CAPÍTULO
XV
PEDRO EL CRUEL EN CASTILLA 1350 - 1356
No
habiendo dejado el último Alfonso de Castilla cuando murió en el cerco de
Gibraltar otro hijo legítimo que el infante don Pedro, de edad entonces de poco
más de quince años, fue desde luego y sin contradicción reconocido como rey de
Castilla y de León en Sevilla, donde se hallaba con su madre la reina viuda
doña María de Portugal (1350).
La
desarreglada y escandalosa conducta de su padre, monarca por otra parte de tan
grandes prendas, con la célebre doña Leonor de Guzmán, su dama: la funesta
fecundidad de la favorita, y la larga prole, fruto de aquellos amores
tristemente famosos, que para desdicha del reino quedaba a la muerte de aquel
soberano; las pingües herencias que cada uno de los hijos bastardos había
obtenido; la influencia que por espacio de veinte años había ejercido la
Guzmán, dueña del corazón del monarca y única dispensadora de las mercedes del
trono, que había tenido buen cuidado de distribuir entre sus deudos, parciales
y servidores; el humillante y tormentoso apartamiento en que habían vivido la
legítima esposa y la única prenda del enlace bendecido por la Iglesia: aquella
devorando en melancólico silencio el baldón a que la condenaba el ciego y
criminal desvío de su esposo y la insultante privanza de la altiva manceba;
éste presenciando la dolorosa y amarga situación de su madre, y comprendiendo
ya la causa de sus llantos y de su infortunio: doña María atormentada de celos
y herida en lo más vivo para una mujer y en lo más sensible para una esposa;
don Pedro atesorando en su corazón juvenil, pero que ya despuntaba por lo
impetuoso y lo vehemente, una pasión rencorosa hacia la causadora de las
tribulaciones de su madre y de su desairada situación: era fácil augurar que
con tales elementos no faltarían a la muerte del undécimo Alfonso, ni
discordias que lamentar entre la real familia legitima y bastarda, ni venganzas
que satisfacer a los ofendidos, ni al reino castellano males y disturbios que
llorar. Síntomas de ello comenzaron ya a notarse aún antes de dar sepultura a
los inanimados restos del finado monarca.
Cuando
de Gibraltar a Sevilla marchaba el lúgubre convoy que acompañaba el carro
mortuorio en que iba el cadáver del vencedor del Salado y de Algeciras,
contándose entre el cortejo fúnebre doña Leonor de Guzmán con sus dos hijos mayores,
los gemelos don Enrique y don Fadrique, conde de Trastámara el uno y gran maestre de Santiago el otro, el infante don Fernando de Aragón
hermano de don Pedro el Ceremonioso, don Juan de Lara, señor de Vizcaya, don
Fernando Manuel, señor de Villena, con otros ilustres caballeros y
ricos-hombres de los que habían estado en el cerco y campo de Gibraltar. Al
llegar a su villa de Medina-Sidonia vio ya doña Leonor de Guzmán el primer
indicio de cómo comenzaba a nublarse y oscurecerse su estrella, y de cómo los
mismos que en otro tiempo la habían lisonjeado para alcanzar de ella protección
y mercedes, se apresuraban a abandonarla a la presencia misma del cadáver del
que había sido su real amante y favorecedor. Don Alfonso Fernández Coronel, que
tenía por ella aquella villa, le dijo desembozadamente que se sirviera alzarle
el homenaje que le tenía hecho, y entregar la villa a quien quisiere, pues
estaba resuelto a no tener cargo alguno por doña Leonor ni por sus hijos.
Turbada la Guzmán al verse así tan pronto desamparada por los que miraba como a
sus más devotos servidores: «En verdad,
compadre amigo, le respondió, en fuerte tiempo me aplazaste la mi villa, ca non sé agora quien por mi la quiera tener.» Y no fue esto lo
peor, sino que haciéndose sospechosa su entrada en Medina a los que llevaban el
cuerpo del rey, y dándole otra intención, llegó a proponer don Juan Alfonso de
Alburquerque, noble portugués, ayo que había sido del
infante don Pedro, ahora rey de Castilla, que se tuviese como presos a los
hijos de doña Leonor, don Enrique y don Fadrique, hasta ver lo que ella hacía. Súpolo doña Leonor, y cobró tal miedo que hubiera desistido
de continuar su viaje a Sevilla, si no le hubiera dado seguro don Juan Núñez de
Lara; que era el de Lara partidario de la Guzmán, porque tenía una hija
desposada con don Tello, uno de los hijos del rey don Alfonso y de doña Leonor.
Inspiró
no obstante este incidente tal recelo a los hijos y parientes de la enlutada
dama, que con temor de ser presos acordaron entre sí apartarse del rey, y los
unos se fueron al castillo de Morón, del orden de Alcántara, con su maestre don
Fernando Pérez Ponce, los otros a Algeciras con el conde don Enrique, y el
maestre don Fadrique para la tierra de su maestrazgo de Santiago: pequeña nube
que anunciaba y dejaba entrever desde lejos las negras tormentas y borrascas
que habían de sobrevenir. Los demás continuaron su marcha a Sevilla, donde el
rey y la reina madre salieron a recibirlos buen trecho fuera de la ciudad.
Depositados los restos de don Alfonso en la capilla de los Reyes, en tanto que
se trasladaban a la iglesia mayor de Córdoba conforme a su postrera voluntad,
procedió el rey don Pedro a ordenar los oficios de su casa y reino. Cúpole a don Juan Núñez de Lara el de Alférez y Mayordomo
mayor; el de Adelantado mayor de Castilla a Garcilaso de la Vega; el
adelantamiento de la frontera al infante don Fernando de Aragón, primo del rey;
el de Murcia a don Martín Gil; hijo de don Juan Alfonso de Alburquerque; fue
nombrado Guarda mayor del rey don Gutierre Fernández
de Toledo; quedó de copero don Alfonso Fernández Coronel, y así se repartieron
otros oficios, conservando algunos los que los habían tenido en tiempo del
último monarca.
Recelándose
mucho el joven rey don Pedro de los que se habían ido a la importante plaza de
Algeciras, envió allá de incógnito al escudero Lope de Cañizares para que se
informase del estado de la ciudad y de los medios de asegurarla. Traslucida la
llegada del emisario por los partidarios de don Enrique, tuvo aquel, para no caer
en manos de los que le buscaban, que salir de la ciudad con ayuda de algunos
confidentes que de noche le descolgaron por el muro. Contó al rey en Sevilla el
peligro en que se había visto, mostrándole las huellas y señales que había
dejado en sus manos la cuerda con que le habían atado para evadirse, y con las
noticias que éste le dio del estado de la plaza envió el rey a don Gutierre Fernández de Toledo con galeras y gente de armas.
Tan luego como los vecinos de Algeciras vieron acercarse a su puerto las
galeras del rey, comenzaron a gritar: ¡Castilla, Castilla por el rey don Pedro!
Entonces don Enrique y los suyos salieron precipitadamente de la ciudad, y se
retiraron a Morón, donde estaba el maestre de Alcántara don Pedro Ponce de
León, su pariente. No era aquella todavía una rebelión abierta; antes todo
parecía encaminarse a una concordia. Los hijos de doña Leonor entablaron
negociaciones para volver a la merced del rey, y como el de Alburquerque
aconsejara también a su regio pupilo la conveniencia de tener en la corte a los
bastardos y sus parciales, don Enrique obtuvo permiso para ir a Sevilla, donde
fue acogido benévolamente por el rey; don Fadrique recibió autorización para
residir en Llerena, pueblo de su maestrazgo, y sólo en cuanto a los castillos
de la orden de Alcántara ordenó don Pedro a los caballeros que los tuviesen por
él; y no acogiesen en ellos al maestre don Pedro Ponce sino con su mandamiento.
Todavía sin embargo dio entonces el rey a algunos de los Guzmanes cargos
militares de importancia en las fronteras.
En
cuanto a doña Leonor, tan luego como llegó a Sevilla la recluyó el de
Alburquerque en la cárcel de palacio, no obstante el seguro de don Juan Núñez
de Lara, que tuvo de ello gran pesar, y fue parte para que éste y otros
magnates acabaran de mirar de mal ojo al valido portugués, que era el que
predominaba en el corazón del joven monarca y le guiaba en todo. Mas la prisión
no era todavía tan rigurosa que no se permitiese al conde don Enrique, desde
que fue a Sevilla, visitar diariamente en la cárcel a su madre. Una imprudencia
de ésta agravó su situación y turbó de nuevo la mal segura concordia. Se
trataba de casar a doña Juana hermana de don Fernando de Villena, o bien con el
rey don Pedro, o bien con el infante don Fernando de Aragón. Este proyecto, en
que entraban la reina madre y Alburquerque, fue mañosamente frustrado por doña
Leonor de Guzmán, que desde la prisión misma, obrando como en los tiempos de su
mayor poder, hizo de modo que la joven prefiriese y diese su mano a su hijo don
Enrique, llegando a consumarse el matrimonio ocultamente dentro del mismo
palacio. Grande fue el enojo del rey, de la reina, y del ministro favorito
cuando lo supieron, y su consecuencia inmediata estrechar la prisión de la
Guzmán, y trasladarla después a Carmona. Supo don Enrique que corría también
riesgo su persona, y se fugó a Asturias con dos caballeros de su parcialidad.
Sin ser formales rompimientos, eran indicios harto claros de que no podían ni
avenirse ni parar en bien estas dos familias.
Un
accidente inopinado vino a producir nuevas discordias y a poner más de
manifiesto los partidos. Atacó una grave enfermedad al joven rey don Pedro, y
tan grave fue y tan a punto de muerte le puso, que se trató ya muy formalmente
entre los señores de la corte sobre quién había de sucederle en el trono a
falta de directo heredero. El de Alburquerque, el maestre de Calatrava y
algunos otros se declararon por el infante don Fernando de Aragón, como hijo de
doña Leonor de Castilla, hermana de Alfonso XI.: don Alfonso Fernández Coronel,
Garcilaso de la Vega, y otros caballeros de Castilla tomaron partido por don
Juan Núñez de Lara, a quien decían tocaba reinar como descendiente de los
infantes de la Cerda. Unos y otros trataban de casar al sucesor que cada cual había
escogido con la reina viuda doña María. Pero uno y otro plan quedaron
igualmente frustrados con el impensado alivio del rey, y era claro que siendo
el de Alburquerque el consejero íntimo del monarca había de quedar el partido
de don Juan Núñez expuesto a sufrir el enojo y la persecución del soberano y de
su favorito, por lo cual tuvo a bien el de Lara refugiarse a sus tierras de
Burgos. Peligrosa hubiera podido ser la guerra que este magnate hubiera hecho
desde allí al odiado Alburquerque, si la muerte que a los pocos días le
sobrevino (noviembre, 1350) no hubiera atajado tan pronto sus designios. Y como
casi al propio tiempo falleciese también don Fernando Manuel, señor de Villena,
sobrino de don Juan Núñez, cuñado ya del conde don Enrique de Trastámara, y otro de los grandes apoyos con que contaban
los descontentos de Alburquerque, quedó este ministro portugués desembarazado
de dos poderosos enemigos, gobernando a su sabor el reino, poniendo al lado del
rey las personas de su mayor confianza, y entre ellas en calidad de tesorero al
judío Samuel Leví, que había sido su almojarife.
Permaneció
el rey el resto de aquel año en Sevilla, convaleciendo de su enfermedad y
entretenido en la caza, «sin entrometerse, dice su cronista, de ningunos
libramientos, sino de andar a caza con faldones garceros e altaneros hasta que al año siguiente, habiendo convocado cortes para
Valladolid, según costumbre en principio de cada reinado, determinó salir para
Castilla (febrero, 1351). En Carmona tomó consigo la reina viuda a doña Leonor
de Guzmán que se hallaba allí presa, y la llevó hasta Llorena gozando con ver abatida a su antigua rival. Como en Llerena se encontrase su
hijo don Fadrique, maestre de Santiago, pidió éste, y concediósele permiso para ver a su madre. La entrevista fue tierna y dolorosa; ninguna
palabra, sólo suspiros y sollozos acertaron a cruzar entre sí la madre y el
hijo, hasta que el carcelero los obligó a darse el último abrazo: el último,
porque ya no volvieron a verse más, y la mudez misma de aquella escena
tormentosa parecía presagiar la catástrofe que no tardó en sobrevenir. A
instigación de Alburquerque y de la reina fue desde allí llevada doña Leonor
bajo la custodia de Gutierre Fernández de Toledo, a
Talavera, llamada de la Reina, por ser del señorío de la reina madre. A los
pocos días penetró en la prisión del alcázar un escudero de la reina doña
María: pronto se vio la misión funesta que llevaba: el puñal del escudero se
hundió en las entrañas de doña Leonor de Guzmán: primera tragedia con que se
inauguró el reinado de don Pedro. Así expió la célebre dama de Alfonso XI de
Castilla los ilícitos favores con que en otro tiempo se había envanecido. La
reina doña María de Portugal, tan sufrida y prudente cuando era esposa
desgraciada, se acreditó de vengativa, cuando hubiera podido ganar fama de
generosa, y cuando tenía en su mano una venganza más noble que la de la muerte,
la humillación de la que había sido causa de sus pasados tormentos. El pueblo
auguró de aquel suplicio grandes guerras y escándalos para Castilla: el pueblo
auguró bien. En cuanto al rey don Pedro, si no fue partícipe de aquella muerte,
por lo menos no hemos oído en ninguna parte que dirigiera una palabra de
reconvención, ni aún de desaprobación, a su madre por
haberla ordenado.
Al
contrario, siguiendo el rey con su corte para Castilla, y habiendo entrado en
la fuerte Villa de Palenzuela, donde se hallaba don
Tello, otro de los hijos de doña Leonor, cuando éste se le presentó a hacerle
homenaje, le dijo el rey con admirable sangre fría: “¿Sabéis, don Tello, como
vuestra madre doña Leonor está muerta?”, El joven don Tello, o por temor que el
rey le inspirara, o por sugestión de don Juan García Manrique, contestó con
extremada humildad: “Señor, yo no tengo
otro padre ni otra madre salvo vuestra merced”. Plúgole al rey, dice el cronista, la respuesta que don Tello dio, y lo creemos bien.
Desde
allí, mientras los diputados se congregaban en Valladolid, se encaminó el rey
con su corte y con su hermano don Tello hacia Burgos, donde se notaban síntomas
de alteraciones movidas por Garcilaso de la Vega, uno de los parciales del
difunto don Juan de Lara, y enemigo del privado don Juan Alfonso de
Alburquerque. En Burgos habían matado el recaudador de la alcabala por el rey,
y los perpetradores del crimen habían quedado impunes. Salió Garcilaso a
esperar al rey a Celada, cuatro leguas de Burgos, y allí y en Tardajos tuvo ya altercados con algunos caballeros del rey,
que hubieran pasado a las manos de no mediar y separarlos por dos veces el
monarca. Aunque el movimiento de los borgaleses que
dirigía Garcilaso se dirigían principalmente contra Alburquerque, se le acusaba
a aquel de hechos y de intentos que no eran en verdad propios de un buen
vasallo, y por los cuales merecía castigo, y de este dictamen fue el consejo
que mandó reunir el rey nada más hacer su entrada en Burgos. Atizaba el fuego cuanto
podía el privado portugués contra su personal enemigo, y el mismo soberano no
olvidaba que había sido Garcilaso uno de los que durante su enfermedad habían
querido entronizar al de Lara. La reina, más generosa con Garcilaso que con
doña Leonor, porque aquí no se mezclaban las pasiones y celos de mujer, intentó
parar el golpe que preveía, y aún envió a decir a Garcilaso que por nada del
mundo fuese a palacio al otro día, que era domingo; pero desatendió el
adelantado mayor de Castilla tan prudente aviso, y presentándose a la mañana
temprano en el palacio con algunos de sus caballeros y escuderos, encontró allí
la pena de su indiscreción. Todos fueron presos, primeramente a la voz de
Alburquerque, después a la del rey. Pidió Garcilaso un confesor, que ya
comprendía lo poco que le restaba vivir, y le fue dado el primero que se
encontró por allí. En un pequeño portal de la misma casa cumplió aquel
desgraciado con este deber religioso, y concluido que fue, se oyeron las
compendiosas y fatales palabras de Alburquerque y del rey, del uno: «Señor, ¿qué mandáis hacer de Garcilaso?»
del otro «Ballesteros, os mando que le matéis.» Si pronta y breve fue la
sentencia, pronta y breve fue también la ejecución. El cuerpo del desgraciado
cayó en tierra a los golpes de las mazas y de las cuchillas de los terribles
ejecutores. Sin duda la venganza real no quedaba todavía satisfecha, y mandó el
rey arrojar el cadáver a la calle. Y como aquel día se lidiasen toros en Burgos
en celebridad de la entrada del soberano, acaeció que los toros que por delante
de palacio pasaban pisotearon el ensangrentado cadáver, que al fin fue al día
siguiente recogido y estuvo largo tiempo expuesto en un ataúd sobre la muralla.
Espectáculo siempre desagradable, pero horrible en medio del alegre bullicio de
una fiesta popular.
También
los que fueron presos con Garcilaso sufrieron después la pena capital, entre
ellos dos de sus cuñados; se prendió a su infeliz viuda, con varias otras
personas; su hijo, Garcilaso como su padre, fue llevado por algunos de sus
criados a Asturias, donde estaba el conde don Enrique, y muchos huyeron de
Burgos, temerosos de sufrir la misma suerte. El gobierno de Castilla se le dio
a don Juan García Manrique.
Produjo
tal terror en Castilla el suplicio de Garcilaso, que no contándose segura el aya y nodriza que criaba en Paredes de Nava (Tierra de
Campos) al tierno hijo de don Juan Núñez de Lara, niño de tres años, púsose con él en salvo refugiándose en Vizcaya, que era el
señorío de su padre, y encomendó su guarda y defensa a la lealtad de los
vizcaínos. No perdonó el rey don Pedro la fuga de un niño de tan corta edad
como era don Nuño, y en pos de él caminó hasta Santa Gadea, de donde hubo de
retroceder sabiendo que los vizcaínos le habían puesto en cobro llevándole al
puerto de Bermeo, para desde allí embarcarle a Francia si menester fuese. Pero
despachó el rey primeramente a Lope Díaz de Rojas, después a Fernando Pérez de
Ayala, al primero como prestamero mayor de Vizcaya, para que se entendiese y
negociase con los vizcaínos, al segundo para que se apoderase de la comarca
llamada las Encartaciones, que sometió y redujo a la obediencia del rey. Mas al
poco tiempo de esto murió el tierno don Nuño de Lara, y traídas a poder del
monarca sus dos hermanas doña Juana y doña Isabel, toda Vizcaya y todas las
tierras del señorío de los Laras fueron incorporadas
al dominio real. No dejan de ser notables unas defunciones tan a sazón
ocurridas como las del señor de Villena don Fernando Manuel, y las de los dos Laras padre e hijo. Sosegadas de esta manera Burgos y
Vizcaya, volvióse el rey a celebrar las cortes de
Valladolid, no sin haber hecho antes tratos de amistad con Carlos el Malo de
Navarra, que había venido a visitarle cuando se hallaba en Santa Gadea.
Son de
grande importancia en la historia política y civil de Castilla estas cortes de
Valladolid de 1351, por las muchas leyes y ordenanzas de interés general que en
ellas se hicieron. Burgos y Toledo se disputaron otra vez la primacía de
asiento y de palabra como en las de Alcalá de 1348, y don Pedro cortó la
disputa y concilió las pretensiones de las dos ciudades con las mismas palabras
que había empleado en aquellas su padre Alfonso XI; fórmula que, como en otro
lugar indicamos, se conservó hasta nuestros días. Entre los muchos reglamentos
que sobre todo género de materias de gobierno y de administración se
sancionaron en estas cortes, es digno de mención y de alabanza el Ordenamiento
de los Menestrales, bajo cuya denominación se comprende a jornaleros y
artesanos. En él se condena la vagancia y se prohíbe la mendicidad; se ordena
con minuciosidad admirable todo lo relativo al precio y modo de ajustarse los
jornales, a la duración de las horas de trabajo en cada estación, al valor de
cada artefacto, hechura de los vestidos, etc. Se hizo una ley contra
malhechores, organizando para su persecución el somatén o rebato, o sea
apellido general al toque de campana, prescribiendo a cada población sus obligaciones
y deberes, igualmente que a los alcaldes, jueces o merinos, en los casos de
robos o muertes en poblados, yermos o caminos, para la aprehensión y castigo de
los salteadores, imponiendo subidas multas a los concejos y oficiales que en
tales casos no acudiesen con socorro en el radio en que cada cual estaba
obligado a perseguir a los forajidos, y otras circunstancias del mismo género.
Mantuvo el rey las leyes sobre juegos y tafurerías,
hechas por su padre, hizo otras para la seguridad individual; rebajó los
encabezamientos de las poblaciones a causa de haber venido a menos los valores
de las fincas; impidió la tala de los montes, y estableció penas contra los que
cortasen o arrancasen árboles; dio disposiciones favorables al comercio
interior y a la industria, condenando al monopolio y el sistema gremial; puso
tasa a los gastos de los convites con que habían de agasajarle las ciudades,
los prelados y ricos-hombres; fue a la mano a los prelados en los abusos que
cometían en la expedición de cartas para las cuestaciones; hizo un ordenamiento
sobre las mancebas de los clérigos, mandando entre otras cosas que llevasen
siempre en sus vestidos cierto distintivo para que se distinguieran de las
mujeres honradas; alivió y fijó de algún modo la suerte de los judíos,
permitiéndoles vivir en barrios apartados de las villas y ciudades, y nombrar
alcaldes que les libraran sus pleitos, y personas encargadas de cobrarles los
préstamos que hacían a los cristianos; mandó que se residenciase cada año a los
adelantados, merinos, alcaldes y escribanos por hombres buenos y de integridad
nombrados en calidad de visitadores; determinó dar audiencia los lunes y
viernes, a ejemplo de algunos de sus antecesores, y sancionó otras varias leyes
de no menor utilidad y conveniencia qué estas.
Ocupáronse también estas cortes en ir perfeccionando la obra de la legislación nacional, y
el rey don Pedro confirmó y mandó observar, corregido y enmendado, el
Ordenamiento de Alcalá hecho por su padre don Alfonso. «Don Pedro por la gracia de Dios Rey de Castilla, etc., dice la
carta del rey; A todos los Prelados, y
Ricos-omes, Caballeros, e Hijosdalgo, etc.»
Expone que su padre mandó ordenar aquellas leyes en Alcalá para gobierno de sus
pueblos y concluye: «Hallé que los Escribanos tuvieron que escribir las leyes de
prisa, y escribieron en ellas algunas palabras erradas, o menguadas, o pusieron
de más algunos títulos y Leyes donde no debían estar. Por esto yo en estas
cortes que ahora hago en Valladolid mando concertar dichas Leyes, y escribirlas
en un libro que mando tener en la mí cámara, y en otros Libros que yo mando llevar
a las Ciudades, Villas, y Logares de mis Reinos, y sean sellados con mis sellos
de plomo. También os mando que uséis dichas Leyes, y hagáis según en ellas se
contiene, así en los pleitos que ahora están en juicio como en los pleitos que fueren
de aquí en adelante. Y el que no lo haga queda fuera de mi merced »
Se
trató igualmente en estas cortes de proceder a una repartición y nueva
organización de las Behetrías de Castilla, so pretexto de que en el estado en
que se hallaban eran ocasión de discordias y enemistades entre los hijosdalgo.
Fomentaba esta pretensión el privado don Juan Alonso de Alburquerque, con la
esperanza de que le tocara una buena parte en aquella repartición, ya por el
valimiento que con el rey tenía, confiando en que sería preferido en los muchos
lugares que con motivo de la muerte de los Laras y
otros ricos-hombres de la tierra carecían de señor, ya porque su mujer doña
Isabel de Meneses era muy heredada en tierra de Campos. Mas no consintieron los
caballeros de Castilla en que tal distribución y arreglo se hiciese, y después
de acaloradas y bien sostenidas disputas entre Alburquerque y un rico caballero
castellano, llamado don Juan Rodríguez de Sandoval, que defendía la antigua
constitución de las behetrías, no se repartieron estas, y «quedaron como primero estaban» Entonces el rey don Pedro mandó
hacer el libro Becerro de las Behetrías, que, como en otro lugar dijimos, había
comenzado a ordenar su padre, y traíale siempre, dice
el cronista, en su cámara para juzgar con él las contiendas, a pesar de algunos
yerros que en él había: libro singular, en que se encerraban los derechos de
muchos pueblos de Castilla y de una parte considerable de la antigua nobleza
castellana.
Duraron
estas cortes desde el otoño de 1351 hasta la primavera de 1352. Periodo
apacible, y no señalado ni afeado con actos de violencia, y en que consuela y
satisface ver a un monarca joven (en quien por desgracia hallaremos en lo de
adelante no poco que lamentar y abominar) pacíficamente ocupado en establecer
leyes justas y sabias en medio de su pueblo, mostrando su justicia en la
entereza con que supo deliberar en contra de las pretensiones de su mayor
valido y más íntimo consejero. Los que por sistema defienden en todo a este
soberano no han sabido en lo general hacer resaltar el mérito que en estas
cortes contrajo como legislador; y los que no ven en él sino monstruosidades,
tampoco son ni imparciales ni justos en condenar al silencio o pasar de largo
por hechos que tanto honran a un monarca. Nosotros comprendemos que un joven de
17 años, como era entonces don Pedro, no podía ser el autor de tan útiles e
importantes medidas de legislación y de gobierno, pero tampoco podemos privarle
de la gloria que le cupo en el otorgamiento y sanción de aquellas importantes
resoluciones. ¡Ojalá en lo sucesivo halláramos iguales hechos que aplaudir, y
no tantos que condenar!
Habíase
acordado en este intervalo por consejo de la reina madre, de su canciller mayor
don Vasco, obispo de Palencia, y del señor de Alburquerque, con anuencia
también de los tres estados, casar al joven rey con una sobrina del rey Carlos
V de Francia llamada doña Blanca, hija del duque de Borbón, y envióse al efecto en calidad de embajadores a don Juan
Sánchez de las Roelas, obispo que fue de Burgos, a don Álvar García de Albornoz, noble y honrado caballero de Cuenca, con poderes para
solicitar la mano de la joven princesa, y arreglar, en caso de ser alcanzada,
los desposorios. Vinieron en ello el padre de la pretendida y el monarca
francés, y los esponsales fueron firmados. Desgraciadamente diversas
circunstancias difirieron la venida de la princesa de Francia a Castilla.
Entretanto,
lo primero que a excitación de Alburquerque hizo don Pedro después de las
cortes de Valladolid fue tener unas vistas con su abuelo don Alfonso de
Portugal. Viéronse los dos monarcas, abuelo y nieto,
en Ciudad-Rodrigo con las demostraciones de cariño que de tan estrecho deudo
eran de suponer. Intercedió allí el de Portugal en favor del bastardo don
Enrique de Trastámara, que intimidado con los
suplicios de su madre y de Garcilaso, desde Asturias en que se hallaba se había
refugiado a aquel reino. Don Pedro tuvo a bien perdonarle, y don Enrique se
volvió a Asturias. Los dos monarcas se separaron con mutuas protestas de
sincera y estrecha amistad, de lo cual holgó mucho Alburquerque, que también
tenía deudo con aquel rey.
Volvemos
a entrar con esto en el campo de las agitaciones y de las revueltas, de donde
ya difícilmente nos será permitido alguna vez salir. Don Alfonso Fernández
Coronel, el antiguo mayordomo de doña Leonor de Guzmán, el que la desamparó y
volvió la espalda en Medina Sidonia, el que después se adhirió con Garcilaso a
la causa del de Lara, se fortificaba, con síntomas de rebelión, en su villa de
Aguilar, en Andalucía, villa que en otro tiempo le había disputado el ilustre
aragonés don Bernardo de Cabrera, a quien tantas veces hemos mencionado en la
historia de aquel reino, y de la cual se posesionó después el don Alfonso,
recibiendo por ella el pendón y la caldera, atributos de la rica-hombría, por
gracia e influjo de Alburquerque, de quien ahora se mostraba acérrimo enemigo.
Tomó el rey don Pedro apresuradamente desde Ciudad-Rodrigo el camino de
Andalucía, y llegado que hubo cerca de Aguilar envió delante a su camarero
mayor don Gutierre Fernández de Toledo con el pendón
real y algunas tropas, juntamente con el jefe de ballesteros, para que requiriesen
al magnate dejase franca entrada al rey en la villa. Negóse a ello el Fernández Coronel, alegando que siendo señor de la villa, no estaba
obligado a recibir en ella al rey de aquella manera acompañado, y sobre todo,
que no lo haría mientras fuese allí el valido Alburquerque, de quien tenía
motivos de recelar. Con esta respuesta embistieron los hombres del rey las
barreras de la villa, pero hubieron de retirarse con el pendón real agujereado
de las saetas y piedras lanzadas desde el adarve. Entonces el monarca mandó
hacer secuestro de todos los bienes y pertenencias del rebelde magnate, y no
hubiera descansado hasta someterle, si la bandera de la rebelión alzada en otro
extremo del reino no le hubiera llamado la atención y obligado a dejar los fértiles
campos andaluces.
Era que
habían llegado nuevas al rey don Pedro de que el bastardo don Enrique se
fortificaba y abastecía en Asturias, y quiso ir en persona a ahogar en su cuna
lo que parecía ser principio de sedición. Dejó pues por frontero de Aguilar al
maestre de Calatrava don Juan Núñez de Prado, y emprendió su marcha. Tomó al
paso las villas de Montalván, Burguillos, Capilla y Torija,
que pertenecían al señorío de don Alfonso Fernández Coronel. Llegó el rey a
Asturias y puso su campo delante de Gijón, donde se hallaba la condesa doña
Juana, esposa de don Enrique, protegida por algunos caballeros de su
parcialidad. Don Enrique se había refugiado a la sierra de Monteyo.
Contaba el conde con tan escasos recursos, que tenía que pagar a sus servidores
con las joyas que su madre, cuando estaba presa en Sevilla, había dado a su
esposa doña Juana como regalo de boda. A los pocos días de cercada Gijón,
capitularon los sitiados, a los cuales capitaneaba don Pedro Carrillo, haciendo
homenaje al rey, a condición de que perdonaría a don Enrique, el cual por su
parte aceptó la sumisión, declarando en un documento solemne que no haría
guerra a su soberano ni desde Gijón ni desde otro lugar alguno de su señorío.
Sosegada
tan breve y felizmente aquella revuelta regresó don Pedro a Andalucía a acabar
su obra de someter al señor de Aguilar don Alfonso Coronel. Que aunque durante
aquella expedición el otro hermano de don Enrique, don Tello, desde Aranda de
Duero, habiéndose apoderado de una recua que iba de Burgos a Alcalá de Henares,
se había dirigido como en asonada a su pueblo de Monteagudo en la frontera de
Aragón, ni esto presentaba todavía síntomas alarmantes, ni don Tello y sus
Villas tardaron en reducirse a su obediencia, y lo que importaba a don Pedro
era vencer al rebelde de Aguilar. Si bien los recursos de éste no habían
crecido mucho, a pesar de haber enviado a su yerno don Juan de la Cerda a
buscarlos hasta entre los moros de Granada y de África, tampoco su villa había
podido ser tomada por las tropas reales. A tiempo llegó todavía don Pedro de
emplear todos los recursos de la guerra y todas las máquinas de batir contra
los muros de la villa, la cual, no obstante, lejos de dar señales de rendirse,
era tan valerosamente defendida, que tuvo el rey que pasar acampado delante de
ella todo el invierno. Eran ya los principios de febrero de 1353, cuando puesto
fuego a todas las minas, volado un lienzo del muro y dado et asalto general,
pudieron el rey y su hueste penetrar en la población de su altivo vasallo.
Grandes pruebas de serenidad había dado ya don Alfonso Coronel en los momentos
del mayor peligro, pero nadie esperaba que la tuviera para oír misa armado a la
ligera cuando ya las tropas reales estaban entrando por las calles de la villa,
ni menos para que avisado de ello contestare que le dejasen acabar de cumplir
con aquella devoción: impasibilidad que nos recuerda la de Arquímedes en la
entrada de Dionisio el Tirano en Siracusa. Refugiado después a una torre tuvo
ya que darse a prisión. Pretendió ver al rey y no pudo lograrlo. Cuando
Alburquerque le dijo, «¿Qué porfía
tomaste tan sin pro, siendo tan bien andante en este reino?» contestóle Fernández Coronel: «Don Juan Alfonso, ésta es Castilla, que hace los hombres y los gasta.»
Frase sublime, exclama aquí un ilustrado escritor de nuestros días, y que
retrata, añadimos nosotros, el genio castellano de aquel tiempo, y el genio
castellano de los tiempos sucesivos.
Don
Alfonso Fernández Coronel fue entregado y pereció a manos de los alguaciles del
rey don Pedro y a presencia suya, a los trece años justos de haber dado él el
mismo género de muerte, y en circunstancias casi idénticas, al maestre de
Alcántara don Gonzalo Martínez de Oviedo, en tiempo de Alfonso XI. Seguidamente
fueron decapitados a presencia del rey otros varios caballeros, amigos y del
bando de don Alfonso Coronel, y las casas y los muros de la villa fueron
derribados de orden del monarca, el cual, como en testimonio de su cólera,
quiso que el recinto que ocupaba la villa se llamara en lo sucesivo Monte Real.
En su
expedición de Andalucía a Asturias, y a su paso por Castilla la Vieja, había el
rey don Pedro conocido en Sahagún y en la casa de doña Isabel de Meneses,
esposa del de Alburquerque, una linda y joven doncella, llamada doña María de
Padilla, hija de don Diego García de Padilla, señor de Villagera y de doña María González de Hinestrosa. Convienen
todos los historiadores de aquel tiempo en el retrato que hacen de la joven
Padilla: pequeña de cuerpo, dicen, pero de entendimiento grande, y dotada de
gracia y hermosura. Prendóse de ella el joven
soberano, y su corazón quedó cautivo de la linda castellana. Ésta, por su
parte, no se mostró ni insensible ni desdeñosa a los galanteos del coronado príncipe,
y encendióse para no apagarse nunca la llama de unos
amores destinados a adquirir no menor celebridad que los que en análogas
circunstancias nacieron entre su padre don Alfonso y doña Leonor de Guzmán en
Sevilla. Supónese, y fundamentos sobran para creerlo,
que ni la entrevista ni la relación amorosa de don Pedro y la Padilla fueron
resultados de la casualidad, sin ocasión y lazo mañosamente preparado por
Alburquerque, el cual, conociendo a fondo la condición y las inclinaciones del
joven soberano, su antiguo pupilo, viendo la tardanza en venir de la desposada
princesa de Francia, y temeroso de decaer en el valimiento y privanza del rey,
si por acaso éste fijara su cariño en tal otra dama cuya influencia en el ánimo
del monarca le pudiera perjudicar, calculó que asegurar la su omnipotencia y
predominio poniéndole en trance de dejarse avasallar por las naturales gracias
y encantos de una joven, que como criada en su casa y al lado de su esposa,
habría de serle obsecuente a él mismo y contribuir al afianzamiento de su
poder. Abominable conducta e innoble medio de buscar apoyo y seguridad al
favor; más, por desgracia, no es raro caso en los privados de los reyes
estudiar sus caprichos y flaquezas y estimularlas para seguir dominando en su
corazón. Engañóse, no obstante, el de Alburquerque en
sus bajos designios, pues, como iremos viendo, lo que calculó que habría de ser
la base más sólida de su privanza, fue lo que labró poco a poco su caimiento.
Tan
vivamente prendió la llama del amor entre don Pedro y la Padilla, que desde
entonces el monarca la llevó siempre consigo; el ascendiente de la dama crecía
con admirable rapidez, y las mercedes reales caían ya, no sobre los amigos de
Alburquerque, sino sobre los deudos de doña María. Después que don Pedro tomó la
villa de Aguilar a don Alfonso Fernández Coronel, partióse para Córdoba, donde doña María le regaló el primer fruto de sus amores, dando a
luz una niña que se llamó Beatriz, a quien el rey se apresuró a dotar con las
villas y castillos de Montalván, Capilla, Burguillos, Mondéjar y otras posesiones de las confiscadas a don Alfonso Coronel. Vínose de allí a algún tiempo el rey a tierra de Toledo,
siempre en compañía de doña María de Padilla, y entreteníase en Torrijos en hacer torneos, cuando supo, en verdad no con satisfacción, que
la princesa doña Blanca de Francia, su desposada, se hallaba ya en Castilla,
acompañada del vizconde de Narbona y otros ilustres caballeros franceses, y que
habría llegado a Valladolid, donde estaba la reina madre. De buena gana hubiera
renunciado el rey a este matrimonio, pero Alburquerque le presentó con viveza
los compromisos adquiridos, los esponsales celebrados ya en París, el enojo que
de tal desaire tomaría el rey de Francia, la extrañeza que causaría en su
propio reino, donde se llamaba ya a doña Blanca reina de Castilla, los
inconvenientes de la falta de un heredero directo y legítimo del trono,
confirmados con el ejemplar de lo que había ya acontecido durante su enfermedad
en Sevilla, y otras diversas consideraciones políticas, todas muy justas y muy
dignas de tomarse en cuenta. Esforzaba además Alburquerque por interés propio
estas razones, pues conveníale la realización de este
enlace, como medio de atenuar la influencia de los Padillas y de los Hinestrosas, que había ido sustituyendo a la suya,
trabajando ya por destruir su propia obra. Dejóse persuadir don Pedro, y haciendo trasladar a la Padilla al castillo de
Montalván, determinóse a celebrar sus bodas con doña
Blanca, y pasó a Valladolid, donde le esperaba ya reunida toda la nobleza del
reino.
Era
ciertamente singular la situación que habían creado la política poco
escrupulosa del ministro Alburquerque y la conducta no más escrupulosa del rey.
Por una parte una princesa extranjera, una nieta de San Luis, joven y hermosa,
según la pintan todos los historiadores de aquel reino, pedida con toda
solemnidad por el monarca de Castilla, y ya con no menos solemnidad desposada,
traída a ser esposa de un rey, merecedora de serlo, pero pospuesta y postergada
en el corazón de aquel rey a la hija de un simple caballero de Castilla,
viniendo inocentemente a turbar anteriores relaciones amorosas, y expuesta sin
saberlo a sufrir un bochorno inmerecido: por otra parte otra joven no menos
bella, dueña del corazón del monarca, de cuyo amor existía una prenda pública,
joven que por sus cualidades merecía también ser reina, que acaso lo era en
secreto, y que reducida a pasar en el concepto público sólo por dama o manceba
del rey iba a presenciar el enlace de su real amante con otra. Enojosa
situación, que hacía augurar resentimientos y rivalidades de alta
trascendencia, y de que había de resentirse la tranquilidad del reino, cualquiera
que fuese su desenlace.
Complicóse esta
situación, en especial para Alburquerque, con la aproximación de los dos
hermanos bastardos del rey, don Enrique y don Tello, a Valladolid, convidados
por don Pedro a sus bodas. El recelo que ya tenía el ministro favorito de que
aquellos dos hermanos conspiraban secretamente con los Padillas para su caída,
se aumentó al saber que se hallaban en Cigales (dos
leguas de Valladolid) muchas compañías de gente armada. Sirvió esto a
Alburquerque para intentar persuadir al rey de que los hermanos bastardos
llevaban torcidos designios contra su persona; mas esta sugestión se desvaneció
con la llegada de un escudero enviado al rey por sus hermanos para decirle en
su nombre que tenían gusto en asistir a sus bodas según su mandato, que si
traían consigo gentes de armas, no era por otra cosa sino por temor a don Juan
Alfonso que sabían era su enemigo, pero que estaban en todo a la merced del rey
su hermano, y harían lo que les ordenase, siempre que los asegurara de don Juan
Alfonso de Alburquerque. Esta declaración, que hubiera debido desconcertar al
privado, no hizo sino empeñarle más en su afán de convencer al rey de la
necesidad de hacer la guerra a unos vasallos que venían como en asonada, hasta
destruirlos y matarlos. La prueba de que obraban ya tibiamente en el ánimo del
monarca los consejos del valido, fue que a pesar de todo su ahínco por llevar
aquello a trance de rompimiento, cruzáronse tales
mensajes entre don Pedro y sus hermanos, todos ya y cada cual con su hueste en
los campos de Cigales, que al fin, dado seguro por el
rey a los hijos de doña Leonor, se vio a estos acercarse a don Pedro desarmados
de sus lorigas, besarle la mano, y entrar todos juntos a conferenciar en una
ermita que allí había
De mal
humor debió presenciar esto Alburquerque, y de peor talante sin duda los vio
salir y encaminarse unidos don Pedro y sus hermanos en dirección de Valladolid.
Sin embargo disimuló, y aquella noche los sentó a cenar a su mesa. La condición
con que fueron don Enrique y don Tello recibidos en la merced del rey, fue la
de entregarle las fortalezas que tenían y darle en rehenes sus principales
caballeros.
Terminado
este incidente, se procedió a celebrar las reales nupcias en la iglesia de
Santa María la Nueva de Valladolid con suntuosa ceremonia y espléndido aparato.
El rey y la reina iban vestidos de paños de oro forrados de armiños, y
cabalgaban en caballos blancos; era padrino del rey don Juan Alfonso de
Alburquerque, y madrina la reina que lo había sido de Aragón, doña Leonor,
hermana de Alfonso XI.: llevaba don Enrique de la rienda el palafrén de doña
Blanca, el infante don Fernando de Aragón el de la reina madre doña María, don
Juan de Aragón el de doña Leonor su madre, e iban además en la regia comitiva
don Tello hermano de don Enrique, don Fernando de Castro, don Juan de la Cerda,
don Pedro de Haro, el maestre de Calatrava don Juan Núñez de Prado, y otros
ilustres próceres y grandes del reino. A la bendición nupcial (3 de junio,
1353), siguieron las justas y torneos, y otros juegos y regocijos públicos.
Parecía que todo respiraba fraternidad y concordia, y que todo anunciaba días risueños
de tranquilidad y de ventura para Castilla. Nada, sin embargo, estaba tan cerca
como el triste desengaño de esta bella esperanza.
Sólo
dos días habían trascurrido cuando se esparció por Valladolid la voz de que el
rey pensaba ir a reunirse con doña María de Padilla. A la hora de comer
entraron en su palacio y cámara las dos reinas viudas de Castilla y de Aragón,
y con lágrimas en los ojos expusieron a don Pedro que sabedoras de su funesta
resolución le rogaban cuan encarecidamente podían que no hiciese una cosa que
sería tan en deshonra suya como en escándalo y detrimento de su reino. Mostróse el rey maravillado de que diesen crédito a tales
rumores, y las despidió asegurando y protestando que ni tal cosa había pensado
ni tenía voluntad de hacerla. Apenas tendrían tiempo las dos reinas para llegar
a sus posadas, cuando ya don Pedro cabalgaba por las afueras de Valladolid
acompañado de don Diego García de Padilla, hermano de doña María, y algunos
pocos oficiales de su palacio. A la segunda jornada se hallaban ya reunidos don
Pedro y doña María de Padilla en la Puebla de Montalván, a donde la había
avisado se trasladase desde el castillo de este nombre, donde antes la dejara. Siguiéronle no tardando los dos hermanos bastardos don
Enrique y don Tello, junto con don Juan de la Cerda, y en pos de ellos se
fueron también los dos infantes de Aragón don Fernando y don Juan, dejando sólo
a Alburquerque: síntoma bien claro de que los hijos de doña Leonor de Guzmán se
arrimaban al partido de los Padillas en contra de este privado, y del desvío
del rey hacia su antiguo favorito, con quien no contó para resolución de tanta
trascendencia. Compréndese la honda sensación que
causaría en Valladolid y en toda Castilla la fuga del rey en busca de las
caricias de una amante, abandonando a una esposa a los dos días de casado, el
disgusto en que quedarían las dos reinas burladas con las mentidas seguridades
de su hijo y su sobrino, y la tristeza y luto de la desventurada doña Blanca,
esposa de dos días, y víctima inocente del desvarío de un hombre a quien ni
había pensado ni tenido tiempo de ofender.
Habido
consejo entre las tres reinas y el de Alburquerque, comisionóse a éste para que fuese a ver al rey y probara de persuadirle a que por honra
suya y bien del reino volviese a vivir con su esposa doña Blanca. Salió pues
don Juan Alfonso de Valladolid con muchos caballeros castellanos y sobre mil y
quinientos hombres armados camino de Toledo, donde ya el rey y la Padilla se
hallaban. No lejos de aquella ciudad salió a encontrarle el judío Samuel Leví,
tesorero y confidente del rey, para excitarle de parte del monarca a que
acelerara el viaje, seguro de que hallaría el mismo favor que siempre en su
soberano, y que, pues era superfluo que llevase consigo tanta gente, la despidiera
y mandara volver. Otro segundo mensaje enviado por el rey con el propio objeto
hizo ya sospechoso a Alburquerque tanto empeño de don Pedro porque apresurara
su camino, y con esto y con saber después que el rey había mandado cerrar todas
las puertas de Toledo menos la de Visagra, y que
había dado a personas nuevas todos los oficios de palacio, conoció el objeto
engañoso de aquellos mensajes, comprendió su caída, penetró el lazo que se le
armaba, y en vez de proseguir su camino acordó con el maestre de Calatrava don
Juan Núñez de Prado, que éste se fuese a las tierras de su maestrazgo, y él se
iría a sus castillos de tierra de Alba de Liste, donde se le habrían de reunir
sus gentes, hasta ver el sesgo que aquello tomaba.
De
tanto escándalo y de tan dañoso efecto debió parecer esta conducta de don
Pedro, que los mismos de su nuevo consejo y privanza, los parientes mismos de
la Padilla, señaladamente su tío don Juan de Hinestrosa,
le instaron a que se volviese a Valladolid y a los brazos de su esposa. Hízolo así el rey; y la alegría de las reinas y del pueblo
fue grande al verle volver al camino de la razón. ¡Alegría fugaz! Otros dos
días trascurridos solamente entre el gozo de verle llegar y la amargura de
verle salir para no ver ya jamás a la infeliz doña Blanca. A Olmedo se fue esta
vez, donde pronto se le incorporó la Padilla. Harto claro se vio ya que el
ciego monarca daba de mano a todo miramiento, y que marchaba sin más norte ni
consejo ni guía que su desaforada pasión. El vizconde de Narbona y los caballeros
franceses se tornaron a Francia escandalizados y mustios. La reina doña María
se retiró a Tordesillas, llevándose consigo a su desconsolada nuera. Don Pedro
había soltado el freno a sus antojos, y ya no hay que esperar ni enmienda en el
rey ni sosiego y ventura en el reino.
No
buscó al pronto venganza, como era de recelar, el de Alburquerque. Antes
entrando en negociaciones y pleitesías con el rey, conviniéronse,
mediante haber dado don Juan Alfonso en rehenes sus dos hijos, el uno legítimo,
don Martín Gil, y el otro bastardo, en que el de Alburquerque no movería guerra
desde sus fortalezas ni inquietaría a su soberano, y en que éste tampoco le
molestaría en el goce de sus posesiones, bien permaneciese en Castilla, bien
prefiriese vivir en Portugal. Peor suerte cupo a varios caballeros de don Juan
Alfonso, que con igual misión pasaban confiadamente a Olmedo. Gracias a doña
María de Padilla, que obraba más como reina prudente y generosa que como dama y
manceba del rey, el uno fue sacado de la prisión en que había sido puesto, los
otros se libraron de la muerte por aviso confidencial que recibieron de doña
María, pero no dejaron de sufrir una persecución vivísima por el rey hasta
tener que refugiarse en Portugal. Allí se internó también don Juan Alfonso, no
fiando ya en la palabra del monarca, y desesperanzado de poder vivir tranquilo
en Castilla.
Los
hermanos bastardos del rey, los hijos de doña Leonor de Guzmán, eran los que
gozaban entonces de más seguridad, y aún se veían hasta cierto punto halagados,
porque entraba en el plan de los Padillas tenerlos contentos y devotos hasta
acabar de destruir a Alburquerque. Así el maestre de Santiago don Fadrique fue
muy bien recibido por el rey en Cúllar, y hallándose
el monarca en Segovia concertó las bodas de su hermano don Tello con doña Juana
de Lara, una de las hijas que quedaron de don Juan Núñez. disponiendo que fuese
a tomar el señorío de Vizcaya. Pero al propio tiempo daba orden para que la
infeliz reina doña Blanca fuese trasladada a Arévalo en calidad de presa bajo
la guarda y vigilancia de escogidos oficiales de su palacio, con la prevención
de que a la reina doña María su madre no la permitiesen verla que ya hasta de
su misma madre desconfiaba el monarca desatentado. Y partiendo de Segovia a
Sevilla, acabó de distribuir allí los oficios de palacio y del reino, entiéndese que recayendo todos en los parientes y amigos de
doña María de Padilla. Así Diego García de Padilla, su hermano, tenía el cargo
de su cámara; a otro hermano bastardo, Juan García de Villagera,
le dio la encomienda mayor de Castilla; repartiendo los demás oficios entre don
Juan Fernández de Hinestrosa, tío de doña María, don
Juan de la Cerda, don Álvar García de Albornoz, don
Fernán Pérez Portocarrero, y otros de los que pasaban por más enemigos de
Alburquerque, no quedando con empleo ninguna de las hechuras de este antiguo
valido. Pasaba esto en los últimos meses de 1353.
Se
inauguró el siguiente con una persecución que tuvo un horrible remate. Fue el
blanco de ella aquel maestre de Calatrava don Juan Núñez de Prado, a quien
vimos retroceder del camino de Toledo con Alburquerque, receloso de la actitud
del rey en aquella ciudad. Codiciaba aquel pingüe maestrazgo el hermano de la
Padilla don Diego, no satisfecho con ser camarero mayor. A una invitación del
rey vínose edon Juan Núñez
de las fronteras de Aragón a su villa de Almagro. Hacia allá marchó el rey,
enviando delante con gente armada a don Juan de la Cerda. No faltó quien
aconsejara al gran maestre que peleara con la hueste del rey, pero él lo
repugnó, y confiando en el seguro del monarca prefirió ponerse en sus manos. Le
dio el rey por preso, y el maestrazgo de Calatrava fue conferido a don Diego de
Padilla. Dueño el nuevo maestre de la persona de su antecesor, encerróle en el alcázar de Maqueda,
donde a los pocos días terminó su existencia a manos de un verdugo. Dicen que
fue don Diego de Padilla, no el rey, quien le mandó matar, pero el que ordenó
la terrible ejecución no cayó por eso de la gracia del monarca. Añádese que el Núñez de Prado había a su vez depuesto
injustamente del maestrazgo a su predecesor; pero la expiación de la injusticia
del uno no creemos santifique el crimen del otro. Ya se ve señalado el camino
por donde se precipitaba el rey don Pedro.
Creyó
llegado ya el caso de poder atacar abiertamente las posesiones de don Juan
Alfonso de Alburquerque, a pesar de la reciente promesa de seguridad, y le tomó
la villa de Medellín, cuyo castillo hizo demoler. Púsose luego sobre la de Alburquerque, donde halló más resistencia, y hubo de
retirarse dejando por fronteros de esta plaza a sus dos hermanos bastardos don
Enrique y don Fadrique; y pareciéndole que por otro medio podía apoderarse más
pronto de su antiguo valido, envió dos mensajeros a su abuelo el rey don
Alfonso de Portugal, pidiendo les fuera entregada en su nombre la persona de
Alburquerque para que fuese a Castilla a dar cuenta de su administración
pasada. Llegaron estos mensajeros a Evora en ocasión
que el rey de Portugal celebraba las bodas de su nieta doña María con el
infante de Aragón don Fernando. En contra de la acusación que parecía envolver
el mensaje y pretensión de los enviados de don Pedro, pronunció el de
Alburquerque ante el rey de Portugal un discurso tan enérgico y nutrido de buenas
razones en defensa de su administración en Castilla, de su desinterés y pureza,
de sus servicios al rey don Pedro, respondiendo de reintegrar con sus bienes
cualquier malversación que acaso alguno de los empleados por él pudiera haber
hecho, y retando con aire de confianza al que lo contrario se atreviese a dar o
sustentar, que el monarca portugués acabó por dar la razón a Alburquerque, y tornáronse los mensajeros a Castilla sin lograr su objeto.
Los
hijos de doña Leonor de Guzmán, don Enrique y don Fadrique, que por política y
no por devoción defendían entonces la causa del rey don Pedro, acordaron dar ya
distinto rumbo a sus designios, y secretamente, por mediación de un fraile
franciscano, fray Diego López, confesor de don Enrique conde de Trastámara, fueron a buscar por aliado cuando estaba caído
al mismo a quien habían hecho guerra cuando era poderoso, a don Juan Alfonso de
Alburquerque. Cuando aguija a muchos un mismo deseo de vengarse de otro, suelen
los hombres unirse entre sí, siquiera sea momentáneamente, olvidando o
aparentando olvidar que antes han sido enemigos. Esto fue lo que aconteció a
Alburquerque, oyendo con beneplácito la proposición del fraile mensajero. La
liga entre Alburquerque y los hijos de la Guzmán quedó concertada, y su primer acto
ostensible fue prender al hermano de la Padilla Juan García, comendador mayor
de Castilla, que con los hermanos bastardos se hallaba de frontero contra las
fortalezas de Alburquerque. Pero evadióse aquel de la
prisión, y fue a informar al rey de la conspiración que contra él había.
Pensaron los nuevos aliados en proclamar al infante don Pedro de Portugal, y hubiéranlo hecho a no estorbarlo con energía su padre don
Alfonso.
Oportuna
ocasión habían escogido los de la liga, puesto que el rey don Pedro con nuevos
y más locos devaneos andaba entonces escandalizando, y fomentando la
animadversión de sus súbditos. Había puesto el rey sus lascivos ojos en una
hermosa y joven viuda, que lo era de don Diego de Haro, del linaje de los
señores de Vizcaya, llamada doña Juana de Castro. No escrupulizó el desatentado
monarca, ya que con otros halagos no logró sin duda seducirla, en, solicitarla
para esposa. Expúsole la prudente dama la
imposibilidad de ser llevada lícitamente a un tálamo a que en ley y en
conciencia nadie sino la reina doña Blanca tenía derecho. La dificultad hubiera
sido invencible para todo otro que encontrara reparos tratando de saciar su
apetito; pero don Pedro salió de ella asegurando que no era casado, puesto que
había sido nulo su matrimonio con doña Blanca. Quedaba la dificultad de
acreditar la nulidad de tan público enlace, y también la venció don Pedro,
hallando dos prelados, el de Ávila y el de Salamanca, o tan débiles o tan
aduladores, que dándose por convencidos de las razones que el rey alegó,
pronunciaron sentencia del nulidad declarando que podía casarse con quien le
pluguiese. A pesar de todo, un caballero de Galicia, pariente de doña Juana,
llamado don Enrique Enríquez, que andaba en este negocio de matrimonio, pidióle por prenda de seguridad que le entregase en rehenes
el alcázar de Jaén y los castillos de Castrojeriz y
Dueñas. Pequeño sacrificio era éste para quien se proponía satisfacer un deseo
y llevaba vencidos obstáculos mayores, y los castillos fueron entregados. La
joven doña Juana, no sabemos si del todo cándida, si tal vez con miras menos
disculpables, accedió a entregarse al rey en calidad de esposa, y las bodas se
celebraron públicamente en Cuéllar. Si doña Blanca de Borbón había sido esposa
de dos días, doña Juana de Castro lo fue de una noche. En el mismo día de las
bodas recibió el rey la nueva de la confederación de sus hermanos y
Alburquerque, y al día siguiente partió de Cuéllar a Castrojeriz,
donde se hallaba la Padilla, sin que jamás volviese a ver a doña Juana de Castro,
a quien sin embargo dio para su mantenimiento la villa de Dueñas. Por lo que
hace a las fortalezas entregadas a don Enrique Enríquez, quitóselas tan pronto como llegó a Castrojeriz: con tal manera
de cumplir compromisos bien podían hacerse bodas y empeñarse rehenes.
Para
contrarrestar la liga de los bastardos y de Alburquerque llamó don Pedro a sus
primos los infantes de Aragón, y casó a don Juan con doña Isabel de Lara, hija
segunda del difunto don Juan Núñez, con ánimo de darles el señorío de Vizcaya,
de que pensaba despojar a don Tello, suponiendo que éste no tardaría en ligarse
con sus hermanos. Con esto, dejando en Castrojeriz a
doña María de Padilla, que al poco tiempo dio a luz otra niña que se llamó doña
Constanza, encaminóse el rey para Toro. Mas su
proceder con doña Juana de Castro proporcionó, a los de la liga la adquisición
de un nuevo aliado que vino a darles gran refuerzo y ayuda. Fue este don
Fernando de Castro, poderoso señor de Galicia y hermano de doña Juana, que poco
afecto ya al rey por piques anteriores se declaró ahora vengador de la afrenta
de su hermana, y se confederó con los enemigos del que acababa de escarnecer a
su familia. Encendióse pues la guerra en Castilla,
León, Asturias y Extremadura, entre los hijos de doña Leonor, Alburquerque y
don Fernando de Castro de una parte, y el rey y los infantes de Aragón sus
primos de la otra. Tomábanse mutuamente fortalezas y
castillos, y los magnates se arrimaban al partido de que esperaban más medro.
Dispuso el rey que la desventurada doña Blanca fuese para mayor seguridad
trasladada a Toledo y recluida en el alcázar bajo la custodia de don Juan
Fernández de Hinestrosa, el tío de la Padilla. Mas la
juventud, la inocencia, el infortunio de una princesa de tan ilustre linaje
comenzó por excitar la compasión y las simpatías de las damas toledanas, y
acabó por interesar a los caballeros e hidalgos de aquella noble ciudad en
términos que se alzaron casi todos en su defensa, tomáronla bajo su protección, corrió gran peligro la vida de Hinestrosa,
y eso que había sido el más caballeroso de sus guardadores, y partió éste a dar
cuenta al rey de lo que pasaba en la ciudad.
Invitaron
los toledanos al maestre de Santiago don Fadrique a que acudiese en su ayuda,
como lo hizo, llevando consigo setecientos de a caballo, e hizo allí homenaje y
pleitesía a su reina doña Blanca. El ejemplo de Toledo fue imitado por las
ciudades de Córdoba, Jaén, Baeza, Úbeda, Cuenca y Talavera. El rey, que a tal
tiempo se hallaba combatiendo a Segura, del maestrazgo de Santiago, acudió
hacia el punto donde el peligro amenazaba ser mayor, y se vino a Tordehumos, no olvidándose de conferir antes el maestrazgo
de Santiago a don Juan García de Villagera, hermano
de la Padilla; que no desperdiciaba ocasión de acumular en la dichosa familia
de su dama las más altas y pingües dignidades del reino. Lo que en otro tiempo
había practicado su padre Alfonso XI. con la familia de la Guzmán, lo
reproducía su hijo con la familia de la Padilla. Desdichada era de la monarquía
castellana.
Nublábase de día
en día, hasta amenazar apagarse la estrella que alumbraba a don Pedro.
Hallándose en Tordehumos, despidiéronsele los infantes de Aragón, arrastrando consigo a la reina doña Leonor de Aragón su
madre, y a la flor de los caballeros de Castilla, que habían seguido hasta
entonces la parte del rey, y fueronse todos a Cuenca
de Tamariz. Natural era que tan pronto como esta defección llegase a noticia de
los coligados, se regocijaran estos y trataran de hablar y entenderse con los
disidentes de Cuenca, e hiciéronlo así; de forma que
llegaron a reunirse y confederarse los infantes de Aragón, doña Leonor su
madre, don Enrique de Trastámara, don Tello su
hermano que también fue a incorporárseles, don Juan Alfonso de Alburquerque,
don Fernando de Castro, y multitud de otros nobles y caballeros de Castilla. Quedábale apenas a don Pedro una hueste de seiscientos
hombres, con la cual y con la reina doña María su madre y con doña María de
Padilla se acogió a Tordesillas. No tardó en ver ocupados todos los pueblos de
la circunferencia por las tropas de la gran confederación. Lo que pedían
entonces así los de la liga como las ciudades sublevadas era, que hiciese vida
con doña Blanca su esposa tratándola como reina, que apartase de su lado y
privanza y del regimiento del reino a los parientes de la Padilla, y que a ésta
la pusiesen en alguna orden del reino de Francia o del de Aragón. Por acuerdo
de todos los de la liga pasó la reina doña Leonor a Tordesillas a exponer de
palabra al rey su sobrino estas proposiciones, asegurándole que de otorgarlas y
cumplirlas todos se darían por pagados y contentos y volverían a su obediencia
y se pondrían a su merced.
Con
loca tenacidad se negó el rey a todo; y sin ablandarle las prudentes
reflexiones de la reina su tía, ni intimidarle la imponente actitud de los
confederados, ni arredrarle el aislamiento en que se iba viendo, ni amansarle
las enérgicas exhortaciones y mandamientos del pontífice, manifestó que por
nada del mundo dejaría la Padilla, y ciego de amor hasta el delirio y animoso
hasta la temeridad resolvió hacer rostro a todo y luchar a brazo partido con
todas las contrariedades. Volvióse la desdeñada reina
con aquella respuesta al campo de los confederados, los cuales después de haber
amagado a Valladolid y Salamanca entraron por fuerza en Medina del Campo, que
estaba por el rey. Allí murió a los pocos días don Juan Alfonso de
Alburquerque. Aunque entonces se susurrara, y en algunas crónicas se lea que el
rey hizo dar yerbas a su antiguo valido por medio de un médico italiano que le
asistía, como no hallemos esta especie bastante justificada, queremos
complacernos en creer que la muerte fuese natural. Lo que hay de cierto y de
singular es, que llevando aquel magnate su pasión de venganza hasta más allá de
la tumba, dejó ordenado que no se enterrase su cadáver hasta que acabase la
demanda en que se había metido. En su virtud el féretro de Alburquerque era
llevado siempre en la hueste, como si gozara en capitanearla después de muerto,
y en los consejos que celebraban los confederados llevaba su voz y hablaba por
él su mayordomo mayor Ruy Díaz Cabeza de Vaca. «¡Espectáculo peregrino, exclama
aquí con razón un ilustrado escritor de nuestros días, y testimonio auténtico
de rencorosa barbarie, el de una confederación capitaneada por un muerto!» Juntóse en Medina con los coligados el maestre don Fadrique
con seiscientos de a caballo, y con mucho dinero del que en Toledo había
hallado en las casas de Samuel Levi, tesorero del rey, y del que la reina doña
Blanca había podido recoger. La hueste que entre todos reunían en Medina era de
siete mil caballos y correspondiente número de peones.
Aunque
imponente y numerosa esta liga, veíase a sus
caudillos obrar con más detenimiento y cordura que lo que era de esperar de
gente tumultuada y poderosa, y no parecía que intentasen llevar la discordia a
términos de enlutar al país con escenas de sangre. Prueba de ello dieron cuando
después del desengaño de Tordesillas todavía enviaron mensajeros a Toro, donde
se había trasladado el rey y se hallaba antes que él la reina madre, para
acordar con el monarca el medio de poner algún sosiego en el reino. Las
peticiones de los coligados no eran otras que las que en su nombre le había
hecho antes la reina doña Leonor. Quiso el rey tomarse tiempo para deliberar, y
como manifestase deseos de conferenciar con los principales de la liga, conviniéronse unos y otros en tener unas vistas en un
pueblo nombrado Tejadillo, entre Toro y Morales. Presentáronse allí hasta cincuenta caballeros de cada parte, armados de lorigas y espadas;
nadie llevaba lanza sino el rey y el infante don Fernando. En aquella especie
de asamblea armada habló primeramente por el rey su repostero mayor don Gutierre Fernández de Toledo, manifestando maravillarse de
que tan a enojo llevaran los coligados el que el rey dispensara su confianza a
los parientes de la Padilla, siendo costumbre de los reyes tener por privados y
hacer mercedes a quien bien quisiesen; pero que el rey tenía voluntad de
honrarlos también a ellos, y les daría los grandes oficios que hubiese en su
casa y estado, y en cuanto a la reina doña Blanca enviaría por ella y la
honraría como a reina y como a esposa. Habló seguidamente por los confederados
don Fernán Pérez de Ayala, y en un grave y comedido discurso expresó el disgusto
y pesar con que sus vasallos habían visto el desamparo en que dejó a doña
Blanca, a quien todos habían recibido por reina, lo cual creían habría hecho
por consejo de los parientes de doña María de Padilla; la satisfacción con que
la verían volver a su gracia y compañía; la desconfianza y temor que a todos
había infundido la persecución y suplicio del maestre de Calatrava Núñez de
Prado y el despojo de las tierras de Alburquerque después de dar en rehenes dos
hijos; que si todo esto se enmendase, volverían gustosos al servicio de su rey
y señor; y pues eran cosas no para tratadas y resueltas con precipitación,
podrían nombrarse cuatro caballeros de cada parte que hablasen y conferenciasen
y acordasen el medio de dar feliz cima a este negocio. Aprobaron todos el
pensamiento, quedó el rey en que nombraría sus cuatro caballeros, y despidiéronse para sus respectivos lugares, besando al rey
la mano.
No
podía darse ni más comedimiento en las palabras, ni más cordura y prudencia de
parte de unos hombres que contaban quintuplicadas fuerzas que el rey. Llamámoslo comedimiento y prudencia, atendido lo que suele
ser gente alzada en rebelión y que se siente fuerte para vencer. Pero el rey no
se cuidó ni de enviar ni de nombrar sus cuatro caballeros; procuró por el
contrario sembrar la discordia entre los confederados, y en lo que más pensó
fue en salir de Toro y en pasar a Ureña en busca, como ciego amante, de las
caricias de doña María de Padilla, que allí se hallaba. ¡Bella manera de venir
a acomodamiento y entrar por la senda que le marcaba el clamor popular! Viose entonces una singularidad monstruosa. Su misma madre
la reina doña María avisó a los coligados de la salida de su hijo, y los instó
a que se fuesen a Toro, donde ella los esperaba para concertar la manera de reducir
al rey. Los de la liga, que iban camino de Zamora, siempre llevando consigo el
ataúd de Alburquerque, oyeron con placer la excitación de la reina madre, y
enderezaron sus pasos a Toro, cuyas puertas hallaron francas, según ésta les
había ofrecido. Juntos allí todos, y en tan extraña y escandalosa amalgama como
era la de la madre de don Pedro y los hijos de la Guzmán, la que había mandado
matar a doña Leonor y los padrones vivos de su antigua afrenta, acordaron
enviar un mensaje al rey invitándole a que volviese a Toro para ordenar allí
las cosas del modo que mejor cumpliese a su servicio. Don Pedro hizo la
humillación de ir, los parientes de la Padilla la cobardía de no querer
acompañarle por miedo, y de entre sus privados sólo le dieron compañía don
Fernán Sánchez su canciller, el judío Samuel Leví, su tesorero mayor, y don
Juan Fernández de Hinestrosa, tío de la Padilla,
honrado y pundonoroso caballero, el primero que aconsejó al rey que se aviniese
con las reinas viudas y con los de la liga, y que ni por él ni por sus sobrinos
pusiese en aventura y en peligro el reino.
La ida
del rey a Toro equivalía a darse por vencido y a entregarse a discreción de los
de la liga, que no tardaron en obrar como triunfadores, por más que salieran a
recibirle con apariencias de respeto y le besaran la mano con mentido ademan de
vasallos humildes. Su tía la reina doña Leonor fue la primera que bajo las
bóvedas del convento de Santo Domingo se atrevió a reconvenirle por sus
extravíos, de los cuales no tanto le culpaba a él atendida su edad y su
inexperiencia, cuanto a sus privados y consejeros, añadiendo que era menester
fuesen desde luego reemplazados por otros más honrados y más celosos
guardadores de su servicio y de su honra. Y cuando el rey comenzaba a
disculparlos, se procedió a prender a presencia suya y de las reinas a Hinestrosa, al judío Samuel y a Fernán Sánchez, poniéndolos
bajo la guarda del infante don Fernando y de don Tello. Condújose al real cautivo, que cautivo era ya más que rey, a las casas del obispo de
Zamora, y la manera que tuvieron los confederados de ordenar las cosas al mejor
servicio del monarca fue distribuirse entre si todos los empleos y oficios del
palacio y del reino, apoderarse de los sellos, y obrar como soberanos. Hasta
como solemnidad del triunfo pudo mirarse la boda que entonces se celebró de don
Fernando de Castro con doña Juana, hermana bastarda del rey, como hija también
de Alfonso XI. y de la Guzmán. Y como ya se daba por fenecida la demanda y por
cumplido el deseo y el testamento de Alburquerque, tratóse de dar sepultura a su cadáver, lo cual se verificó en el célebre monasterio de
Espina.
Vigilado
de cerca el rey por el maestre don Fadrique, que se había nombrado su camarero
mayor, y privado de hablar con determinadas personas, bien comprendió que su
estado era una prisión no muy disfrazada. Quejóse de
ello, y diósele más ensanche, y permitíasele salir a caza todos los días a caballo. Los de la liga no acertaron a ser ni
bastante generosos con el monarca si se proponían ganar su amistad, ni bastante
rigorosos si habían de mirarle como enemigo. Por otra parte no leemos en las
crónicas que se volviese a tratar de la rehabilitación de la reina doña Blanca,
que se había proclamado como causa y fin principal de la sublevación. Conócese que no había entre los coligados un pensamiento
noble, grande y digno, y que habiendo entre ellos reinas, hijos de reyes y
príncipes de la sangre, limitaban sus aspiraciones a derrocar de la privanza
una familia y a reemplazarla en los empleos de influencia y de lucro. O el rey
conoció bien este flaco de sus rivales, u obró por lo menos como si le
conociera, y negociando en secreto con los que veía o suponía más propensos a
mudar de partido, con los infantes de Aragón sus primos, con Ruiz de Villegas,
Juan de la Cerda, Pérez Sarmiento y otros, ofreciéndoles los empleos o las
villas y lugares que más parecía apetecer cada uno, púsolos de su parte: siendo de notar que hasta la reina doña Leonor, alma que había
sido de la liga, desertara de ella por obtener la villa de Roa de que le hacía
merced su sobrino. No dudamos que en esta mudanza se mezclaría algo de
resentimiento o rivalidad con los bastardos y sus adeptos, más aún así no descubrimos miras elevadas en ninguno de los
actores de este drama vergonzoso. Hecho esto, salió una mañana de Toro el rey
don Pedro como de caza, según costumbre, acompañado del judío Samuel, que a
fuerza de oro había cambiado la prisión en fianza, y aprovechando la densa
niebla que cubría la atmósfera se fueron deslizando camino de Segovia hasta no
ser vistos, y apretando luego los hijares a sus
caballos no pararon hasta aquella ciudad, dejando burlados y absortos a la
reina madre y a los bastardos, más sin sorpresa de doña Leonor y de los
infantes sus hijos que estaban en el secreto. Desde Segovia envió a pedir los
sellos, diciendo que de no enviárselos no le faltaba ni plata ni fierro con que
hacer otros, y los de Toro se los enviaron con docilidad admirable.
Era
esto en fines de 1354, y a principios de 1355 ya se hallaban incorporados con
el rey en Segovia doña Leonor y los infantes de Aragón y sus hijos, juntamente
con los demás que en Toro habían recibido la promesa de ser heredados.
Desmembrada así la liga, y como Castilla na había visto resultados de ella de
que se pudiese felicitar, engrosábase cada día el
partido del rey, al compás que menguaba el de la reina madre y los bastardos. Disemináronse los mismos que habían quedado en Toro para
mejor defender cada cual su señorío: así don Fadrique se fue a Talavera, que
estaba por él, y donde tenía su gente, don Tello a su señorío de Vizcaya, y don
Fernando de Castro a sus tierras de Galicia, quedando solos en Toro la madre
del rey don Pedro, y el primogénito de los bastardos don Enrique; extraña
asociación por cierto. El tío de la Padilla, Juan Fernández de Hinestrosa, uno de los encarcelados en Toro, obtuvo
libertad de la reina doña María, con palabra que dio de trabajar con el rey
para que se viniese a un acuerdo y dejando cuatro caballeros en rehenes. Los
esfuerzos del buen Hinestrosa fueron inútiles, y doña
María dio suelta a los cuatro caballeros, esperando templar con este acto las
iras del rey, pero se engañó.
Don
Pedro desde Segovia partió con los infantes de Aragón para Burgos, donde
celebró cortes y. pidió subsidios, no para sosegar el reino por vías de
conciliación, sino para hacer cruda guerra a los que se mantenían alzados.
Comenzando pues su excursión bélica por Medina del Campo, el primer desahogo de
su cólera fue hacer matar A la hora de siesta en su propio palacio a Pedro Ruiz
de Villegas y a Sancho Ruiz de Rojas, que no negamos habían sido de la liga y
del partido de los bastardos, pero a los cuales acababa de agraciar en Toro, al
uno con el adelantamiento mayor de Castilla, al otro con la merindad fío
Burgos. Con esto acreditó el monarca que no iba con él el sistema de perdón por
lo pasado. Así no es maravilla que cuando se aproximó a Toro, su misma madre le
temiera y le cerrara las puertas de la ciudad. En esta comarca recibió aviso de
que don Enrique su hermano había salido de Toro y se dirigía a Talavera a
reunirse con don Fadrique. Apresuróse el rey a
ordenar a los de tierra de Ávila que le atacasen en las fragosidades del puerto
del Pico por donde tenía que pasar. Hiciéronlo así
los vecinos de Colmenar, y acometiendo en emboscada la hueste de don Enrique al
paso de aquellos desfiladeros le mataron muchos hidalgos de cuenta y le
persiguieron hasta el llano y casi hasta las puertas de Talavera. Reunido el de Trastámara con su hermano, revolvió con lucida hueste
rebosando venganza sobre Colmenar, atacó el pueblo, le quemó, hizo acuchillar
gran parte de sus moradores, y volvióse para
Talavera. Las disidencias que algunos meses antes parecía iban a resolverse por
parlamentos, habían degenerado ya en guerra mortífera y sangrienta.
Puestas
tenía el rey sus miras en la fuerte ciudad de Toledo, que guardaba en depósito
a la sin ventura doña Blanca de Borbón, y allá enderezó sus pasos con todas sus
haces. Hallábase ya en Torrijos, cuando sabedores de ello los hermanos don
Enrique y don Fadrique se movieron apresuradamente de Talavera, en socorro,
decían, de los toledanos y de la legitima reina de Castilla. Disgusto y
sorpresa grande recibieron los que iban como libertadores cuando habiendo
llegado al puente de San Martín de Toledo, supieron de boca de algunos
caballeros toledanos que andaban los de la ciudad en tratos de avenencia con el
rey, y por lo tanto aunque les agradecían su venida no era conveniente
acogerlos a ellos en la ciudad hasta obtener respuesta del rey, a fin de que no
se malograsen y rompiesen aquellos tratos. A pesar de esto algunos partidarios
ardientes de los bastardos les facilitaron la entrada por otra puerta; entrada
fatal para los judíos de aquella ciudad, puesto que desfogando en ellos su saña
las compañías de don Enrique mataron hasta mil doscientos entre hombres y
mujeres, grandes y niños, y eso que no pudieron penetrar en la judería mayor,
aunque la cercaron y atacaron. Pero el espíritu de la población, por esas
mudanzas que acontecen en las revoluciones, era ya adverso a los hijos de la
Guzmán, y otros toledanos enviaron cartas de llamamiento al rey, el cual se
presentó al día siguiente, y quemando la puerta que los bastardos defendían, y
ayudado eficazmente por muchos toledanos, fue recibido en la murada ciudad,
teniendo por prudente don Enrique y don Fadrique no dar lugar a más pelea, y
salir como fugitivos por la opuesta puerta de Alcántara, por donde dos días antes
habían entrado (mayo 1355).
Cruel
se mostró don Pedro de Castilla en Toledo, y engañáronse los toledanos que esperaban hallarle indulgente. Sin querer ver a la reina doña
Blanca, mandó inmediatamente a Hinestrosa que tomara
tales medidas que no pudiera salir del alcázar. A los cuatro días era llevada
la reina de Castilla a la fortaleza de Sigüenza bajo la custodia de dos guardas
de la confianza del rey. Preso también el obispo de Sigüenza, natural de Toledo
y del partido de don Enrique, fue luego trasportado con otros caballeros a
Aguilar de Campó. Destinóse a otros por prisión el
castillo de Mora. La cuchilla de la venganza cortó los cuellos de muchos
ilustres toledanos. Veinte y dos hombres buenos del común fueron además
decapitados en un día. Entre los vencidos destinados al suplicio lo era un
platero octogenario, que tenía un hijo que frisaba apenas en los diez y ocho.
Este joven, lleno de amor filial, se presentó al rey ofreciendo su cuello a la
muerte, con tal que sirviera su sacrificio a salvar la nevada cabeza de su
padre. El rey con duras entrañas aceptó la nueva víctima, y consintió que la
cabeza del generoso joven cayera separada del cuerpo, y regara la tierra con
sangre preciosa y pura. «Pluguiera a todos, dice con admirable comedimiento el
cronista a quien se atreven algunos a tachar de parcial, que el rey mandara que
no matasen a ninguno de ellos, ni al padre, ni al hijo.» Mas lo que pluguiera a
todos no le plugo al rey don Pedro de Castilla.
Desde
Toledo fue el rey a Cuenca, otra de las ciudades sublevadas, donde se hallaba
otro de los hijos de Alfonso XI. y de la Guzmán, llamado don Sancho, de quien
no hemos tenido ocasión de hablar hasta ahora. No pudiendo tomar aquella
ciudad, pactó treguas con los sublevados, y se dirigió por Segovia y
Tordesillas a Toro, donde habían acudido ya don Enrique y don Fadrique llamados
por la reina madre. No era fácil apoderarse de Toro mientras estuviera tan bien
guardada: por lo mismo, y en tanto que hallaba ocasión, tuvo que limitarse don
Pedro por muchos meses a provocar escaramuzas y correr la comarca haciendo
algunas excursiones hacia Rueda, Valderas y otras
villas de Tierra de Campos que seguían la voz de don Enrique, de las cuales
unas tomaba, y resistíanle otras, haciendo prisiones
y castigos allí donde lograba vencer. Peleábase al
propio tiempo en otras partes entre los dos bandos; que la guerra civil se
propagaba a las regiones de Galicia, Vizcaya y Extremadura, y entre las
personas notables que en estos encuentros perecían lo fue don Juan García de Villagera, hermano de la Padilla, a quien el rey había
hecho maestre de Santiago. Y como testimonio de la constancia amorosa del rey,
menciona la Crónica, que en este tiempo le nació en Tordesillas otra hija de
doña María de Padilla, que dijeron doña Isabel.
Noticioso
al fin de que don Enrique, que huía siempre de verse cercado por su hermano,
había salido de Toro y se dirigió a Galicia a incorporarse con su cuñado don
Fernando de Castro, resolvió don Pedro aproximarse con su hueste a la ciudad
por la parte de las huertas sobre el puente del Duero. Allí vino a hablarle un
legado pontificio, enviado para ver de poner remedio a los disturbios de
Castilla. Pidió al rey la libertad del obispo de Sigüenza, y el rey se la
otorgó. Rogóle luego por la de doña Blanca su esposa,
y en esto quedó el nuncio del papa desairado. Intercedió por que viniese a
concordia con su madre y hermanos, y sus repetidas y enérgicas instancias no
arrancaron sino negativas a don Pedro. Este siguió combatiendo con ingenios y
bastidas el puente y le tomó, no sin que costara a don Diego García de Padilla
la pérdida de un brazo.
A la
orilla del río bajó un día el defensor de Toro don Fadrique (comenzaba el año
1351), acompañado de otros seis entre caballeros y escuderos. Viole desde el
otro lado, y a distancia de poderse hablar, el honrado caballero don Juan
Fernández de Hinestrosa, tío de la Padilla y camarero
mayor del rey. Con mucho encarecimiento, y hasta con ternura (que era así la
índole de Hinestrosa), aconsejó y requirió a don
Fadrique que se fuese al servicio del monarca, porque de otro modo estaba muy
en peligro su persona. Como manifestase don Fadrique los inconvenientes que el
caso ofrecía, y la desconfianza que tenía del rey su hermano, “Maestre y señor, le volvió a decir Hinestrosa, sed
cierto que si non venides luego para la su merced del
Rey mi señor vuestro hermano, que aquí está, que estades en peligro de muerte. E non vos puedo más apercibir; e séanme testigos todos
los que me oyen. —Y bien, Juan
Fernández, replicaba el maestre,
¿cómo me aconsejáis de ir a la merced del rey sin ser seguro de ella?” El
rey que lo oía todo de la otra parte del Duero, Hermano Maestre, le dijo, Juan
Fernández vos aconseja bien; e vos venid para mi merced, que yo vos perdono, e
vos aseguro a vos e a esos caballeros e escuderos que están con vos.» Don
Fadrique y los de su compañía pasaron el río, y besaron las manos al rey. «Muertos somos, que el Maestre de Santiago se
ha ido con el Rey, y nos hemos quedado desamparados:» fue el grito unánime
que se oyó resonar en la altura de Toro que domina el río y entre las muchas
gentes que desde allí presenciaban aquella escena sin percibir lo que se
hablaba; y corrieron a tomar las armas y a prepararse a una desesperada defensa.
El honrado Hinestrosa había obrado como bueno: la
noche de aquel día había de entrar el rey con su hueste en Toro, y había de
entrar de seguro. Porque un vecino de la villa (Garci Alfonso Trigueros se llamaba) había secretamente pactado con el rey abrirle una
de sus puertas, y tomado sus medidas con tal cautela y seguridad, que el golpe
se contaba como infalible, y así se realizó. Aquella noche a la hora acordada
se presentó el rey con su gente a la puerta de Santa Catalina, la puerta estaba
franca, y entró el rey con sus haces en Toro cuando menos lo esperaban sus
moradores (25 de enero, 1356).
La
entrada de don Pedro en Toro señala un periodo fecundo en escenas dramáticas,
tiernas y sublimes algunas, horriblemente trágicas las más. Muchos se ocultaron
donde pudieron, otros se acogieron al alcázar con la reina doña María. Un
honrado navarro avecindado en Castilla, llamado Martín Abarca, tenía en sus
brazos a otro de los hijos de doña Leonor de Guzmán, hermano del rey, joven de
catorce años, nombrado don Juan, que era señor de Ledesma. Le dijo el Abarca al
rey que si le perdonaba se iría para él y le llevaría su hermano don Juan. Le
contestó el rey que perdonaría a su hermano, pero en cuanto a él estuviera
cierto que le matara. «Pues hhaced de mí, señor, como fuese la vuestra merced,»
replicó con resolución el navarro, y con el joven en los brazos se fue al rey.
Don Pedro le perdonó, y se maravillaron y alegraron todos. Con razón se
maravillaron, porque menos afortunada la reina madre, que quiso interceder por
los caballeros de su compañía, no alcanzó de su hijo otra respuesta sino que
ella sería respetada, más en cuanto a los caballeros él sabía lo que tenía que
hacer. A ruegos de algunos de estos, y llevándola dos de los brazos, salió la
reina del alcázar juntamente con la condesa doña Juana de Trastámara,
mujer de don Enrique. Muy confiadamente ostentaba Ruy González de Castañeda,
uno de los caballeros que daban el brazo a la reina, un alvalá o carta de perdón que
tenía del rey. Don Pedro dijo que aquella carta no valía, por ser pasado el
plazo porque había sido dada. No bien había pisado esta ilustre comitiva el
puente del foso, cuando un escudero de don Diego García de Padilla, dando un
golpe de maza en la cabeza a don Pedro Estébanez, maestre de Calatrava, otro de
los que daban el brazo a la reina, le dejó muerto a los pies de doña María. Un
sayón del rey segó con un cuchillo la garganta de Ruy González de Castañeda, y
otros maceros acabaron con los caballeros Martín Alfonso y Alfonso Tellez, salpicando la sangre de estas víctimas los rostros
de la reina doña María y de la condesa doña Juana. Cayeron estas señoras al
suelo sin sentido, y cuando volvieron en sí, todavía se vieron rodeadas de
aquellos sangrientos cadáveres, aunque ya desnudos. A voces maldecía la reina
al hijo que había llevado en su seno, y pedía que la alcanzara a ella la
cuchilla de alguno de aquellos verdugos. Don Pedro la hizo llevar a su palacio,
desde donde a ruegos suyos fue enviada al rey don Alfonso de Portugal su padre,
poro no tan pronto que no pudiese presenciar otros suplicios ejecutados de
orden del rey su hijo en los caballeros de la rebelión de Toro. Allá murió
después (1357) de mala muerte esta reina sin ventura, no sin sospechas de haber
sido envenenada por su mismo padre.
Noticiosos
los de Cuenca de la entrada del rey en Toro y de los rudos suplicios allí
ejecutados, no se atrevieron a permanecer en Castilla, y se metieron en Aragón,
llevándose a don Sancho el hermano del rey. Los caballeros que habían dado
muerte al hermano de la Padilla don Juan de Villagera cobraron también miedo y se refugiaron a Francia. Don Tello su hermano desde
Vizcaya envióle a decir que se vendría para él si le
diese seguro de perdón; otorgósele el rey, el cual
esperaba impaciente la venida de su hermano, más don Tello defraudó sus
esperanzas permaneciendo en su señorío, en lo cual obró muy prudentemente, si,
como dice la crónica, fuese cierto que aguardaba don Pedro su venida para
sacrificarle a un tiempo con los infantes de Aragón y algunos otros caballeros.
El mismo don Enrique conde de Trastámara, jefe y
cabeza de las revueltas, pidió cartas de seguro al rey para partirse a Francia. Dióselas don Pedro, más tomando medidas y despidiendo
órdenes secretas para que le atajaran los pasos, aunque no tan secretas que no
las trasluciera don Enrique, el cual para burlarlas hizo arrebatadamente su
viaje por Asturias y Vizcaya, donde se embarcó para La Rochelle.
Allí se le reunieron varios oíros refugiados de los fugitivos de Castilla. El
rey entretanto, libre de sus principales enemigos, se entretuvo en hacer
torneos en Tordesillas, no por recreo solamente, sino con más torcido designio,
al decir del cronista; y en verdad no mostró llevar en ello buena intención
respecto al maestre don Fadrique, puesto que al salir con él después del torneo
de Tordesillas a Villalpando, ya que otra cosa no pudo hacer, dejó detrás
alguaciles que prendieran y mataran a dos hombres de la servidumbre y confianza
del maestre de Santiago. Así iba el rey don Pedro dejando por todas partes en
pos de sí rastros de sangre.
De
Villalpando se trasladó el rey a Andalucía. En Sevilla mandó armar una galera,
en que quiso darse un día de solaz viendo hacer la pesca del almadraba, y con
este objeto se embarcó y llegó a Sanlúcar de Barrameda, donde las aguas del
Guadalquivir desembocan y se mezclan con las del Océano. Allí ocurrió un
incidente impensado, que fue causa y principio de grandes sucesos, que hizo que
las cosas de Castilla, hasta aquí reducidas a disturbios y guerras interiores,
tomaran diferente rumbo, haciendo partícipes de sus revueltas a reinos y
príncipes extraños. Tomamos de ello ocasión para dividir este complicadísimo
reinado en tres partes, la una que alcanza hasta la primera salida de don
Enrique del reino, la otra hasta su entrada como conquistador, y la tercera
hasta que le veamos escalar las gradas del trono de Castilla sobre el cadáver
ensangrentado de su hermano.
CONTINÚA
EL REINADO DE DON PEDRO DE CASTILLA.
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