CAPÍTULO
XVI.
CONTINÚA
EL REINADO DE DON PEDRO EL CRUEL DE CASTILLA.
De 1356
a 1366.
Cuando la bandera real
se ostentaba victoriosa, bien que manchada con sangre, en la mayor parte de los
pueblos de Castilla, muertos unos y prófugos otros de los confederados contra
el rey don Pedro, el genio belicoso de éste, y su carácter impetuoso y arrebatado
le condujeron a buscar enemigos fuera de su reino, a traer nuevas y más graves
turbaciones sobre la ya harto desasosegada monarquía, a poner en peligro el
trono, y en continuo riesgo su propia persona. El motivo que produjo la guerra
de Aragón y sus lamentables resultados de que vamos a dar cuenta, fue hasta
leve, si hubiera recaído en varón prudente y de reflexión y maduro juicio.
Hallábase con el motivo
que hemos dicho el rey don Pedro en Sanlúcar de Barrameda, en ocasión que
acababan de arribar a aquel puerto diez galeras catalanas al mando de un
capitán aragonés, nombrado Francés de Perellós, que
iban en socorro del rey de Francia, aliado entonces del rey de Aragón, para la
guerra que aquel tenía con ingleses. El almirante aragonés dio caza a dos
bajeles placentinos que llegaron a aquellas aguas y los apresó diciendo que
pertenecían a genoveses, con quienes Aragón estaba entonces en guerra.
Tomándolo el rey don Pedro por irreverencia a su persona, requirió al capitán Perellós que los devolviese, no sólo por consideración a
él, sino por no ser buena presa en atención a haberse hecho en un puerto
neutral, conminándole con que de no hacerlo haría prender todos los mercaderes
catalanes establecidos en Sevilla y secuestrarles los bienes. El marino aragonés,
desatendiendo la insinuación, vendió los barcos y diose a la vela para Francia con sus galeras. El rey don Pedro cumplió también su
amenaza, y volviendo a Sevilla encarceló todos los mercaderes catalanes y les
ocupó sus bienes. Puesto a deliberación del consejo si debía o no tomarse
además satisfacción del agravio con las armas, opinaron los más en este
sentido, los unos porque con la guerra se proponían medrar y hacer fortuna, los
otros porque así calculaban afianzar un valimiento que sospechaban irse
entibiando; y aunque los letrados, gente de suyo más pacífica, y los concejos
cansados de revueltas y vejados con exacciones, preferían que se procurara la
reparación de la afrenta por la vía de las negociaciones, era de suponer, como
así aconteció, que un rey de 23 años, de sangre fogosa, animoso de corazón e
inclinado al bullicio y ruido de las armas y a los combates, se decidiera por
el dictamen de los primeros.
En su consecuencia
despachó inmediatamente al rey don Pedro IV. de Aragón un alcalde de su corte,
Gil Velázquez de Segovia, para que le informara del caso y le requiriera que le
entregara al autor del desacato, y que además pusiera en su poder los
castellanos refugiados en aquel reino, y principalmente uno a quien el aragonés
había dado la encomienda de Alcañiz, la cual el rey
de Castilla quería se confiriese a don Diego García, hermano de la Padilla; y
que de no acceder a esto le desafiara en su nombre y le declarase guerra. No
era el Pedro de Aragón menos belicoso que el Pedro de Castilla, y sobraban a
aquel motivos de queja contra el castellano, señaladamente por la protección
que daba a los infantes de Aragón, don Fernando y don Juan, sus hermanos y
enemigos. Pero ocupado el aragonés y distraídas sus fuerzas en la guerra de
Cerdeña, conveníale evitar la de Castilla. Así
contestó al embajador castellano, que cuando el capitán Perellós,
que se hallaba entonces ausente, volviese al reino, haría justicia, de manera
que el rey de Castilla, quedase contento, mas en
cuanto a los refugiados castellanos no podía dejar de darles amparo: con esto y
con no haberse convenido en una cuestión sobre las órdenes de Santiago y
Calatrava, el embajador Gil Velázquez declaró la guerra al aragonés en nombre
del de Castilla (1356).
Para atender a los
gastos de esta guerra no se contentó don Pedro con la confiscación de los
bienes de los aragoneses y catalanes, ni con sacar gruesas sumas a los
mercaderes y otras personas ricas de Sevilla sino que profanando, o por
necesidad o por codicia, el sagrado de los sepulcros, y pretextando la poca
seguridad con que allí estaban, penetró en la santa capilla do yacían los reyes
don Alfonso el Sabio y doña Beatriz, y despojó de preciosísimas joyas sus coronas.
Comenzó crudamente la
lucha por las fronteras de Aragón y de Valencia, acometiendo por aquella parte Gutierre Fernández de Toledo, por esta Diego García de
Padilla, con las milicias de Murcia. El rey de Aragón aprestó también sus
huestes, y mandó fortificar a Valencia, donde puso por capitán general a su tío
el infante don Ramón Berenguer, mientras por la parte de Molina y Calatayud
peleaba como jefe el conde de Luna. Del impetuoso estrago con que por aquí se
encendió instantáneamente la lucha, daban triste testimonio las llamas de
cincuenta aldeas, que junto con el arrabal de Requena ardían a un tiempo. El
rey de Aragón reclamó el auxilio del infante don Luis de Navarra que le acudió
con cuatrocientos caballos con arreglo a los pactos que había entre los dos
reinos, y al conde Gastón de Foix; y llamó a don
Enrique, conde de Trastámara, que a la sazón se
hallaba en París sirviendo con una pequeña hueste de castellanos a sueldo del
rey de Francia contra el de Inglaterra. Oportunamente recibió don Enrique este
llamamiento, puesto que acababa de ser vencido y preso el rey de Francia en la
célebre batalla de Poitiers. Vínose, pues, el de Trastámara con sus castellanos a Aragón, donde se pactó que
don Enrique se haría vasallo del monarca aragonés y le defendería siempre
contra el de Castilla, y que el rey de Aragón daría a don Enrique todos los
estados que en aquel reino habían pertenecido a los infantes don Fernando y don
Juan y a su madre doña Leonor, que formaban mucha mayor porción que lo que
poseía el de Trastámara en Galicia y Asturias.
Confiscó el aragonés los bienes de todos los mercaderes castellanos que había
en su reino, convocó a sus ricos-hombres, envió refuerzos a la frontera de
Murcia, y desde Cataluña se vino con don Enrique hacia Zaragoza (1357).
Sabedor el monarca
castellano de esta alianza y de estos movimientos, acudió apresuradamente desde
Sevilla a Molina, penetró en Aragón, y tomó varios castillos; que no puede
negarse que era hombre de resolución, de audacia, de intrepidez y de brío el
rey don Pedro de Castilla. Servíanle en esta guerra
los infantes de Aragón don Fernando y don Juan, el maestre de Santiago don
Fadrique, y hasta don Tello y don Fernando de Castro, que deponiendo al parecer
sus rencillas con el rey, fueron, el uno con sus vizcaínos, el otro con sus
gallegos, a engrosar las huestes castellanas para una lucha que miraban como
extranjera, aún teniendo que pelear contra su mismo
hermano y cuñado don Enrique. Entre los caballeros que seguían las banderas del
rey don Pedro contábanse don Juan de la Cerda y don Álvar Pérez de Guzmán, casados con dos hijas de don Alfonso
Fernández Coronel, el que fue ajusticiado en Aguilar. Estos caballeros,
informados de que el rey había requerido de amores a doña Blanca Coronel, mujer
de Álvar Pérez, dejaron su campo y se fueron, el don
Juan de la Cerda a revolver la Andalucía desde su villa de Gibraleón,
y don Álvar Pérez al servicio del monarca aragonés.
Don Pedro les fue al alcance en su fuga, más no pudiendo darles caza se volvió
a la frontera de Aragón, en cuyo reino continuó tomando otros castillos. El
cardenal Guillermo, legado del papa, que vino a poner paces entre los dos
reyes, no pudo recabar del de Castilla sino una tregua de quince días, y antes
que este plazo se cumpliese se apoderó el castellano de la fuerte ciudad de
Tarazona, que pobló con gente de su reino. Desde allí prosiguió hacia Borja,
donde se hallaban reunidas las fuerzas del aragonés, no con gran decisión de
entrar en pelea; y en verdad debió agradecer el monarca de Aragón que el legado
pontificio lograra esta vez a costa de esfuerzos establecer tregua de un año,
bajo la condición de que el rey de Castilla pondría en poder del legado la
ciudad de Tarazona y los demás lugares que había tomado al de Aragón, y que
éste haría lo mismo con la ciudad de Alicante y otros lugares que tenía de
Castilla, hasta que las contiendas entre los dos reyes cesasen, con pena de
excomunión al que no guardara lo capitulado (mayo 1357). Se hizo esto no sin
dificultades y contestaciones, que pusieron las cosas en trance de venir a
nuevo rompimiento y de lanzar el cardenal legado excomunión y entredicho sobre
el rey y el reino de Castilla. Al fin se ejecutó el pacto, no sin alguna
modificación, y la guerra cesó por entonces.
No había olvidado el rey
don Pedro de Castilla en medio de las atenciones de aquella lucha los agravios
recibidos de sus hermanos bastardos, ni las humillaciones que le habían hecho
sufrir los demás caballeros de la liga de Toro, y aunque muchos de ellos le
habían ayudado en la guerra contra Aragón, hecha la tregua tuvo impulsos y aún
buscaba ocasión y manera, al decir de su cronista, de desembarazarse de todos
por los medios que él sabía emplear. A estas tentaciones de ruda venganza,
propias de la impetuosa condición de don Pedro, debió contribuir el haber
traslucido que el rey de Aragón y el conde don Enrique con varios ricos-hombres
aragoneses movieron secretos tratos, e hicieron proposiciones a los hermanos
don Fadrique y don Tello para que fuesen a servir al de Aragón y a su hermano
el de Trastámara. «Y para mí tengo por cierto, dice el cronista aragonés, que fue esta una de las principales causas
porque el rey de Castilla mandó matar al maestre de Santiago, aunque antes ya
había deliberado de matar a sus hermanos.» Pero no se atrevió a ejecutar
tan sanguinario pensamiento en la frontera teniendo tan cerca al rey de Aragón
y a don Enrique, y sin renunciar a él se volvió a Sevilla.
Mas feliz
don Pedro el Ceremonioso de Aragón en esta clase de negociaciones con el
infante don Fernando su hermano, uno de los adalides del rey de Castilla, logró
por medio de su íntimo y primer consejero don Bernardo de Cabrera y otros
mediadores atraerle a su servicio, y olvidando los dos sus antiguas querellas,
el infante voluble como casi todos los personajes de este funesto reinado, se
pasó al servicio del monarca aragonés, y éste le halagó dándole la procuración
general del reino, anteponiéndole a su mismo primogénito contra el fuero y la
costumbre aragonesa. Gran pérdida fue para el de Castilla la defección del
infante, y grande su enojo y su ira cuando fue informado de ello. Para acabar
de irritar el genio ya harto irascible del castellano, pidióle Pedro Carrillo, que estaba con don Enrique, licencia para venirse a su merced
apartándose del de Trastámara; diósela el rey, y el Carrillo se vino a tierra de Tamariz en Campos. Hombre de
travesura debía ser este Pedro Carrillo, puesto que supo burlar al rey
rescatando a la condesa de Trastámara doña Juana, que
permanecía presa desde la entrada de don Pedro en Toro, y trasportarla a Aragón
donde se la entregó a su esposo don Enrique. Pesadísima burla e imperdonable
para un genio como el de don Pedro.
Cuando éste regresó de
la frontera de Aragón para Sevilla, ya don Juan de la Cerda había sido vencido
y preso por los sevillanos, y muerto de orden del rey después de haber engañado
con una carta de indulto a su desgraciada esposa doña María Coronel. Es fama
que ambas hermanas, doña María y doña Aldonza Coronel, esposas de don Juan de la Cerda y de Álvar Pérez de Guzmán, tuvieron la desgracia de excitar la sensualidad del antojadizo
monarca; que doña María salvó heroicamente su honra llagando y desfigurando
horriblemente su agraciado rostro, pero doña Aldonza,
menos perseverante en la virtud, llegó a ocupar un lugar en los favores del
rey, que estuvo a pique de derrocar del solio de la privanza a la misma
Padilla, y hubo momentos de dudarse cuál de las dos obtendría el cetro de los
regios amores, si doña Aldonza que vivía en la Torre
del Oro, o doña María que moraba en el alcázar de Sevilla. Prevaleció al fin la
antigua pasión, y doña Aldonza fue relegada al
olvido, y hasta cayeron en el real desagrado ella y todos los medianeros de sus
pasajeras intimidades (1358).
Funestísimo y
tristemente célebre fue el año de la tregua con Aragón. En lugar de emplearle
en restañar las heridas abiertas en Castilla por las pasadas discordias, el rey
don Pedro se entrega desbocadamente a satisfacer sus rencores y su pasión de
venganza, y elige aquel período, que hubiera podido ser de bonancible olvido y
de feliz concordia, para enrojecer con sangre todas las comarcas del reino.
Escogió por primera víctima al maestre de Santiago, don Fadrique, su hermano, y
quiso que fuese su matador el infante don Juan de Aragón su primo, recordándole
la antigua enemistad del maestre de Santiago, y haciéndole jurar por los Santos
Evangelios (¡sacrilegio horrible y abominable!) que guardaría secreto su
pensamiento de matar a don Fadrique, y después a don Tello, ofreciéndole a él
el señorío de Vizcaya que éste tenía. Vino don Fadrique a Sevilla llamado por
el rey, y se presentó a su soberano en el alcázar con la confianza de quien
acababa de rescatarle algunas villas en la frontera de Murcia. Recibióle don Pedro con la sonrisa en los labios, y le
excitó a que se fuese a reposar de las fatigas del viaje. No así doña María de Padilla,
que sabedora de la suerte que le estaba reservada, con una mirada triste y
melancólica, ya que otro aviso no podía darle, quiso significarle el peligro
que corría: «ca ella era dueña muy buena, e de buen seso,
dice el cronista castellano, e non se
pagaba de las cosas que el rey facia, e pesábale mucho de la muerte que era ordenada de dar al
maestre.»
Llamado después don
Fadrique por el rey a palacio, acudió obediente a la real cámara. «Pero Lope de
Padilla, prended al maestre.—Ballesteros, matad al maestre de Santiago», fueron
las terribles y lacónicas palabras que salieron de la boca del rey de Castilla.
Los mismos verdugos parecía que vacilaban en la ejecución del bárbaro mandato.
Fue menester repetirselo apellidándoles traidores.
Entonces los maceros Nuño Fernández de Roa, Juan Diente, Garci Díaz y Rodrigo Pérez de Castro alzaron sus terribles mazas, pero no tan de
prisa que no pudiera don Fadrique correr a un patio del alcázar; siguiéronle allí los verdugos; el maestre pugnó en vano por
desenvainar su espada; con el azoramiento enredábasele el pomo en la correa del cinturón; corriendo de un lado a otro procuraba evadir
la muerte; no había salida, y al fin le alcanzó la pesada maza de Nuño
Fernández, que dándole en la cabeza le derribó al suelo; entonces todos los
ballesteros cargaron sobre él. El rey mismo se dio a buscar por palacio algunos
de la servidumbre de don Fadrique, y sólo pudo encontrar a Sancho Ruiz de
Villegas su caballerizo mayor, que creyó librarse de la muerte tomando en sus
brazos a doña Beatriz, la niña mayor del rey y de la Padilla. ¡Precaución
inútil también! el rey le obligó a soltar el tierno escudo que le servía de
amparo, y con su mismo puñal hirió al Villegas, ayudando a matarle uno de sus
caballeros. Volvióse el rey hacia donde yacía tendido
el maestre su hermano, y como no hubiese acabado de morir, alargó su propio
puñal a un mozo de su cámara para que cortara los últimos alientos de su
víctima. Apuró don Pedro la copa de su bárbaro deleite sentándose a comer en la
pieza en que yacía el cadáver de su hermano.
Aunque el infante don
Juan de Aragón no había sido el ejecutor de la muerte de don Fadrique, según
que lo había ofrecido, seguía el rey halagándole con la oferta del señorío de
Vizcaya tan luego como matase a don Tello. Juntos pues se encaminaron en su
busca a Aguilar de Campó, donde éste se hallaba. Por fortuna suya estaba de
caza el día que el rey llegó. Avisado por un escudero de la llegada del rey, y
pronosticando mal de ella, desde el monte mismo huyó derecho a Vizcaya. En pos
de él fue don Pedro, llevando presa a su esposa doña Juana. Puesto don Tello en
Bermeo, tomó una lancha y se embarcó para San Juan de Luz y Bayona. También el
rey tomó una nave y le persiguió hasta Lequeitio: embravecióse allí el mar, y tuvo que regresar el rey a
Bermeo. No alcanzó a don Tello por aquella vez la cuchilla vengadora.
Reclamábale ya no
obstante el infante don Juan su prometido señorío de Vizcaya; pero el rey con
diabólica astucia le dijo que había pensado convocar una junta general de
vizcaínos, y proponer en ella que le tomasen por su señor, para que fuese más
solemne el reconocimiento. Dióse don Juan por muy
pagado y túvolo por merced. Congregáronse los vizcaínos so el Árbol de Guernica, y propuesta la demanda quedóse absorto don Juan al oírles proclamar que ellos no
querían otro señor en el mundo sino al rey de Castilla y a los que después de
él viniesen. Esta respuesta era resultado de secretas pláticas que el rey había
tenido con los principales de aquel señorío. Sirvióle,
no obstante, para decir a don Juan que ya veía cómo no era la voluntad de los vizcaínos tenerle por su señor, pero que aún le
propondría segunda vez en Bilbao. Con recelo le seguía ya el infante de Aragón,
pero no tanto que presagiara el trágico remate que había de tener muy pronto.
Al día siguiente de llegar a Bilbao llamó el rey a su primo a la casa donde
estaba aposentado. Al entrar en la cámara quitáronle como por juego los camareros un pequeño cuchillo que acostumbraba a llevar;
entonces se abrazó uno de ellos con el infante, y el que se había ofrecido al
rey a ser el asesino de don Fadrique en Sevilla cayó él mismo aplastado por las
mazas de Juan Diente y demás sayones del vengativo monarca. También el cadáver
de don Juan fue arrojado a la plaza, como años antes el de Garcilaso de la
Vega, y asomándose a una ventana ese rey que nos quieren decir tan justiciero y
hasta piadoso, gritó al pueblo con sarcástica ironía: «¡Ahí tenéis el que os
pedía ser señor de Vizcaya!» ¡Parodia grosera del Ecce Homo!
Faltábale al rey
piadoso y justiciero hacer gustar la copa de la amargura a la madre y a la
esposa de su última víctima, la reina doña Leonor y doña Isabel de Lara, que se
hallaban en Roa ignorantes de la catástrofe de su hijo y esposo. Supiéronlo por el mismo don Juan Hinestrosa que se presentó a darlas a prisión de orden del rey y trasladarlas al castillo
de Castrojeriz. El rey fue en seguida y les embargó
los bienes. De allí se partió para Burgos; y su estancia de ocho días en
aquella ciudad dejó memoria, no por algún acto de real munificencia, sino por
el presente horrible que allí le llevaron de seis cabezas de otros tantos
caballeros castellanos segadas de real orden en Córdoba, en Mora, en Salamanca,
en Toro y en Toledo.
Parécenos inconcebible
que haya almas nobles que no rebosen de santa indignación al leer o al recordar
escenas tan sangrientas y repugnantes, y permítase al historiador que tiene la
triste necesidad de detenerse a estamparlas dejar consignado que no lo hace sin
sentir una emoción profunda... ¡Por cuán tristes períodos ha pasado la
humanidad!
Bien aprovechado llevaba
el rey don Pedro el año de la tregua, y aún parece que pensaba continuar su
obra en Valladolid, si por fortuna para Castilla no hubiera sabido allí que se
había renovado la guerra. Por fortuna, decimos, porque la guerra con todas sus
calamidades era un alivio en aquella situación. Don Enrique, irritado con la
noticia de los suplicios de sus hermanos, había roto antes de tiempo la tregua,
y entrádose en Castilla por la parte de Soria. El
infante don Fernando con igual motivo invadía el reino de Murcia y combatía a
Cartagena. El rey don Pedro nombró fronteros para ambos puntos, y partió
rápidamente a Sevilla a aparejar algunas naves. Tuvo la suerte de que arribaran
a tal tiempo seis galeras de genoveses, que, como hemos dicho, estaban en
guerra con Aragón, y con éstas y con otras doce que pudo armar en Sevilla, tomó
rumbo para la costa de Valencia, y combatió y tomó la fuerte villa de Guardamar que era del infante don Fernando. Preciso es
hacer justicia al valor e intrepidez del rey don Pedro para la guerra. Una
fuerte borrasca que a tal sazón se levantó en aquellas agitadas aguas estrelló
las naves y las rompió y deshizo, a excepción de dos, una genovesa y otra
castellana. Este contratiempo obligó al rey a encaminarse a Murcia, y desde
allí comunicó las órdenes más enérgicas para que en las atarazanas de Sevilla
se construyese y reparase y armase cuantas embarcaciones se pudiese, ordenando
también que de las costas y puertos de Galicia, Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa
se recogiese cuantos leños hubiese, sin permitir fuesen fletados para otra
parte alguna sino para Sevilla, donde determinó formar una gruesa armada para
hacer la guerra de Aragón.
De Murcia se entró por
varias villas y castillos, que aunque pertenecientes a su reino, se hallaban
alzados contra él. Acometidos con ímpetu, los recobró y ganó, y dejándolos con
buen presidio marchó otra vez a Sevilla a activar y dar calor a la construcción
y reparación de naves. En esta ocupación pasó el resto de aquel año (1358), no
sin enviar mensajes y embajadas al rey de Portugal su tío, que lo era ya don
Pedro, hermano de su madre, y al rey Mohammed de Granada para que le ayudasen
con algunas galeras. Hasta diez le prometió el de Portugal, y tres el moro
granadino. Grandes eran los aparejos navales que se hacían para la guerra de Aragón.
Guerra mortífera
amenazaba ya en principios de 1359 entre los dos reinos y los dos Pedros de
Aragón y de Castilla, cuando llegó el cardenal de Bolonia, legado del papa
Inocencio IV., con la noble y apostólica misión de conciliar a los dos
soberanos. Celoso, activo, diligente y discreto se mostró el venerable mediador
en las conferencias que frecuente y alternativamente celebraba con el
castellano y con el aragonés, andando continuamente y sin descanso de Almazán,
donde había ido el rey de Castilla, a Zaragoza, donde estaba el de Aragón, o a
Calatayud, donde se trasladó después, para que fuesen más fáciles las
comunicaciones, y más cortos y menos molestos los viajes del purpurado
negociador. Pedía el castellano como condiciones para la paz: que le fuese
entregado el capitán Perellós, autor del desacato de
Sanlúcar de Barrameda, para hacer de él justicia donde quisiese; que echara de
su reino al infante don Fernando, a los hermanos don Enrique, don Tello y don
Sancho, y a todos los castellanos que en Aragón estaban; que le devolviese las
villas y castillos de Orihuela, Alicante, Guardamar,
Elche, Crevillente, Elda y Novelda,
que don Jaime de Aragón había tomado durante la minoría y tutela de su abuelo
don Fernando de Castilla; y que le diese por gastos de guerra quinientos mil
florines de Aragón. Accedía ya el aragonés a hacer juzgar y castigar, si
resultase culpado, al capitán Perellós, y aún a
entregarle al de Castilla, si fuese condenado a muerte. Allanábase también a hacer salir del reino, si la paz se firmase, a don Enrique y sus
hermanos y a los demás caballeros de Castilla que allí se hallaban, mas no al
infante de Aragón don, Fernando su hermano, ni a pagar lo que por indemnización
de gastos de guerra era pedido, ni menos a entregar las villas y castillos que
se le reclamaban y que había heredado del rey su padre. Llegó don Pedro de
Castilla a renunciar, aunque de mala gana, a las otras peticiones, menos a que
dejaran de devolvérsele las villas y castillos mencionados. El aragonés, habido
consejo con sus ricos- hombres y por unánime dictamen de estos, declaró que no
podía desmembrar territorio alguno de los dominios de su corona, pero que en
todo caso podía ponerse el pleito al juicio del papa, abogando cada uno de los
soberanos su derecho. Aquí se estrellaron los esfuerzos conciliadores que el
legado del pontífice había estado haciendo con prodigiosa actividad por espacio
de algunos meses, porque don Pedro de Castilla recibió con tal saña y enojo la
postrera contestación, bien que razonable y templada, que declaró no querer
hablar más del asunto, antes iba a activar los preparativos de la guerra; y
allí mismo en Almazán dio sentencia contra el infante don Fernando, contra su
hermano don Enrique, y contra todos los castellanos que en Aragón estaban.
Pluguiese al cielo que
se hubiera contentado con dar este solo desahogo a su ira, y no la hubiera
descargado también sobre débiles e indefensas mujeres. Doloroso, pero necesario
es referirlo. Desde allí mandó quitar la vida a su tía la reina doña Leonor que
se hallaba en el castillo de Castrojeriz, y su
mandato fue ejecutado. A doña Juana de Lara, mujer de su hermano don Tello,
presa desde su viaje a Aguilar de Campó, mandó trasladarla a Almodovar del Río. De allí a pocos días la esposa de su
hermano acabó su existencia en Sevilla. Dispuso que la reina doña Blanca, presa
en el alcázar de Sigüenza, fuese llevada a Medina Sidonia; y allí mismo fue
conducida doña Isabel de Lara, la viuda de su primo el infante don Juan a quien
mató en Bilbao. «Algunos días estuvo allí presa, y allí finó, dice el cronista:
e dicen que por mandato del rey le fueron dadas yerbas.» ¡Cuándo podremos dar
alivio a nuestro angustiado espíritu! ¡y cuándo le será dado a nuestra pluma
dejar de escribir horrores!
Dejó, pues, don Pedro
por fronteros contra Aragón a don Juan Fernández de Hinestrosa,
don Fernando de Castro, don Diego García de Padilla, don Gutierre Fernández de Toledo, don Juan Alfonso de Benavides, y don Diego Pérez
Sarmiento, cada cual con su respectiva hueste, y él se fue a Sevilla a dar
impulso a los trabajos de los arsenales. A los dos meses surcaba las aguas del
Guadalquivir, y asomaba a los mares con rumbo a Levante una respetable armada
de cuarenta galeras, ochenta naos, tres galeotas y cuatro leños, guiada por el
almirante de Castilla Micer Gil Bocanegra, y por otros capitanes y expertos
marinos, como Garci Álvarez de Toledo, que iba por
patrón de la galera del rey. Reuniéronsele en
Cartagena diez galeras que enviaba don Pedro de Portugal. Embistió y rindió la
escuadra la villa y castillo de Guardamar, que eran
del infante don Fernando, y donde antes había deshecho el temporal una pequeña
flota castellana. Avanzó seguidamente a la costa de Aragón. Hallándose a la
desembocadura del Ebro, otra vez el infatigable cardenal de Bolonia saliendo de
Tortosa se acercó a hablar al rey de Castilla para ver si aún podía reducirle a
poner alguna tregua entre él y el de Aragón: negóse el castellano a toda idea y proposición de tregua, y la armada siguió su
derrotero a Barcelona, donde ya se hallaba el monarca aragonés.
Asombrados quedaron éste
y sus catalanes, acostumbrados a dominar el Mediterráneo, al ver tan respetable
fuerza naval conducida por el rey de Castilla, y más cuando la vieron acometer
a doce galeras, que acostadas a tierra en aquel puerto había (9 de junio,
1359). Acudieron los oficios de Barcelona con sus banderas a defender sus
naves: los famosos ballesteros catalanes trabajaron también con su intrepidez
nunca desmentida; pero los castellanos combatían por su parte con admirable
arrojo, empleándose ya y haciendo jugar de un lado y de otro desde las galeras
máquinas, trabucos y bombardas de fuego. Este combate naval fue terrible, y
pereció mucha gente de uno y otro reino, y aunque las galeras aragonesas no
pudieron ser tomadas, túvose por grande afrenta para
Cataluña, atendido el renombre de su poder marítimo, verse así acometida en la
playa de su misma capital por un nuevo adversario a quien estaba lejos de creer
tan poderoso en los mares.
Movióse de
allí el rey de Castilla con su armada, y tomando rumbo para las Baleares, se
puso sobre Ibiza. El de Aragón juntó hasta cuarenta galeras, y se fue en pos de
él a Mallorca, llevando por almirante al ilustre don Bernardo de Cabrera, y en
combinación con la gente de tierra de las islas, envió sus naves en socorro de
Ibiza cercada por los castellanos. Divisáronse allí
las dos escuadras. El rey de Castilla entró en una galera notable y célebre por
su magnitud, admirable para aquel tiempo. Llevaba a bordo ciento y setenta
hombres de armas, y ciento y veinte ballesteros: había sobre ella tres
castillos; en el de popa iba de capitán don Pedro López de Ayala, el mismo que
en su crónica nos suministra estas curiosas noticias.
Don Pedro de Castilla
por consejo de su almirante no quiso pelear con la armada de Aragón en aquellas
aguas, y se volvió a la costa de Almería, siguiéndole don Bernardo de Cabrera
con quince galeras hasta el río de Denia. Prosiguió el rey hasta frente de
Alicante, desde cuyo castillo, que estaba por el rey de Aragón, mataron los
aragoneses alguna gente de la hueste de don Diego García de Padilla. Las
galeras de Portugal se despidieron del rey en Cartagena, éste dio orden a sus
capitanes para que se fuesen a Sevilla con la flota, y él tomó el camino de
Tordesillas, donde se hallaba doña María de Padilla. La flota de Aragón se
volvió también para Barcelona, y ambas escuadras, castellana y aragonesa,
fueron desarmadas. Las operaciones dela guerra no habían servido de estorbo a
las relaciones amorosas del rey don Pedro, y a los pocos días de haber partido
de Tordesillas para Sevilla recibió la nueva, placentera para él, de que doña
María había dado al mundo un hijo, que se llamó don Alfonso; novedad que le
pareció al rey bastante grave para volver a Tordesillas a conocer el nuevo
fruto de sus amores.
No fue tan lisonjera la
noticia que le llegó de allí a poco. Don Enrique y don Tello, sus hermanos,
junto con los ricos-hombres de la ilustre familia de lo Lunas de Aragón, habían
invadido a Castilla por tierra de Agreda (septiembre de 1359). Los fronteros
castellanos que habían quedado en Almazán salieron a batirlos, y en los campos
de Araviana se empeñó una brava y seria pelea, que
fue funesta para Castilla. Allí pereció el tío de la Padilla, don Juan
Fernández de Hinestrosa, camarero mayor del rey, y el
más honrado y pundonoroso de sus caballeros. Allí sucumbieron el comendador
mayor de León, Suarez de Figueroa, y otros ilustres próceres. Otros quedaron
prisioneros, y don Fernando de Castro tuvo a buena suerte el poder escapar a
uña de caballo. La capitanía de la frontera le fue dada a don Gutierre Fernández de Toledo. El efecto que estos reveses
producían en el ánimo iracundo del rey era buscar victimas en que desahogar su
cólera y su rabia, siquiera fuesen inocentes. No podían serlo más las que
cayeron esta vez bajo la segur de su venganza. Tenía presos en Carmona otros
dos hermanos bastardos suyos, los últimos hijos del rey don Alfonso su padre, y
de doña Leonor de Guzmán, don Juan y don Pedro, de quienes no nos ha ocurrido
hasta ahora hacer mención, porque nada habían hecho. Contaba el uno diez y
nueve años, catorce solamente el otro. En nada habían ofendido al rey su
hermano, y sin embargo, de orden del rey fueron segadas sus tiernas gargantas
en Carmona. Así acabó el año de 1359, no menos fecundo en víctimas que el de
1358.
Bajo pretexto o con
motivo de no haber ayudado algunos caudillos del rey al combate de Araviana, y sobre si esta falta había sido hija de dañada
intención o de imposibilidad o falta de tiempo para concurrir a ella, emprendió
el rey tan sañuda persecución contra sus principales caballeros, y manifestaban
éstos por su parte tal recelo y desconfianza del rey, que parecía, o que estaba
rodeado de traidores, o que del rey don Pedro se había apoderado una especie de
rabia frenética contra los más altos dignatarios de Castilla. De éstos, el
adelantado mayor Diego Pérez Sarmiento, y el frontero de Murcia Pedro Fernández
de Velasco, se pasaron a la bandera de Aragón, arrastrando tras sí muchos
caballeros y escuderos. El adelantado mayor de León, Pedro Núñez de Guzmán,
andaba huyendo de la venganza del rey, que le buscaba con ansia por todas
partes, y tuvo que hacerse fuerte en uno de sus castillos. El frontero Pedro
Álvarez de Osorio tuvo la desgracia de caer en manos del rey, y un día que
estaba comiendo en Villanubla a la mesa con don Diego
García el hermano de la Padilla, en aquel acto y momento cayeron sobre su
cabeza las mazas de los ballesteros Juan Diente y Garci-Díaz.
Dos hijos de Fernán Sánchez fueron presos porque tenían cartas de don Pedro
Núñez, y ejecutados al siguiente día en Valladolid. En esta ciudad, y también
por suponer que había recibido cartas de don Enrique, fue preso el arcediano
don Diego Arias Maldonado, y conducido a Burgos, donde dejó de existir a los
ocho días. Es un registro general de matanzas el que tropieza a cada paso la
historia.
Acontecía esto cuando
don Enrique de Trastámara y los de Aragón, alentados
con el triunfo de Araviana y con el refuerzo de los
castellanos que diariamente se les agregaban huyendo las iras del rey,
meditaban otra invasión en Castilla. Bella ocasión para trabajar en la buena
obra de la paz ofrecieron estos hechos al infatigable legado del papa cardenal
de Bolonia, el cual logró reducir a ambos monarcas, castellano y aragonés, a
que enviaran sus embajadores a Tudela de Navarra para tratar los medios de una
conciliación y concordia. Fue por parte de don Pedro de Castilla don Gutierre Fernández de Toledo, por la de don Pedro de Aragón
don Bernardo de Cabrera. Desgraciadamente los esfuerzos apostólicos del
cardenal legado fueron también ahora infructuosos; los embajadores no se
avinieron, y don Enrique y sus hermanos hicieron su entrada en Castilla y se
apoderaron de Haro y de Nájera, donde sus gentes se cebaron en matar los
judíos, lo mismo que en otro tiempo habían ejecutado a su entrada en Toledo.
Casi, simultáneamente el gobernador de Tarazona, Gonzalo González de Lucio, mal
contento del rey de Castilla, entregaba aquella ciudad al de Aragón por precio
de cuarenta florines y de recibir por mujer una noble doncella llamada doña Violante, hija del rico-hombre de Aragón don Juan Jiménez
de Urrea (1360).
Con fuerzas contaba
todavía el rey don Pedro, y sobrábale espíritu y
arrojo para hacer frente a sus hermanos y vengar sus atrevidas irrupciones.
Partió pues de Burgos con cinco mil caballos y hasta doble número de peones que
pudo reunir, y dirigiéndose por Pancorbo, Bribiesa, Miranda de Ebro y Santo Domingo de la Calzada,
puso su real sobre Azofra, muy cerca de Nájera. Estando allí, llegóse a él un sacerdote de Santo Domingo de la Calzada y
le dijo: «Señor, Santo Domingo de la
Calzada me vino en sueños e me dixo que viniese a
vos, e que vos dixese que fuésedes cierto que si non vos guardásedes, que el conde don
Enrique vuestro hermano vos avia de matar por sus
manos.» El rey, un tanto supersticioso, se sobrecogió en un principio; más
luego reponiéndose mandó quemar en su presencia al clérigo agorero. En verdad
el profeta no anduvo feliz por esta vez en su pronóstico, puesto que emprendida
la pelea entre don Pedro y don Enrique, quedó éste derrotado, su pendón en
poder de los del rey, y apenas y con mucha dificultad logró refugiarse con unos
pocos dentro de los muros de Nájera. Perdidos estaban don Enrique y los suyos,
si el rey hubiera cargado sobre Nájera en lugar de retroceder a Santo Domingo;
pero esta inoportuna retirada, que quieren atribuir también a un acto de
superstición fundado en causa muy leve, dio tiempo y oportunidad al bastardo
para meterse otra vez en Aragón. El rey, después de ordenar lo conveniente para
la guarda y defensa de la frontera, tomó la vuelta de Andalucía.
Eran temibles para los
castellanos estos períodos de descanso de su monarca. Había en Portugal algunos
refugiados por miedo a las persecuciones del rey. Había igualmente en Castilla
refugiados portugueses de los perseguidos por el soberano de aquel reino,
llamado don Pedro también, por suponerlos cómplices o consejeros en la muerte
que su padre el rey don Alfonso había mandado dar a doña Inés de Castro,
célebre manceba de su hijo cuando era príncipe, y con quien éste dijo después
que era casado. Los dos monarcas celebraron entre sí uno de esos pactos
funestos que hoy llamaríamos de extradición, conviniendo en entregarse
mutuamente los refugiados de cada reino. Tan luego como estos desgraciados
fueron puestos en poder de sus soberanos respectivos, sufrieron la muerte, que
era el objeto con que se los reclamaba. Entre ellos la sufrió tormentosa y
cruel el adelantado mayor de León don Pedro Núñez de Guzmán, aquel a quien el
rey había andado buscando antes por tierra de León.
Pero entre los
asesinatos ejecutados en este tiempo de real orden, ninguno fue acaso tan
alevoso como el de don Gutierre Fernández de Toledo,
repostero mayor del rey, y uno de sus más antiguos e ilustres servidores. En
los momentos en que parecía gozar de su mayor confianza, puesto que de su orden
se hallaba en Navarra, segunda vez designado para tratar de la paz con el
cardenal legado en unión con don Bernardo de Cabrera como representante del rey
de Aragón, recibió cartas de don Pedro mandándole que fuese a Alfaro, donde le
darían instrucciones para el asunto de la paz. Mas las instrucciones reservadas
que los oficiales del rey en Alfaro tenían eran de prenderle y matarle tan
pronto como llegara, como así lo ejecutaron, apoderándose alevosamente de su
persona y cortándole la cabeza, que enviaron al rey con un ballestero de maza.
La ejecución sin embargo no fue tan pronta, que no le diesen tiempo a solicitud
suya (condescendencia extraña en tales gentes) para dejar escrita una carta al
rey que decía así: «Señor: Yo Gutier Fernández de Toledo beso vuestras manos, e me
despido de la vuestra merced, e vó para otro señor
mayor que non vos. E, Señor, bien sabe la vuestra merced, como mi madre, e mis
hermanos, e yo, fuimos siempre desde el día que vos nacisteis en la vuestra
crianza, e pasamos muchos males, e sufrimos muchos miedos por vuestro servicio
en el tiempo que doña Leonor de Guzman avia poder en el Regno. Señor, yo
siempre vos serví; empero creo que por vos decir algunas cosas que complian á vuestro servicio me mandastes matar: en lo qual, Señor, yo tengo que lo fecistes por complir vuestra
voluntad: lo cual Dios vos lo perdone; más yo nunca vos lo meresci.
E agora, Señor, digoos tanto al punto de la mi muerte (porque éste será el mi postrimero consejo), que
si vos non alzades el cuchillo, e non escusades de facer tales muertes
como esta, que vos avedes perdido vuestro Regno e tenedes vuestra persona
en peligro. E pidovos por merced que vos guardedes; ca lealmente fablo con vusco, ca en tal hora estó que non debo decir sinon verdad.»
Esta carta, escrita a la
hora de la muerte por un tan antiguo y leal servidor, y el fatídico pronóstico
con que terminaba, hubieran debido hacer estremecer de remordimiento al autor
del suplicio, si su corazón estuviera menos empedernido. Pero don Pedro se
contentó con decir que no debieran haberle dejado escribirla, y alegó que había
ordenado su muerte porque se correspondía con los de Aragón. En todos veía ya
el rey aliados secretos de don Enrique. Por la propia sospecha seguía
prendiendo a otros, otros emigraban del reino por temor, y el arzobispo de
Toledo don Vasco fue desterrado a Portugal por el delito de ser hermano de don Gutierre Fernández, sin permitirle llevar consigo ni un
sólo libro, ni otra ropa que la que traía puesta.
No había de ser tan
afortunado su más íntimo consejero y tesorero mayor, el judio Samuel Leví, que pudiera jactarse de perpetuar su privanza viendo cada día
desaparecer de la escena como sombras ensangrentadas los más encumbrados
personajes y más allegados del rey. Su turno le había de tocar, y le tocó a
pesar de su reconocida sagacidad, de su estudio en halagar al rey, de sus
rigorosas y exorbitantes exacciones al pueblo para satisfacer los caprichos del
monarca y la avaricia propia. Un día le pidió el rey sus tesoros; no creyó el
administrador general de la hacienda que aquello fuese de veras, hasta que se
vieron presos simultáneamente él y todos los parientes que tenía en el reino.
Lo que en su poder se halló en Toledo parece que fueron ciento sesenta mil
doblas de oro, cuatro mil marcos de plata, ciento veinte y cinco arcas de paños
de oro y seda, y ochenta moros y moras. Sospechaba el rey que tenía más
tesoros, y conducido a Sevilla y preso en la atarazana fue puesto a cuestión de
tormento para obligarle a declarar: el viejo israelita maldecía en medio de los
dolores la ingratitud de su soberano; pero conservando con una cabellera y una barba
emblanquecidas por los años un corazón fuerte y vigoroso, tuvo entereza y valor
para morir descoyuntado antes que revelar otras riquezas, si las tenía.
Alternaba el rey don
Pedro entre estas ocupaciones (si ocupación podemos llamar el decretar suplicios)
y la guerra de Aragón, que pasó a continuaren enero de 1361. Puesto sobre
Almazán con muchas compañías, penetró atrevidamente en territorio aragonés, y
rindió varios castillos, entre ellos los de Alhama y Ariza. Mas tampoco
descansaba el cardenal de Bolonia en su misión de pacificador, y allí acudía
diligente donde veía amenazar o renovarse el rompimiento. Esta vez fue más
feliz en su santa tarea el legado pontificio. Merced a su apostólica mediación
se hicieron y pregonaron paces entre los dos reyes y con gran satisfacción de
ambos reinos con las condiciones siguientes: que el de Aragón haría salir de
sus dominios al conde don Enrique con sus hermanos y los demás castellanos que,
seguían sus estandartes; que el de Castilla devolvería al de Aragón los lugares
y castillos que le tenía tomados, y que ambos monarcas quedarían aliados y
amigos. No fue todo deferencia al cardenal legado lo que movió al rey de
Castilla a suscribir a esta paz: otras causas hubo también que explicaremos
luego.
Vuelto el rey de la
frontera de Aragón a Sevilla, volvió, como tenía de costumbre, a su afán de
buscar víctimas. No sabemos en qué podía ofenderle, ni qué hiciera para
provocar sus iras la desdichada reina doña Blanca, presa ahora en Medina
Sidonia, sufriendo con paciencia su desventura en su lúgubre encierro, buscando
consuelos en la oración, y ejércitándose algunas
horas cada día en sus devociones. En esta piadosa ocupación la hallaron los
oficiales del rey que por su mandato penetraron un día en la prisión para
averiguar si era ella la que había enviado cierto pastor, que, estando el rey
de caza por los montes de Jerez y de Medina, había osado dirigirle palabras de
siniestro augurio. Y aunque salieron convencidos de que no podía haber sido la
reina la autora de aquella, misión, don Pedro tenía resuelto acabar de perder a
doña Blanca, y era menester que aquella resolución se cumpliese. Alabanza
merece el guardador de la ilustre prisionera Íñigo Ortiz de Zúñiga, que tuvo
valor para decir a un rey como don Pedro, que nunca consentiría que se diese
muerte a la reina dela manera que de él se pretendía, mientras a su cuidado
estuviese. Entonces el rey la mandó entregar en poder del ballestero Juan Pérez
de Rebolledo, el cual con desapiadado corazón y rudo brazo ejecutó sin escrúpulo
la orden sangrienta del monarca. Así acabó, tras largos días de amarguras y de
cautiverio, la desgraciada reina de Castilla doña Blanca de Borbón, modelo de
resignación, de sufrimiento y de virtud, a los veinte y cinco años de edad,
traída a Castilla para ocupar el solio de las Sanchas y de las Berenguelas, y
condenada, siendo inocente, a andar de calabozo en calabozo como los criminales.
Por si algo faltaba a completar este cuadro de horrores, un tósigo acabó en
Jerez con la vida de doña Isabel de Lara, la viuda del infante don Juan de
Aragón, el asesinado en Bilbao. Deseando estamos salir de esta galería fúnebre
y ensangrentada.
No tardó en seguirla a
la tumba su afortunada rival doña María de Padilla (julio, 1361). Ésta por lo
menos, después de haber sido halagada en vida, fue también más dichosa en la
muerte, puesto que murió de muerte natural en el alcázar de Sevilla, que en
aquel tiempo pudo mirarse como un privilegio, como lo fue en haber sido la
única cuya muerte enterneció las entrañas del rey don Pedro, la única por quien
hizo luto y mandó que se hiciese en todo el reino. De discreta, afable y
bondadosa la califican los cronistas contemporáneos, y bien debió serlo en alto
grado cuando no la aborrecían los pueblos, habiendo sido, no la causa, pero si
la ocasión de tantas calamidades.
Dijimos que un motivo
ajeno a la intervención del cardenal legado había impulsado también al rey de
Castilla a aceptar la paz con Aragón. Fue éste la guerra que emprendió contra
los moros de Granada: lo cual nos pone en la necesidad de dar una idea del
estado en que a la sazón se hallaba el reino granadino.
El rey Yussuf, vencido por Alfonso XI. en el Salado, había sido
asesinado por un loco en ocasión de estar rezando su azala en la mezquita (1354). El asesino fue despedazado por la plebe furiosa, y se
proclamó al hijo de Yussuf con el nombre de Mohammed
V., joven de veinte años, de cuyo bello y agraciado continente, amable
condición y humanitario gobierno hacen los historiadores arábigos los elogios
más cumplidos. Pero este magnánimo príncipe sólo ocupó el trono hasta que una
de las sultanas de su padre halló ocasión de derrocarle para entronizar a su
hijo Ismael. La conjuración, de largo tiempo urdida por la sultana, estalló una
noche dentro de los muros de la Alhambra, cuando Mohammed reposaba dulcemente
en una de las estancias misteriosas del palacio entre las caricias de una linda
esclava a quien tenía entregado su corazón. Ésta le salvó vistiéndole con sus
propias tocas y velos, y con este disfraz pudieron salir los dos juntos, y
andando toda la noche llegaron felizmente a Guadix, donde Mohammed fue
reconocido como rey legítimo (1359). El destronado emir pidió socorros al rey
de Marruecos y de Fez, y dirigió cartas a don Pedro de Castilla solicitando su alianza
y su amparo. Éste no podía entonces darle ayuda por estar ocupado en la guerra
de Aragón, y los auxiliares que le venían de África tuvieron que volverse por
andar el reino de Fez tan revuelto como el de Granada. Entretanto el nuevo emir
granadino Ismael, joven de ánimo apocado y dado a los deleites de la
afeminación, dejábase dominar por el tirano Abu Said
a quien debía la corona. No satisfecho el ambicioso Abu Said con el despótico
influjo que ejercía, aspiró a suplantar en el trono al mismo a quien había
elevado. No le fue difícil conseguir su intento. En un tumulto popular que
movió con sus parciales, Ismael pudo salvarse con algunos guardias; quiso
después combatir a los sublevados, y cayó en poder de ellos. El cruel Abu Said,
que le acusaba de los mismos delitos que le había inspirado, le despojó
ignominiosamente de sus vestiduras, y entregándole a sus sanguinarios
satélites, cortáronle éstos la cabeza igualmente que
a un hermano suyo. Los bárbaros soldados pasearon por las calles ambas cabezas
asidas por sus largas cabelleras, y sus cuerpos insepultos se pudrieron a la
intemperie sin haber quien osara recogerlos (1360). En el día mismo que se
ejecutaron estas brutales escenas fue proclamado Abu Said, el que nuestros
historiadores llaman el rey Bermejo.
Instaba Mohammed al rey
de Castilla para que le ayudara a recuperar su reino, antes que los granadinos
se acostumbraran al despotismo del usurpador. Por otra parte Abu Said, el rey
Bermejo, parece tuvo intención de hacer guerra al castellano, cosa que don Pedro
no le perdonó nunca, aunque luego entabló tratos de amistad con él. Resolvió,
pues, el rey don Pedro acudir en socorro de Mohammed, el soberano legítimo de
Granada, y por eso suscribió, aunque no de buen grado, a la paz con Aragón. Púsose en marcha el de Castilla con su hueste y multitud de
carros cargados de aprestos y máquinas de guerra hacia Ronda, donde se le
reunió Mohammed. El rey Bermejo salió a correr la frontera, y pactó alianza con
los aragoneses (1361). Mohammed y el castellano cercaron a Antequera, y no
pudiendo tomarla talaron los campos de Archidona y
Loja hasta la vega de Granada, Arrogante el rey Bermejo, les fue al encuentro
en la llanura, donde empeñó un combate con los cristianos; pero viendo el
honrado Mohammed los estragos que el ejército aliado causaba a los moros, rogó
a don Pedro que se volviese, queriendo más vivir en humilde condición que
causar talos daños a los pueblos. Retiráronse, pues,
don Pedro a Sevilla y Mohammed a Ronda: más como quedasen en la frontera de
Granada los caudillos castellanos, prosiguieron allí los encuentros con los
moros de Abu Said. De algunos sacaron ventajas los de Castilla; pero en una
atrevida algara que el rey Bermejo hizo por las márgenes del río Fardes, los
jinetes granadinos lograron una señalada victoria sobre los cristianos,
alanceando a muchos, desbandando a otros por barrancos y cerros, y haciendo
prisioneros a varios caudillos y nobles, entre ellos al maestre de Calatrava
don Diego García de Padilla. Pensando el rey Bermejo captarse la gratitud y
amistad del castellano, dio libertad al maestre y a los demás caballeros
cautivos, enviándoselos al rey con grandes presentes y sin rescate.
Las cosas fueron
empeorando de día en día para el usurpador Abu Said. En Málaga proclamaban al
legítimo emir Mohammed: abandonaban al rey Bermejo sus más decididos parciales
y huían de su alcázar. Viéndose aborrecido y desamparado, creyó tomar una
medida de salvación, y tomó una determinación aciaga. En su infortunio le
ocurrió confiarse a la generosidad del rey de Castilla e implorar su favor y
amparo. Fuese, pues, para Sevilla con gran séquito de caballeros moros,
llevando consigo sus más ricas joyas y sus más preciosas alhajas, armas,
caballos y lujosos jaeces, con no pequeña cantidad de plata y oro, creyendo con
esto ganar el ánimo del rey y de los de su consejo. Recibióle don Pedro también con regia ostentación y aparato, y mandó a sus ministros que
le obsequiasen y agasajasen como a rey (1362). Poco le duraron al ilustre
huésped las ilusiones de aquella afectuosa pero mentida hospitalidad. Bien que
tentaran al rey de Castilla los riquezas del refugiado emir, según las crónicas
arábigas y cristianas indican, bien que le durara el rencor de haber intentado
antes declararle guerra, o que se creyera designado para ser instrumento de
venganza de las traiciones del musulmán, determinó sacrificarle, pero de una
manera poco noble y poco correspondiente al generoso comportamiento del moro
con el maestre de Calatrava y a la confianza con que se había echado en brazos
del rey de Castilla. Aquella misma noche convidó el maestre de Santiago Garci Álvarez de Toledo a cenar en su casa al rey Bermejo y
a sus magnates granadinos. Al servir los pajes los últimos platos del
espléndido banquete, entró el repostero mayor Martín Gómez de Córdoba con una
compañía de gente armada, y Abu Said y los cincuenta moros convidados fueron
dados a prisión y conducidos a las atarazanas.
A los dos días salía el
rey Bermejo montado afrentosamente en un asno con un sayo de escarlata: a su
lado iban treinta y siete caballeros moros. Llevados al campo de Tablada, el
mismo soberano de Castilla clavó una lanza en el pecho de Abu Said diciendo: «Toma esto, por cuanto me hiciste hacer mala
pleitesía con el rey de Aragón en perder el castillo de Ariza.—¡Oh Pedro! contestó
el alanceado moro, ¡qué torpe triunfo
alcanzas hoy de mí! ¡qué ruin cabalgada hiciste contra quien de ti se fiaba!»
Dicho esto, rematáronle los sayones, y con él a los
treinta y siete musulmanes, cuya cabezas fueron amontonadas para que se vieran
desde la ciudad. Voló la nueva de la muerte de Abu Said, dice el historiador
arábigo, y llegó a Málaga, donde a la sazón estaba el rey Mohammed, que se
holgó de ella como de la muerte de su enemigo, pero le estremeció la perfidia y
traición de los cristianos. Al punto, acompañado de la nobleza de Andalucía,
partió para Granada y entró en ella entre populares aclamaciones.
Terminada esta
ejecución, congregó el rey don Pedro cortes en Sevilla, para hacer en ellas una
declaración que debía parecer bien extraña y peregrina a los próceres
castellanos. Dijo allí solemnemente que doña Blanca de Borbón no había sido su
legítima esposa, por cuanto antes se había desposado por palabras de presente y
recibido por mujer a doña María de Padilla, de cuyas bodas citaba por testigos
presenciales a don Diego García de Padilla, hermano de doña María, a don Juan
Fernández de Hinestrosa su tío, que era muerto, a don
Juan Alfonso de Mayorga canciller del sello de la puridad, y al abad de
Santander don Juan Pérez de Orduña su capellán mayor. Decía que por miedo de
que se alzasen contra él algunos del reino no se había atrevido a publicar
antes aquel matrimonio. Y esto lo decía quien no había temido a todos los
grandes del reino alzados ya contra él cuando contaba sólo una sexta parte de
fuerzas que ellos, y cuando la revelación de aquel casamiento hubiera tal vez
bastado para aquietarlos. Y esto lo decía el que casado de público con doña
Blanca, y de secreto, según él, con doña María de Padilla, no había tenido recelo
ni reparo en contraer otro matrimonio in
facie ecclesiae con doña Juana de Castro.
Pero los testigos
citados juraron sobre los Santos Evangelios ser verdad lo que el rey decía, y
el prelado de Toledo don Gómez Manrique predicó un sermón en que daba por
buenas las razones del monarca. Consecuencia de la declaración del rey era la
petición o más bien mandato que seguidamente hizo para que en adelante se
llamase a doña María de Padilla reina de Castilla y de León, y para que se
reconociese a sus hijos como legítimos herederos y sucesores del reino. Los
miembros de las cortes, a quienes queremos calificar solamente de medrosos, no
hallaron ni palabras ni razones que oponer a una declaración tan sorprendente y
a un mandamiento o sea proposición tan ofensiva a la hidalguía castellana, y la
ley de sucesión quedó hecha a gusto del rey, y la difunta doña María de
Padilla, reconocida como reina de Castilla, cumpliéndose en ella el argumento y
título dramático de Reinar después de morir. Y como si quisiese el rey
depositar una corona sobre la tumba de su amada hizo trasladar sus cenizas del
monasterio de Astudillo y enterrarlas con regia pompa en la catedral de
Sevilla.
Disgustaba a don Pedro
la paz que de mala gana había firmado con el rey de Aragón, y resuelto a
romperla, procuró aliarse primero con el rey de Navarra Carlos el Malo, con el
cual.se vio en Soria, y con mucha sagacidad celebró un tratado en que ambos
monarcas se comprometían a auxiliarse uno a otro en la primera guerra que
cualquiera de los dos tuviese. Teniéndola el navarro por parte de la Francia,
creía haber salido grandemente aventajado en el pacto. Por lo mismo fue mayor
su sorpresa al hallarse cogido en la red, cuando seguidamente le dijo el de
Castilla que estaba determinado a declarar inmediatamente la guerra al
aragonés. Disimuló el de Navarra su disgusto, porque no le convenía en aquella
ocasión tener por enemigo al de Castilla, y comprometido a observar el tratado
le ofreció que invadiría el territorio aragonés al mismo tiempo que él, y así
lo ejecutó apoderándose del castillo de Sos, mas
luego que tomó este castillo se volvió a su reino. Don Pedro de Castilla con su
acostumbrada actividad se puso sobre Calatayud, ganando de paso muchas
fortalezas y lugares, mientras don Pedro de Aragón se hallaba en Perpiñán
vigilando la frontera de Francia. Tan luego como supo la entrada del de
Castilla envió a llamar a don Enrique de Trastámara,
que con sus hermanos y los demás caballeros de Castilla se hallaba en Provenza
en cumplimiento del tratado de paz, los cuales se aprestaron a acudir al
llamamiento del aragonés. Defendíanse entretanto
valerosamente los sitiados de Calatayud, mas como viesen ya los lienzos de sus
muros por muchas partes derribados, y no pudiese el rey de Aragón socorrerles
desde tan lejos, capitularon con el de Castilla y le rindieron la ciudad a
condición de que se hubiesen de respetar sus vidas y sus bienes. Entró, pues,
don Pedro de Castilla en Calatayud (29 de agosto, 1362); y cuando era de
esperar que desde allí avanzara al corazón del reino, viosele con sorpresa regresar a Andalucía después de dejar guarnecidas las villas y
castillos que había ganado, llevándose consigo a seis principales ricos-hombres
aragoneses que había sorprendido y hecho prisioneros en el lugar de Miedes.
Al poco tiempo de su
regreso a Sevilla, murió su hijo y de doña María de Padilla, don Alfonso, a
quien llamaban ya el infante, y había sido jurado heredero del reino (8 de
octubre). Gran pesadumbre tuvo de ello el monarca, y mandó hacer luto general por
su muerte. Tal vez este suceso y el fallecimiento todavía reciente de doña
María de Padilla hicieron al monarca pensar más y más en asegurar la suerte de
sus tres hijas. Por lo menos tal pareció ser el objeto principal del testamento
que al mes de la pérdida de su hijo otorgó el rey don Pedro en Sevilla (18 de
noviembre, 1362), instituyendo herederas del trono en el orden de primogenitura
a sus tres hijas doña Beatriz, doña Constanza y doña Isabel: sucesión y
heredamiento que se mostraba afanoso en afianzar, como si su conciencia
presagiara las adversidades del porvenir, puesto que se le ve poco más adelante
celebrar unas cortes en Bubierca con el sólo fin de
obtener nuevo reconocimiento de aquella sucesión.
La guerra de Aragón sólo
sufría interrupciones de algunos meses. Para emprender la nueva campaña quiso
don Pedro contar con la cooperación de amigos y aliados. Al efecto, y recelando
tener en la Francia una vengadora de la muerte de doña Blanca de Borbón,
negoció una liga ofensiva contra Francia y contra Aragón con el rey Eduardo III
de Inglaterra y con su hijo el príncipe de Gales. El de Navarra en virtud del
tratado de Soria le envió su hermano el infante don Luis con algunos centenares
de lanzas. Mohammed el de Granada le facilitó seiscientos jinetes, y don Pedro
de Portugal le acudió con trescientos caballeros y escuderos, gente buena y
escogida. Con esto y con las milicias de su reino se halló el de Castilla al
frente de una hueste respetable. Los triunfos de esta expedición fueron más
rápidos y más importantes que los de las anteriores. Operando desde Calatayud,
fueron sucesivamente rindiéndose Tarazona, Borja y Magallón al rey de Castilla, que amenazaba ya a Zaragoza, tanto que hubo de mandar el
aragonés que todos los pueblos que no pudiesen defenderse a quince leguas del
radio de Zaragoza, fuesen desmantelados y destruidos. Gracias al valor de los
moradores de Daroca, hízose esta villa el baluarte de todo Aragón. Cariñena se rindió también a las armas
castellanas.
Quebrantadas las fuerzas
del aragonés con la guerra de Cerdeña y con las largas y graves discordias de
su reino, recurrió a la Francia, con quien hizo un tratado de alianza y
amistad, y trabajando por conciliar las disensiones que había entre Francia y
Navarra procuró atraer a su partido al navarro, que de mala voluntad y sólo por
compromiso ayudaba al de Castilla. Mucha fuerza daban al aragonés el conde don
Enrique de Trastámara y los refugiados castellanos. Y
como a don Enrique le hubiera pasado ya por el pensamiento la ardua empresa de
hacerse rey de Castilla (primera vez que la historia nos habla de esta idea del
hermano bastardo de don Pedro), hízose un pacto
secreto, pero que llegó a firmarse y sellarse, entre don Enrique y don Pedro IV
de Aragón, en que éste prometía ayudar al conde a conquistar el reino de
Castilla, a condición de que el de Trastámara le
dejaría para incorporar en su reino la sexta parte de lo que fuese ganando en
los lugares que el rey escogiese. Con esto y con saber que todas las fuerzas
del rey de Aragón se reunían en Zaragoza, don Pedro de Castilla torció
rápidamente hacia Valencia; nada resistía al intrépido castellano: Teruel,
Segorbe, Almenara, Chiva, Buñol, Liria, Murviedro, multitud de otros lugares dieron entrada a los
pendones castellanos, y el rey don Pedro fue a aposentarse en el palacio de los
reyes que estaba fuera de los muros de Valencia. Allá acudieron don Pedro de
Aragón, don Enrique, el infante don Fernando, todo el ejército aragonés, que
corrió el llano de Nules, el paso de la Losa y la
Vega de Burriana. El de Castilla se retiró a Murviedro.
En tal estado,
diseminadas las tropas de Castilla en las guarniciones de tantos pueblos
conquistados, y con poca gana de pelear unos y otros, vino bien la mediación
del nuncio apostólico para hacerlos avenirse a un tratado de paz, que
ciertamente fue harto afrentosa para el de Aragón y que manifiesta la situación
angustiosa de aquel reino. Los principales artículos de la paz fueron: que
Alicante, Elche y demás poblaciones de Murcia agregadas a Aragón en la minoría
de Fernando IV. quedarían para siempre incorporadas a la corona castellana; que
el rey de Castilla casaría con doña Juana, hija del de Aragón, trayendo ésta en
dote las villas de Ariza, Calatayud, Tarazona, Magallón y Borja; que el infante don Juan, primogénito del de Aragón, casaría con doña
Beatriz, hija del monarca castellano y de la Padilla, dándole a ésta su padre
por vía de arras las villas de Murviedro, Segorbe, Jérica, Chiva y Teruel recién conquistadas; que si el rey
de Castilla no cumplía esta concordia, el de Navarra quedaría obligado a ayudar
contra él al aragonés, no obstante los pactos y alianzas que entre ellos había
(junio, 1363). Desgraciadamente sucedió así, que don Pedro de Castilla,
requerido en Mallén por el legado pacificador para
que firmara el tratado de Murviedro, negóse a ello mientras el rey de Aragón no matara al
infante don Fernando y al bastardo don Enrique, según decía haberlo tratado
secretamente con don Bernardo de Cabrera[15]. A tan ruda contestación, que
desbarataba todo lo acordado en Murviedro, debió
contribuir la circunstancia de que hallándose don Pedro de Castilla en Mallén, le nació en Almazán, de la dueña misma que había
criado al infante don Alfonso, un hijo varón que se llamó Sancho, y vínole al rey al pensamiento heredar en el reino a este
hijo, casándose con la madre, lo cual hacía ya inútil su matrimonio con la
infanta aragonesa ofrecido en el tratado. Tal era el rey don Pedro
Desavenencias y
rivalidades ocurridas después en Aragón entre el conde don Enrique y el infante
don Femando, y recelos que de éste concibió su hermano el monarca aragonés,
ayudaron grandemente al plan de don Pedro de Castilla, si es cierto que le
tuvo, o por lo menos a sus deseos respecto del infante. Don Pedro el
Ceremonioso puso el sello a la persecución que en otros tiempos había
desplegado contra sus hermanos los hijos de la reina doña Leonor, quitando la
vida al infante don Fernando por medios muy parecidos a los que solía emplear
el rey de Castilla, esto es, convidándole a comer a su mesa, y haciéndole
prender y asesinar por término y remate del banquete. ¡Época calamitosa y
aciaga la de los reinados simultáneos de los tres Pedros de Castilla, Aragón y
Portugal, todos empleando el puñal contra los más ilustres personajes, siquiera
fuesen de su propia sangre, que tuvieran la desgracia de excitar sus celos, sus
sospechas o su enojo! Por más razones que expuso el monarca aragonés para
justificar esta muerte, no pudo evitar que causara en el reino una impresión
profunda de desaprobación y de disgusto. Y mucho necesitaron el rey y el conde
don Enrique para sosegar a don Tello y a los demás caballeros de Castilla que
seguían la hueste del infante.
La negativa de don Pedro
de Castilla a ratificar y cumplir la paz de Murviedro produjo la deserción de Carlos el Malo de Navarra de las banderas castellanas
que sólo por compromiso y como a remolque había seguido, y la alianza del
navarro con el aragonés, conforme a la última cláusula del tratado. Los dos
nuevos aliados trataron también de desembarazarse de don Enrique alevosamente
en unas vistas que con él concertaron en el castillo de Sos.
Pero el de Trastámara comprendió el lazo que se le
había armado, supo burlarle, y como acaudillaba muchos castellanos y se le
allegaban multitud de franceses que querían vengar la muerte de doña Blanca,
logró prevalecer y sobreponerse a todos los amaños, y
aún obligó al rey de Aragón a darle las mayores seguridades.
Menos feliz el ilustre
don Bernardo de Cabrera, antiguo y el más íntimo de los consejeros de don Pedro
el Ceremonioso, a cuya política, prudencia y sagacidad debió muchas veces la
conservación del trono y del reino, el hombre por cuyo consejo se había regido
tantos años el timón del Estado, fue blanco de una conjuración que urdieron
contra él la reina, el rey de Navarra y el conde don Enrique, suponiéndole
autor de todos los males que afligían el reino, y de delitos de lesa majestad.
El rey, dando fácil oído a sus acusaciones, le llamó para prenderle, y
condenado a muerte fue degollado en la plaza del mercado de Zaragoza. Así acabó
el gran privado de don Pedro IV de Aragón, que después se arrepintió de su
ingratitud para con el más esclarecido y más fiel de sus servidores, declarando
había sido provocado e inducido a ello por vanas sospechas. Ejemplo que nos
recuerda el suplicio ejecutado por el rey de Castilla en don Gutierre Fernández de Toledo, si bien el de Aragón guardó
los trámites de un proceso, y tuvo el mérito de reconocer un día la propia
injusticia.
Continuó los dos años
siguientes (1364-1365) la guerra entre Castilla y Aragón. Los hechos más
notables del primero (descargados de los incidentes diarios y comunes en todas
las guerras) fueron haberse apoderado el rey de Castilla de Alicante y otras
poblaciones del reino de Murcia, haber estado a punto de rendir la ciudad de
Valencia, y por la parte de Calatayud y Teruel haber recobrado a Castelfabib que se había alzado contra él. En el segundo
fueron apresadas cinco galeras catalanas, cuyas compañías mandó matar don Pedro
de Castilla en Cartagena, sin que escapara uno solo de la muerte, a excepción
de los remeros que salvaron las suyas para ser empleados en las galeras
castellanas en Sevilla, donde había menester de gente de este oficio. Orihuela
cayó en poder del castellano, y Murviedro se rindió
por capitulación al aragonés y al conde don Enrique, tomando partido los más de
los defensores en favor del de Trastámara. En este
intermedio, diferentes veces habían estado el castellano en Sevilla, el
aragonés en Barcelona, y volvían a encontrarse en los campos de Valencia y
Murcia, donde empeñaban diarios combates.
CONCLUYE
EL REINADO DE DON PEDRO DE CASTILLA.
|