo de poner en paz a todos los príncipes
cristianos. Traíanle presentes de parte del pontífice, y asegurábanle en su
nombre que todas las dignidades y beneficios eclesiásticos de Castilla se
conferirían precisamente a los naturales del reino. Mas como a poco tiempo
viniesen nuevas de la elección de Clemente VII declarando nula la de Urbano,
don Enrique, habido su consejo resolvió inferir la contestación a los
mensajeros del papa, hasta ser mejor informado del verdadero estado de las
cosas: y dando por motivo hallarse los mejores letrados de su consejo ocupados
con su hijo en la guerra de Navarra, desde Toledo, donde todos habrían de
reunirse muy pronto, les daría una contestación cumplida. Partió, pues, don
Enrique para Toledo, donde en efecto se le incorporó a los pocos días su hijo
el infante don Juan que venía de Navarra. Mas también llegaron mensajeros del
rey Carlos V de Francia su más íntimo aliado y amigo, por los cuales le
informaba de todo lo acontecido en Roma y Aviñón, y de todo lo relativo a los
dos cónclaves y a las dos elecciones, concluyendo por rogarle que reconociese a
Clemente VII que era a quien él tenía por verdadero y legítimo vicario de
Jesucristo. En tal conflicto don Enrique tomó el partido prudente de contestar,
así a los mensajeros de Roma como a los de Francia, que has ta que la Iglesia
declarara cual de los dos electos era el legítimo, su voluntad era de estar
indiferente y neutral, sin tomar la parte del uno ni del otro. Y así lo cumplió
mandando a todos los prelados e iglesias de su reino que no entregasen a nadie
las rentas pertenecientes a la Santa Sede, sino que las tuviesen como en
depósito, para darlas a aquel que todos los cristianos fallasen que era el
verdadero papa.
Despachados
con esta respuesta unos y otros embajadores, encaminóse el rey a Burgos, donde
apellidó todas sus banderas, con intención, o bien de renovarla guerra con el
navarro, o bien de intimidarle para hacerle aceptar una paz estable y duradera
(1379). Mostróse muy dispuesto a ello el de Navarra, y así lo manifestó en la
contestación al primer mensaje que en este sentido le envió don Enrique; y en
su virtud representantes de uno y otro soberano firmaron las paces en Burgos
con las condiciones siguientes: que ambos monarcas quedarían amigos, respetando
la liga que el de Castilla tenía con el de Francia; que el de Navarra haría
salir de su reino a los capitanes ingleses; que pondría en poder de caballeros
castellanos los castillos de Tudela, los Arcos, San Vicente, Bernedo, Viana,
Estella y otros hasta veinte; que el de Castilla daría veinte mil doblas al de
Navarra para ayudarle a pagar lo que debía a los auxiliares ingleses y
gascones, y le volvería los lugares que le había tomado el infante don Juan;
que los rehenes estarían así por diez años. Firmadas las paces y entregadas las
fortalezas, viéronse los dos reyes en Santo Domingo de la Calzada, donde
juraron sus tratos, y estuvieron juntos seis días, al cabo de los cuales el de
Navarra se volvió a su reino.
A
poco de haber partido de Santo Domingo Carlos de Navarra sintió don Enrique
alterada su salud, y tan rápidamente se le agravó la dolencia que al amanecer
del décimo día conociéndose próximo a la muerte pidió un confesor del orden de
predicadores, de quien recibió los últimos sacramentos de la Iglesia.
Incorporado en la cama y cubierto con su manto de oro, dirigió al obispo de
Sigüenza y a otros caballeros allí presentes estas razones: «Decid al infante
don Juan mi hijo, que en razón de la Iglesia, y del cisma que hay en ella, que
le ruego tenga buen consejo, y sepa bien como debe sacer; porque es un caso muy
dudoso, y muy peligroso. También que yo le ruego que siempre sea amigo de la
casa de Francia, de quien yo recibí muchas ayudas. Además que yo mando, que
todos los presos cristianos que estén en mi reino, ingleses o portugueses, y de
otra nación que todos sean sueltos.» Con esto y con dejar mandado que se le
enterrara en hábito de la orden de Santo Domingo de la capilla que había hecho
construir en Toledo, dio su alma a Dios la noche del 20 al 30 de mayo de 1370,
a la edad de cuarenta y seis años, y a los diez de reinar sólo en los reinos de
León y de Castilla.
Las
circunstancias de su enfermedad y fallecimiento hicieron recaer sospechas sobre
el rey de Navarra, al cual no abonaban mucho los antecedentes de su vida y la
memoria de lo que había intentado con el rey de Francia. Mas al decir de
algunos escritores arábigos su muerte fue producida por un sutilísimo veneno de
que estaban impregnados unos ricos borceguíes que le había regalado el emir
Mohammed de Granada, temeroso de que el castellano, una vez en paz con todos
los reyes cristianos sus vecinos, llevara la guerra con todo el peso de su
poder a sus estados. Sea lo que quiera de esta especie, a que algunos atribuyen
el fallecimiento de otro posterior monarca, parece cierto que sorprendió la
muerte a don Enrique, cuando tenía concebido un plan de guerra contra los moros
de Granada, que consistía en armar y poner una gran flota en el estrecho para
cortar toda comunicación con la tierra de África, hacer de sus fuerzas de tierra
tres cuerpos, invadir con ellos dos o tres veces al año el territorio
granadino, talar sus campos y todo cuanto encontraran verde sin detenerse a
cercar lugar alguno, con lo cual esperaba que al cabo de dos o tres años la
necesidad y falta de alimentos los obligarían a rendírsele.
«Fue,
dice un cronista, pequeño de cuerpo, pero bien hecho, blanco, rubio, y de
buen seso, de grande esfuerzo, franco, virtuoso, y muy buen recibidor y
honrado de las gentes.»
Tuvo
don Enrique, además de los tres hijos legítimos de doña Juana, don Juan, doña
Leonor y doña Juana, hasta otros trece bastardos, cuyos nombres nos sean
conocidos, de otras diferentes damas, o amigas, como las nombra el autor de Las
Reinas Católicas, a saber: de doña Elvira Íñiguez de Vega, a don Alfonso, doña
Juana y doña Constanza; de doña Juana de Cifuentes, a otra doña Juana; de doña
Beatriz Ponce de León, a don Fadrique, don Enrique y doña Beatriz; de doña
Beatriz Fernández, a doña María y don Fernando; de doña Leonor Álvarez a otra
doña Leonor; y de otras que probablemente fueron doña Juana de Lossa y doña
María de Cárcamo, tuvo a don Pedro, doña Isabel y doña Inés. A la mayor parte
de estos hijos, así como a sus madres les señaló este virtuoso rey grandes
heredamientos en su testamento, hecho en 29 de mayo de 1374, designando a hijos
y madres con sus propios nombres, que
tal era la despreocupación de los reyes de esta época en punto a moralidad
conyugal; si bien previno en él al infante su hijo que no diera a la reina con
quien se casare tanta tierra, y ciudades, y villas y lugares como tenía la reina
doña Juana su esposa, «por cuanto non hubo Reina en Castilla que tanta tierra
tuviese»
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