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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

 

CAPÍTULO XX.

JUAN I (EL CAZADOR) EN ARAGÓN. De 1387 a 1395.

 

Cuando murió el rey don Juan I de Castilla hacía ya cerca de cuatro años (desde enero de 1387) que, reinaba en Aragón otro don Juan I, hijo de don Pedro IV el Ceremonioso. Sin los grandes defectos, pero también sin las grandes cualidades de su padre, su primer acto como soberano fue ensañarse contra su madrastra la reina doña Sibilia de Forcia y contra sus partidarios, acusados de haberle dado hechizos siendo príncipe, y de haber abandonado al rey su padre en el artículo de la muerte. No obstante haberse puesto a merced del nuevo monarca, y a pesar de haber dado sus descargos en lo de desamparar al rey difunto, y sin ser oídos en defensa acerca de los maleficios, enfermo y doliente como el rey estaba los mandó poner a cuestión de tormento; inhumanidad que disgustó a todos, y mandato que se resistieron a ejecutar los jueces mismos encargados de la pesquisa. Algo aplacó las iras del rey la cesión que la reina viuda hizo de todos los bienes, castillos y villas que su marido le había dado, pero desahogó su cólera en los demás presos, condenando a muerte y haciendo decapitar hasta veinte y nueve, sin perjuicio de seguir el proceso contra la reina y contra su hermano don Bernardo.

Terror y espanto universal causó este proceder del rey, pues todos unánimemente decían que si en el principio de su reinado y estando tan gravemente enfermo usaba de tanta crueldad con su madrastra y con los antiguos privados de su padre, ¿qué podrían prometerse más adelante? Por fortuna no fue así. Al fin se interpuso el cardenal de Aragón como legado del papa, y gracias a su activa mediación la atormentada reina fue puesta en libertad, y a cambio de los inmensos bienes y riquezas que ella había cedido se le dio una pensión de veinte y cinco mil sueldos anuales (sobre doce mil francos franceses), sin dejar de continuarse por mucho tiempo las pesquisas contra diversos caballeros acusados de complicidad con la reina madre.

Otro de sus primeros actos, tan luego como juró a los catalanes guardarles sus constituciones y costumbres, fue anular las donaciones y enajenamientos hechos por su padre desde 1365 en perjuicio suyo y del reino. Seguidamente nombró por su lugarteniente general en los ducados de Atenas y de Neopatria al vizconde de Rocaberti, a quien mandó pasar con armada a la Morea y poner en buena defensa aquellos estados. En Cerdeña se ajustó una suspensión o tregua de dos años entre don Jimen Pérez de Arenos, gobernador nombrado por el nuevo rey, y doña Leonor, hija del juez de Arborea, que seguía sosteniendo la causa de su padre; todo esto mientras el papa decidía como árbitro en aquella contienda.

Todas las naciones habían tomado ya su acuerdo y su posición respectiva en el asunto del cisma que afligía y trabajaba la Iglesia. Portugal, sometida a la influencia inglesa, había tomado partido por Urbano VI como Inglaterra. Castilla reconocía a Clemente VII como su aliada la Francia. Faltaba Aragón, que había guardado una estricta neutralidad durante el reinado del político y cauto don Pedro el Ceremonioso. Parecióle al hijo que era tiempo ya de sacar al reino de aquel estado de perplejidad e incertidumbre, y congregando en Barcelona al modo que se había hecho en Castilla, una asamblea de obispos y de los letrados más eminentes, examinado y discutido maduramente el negocio, se resolvió tener por nula la primera elección de papa hecha en Roma, como arrancada por la opresión y la violencia, y reconocer por canónica la segunda, optando en su consecuencia el rey y el reino de Aragón por el papa Clemente VII como Francia y Castilla.

Señalóse don Juan I. de Aragón por el lujo, el boato y la esplendidez de su casa y corte. Siendo sus dos pasiones favoritas la caza y la música, preciábase en cuanto a la primera de poseer los utensilios de cetrería y montería de más gusto y precio y más raros y singulares que se conocían, los más diestros halcones y las traíllas de los más adiestrados perros, en que gastaba sumas inmensas, y en que hacía vanidad de no igualarle príncipe alguno. En cuanto a la música, en cuya afición sólo la reina doña Violante su esposa rivalizaba con él, el rey hacia venir de todas partes y a cualquier costa los más hábiles instrumentistas y los cantantes más célebres, la reina entretenía en su casa gran número de damas las más gentiles de su reino, en términos que ninguna corte de príncipe cristiano podía ostentar cortejo tan brillante y lucido; y como si sus negocios de Estado fuesen el placer y el recreo, pasaban alegremente la vida en músicas y danzas y saraos. Al decir del cronista Carbonell tenían conciertos tres veces cada día, y todos los días antes de acostarse, excepto los viernes, hacían danzar en palacio las doncellas y mancebos de la corte. Compañera inseparable la poesía de la música, llenóse la corte de poetas y trobadores: erigiéronse escuelas y academias en que se cultivaba y enseñaba la gaya ciencia, y a las justas y otros ejercicios belicosos reemplazaron los pacíficos debates de los juegos florales y de las cortes de amor, debates en que se guardaba en verdad la decencia más rigurosa, para lo cual había hecho el rey una severa ordenanza, y se castigaba la menor infracción con multa de mil sueldos. Gastábanse en estos espectáculos y festines cuantiosas sumas, y de este género de vida se dio al rey los dos sobrenombres de el Cazador y el Indolente. Parecía que este príncipe, después de sus penosas dolencias, se proponía darse prisa a gozar de los placeres de una vida que temía escapársele. En corte tan afeminada era también una dama la que ejercía el más ascendiente imperio sobre la reina y el rey, y era como la verdadera reina de Aragón: llamábase doña Carroza de Vilaragut.

No podían los fieros y graves aragoneses ver con paciencia ni consentir que así se alteraran las costumbres severas de sus mayores, ni que la modesta corte de sus reyes se convirtiera en corte de fausto y de afeminación, ni que en esto se consumieran las rentas del Estado y los sacrificios del pueblo, ni que predominara el influjo y privanza de una mujer, ni que por entretenerse en deleites y regalos se desatendieran los negocios y el gobierno del reino. Así en las primeras cortes que el rey tuvo en Monzón (1388), varios ricos-hombres aragoneses, sostenidos por prelados y por nobles catalanes, presentaron sus quejas contra los desórdenes de la corte, y pidieron enérgicamente y en alta voz la reforma de la casa real. Como el rey se mostrara en el principio un tanto indeciso y aún renitente, significáronle su disposición a recurrir en caso necesario a las armas. No era don Juan hombre que dejara llegar las cosas a tal extremo, y así hubo de ceder no sólo a desterrar de palacio la dama favorita, sino a reformar su casa y a ordenar pragmáticas poniendo tasa y limites a los gastos y a moderar los desórdenes, con lo cual pudo conjurar la tempestad que amenazaba.

Una invasión de bretones en Cataluña capitaneados por Bernardo de Armañac, al parecer en gran número, y sin causa justificable, como no fuese la codicia del robo, hizo acudiría gente del reino en defensa de su territorio. Hubo diversos reencuentros, en que por lo común llevaron la peor parte el de Armañac y sus franceses. Mas como estos muchas veces rehicieran sus fuerzas, el mismo rey desde Gerona estaba resuelto a salir a campaña y batir los enemigos. No hubo necesidad de ello, porque Armañac y su gente, cansados de una guerra sin resultados (1389), y teniendo que acudir a la defensa de su propio país, dieron la vuelta sin esperar al rey, y salieron por la parte del Rosellón haciendo de paso cuanto daño y cuantos estragos pudieron.

En este intermedio habiendo fallecido Urbano VI en Roma (1389), los cardenales italianos, queriendo dar sucesor al finado pontífice a quien obedecía la mitad del mundo cristiano, siquiera siguiese el cisma, eligieron nuevo papa que tomó el nombre de Bonifacio IX. Entonces el rey de Francia y Clemente VII. con objeto de suscitar enemigos al nuevo pontífice concertaron en Aviñón el matrimonio de Luis duque de Anjou, que se titulaba rey de Jerusalén, de Nápoles y de Sicilia, con doña Violante, hija del rey de Aragón, y el de don Martín, conde de Exerica, hijo del infante don Martín, de Aragón, duque de Momblanch, con la reina María de Sicilia, traída a Cataluña por don Pedro IV. Resultado de estos conciertos fue que mientras el duque de Anjou iba con armada a la conquista de Nápoles y era allí recibido con fiesta y solemnidad, el infante don Martín aparejaba una gran flota para ir a sacar el reino de Sicilia de manos de los barones que le tenían usurpado (1390).

Dos acontecimientos graves ocurrieron al año siguiente (1391), el uno dentro de España, el otro en Cerdeña. El primero fue un levantamiento casi general que hubo contra los judíos del reino. Tiempo hacía que los cristianos españoles deseaban la destrucción de esta raza, ya por odio a su ley, ya por las usuras con que los judíos vejaban a los pueblos, y ya también por envidia a sus riquezas y a sus privilegios; y bien se veía este espíritu, puesto que rara vez se reunían las cortes que no se presentaran algunas peticiones contra ellos. En agosto de este año en la fiesta de Nuestra Señora de las Nieves se puso a saco la judería de Barcelona y las de otras varias ciudades, en el tumulto fueron degollados muchos judíos, y el bautismo fue el único recurso que sirvió a muchos para salvarse. Sólo en Barcelona se bautizaron once mil. El rey don Juan hizo los mayores esfuerzos para poner término a aquella matanza, y mandó restituir a los bautizados los bienes de que se les había despojado. Estos arranques populares indicaban ya bien la suerte que al cabo de más o menos tiempo esperaba a esta raza desgraciada.

El otro fue la sublevación que movió en Cerdeña Brancaleon Doria en unión con Leonor de Arborea su mujer, fundados en bien ligera y liviana causa, pero instigados sin duda por Génova, la enemiga y perpetua rival de Cataluña. Apoderados de Sacer, (Sassari), poco faltó para que subyugaran toda la isla, de mal grado sujeta siempre a la dominación española, pues las guerras y las epidemias y la insalubridad del país habían reducido a número muy escaso los catalanes y aragoneses encargados de su defensa. Y en verdad no fue grande el refuerzo que don Juan pudo enviar de pronto para la conservación de las principales fortalezas, mientras él preparaba otra mayor expedición para conducirla en persona, puesto que aquella consistía en algunas lanzas y en algunos centenares de sirvientes y de ballesteros. Entretanto avinose y se confederó el rey de Aragón con el de Castilla, que lo era ya en aquella sazón Enrique III.

No era tampoco lisonjera para los aragoneses la situación de Sicilia; los barones catalanes que allí dominaban junto con algunos potentados italianos se habían unido con Ladislao de Durazzo, que acababa de ser coronado rey de Sicilia por el papa Bonifacio IX, para resistir al duque de Momblanch en la empresa de poner en posesión de aquel reino a su hijo el infante don Martín y a la esposa de éste la reina doña María. No habiendo atendido los nobles sicilianos la embajada que el infante aragonés les envió preventivamente, resolvió don Martín acompañar personalmente a los reyes titulares de Sicilia sus hijos en la grande armada que al efecto se estaba aparejando en Cataluña (1292). La nobleza catalana y aragonesa, de suyo dada a las empresas de que los unos esperaban engrandecimiento en su comercio, gloria militar los otros, se agrupó en derredor de las banderas del infante don Martín, nombróse a don Bernardo de Cabrera, principal promovedor de la expedición, almirante de la flota, que se componía de cien velas entre galeras y naves, y puesta en movimiento la armada no tardó en arribar a las aguas de Trápani. Rindióseles esta ciudad después de alguna resistencia, y Andrés de Claramonte, uno de los principales barones que se hallaban apoderados del gobierno de la isla, fue degollado en una plaza frente a su casa por traidor y rebelde, e incorporados sus bienes a la corona. Ganada aquella ciudad, multitud de plazas y castillos de la isla se les fueron entregando. Don Artal de Alagón, otro de los barones que la gobernaban, no se atrevió a esperar en Catania al infante aragonés ni a los reyes sus hijos, los cuales entraron en ella y residieron algún tiempo poniendo en orden el estado de la isla. Don Martín de Aragón, como coadjutor de la reina doña María y como administrador del rey su hijo, iba heredando en aquel reino a los capitanes de la expedición, y entre ellos hizo conde de Módica al almirante Cabrera.

Hallábanse a este tiempo las cosas de Cerdeña en gran peligro, y así era de esperar del menguado socorro que antes había enviado el rey para sofocar el levantamiento de Brancaleon Doria. Ahora pensó ir el rey don Juan personalmente con buena armada, o por lo menos así lo anunció publicando el pasaje y poniendo el estandarte real en Barcelona con gran solemnidad, como era de costumbre en tales casos, y contruíanse con gran prisa galeras en Barcelona, Valencia y Mallorca. Pero, o bien por la voz que corrió de que el rey moro de Granada pensaba mover guerra por la parte de Murcia, o bien porque le entretuvieran las bodas de su hija doña Violante con el rey Luis de Nápoles, o que le costara trabajo abandonar los placeres de la corte, prorrogó su pasaje para el octubre siguiente (1393), contentándose en tanto con entablar tratos de paz con los rebeldes de Cerdeña, tratos que no impedían a estos seguir combatiendo plazas.

Lo de Sicilia no marchaba con más prosperidad. Aquellos barones habían sublevado de nuevo las ciudades contra el duque de Momblanch, don Martín, y contra los reyes sus hijos, a quienes tenían bloqueados en el castillo de Catania. El indolente don Juan ni realizaba su pasaje a Cerdeña, ni socorría a los de Sicilia. Prometíalo todo y a todo se preparaba, pero entre promesas, preparativos, prórrogas y consultas nada resolvía, o por lo menos nada realizaba. A la indolente flojedad y tibieza del rey suplió la enérgica actividad y el patriotismo de don Bernardo de Cabrera, que empeñando sus estados de Cataluña, se proporcionó algunas cantidades y compañías, con las cuales se apresuró a socorrer al infante y a los reyes sicilianos, y en pocos días arribó a Palermo. Desde allí hizo una atrevida expedición por tierra atravesando la isla hasta llegar a socorrer a don Martín y a sus hijos, poniendo cerco a la ciudad de Catania.

Entretanto el rey de Aragón paseaba de una a otra ciudad de su reino, siempre amagando con embarcarse y no hallando nunca ocasión de cumplirlo, hasta que al fin resolvió enviar con la armada a don Pedro Maza de Lizana en socorro de Cerdeña y de Sicilia. Mucho alentó este refuerzo al infante don Martín y a don Bernardo de Cabrera; más la resistencia de los de Catania era grande, ya animados con una bula de Bonifacio IX, que declaraba a los catalanes enemigos de la fe católica, ya por ofensas y malos tratamientos quede ellos habían recibido, hasta el punto de jurar «que antes se comerían los brazos, que permitir que ningún catalán entrase en Catania.» Sin embargo y a pesar de tan enérgico juramento, de tal manera y con tal furia fue combatida la ciudad, que no obstante haber muerto de enfermedad en el cerco el almirante Lizana, tuvo que rendirse y dar entrada a los catalanes que tanto aborrecían (agosto 1394), Con esto el infante de Aragón anduvo con su ejército por toda la isla haciendo la guerra a los obstinados barones, guerra cruel y sangrienta, con la que a duras penas conseguía mantener a los reyes sus hijos en una dominación incierta y precaria.

La muerte del papa Clemente VII ocurrida a este tiempo en Aviñón (26 de septiembre de 1394) parecía ofrecer una ocasión propicia para hacer cesar el cisma ,y restablecer la apetecida unidad dela Iglesia, que tan provechosa hubiera sido a las naciones cristianas. Mas los cardenales franceses, no queriendo ser menos que los italianos en dar sucesor a Clemente VII como aquellos le habían dado a Urbano VI reuniéronse en cónclave para proceder a segunda elección. El cardenal de Aragón don Pedro de Luna, el más ilustre de aquel colegio, doctísimo en letras y de muy recomendables costumbres, el partidario más decidido de Clemente VII y a cuyo influjo en las asambleas de Salamanca y de Barcelona se debió en gran parte el que fuese reconocido aquel papa en Castilla y en Aragón, había asegurado al rey de Francia y a la universidad de París, hallándose delegado en aquel reino, que si algún día él sucediese a Clemente haría todos los esfuerzos posibles por restablecer la unidad de la Iglesia hasta abdicar el pontificado si necesario fuese. Todos los cardenales hicieron la misma protesta, y creyendo en la sinceridad de los discursos del aragonés y atendiendo a su especial y distinguido mérito, apresuráronse a elegirle, y quedó don Pedro de Luna nombrado pontífice con el nombre de Benito XIII.

Desde luego dio muestras el promovido de Aviñón de que no estaba en ánimo de abdicar la tiara según había ofrecido; y aún antes de ser coronado escribió al de Aragón participándole su elevación a la cátedra pontificia. Con gran regocijo se recibió la noticia en este reino, y aún en el de Castilla, donde también fue reconocido. En Barcelona se celebró con una procesión solemne, a que asistieron el rey y la reina. Mas si bien lisonjeaba a los españoles, y principalmente a los aragoneses tener un papa de su reino, alegrábanse más por la esperanza que tenían de que tan ilustrado varón, y tan prudente y grave, alcanzaría el medio de dar a la Iglesia la unidad tan deseada. Engañáronse todos. El papa Benito XIII olvidó de todo punto lo que había prometido como cardenal de Aragón, y lejos de estar dispuesto a resignar su dignidad, después de haber entretenido algún tiempo al rey Carlos VI de Francia, a la universidad de París y a varios príncipes cristianos con respuestas ingeniosas y ambiguas sobre el asunto de la renuncia, concluyó por decir formalmente que se tenía por legítimo papa y que nunca haría la abdicación; y como tendremos ocasión de ver por la historia, no hubo ni príncipes, ni reyes, ni obispos, ni cardenales, ni concilios que hicieran ceder al obstinado y tenaz aragonés, que de este modo, en lugar de haber sido el pacificador de la Iglesia, como se había esperado, fue causa de nuevas y grandes perturbaciones en la cristiandad.

A todo esto, y mientras el mundo cristiano se agitaba suspirando por la ansiada unión, y en tanto que el reino de Cerdeña amenazaba acabar de perderse, y que su hermano don Martín y los defensores de la reina doña María su sobrina pasaban los trabajos de una guerra porfiada y penosa en Sicilia, el rey don Juan de Aragón continuaba entregado a los recreos y pasatiempos de su voluptuosa corte. Dedicábase con su acostumbrado ardor al ejercicio de la caza, en cuya dispendiosa distracción había al fin de acabar su vida. La reina era la encargada del gobierno mientras el rey cazaba. Un día que había salido con sus monteros a los bosques de Foixá, mientras aquellos esperaban apostados las fieras, el rey que iba sólo a caballo encontró con una disforme y furiosa loba. Espantóse acaso su caballo, o bien acometió al rey algún accidente repentino, que no pudo saberse la verdad del caso, y de ambas maneras lo cuentan los historiadores; lo cierto es que cayó o fue arrojado del caballo, y cuando se advirtió y se acudió a socorrerle ya no existía (mayo, 1395) ¡Singular coincidencia la de haber muerto de caída de caballo los dos reyes contemporáneos de un mismo nombre, Juan I de Castilla, y Juan I de Aragón! Por lo menos el de Castilla, aunque desgraciado en sus empresas, concibió atrevidos designios, corrió personalmente los peligros de la guerra, supo rechazar primero y negociar después con un pretendiente tenaz a su corona y dotó de leyes el país. Don Juan I de Aragón no dejó otra memoria que su indolencia y las disipaciones de su

Don Pedro de Luna, descendiente de la antigua y nobilísima casa de los Lunas de Aragón, era natural de Illueca, lugar de su familia en este reino. Fue doctor en decretos y catedrático en Montpellier. Había sido creado cardenal por el papa Gregorio XI. (no IX. como dice equivocadamente el deán Ortiz), y en la elección de Clemente VII fue uno de los cuatro legados que se nombraron para tratar de la unión de la Iglesia. Intervino varias veces como legado entre los reyes de Francia y de Inglaterra. Era uno de los hombres de más erudición de su tiempo.

 

CAPÍTULO XXI.

MARTIN (EL HUMANO) EN ARAGÓN.

De 1395 a 1410.