CAPÍTULO
XVII.
CONCLUYE
EL REINADO DE DON PEDRO DE CASTILLA.
De 1366
a 1369.
Comenzó este largo drama
a tomar vivo interés en los primeros meses de 1366. Una hueste aterradora, que
parecía ser rudo instrumento de una misión providencial, invadió la Castilla
por la frontera de Aragón. Componían esta especie de legión vengadora el conde
don Enrique de Trastámara; sus hermanos don Tello y
don Sancho con todos los castellanos que habían militado bajo sus pendones en
Aragón; ricos-hombres y caballeros aragoneses ansiosos de tomar venganza del
que tantas veces los había inquietado en sus hogares; las grandes compañías de
Francia, muchedumbre allegadiza de franceses, bretones, ingleses y gascones,
capitaneados por una parte de la nobleza francesa, y principalmente por el terrible
Bertrand Duguesclin, el hombre más famoso de su época
y el guerrero más formidable de aquel tiempo, que parecían enviados a librar a
Castilla del sacrificador de una reina francesa inocente y desventurada.
¿Qué eran esas grandes
compañías, y quién ese campeón Duguesclin, y cómo se
habían incorporado al hijo bastardo de Alfonso XI, pretendiente a la corona
castellana?
Llamábase en
Francia las grandes compañías a una turba numerosa de aventureros de diferentes
países, gente desalmada, acostumbrada a vivir del pillaje en los campamentos en
tiempos de guerra y de revueltas, especie de guerrilleros, brigantes o condottieri, que
mal hallados con la paz que acababa de establecerse entre Francia e Inglaterra,
infestaban el suelo francés y estaban siendo una calamidad para aquel reino.
Deseosos el nuevo rey de Francia Carlos V. y su gobierno de libertar el país de
tan terrible azote, intentaron enviarlos a Hungría a combatir contra los
turcos, pero ellos dijeron que no querían ir a guerrear tan lejos. Presentóse en esto el caballero Duguesclin ofreciendo hacer a su patria este servicio, que el rey y todos le agradecieron,
facultándole para acabar con las grandes compañías por la paz o por la guerra,
como mejor le pareciese. Fue, pues, Duguesclin acompañado de doscientos caballeros, a buscar las compañías, que en número de
treinta mil hombres se hallaban en los campos de Chalons,
y en un discurso lleno de ruda energía los excitó a que le siguieran a España,
con protesto de libertarla del yugo de los sarracenos. Recibieron la
proposición con entusiasmo, y aclamaron por jefe al valeroso Bertrand Duguesclin. La flor de la nobleza de Francia se alistó
también en sus banderas. Prometióles pagarles desde
luego doscientos mil florines da oro, y que no faltaría quien en el camino les
diese otro tanto. Dirigióse el caballero Bertrand con
sus compañías a Aviñón, residencia entonces del papa, que era con quien aquel
contaba para el pago de los doscientos mil florines. Como aparecía que iban a
guerrear contra infieles, alzó el pontífice una excomunión que había lanzado
sobre las grandes compañías, mas como rehusase dar dinero, alborotáronse los soldados, el papa los amenazó con retirarles la absolución, ellos se
entregaron a saquear la comarca y a incendiar las poblaciones, y el jefe de la
Iglesia se vio en la necesidad de desexcomulgarlos y
de darles además cien mil florines, con cuya cantidad se pusieron en marcha
para Cataluña y Aragón; que el objeto verdadero era hacer la guerra a don Pedro
de Castilla. Resultado era éste de negociaciones practicadas por don Pedro de
Aragón y por el conde don Enrique para atraer a su servicio y aún a su sueldo
las grandes compañías, halagando además a la nobleza de Francia, y más a los
que pertenecían al linaje de la flor de lis, como dice la crónica, con la idea
de tomar venganza de quien tan inhumanamente había sacrificado a la reina doña
Blanca de Borbón.
Bertrand Duguesclin, oriundo de una de las más ilustres familias de
Bretaña, era un caballero de una fuerza extraordinaria, que había hecho del
ejercicio de las armas su única ocupación; tanto, que menospreciando toda
cultura intelectual, ni siquiera había querido aprender a leer. Había en su
figura algo de deforme. «Yo soy muy feo,
solía decir él mismo, y nunca inspiraré
interés a las damas, pero en cambio me haré temer siempre de mis enemigos.»
Comenzó su carrera caballeresca en un solemne torneo, de una manera que le
colocó desde aquel primer ensayo en el número de los primeros campeones de la
época. Su padre, que era uno de los combatientes, le había prohibido entrar en
la liza, pero él supo introducirse en el palenque, y derribó doce caballeros de
otras tantas lanzadas. Admirada la concurrencia de la fuerza y valor del brioso
adalid, prorrumpió en aplausos estrepitosos, cuando alzando la visera descubrió
su rostro de diez y siete años. Su padre le perdonó, le declaró la gloria de su
familia, y el joven vencedor fue paseado en triunfo. Desde entonces su carrera
fue una serie no interrumpida de empresas, hazañas y proezas caballerescas, que
eclipsaron las de todos los campeones que le habían precedido. No había
armadura tan fuerte que resistiera al golpe de su lanza, y la maza que manejaba
apenas la podía levantar otro hombre. Cuéntase que en
el sitio de Vannes con solos veinte hombres
arrojados, y de su elección y confianza, se defendió una noche entera de más de
dos mil ingleses. Su vida era una cadena de aventuras heroicas, y por su valor
y su natural pericia militar llegó a ser condestable de Franc.
Tal era el caudillo y
tales las tropas auxiliares que acompañaban a Enrique de Trastámara cuando hizo su invasión en Castilla. La primera ciudad castellana que dio
entrada a los confederados fue Calahorra. Allí fue también donde, por primera
vez se proclamó rey al mayor de los hijos bastardos de Alfonso XI. y de doña
Leonor de Guzmán. «Real, Real por el rey don Enrique», gritaban en las calles
de Calahorra (marzo, 1366). Y don Enrique comenzó a obrar como rey y a
dispensar mercedes. De allí avanzó a Navarrete y a Briviesca,
venciendo la corta resistencia que esta última villa podía oponerle.
Hallábase don Pedro en
Burgos; y el monarca belicoso, el hombre intrépido y el guerrero brioso y
esforzado, pareció sobrecogido de una especie de asombro y estupor que le
embargaba el ánimo. Presentáronsele allí el señor de Albret y otros caballeros emparentados con muchos capitanes
de la expedición a proponerle que, si quería, ellos harían que los de las
compañías se viniesen al servicio del rey o se tornasen a sus tierras, siempre
que el rey les quisiese dar sueldo o mantenimiento, o bien alguna cuantía de su
tesoro. Negóse a ello don Pedro, y los nobles
franceses se retiraron. Atónitos se quedaron un día los de Burgos al saber que
su soberano, sin haberlo consultado con nadie, se disponía a abandonar la
ciudad y encaminarse a Sevilla. Acudieron inmediatamente a su palacio a
requerirle y suplicarle que no los desamparara ni dejare sin defensa una ciudad
donde contaba tantos y tan buenos y leales servidores, dispuestos a
sacrificarse por su rey y señor. Y como viese al rey obstinado en realizar su
marcha, y le preguntasen qué podían ellos hacer, y cómo podrían defenderse
ellos solos, «Mándoos, les respondió, que fagades lo mejor que pudiéredes.»
Entonces le rogaron como leales súbditos, que para el caso en que no se
pudiesen defender de la gente de don Enrique les hiciese merced de alzarles el
juramento de homenaje y fidelidad que le tenían hecho. A esto accedió el
monarca, y de ello se levantó escritura y testimonio signado por notarios
públicos.
Con esto, y después de
dar mandamiento de muerte contra Juan Fernández de Tovar, hermano de Fernán
Sánchez el que había entregado Calahorra a don Enrique, salió don Pedro
fugitivo de Burgos, camino de Toledo. Aquel día despachó sus órdenes a los
capitanes de las fronteras de Aragón y de Valencia para que dejando las
fortalezas allí ganadas y destruyéndolas si podían, vinieran a incorporársele,
y así lo hicieron los más. En Toledo dispuso lo conveniente para la guarda y
defensa de la ciudad, que encomendó al maestre de Santiago y a otros caballeros
castellanos, y fuese para Sevilla.
Entretanto los
burgaleses, abandonados por don Pedro y relevados del juramento de fidelidad,
creyeron ya no faltar a ella enviando a decir a don Enrique que le acogerían y
reconocerían como a rey y señor siempre que jurara guardarles sus fueros y
libertades. Gustoso vino en ello el de Trastámara, y
luego que hizo su entrada en Burgos, hízose coronar
solemnemente en el monasterio de las Huelgas como rey de Castilla y de León.
Fueron tantos los caballeros y procuradores de las ciudades que allí
concurrieron u prestarle homenaje, que a los veinte y cinco días de haberse
coronado estaba ya bajo su obediencia y señorío casi todo el reino, a excepción
de la parte de, Galicia en que se mantenía don Fernando de Castro las villas de
Astorga, Agreda, Soria, Logroño, San Sebastián y algunas otras. El recaudador
que tenía en aquella tierra le proporcionó buenas cuantías de dinero, y los
judíos le acudieron con un millón de maravedís. Mostróse don Enrique generoso, y aún pródigo con sus nuevos vasallos; a nadie negaba lo
que le pedía; y entonces procedió al célebre repartimiento de mercedes entre
los caballeros de su séquito, así extranjeros como aragoneses y castellanos, de
las cuales diremos sólo las más señaladas. A Bertrand Duguesclin le trasfirió su condado de Trastámara con el señorío
de Molina; al inglés Hugh de Calverley lo hizo conde de Carrión; a su hermano don Tello le confirmó en el señorío de
Vizcaya y de Lara, y además le dio el de Castañeda; a don Sancho su hermano, el
señorío y condado de Alburquerque, con el de Ledesma; el de Niebla, a don Juan
Alfonso de Guzmán; y así fue repartiendo lugares, villas y castillos entre los
ricos-hombres y caballeros. Desde allí envió a buscar a doña Juana su mujer, y
a don Juan y a doña Leonor sus hijos, con los cuales vino el arzobispo de Zaragoza
don Lope Fernández de Luna.
De Burgos partió don
Enrique derechamente para Toledo. En el camino se le presentaron a rendirle
homenaje muchos caballeros castellanos, siendo notable que se contase entre
ellos al maestre de Calatrava don Diego García de Padilla, el hermano de doña
María, bajeza abominable de parte de un hombre a quien tantos vínculos ligaban
con el rey don Pedro, y testimonio triste de cuán fácilmente vuelven los
hombres la espalda a aquel a quien se la vuelve también la fortuna. Había entre
los toledanos muchos que deseaban y muchos que se oponían a la entrada de don
Enrique. Prevalecieron al fin los primeros, y el nuevo rey entró en la ciudad y
permaneció en ella quince días pagando sus gentes. La Judería de Toledo le
sirvió con un cuento de maravedís como la de Burgos. Allí concurrieron a
hacerle homenaje los procuradores de Ávila, de Segovia, de Talavera, de Madrid,
de Cuenca, y de otras muchas villas y lugares de Castilla. El recién aclamado
monarca, dejando el regimiento de la ciudad al arzobispo don Gómez Manrique,
prelado querido de todos, tomó con su hueste el camino de Andalucía.
Sabedor don Pedro en
Sevilla de la entrada de su enemigo en Toledo, celebró consejo con los pocos
privados que le quedaban; deliberóse en él pedir
ayuda al rey da Portugal su tío; y para más interesarle le envió su hija mayor
doña Beatriz, declarada heredera del reino, y prometida en casamiento al
infante primogénito de Portugal don Fernando. Mas apenas doña Beatriz había
salido de Sevilla, llegáronle nuevas a don Pedro de
cómo don Enrique se encaminaba ya para aquella ciudad. Entonces ya no pensó don
Pedro sino poner en salvo primeramente su tesoro y después su persona. Aquel le
encomendó a su mismo tesorero Martín Yáñez para que en una galera le
trasportase a Portugal, donde le habría de esperar hasta que él fuese.
Seguidamente se preparó a salir él mismo de aquella ciudad que tanto tiempo
había sido la mansión de sus delicias: mas cuando él
pensaba salir sólo como fugitivo, tuvo que salir expulsado. O bien porque se
difundiese entre los sevillanos la voz de que don Pedro había llamado en su
auxilio a los moros de Granada, o bien porque los alentara la aproximación de
don Enrique, alborotóse el pueblo, los tumultuados se
dirigieron a robar el alcázar, y don Pedro tuvo que embarcarse apresuradamente
con sus dos hijas y unos pocos caballeros que le seguían. Desesperada se hizo
entonces su situación. El rey de Portugal le envió a decir que no era ya la
voluntad de su hijo casarse con doña Beatriz. Esta ruda intimación le obligó a
variar de rumbo y dirigirse a Alburquerque; pero esta villa de Extremadura le
cerró sus puertas, y tuvo que pasar por la humillación de pedir seguro al de
Portugal para transitar por sus tierras a fin de meterse en Galicia. Diósele el portugués, más no sin hacerle entregar en
rescate la hija de don Enrique, doña Leonor, que don Pedro llevaba presa y como
en rehenes. Desesperado llegó a Monterrey, donde después de tres semanas de
consejos, de dudas y de vacilaciones, sin saber qué partido tomar, optó por el
de embarcarse en la Coruña para Bayona, que era entonces de Inglaterra, y pedir
amparo y protección al príncipe de Gales. Pero no había de salir de la
península sin dejar una memoria sangrienta a los gallegos. La víctima escogida
fue el arzobispo de Santiago don Suero García. Habiendo ido el rey a aquella
ciudad y celebrado allí su pequeño consejo en que el venerable prelado contaba
algunos enemigos, quedó decretada su muerte. A un llamamiento del rey acudió
reverente el arzobispo: veinte hombres armados le esperaban a la entrada de la
ciudad; los aceros de estos sacrílegos asesinos pusieron término a la vida del
prelado a las puertas mismas de la iglesia, viéndolo el rey desde una torre: a la
muerte del arzobispo sucedió la del deán: el rey se apropió sus haberes. Pasó
seguidamente a la Coruña, tomó unas naves, y dándose a la vela con sus tres
hijas, y llevando consigo treinta y seis mil doblas de oro y algunas alhajas, y
haciendo recalada en San Sebastián de Guipúzcoa, arribó a Bayona, donde pensaba
hallar al príncipe de Gales. Quedaba manteniendo por él la Galicia don Fernando
de Castro.
Mientras esto pasaba,
don Enrique era recibido con aclamaciones en Sevilla, y las ciudades de
Andalucía se iban poniendo a su obediencia y merced. El tesoro del rey don
Pedro que llevaba Martín Yáñez caía en poder del almirante Micer Gil Bocanegra,
que hacía con él un rico agasajo a su nuevo soberano, pues dicen consistía en
treinta y seis quintales de oro con algunas alhajas. El rey Mohammed de Granada
le enviaba mensajeros solicitando de él una tregua, y don Enrique los enviaba
al de Portugal para asentar paces con él. Se averiguó dónde se hallaba el
bárbaro ejecutor de la muerte de la reina doña Blanca, Juan Pérez de Rebolledo,
vecino de Jerez, y buscado, aprehendido y llevado a Sevilla, «mandáronle enforcar,» dice la
crónica. Y como el conde de la Marca y el señor de Beaujeu,
de la sangre real de Francia y deudos de aquella desgraciada princesa, hubieran
venido a Castilla movidos sólo del afán de vengar su muerte, y como no se
hallase ya don Pedro en España, volviéronse luego a
sus tierras. Viendo don Enrique la espontaneidad con que le aclamaban y
obedecían los pueblos, y como por otra parte los mercenarios extranjeros de las
compañías blancas hubieran cometido en el país las rapiñas, violencias y
desmanes propios de gente aviesa y desalmada como ellos eran, acordó licenciar
la mayor parte y enviarlos a sus países pagándolos espléndidamente. Quedaron
sólo con él Bertrand Duguesclin con sus bretones, y
Hugo de Calverley con sus ingleses, entre todos sobre
mil y quinientas lanzas.
Restábale someter la Galicia, donde don Fernando de Castro, conde de Castrojeriz,
mantenía obstinadamente enarbolada la bandera del rey don Pedro. Allá se
encaminó don Enrique después de cuatro meses de permanencia en Sevilla. El
Castro se fortificó en la amurallada ciudad de Lugo. Dos meses le tuvo allí
cercado don Enrique, al cabo de los cuales hubo de pactar con él (fin de
octubre, 1366), que si en el plazo de cinco meses no le socorría don Pedro,
dejaría a don Enrique todas las fortalezas que en Galicia tenía; que entretanto
ni uno ni otro hostilizarían a los que seguían sus respectivas banderas, y que
si antes don Fernando reconocía a don Enrique, éste le confirmaría en su
condado de Castrojeriz. Hizo el nuevo rey de Castilla
este pacto, y pasó por la necesidad de dejar la Galicia entregada a las
discordias de los partidarios de los dos reyes, por noticias que tuvo de que
don Pedro había hecho alianza en Bayona con el príncipe de Gales y con el rey
de Navarra, con cuyo auxilio se aprestaba a invadir el reino. Esto le obligó a
marchar aceleradamente a Burgos, donde ordenó convocar y celebrar cortes. En
ellas hizo jurar heredero y sucesor del reino a su hijo primogénito don Juan;
le fue otorgado el servicio de la decena, o sea el diezmo de todo lo que se
comprase y vendiese, lo cual produjo diez y nueve millones de maravedís aquel
año, dispensó allí don Enrique nuevas mercedes, y ofreciéronle todos ayudarle y servirle en la guerra contra don Pedro y contra el príncipe de
Gales que ya se aguardaba.
Veamos ahora lo que en
Bayona había acontecido al rey don Pedro, y lo que allí estaba preparando con
el príncipe de Gales. Diremos antes quién era este personaje que tan gran papel
va a hacer en los asuntos de España.
Eduardo, príncipe de
Gales, llamado el Príncipe Negro, por el color de su armadura, era hijo del rey
Eduardo III. de Inglaterra. Había capitaneado el ejército inglés casi desde el
principio de la guerra con Francia, y él fue el que ganó la memorable batalla
de Poitiers, en que fue hecho prisionero el monarca francés Juan I. Tan
cumplido caballero como guerrero brioso y capitán entendido y esforzado,
impetuoso con los fuertes hasta vencerlos, generoso con los vencidos, y
compasivo con los débiles y menesterosos, cumplidor de sus palabras, templado
en el decir y delicado en el obrar, modesto en sus pensamientos, moderado en
sus pasiones y galante con los amigos y con las damas, era el Príncipe Negro el
dechado de los caballeros de su siglo.
Si acogió tan benévola y
cortésmente a don Pedro de Castilla y le ofreció desde luego su patrocinio, fue
no sólo por su natural inclinación a dolerse del infortunio y a proteger a los
desvalidos, sino porque lo creyó un deber como príncipe. Así a los consejeros
que le recordaban los crímenes del rey destronado les respondía: «¿cómo he de ver
yo fríamente a un bastardo lanzar del reino a un hermano suyo que poseía por
legítimo derecho el trono? El consentirlo sería en detrimento de los tronos, y
un ejemplo funesto para los reyes.» Prometió, pues, a don Pedro ayudarle con
todo su poder, y acompañarle hasta reponerlo en la posesión de sus reinos. Y
enviando cartas y mensajeros al rey de Inglaterra su padre, solicitando su
consentimiento y beneplácito para que le ayudara con todos los suyos, ordenó
éste a lodos los condes y señores de Guyena y de
Bretaña (donde dominaba entonces la Inglaterra) que estuviesen en esta demanda
con el príncipe de Gales y el duque de Lancaster sus hijos. Túvose,
pues, un parlamento en Bayona entre el príncipe de Gales, don Pedro de Castilla
y el rey Carlos el Malo de Navarra. Estipulóse allí
que don Pedro daría al Príncipe Negro la tierra de Vizcaya y la villa de Castrourdiales: al condestable de Guyena y famoso capitán Juan Chandos, rival del terrible Duguesclin, la ciudad de Soria: el rey de Navarra se
obligaba a dejar libre a las tropas de los confederados el paso por su
territorio, y a combatir personalmente pr don Pedro,
el cual le daría en compensación de este servicio las provincias de Guipúzcoa y
Álava, Calahorra Alfaro, Nájera y todas las tierras que decía haber pertenecido
antiguamente a Navarra. Era de cargo de don Pedro pagar las tropas auxiliares
del príncipe, a lo cual destinó todo su dinero y alhajas, obligándose a dejar
en rehenes en Bayona sus tres hijas hasta satisfacer todas sus deudas y los
haberes que devengaran el príncipe y sus gentes. El tratado se ratificó y firmó
en Libourne, cerca de Burdeos, el 23 de septiembre de
1366. El de Gales se dedicó desde entonces a reclutar compañías en gran número.
Noticioso don Enrique de
estos preparativos, y de que la invasión amenazaba por Roncesvalles, procuró
aliarse con el rey de Navarra, en cuya virtud Carlos el Malo y don Enrique
tuvieron unas vistas en Santa Cruz de Campezo a
presencia de los dos arzobispos de Toledo y Santiago y de varios magnates de Castilla,
en las cuales el navarro juró por la hostia sagrada que no daría paso por los
puertos de Roncesvalles al de Gales y a don Pedro, y que serviría con su
persona y con todo su poder a don Enrique en la batalla o batallas que hubiese,
y don Enrique le dio en remuneración la villa de Logroño (enero, 1367). Cambiáronse en rehenes algunos castillos, y separáronse los dos monarcas otorgantes. Don Carlos se fue
para Pamplona, para Burgos don Enrique, de donde luego partió a Haro a ordenar
sus tropas y tenerlas dispuestas para el caso de la invasión. Desde allí se
apartó de su servicio el inglés Hugo de Calverley con
las cuatrocientas lanzas de su compañía, no queriendo pelear contra un príncipe
de Inglaterra: gran, vacío era este para las filas de don Enrique, el cual sin
embargo lo miró como un rasgo de lealtad a su nación. No tardó en saber don
Enrique, y de ello quedó no poco sorprendido, que don Pedro y el Príncipe Negro
habían pasado los puertos de Roncesvalles sin haberles puesto embarazo alguno
el de Navarra. Fue ciertamente singular, y tan abominable que parece apenas
creíble, la conducta de Carlos el Malo. No contento con el sacrilegio de haber
jurado a don Enrique en Santa Cruz lo contrario de lo que había jurado a don
Pedro en Bayona, traficando inicuamente con la fe del juramento, recurrió para
eludir sus compromisos a otro expediente todavía, si cabe en lo posible, más
innoble. Para no hallarse con su cuerpo en la batalla, como era obligado, trató
con el caballero Olivier de Manny, primo de Bertrand Duguesclin,
el cual tenía el castillo de Borja, que él andaría a caza por las cercanías del
castillo, y que el dicho Olivier saldría a él y le prendería, y le tendría
preso hasta que hubiera pasado la batalla, en premio de cuyo servicio le daría
un castillo y una renta de algunos miles de francos. Así se verificó, y Carlos
el Malo de Navarra coronó con un acto de insigne cobardía la doble perfidia de
los tratados.
Amenazaba una gran
batalla, en que al propio tiempo que dos hermanos, ambos reyes de Castilla, se
iban a disputar a muerte una corona y un reino, se realizaba un gran duelo
entre la Francia y la Inglaterra, representada aquella por Bertrand Duguesclin, ésta por el Príncipe Negro. Avanzaba el
ejército invasor; hizo algunos movimientos don Enrique; hubo parciales
reencuentros entre las avanzadas de ambas huestes, y por último, tomó posición
don Enrique cerca de Nájera, mediando el pequeño río Najerilla entre su campo y
el camino que necesariamente había de traer el enemigo. Componíase la hueste de don Enrique de los extranjeros que capitaneaba Bertrand Duguesclin, y en que se contaba el mariscal conde Audenham, el Bégue de Villaines y otros nobles e ilustres franceses; de
aragoneses, mandados por don Alfonso, hijo del infante don Pedro de Aragón, conde
de Denia y de Ribagorza, a quien don Enrique había hecho marqués de Villena; y
de castellanos, entre los cuales iban los dos hermanos del rey, don Tello y don
Sancho, su sobrino don Pedro, hijo natural de don Fadrique, los maestres de las
órdenes, don Juan Alfonso de Guzmán, y otros ricos-hombres y caballeros de
Castilla. Puestos ya a la vista ambos ejércitos, presentóse en el campo de don Enrique un heraldo del príncipe de Gales con una carta de
éste fechada en Navarrete el 1.° de abril, en que tratando a don Enrique sólo
de conde de Trastámara le exponía las causas de
aquella guerra y de haber tomado la protección de don Pedro, añadiendo que si
quería evitar la batalla se ofrecía a ser mediador entre él y su hermano.
Acogió don Enrique muy política y cortésmente al heraldo, leyó la carta y
contestó al de Gales con mucha energía y dignidad titulándose rey de Castilla y
de León. El rey Carlos V. de Francia, el monarca más político de su tiempo,
aconsejaba por cartas a don Enrique que no diera la batalla, porque el príncipe
de Gales llevaba consigo los mejores caballeros de la cristiandad y del mundo,
y opinaba porque se les fuese entreteniendo hasta que se les pasara el primer
entusiasmo y les faltaran los víveres y las pagas. Del mismo dictamen era Duguesclin. Pero muchos nobles castellanos deseaban el
combate, y aunque don Enrique conocía que iba a jugar la corona y la vida a la
suerte de una sola batalla, comprendió también todo el mal efecto que haría en
los castellanos una muestra de timidez y de cobardía de parte de quien acababa
de ser proclamado por ellos, y quedó determinado dar la batalla.
Queriendo don Enrique
dar un testimonio público de su valor, renunció a la ventajosa posición que
ocupaba, y pasando el río Najerilla se presentó arrogantemente en el llano de Aleson, entre Navarrete y Azofra. Al verle el Príncipe
Negro salir tan briosamente a la llanura y plantar sus banderas delante de su
campo, «¡Por San Jorge, exclamó, que es un valeroso caballero este bastardo!»
Todo aquel día (2 de abril,
1367) le emplearon unos y otros en ordenar sus tropas para el combate. Cada
cual dividió su hueste en tres cuerpos. El de Gales encomendó la vanguardia a
su hermano el duque de Lancaster, que tenía un vivo interés en la restauración
de don Pedro, como quien esperaba casarse con su hija doña Constanza: acompañábale el bravo capitán y atrevido aventurero Juan Chandos: mandaban el centro el príncipe de Gales y el rey
don Pedro: conducían la retaguardia don Jaime, que se titulaba rey de Mallorca,
los condes de Armañac y de Perigord, y los señores de Albret y de Cominges.
Capitaneaba la vanguardia de don Enrique el intrépido Bertrand Duguesclin: el cuerpo del ejército los hermanos del rey,
don Tello y don Sancho; guiaba la retaguardia el mismo don Enrique, que
acompañado de sus caballeros y montado en un caballo tordo recorría las filas
recordando a los suyos las crueldades de don Pedro y alentándolos a que
supiesen mantener en su cabeza la corona que ellos mismos le habían dado. Distinguíanse los capitanes de don Pedro y del príncipe
inglés por los escudos y sobrevestas blancas con la
cruz roja de San Jorge, los de don Enrique por las bandas doradas que les cruzaban
del hombro al costado
La batalla se dio el 13
de abril, y fue una de las más memorables del siglo XIV. El príncipe Negro tomó
la mano a don Pedro, a quien acababa de armar caballero y le dijo: «Señor rey,
hoy sabréis sino sois nada o sois rey de Castilla.» Y en seguida gritó con voz
firme: «¡Avancen mis banderas en nombre de Dios y de San Jorge!» Los de Duguesclin y del duque de Lancaster chocaron tan
reciamente, que rotas las lanzas pelearon cuerpo a cuerpo con hachas, dagas y
espadas, los unos al grito ¡Guyena, San Jorge! los
otros al de ¡Castilla, Santiago! Don Tello, que mandaba el ala izquierda, fuese
aturdimiento o cobardía, fue el primero que se dio a la huida comprometiendo la
suerte de la batalla y del ejército, aunque para honra de Castilla su ejemplo
no fue seguido por ningún otro. Pero su fuga y la captura de su hermano don
Sancho bastaron para decidir la pelea en contra de don Enrique, que en vano
expuso muchas veces su vida por detener a los fugitivos y alentar a los
combatientes. Viendo la inutilidad de sus esfuerzos y la superioridad que había
tomado el enemigo, para no caer prisionero como su hermano don Sancho huyó a
uña de caballo a Nájera. Victorioso ya el Príncipe Negro, preguntó a los suyos
si don Enrique era muerto o prisionero: «ni muerto, ni prisionero», le
contestaron: «pues entonces, replicó el de Gales, no hemos hecho nada.»
Sin embargo, el triunfo
de los ingleses había sido completo. Entre los muertos de la hueste de don
Enrique se contaban Garcilaso de la Vega, Suero Pérez de Quiñones con otros
caballeros, y hasta cuatrocientos hombres de armas: entre los prisioneros lo
eran el conde don Sancho hermano del rey, el terrible Bertrand Duguesclin, el mariscal de Audenhan,
el Bégue de Villaines, don
Alfonso marqués de Villena, los maestres de Calatrava y de Santiago, el obispo
de Badajoz, y muchos otros caballeros de Aragón, de León y de Castilla, siendo
de este número el ilustre don Pedro López de Ayala, autor de la Crónica, que
por primera vez aparece siguiendo las banderas del bastardo. Notable contraste
formaban las diferentes maneras que el príncipe de Gales y don Pedro tenían de
juzgar los prisioneros; el inglés los sometía a juicio de doce caballeros,
después de oír sus descargos, como lo hizo con el mariscal de Audenhan; el castellano mataba por si o condenaba a muerte
a quien le parecía, como lo ejecutó con don Íñigo López de Orozco, con Gómez
Carrillo y otros varios. Terminada la batalla, marchó el ejército vencedor a
Burgos.
El fugitivo don Enrique,
apurado en Nájera, tuvo que tomar un caballo que le ofreció un escudero suyo,
puesto que el que él montaba no se podía ya mover, y cabalgó todo lo más
aceleradamente que pudo camino de Aragón; venció de paso a una cuadrilla que le
salió al encuentro con intento de matarle, y habiendo hallado cerca de
Calatayud a don Pedro de Luna, que después fue papa Benedicto, éste le guió hasta salir de Aragón y ponerle en tierras del conde
de Foix, que le recibió benévolamente y le equipó de
todo lo necesario para seguir su marcha, que él continuó por Tolosa hasta cerca
de Aviñón. El duque de Anjou, hermano del rey de
Francia, que gobernaba aquella tierra, le dispensó la mayor protección de
acuerdo con el papa Urbano V que estimaba mucho a don Enrique. Habíase
refugiado ya su hermano don Tello a Aragón; y los arzobispos de Toledo y
Zaragoza que habían quedado en Burgos con la esposa y los hijos de don Enrique,
luego que supieron el éxito desastroso de la batalla de Nájera, retiráronse también con la real familia junto con la
infanta doña Leonor de Aragón a Zaragoza, pasando en el camino no pocos
trabajos, sobresaltos y temores. El rey de Navarra, fingidamente preso en Borja
hasta que se diera la batalla, después que ésta pasó, retribuyó a Olivier su
servicio prendiéndole a él de veras, y negándole el castillo y las tierras que
le había ofrecido. El negocio tuvo un remate digno de su principio.
Eran caracteres
diametralmente opuestos los del Príncipe Negro y de don Pedro de Castilla, y no
podían estar mucho tiempo avenidos, como así aconteció. El príncipe había hecho
jurar a don Pedro que no mataría ningún hombre de cuenta mientras estuviese a
su lado, y don Pedro comenzó por matar algunos caballeros de Castilla rendidos
a los ingleses en la batalla. Don Pedro pretendió que se le hiciese entrega de
todos los prisioneros castellanos, poniéndoles un precio que se obligaba a
pagar, y el príncipe le contestó que no se los libraría por todo el oro del
mundo. De un lado estaban la caballerosidad y la indulgencia, del otro los
instintos de crueldad, que no había perdido ni con la emigración ni con el
triunfo. Pesábale ya al príncipe inglés haberse hecho
el padrino de quien abrigaba sentimientos tan opuestos a los suyos, y de buena
gana se hubiera vuelto a su tierra, si no le detuviera el estado de sus tropas,
que no habían recibido estipendio alguno desde su entrada en Castilla. De buena
gana también le hubiera visto marchar don Pedro si hubiera podido pasarse sin
él, pues si se había de conservar la vida a los mismos que antes le habían
perdido, valía tanto, decía él, como no recobrar el reino, o como privarle de
los medios de conservarle; que no entendía don Pedro que se pudiese conservar
sino destruyendo. Con estas disposiciones no es maravilla que cuando los dos
aliados se aposentaron en Burgos se movieran entre ellos y tomaran más grave
aspecto las disensiones. Reclamaba el Príncipe Negro los sueldos atrasados de
sus tropas, recordándole las promesas juradas de Bayona, y pedía seguridad para
las pagas futuras. Entre las contestaciones de don Pedro hubo una que desazonó
en gran manera al príncipe de Gales, cual fue la de que el príncipe y sus capitanes
y compañías debían darse por bien pagados hasta el día con las joyas que habían
recibido en Bayona por la mitad de su justo valor, a lo cual replicó indignado
el de Gales, que sobre ser tal respuesta contraria a las estipulaciones, nadie
sino él (don Pedro) había puesto precio a las alhajas, y que mejor recado y
menester les hubiera hecho tomar metálico y moneda llana con que poder comprar
armas y caballos y demás cosas necesarias para la guerra o para la vida, que
piedras y joyas de que algunos no habían podido aprovecharse todavía. Mas
después de muchos debates y contestaciones, y ajustadas cuentas de lo
devengado, don Pedro, que en lo de ofrecer no era corto, firmó nuevas
escrituras, y volvió a jurar por los Santos Evangelios que satisfaría lo vencido
en plazos de cuatro meses y un año, y que no habría retraso en el pago de las
soldadas sucesivas.
Recordó igualmente el
príncipe Eduardo a don Pedro su compromiso de darle el señorío de Vizcaya y Castrojeriz, así como la ciudad de Soria al condestable
Juan Chandos. Contestaba a esto el castellano que era
cierto cuanto el inglés exponía, y justo lo que reclamaba; y juraba sobre el
altar mayor de la catedral de Burgos cumplir lo pactado, y daba cartas al
príncipe y al condestable para que tomaran posesión, de Vizcaya el uno, de
Soria el otro; pero al propio tiempo tomaba medidas para que le saliese tan
cara a Juan Chandos la posesión de Soria que le
tuviese mejor cuenta renunciarla, y despachaba cartas a los vizcaínos
significando su voluntad de que no entregasen al príncipe el señorío de sus
tierras (mayo, 1367). Disidentes andaban en otros tratos, y muy desconfiado y
receloso se mostraba ya el de Gales de la doblez y artería de su protegido,
cuando un día se presentó don Pedro en el alojamiento del príncipe, que era el
monasterio de las Huelgas, a decirle que había enviado ya cartas y hombres a
los pueblos reclamando con premura los tributos y servicios para la primera
paga[28], y que a fin de dar más actividad e impulso a la recaudación había
resuelto salir de Burgos y recorrer personalmente el reino. Agradecióselo el de Gales, ansioso de cobrar las pagas de sus compañías, y en su consecuencia
don Pedro se encaminó a Toledo, y el príncipe Negro derramó y escalonó sus
compañías por las tierras de Burgos, Palencia y Valladolid, las cuales se
entregaron al merodeo, como tropas que tenían que vivir sobre el país.
Aflige tener que seguir
en su marcha destructora al conquistador de su propio reino. Don Pedro no se
había humanizado. Cuando entró en Toledo, ya habían muerto Ruy Ponce Palomeque y Fernán Martínez del Cardenal por partidarios de
don Enrique. Conmovióse y se alteró la ciudad al
saber que aún exigía algunos rehenes, pero concluyeron por dárselos, y con
ellos tomó el camino de Sevilla. A los dos días de su entrada en Córdoba, una
noche a deshora recorrió la ciudad con una compañía armada, visitando las casas
de los que le designaron como los primeros en haber salido a recibir a don
Enrique. El resultado de esta visita domiciliaria nocturna y misteriosa fueron
diez y seis víctimas. Dejó por gobernador de la ciudad a Martín López de
Córdoba, nombrado maestre de Calatrava desde la defección de Diego García de
Padilla, y prosiguió su expedición. Precediéronle órdenes de muerte en Sevilla, como le habían precedido en Toledo, y su estancia
en aquella ciudad no señaló la suspensión, sino la continuación de los suplicios.
Don Juan Ponce de León, don Alfonso Fernández, la madre de don Juan Alfonso de
Guzmán, el almirante Gil Bocanegra que había cogido a Martín Yáñez el tesoro
del rey, y Martín Yáñez que no pudo impedir que le fuese cogido, todos cayeron
igualmente bajo la cuchilla niveladora de un rey, sino justiciero, por lo menos
indudablemente ajusticiador. Todavía desde allí ordenó al maestre de Calatrava
Martín López otras ejecuciones de cordobeses; pero Martín López convidó a comer
a los mismos cuyas cabezas le mandaba el rey cortar, y les confió en secreto la
orden que tenía. Con menos que esto bastaba para incurrir en las iras del rey,
el cual hizo prender al mismo Martín López, y hubiérale aplicado la pena que él no había querido ejecutar en sus paisanos y amigos, si
no se hubiera interpuesto el rey Mohammed de Granada, que estimaba en mucho al
don Martín; que tal era el caso, que los mismos reyes moros tenían que ponerse
por medio para atajar la sangre que en su propio reino derramaba un rey
cristiano de Castilla.
No era por lo tanto
inverosímil la voz esparcida por el maestre don Martín López en Córdoba, de que
el Príncipe Negro, con deseo de que no acabara de perderse el reino castellano
bajo las tiranías y las crueldades de su rey, tenía proyectado un plan, que
consistía en hacer que don Pedro casara con alguna noble señora de quien
pudiera tener legítimos herederos, en dividir la monarquía en cuatro grandes
distritos o departamentos, a saber, Castilla, Galicia con León, Extremadura con
Toledo y Andalucía con el reino de Murcia, a cargo de las personas que ya se
designaban, tomando el mismo príncipe de Gales la gobernación general del
reino. Mas si tal pensamiento tuvo, por lo menos no dio muestras de intentar
realizarle, ni tampoco hubiera sido de fácil ejecución. Antes bien, como viese
que iba trascurriendo el plazo de los cuatro meses sin que ni a él ni al
condestable Juan Chandos se los hubiera puesto en
posesión de Vizcaya y de Soria, que si los pueblos aprontaban sus tributos, no
por eso se pagaba el estipendio a sus tropas, y que éstas cometían los desmanes
y los estragos, y sufrían las miserias consiguientes a su situación, determinó
abandonar la Castilla, y recogiendo sus compañías, menguadas en dos terceras
partes, infectadas de epidemia, y enfermo él mismo, salió de España detestando
y maldiciendo la doblez y falsía del hombre a quien acababa de reconquistar un
reino, arrepentido de su obra y compadeciendo a la pobre monarquía castellana
precisada a escoger entre un déspota legítimo y un usurpador bastardo.
Veamos lo que entretanto
había acontecido a don Enrique.
Dejámosle en Languedoc benévola y amistosamente recibido por el duque de Anjou, hermano del rey Carlos V. de Francia. Allá
habían ido a incorporársele su esposa y sus hijos, descontentos de la tibia
acogida que habían hallado en el rey de Aragón; que andaba ya en tratos el rey
Ceremonioso con el príncipe de Gales. El rey de Francia no sólo aprobó la
conducta galante y generosa de su hijo con el refugiado castellano, sino que le
hizo merced del condado de Cessenon, que ya don
Enrique había tenido durante su permanencia en Francia 1362, y mandó que se le
diesen cincuenta mil francos de oro, a los cuales añadió el duque de Aujou por su parte otros cincuenta mil. Don Enrique vendió
el condado (junio, 1367) en veinte y siete mil francos de oro, y dedicó todas
estas sumas a comprar arneses y otros pertrechos de guerra. Llegábanle cada día nuevas de lo mal avenidos que andaban don Pedro de Castilla y el
príncipe de Gales, e ibansele reuniendo muchos
caballeros y escuderos castellanos que emigraban, o por desafectos a don Pedro,
o huyendo de que los alcanzara la violencia de su cólera. Supo también que
muchos de los prisioneros de Nájera andaban ya libres, y se preparaban a hacer
guerra a don Pedro desde sus castillos. La retirada del de Gales de Castilla
fue lo que más le alentó en sus planes de reconquista, y la libertad que el
Príncipe Negro dio caballerosamente a su ilustre prisionero Bertrand Duguesclin, le daba la esperanza de volver a contar un día
con uno de sus más decididos auxiliares y el más esforzado de sus antiguos
campeones. Las tropelías y crueldades de don Pedro en Toledo, Córdoba y Sevilla
apuraban la paciencia de los súbditos, que sabiendo ya lo que era destronar un
rey atreviéronse muchos a alzarse en rebelión
abierta, especialmente desde los castillos de Atienza,
Gormaz, Peñafiel, Ayllón y otros de las tierras de
Palencia, Ávila, Segovia y Valladolid: declaróse por
don Enrique toda Vizcaya, y aún Guipúzcoa, a excepción de Guetaria y San Sebastián.
Con estas noticias tan
lisonjeras para él, movióse ya de Languedoc el prófugo bastardo con algunos centenares de lanzas y con ánimo deliberado de
penetrar en Castilla. Viose en Aguasmuertas con el duque en Anjou y con el cardenal Guido de
Bolonia, y habiendo allí consejo pactáronse avenencias y se firmaron con juramentos, y diéronle auxilios a don Enrique, porque interesaba a la Francia, que esperaba un nuevo
rompimiento con Inglaterra, contar con el mayor número de aliados que pudiese. Allegáronse a las compañías de don Enrique varios nobles y
caballeros franceses, entre ellos don Bernardo de Bearne, que fue después conde
de Medinaceli en Castilla. Quiso negarle el de Aragón el paso por su reino, en
virtud del concierto que ya había hecho con el príncipe de Gales; pero
favorecían a don Enrique muchos nobles aragoneses, y entre ellos el infante don
Pedro, tío del rey, que le franqueó el paso por su condado de Ribagorza. Siguió
avanzando, aunque no sin trabajo, por Benabarre, Estadilla, Barbastro y Huesca, penetró en Navarra, y
continuando su camino para Castilla, hizo su entrada en Calahorra (septiembre,
1367), donde fue recibido con el mismo entusiasmo que cuando le aclamaron rey
la vez primera.
Cuenta la crónica que
cuando don Enrique se vio en los campos contiguos al Ebro preguntó si estaban
ya en los términos de Castilla, y contestándole que sí, se apeó del caballo,
hincó la rodilla en tierra, hizo una cruz con su espada en el arenal que estaba
cerca del río, y después de besarla dijo: «Yo lo juro a esta significanza de cruz, que nunca en mi vida, por menester
que haya, salga del regno de Castilla, e antes espere
en ella la muerte o la ventura que me viniese.» Con este juramento aseguraba a
los suyos que antes perecería en la demanda que dejarlos abandonados y
expuestos a la colérica saña de su adversario.
Uniéronsele en
Calahorra, hasta seiscientas lanzas de los mismos que en Nájera habían peleado
ya por él. Logroño se mantenía por don Pedro, y no quiso entregársele; Burgos,
acostumbrada a ver entrar y salir reyes, le abrió sus puertas y le recibieron
en procesión el clero y el pueblo: pero resistiéronse la judería y el castillo, y tuvo que emplear ingenios y máquinas para
combatirlos y hacer minas y cavas; rindiósele primeramente la judería, y compraron los sectarios de la ley de Moisés el
seguro de sus vidas con un cuento de maravedís. El gobernador del castillo
capituló también con don Enrique; hallábase en él el aventurero don Jaime de
Mallorca, que se titulaba rey de Nápoles, como casado con la célebre reina doña
Juana, la cual le rescató del poder de don Enrique por precio de ochenta mil
doblas de oro. Entonces obtuvo su libertad el aragonés don Felipe de Castro,
cuñado de don Enrique, que desde la derrota de Nájera se hallaba preso en
aquella fortaleza. Súpose ya en Burgos que Córdoba
había alzado pendones por don Enrique: toda la Vieja Castilla, y aún la comarca
de Toledo llevaban ya su voz, y en esta confianza fueron enviados la reina y el
infante a Guadalajara y a Illescas acompañados de los
prelados de Palencia y Toledo. Don Enrique se encaminó a Valladolid: la villa
de Dueñas, que está en el camino, se sostenía por su hermano, defendida por el
adelantado mayor de Castilla: costóle un mes de
cerco, pero al fin la rindió al terminar el año 1367.
A mediados de enero de
1368 pasó don Enrique a cercar a León, cuyos defensores se dieron a partido,
porque casi todas las montañas de Asturias y León estaban ya por él. Volvió
luego por Tordehumos, Medina de Rioseco,
y otras poblaciones que iba ganando; traspuso los puertos, entró en Madrid, de
que ya se habían apoderado los suyos, y pasó a Illescas,
donde se hallaba su esposa y su hijo, los cuales envió a Burgos mientras
sitiaba a Toledo. Hacia sólo cuatro meses que don Enrique había entrado en
Castilla con muy corta hueste, y ya el reino se hallaba dividido como por mitad
entre los dos hermanos. Seguían la voz de don Enrique, en lo general Asturias y
León, las dos Castillas, Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, aparte de algunas
ciudades, como Zamora, Toledo, Soria, Logroño, Vitoria, San Sebastián,
Salvatierra y Guetaria. Obedecían a don Pedro la
mayor parte de Galicia, de Andalucía y de Murcia, salvas algunas ciudades que
en cada uno de estos reinos estaban por don Enrique: miserable y desdichada situación
la del reino castellano.
¿Qué hacia don Pedro en Sevilla a vista de los rápidos progresos del hermano bastardo?
Desamparado de todos los príncipes cristianos, y abandonado de la mayor parte
de los pueblos mismos a que poco ha se extendía su odiosa dominación, echóse en brazos del rey moro de Granada y solicitó su
socorro. Diósele el musulmán, y vino él mismo con
siete mil jinetes y muchedumbre de ballesteros y peones[33]. Juntos los dos
reyes, el cristiano y el infiel, fueron a atacar a Córdoba con un ejército que
no bajaba de cuarenta mil hombres. Contentos y gozosos iban los musulmanes,
llevados del afán de entrar como conquistadores en la capital del imperio de
sus antepasados, en la célebre corte de los antiguos Califas. Rudos e impetuosos
ataques dieron los moros a la ciudad; abiertos tenían ya seis portillos en las
murallas, y los pendones de Mahoma se vieron clavados por obra de don Pedro de
Castilla en aquellos alminares de donde los había arrojado el santo rey don
Fernando. Desmayados y sin aliento andaban ya los de la ciudad, cuando se vio a
las damas y doncellas cordobesas salir por las calles con las lágrimas en los
ojos y las cabelleras esparcidas rogando a sus padres, hijos y esposos que no
las dejaran abandonadas al furor de los infieles. Los llantos, los lamentos,
las súplicas de aquellas desconsoladas mujeres de tal modo reanimaron a los
defensores de Córdoba, que volviendo vigorosamente a las murallas derribaron
los estandartes, rechazaron y arrollaron los enemigos a bastante distancia, en
tal manera, que tuvieron tiempo aquella noche para reparar los muros y cubrir
las brechas y los boquetes abiertos en ellos. Mientras en el campo el emir
granadino se desesperaba por no haber podido cobrar la ciudad de la grande
aljama, y mientras don Pedro de Castilla con no menos desesperación juraba que
si un día tomaba a Córdoba no había de dejar en ella piedra sobre piedra, los
defensores celebraban dentro su triunfo con danzas y fiestas populares.
Pasados algunos días,
don Pedro regresó a Sevilla y Mohammed a Granada. Pero el musulmán, que había
gustado el placer de visitar comarcas y países que hacía más de un siglo no
habían pisado plantas infieles, aprovechando la ocasión de contar con tan buen
aliado, volvió con numerosa hueste, acometió y rindió a Jaén, destruyó casas e
incendió templos, ejecutó otro tanto en Úbeda, Marchena y Utrera, llevándose
sólo de esta última ciudad hasta once mil cautivos, entre hombres, niños y
mujeres. Con esto y con haber recobrado los castillos que ganó el rey don Pedro
al rey Bermejo de Granada, con más los que habían conquistado los infantes de
Castilla en el tiempo de las tutorías del último Alfonso, bien pudo el
granadino regresar contento y satisfecho de la alianza con que le convidó don
Pedro de Castilla.
Las ciudades de Logroño,
Vitoria y Salvatierra de Álava, viéndose apuradas por la gente de don Enrique,
cuando vieron que no podían prolongar su resistencia prefirieron darse el rey
de Navarra, contra la voluntad misma de don Pedro, que les había ordenado que
por manera alguna se separaran de la corona de Castilla. El versátil don Tello,
que traía sus pleitesías con el navarro, le acompañó a tomar posesión de
aquellas villas.
Entretanto don Enrique
seguía combatiendo la fuerte ciudad de Toledo, haciéndose los de dentro y los
de fuera una guerra de enemigos encarnizados. Minábanse y se incendiaban torres, cortábanse puentes, poníase en juego todo género de máquinas, y no cesaba la
mortandad entre sitiados y sitiadores. Contaba don Enrique en la ciudad algunos
parciales; trataron éstos de entregarle algunas torres, pero muchos perdieron
la vida a manos de los partidarios de don Pedro, que eran allí los más; y pasó
todo el año 1368 sin que don Enrique pudiera apoderarse de Toledo. Pero en este
intermedio habíanle venido embajadores del rey de
Francia (20 de noviembre) proponiéndole la renovación de su amistad y alianza,
en cuya virtud se firmó un tratado entre Carlos de Francia y Enrique de
Castilla, obligándose a ser amigos de amigos y enemigos de enemigos, y ayudarse
contra todos los hombres del mundo. Estos mismos embajadores negociaron con don
Enrique que comprometiera en el rey de Francia sus diferencias con el de.
Aragón; y una de las cosas que más halagaron al castellano fue el anuncio que
le hicieron de que pronto vendría en su ayuda Bertrand Duguesclin con quinientas lanzas.
Llegó el año 1369, y con
él el desenlace, que ciertamente se apetece ya ver, de este larguísimo drama.
Resolvió al fin don Pedro ir a socorrer a los sitiados de Toledo que carecían
absolutamente de viandas, aunque le costara pelear con su enemigo y hermano; y
partiendo de Sevilla se vino para Alcántara, donde se le juntaron el gobernador
de Zamora Fernán Alfonso, don Fernando de Castro el de Galicia, y otros que
seguían su partido en Galicia y Castilla. Sabedor de sus proyectos don Enrique,
mandó a los de Córdoba que viniesen en pos de él, e hizo llamamiento a todos
sus parciales de Castilla y de León. Cuando don Pedro llegó a la Puebla de
Alcocer, los cordobeses en número de mil quinientos hombres de armas se
hallaban en Villareal. Don Enrique, habido su consejo, deliberó salir al
encuentro a su hermano, y detenerle en su marcha, y pelear con él, dejando
alguna gente en el cerco de Toledo a cargo del arzobispo don Gómez Manrique;
que padecían los de Toledo todos los horrores del hambre[36], y en diez meses y
medio de cerco habíanse pasado muchos al campo de don
Enrique, de manera que eran pocos los hombres de armas que defendían la ciudad,
y aunque pocos bastaban para la defensa de plaza tan fuerte, pocos bastaban ya
también para cercarla.
Partió, pues, don
Enrique del real de Toledo, y puso su campo en Orgaz (cinco leguas), donde se le incorporaron los maestres de Santiago y Calatrava
con la gente de Córdoba. Uniéronsele las demás
compañías hasta el número de tres mil lanzas; gente de a pie sólo las que
solían llevar consigo los señores y caballeros. Oportunamente llegó allí, con
gran contentamiento y júbilo de don Enrique, el terrible Bertrand Duguesclin con su compañía extranjera. Puso don Enrique su
gente en orden de batalla dividiéndola en dos cuerpos, y dando el mando del de
vanguardia a Bertrand Duguesclin y a los caudillos de
la hueste cordobesa, quedó él mismo rigiendo el segundo cuerpo. Al salir de Orgaz, supo que don Pedro había pasado por el campo de
Calatrava, y que se hallaba en Montiel, lugar y castillo de la orden de
Santiago. Iban con don Pedro los concejos de Sevilla, Carmona, Écija y Jerez,
algunos caballeros y escuderos que defendían su partido en Mayorga, y como
capitanes don Fernando de Castro de Galicia y Fernán Alfonso de Zamora, entre
todos otras tres mil lanzas: llevaba además don Pedro mil quinientos jinetes
moros que le suministró el rey de Granada, el cual se negó a venir
personalmente por más que se lo rogó el castellano. Todas estas gentes las
tenía don Pedro acampadas en la circunferencia de Montiel a la legua y dos
leguas del castillo. Lo notable es que los dos cronistas contemporáneos, Ayala
y Froissart, ambos convienen en que don Enrique sabia
todos los movimientos de don Pedro, mientras don Pedro carecía absolutamente de
noticias de don Enrique y de su gente, lo cual parece indicar que éste tenía
más a su devoción el país. Conocieron don Enrique y Duguesclin que les convenía acelerar todo lo posible la marcha para coger a su adversario
desprevenido, y así fue que anduvieron toda la noche (del día 13 al 14 de
marzo), siendo ésta tan oscura y el terreno tan escabroso, que tenían que ir
delante algunos soldados encendiendo fogatas para poder ver el camino, y aún así Duguesclin y el cuerpo
que mandaba se perdieron en un valle sin salida y no pudieron incorporarse a
los del otro cuerpo hasta la mañana siguiente. Avisado don Pedro, y aún viendo él mismo las hogueras desde su castillo de
Montiel, todavía creyó que serían los de Córdoba que irían a juntarse con los
del campo de Toledo; apercibióse sin embargo para la
pelea, y mandó a los que tenía acampados por las aldeas que fuesen a reunirsele; más antes que estos concurriesen llegó el
bastardo al romper el alba a la vista de Montiel.
Trabóse allí
la pelea entre las huestes de los dos hermanos, no sin sorpresa de don Pedro al
encontrarse frente a las banderas de don Enrique, de don Sancho y de Duguesclin. Un tanto desordenada, como más desapercibida su
gente, fue la que comenzó a flaquear, y en especial los moros, que fueron los
primeros a volver la espalda. El cronista castellano pinta como sumamente
rápido y fácil el triunfo de don Enrique en esta batalla. Mas el cronista
francés Froissart afirma haberse peleado en ella dura
y maravillosamente, y añade que don Pedro combatía muy valerosamente, manejando
una hacha con la cual daba tan terribles golpes que nadie era osado a
acercársele[38], lo cual nos parece harto verosímil en el genio belicoso y en la
probada intrepidez de don Pedro de Castilla, que por otra parte aventuraba en
aquel combate la corona y la vida. Pero desordenados y fugitivos los suyos, y
muertos muchos de ellos, tuvo al fin que retirarse al castillo de Montiel, que
don Enrique hizo ceñir en derredor con una cerca de piedra, guardada por tanta
gente, «que ni un pájaro hubiera podido salir del castillo sin ser visto.»
El maestre de Calatrava
Martín López de Córdoba que acudía a la batalla con sus compañías en favor de
don Pedro, noticioso del éxito desastroso del combate por los fugitivos que
encontró en el camino, volvióse para Carmona donde
don Pedro había dejado sus hijos don Sancho y don Diego[39]. Luego que llegó a
aquella villa apoderóse de los tres alcázares, de los
hijos de don Pedro, de su tesoro, y se fortaleció allí con ochocientos de a
caballo y muchos ballesteros.
Faltaba a este largo y
trágico drama desenlazarse con una escena horriblemente sangrienta, precedida
de un acto de perfidia y felonía. Hallábase entre los pocos caballeros que
acompañaban a don Pedro en el castillo Men Rodríguez
de Sanabria, el cual como conociese personalmente a Bertrand Duguesclin de haber sido en otro tiempo prisionero suyo y debidole su rescate, se resolvió a pedirle una entrevista,
diciendo que quería hablarle secretamente. Accedió a ello Duguesclin,
y salió el Sanabria una noche del castillo según habían acordado, para tener su
plática. En ella le dijo el castellano al caudillo bretón, que a nadie como a
él, que era tan noble y tan hazañoso caballero, le estaría bien salvar la vida
y el reino a don Pedro de Castilla, y que por lo mismo que era tan grande la
cuita en que éste se hallaba, sería una acción que le daría honra en todo el
mundo: que si se resolvía a ponerle en salvo, le otorgaría el rey el señorío de
Soria y de Almazán y de otras villas para sí y sus descendientes, con más
doscientas mil doblas de oro castellanas. Recibió al pronto Duguesclin la propuesta como ofensiva e injuriosa a un buen caballero, más insistiendo el
Sanabria en que lo meditase y reflexionase, ofrecióle Bertrand que habría sobre ello su consejo y le contestaría. Consultólo,
en efecto, con algunos de sus amigos y allegados, los cuales fueron de parecer
que lo contara al rey don Enrique. Hizolo así el
caballero bretón, faltando ya en el hecho de tal revelación al sagrado de la
confianza y del sigilo. Pero restaba consumar con la alevosía lo que comenzaba
por una falta de caballerosidad. Oyó don Enrique lo acontecido, y diciendo a Duguesclin que él le haría las mismas y aún mayores
mercedes que las que en nombre de su hermano le habían prometido, le incitó a
que fingiese asentir a la propuesta de Men Rodríguez
de Sanabria, diciendo a éste que podía el rey don Pedro venir seguro a su
tienda, donde hallaría preparados los medios que le habían de proporcionar la
fuga. Así se practicó como lo proponía don Enrique.
Desconfiado y suspicaz
como era don Pedro, no descubrió la celada alevosa que se le preparaba, o bien
porque creyera en los juramentos con que le aseguraron, o bien porque el afán
de verse en salvo no le diera lugar a la fría reflexión; y saliendo una noche
del castillo con Men Rodríguez de Sanabria, don
Fernando de Castro y don Diego González de Oviedo, entróse confiadamente en la tienda de Duguesclin. «Cabalgad,
le dijo, que ya es tiempo que vayamos.» Como nadie le respondiese, don Pedro
sospechó la traición y quiso huir sólo en su caballo, pero le detuvo Olivier de
Manny. Entonces se llegó don Enrique armado de todas armas y dirigiéndose a don
Pedro «Manténgavos Dios, señor hermano», le dijo; y
don Pedro exclamó: «¡Ah traidor borde! ¿aquí estáis?» Y dicho esto se abalanzó
a su hermano, y agarrados los dos cuerpo a cuerpo cayeron ambos en tierra,
quedando encima don Pedro, que hubiera acabado con el bastardo, si Bertrand Duguesclin tomando con su hercúlea mano por el pie a don
Enrique, y dándole la vuelta no le hubiera puesto sobre don Pedro, diciendo
estas palabras que la tradición ha conservado: «Ni quito ni pongo rey, pero
ayudo a mi señor.» Entonces el bastardo degolló a su hermano con su daga y le
cortó la cabeza.
Tal fue el trágico y
miserable fin del rey don Pedro de Castilla (23 de marzo, 1369), a la edad de
35 años y 7 meses, y a los 19 de su sangriento y proceloso reinado: y tal fue
el ensangrentado pedestal sobre el cual puso su pie el bastardo don Enrique
para subir al trono de Castilla y de León.
Nuestros lectores han
podido observar que para la historia de este reinado nos hemos servido como de
guía principal de la Crónica de Pero López de Ayala, sin perjuicio de cotejar
su relación con la de otros escritores contemporáneos, españoles y extranjeros,
y con los documentos de los archivos que hemos podido examinar. Para nosotros
es fuera de duda la veracidad de Ayala. Pero se trata de un reinado que ha
adquirido una funesta celebridad; se trata de un personaje que la historia, la
tradición, el teatro y el romance han popularizado; se trata, en fin, de un
monarca conocido con el sobrenombre antonomástico de El Cruel, que algunos han
pretendido y pretenden reemplazar con el de Justiciero. Las dos calificaciones
se excluyen; nosotros le aplicamos la primera, y necesitamos justificar los
fundamentos de las acciones que en nuestra narración histórica le atribuimos, y
del juicio crítico que del rey y del reinado, apoyados en la historia, haremos
después.
Con dificultad escritor
alguno se habrá hallado en posición más ventajosa para escribir con
conocimiento de los sucesos de su- tiempo, que el cronista Pedro Lopez de Ayala. Hijo de don Fernán Pérez de Ayala, del
linaje ilustre de los de Haro, adelantado del reino de Murcia en tiempo del rey
don Pedro, y amigo del ministro Alburquerque, figuró desde muy la joven en la
corte del rey, y en 1359 le vemos de jefe en la flota castellana dirigida
contra Barcelona y las Baleares, siendo uno de los que defendían los
castilletes de la galera real. Sirvió Ayala fielmente al rey don Pedro hasta
1366, y le hallamos entre los pocos caballeros que acompañaban al rey en su
retirada de Burgos, y sólo cuando éste pasó a Guyena en busca de auxilio extranjero, tomó Ayala partido por el bastardo don Enrique.
Como capitán de don Enrique combatió en la célebre batalla de Nájera, o sea
Navarrete, donde cayó prisionero de los ingleses. Rescatado por una suma
considerable, continuó al servicio de don Enrique, el cual le dispensaba
especial favor y consideración. Otro tanto le aconteció con el rey don Juan I.,
y como alférez mayor de este príncipe se halló en la memorable y funesta
batalla de Aljubarrota, donde también fue hecho
prisionero. Alcanzó Ayala el reinado de Enrique III. Obtuvo la dignidad de
canciller mayor de Castilla, y murió en 1407, de edad de 79 años. Fue Ayala un
varón respetable, y uno de los hombres más ilustrados y de más sólido juicio de
su época: además de otras obras que escribió, y de que daremos razón más
adelante, fue autor de las crónicas de don Pedro, de don Enrique II., de don
Juan I. y de una parte de la de don Enrique III. Como cronista aventajó a todos
los de su siglo, y bajo su pluma comenzó la crónica a perder su aridez y a
tomar cierto tinte y sabor de historia.
Tales fueron las
circunstancias políticas y personales del autor o quien en lo general seguimos
en la historia de este reinado. Testigo ocular, actor y narrador a un tiempo,
la autoridad de Ayala parece indestructible, y como tal fue mirada por siglos
enteros, hasta que algunos, fundados en el favor que obtuvo de los reyes de la
línea bastarda, discurrieron que no habría podido ser imparcial para con don
Pedro, y esta especie de censura sospechosa, aunque vaga, no ha dejado de
hallar algunos seguidores hasta en nuestros mismos días. Para desvanecer esta
calificación, que a primera vista no carece de verosimilitud, aunque si de
fundamento, bastaría al lector desapasionado leer su crónica, aún sin necesidad
de compulsarla con los testimonios de otros escritores de la misma edad, que
son las verdaderas fuentes históricas. Lleva la crónica de Ayala en si misma
cierto aire de ingenuidad y de sencillez que convence; nunca se ensangrienta
con el rey don Pedro; no hay acrimonia en su pluma; casi siempre refiere los
hechos sin juzgar los hombres, y cuando juzga lo hace con tal templanza y
parsimonia, que parece costarle trabajo estampar una frase de disgusto o de
reprobación, y lo que admira precisamente es la especie de frialdad con que va
contando tantos horribles suplicios y tantas escenas sangrientas, sin prorrumpir
sino muy rara vez en alguna sentida exclamación, como arrancada por la pena que
le inspira lo mismo que cuenta, pero sin mostrar ni enemiga ni ojeriza con
nadie. Se descubre, es verdad, de qué lado están sus afecciones, pero parece
haber hecho profundo estudio de lastimar lo menos posible la memoria de un
monarca a quien había servido tantos años. Si esto era adular a don Enrique,
menester es confesar, como observa muy oportunamente un escritor ilustrado, que
era harto más fácil desempeñar el oficio de adulador y de cortesano en la edad
media que en los tiempos modernos. Sólo al final de la crónica se atrevió Ayala
a hacer una breve reseña delos vicios del rey don Pedro, pero siempre con más
miramiento y menos dureza que los demás escritores de aquel siglo.
Excluyamos, si se
quiere, de entre estos al cronista Juan Froissart,
por ser extranjero. Recusemos al rey don Pedro IV. de Aragón, que en sus
Memorias se ensaña contra el de Castilla, y digamos que había en ello espíritu
de rivalidad. No demos gran importancia a las palabras con que el italiano Matteo Villani (si bien fue el
padre de la historia italiana en el siglo XIV) calificó al rey don Pedro de
Castilla de «crudelissimo e bestiale ré... forsennato ré..., perverso tiranno di Espagna, non degno d'essere nonmato ré.» Singular es, sin embargo, que todos coincidan en
el mismo juicio acerca de don Pedro de Castilla. Mas no sabemos qué podrá
oponerse al testimonio del arzobispo de Sevilla don Pedro Gómez du Albornoz,
que lo fue apenas murió don Pedro, y le juzga del mismo modo que Ayala; al de
los pontífices que tan severamente reprendían su inmoral conducta; al del
escritor lemosín del siglo XV. Puig Pardinas, que dice que cuando murió este
rey se alegró toda la tierra, «como aquel que había sido el más cruel príncipe
del mundo»: a Gutierre Díaz de Games,
autor de la crónica de don Pedro Niño, que hace el siguiente retrato de don
Pedro: «El rey don Pedro fue home que usaba vivir mucho a su voluntad, mostraba
ser muy justiciero, más era tanta la su justicia, e fecha de tal manera, que
tornaba en crueldad. A qualquier mujer que bien lo parescia non cataba que fuese casada o por casar: todas las queria para si; nin curaba cuya fuese. Por muy pequeño yerro daba gran
pena: a las veces penaba e mataba los omes sin porqué
a muy crueles muertes... Aquel rey tenía a Dios muy airado de la mala vida que avia vivido: ya non le podía más
sufrir, porque la mucha sangre de los inocentes que él avia derramado le daba voces sobre la tierra.»
Finalmente, todos los
escritores de los siglos XIV y XV, es decir, los coetáneos y los inmediatos,
concuerdan en representar al rey don Pedro horriblemente cruel tal como se
desprende de la narración histórica de Ayala. De entre los historiadores y
analistas de los siguientes siglos, todos los que han alcanzado mayor
reputación literaria convienen en la misma idea y en el propio juicio acerca de
este célebre monarca. En esta respetable falange contamos a Mariana, a Zurita,
a Flores, a Ferreras, a Zúñiga, a Colmenares, A Ortiz y Sanz, a Llaguno y Amirola, a Sabau, a multitud de otros que fuera largo enumerar. Un
escritor extranjero de muy sano juicio, Prosper Merimée ha escrito de propósito la historia de don Pedro de
Castilla en un volumen de cerca de seiscientas páginas. Vislúmbrase en el ilustre académico francés cierto deseo de sacar a salvo a aquel monarca
de los terribles cargos que le hace la historia: pero convencido de la
veracidad de la crónica de Ayala, tómala también por guía, y admite adopta
todos los hechos que refiere el gran canciller de Castilla, y limitase a
atenuar en lo posible las violencias, crueldades y tiranías de don Pedro, con
la rudeza del siglo y con el designio que le atribuye de abatir la orgullosa
nobleza. Más francos sus dos compatriotas Romey y Rosseeuw- Saint Hilaire, tratan
al rey de Castilla con la misma dureza que los antiguos cronistas españoles.
«Querer rehabilitarle, dice el segundo de estos dos historiadores, es una tarea
que ha podido agradar al espíritu de paradoja, pero que repugna al verdadero
espíritu histórico... A medida que se avanza en su historia, se nota más y más
la odiosa conducta de este monstruo, a quien por honor dela humanidad debemos
suponer atacado de una especie de vértigo...» Romey le juzga poco más o menos con la misma aspereza. «Con que sean verdad, dice el
inglés Dunham, la mitad de las crueldades que su
cronista le atribuye, pocos reyes antes o después de él fueron o han sido tan
feroces. Y por cierto, leyendo a Ayala, y notando la escrupulosa prolijidad con
que refiere los hechos de crueldad de don Pedro, tiene su narración todas las
apariencias de autenticidad... y la crítica se ve obligada a admitir por bueno
y veraz el testimonio de este último (Ayala), confirmado, como lo está, por Froissart y los demás escritores contemporáneos.»
A vista, pues, de tantos
y tan contextos testimonios y acordes juicios, ¿de dónde y cuándo, nos
preguntamos, nació la idea de negar o poner en duda la autenticidad o veracidad
de la Crónica de Ayala, y la pretensión de reemplazar en don Pedro el dictado
de Cruel por el de Justiciero? El primero que abrió este camino, que aún hoy no
falta quien pretenda seguir ciegamente y sin crítica, fue un rey de armas de
los reyes católicos, llamado Pedro de Gratia Dei, que siglo y medio después de
la muerte de don Pedro escribió en su defensa una crónica seca, descarnada,
incoherente y pobre, a no dudar con el designio de adular a los reyes y a
algunas grandes casas de Castilla, de la descendencia bastarda de don Pedro.
Sirvió de fundamento al Gratia Dei una oscura crónica del siglo XV titulada
Sumario de los Reyes de España, que se atribuye al llamado Despensero de la
reina doña Leonor, mujer de don Juan I, y las adiciones que a esta indigesta
compilación hizo un desconocido anónimo. Para probar la ignorancia profunda de
este autor sin nombre, baste decir que supone haber estado don Pedro tres años
cautivo en Toro, y otros tres desterrado en Inglaterra: absurdo que nos
sobraría, dado que otros semejantes no contuviera este escrito, para mirarle
con el desprecio que se merece.
Pero estampó el tal
compilador una expresión de que han procurado sacar gran partido los defensores
de don Pedro, y muy principalmente el deán de Toledo, don Diego de Castilla,
que se decía biznieto bastardo de aquel monarca. De este rey decía el anónimo,
hay dos crónicas, una verdadera y otra fingida, esta última por se disculpar de los yerros que contra él fueron hechos en
Castilla. Bastó esta frase al deán de Toledo para suponer que la crónica
fingida era la de Ayala, y la verdadera una que dicen escrita por don Juan de
Castro, obispo de Jaén, en defensa de don Pedro. Aunque nadie duda ya de que el
anónimo adicionador quiso aludir a las dos crónicas de Ayala que se conocen con
el título de Abreviada, que fue la primera que escribió, y otra con el de Vulgar,
que sustancialmente son una misma, el que desee convencerse a más de esto puede
leer a don Nicolás Antonio, en su Biblioteca, y sobre todo el prólogo de Zurita
en la edición de la crónica hecha por el ilustrado académico Llaguno y Amirola en 1779, y la
larga correspondencia del mismo Jerónimo de Zurita con el deán de Castilla,
sobre esta materia, inserta por Ledo del Pozo en su Apología del rey don Pedro.
Ambas crónicas, la Abreviada y la Vulgar, están escritas en el propio sentido,
y si bien en la segunda se conoce haber sido suprimidos algunos pasajes de la
primera con una intención política, la esencia de los sucesos se conserva sin
alteración.
En cuanto a la famosa
crónica de don Juan de Castro, en la que dicen que defendía y alababa al rey
don Pedro, seméjasenos a aquellas damas de los
caballeros andantes, cuya hermosura celebraban todos sin conocerlas nadie,
puesto que después de tantos siglos como se habla de ella no se ha atrevido
nadie a asegurar que la haya visto. Creyóse algún
tiempo que había sido la que el doctor Galíndez de
Carvajal había sacado del monasterio de Guadalupe en 1511 por real cédula de
Fernando V (no de Felipe V. como equivocadamente dice Merimée).
Mas luego resultó que el decantado manuscrito de Guadalupe, recobrado por Fr.
Diego de Cáceres, era un ejemplar de las crónicas de Ayala. Si hubiera existido
la del obispo de Jaén, ¿cómo este prelado que acompañó a Inglaterra a la hija
del rey don Pedro doña Constanza, no la publicó allí en tantos años como
estuvo? ¿Cómo no la hizo publicar y conocer el duque de Lancaster, a quien
tanto interesaba rectificar la errada opinión que encastilla se tuviese de su
suegro el rey don Pedro, y volver por la fama del padre de su esposa cuyo trono
pretendía? ¿Cómo habiéndose hecho después el enlace de doña Catalina de
Lancaster, nieta de don Pedro, con el infante don Enrique de Trastamara, nieto de don Enrique el Bastardo, enlace que
autorizó y presenció el obispo don Juan de Castro, no dio a luz esa crónica,
cuando ya ningún inconveniente ofrecía el publicarla? ¿Cómo permaneció
escondida aún después de ser reina de Castilla la nieta de don Pedro? ¿Cómo no
se hizo publicar en tiempo de los reyes católicos, que dicen no gustaban de que
se diera a don Pedro la denominación de Cruel ¿Cómo estuvo secreta en el
reinado de Felipe II., que dicen mandó que a don Pedro de Castilla se le
apellidara el Justiciero, mandato que, sea dicho de paso, ni nos maravilla en
aquel monarca ni nos convence? ¿Cómo, en fin, nadie hasta nuestros días ha
logrado ver esa crónica por tantos y tan solícitamente buscada? Todos los
síntomas y probabilidades son de no haber existido; pero dado que existiese y
se encontrase, ¿bastaría a hacernos variar de juicio y de opinión, y tendríamos
por de todo punto veraz y desapasionada una crónica escrita por quien siguió
constante y aún tenazmente las banderas y el partido
del rey don Pedro y de sus hijas? Cuando la viéramos podríamos juzgar: entre
tanto séanos lícito insistir en el juicio que nos han hecho formar los
documentos que aparecen más auténticos y de más autoridad, y que marchan contextes.
Figura el primero entre
los que podemos llamar modernos defensores del rey don Pedro el conde de la
Roca, hombre sin duda más ilustre en cuna que en letras. Éste escribió a
mediados del siglo XVII. El rey don Pedro defendido. Nada hay más fácil que
defender una causa de la manera que lo hace el conde de la Roca, [ludiendo
servir de ejemplo la solución que da al suplicio ejecutado por el rey en los
dos inocentes bastardos, últimos hermanos de don Enrique, no es confesando que
ni eran ni habían podido ser delincuentes, disculpa la crueldad e inhumanidad
del rey con la peregrina máxima de que «si bien anticipar el castigo o la culpa
nunca sera justicia, alguna vez es conveniencia.» En
verdad que recurriendo a la conveniencia a falta de justicia, no hay acción
humana que no pueda llevar su salvoconducto.
Pero el que descuella
entre todos los defensores antiguos y modernos del rey don Pedro, es un
catedrático de la universidad de Valladolid, nombrado don José Ledo del Pozo,
que a fines del siglo XVIII. escribió un tomo en folio, titulado: Apología del
rey don Pedro de Castilla, conforme a la crónica verdadera de don Pedro Lopez de Ayala. En esta Apología, única obra que conocemos
de este autor, no sólo se contienen los argumentos de Gratia Dei, de los dos
Castillas, don Diego y don Francisco, del conde de la Roca y de cuantos le
precedieron en hacer o intentar la defensa de este monarca, sino que es el
arsenal en que han ido a tomar las armas los defensores posteriores, de los
cuales tenemos a la vista, «El rey don Pedro defendido,» de Vera y Figueroa, el
Anónimo sevillano, que en nuestros días ha escrito la Historia del rey don
Pedro, el folleto de un tal Godínez de Paz, titulado: Vindicación del rey don
Pedro I. de Castilla, la obra de don Lino Picado y otros ligeros opúsculos y
artículos escritos en el propio espíritu y sentido. Lo singular es que Ledo del
Pozo no niega ninguna de las acciones atribuidas al rey don Pedro en la crónica
de Ayala; al contrario, defiende pro aris et focis la veracidad de la crónica y del cronista. Por
consecuencia, tiene que limitarse, y lo hace con admirable paciencia y
maravillosa prolijidad, a ir interpretando cada uno de los hechos y casos a
guisa de abogado en defensa de su cliente, dando muchas veces tortura a su
imaginación, como era indispensable, luciendo en otras su ingenio, y arrancando
en ocasiones la sonrisa del lector con sus peregrinas versiones, hasta venir a
parar a la siguiente conclusión con que termina su obra: «Floreció en efecto en
su glorioso reinado la administración de justicia, el establecimiento de las
leyes políticas y el adelantamiento de las militares, misericordia con los
pobres, la veneración a la iglesia, el respeto a la religión, el culto a los
templos, el temor a Dios, y en una palabra, cuanto pudo concurrir a formar en
don Pedro un íntegro legislador, un capitán valiente, un cristiano perfecto, un
juez severo, un padre caritativo, un monarca apacible, y un rey a ninguno
segundo, digno por esto de los nombres de bueno; prudente y justiciero.»
Sentimos que se le escapara añadir: un rey misericordioso, dulce,
desinteresado, un esposo fiel, para que se realizara plenamente lo de: argumentum nimis probans... bien que todo está comprendido en lo de perfecto
cristiano.
Tarea de volúmenes sería
necesaria para refutar en cada caso al difuso apologista, e incompatible con la
naturaleza de esta obra. Redúcense no obstante en lo
general sus argumentos a que muchos de los que sufrieron el implacable rigor de
don Pedro le eran o habían sido rebeldes, lo cual no negamos, y a que como
señor de vidas y haciendas podía disponer de las de sus súbditos, con cuya
doctrina siempre inadmisible, pero mucho más en tiempos en que había ya tan
excelentes cuerpos de leyes, no habría nunca delitos ni excesos en los
soberanos. Hay quien dice que el catedrático apologista escribió su obra con un
fin político, que fue el de desvanecer las sospechas de volteriano, que por sus
ideas filosóficas había inspirado a los ministros del rey y a los del santo
tribunal.
Sea de esto lo que
quiera, y aparte de lo que llevamos expuesto, nosotros creemos que la tendencia
que se nota en muchas gentes a justificar o a gustar de los esfuerzos que otros
han hecho para vindicar la memoria del rey don Pedro, no nace tanto de los
fundamentos históricos que pudiera haber, que por desgracia no los hay, como de
dos principios que vamos a exponer aquí:
1.° De una propensión,
innata al genio español, hija si se quiere de un sentimiento y fondo de
nobleza, pero lamentable y perjudicial en sus efectos y resultados: esta
propensión es la de atenuar primero, disculpar después, olvidar más adelante, y
admirar o defender con el tiempo a los hombres crueles cuando para perpetrar
sus violencias han necesitado de valor, de arrojo y de resolución. El español
se horroriza primero del crimen, pero pasada la primera impresión compadece al
criminal, y si ha habido en él intrepidez y brío acaba por acordarse sólo del
héroe y olvidarse del hombre. Pero la historia es un tribunal permanente que
tiene que juzgar por el proceso siempre abierto de los documentos, y no tiene
como los reyes la prerrogativa de indultar.
2.° De la idea que el
pueblo suele formar de los personajes históricos por tal cual aventura
caballeresca que la tradición le ha ido trasmitiendo, o por los romances
populares, o bien por su representación teatral. Un rasgo de generosidad
cantado por un romancero, o escogido con habilidad por un poeta dramático, y
puesto en escena con las libertades que se consienten a la poesía, y con la
exornación y aparato que se exige o se permite en el drama, deja siempre una
impresión tanto más duradera cuanto halaga más los sentidos, y cuanto es más
difícil acudir para borrarla o neutralizarla a los recursos históricos, de por
si más áridos y menos al alcance de la muchedumbre. Por eso no nos cansaríamos
de recomendar e inculcar a los autores de dramas y de leyendas que cuidaran
mucho de no falsear los caracteres de los personajes históricos. Al rey don
Pedro le ha tocado ser favorecido por la poesía, y han bastado algunas
aventuras nocturnas amorosas, algunas anécdotas como la del zapatero, la de la
vieja del candilejo, la del lego de San Francisco en Sevilla, para darle cierta
popularidad, y para predisponer a algunas gentes a recibir con favor los
escritos de los que han intentado representarle como justiciero.
Por esto hemos visto con
gusto que el escritor que más recientemente ha tenido que hacer un juicio
histórico- crítico sobre el reinado de don Pedro de Castilla, el señor Ferrer
del Rio, en su Memoria premiada en certamen por la Real Academia Española, ha
tomado por guía para su examen las verdaderas fuentes históricas, no la
tradición popular, ni el romance, ni la leyenda, ni el drama, y ha juzgado a
don Pedro con histórica severidad, representándole sobradamente digno de ser
apellidado con el sobrenombre de Cruel, «como quien convertía, dice, en máximas
de política las pasiones de la incontinencia, de la perfidia y de la venganza,
y con cuya muerte pareció que la patria y la humanidad se libertaban de un gran
peso.» Con muchos de sus juicios nos hallamos conformes; y ojalá nuestros
esfuerzos contribuyan a que acabe de fijarse la opinión pública acerca de la
índole y carácter de este célebre monarca. Confesamos que hubiéramos querido,
que hubiéramos tenido singular placer en podernos contar en el número de sus
panegiristas, y con este anhelo emprendimos el estudio de su historia. Por
desgracia este mismo estudio ha engendrado en nosotros una convicción contraria
a nuestro deseo. Mucho celebraríamos que o nuevos descubrimientos históricos o
genios más perspicaces y privilegiados nos hicieran todavía mudar de opinión.
ENRIQUE
II (EL BASTARDO) EN CASTILLA.
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