CAPÍTULO XIV.
PEDRO IV EL CEREMONIOSO EN ARAGÓN.
De 1335 a 1387.
«Fue la condición del rey don Pedro (dice el juicioso Jerónimo
de Zurita hablando de este monarca), y su naturaleza tan perversa e inclinada
al mal, que en ninguna cosa se señaló tanto, ni puso mayor fuerza, como en
perseguir su propia sangre. El comienzo de su reinado tuvo principio en
desheredar a los infantes don Fernando y don Juan, sus hermanos, y a la reina
doña Leonor, su madre, por una causa ni muy legítima ni tampoco honesta, y
procuró cuanto pudo destruirlos: y cuando aquello no se pudo acabar por irle a
la mano el rey de Castilla, que tomó a su cargo la defensa de la reina su
hermana, y de sus sobrinos, y de sus estados, revolvió de tal manera contra el
rey de Mallorca, que no paró, con serle tan deudo y su cuñado, hasta que aquel
príncipe se perdió; y él incorporó el reino de Mallorca, y los condados de
Rosellón y Cerdaña en su corona. Apenas había acabado de echar de Rosellón el
rey de Mallorca, y ya trataba como pudiese volver a su antigua contienda de
deshacer las donaciones que el rey su padre hizo a sus hermanos: y porque era
peligroso negocio intentar lo comenzado contra los infantes don Fernando y don
Juan, y era romper de nuevo guerra con el rey de Castilla, determinó de
haberlas con el infante don Jaime, su hermano, y contra él se indignó, cuanto
yo conjeturo por particular odio que contra él concibió, sospechando que se
inclinaba a favorecer al rey de Mallorca: porque es cierto que ninguno creyó,
ni aún de los que eran sus enemigos, que el rey usara de tanto rigor en
desheredarle de su patrimonio tan inhumanamente; y finalmente, muertos sus
hermanos, el uno con veneno y los otros a cuchillo, cuando se vio libre de
otras guerras en lo postrero de su reinado, entendió en perseguir al conde de
Urgel, su sobrino, al conde de Ampurias, su primo: y acabó la vida persiguiendo
y procurando la muerte de su propio hijo, que era el primogénito»
Así compendia el cronista aragonés algunos de los principales
hechos que caracterizan más la índole y carácter de don Pedro IV de Aragón, uno
de los más célebres monarcas de este reino. Nosotros daremos cuenta del orden
con que se fueron desarrollando los importantes sucesos de un reinado que puede
contarse en el número de aquellos en que se decide y fija casi definitivamente
la suerte y el destino de una monarquía.
Se empeñaban los condes y barones catalanes, y entre ellos los
infantes don Pedro y don Ramón Berenguer, tíos del príncipe heredero, en que
antes de coronarse en Aragón había de ir personalmente a Barcelona a jurar los
Usages de Cataluña, pretendiendo ser esta la costumbre observada por sus antecesores.
Noticiosos de ello los ricos-hombres aragoneses, y entre ellos el infante don
Jaime, hermano del príncipe, le exigieron que ante todo jurase en cortes los
fueros de Aragón, así como el estatuto del rey don Jaime, su abuelo, sobre la
unión de los reinos de Aragón y Valencia y condado de Barcelona. Hubo sobre
esto gran contienda: don Pedro se decidió en favor de los aragoneses, y en su
virtud, jurados los fueros y privilegios del reino en Zaragoza, se celebró con
gran pompa la fiesta de su coronación, que fue además solemnizada con un
suntuoso banquete en la Aljafería, a que asistieron hasta diez mil convidados. Se
notó, no obstante, en esta fastuosa ceremonia la falta de los infantes,
prelados y barones catalanes, que no quisieron concurrir, y se retiraron
sentidos de la preferencia dada a los de Aragón. Así cuando el nuevo monarca
procedió a proveer los oficios de Cataluña, sus provisiones no fueron de
inmediato obedecidas en algunos pueblos. Se suscitó igualmente una disputa
entre valencianos y catalanes sobre la misma pretensión de preferencia. El rey
atendió primero a los de Cataluña, más como para jurarles y confirmarles sus
usages y privilegios convocase cortes para Lérida en lugar de Barcelona, cabeza
del condado y donde se había verificado siempre, se sintieron de nuevo por
ofendidos los catalanes, y comenzó el rey a ser generalmente malquisto y odiado
de ellos. Seguidamente pasó a Valencia, no tanto en verdad por el afán de
confirmar los fueros de este reino, como por atender y proceder contra los
partidarios de su madrastra doña Leonor, asunto que tanto le había preocupado
siendo príncipe, y para prevenir un rompimiento con Alfonso XI de Castilla, que
estaba dispuesto a sostener con las armas los derechos de su hermana. A este
efecto procuró también don Pedro de Aragón confirmar con el rey Yussuf de
Granada una tregua de cinco años.
La aversión que siendo príncipe había mostrado siempre hacia la
segunda esposa de su padre prosiguió y aún creció siendo rey, y la cuestión de
las donaciones de Alfonso IV a doña Leonor y a sus dos hijos los infantes don
Fernando y don Juan continuó siendo causa de serias negociaciones y graves
disturbios. Diversas veces le requirió el rey Alfonso XI de Castilla y le envió
diferentes embajadas, para que respetando el testamento de su padre confirmase
a la reina viuda y a los infantes sus hijos las donaciones de las villas y
castillos que aquel les había hecho. Contestaba siempre el aragonés que estaba
dispuesto a honrar y tratar a la reina doña Leonor como madre y a los infantes
como hermanos; más a vueltas de tan buenas palabras y so pretexto de no poderse
publicar el testamento de su padre por ausencia de algunos testamentarios,
concluía siempre por alegar alguna causa especiosa que le impedía dar
cumplimiento a las demandas del de Castilla; que era el aragonés, aunque joven,
mañoso y diestro en artificios cuando se proponía eludir o compromisos u
obligaciones.
Procurando entretener con engañosas protestas, pero estudiando
los medios y ocasiones de arruinar a su madrastra y de desheredar a sus
hermanos, resolvió proceder contra don Pedro de Exerica, poderoso magnate
valenciano, señor de grandes estados y el partidario más decidido de la reina
doña Leonor; y con achaque de no haber asistido a las cortes que mandó celebrar
en Valencia, a pesar de reclamar Exerica el fuero de Aragón de que gozaba y que
lo eximía de asistir a las cortes valencianas, el rey mandó secuestrar todas
las rentas de la reina y todos los estados de don Pedro. En su consecuencia
trató de apoderarse de las villas y castillos del rico magnate; lo resistió
éste con valor y energía, y una guerra civil entre el rey y su poderoso vasallo
se encendió por cerca de tres años en las fronteras de Valencia y Castilla. Los
mismos ricos-hombres aragoneses de la mesnada real se detenían ante las razones
legales con que se escudaba don Pedro de Exerica, y la reina doña Leonor y sus
hijos contaban con la protección decidida del monarca castellano. Este
príncipe, el infante don Pedro de Aragón, tío del rey, el infante don Juan
Manuel de Castilla, juntamente con los legados del papa enviados expresamente a
Aragón, todos procuraron mediar entre don Pedro y su madrastra, entre el
soberano aragonés y el señor de Exerica, estorbar la guerra que amenazaba con
Castilla, y poner término a las odiosas disensiones que traían conmovido el
país valenciano, perturbado y dividido el reino de Aragón, y agitadas ambas
monarquías aragonesa y castellana. Se vio, pues, el joven y obstinado monarca
aragonés, a pesar de su odio profundo a doña Leonor y sus hijos, a don Pedro de
Exerica y a los de su bando, en el caso y la necesidad de convocar varios
parlamentos y cortes para tratar un acuerdo, que se celebraron sucesivamente en
Castellón en Gandesa y en Daroca, donde se juntaron, además de los
ricos-hombros y prelados de los reinos, todos los mediadores para la paz,
inclusos los nuncios apostólicos. Deliberóse por último en Daroca (octubre,
1338) someter el asunto al juicio y fallo de dos árbitros, que lo fueron por
Aragón el infante don Pedro, por Castilla el infante don Juan Manuel.
Sentenciaron éstos, como medio único para concordar tan lamentables
diferencias, que el rey de Aragón y don Pedro de Exerica se perdonasen
mutuamente los daños y ofensas que se hubiesen hecho desde la muerte del rey
don Alfonso: que se alzase al de Exerica el secuestro de todos sus bienes, y
fuese de nuevo recibido al servicio del rey: que la reina doña Leonor y sus
hijos los infantes don Fernando y don Juan continuasen en la posesión de las
rentas y lugares que su esposo y padre respectivamente les había dejado, aunque
conservando el rey sobre ellos la alta y baja jurisdicción.
De mala gana, y más por fuerza que por voluntad se sometió el
rey don Pedro IV de Aragón a las condiciones de la concordia y del fallo
arbitral, y harto lo demostró después, como más adelante veremos, no dejando de
perseguir a la reina y a sus hermanos. Difícilmente en verdad hubiera accedido
a tal reconciliación, a pesar de los esfuerzos de tantos mediadores, si no se
hubiera agregado otra causa más poderosa que todas, la alarma que en aquel
tiempo produjo en los príncipes españoles la formidable invasión del rey
musulmán de Marruecos que entonces amenazaba; aquel postrer esfuerzo del
islamismo africano, que obligó a los reyes cristianos de España a concordarse
entre sí para resistir de consuno a la innumerable morisma. Pero nunca bien
apagadas las reyertas, y nunca amigo sincero el de Aragón del de Castilla,
pareció haber dejado de intento caer todo el peso de aquella guerra sobre este
último reino; y así se explica aquella flojedad que notamos en el rey de Aragón
como auxiliar del castellano, cuando dimos cuenta de las gloriosas
expediciones, batallas y conquistas del Salado, de Algeciras y de Gibraltar, y
aquellas retiradas de las escuadras aragonesas cuando parecía ser más
necesarias y estar más empeñada la pelea entre españoles y africanos.
Habíase pactado en este intermedio el matrimonio del rey don
Pedro IV de Aragón con la infanta doña María, hija de los reyes de Navarra.
Aconteció en este negocio un caso extraño y muy digno de notarse. Habíase ya tratado
en vida de don Alfonso IV el casamiento del príncipe don Pedro con doña Juana,
hija mayor de los reyes navarros. Convinieron después los dos monarcas en que
la esposa del aragonés fuese doña María, la hija segunda, a condición de que si
los reyes de Navarra no dejasen hijos varones fuese la hija menor preferida a
la mayor en la sucesión del reino, el cual seguirían heredando los que nacieren
de este matrimonio. Admira ciertamente la facilidad con que los prelados,
caballeros y procuradores de las ciudades y villas de Navarra aprobaron esta
alteración tan esencial en las condiciones naturales del orden de sucesión al
trono, sin que los cronistas de aquel reino den para ello otra causa o razón
sino la de ser la edad de doña María más adecuada a la del rey de Aragón que la
de doña Juana; pero prueba inequívoca al propio tiempo de la soberanía que en
aquella época se creían facultados a ejercer los pueblos en estas materias. Es
lo cierto que con esta condición se celebraron los desposorios de los dos
príncipes (1337), y que cumplidos por la infanta los doce años, se efectuaron
más adelante las bodas (1338), siendo recibida la joven reina navarra en
Zaragoza con públicos y grandes regocijos.
Comenzó la persecución que hemos apuntado de Pedro IV de Aragón
contra su cuñado Jaime II de Mallorca por la tardanza de éste en hacer el
reconocimiento y juramento de homenaje que debía al aragonés en razón al feudo
de aquel reino. Diversas veces le citó y requirió el de Aragón para que
compareciese a jurarle la debida fidelidad, y siempre el de Mallorca buscaba y
discurría pretextos para diferirlo. Al fin, en 1339 se decidió venir a
Barcelona a prestar el homenaje, cuya ceremonia pidió que no se hiciese delante
de todo el pueblo, pero en la cual halló todavía el de Aragón manera y
artificio para humillarle. Por esto, y por ser los dos príncipes jóvenes y
altivos, y llevar el uno de mal grado su dependencia, y no sufrir el otro con
paciencia que aquel reino estuviese como segregado de la corona de Aragón, se
separaron después de aquella ceremonia tan poco amigos y tan mal predispuestos
a serlo como estaban antes. Sobrevino a poco tiempo un incidente en que ambos
monarcas dieron un grave escándalo, y estuvieron a punto de darle mucho mayor
aún. Había ido el aragonés a Aviñón a hacer reconocimiento de feudo y homenaje
al papa Benedicto XII por el reino de Cerdeña y Córcega, y le había acompañado
el de Mallorca en este viaje. Hízoles el papa un recibimiento suntuoso. El día
destinado para prestar el juramento marchaban los dos reyes a la par hacia el
sacro palacio en medio de un brillante cortejo. El caballero que llevaba de la
brida el caballo del de Mallorca, pareciéndole que el del rey de Aragón iba
demasiadamente gallardo y que se le adelantaba, propasóse a descargar algunos
palos sobre el caballo y sobre el palafrenero. El rey de Aragón cuya irascibilidad
necesitaba poco para ser excitada, echó mano a la espada para herir al de Mallorca,
de quien se figuró que no había sentido el desacato. Por fortuna, aunque lo
intentó tres veces, no pudo arrancar de la vaina el acero, y dio lugar a que el
infante don Pedro pudiera aplacarle con prudentes y oportunas razones, y merced
a esto se efectuó la ceremonia, concluida la cual, cada uno de los monarcas
regresó a sus estados.
Fuese por resentimiento de estas reyertas, fuese que recelara el
de Aragón de la fidelidad del de Mallorca, o lo que creemos y aparece más
probable, que desde el principio le mirara con cierto aborrecimiento porque no
le hallaba tan sumiso y subordinado como creía le debería ser, deseaba una
ocasión en que vengarse y perderle, y esta ocasión no tardó en presentarse. El
rey de Francia Felipe de Valois reclamó de Jaime II de Mallorca le reconociese
y prestase homenaje por el señorío de Montpellier, alegando para ello antiguos
derechos. Negábalos el de Mallorca, y sobre su negativa determinó el francés
invadir aquel territorio, y escribió al de Aragón para que no diese ayuda a don
Jaime. Éste por su parte requirió diferentes veces al aragonés para que le
amparase y protegiese contra las pretensiones del de Francia, ya como directo
señor del feudo, ya como hermano de su esposa, y ya también con arreglo a las
convenciones y pactos que ligaban a los dos reinos y a las dos familias de la
casa de Aragón. Una palabra del aragonés hubiera podido ciertamente detener al
rey Felipe en sus pretensiones y evitar la guerra que amenazaba, más no entraba
esto en los planes del rey don Pedro, antes con mañosa astucia procuraba eludir
la cuestión entreteniendo con respuestas ambiguas a los dos contendientes, sin
que ni las instancias y requerimientos, ni las embajadas apremiantes, ni las
vistas que con él tuvo el de Mallorca, bastasen a arrancarle ni un auxilio
positivo, ni siquiera una contestación satisfactoria. Las tropas francesas
amenazaban ya el Rosellón, y don Jaime se creyó en el caso de declarar la
guerra al francés confiado en que no podía faltarle el auxilio de su inmediato
deudo y soberano el de Aragón; pero éste en vez de darle socorro le reprendía
por la imprudencia con que se metía en aquella guerra. Nuevamente instado por
el de Mallorca, que cada día se veía en mayor apuro, le contestó por fin que
convendría se viesen en Barcelona para mediados del próximo febrero (1341), a
fin de poder deliberar sobre aquel negocio. Bien conocía el artificioso
aragonés que no le era posible al mallorquín comparecer a la cita en tales
circunstancias, abandonando su territorio amenazado, como en efecto no acudió; pero así le convenía para hacerle de ello un cargo y
tener un fundamento para el famoso proceso y capítulo de culpas que contra él
inventó.
Reunió pues el de Aragón su consejo, y mañosamente le indujo a
que se convocaran cortes de catalanes en Barcelona, a las cuales se mandó
llamar al de Mallorca señalándole un término dentro del cual hubiese de
comparecer personalmente como era obligado, y si no lo cumpliese se
consideraría relevado el aragonés de las condiciones del feudo y de la
obligación de valerle y ampararle. El malicioso expediente, de que el rey se
alaba en la crónica escrita por él mismo, produjo el efecto que iba buscando.
Don Jaime no concurrió a las cortes ni por sí ni por procurador, y don Pedro le
acusó por ello de súbdito desobediente y contumaz, a cuya acusación agregó la
de que había quebrantado el pacto y prohibición de batir en el condado de
Rosellón otra moneda que no fuese la barcelonesa. Se descubría pues ya bien a
las claras la intención y propósito de tratar al esposo de su hermana como
rebelde, y el designio de apoderarse del reino de Mallorca y de los condados de
Rosellón y Cerdaña. Noticioso de esta discordia el papa Clemente VI que había
sucedido a Benito XII envió expresamente un nuncio apostólico para que viese de
concordar a los dos monarcas españoles, y el de Mallorca por su parte, habiendo
recibido una citación solemne en Perpiñán, determinó venir a Barcelona
acompañado de la reina doña Constanza, esperanzado de que esta señora
alcanzaría a desenojar a su hermano, en unión con el legado pontificio. Pero el
astuto aragonés divulgó, y así lo refiere él mismo en su Crónica, que la venida
de los reyes sus hermanos envolvía el designio alevoso de apoderarse por medio
de una estratagema de su persona y de los infantes. Ni el pueblo entonces, ni la historia
después dieron crédito a esta especie, antes se consideró como un ardid del monarca, por
más que él difundió la voz de haberle hecho el descubrimiento de esta
maquinación un religioso, y habérsela confesado después la misma reina de
Mallorca su hermana.
El proyecto, al decir de la Crónica del rey don Pedro, era el
siguiente. Los reyes de Mallorca habían
de fingirse enfermos. Suponiendo que el de Aragón no dejaría de ir a visitar a
su hermana, le rogarían que entrara sólo con los infantes, a fin de que no
molestase la mucha gente a la enferma. Doce hombres armados estarían dispuestos
para apoderarse de toda la familia real, y trasportarla por mar al castillo de
Alaron en Mallorca. Dice el rey que providencialmente se libró de caer en este
lazo por una indisposición que le sobrevino. Todas las circunstancias hacen
inverosímil de parte del de Mallorca el ardid que supone el rey don Pedro en
sus Memorias, y los más juiciosos historiadores de Aragón lo tienen por
calumnioso, y lo consideran como una invención del rey para justificar la
persecución y el despojo que se proponía hacer a su feudatario.
Por último, informado don Jaime de las malas disposiciones de su
cuñado, se presentó a él para declararle que no se reconocía feudatario suyo, y
partió bruscamente para sus estados, dejando a la reina en poder de don Pedro.
También el legado del papa regresó a Aviñón para informar al pontífice de la
inutilidad de sus gestiones en favor de la paz (1342).Ciertamente no anduvo el
de Mallorca ni discreto ni bien aconsejado en este negocio, y se alegraba no
poco el astuto aragonés de verle precipitarse por el camino de su perdición.
Así fue que haciendo activar el proceso, se pronunció sentencia solemne y
definitiva contra don Jaime II de Mallorca, declarándole desobediente, rebelde
y contumaz, y confiscado el reino de Mallorca con las islas adyacentes, los
condados de Rosellón y Cerdaña, y todas las demás tierras, bienes y derechos
que tenía en feudo por el de Aragón, y que si no compareciese y se compurgase
dentro de un año fuesen incorporados al dominio del rey (febrero, 1343). En su virtud, y habiendo llamado al almirante don Pedro de Moncada, que se
hallaba con veinte galeras en el estrecho de Gibraltar como auxiliar del de
Castilla contra los moros, y dejando a su hermano el infante don Jaime
encargado de las fronteras de Rosellón y Cerdaña, preparó el rey don Pedro de Aragón su expedición naval contra Mallorca, para
donde se embarcó el 18 de mayo con una escuadra de ciento diez y seis velas. Ni
los mallorquines repugnaban incorporarse a la corona aragonesa, ni la conducta
de don Jaime había sido a propósito para ganarse la voluntad de sus súbditos, a
quienes tenía oprimidos y vejados con tributos. Así fue que una diputación de
Mallorca se presentó a don Pedro ofreciéndole la entrega de la ciudad, siempre
que les jurase guardarles todos sus privilegios; proposición y demanda que el
aragonés se apresuró a otorgar. Y cuando este arribó con su armada a la isla,
aunque don Jaime le esperaba con quince mil infantes y trescientos caballos, la
flojedad con que éstos sostuvieron el primer combate con las tropas aragonesas,
y lo pronto que se desbandaron y huyeron, mostraba no sólo desánimo y falta de
orden en la gente mallorquina; sino también poca decisión y no mucho empeño en
la defensa de su rey, el cual huyó también, o desamparado de los suyos, o
fiándose poco de ellos. Vencido don Jaime en aquella primera refriega,
prosiguió el de Aragón hacia la capital, donde, oídos y despachados los
embajadores de la ciudad, y acordadas las condiciones de la entrega, hizo su
entrada solemne y tomó el título de rey de Mallorca en medio de grandes fiestas y regocijos.
Congregado el pueblo en la catedral, le expuso el rey don Pedro los motivos que
había tenido para despojar del reino a su cuñado. El ejemplo de la capital fue
seguido en toda la isla. Menorca e Ibiza no tardaron tampoco en someterse, y
dejando provisto lo necesario para el gobierno de las tres islas, reembarcó el
aragonés para Barcelona (junio, 1343), resuelto a completar su obra
apoderándose del Rosellón, donde don Jaime se había refugiado.
Nadie dudaba que no pararía ya el rey
don Pedro hasta despojar al de Mallorca de todos sus estados del continente, de
la misma manera que lo había hecho de los insulares. Así fue que sólo se detuvo
en Barcelona el tiempo necesario para prepararse a invadir el Rosellón, de cuyo
empeño no fueron parte a hacerle desistir los ruegos del cardenal de Roders,
legado de Su Santidad, que encarecidamente le pedía en nombre del papa y de la iglesia recibiese en su clemencia al desgraciado rey de Mallorca. El mismo don
Jaime solicitó en vano por dos veces que le diese salvoconducto para su
persona, con cuya condición iría a ponerse en su poder. Inexorable el de
Aragón, le negó ambas veces el salvo-conducto, y la resolución de penetrar en
el Rosellón fue llevada adelante. Invadido ya aquel territorio, volvieron el
cardenal legado y varios prelados aragoneses a insistir en favor de una
concordia o acomodamiento: la respuesta del rey fue igual a las anteriores, los
mediadores fueron despedidos, y don Pedro prosiguió tomando una en pos de otra
las plazas del Rosellón, hasta acampar sobre Perpiñán, cuyas vegas y campos taló
y devastó. Otra vez fue a encontrarle allí el cardenal legado, y con nuevos
razonamientos y discursos le instó a que por honra al menos y reverencia a la
Sede Apostólica tuviese a bien sobreseer en aquella guerra. El rey con su
natural astucia aparentó dejarse convencer de las razones del enviado de Roma,
y mostrando gran respeto y acatamiento al Santo Padre y a la silla romana,
accedió a suspender las hostilidades y a otorgar una tregua de nueve meses;
pero en realidad lo hacía por la falta de comodidad y de bastimentos en aquella
tierra para mantener su gente, por carecer de máquinas y pertrechos para el
cerco y combate de Perpiñán. Con esto y con proveer a la defensa de las plazas
conquistadas, tomó la vuelta de Barcelona, cuya población no se le mostró satisfecha
de verle regresar sin haber completado su conquista.
Pero pronto pudieron conocer los barceloneses que la conquista
de Perpiñán no había sido sino oportunamente aplazada, que no era don Pedro
hombre que cejara en tales empresas. El desventurado don Jaime, reducido a la
ciudad de Perpiñán, desamparado de todos, aislado y pobre, sin recursos ni aún
para pagar los sueldos de su escasa gente, envió a su hermano y primo el de
Aragón, un religioso agustino con carta escrita toda de su puño, suplicándole le oyese benignamente, seguro de
que nada le habría de pedir «que no fuese provechoso a su ánima» La respuesta
del rey a tan humilde súplica fue despedir al religioso, y prevenir a los
bailes de la frontera que vigilasen y espiasen si por acaso pasaba por allí el
destronado rey de Mallorca, y si pudiesen haberle le pusiesen a buen recaudo en la torre de Gironella. Después de esto hizo proclamar solemnemente que el reino de
Mallorca y demás islas, con los condados de Rosellón, Cerdeña, Conflent, y
demás estados que habían pertenecido a Jaime II de Mallorca quedaban
perpetuamente incorporados a la corona de Aragón (29 de marzo, 1344), jurando
el rey por sí y por sus sucesores que jamás y por ningún título se restituirían
aquellos estados, ni darían en feudo al rey de Mallorca, ni a sus hijos, ni a
personas extrañas, y que esta unión e incorporación definitiva fuese
jurada por todos los que sucedieran en el reino de Aragón, sin cuyo requisito no estuviesen obligados los ricos-hombres y
ciudades del reino a prestar el juramento de fidelidad al rey.
Aparejado de nuevo y ordenado todo lo perteneciente a la guerra,
emprendió el rey don Pedro su segunda campaña del Rosellón (mayo, 1344). En
esta segunda entrada, todas las plazas, con facilidad unas, con más o menos
resistencia otras, se le fueron sucesivamente rindiendo. Provisto ahora el
aragonés de todo lo necesario para batir y tomar a Perpiñán, el desgraciado don
Jaime no tuvo ya otro remedio que entregarse en poder y a discreción de su
enemigo, bajo la palabra que éste le dio de salvarle la vida y usar de
clemencia con él. «Vino hacia Nos, dice el mismo rey en su crónica, todo armado
y con sólo la cabeza desnuda; al acercársenos nos pusimos en pie, él hincó la
rodilla en tierra, nos tomó la mano y nos la besó como por fuerza; Nos le hicimos
levantar y le besamos en la boca.—Mi señor, nos dijo, yo he errado contra vos,
más no contra mi fe: pero si lo hice, fue por mi loco seso y por mal consejo; y
vengo para hacer enmienda de mí delante de vos, que de vuestra casa soy, y
quieroos servir, porque siempre os amé de corazón, y soy cierto que vos, mi
señor, me habéis mucho amado, y aún de presente me amáis, y quieroos hacer tal
servicio, que os tengáis por bien servido de mí, y pongo, señor, en vuestro
poder a mí mismo y toda mi tierra libremente.» A lo cual le contestamos: —Si
habéis errado, a mí me pesa, porque sois de mi casa: pero errar y reconocer el
yerro es cosa humana, y perseverar en él es malicia; y así, pues vos reconocéis
vuestro yerro, yo usaré de misericordia con vos y os haré merced, de manera que
todos conocerán que me he habido con vos misericordiosa y gratamente, con que
libremente pongáis en nuestro poder a vos mismo y toda vuestra tierra.»
Halagaba todavía a don Jaime alguna esperanza de excitar por
aquel medio la generosidad de su vencedor, y alimentaba la ilusión de que tal
vez le restituyera aquella corona que acababa de poner a sus pies. Ilusión de
todo punto infundada y vana, porque nada hizo don Pedro que pudiera mantenerla.
Lo primero que le exigió fue que le entregase la plaza y ciudad de Perpiñán,
donde en su consecuencia entró el aragonés con gran pompa, y no sin beneplácito
de los habitantes, «que es muy ordinario, observa con razón un cronista,
regocijarse los pueblos con la mudanza de príncipes, sin considerar ni temer
nuevos males.» Ordenó el rey don Pedro todo lo concerniente al gobierno del
condado, proveyó los oficios y empleos, confirmó la incorporación de todos los
estados que habían sido del de Mallorca a la corona aragonesa, e informado de
que don Jaime propalaba todavía que en breve le sería restituido el trono, y de
que escribía en este sentido a algunos lugares, dio orden para que se le
tuviese en buena custodia, y acabó de apoderarse del Rosellón y la Cerdaña.
Logró, sin embargo, don Jaime tener otra entrevista con el rey, mas de lo que en ella solicitó sólo alcanzó que se le
señalase por punto de residencia Berga, en Cataluña. En cuanto a las esperanzas
de volver a ceñir la corona, y a las voces que sobre esto se difundían,
desengañóle el aragonés con ruda franqueza, añadiendo que castigaría de muerte
a los que continuasen en sembrar y divulgar tales rumores. Por último, habiendo
reunido y celebrado cortes en Barcelona para fijar la suerte del destronado
monarca, acordó en ellas darle por vía de indemnización la miserable pensión de
diez mil libras anuales, y esto a condición de que renunciase el título e
insignias reales, y todos los derechos que creyera tener a los reinos y
dominios que antes había poseído. Condición fue ésta que despertó un resto de dignidad
en el infortunado príncipe, y a que se negó a sucumbir en medio de su
desgracia, tomándola por afrentosa e indigna de quien había ocupado
legítimamente un solio y ceñido legalmente una diadema.
Convencido finalmente el desventurado don Jaime de lo infructuoso
de sus reiteradas reclamaciones para que se le oyera en justicia, y que por lo
menos no se le condenara sin oírle, huyó del territorio de su encarnizado
enemigo, y refugiándose a Cerdaña tentó allí un golpe de mano, que como
concebido en un arrebato de desesperación e intentado sin elementos de
ejecución, no podía conducir sino a consumar su perdición y ruina. Los
habitantes de Puigcerdá en quienes se figuró encontrar apoyo le arrojaron y
despidieron ignominiosamente apellidando el nombre de Aragón. Allí apuró el
atribulado príncipe el cáliz de la amargura. Para ganar el territorio francés
con los pocos que le seguían en su infortunio tuvo que cruzar la montaña en un
estado deplorable de desnudez, de hambre y de frío, que estuvieron todos a
punto de perecer de miseria. Maldecía don Jaime su suerte, y diversas veces
atentó contra su vida, cuya idea hubiera realizado si los suyos no le hubieran
quitado todas las armas. El aragonés, que había ido a Cerdaña en su
persecución, pudo celebrar con cruel sonrisa la extrema desventura a que logró
reducir a su víctima. Acogido al fin don Jaime por el conde de Foix que le
facilitó algunos recursos con que pudiese sustentar a sus pocos seguidores,
ganó a Montpellier, último asilo del proscrito monarca.
Acontecía esto en los últimos meses de 1344, y aunque ya en este
tiempo suministra la historia de Aragón sucesos importantes de otro género,
terminaremos este lamentable episodio del reinado de don Pedro IV. Enredado el
rey de Francia en la guerra con el de Inglaterra, nada había hecho por atajar
el engrandecimiento del aragonés, que dominando en el Rosellón privaba a la
Francia de un territorio que mientras había pertenecido a los de Mallorca le
había más de una vez servido de punto de apoyo contra los soberanos aragoneses.
Tarde conoció Felipe de Valois el error que cometió en haber dado él mismo
ocasión al destronamiento de don Jaime con sus pretensiones al feudo de
Montpellier. Quiso después subsanar su falta, y cuando vio a Aragón envuelto en
disensiones y guerras civiles, parecióle oportuna sazón para ello, y facilitó
al ex-rey de Mallorca tropas francesas para invadir los condados de Conflent y Cerdeña. Pero ni el francés ni el mallorquín contaron bastante con la
natural actividad y energía del rey don Pedro, el cual acudiendo presurosamente
al territorio invadido, y no dando tregua ni reposo al destronado monarca, no
paró hasta lanzarle por segunda vez de sus antiguos dominios (1347). No
tuvieron más feliz éxito otras tentativas del desgraciado don Jaime, el cual
con el objeto de interesar y tener siempre propicio al rey de Francia, llegó a
venderle la baronía de Montpelier en precio de 120.000 escudos de oro (1348).
Con esto, y con el apoyo que el desposeído rey de Mallorca encontró en la reina
doña Juana de Nápoles, pudo don Jaime armar una respetable escuadra con que se
dio a correr y molestar las costas de Valencia y Cataluña, poniendo en no poco
cuidado y alarma a don Pedro de Aragón.
Hallábase éste entonces en situación muy comprometida y grave. Ardía (como después veremos) en su
mayor furia la guerra de Cerdeña; la famosa cuestión de la Unión traía todavía
profundamente agitados los reinos de Aragón y Valencia, y decíase de público
que el ex-rey de Mallorca obraba protegido no sólo por Francia y Sicilia, sino
también por los de la Unión, a cuya cabeza intentaba ponerse, y esto era lo que
al aragonés le ponía en más recelo y cuidado. Dirigióse, por último, don Jaime
con su flota hacia Mallorca, asiento principal de su antiguo reino; mas
habiendo arribado a la isla casi al propio tiempo la armada aragonesa y
catalana que el activo don Pedro había expedido contra él, diose allí un
furioso y terrible combate, en que de ambas partes se peleó valerosamente, pero en que comenzaron a perder el ánimo las tropas francesas del de Mallorca. Sólo este desventurado príncipe
con unos pocos caballeros sostenía con esfuerzo heroico todo el peso de la
batalla, más fueron tantos los enemigos que cargaron sobre él que cayó al fin
sin sentido del caballo. Un almogavare valenciano le cortó la cabeza (25 de
octubre, 1349). A su vista acabaron de
desordenarse los suyos, y aunque se apresuraron a refugiarse en las galeras o a esconderse por la
isla, todos quedaron o muertos o prisioneros. Su mismo hijo el infante don
Jaime, preso y herido en el rostro, fue llevado al castillo de Játiva, y más
adelante a Barcelona, donde estuvo mucho tiempo encerrado en el palacio menor.
Tal fue el trágico desenlace del ruidoso proceso y de la guerra
desapiadada que Pedro IV de Aragón hizo a su deudo y vasallo Jaime II de
Mallorca, y así concluyó el reino de Mallorca conquistado y fundado por Jaime I,
quedando desde esta época definitiva y perpetuamente incorporado y refundido en
el de Aragón. El infortunado don Jaime dio con su muerte un testimonio de que
no desmerecía ser rey, pues por sostener su dignidad murió haciendo su deber
como buen caballero, dentro de su reino mismo. No negaremos que su desacordada
conducta le acarreó en gran parte la desdichada suerte que tuvo; y su falta de
prudencia y de tacto contribuyó mucho a que perdiera un cetro que legítimamente
empuñaba, y que con más talento y más cordura hubiera podido conservar.
Convendremos también en que la incorporación de Mallorca a la monarquía
aragonesa fue un beneficio grande para la unidad nacional. Mas como para
nosotros los resultados no justifican los medios, siempre condenaremos el proceder
artero, mañoso y desleal de Pedro IV. de Aragón para
con su aliado y hermano, la manera artificiosa e hipócrita con que, afectando
respeto a la legalidad, inventó y condujo el proceso que había de perderle, y
el rencor y la saña con que, sordo a la voz de la sangre y de la piedad, y a
las instancias y empeños de venerables mediadores, se obstinó en hacerle tan
dura, constante y encarnizada guerra hasta cebarse en la completa destrucción
de tu víctima.
Esta índole y condición natural del rey don Pedro nos conduce a
dar cuenta de otro proceso no menos ruidoso y no más noble que en este
intermedio proseguía, no ya contra una madrastra y dos hermanos uterinos, ni
contra el marido de su hermana, sino contra el hijo de su mismo padre y de su
misma madre, contra su hermano carnal el infante don Jaime, conde de Urgel.
Era costumbre en Aragón que el primogénito o el heredero
presunto del trono tuviese la gobernación general del reino. Como el rey don
Pedro IV no tenía sino hijas, y en Aragón ni las leyes ni el uso daban a las
hembras derecho de suceder en la corona, ejercía el cargo de gobernador general
su hermano el infante don Jaime, como heredero del reino a falta de hijos
varones del rey. Don Pedro, so color de sospechar que su hermano favorecía al
rey de Mallorca, o por lo menos censuraba y afeaba el despojo que se le había
hecho, no se contentó con querer privarle del oficio de gobernador, sino
también de la herencia del trono, proclamando que debían ser preferidas las
hijas al hermano, y pretendiendo en su consecuencia que se reconociese por
heredera a la infanta doña Constanza, que era la primogénita. Conociendo lo
peligroso de una innovación tan contraria a la costumbre y práctica de la
monarquía, pero prosiguiendo en su sistema de respeto aparente a la ley, con la
cual procuraba escudarse siempre, nombró una junta de letrados para que
dilucidasen este punto y diesen sobre él su dictamen. Bien sabia el astuto
monarca que no habían de serle desfavorables los pareceres de los legistas, y
en efecto, la mayoría opinó en favor de la sucesión de las hembras, si bien no
faltaron algunos, entre ellos el mismo vicecanciller del rey, que se atrevieron
a arrostrar su enojo, emitiendo el dictamen contrario de sus deseos y
pretensiones (1347). Fundábanse los primeros en el ejemplo de Castilla, donde
reinaban mujeres, en el de Sicilia y en el de Navarra, donde a pesar de haber
pasado el reino a la casa de Francia seguían heredando las hembras, y a la
sazón reinaba doña Juana; y aún respecto de Aragón mismo citaban el caso de
doña Petronila. Apoyábanse los segundos en los ejemplos de Inglaterra y de
Francia, y de otros reinos, donde en aquel tiempo estaban excluidas las
hembras; citaban respecto a Aragón el testamento de don Jaime I., por el cual
se excluyó expresamente la sucesión de las hijas siempre que hubiese varón
legitimo en la línea trasversal; disposición que había sido inviolablemente
observada por todos sus sucesores; y por lo que hacía a doña Petronila,
respondían que había sido un caso excepcional, no autorizado por la ley, sino
permitido por el consentimiento de todos para evitar graves inconvenientes y
males, y que no cayese el reino en poder de un extranjero, y que la misma reina
doña Petronila en su testamento había excluido las hijas y declarado sucesor al
conde de Barcelona su marido en caso que no dejasen hijos varones. Pero
cualquiera que fuese la opinión de los letrados, la del pueblo estaba porque se
guardara la antigua costumbre, y tomaba por grande desafuero y agravio que en
el reino de Aragón sucediese mujer.
Abrazó no obstante el rey, como se esperaba y suponía, el
dictamen de los legistas que favorecía a sus deseos, y en su virtud procedió a
declarar y ordenar por cartas a los pueblos de sus señoríos la sucesión de la
infanta doña Constanza en el caso de morir sin hijos varones; y como recelase
que resentido su hermano se pondría en secreta inteligencia con el de Mallorca,
mandó que se le espiara y se interceptara la correspondencia que entre sí
pudieran tener; y sospechando además que don Jaime trataba de confederarse con
sus hermanos los infantes don Fernando y don Juan y con el pueblo de Valencia,
le privó de la gobernación general del reino, le mandó salir de Valencia, y le
prohibió que entrase en ninguna ciudad principal: don Jaime se despidió del
rey, y comenzó con esto a moverse alteración en los reinos.
Un acontecimiento inopinado vino a este tiempo a derramar el
consuelo y la alegría en todos los aragoneses. La reina dio a luz un príncipe,
cuyo nacimiento se miraba como nuncio de paz y como el iris de las discordias y
turbulencias que amenazaban. Pero el regocijo se convirtió instantáneamente en
luto y llanto. El tan deseado infante pasó de la cuna al sepulcro el mismo día
que había nacido, y a los cinco días le siguió a la tumba la reina doña María
su madre643. El pueblo previó los males que habrían de venir en pos de tan
infausto suceso. El rey, apenas enviudó, contrató inmediatamente su segundo
enlace con la princesa doña Leonor, hija de Alfonso IV de Portugal, y a pesar
de los grandes obstáculos que oponía a este matrimonio el rey de Castilla,
enemigo del de Aragón, so pretexto de estar la princesa prometida a su sobrino
el infante don Fernando, hermano del aragonés, manejóse éste con tal maña por
medio de sus embajadores, que la unión conyugal con la infanta portuguesa se
realizó habiendo sido enviada por mar a Barcelona para evitar que cayese en
poder del de Castilla.
Quedaba, pues, en pie la cuestión de la sucesión. El rey, firme
en su primer propósito, removió todos los empleados que don Jaime había tenido
en la regencia de la gobernación, y los reemplazó por otros de su confianza:
encomendó al poderoso don Pedro de Exerica, antes su enemigo, y convertido
ahora, no sabemos cómo, en el más apasionado de sus servidores, el cargo de la
gobernación del reino de Valencia en nombre de la infanta doña Constanza, y
emancipó a ésta en presencia de su familia y de varios grandes del reino.
General escándalo produjo este acto en un pueblo donde nunca se había visto que
la gobernación del estado se ejerciese a nombre de una infanta. Don Jaime por
su parte tampoco se descuidó en excitar a los ricos-hombres, caballeros y
generosos aragoneses a que se uniesen a él y le ayudasen a vindicar los
agravios y desafueros que el rey hacia a sus leyes y costumbres, e igual
excitación fue dirigida a los infantes don Fernando y don Juan sus hermanos,
que se hallaban refugiados en Castilla. Al llamamiento de don Jaime, y a la voz
siempre mágica para los aragoneses de libertad y fueros, acudieron multitud de
ricos-hombres y caballeros a Zaragoza, y todas las ciudades, excepto Daroca,
Teruel, Calatayud y Huesca, enviaron sus síndicos y procuradores. Proclamóse
allí la antigua Unión para defender los fueros, franquicias y libertades del
reino; se nombró, según costumbre en tales casos, los llamados conservadores, y
se pidió al rey que fuese a celebrar cortes a Zaragoza.
Como aconteciese que en este tiempo saliera el rey de Valencia
para Barcelona con objeto de atender a lo del Rosellón, aprovecháronse los
valencianos de su ausencia y se alzaron también a la voz de Unión lo mismo que
los aragoneses, y escribieron como ellos a la reina doña Leonor de Castilla y a
los infantes sus hijos, para que se juntasen a tratar del remedio a los
agravios que el rey les hacía en ofensa de sus costumbres y leyes. Impuso esta
actitud al rey don Pedro, y sabiendo que los valencianos trataban de
confederarse con los aragoneses, se apresuró a prevenir a don Pedro de Exerica
y a los gobernadores de Aragón y Cataluña que en los títulos no pusiesen que
ejercían la gobernación a nombre de la infanta, sino de él mismo: primer
triunfo de los de la Unión sobre el monarca. Convidado el de Exerica por los
valencianos para que se adhiriese a su partido, negóse a ello con corteses
razones en un principio, y después proclamó una Contra-Unión, invitando a los
ricos-hombres y villas que quisiesen defender al rey a que se congregasen con
él en Villareal para acordar !a manera de resistir a los insurrectos. Los que
se agruparon en derredor de esta bandera realista rogaban al rey que se
volviese a Aragón para alentar el partido, más él tuvo por más argente
atender primero al de Mallorca que por aquel tiempo había invadido con tropas francesas el Conflent y la Cerdaña, guerra que tuvo que hacer con solos los
catalanes, porque los ricos-hombres de Aragón se negaron a servirle mientras no
diese satisfacción a sus agravios.
Terminada aquella campaña en los términos que ya referimos, y
previendo don Pedro los conflictos en que habían de ponerle los ayuntamientos y
uniones de Aragón y Valencia, con su natural y maliciosa cautela hizo ante
sus privados y familiares una provisión secreta, en que
declaraba nulos y de ningún valor cualesquiera privilegios o confirmaciones que
otorgara a los de Aragón, a que no fuese obligado por fuero o por derecho. Y
tomando juramento a los barones catalanes, que era en quienes más fiaba, de que
le serían fieles, volvió de Perpiñán a Barcelona (junio 1347), muy receloso de
las alteraciones y novedades que amenazaban a sus reinos; recelo en verdad no
infundado, porque el bando de los de la Unión iba creciendo cada día en fuerza
y en audacia, a pesar de los esfuerzos de el de Exerica, y de los maestres de
Montesa y Calatrava para robustecer el partido del rey. Ligados y hermanados
los unionistas de Aragón y de Valencia; hecho juramento de auxiliarse
mutuamente y defender sus personas y bienes de todo ataque que en general o en
particular intentasen contra ellos el rey o sus oficiales, con facultad de
matar a quien quisiese ofenderlos, excepto a los reyes y a los infantes;
dispuestos todos a sostener sus fueros, libertades y privilegios, y dados
mutuos rehenes para asegurar el cumplimiento de sus compromisos, acordaron
pedir al rey la revocación de lo que había ordenado en punto a (a procuración
general y a la sucesión del reino; que se nombrase un Justicia para Valencia;
que recibiese en su consejo algunas personas de la Unión amovibles a voluntad
de sus conservadores y no de otra manera; que cada año se juntasen los de la
Unión en cortes para revisar sus capítulos, y admitir en ella a los que no la
hubiesen jurado; que ningún extranjero tuviese ni empleo en el Estado ni lugar
en el consejo del rey; que ninguna de las dos Uniones tratase con el monarca
sin conocimiento y participación de la otra; y por último, que viniese a
celebrar cortes a Zaragoza, según lo había prometido.
Gran empeño tenía el rey y con grande ahínco pretendió que las
cortes se celebrasen en Monzón en vez de hacerlo en Zaragoza, alegando ser
aquel punto más a propósito para en caso que el de Mallorca volviese a
molestarle, pero en realidad con el designio de sacar a los de la Unión de
Zaragoza, y valerse contra ellos de los catalanes, con quienes contaba.
Insistieron con tenacidad los unionistas en que las corles se habían de tener
en Zaragoza, y no en otro punto alguno del reino, y al propio tiempo enviaban
con admirable osadía a desafiar al infante don Pedro, y a todo rico-hombre,
caballero o ciudad que rehusase firmar la Unión. Resuelto al fin el rey a ceder
a sus instancias, les pidió salvoconducto para ir a Zaragoza, cosa que
escandalizó a los unionistas, y lo tuvieron por ofensivo y afrentoso,
proclamando además que nunca se había oído que un señor pidiese seguro a sus
vasallos. Vino pues el rey a Zaragoza, de donde salieron a recibirle los
infantes don Jaime y don Fernando sus hermanos, a la cabeza de los
ricos-hombres, mesnaderos y procuradores de la Unión, imponente y respetuoso
cortejo, que le acompañó hasta su palacio de la Aljafería, despidiéndose gravemente
en la plaza sin que nadie se apease de su caballo. A los pocos días se abrieron
las cortes con un razonamiento del rey, en que expuso las causas de no haberlas
celebrado antes, y rogó a todos que demandasen tales cosas cuales se debían
pedir y él las pudiera otorgar. Los de la Unión por su parte acordaron entre ellos
que nadie pudiese hablar en particular con el rey, sino todos juntos. A la
segunda sesión acudieron todos armados; lo supo el rey y la prorrogó para el
día siguiente. Interpelado sobre esto el Justicia, le respondió que era
costumbre antigua asistir a las cortes secretamente armados, no con ningún
dañado fin, sino con el de poder contener o castigar cualquier exceso de los
concurrentes. Entonces el rey hizo publicar un pregón, mandando que en adelante
nadie fuese a las cortes con armas, y que mientras aquellas durasen,
recorrerían la ciudad compañías de a pie y de a caballo para mantener el orden,
y rodearían el lugar de la asamblea para que nadie pudiera mover alboroto. Todo
anunciaba que aquellas cortes habían de ser interesantes, y la disposición de
los ánimos lo hacía también esperar así.
En la sesión siguiente, como viesen al monarca entrar con el
arzobispo de Tarragona, con don Bernardo de Cabrera y otros caballeros
catalanes de su consejo, le requirieron desde luego que los despidiese e
hiciese salir, y que en adelante no tuviese en su consejo ningún caballero de
Cataluña ni de Rosellón; votada la petición por todos, el rey accedió a ella, y
los consejeros catalanes y roselloneses fueron despedidos de las cortes y de la
casa real. Comenzando a tratar de los negocios del reino, le demandaron ante
todas cosas que les confirmase uno de los privilegios de la Unión arrancados a
Alfonso III, a saber, la celebración anual de cortes generales aragonesas el
día de Todos Santos, la facultad de nombrar el consejo del rey, y la entrega de
los diez y seis castillos en rehenes a los de la Unión. El rey don Pedro
contradijo al principio esta petición, diciendo que el privilegio estaba de
hecho y por prescripción revocado; la remitió después a la decisión del
Justicia; mas como los infantes le hostigasen con palabras muy duras,
amenazándole que de no hacerlo procederían a elegir otro rey, adoptó éste la
política de concederlo todo para recobrarlo después todo, y les confirmó el Privilegio, y les señaló los castillos que les había de entregar (6 de
septiembre, 1347); pero antes con su acostumbrada cautela había tenido cuidado
de protestar a solas ante el Castellán de Amposta y don Bernardo de Cabrera
(éste era el principal y más íntimo de sus consejeros), que todas las
concesiones que hiciese se entendiera las hacía, no de grado y voluntad, sino
forzado y compelido. Con las concesiones crecían las exigencias. Después de
despedidos del consejo los catalanes, y nombrados otros a gusto de la Unión, pidiéronle que confirmase las donaciones de su padre a la reina doña
Leonor y a los infantes don Fernando y don Juan: le hicieron dar un pregón
mandando salir de la ciudad y de todos los lugares de la Unión en el término de
tres días a los que no la hubiesen jurado, y si después matasen a los que se
hallaban en este caso no incurriesen por ello en pena alguna; y le exigieron
que para mayor seguridad de los confederados los diese en rehenes los
principales de su casa, como así se hizo, poniéndolos a buen recaudo e
incomunicados entre si, pero teniendo el rey la fortuna de quedarse con don
Bernardo de Cabrera, que por su talento, prudencia y valor valía él sólo tanto
como todos los consejeros.
Logró el diestro y hábil Cabrera introducir con mucha maña la
discordia entre los confederados, y segregar de la Unión a varios ricos
hombres, entre ellos al más poderoso de todos don Lope de Luna, con los cuales
y con los que en Valencia seguían la voz del rey llegó a formarse un partido
anti-unionista respetable, contribuyendo en gran parte a ello el disgusto con
que muchos veían que los infantes se valiesen de gente extranjera llevada de
las fronteras de Castilla, cosa que creían contraria a la índole de la Unión y
peligrosa a la tranquilidad del reino. Aunque el rey se había propuesto apurar
la copa del sufrimiento y de las humillaciones accediendo a cuanto lo
demandaban o exigían, esperando con calina y paciencia una ocasión en que
vengarse de sus humilladores, un día en las cortes al oír leer un capítulo de
demandas dirigidas a cercenarle la poca autoridad que le había quedado, ya no
pudo sufrir más, y levantándose de repente le dijo en alta voz al infante don
Jaime: «¿Cómo, infante? ¿no os basta ser cabeza de la Unión, sino que queréis señalaros por concitador y
amotinador del pueblo? Os decimos, pues, que obráis en esto infamemente y como
falso y gran traidor que sois, y estamos pronto a sostenéroslo, si queréis, con
vos cuerpo a cuerpo, cubierto con las armaduras, o sino sin salvarnos con la
loriga, cuchillo en mano; y os haré decir por vuestra misma boca que cuanto
habéis hecho lo hicisteis desordenadamente, aunque renunciemos para ello a la
dignidad real que tenemos y a la primogenitura, y hasta absolveros de la fidelidad
a que me sois obligado.» Y dicho esto, tornó a sentarse. Entonces el infante se
levantó a su vez, y dirigiéndose al rey: «Duéleme mucho, señor, le dijo, oíros
lo que decís, y que teniéndoos en cuenta de padre me digáis semejantes palabras,
que de nadie sino de vos sufriría.» Y volviéndose hacia la asamblea; «¡Oh pueblo cuitado! exclamó: en esto veréis como se os
trata; que cuando a mí que soy su hermano y su lugarteniente general se me
dicen tales denuestos, ¡cuánto más se os dirá a vosotros!» Sentóse el infante:
quiso hablar don Juan Jiménez de Urrea, y el rey no se lo permitió. Levantóse
entonces un caballero catalán camarero del infante, y empezó a decir a gritos! «Caballeros, ¿no hay quien se atreva a responder por el
infante mi señor, que es retado como traidor en vuestra presencia? ¡A las
armas!..»
Y abriendo las puertas de la Iglesia salió alborotando al
pueblo: a poco rato se vio entrar de tropel en el templo la gente popular: el
rey y los de su partido se retiraron a un lado con las espadas desnudas, y
felizmente pudieron abrirse paso y salir de las cortes, sin que sucediesen en
aquel tumulto, cosa que parece casi milagrosa, muertes y desgracias de todo
género, según los ánimos estaban predispuestos y acalorados.
Imposible era ya que parasen en bien aquellas cortes. Cabrera
aconsejaba al rey que se fugase secretamente de Zaragoza, siquiera sacrificase
a los rehenes que estaban en poder de los de la Unión, haciéndose cuenta que
los había perdido en alguna batalla. Por esta vez no siguió don Pedro el
inhumano consejo de su mayor confidente, y pareciéndole mejor llevar adelante
su astuto sistema de concederlo todo para recobrarlo todo, presentóse otro día
en las cortes, y en un estudiado discurso manifestó que el giro peligroso que habían
tomado los asuntos de Cerdeña y de Mallorca reclamaba con urgencia su persona
en otra parte: que restituía a su hermano el infante don Jaime la procuración
general del reino, y revocaba los juramentos y homenajes que se habían hecho a
su hija la infanta doña Constanza; que el Justicia y los consejeros que le había nombrado la Unión arreglarían los asuntos
de interés que quedaban pendientes; y en cuanto a los que requerían ser
determinados en cortes, lo serían en las primeras que se reuniesen, lo cual no
tardaría en suceder, pues esperaba estar de vuelta para el mayo siguiente. Con
esto se despidieron las cortes, satisfechos los de la Unión con haber arrancado
cuantas concesiones se habían propuesto obtener; pusieron en libertad los rehenes,
y el rey se partió para Cataluña (24 de octubre), rebosando en ira, maldiciendo
la tierra de Aragón, y ardiendo en deseos de ejecutar su plan de venganza.
Tan luego como se vio en su deseado suelo de Cataluña, comenzó,
de acuerdo con su hábil consejero don Bernardo de Cabrera, a tomar medidas
contra los de la Unión aragonesa y valenciana, y principalmente contra el infante don Jaime, a lo cual le ayudaban muy gustosos todos los catalanes, justamente resentidos.
Habiendo convocado cortes en Barcelona, don Jaime concurrió a ellas como
procurador del reino; más a pocos días de haber llegado a aquella ciudad, se
supo con sorpresa la noticia de su muerte. El rey dice en su historia que iba
ya gravemente enfermo; más atendidas todas las circunstancias, y las
prevenciones que el monarca había hecho a su tío don Pedro respecto a la persona del infante, no pudo librarse el rey de las sospechas de haber envenenado a su hermano.
Estalló con esto la guerra civil que se veía inevitable, y que
fue la más terrible y sangrienta que jamás en el reino aragonés se había visto.
Comenzó el movimiento por Valencia, saqueando los de la Unión las casas de los
que entendían les eran contrarios. El rey ordenó a don
Pedro de Exerica y al maestre de Montesa que resistiesen con toda su gente a
los tumultuados, y estos invocaron la protección de los unionistas aragoneses,
con arreglo a los pactos y convenciones que entre ellos había. Dieron principio
los combates, y en los primeros encuentros vencieron los de la Unión valenciana
al de Exerica y sus realistas con el pendón de Játiva. Con esta noticia el rey
envió a los vencidos un refuerzo de catalanes al mando del infante don Pedro, y
los de Zaragoza sacaron la bandera de la Unión, que hacia sesenta años no había
salido, y la pusieron con gran pompa y entusiasmo en la iglesia del Pilar. Todo
el reino ardía en bandos y en guerras. Sólo de Valencia salieron treinta mil
unionistas, que cerca de Betera dieron una batalla al ejército real, en que
hubo gran carnicería de ambas partes (19 de diciembre), pero en que los de la Unión quedaron vencedores, y
colgaron los pendones cogidos al enemigo en la iglesia mayor de aquella ciudad.
El rey don Pedro de Aragón despachó una embajada al de Castilla, rogándole por
el deudo que entre ellos había no diese ayuda a los revoltosos de su reino, y
ofreciendo al infante don Fernando la procuración general del de Valencia. Mas
como los de la Unión enviasen también a decir a la reina doña Leonor y al
infante don Fernando, que muerto su hermano don Jaime a él le pertenecía de
derecho la gobernación general de todos los reinos, y que le esperaban y
deseaban, don Fernando atendió más a los unionistas, y acudió en su socorro con
ochocientas lanzas castellanas y mucha gente de a pie, lo cual obligó al rey de
Aragón a prorrogar las cortes de Barcelona y acudir personalmente al foco y
centro de la guerra.
Buscó el rey en Murviedro un punto de apoyo contra los
valencianos. Mas cuando se ocupaba en reparar las fortificaciones de la plaza y
castillo, se movió en la ciudad un grande alboroto contra los de su consejo,
que la mayor parte eran otra vez caballeros del Rosellón, y más principalmente
contra don Bernardo de Cabrera, en términos que todos tuvieron que huir
secretamente de la plaza, dejando al rey casi sólo. Entretanto el ejército de
los jurados aragoneses que iba en socorro de los de Valencia se dividió en dos
bandos por una cuestión suscitada entre sus dos caudillos don Lope de Luna y
don Juan Jiménez de Urrea, y después de haber estado a punto de romper unos con
otros y venir a las manos, el de Urrea continuó con su hueste, y don Lope con
la suya retrocedió a Daroca, donde, por último, se preparó a resistir y ofender
a los de la Unión. Con esto se exaltaron en Aragón todas las parcialidades, se
encendió la guerra, y aquel reino presentaba un cuadro de luchas y de
lamentables escenas no menos funesto que el valenciano. Mas no por eso mejoraba la situación del rey en Murviedro. Reunida ya la hueste de
Urrea en Valencia con las tropas del infante don Fernando, era inminente el
peligro del rey don Pedro. Por fortuna suya el Justicia de Aragón con plausible
celo recorría la tierra exhortando encarecidamente a unos y a otros a la paz:
un nuncio del papa vino a tal tiempo a tratar de reconciliar al rey de Aragón
con el infante don Fernando y con doña Leonor su madre, y prelados y
embajadores de Cataluña cooperaban también a este intento. El rey don Pedro en
su apurada situación, fingiendo otra vez dejarse persuadir y ablandar por las
razones e instancias del legado pontificio, y constante en su doble política de
ceder a las circunstancias y cederlo todo con ánimo de retractar cuando pudiera
lo que la necesidad le había arrancado, declaró al infante don Fernando sucesor
del reino en el caso de no tener hijos legítimos varones, dándole la
procuración y gobernación general, accedió a despedir de su consejo y casa los
que los jurados propusieron que saliesen, concedió al reino de Valencia un
magistrado con las mismas atribuciones que el Justicia de Aragón, y por último
firmó la Unión de Aragón y de Valencia, comprendiendo en ella a los infantes sus tíos y a los caballeros principales de su
parcialidad (marzo, 1348).
Parecía esto el colmo de la humillación, y sin embargo le estaba
reservado sufrirlas mayores. Sus íntimos amigos y valedores don Bernardo de
Cabrera y don Pedro de Exerica, le instigaban a que se fugase de Murviedro,
donde le consideraban como cautivo, y a que fuese con ellos a Teruel, pueblo
entonces decididamente realista. Traslucióse este proyecto, y se movió en
Murviedro otra mayor alarma, alboroto y escándalo que el primero. Se cercó el palacio
por el pueblo amotinado, y se pedía a gritos que el rey y la reina fuesen
conducidos a Valencia y entregados en poder del infante y los de la Unión. Así
se ejecutó, siendo escoltados por una muchedumbre desordenada, con mengua
grande de la majestad real. Salieron a esperarlos el infante y los principales
jurados, y los reyes fueron recibidos en Valencia con extremados trasportes de
júbilo. Celebráronse danzas y juegos, e hiciéronse largas y brillantes fiestas,
que en la situación de los monarcas más podían tomarse por insulto que por
obsequio. En uno de los días que el pueblo se hallaba entregado a aquellos
recreos bulliciosos, uno de la casa del rey tuvo la imprudencia de lanzarse en
medio de la danza popular, llamando traidores a los que bailaban, y
dirigiéndoles otras amenazas y denuestos. Sacaron ellos sus espadas contra el
atrevido agresor; un francés que salió a la defensa de éste hirió con su maza a
uno de los del pueblo: subió con esto la irritación de los populares, creció el
tumulto dando mueras a los traidores rebeldes que mataban a los de la Unión, se
dirigieron los amotinados al palacio, rompieron las puertas y penetraron con las espadas desnudas en los aposentos más interiores, buscando hasta por debajo de las camas a don Bernardo de
Cabrera y a otros privados del rey que decían hallarse allí escondidos. El rey
salió de su cámara y se llegó a la escalera con sola su espada ceñida, y a
instigación de algunos de los suyos tomó una maza, y comenzó a bajar gritando:
«¡A
Nos, a Nos, traidores!»
Por una de esas peripecias y repentinas mudanzas que suele
ocurrir en las conmociones populares, los amotinados, a quienes por lo común
sorprende y arrebata el valor y la serenidad de un personaje perseguido cuando
arrostra el peligro de frente, comenzaron a gritar ¡viva el rey! Así bajó hasta
la puerta, y montando allí en un caballo que le dieron, circundado siempre de
grupos que repetían a grandes voces ¡viva el rey! salió a la rambla. El infante
don Fernando que sintió el alboroto salió también con los conservadores de la
Unión, y con escolta de su caballería de Castilla. Se oponían los populares a
que los castellanos se acercaran al rey. El infante don Fernando, un poco
turbado, se aproximó reverentemente al monarca, y se besaron los dos fraternalmente.
«Entonces, dice el mismo rey continuando esta curiosa relación, seguimos
andando juntos: pedimos de beber, y como nos trajesen agua en una escudilla, el
pueblo se empeñó en que se probara antes de dárnosla, temeroso de que estuviera
envenenada. Así dimos vuelta a la ciudad, y en el momento de tornar a
palacio rendidos de fatiga con intento de acostarnos, un grupo de cuatrocientos o quinientos hombres vino a
danzar bajo nuestras ventanas al son de trompetas y de címbalos, y quieras o no
quieras la reina y Nos tuvimos que tomar parte en el baile. Un barbero que
dirigía la danza se puso entre Nos y la reina, entonando una canción que tenía
por tema: ¡Mal haya quien se partiere! Nosotros callamos y no dijimos una
palabra.» Escena que parece haber sido el tipo de tantas otras como se han
representado en las modernas revoluciones populares.
Muchos atribuyeron a don Bernardo de Cabrera el haber promovido
y concitado aquellos desórdenes a fin de desunir y desacreditar a los de la
Unión: acusación a nuestro juicio infundada, puesto que Cabrera continuamente
representaba al rey que aquellas humillaciones a que se prestaba eran
afrentosas a la majestad, que su política de condescendencia rebajaba la
dignidad real, que no era paz decorosa ni seria triunfo verdadero el que a tal
precio se propusiera alcanzar de sus súbditos, que debía mostrar más valor y
arrostrar más francamente los peligros, concluyendo por aconsejarle
encarecidamente que a toda costa, de secreto o de público, saliera de Valencia
y se fuese a Teruel, donde le esperaría con gran número de ricos-hombres
catalanes y aragoneses de los que deseaban su servicio, o iría él secretamente,
si era necesario, a sacarle de la cautividad en que estaba. Como el rey don
Pedro, a pesar de estos consejos e instancias, no se resolviese a salir de
Valencia, el infatigable Cabrera pasó a Barcelona a negociar con los barones, conselleres
y ciudadanos de Cataluña, casi todos partidarios del rey, la manera de librar
de aquella especie de cautiverio a su soberano. Los de la Unión habían
requerido a los catalanes que enviaran sus procuradores a las cortes generales
que pensaban celebrar para ordenar la casa y consejo del rey, y nombrar un
regente del reino; negáronse a este requerimiento los catalanes a instigación de Cabrera, antes bien acordaron
sigilosamente decir al rey que procurase salir de Valencia y fuese a Barcelona
a celebrar las cortes que había dejado suspensas.
Era esto en el tiempo que estragaba el litoral de España la
terrible epidemia, llamada peste negra, que viniendo de Oriente a Occidente
había asolado la Europa y el mundo, y arrebatado la tercera parte de la
humanidad, según en otro lugar dejamos ya apuntado. Morían en Valencia entonces
sobre trescientas personas cada día, y esto dio ocasión al rey para animarse a
manifestar a los conservadores de la Unión que quería salir de aquella ciudad y
reino por huir del peligro de tan horrible mortandad y trasladarse al de
Aragón. Vinieron en ello los jurados, y se determinó la salida del rey; mas ya
éste había confirmado por segunda vez en Valencia el derecho de primogenitura y
sucesión a sus hermanos los infantes don Fernando y don Juan, revocado la
declaración que había hecho en favor de la infanta doña Constanza, y ratificado
en fin cuanto la Unión pretendía, escribiendo a las ciudades y villas que se
adhiriesen a ella. Todo esto hacia el rey por sí, mientras sus partidarios de
los tres reinos, dirigidos por Cabrera, Exerica, Luna y otros magnates y
caudillos, acordaban entre sí los medios de dar un golpe a la Unión y libertar
a su soberano (junio, 1348). El rey se encaminó a Teruel; el infante don
Fernando se dirigió a Zaragoza, donde se encontraron todas las fuerzas de la
Unión.
Aunque el rey hizo publicar que no llevaba otra intención que la
de restituir la paz al reino, reconciliar los partidos, poner término a sus
diferencias y haberse benignamente con todos, no había quien no estuviese
persuadido de que tan larga querella, según la disposición de los ánimos, no
podía resolverse ya sino por la espada. Desgraciadamente aconteció así,
rompiéndose la guerra por parte de los de la Unión, que se hallaban en Zaragoza
y Tarazona. Entonces don Lope de Luna que capitaneaba las huestes realistas de
Daroca, Teruel y sus comarcas, se dirigió con toda la fuerza de su ejército a
Épila, lugar a propósito para ofender a los de la Unión. Llegado este caso, el
rey y el infante cada cual escribió a las ciudades y ricos-hombres de su
partido para que acudiesen en socorro de sus respectivos ejércitos. El rey don
Pedro arrojó ya la máscara con que hasta entonces había procurado disfrazarse,
y declaró públicamente que la causa que defendía don Lope de Luna era la suya
propia. A fuerza de manejos había logrado separar al rey de Castilla del
partido del infante, y aún obtenido de él un socorro de seiscientas lanzas, y
saliendo de Teruel se encaminó hacia Daroca con intento de incorporarse a don
Lope de Luna que tenía cercada a Tarazona. El ejército de la Unión, compuesto
de quince mil hombres al mando del infante, se puso sobre Épila, que estuvo a
punto de tomar (21 de julio). Acudió entonces dejando el cerco de Tarazona el
de Luna con toda su hueste, y trabóse allí una reñidísima y cruel batalla, en
que el estandarte de la Unión quedó derrotado y el ejército de los confederados
vencido, herido y prisionero el infante don Fernando, y muertos don Juan
Jiménez de Urrea y muchos ilustres ricos-hombres. Habiendo venido el infante
don Fernando a poder de los castellanos, temerosos estos de que su hermano el
rey de Aragón le hiciese matar, le llevaron al rey de Castilla su tío. Los
pendones de Zaragoza y de la Unión quedaron en Épila en memoria de este célebre
triunfo, debido al arrojo y esfuerzo de don Lope de Luna, a quien muy
señaladamente ayudaron los caballeros y gente de Daroca.
Esta batalla fue una de las más memorables que cuenta la
historia de Aragón, y en política acaso la más importante y de más influencia,
pues como dice el cronista aragonés, fue la postrera que se halla haberse dado
en defensa de la libertad del reino, o más bien por el derecho que para
resistir al rey con las armas daba el famoso privilegio de la Unión arrancado a
Alfonso III. Desde entonces el nombre de Unión quedó abolido por universal
consentimiento de todos.
Luego que el rey tuvo noticia de este triunfo, desde Cariñena
donde se trasladó, tomó las convenientes medidas para el castigo de los más
delincuentes, después de lo cual pasó a Zaragoza. Sin embargo no se ensañó con
los vencidos tanto como se temía, y como daba ocasión a esperarlo la invitación
que le hicieron y el estatuto que ordenaron los jurados y concejo de Zaragoza
para que procediese contra las personas y bienes de los más culpados. Trece de estos, todas personas principales de la
ciudad, fueron habidos, procesados y condenados a muerte por motores de la
rebelión y reos de lesa majestad, y como tales sufrieron la pena de horca en la
puerta de Toledo y en otros lugares públicos de la población. En otras diversas
partes del reino se hicieron también ejecuciones y confiscaciones, guardándose
en todos los procesos las formas legales. Entre los bienes secuestrados lo
fueron los de la poderosa casa de don Juan Jiménez de Urrea, señor de grandes
estados; y aunque la reacción no fue tan sangrienta como se había esperado, el
terror fue restableciendo por todas partes la tranquilidad, excepto en
Valencia, donde la Unión se mantenía aún en pie. El rey se apresuró a convocar
cortes generales con el objeto de asentar las cosas de manera que se
consolidase la paz y cesasen para siempre las alteraciones y guerras civiles.
Lo primero de que se trató en estas cortes fue de la abolición
del privilegio de la Unión, a que todos deliberadamente renunciaron, como
contrario a la dignidad y a los naturales derechos de la corona, y como germen
de intranquilidad y de turbulencias para el reino: ordenóse que todos los
libros, escrituras y sellos de la Unión se inutilizasen y rompiesen, y el
nombre de Unión quedó perpetuamente revocado (octubre, 1348). Cuéntase que el
mismo rey don Pedro queriendo romper por su propia mano uno de aquellos
privilegios, al rasgar el pergamino con el puñal que llevaba siempre consigo se
hirió en una mano y exclamó: «Privilegio que tanta sangre ha costado no se debe
romper sino derramando sangre»: de que le quedó el nombre de En Pere del
Punyalet, don Pedro el del puñal. Satisfecha la parte de venganza, manifestó en
un largo razonamiento que otorgaba perdón general de todos los excesos y
ofensas hechas a su real persona y dignidad, a excepción de aquellos individuos
que estaban ya juzgados y sentenciados. Seguidamente hizo juramento de guardar y
hacer guardar inviolablemente los antiguos fueros, usos, costumbres y
privilegios de Aragón, mandando que el propio juramento hiciesen los reyes sus
sucesores, el gobernador general, el justicia y todos
los oficiales del reino. Determinóse en aquellas cortes que en lo sucesivo el gobierno y procuración general hubiera de recaer, no en rico-hombre, sino en caballero natural del reino, para que se le pudiese más obligar a
guardar las leyes, y castigar hasta de muerte si se excediese o abusase de su
cargo. Diose grande autoridad y preeminencia al oficio del Justicia, cuya
jurisdicción recibió desde estas cortes todo su mayor ensanche; y viose con
sorpresa que el rey del puñal, si con una mano hacia trizas el anárquico
privilegio de la Unión, con otra no sólo confirmaba, sino que ampliaba las
antiguas libertades de Aragón.
Faltaba lo de Valencia, donde la Unión se mantenía pujante, sin
desmayar por la derrota de sus hermanos los aragoneses, y dominaba casi todo el
reino, haciendo estragos en él, y en especial en los pueblos de don Pedro de
Exerica y de don Lope de Luna. Decidido el rey don Pedro a sofocar la
insurrección valenciana, hizo equipar una flota en Barcelona para emplearla
contra la ciudad rebelde, mientras él, prologadas las cortes de Zaragoza,
marchaba con don Lope de Luna (a quien había premiado con el título de conde) y
con las huestes de Aragón hacia Segorbe y Valencia, (noviembre 1348). Los de la
Unión, que habían nombrado general de sus tropas a un letrado llamado Juan
Sala, dirigieron urgentes reclamaciones al infante don Fernando para que les
acudiese y valiese con gente de Castilla, más ya el precavido aragonés se había
anticipado a ganar al castellano, el cual halagado con la idea de casar a su
hijo bastardo don Enrique de Trastámara, hijo de su dama doña Leonor de Guzmán,
con una de las infantas hijas del de Aragón, había ofrecido ayudar a éste, y
pendían además entre ellos otras negociaciones relativas a la reina doña Leonor
y a los infantes don Fernando y don Juan. Viéronse pues los valencianos
reducidos a sus solos y propios recursos, y no obstante continuaban estragando
la tierra, atacaban sin cesar a Burriana, el pueblo que resistió más heroicamente
a la Unión, saqueaban la judería de Murviedro, e imponían pena de muerte a todo
el que hablara de rendirse. Pero atacados al fin por todas las fuerzas del rey
en Mislata, fueron rechazados hasta las puertas mismas de Valencia con gran
pérdida de gente. Hubiera podido el rey entrar en la ciudad, pero se detuvo
temeroso de no poder evitar los desastres de un saqueo por parte de sus tropas,
y se contentó con enarbolar su estandarte en el palacio llamado el Real, que
estaba fuera del muro.
Convencidos al fin los valencianos de que «la ira de Dios había
venido sobre ellos para castigarlos por sus pecados», enviaron al rey un
mensaje suplicándole los recibiese a merced. Refiere el mismo monarca en sus
Memorias, que en el primer impulso de su indignación estuvo determinado a
mandar arrasar la ciudad rebelde, ararla y sembrarla de sal, para que jamás
pudiera ser habitada y no quedara rastro ni memoria de ella, pero que oyendo
las súplicas y razones de sus consejeros, que le representaban no ser justo ni
razonable que con los culpables y delincuentes pereciesen los servidores leales
y los inocentes que en la ciudad había, y que fuera mengua de un monarca, y
menoscabo además de su corona destruir tan hermosa población, que era una de
las joyas de España, se dejó ablandar, y accedió a otorgar merced con las
condiciones siguientes: 1.ª que se confiscarían los bienes de los que habían
muerto con las armas en la mano: 2.ª que serían exceptuados del perdón algunos
que él nombraría: 3.ª que tampoco serían comprendidos en el indulto general los
que se hallaron en las tres principales batallas que se dieron en aquel reino
entre los de la Unión y los capitanes del rey, a saber, la de Játiva, la de
Betera y la de Mislata: 4.ª que le serían entregados todos los privilegios de la
ciudad para confirmar los que le pareciese y revocar los otros. Aceptadas estas condiciones, entró el rey don Pedro en la ciudad de Valencia (10 de
diciembre 1348), con todo su ejército en orden de guerra, pasó a la catedral a
dar gracias a Dios, hizo después un largo razonamiento al pueblo enumerando los
graves delitos que habían cometido, concluyendo por decir que como rey
misericordioso y clemente ofrecía perdón general y total olvido de lo pasado.
Esto no impidió para que cinco días antes de Navidad diese
sentencia de muerte contra veinte personas, de las cuales unos fueron
degollados, arrastrados otros, y a otros se les dio un nuevo y más horroroso
género de tormento y de muerte. Consistió este suplicio (horroriza decirlo, y
no lo creyéramos si no lo leyésemos en la Crónica misma del rey) en derretir en
la boca de los sentenciados el metal de la campana que los de la Unión habían
hecho construir para llamar a consejo sus conservadores646. La pena era horrible,
pero al decir del rey recaía sobre quienes se habían hecho merecedores de
ejemplar escarmiento y castigo: puesto que, según él afirma, los jefes de la
Unión, habían inventado también y organizado un sistema de terror, que
consistía en que un Justicier, creado por ellos, iba de noche a las casas de
los que habían sido condenados por enemigos de la Unión, les intimaba que le
siguiesen al tribunal de los conservadores, más lo que hacía era llevarlos a
ahogar al río. En la sala del tribunal tenían colgados diversos sacos, y por
los que faltaban a la mañana siguiente entendían los que habían sido
secretamente ejecutados, y ellos decían entre sí, haciendo donaire de la
crueldad, que la noche pasada se habían dado órdenes. Después de la fiesta de
Navidad se hicieron de orden del rey otras varias ejecuciones, y entre los que
fueron arrastrados por la ciudad lo fue el letrado Juan Sala, el caudillo
últimamente nombrado de la Unión. Este nombre fue también abolido perpetuamente
en Valencia en cortes generales. Diéronse otras varias disposiciones para castigar los delincuentes y sosegar el reino de los escándalos y alteraciones pasadas, y el rey atendió con
mucha solicitud a la frontera de Castilla, receloso siempre de la reina doña
Leonor, su madrastra, y más del infante don Fernando, su hermano, que con
algunas compañías de gente de a caballo se había puesto sobre Requena.
De esta manera fue extinguida y como arrancada de cuajo la
formidable liga de la Unión, y tal desenlace tuvo la sangrienta y porfiada
lucha entre el trono y la alta aristocracia aragonesa, que venía de largos
tiempos atrás iniciada, y en que tantas humillaciones había tenido que sufrir
la autoridad real: resultado debido a la política astuta y ladina del rey don Pedro IV, a su perseverancia y tesón para llegar a un fin
sin reparar en los medios, a su mezcla de cobardía y atrevimiento, de rigor y
de clemencia, que nos hace admirar su carácter sin amarle: resultado de que fue
un milagro ver salir ilesas antiguas y legítimas libertades del reino aragonés,
y que honra, a pesar de los defectos de su índole y condición, a don Pedro el
del Puñal.
Ocurrió después de esto la final destrucción y muerte de Jaime
II de Mallorca, que ya hemos referido (1349): la alianza y amistad de Pedro IV
de Aragón y Alfonso XI de Castilla, que se negoció por medio de don Bernardo de
Cabrera, hallándose el monarca castellano sobre Gibraltar, para ayudarse
mutuamente en la guerra contra los moros, de que dimos cuenta en la historia de
aquel reino; y la terminación del ruidoso pleito entre el monarca aragonés y su
madrastra doña Leonor y los infantes don Fernando y don Juan, sus hermanos,
dejándoles las villas y castillos de que respectivamente les había hecho
donación el rey Alfonso IV, de que también hemos informado ya a nuestros lectores.
Había en este intermedio fallecido, víctima de la epidemia, la
segunda esposa del rey, doña Leonor de Portugal (1348). Pensó pronto don Pedro
en un tercer enlace, para el cual se fijó esta vez en la casa de Sicilia,
aliada de la de Aragón. Aquel desgraciado reino desde la muerte del duque Juan
de Atenas, tío y tutor del rey Luis, niño de cinco años, se había hecho teatro
de lamentables discordias y guerras intestinas. El partido de la reina madre,
que dominaba con gran preponderancia en Mesina, perseguía entonces
encarnizadamente a los aragoneses establecidos en Catania; que aragoneses y
catalanes con sus privilegios habían provocado la enviada de los sicilianos y
concitado contra ellos una revolución de parte de los naturales del país, que
no se proponían menos que extirparlos si pudiesen y acabar la memoria de la
casa real de Aragón. En tales momentos llegaron a Sicilia embajadores de don
Pedro IV, encargados de pedir para él la mano de la hermana del rey Luis, hija
de don Pedro y de doña Isabel de Carinthia, llamada también Leonor como la
princesa difunta de Portugal647. Diósele al monarca aragonés la infanta de
Sicilia, más no sin que el partido siciliano la hiciese antes renunciar a sus
derechos eventuales a la corona de aquel reino. Fue pues, conducida la princesa
doña Leonor por mar a Valencia, donde se celebró con solemnes fiestas su
matrimonio (1349). Al año siguiente la nueva reina con universal alegría de los
tres reinos dio a luz en la villa de Perpiñán un príncipe a quien se puso por
nombre Juan, en memoria del día en que nació (27 de diciembre, San Juan apóstol
y evangelista), y el cual fue recibido como iris de paz, puesto que cortaba las
pretensiones y zanjaba el famoso pleito de sucesión entre los infantes don
Fernando y don Juan sus tíos y la infanta doña Constanza su hermana.
Encomendóse su educación al consejero don Bernardo de Cabrera: diósele luego el
título de duque de Gerona, que pasó a ser anexo a la primogenitura de Aragón, y
en 1351 fue jurado en cortes heredero y sucesor del reino.
Encontrábase el rey don Pedro IV de Aragón al promediar el siglo
XIV en una situación no solamente desahogada sino hasta halagüeña. Había terminado la guerra de la Unión; se veía poseedor tranquilo de los
estados de Mallorca, y tenía un heredero varón que frustraba las pretensiones y
tentativas de sus hermanos. Faltábale asegurarse la alianza y amistad de los
vecinos monarcas, y a esto consagró su atención y sus esfuerzos. Pendía con el
rey de Francia la cuestión sobre la baronía de Montpellier con los vizcondados
anexos, que el destronado rey de Mallorca había vendido a aquel soberano.
Reclamábalos el aragonés como parte integrante del reino de Mallorca que don
Jaime II no había podido enajenar. Sostenía el de Francia la validez de la venta:
mas después de algunos altercados y disputas concordáronse en que el señorío de
Montpellier quedase del dominio del de Francia, pagando éste al de Aragón lo
que de su precio restaba a deber. Hizose este ajuste, porque tratándose al poco
tiempo de casar a la infanta doña Constanza de Aragón con el nieto del de
Francia, Luis conde de Anjou, se estipuló entre los dos monarcas un pacto de amistad y confederación para valerse mutuamente contra todos sus enemigos. El casamiento se hizo
después con la infanta doña Juana hija segunda del de Aragón.
Este año de 1350, notable en la cristiandad por el segundo
jubileo general que concedió el papa Clemente VI reduciendo su término a
cincuenta años, y en Aragón por haberse ordenado que los instrumentos públicos
se datasen empezando a contar el año por el día del Nacimiento del Señor, en
lugar del de la Encarnación como se hacía antes, lo fue también por las
defunciones casi simultáneas de tres reyes; Felipe de Valois de Francia, a
quien sucedió su hijo Juan II; Juana de Navarra, a quien heredó su hijo Carlos
el Malo, y Alfonso XI de Castilla, cuyo trono ocupó su hijo Pedro el Cruel.
Procuró el aragonés mantener con los nuevos soberanos las buenas relaciones que
le unían con sus padres. Al de Navarra le propuso el enlace con la hermana de
la reina de Aragón, hija de los de Sicilia, pero aquel príncipe siguió la
tendencia de sus antecesores y prefirió una de las hijas del monarca francés.
Desconfiaba el de Aragón del nuevo rey don Pedro de Castilla, y temeroso de que
diese favor al infante don Fernando que amenazaba entrar otra vez en Valencia
con muchas compañías de a caballo, mandó a todos los ricos-hombres, caballeros
y gente de guerra de aquel reino, que se apercibiesen para guardar y defender
la frontera, cuya medida aplazó por lo menos un rompimiento entre dos monarcas
que no podían ser amigos.
Ocupado Pedro IV de Aragón en los graves negocios interiores del
reino de que acabamos de dar cuenta, no había podido atender como hubiera querido a los asuntos de Cerdeña, de ese malhadado feudo que parecía haber sido
adquirido para consumir el oro y la sangre de la nación aragonesa, siempre
inquietado por la señoría de Génova, perpetua rival de Cataluña, y por la
turbulenta y poderosa familia de los de Oria. Verdad es que en el principio de
su reinado (1336) logró ajustar una paz, que por lo menos ya que no prometiese
ser duradera, le dio un respiro y puso las cosas en algo mejor estado que el
que antes tenían. Mas todas sus gestiones y súplicas al papa Benito XII, que
nunca se mostró propicio al aragonés, para que le relevara del censo que por
aquella posesión pagaba a la Iglesia, fueron enteramente infructuosas, y en
este punto no alcanzó más de lo que había conseguido su padre Alfonso IV; y
siendo aquella isla tan infecunda en productos para Aragón que apenas
alcanzaban las rentas para el mantenimiento del ejército y la conservación y
presidio de las plazas, tenía el monarca aragonés que pagar el censo de los
fondos de su propia cámara. Concediólo en un principio el papa, como por
especial merced, que le hiciese el juramento de fidelidad por medio de
embajadores; pero más adelante tuvo el rey de Aragón que ir en persona a Aviñón
a prestar el homenaje a la Santa Sede. Y en cuanto a Córcega, no se había
obtenido otra cosa que el título y el derecho. Por otra parte la paz de Cerdeña
había sido, como era de esperar, bien poco respetada por los enemigos de la
dominación aragonesa, y manteníase la isla en un estado indefinible, que ni era
paz ni era guerra, y más bien que por los esfuerzos y el poder de los
gobernadores aragoneses, limitados a la defensa de los castillos, se sustentaba
por las rivalidades mismas entre pisanos y genoveses, entre los de Oria y los
marqueses de Malaspina.
En tal estado permaneció hasta 1347, en que los siete hermanos
Orias enarbolaron el nuevo estandarte de la rebelión, se apoderaron de Alguer y
otros castillos, pusieron en gran estrecho la ciudad de Sacer y pidieron al rey
exenciones y privilegios exagerados. Envió el aragonés algunos refuerzos, que no podían ser grandes, envuelto como se hallaba en las
cuestiones con los de la Unión, y protegidos los de Oria por los genoveses
dieron una batalla en que quedaron derrotadas las tropas aragonesas, con muerte
de Gueran de Cervellon y sus hijos, y de muchos ilustres caballeros y
ricos-hombres. Apresuróse el rey a proveer los cargos de los que allí murieron,
e hizo llamamiento general a los barones y caballeros heredados en la isla para
que acudiesen en su socorro. La ciudad de Sacer fue libertada; pero ni la
señoría de Génova ni la familia de los de Oria dejaban un momento de reposo a
los aragoneses, y para mayor infortunio suyo la célebre epidemia de 1348 hizo
en ellos horrible mortandad y estragos, señaladamente en la ciudad de Caller,
de modo que era por todos lados costosa y funesta a Aragón la posesión precaria
de aquella isla.
Cuando en 1351 se hallaba
Pedro IV de Aragón en la situación ventajosa que dijimos, extinguida la Unión, vencido y muerto el rey de
Mallorca, y en paz con Francia, con Navarra y con Castilla, sólo en Cerdeña
ardía el fuego de la rebelión, y andaba todo tan perturbado y revuelto y en tal
peligro por parte de todos los contendientes, que hubieron de convenirse el
monarca aragonés y el duque y la señoría de Génova en enviar sus embajadores a
la corte del papa para que viese el medio de evitar un rompimiento que pudiera
ser calamitoso a todos. Por fortuna para el rey don Pedro se hallaban entonces
en guerra venecianos y genoveses, y un embajador del común de Venecia vino a
Perpiñán a proponerle con empeño se confederase con aquella república contra
sus comunes enemigos los de Génova. Varió con esto totalmente el rumbo de los
negocios. El de Aragón aceptó la alianza, por más sagacidad que empleó otro
embajador genovés para retraerle y apartarle de ella, y una armada de veinte y
cinco galeras al mando del catalán Ponce de Santa Pau salió de las costas de
Valencia y Cataluña a incorporarse con la de los venecianos que se componía de
treinta y cinco. Génova por su parte lanzó al mar hasta sesenta y cinco
galeras. Encontráronse las escuadras cerca de Constantinopla, cuyo emperador,
Juan Paleólogo, envió nueve de sus galeras en ayuda de los aliados de Venecia y
España. Un furioso temporal dispersó la flota genovesa, lo cual no estorbó para
que la escuadra confederada la persiguiese, y en el estrecho canal del Bósforo
Tracio que divide a Europa de Asia, entre los mugidos de las olas de un mar horriblemente embravecido se
dio uno de los más terribles combates que cuentan los anales de la marina (13
de febrero, 1352). La armada genovesa quedó derrotada, cogiéronsele veinte y tres galeras, estrelláronse otras, gran parte de
la gente fue pasada a cuchillo, y muchos se arrojaron al mar. El triunfo costó
caro a los vencedores, perdieron catorce galeras, pereció el almirante de la
flota valenciana Bernardo de Ripoll, y el almirante en jefe Ponce de Santa Pau
quedó tan quebrantado y recibió tantos golpes en su persona, que de sus resultas sucumbió en Constantinopla al mes
siguiente.
Lejos de desalentar los de Génova por aquel contratiempo que
parecía decisivo, vioseles al poco tiempo equipar otra armada de cincuenta y
cinco naves. Intentó el papa restablecer la paz entre Génova y Aragón, a lo
cual contestaba el rey don Pedro que la aceptaría siempre que viniese en ello
la señoría de Venecia, y le entregasen los genoveses la isla de Córcega y lo
que le tenían usurpado de Cerdeña. Frustró estas negociaciones la inopinada
defección del juez de Arborea, que había sido siempre fiel al rey de Aragón, y
concibió el pensamiento de irse apoderando poco a poco de la isla hasta hacerse
rey y señor de ella. Esto movió al aragonés a enviar una flota de cincuenta
naves al mando del anciano don Bernardo de Cabrera, la cual uniéndose en las
aguas de Cerdeña a veinte galeras venecianas batió a la armada genovesa cerca
de Alguer, apresóle treinta y tres bajeles, y dio muerte a ocho mil genoveses,
haciendo tres mil prisioneros. Rindióse Alguer a las armas de Aragón, y convencida
Génova de que era demasiado débil para luchar sola contra dos tan poderosos
enemigos, se echó en brazos del señor de Milán, Juan Visconti, reconociendo su
soberanía (1354).
Continuaba el papa Inocencio VI (que había sucedido a Clemente
VI en diciembre de 1352) en su buen propósito de concordar la señoría de Génova
con el rey de Aragón, mas todos sus esfuerzos se estrellaban contra la
tenacidad de los genoveses, alentados coa el nuevo favor del señor de Milán y
con la cooperación del juez de Arborea. Así a pesar de una nueva batalla naval
ganada por el infatigable don Bernardo de Cabrera, Alguer se perdió de nuevo,
Villa de Iglesias y otros castillos se entregaron a los rebeldes, y Sacer se
veía estrechada por los de Génova. Fuele preciso a don Pedro de Aragón acudir
en persona a la guerra de Cerdeña. Aprestóse en las costas de Cataluña una
fuerte y numerosa escuadra. Un duque alemán, tío del rey de Polonia, y muchos
nobles ingleses y gascones vinieron espontáneamente a formar parte de una
expedición que prometía ser famosa. La misma reina de Aragón quiso participar
de los peligros y de las glorias de su esposo. La armada, compuesta de cien
bajeles entre grandes y medianos, se dio a la vela en el puerto de Rosas, y
después de una feliz travesía arribó a la vista de Alguer, donde se le
reunieron treinta galeras venecianas. El ataque de Alguer fue terrible, pero no
era menos vigorosa y tenaz la resistencia. La escasez de mantenimientos en el
ejército real era tal que tenía que proveerse de subsistencias de Cataluña, y
las enfermedades diezmaban la hueste de Aragón. El rey mismo adoleció de
tercianas, que era fatal a los aragoneses aquel insalubre clima, y más en la
estación del otoño. El dux de Venecia había expedido una embajada al aragonés
para persuadirle a que tratara de concertarse con el poderoso señor de Milán,
en cuyo apoyo fundaban sus mayores esperanzas el de Arborea y los genoveses.
Por otra parte don Bernardo de Cabrera y don Pedro de Exerica, casado este
último con una hermana del juez de Arborea, interpusiéronse con éste para que
se redujera a la obediencia del rey, devolviéndole Alguer y otras fortalezas,
lo cual se realizó, dejando el rey al de Arborea y a sus herederos por
cincuenta años otros castillos y lugares en la Gallura; concierto que pareció
afrentoso a los aragoneses, y resultado que se tuvo por poco digno de tan
poderoso rey y de tan formidable escuadra (1355).
Hizo el rey su entrada con la reina en Alguer (Alghero), de
donde pasó a visitar a Sacer (Sassari), y de allí se trasladó a Caller
(Cagliari), donde convocó a cortes generales a todos los sardos. Astuto y sagaz
el juez de Arborea, anduvo entreteniendo y rehusando de verse con el rey de
Aragón, y ni aún quiso concurrir a las cortes contentándose con enviar a ellas
su esposa y su hijo primogénito, y por su causa dejó de asistir también Mateo
de Oria. La conducta de estos dos personajes fue cada vez más convenciendo al
rey de Aragón de que ni estaban en ánimo de cumplir lo capitulado, ni
renunciaban al señorío de la isla, para lo cual sólo esperaban oportuna
ocasión. Fuele pues forzoso emprender de nuevo la guerra con un ejército
menguado por las enfermedades. A este tiempo el papa Inocencio VI, en unión con
Carlos rey de Romanos, había logrado poner en paz las dos repúblicas de Génova
y Venecia, dejando fuera de ella al rey de Aragón. Era en aquella sazón dux de
Venecia Marino Faliero, el mismo que con muchos gentiles-hombres conspiró
contra la república por tiranizarla, y siendo descubierta la conjuración les
costó al dux y a los principales conspiradores ser decapitados. Viéndose sólo
el aragonés, entró otra vez en tratos con los rebeldes, y recibió a merced al
juez de Arborea con que le restituyese algunos castillos y le hiciese homenaje
por otros, con otras condiciones semejantes a las del primer tratado, y perdonó
también a Mateo de Oria con que le reconociese vasallaje por los feudos que
tenía en Cerdeña, y se obligase a servir como fiel vasallo al rey. Con esto
creyó don Pedro de Aragón poner en buen estado la isla, y dejando algunos de
los de su consejo encargados de procurar que el de Arborea cumpliese lo
pactado, apresuróse a salir de aquella isla fatal con su armada, y a 12 de
septiembre (1355) arribó a Badalona en Cataluña.
Falleció en este tiempo don Luis rey de Sicilia, y sucedióle su
hermano don Fadrique que se intituló rey de Sicilia y duque de Atenas y
Neopatria: primero que usó de estos títulos, que quedaron de allí adelante a
sus sucesores, y hoy los tienen los reyes de España por razón del reino de
Sicilia. Era la situación del reino siciliano sobremanera deplorable. Niño de
trece años el rey, llamado el Simple por su escasa capacidad intelectual, dada
la gobernación del Estado a la infanta doña Eufemia su hermana, en guerra no ya
solamente los catalanes y aragoneses de la isla contra los de Claramonte, sino
aragoneses y catalanes entre sí, tíos y sobrinos, deudos y hermanos, todo era
alteraciones, miserias y escándalos, y no había más gobierno ni política que la
fuerza y el poder de las armas. «No sé yo de reino ninguno de la cristiandad,
dice el juicioso cronista de Aragón, que padeciese en un mismo tiempo tantos
trabajos y males como aquel en esta sazón, que tenía por enemiga a la Iglesia,
y estaba entredicho, y le hacían guerra la reina Juana y el rey su marido dentro
en su casa, y cada día se le iban ganando lugares y castillos por los de
Claramonte, y lo que era última miseria, ser el rey tan mozo y simple, y
gobernado por mujer, y por parcialidad y bando y habiendo tan grande disensión
y contienda entre los mismos barones catalanes y aragoneses que le habían de
amparar y defender, que era entre ellos mucho más terrible la guerra que la que
solían hacer los enemigos antiguos en los tiempos pasados.»
Persuadido don Pedro IV de Aragón de que cumplía a su honor
acudir al remedio de tan miserable estado, y más tratándose de casar a su hija
doña Constanza con el rey don Fadrique de Sicilia, como antes se trató de
casarla con su hermano don Luis, envió primero embajadores al papa, y después
fue él personalmente a Aviñón (1356), con el doble objeto de hacer que el
pontífice entendiese en el remedio de las guerras y males que afligían a
Sicilia, y de que arreglase de acuerdo con el colegio de cardenales lo relativo
a Cerdeña, sobre cuya isla continuaban las complicadas pretensiones del rey de
Aragón, de la república de Génova, del señor de Milán, del juez de Arborea, y
de la casa de los Orias. Pero después de algunas pláticas las cosas se quedaron
en tal estado, o por mejor decir, vinieron otra vez a rompimiento por la
traición con que Mateo de Oria faltó a todo lo pactado: el rey se volvió a
Perpiñán, y otra armada fue enviada prontamente a Cerdeña. No pudo don Pedro
alejarse de Perpiñán en razón a las grandes novedades ocurridas en Francia con
motivo de la famosa batalla de Poitiers, ganada por Eduardo, príncipe de Gales,
hijo del rey de Inglaterra, en que quedaron prisioneros el rey de Francia y su
hijo menor Felipe, y muertos su hermano el duque de Borbón, padre de doña
Blanca, mujer del rey don Pedro de Castilla, con otros grandes del reino: lo
cual no sólo impidió que se efectuase el concertado enlace de la infanta doña
Juana de Aragón con Luis, conde de Anjou, que estaba a punto de concluirse,
sino que entorpeció también el de doña Constanza con don Fadrique de Sicilia,
que estaba todavía más adelantado. Las cosas de Sicilia marchaban tan
adversamente para don Fadrique, que sin la constancia y maravilloso esfuerzo de
don Artal de Alagón hubiera acabado de perder el reino.
Rota por otra parte la guerra entre los dos Pedros de Aragón y
de Castilla (de cuyo principio y sucesos daremos cuenta cuando volvamos a la
historia de este último reino), poco podía hacer el aragonés ni en favor de
Sicilia ni en favor de Cerdeña, que se convirtieron para él en dos objetos
secundarios, absorbida toda su atención en lo que tenía más cerca y le
interesaba más directamente. Sin embargo, las cosas de Cerdeña mejoraron algún
tanto con la muerte del rebelde Mateo de Oria (1358). Pero las de Sicilia
empeoraron tanto para el rey don Fadrique, que no teniendo a quien volver los
ojos sino al de Aragón, le rogó encarecidamente le socorriese con una armada, y
para más obligarle hizo donación de su reino y de los ducados de Atenas y
Neopatria y del condado de Carintia en favor de la reina de Aragón su hermana,
o de alguno de sus hijos, el que ella eligiese. Mas el aragonés se hallaba en
tal necesidad por la guerra de Castilla, que no solamente no podía socorrer a
otros, sino que tuvo que llamar príncipes extraños en propio auxilio y que
confederarse con el rey de los Beni-Merines de África. Así fue que convencido
de la imposibilidad de atender siquiera a lo de Cerdeña, tuvo a dicha el poder
transigir con la república de Génova, cuyo dux era entonces Simón Bocanegra
(1360), comprometiendo sus diferencias en el marqués de Montferrato, el cual
sentenció que hubiese verdadera paz entre ellos, y que el de Aragón entregase a
la señoría de Génova la disputada ciudad de Alguer, y Génova cediese al
aragonés la no menos disputada villa y castillo de Bonifacio.
La circunstancia de haber el infante don Fernando, hermano del
rey de Aragón, tomado a su cargo la guerra contra el de Castilla (por causas
que explicaremos en otro lugar), permitió al final monarca aragonés enviar al
atribulado don Fadrique de Sicilia no sólo la infanta doña Constanza su
prometida esposa, sino también un pequeño auxilio de ocho galeras. Las bodas se
celebraron en Catania (1361), y con declarar el de Aragón que tomaba bajo su
amparo aquel príncipe, y con el socorro de aquella pequeña flota, y con el valor
y constancia del conde don Artal de Alagón, defensor incansable de don
Fadrique, sufrieron tal mudanza las cosas de aquel reino, que de la última miseria y adversidad en que estaban pasaron a suceder próspera y felizmente para el protegido de Aragón, cayendo en abatimiento la causa de la reina doña
Juana, prestándose todas las parcialidades a obedecer a su legitimo rey,
quedando ya muy pocas ciudades en poder de sus enemigos, y comenzando don
Fadrique a ejercer de hecho una autoridad y a revestirse de una soberanía que
hasta entonces había sido solamente nominal.
En una ocasión estuvo ya el rey don Pedro a punto de ser privado
del reino de Cerdeña por la misma silla pontificia. La guerra de Castilla le
había puesto en tan grande estrecho y necesidad, que como medio único para
poder sustentar su gente procedió a la ocupación de todos los bienes de la
cámara apostólica, y de los frutos y
rentas de todos los beneficios de los
cardenales y otros eclesiásticos que se hallaban ausentes del reino, y esto lo hacía
en público pregón. Noticioso de ello el papa Urbano V, reunió el consistorio, y
en él se trató de excomulgarle y poner su reino en entredicho, privándole
además del reino de Cerdeña, y dando su investidura a otro. Reflexionando
entonces don Pedro que si la Iglesia diese aquel reino al juez de Arborea en un
sólo día podrían rebelársele todos los sardos, recordando la historia de sus
mayores, y que ningún monarca por poderoso que fuese había tenido contra sí la
Iglesia que a la postre no hubiera redundado en su daño, envió a su tío el
infante don Pedro para que le excusara ante el pontífice, y le expusiera al
propio tiempo que él había consultado a grandes letrados, y que estos
unánimemente le habían dicho que en extremas necesidades como era la suya,
podía tomar no sólo los frutos y rentas eclesiásticas, sino todo el oro y la
plata de las iglesias devolviéndolo a su tiempo, puesto que era para defender
la tierra, lo cual redundaba en beneficio universal de clérigos y legos. En
fin, con la ida del infante don Pedro se sobreseyó en aquel asunto (1364), más
lo que el papa no llegó a conceder, trató el juez de Arborea de tomarlo de
propia autoridad, logrando poner en armas la mayor parte de los sardos.
De tal manera progresaba en su rebelión Mariano, juez de
Arborea, que el rey en medio de sus vastas atenciones se vio precisado a enviar
nuevos refuerzos (1366) al mando de don Pedro de Luna, uno de los principales
ricos-hombres y de los más valerosos del reino. Llegó éste en 1368 a tener
cercado al de Arborea en Oristan, pero un descuido que tuvo, dejando a sus
tropas esparcirse por la comarca, le aprovechó tan grandemente el de Arborea
que cayendo sobre el real de rebato rompió y desbarató el campo aragonés,
quedando allí muertos don Pedro de Luna y su hermano don Felipe con otros
muchos caballeros: golpe que puso en el mayor peligro la isla, y que inspiró al
rey el pensamiento de volver allá en persona con la armada, y residir en ella
hasta reducirla a su obediencia. Llegó a pregonarse la ida del rey (1369), y
aún se dieron los guiajes a los que
habían de ir en la expedición, si bien más con intento de alentar a los suyos
que de ponerlo entonces por obra. Mas entretanto el juez de Arborea se iba
apoderando de la isla, entregósele la ciudad de Sacer, puso en grande aprieto
al gobernador del castillo, y estuvo ya para perderse la isla, discordes entre
sí los pocos catalanes y aragoneses que en ella quedaban, y desavenidos el capitán general y el gobernador del castillo.
Apelaba ya el rey de Aragón a recursos extremos para mantener
aquella posesión que veía escapársele. En 1371 se concertó con un caballero
inglés llamado Gualter Benedito para que con una hueste de ingleses y
provenzales fuese a sostener las ciudades que le quedaban en Cerdeña, y dio a
Gualter el título de conde de Arborea. Mostrábanse ya los pueblos de su reino
altamente disgustados y aún irritados con los gastos, impuestos y sacrificios
de oro y de sangre que costaba el empeño de sostener aquella conquista, y en la
cual decían, no había persona principal que no hubiese
perdido algún deudo muy cercano. «Que deje el rey, añadían, para los mismos
sardos esa tierra miserable y pestilencial, de gente vilísima y vanidosísima, y
que sea guarida para los corsarios genoveses, y población de desterrados y
malhechores. ¿Qué premio son sus bosques y montañas llenas de fieras en
recompensa de tantos y tan excelentes caballeros como han muerto en su
conquista? ¿Qué cotejo tiene la isla de Sicilia, y los fértiles y abundosos
campos de Girgenti y de Lentini, con los miserables yermos de esa isla, cuyo
aire y cielo es además pestilencial?» Pero el rey se obstinaba en su defensa
como si se tratase de una pertenencia principal de su corona. Poco prosperó sin
embargo con la ayuda de aquellos auxiliares extranjeros, porque en cambio los
genoveses, sin tomar en cuenta la paz que tenían asentada con el de Aragón,
equiparon y enviaron en 1373 una gruesa armada a Cerdeña en favor del juez de
Arborea. El incansable aragonés no obstante tener entonces su reino amenazado
por Francia, por Mallorca y por Castilla, todavía no desistió de despachar más
refuerzos a Cerdeña al mando de don Gilabert de Cruyllas. La guerra continuaba
para mal de todos en aquella isla desventurada. Los aragoneses a quienes su mala
suerte tenía allí se hallaban en el extremo de la miseria y de la
desesperación: los que defendían al juez de Arborea tampoco gozaban de
condición más ventajosa: el papa Urbano VI, nada propicio al rey de
Aragón, y de índole naturalmente áspera, le conminó también con privarle de la isla: en tal situación, y como remedio parcial que no
hacía sino prolongar la enfermedad y hacerla crónica, renovó en 1378 la paz con
la señoría de Génova, en términos semejantes a la que antes se había hecho por
mediación del marqués de Monferrato.
Continuaron así las cosas de Cerdeña hasta 1383, en que cansados
los mismos sardos que se levantaron con Mariano, juez de Arborea, y con Hugo,
su hijo, de su tiránica dominación, se rebelaron contra él y le mataron, ensañándose en su
persona y ejecutando con él las propias crueldades que él había usado y le
habían visto ejecutar. Creyóse entonces que los mismos sardos se vendrían a la
obediencia del rey de Aragón, o que sería fácil reducirlos. Corroboraba esta
idea la circunstancia de haber venido a Monzón, donde el rey celebraba cortes,
el caballero Brancaleon de Oria, casado con Leonor de Arborea, hermana del
último juez, ofreciendo servir al monarca en reducir a su obediencia aquella
isla. Recibióle grandemente don Pedro, y le dio el título de conde de Monteleon.
Pero engañáronse todos. Los sardos pensaron entonces en hacer aquel reino un
estado libre e independiente, y en el caso que no lo pudiesen alcanzar entregarse a la señoría de Génova. Esta resolución tan contraria a los
derechos de la Iglesia como a los del monarca aragonés, fue causa de que
procurasen el rey don Pedro y el papa Urbano entenderse y confederarse, con
ánimo cada cual de sacar para si el mejor partido de la nueva situación. Mas
habiendo sido avisado en este tiempo el aragonés, de que doña Leonor de Arborea
con su hijo recorrían la isla apoderándose de todas las ciudades y castillos
que había tenido el juez su hermano, retuvo el rey en su poder a Brancaleon su
marido, hasta que éste le hizo y juró pleito homenaje, de que en llegando a Cerdeña
reduciría a su esposa y su hijo a que se sometiesen al rey, y cuando no pudiese
haberlos se entregaría a Bernardo de Senesterra, jefe de la armada aragonesa
que iba a partir para la isla, para que le tuviese en el castillo de Caller.
Así sucedió. Brancaleon no pudo recabar de su mujer que viniese a concordia,
que era doña Leonor mujer no menos resuelta y de no menos ambición y orgullo
que su hermano, y Brancaleon su marido cumplió su compromiso de darse a prisión
en el castillo de Caller.
Por último, en 1386, el poderoso rey de Aragón se vio en la
necesidad de transigir con una mujer, pactando con doña Leonor de Arborea:
1.° que
perdonaría a los sardos rebeldes y les confirmaría las libertades y franquezas
que doña Leonor les había concedido por diez años:
2.° que
pondría en libertad a Brancaleon de Oria, su marido, y a todos los que estaban
presos en Cerdeña:
3.° que
en los castillos que habían sido antes del rey pondría éste la guarnición que
quisiese, excepto en el de Sacer, .cuyos soldados habían de ser sacereses:
4.° que
ningún aragonés ni catalán de los heredados en la isla había de residir en
ella:
5.° que
habría un gobernador en toda la isla, y un oficial y un administrador en cada
lugar para recaudar las rentas reales, pero que todos los demás oficiales
serían naturales de la isla:
6.° que
los oficiales reales se relevarían de tres en tres años, y que los que hubiesen
gobernado mal no podrían volverse al país:
7.° que
con estas condiciones le serían restituidos al rey todos los pueblos y castillos
que eran de la corona real antes de la guerra: y
8.° que
a doña Leonor le quedaría todo el estado que fue del juez de Arborea, su padre,
antes de la rebelión, pagando lo que en este tiempo no había satisfecho por el
feudo. Esta humillante concordia fue jurada por el rey en Barcelona (agosto,
1,386). Pero ni esto se pudo cumplir por la muerte que luego sobrevino a don
Pedro IV, y Brancaleon de Oria y su mujer doña Leonor perseveraron después en
su rebelión, dejando don Pedro en herencia a su sucesor, después de tantos
años, la fatal cuestión de Cerdeña.
Veamos el rumbo que tomaron las cosas de Sicilia durante el
reinado de don Pedro IV De Aragón.
Por un pacto celebrado en 1372 entre el rey don Fadrique de
Sicilia y la reina doña Juana de Nápoles, su constante competidora, habíase
convenido en que don Fadrique tuviese por sí y por sus sucesores la isla de
Sicilia, o el reino de Trinacria con las islas adyacentes por la reina doña
Juana y sus hijos y descendientes legítimos tan solamente, haciéndole pleito-homenaje
y pagándole un censo anual: y en que don Fadrique y sus sucesores se
intitularían reyes de Trinacria, y la reina y los suyos tomarían título de
reyes de Sicilia, teniendo cada reino diverso título por sí. En cuanto a la
sucesión del reino de Trinacria, declaró el papa que pudiesen suceder hijas en
defecto de varones, contra la antigua costumbre de aquel reino. En su
consecuencia habiendo muerto don Fadrique III en 1377, debía sucederle la
infanta doña María su hija, nieta de Pedro IV de Aragón. Pero este monarca que
veía una nueva carrera abierta a su ambición, apresuróse a protestar ante el
papa y los cardenales contra la declaración de suceder las hembras, exponiendo
que en conformidad al testamento del primer Fadrique de Aragón que había reinado
en Sicilia, le pertenecía a él aquel reino por muerte de otros más inmediatos
sucesores varones, ofreciendo recibir su investidura de mano del pontífice y
hacer reconocimiento del feudo a la Iglesia, pero suplicando no se diese lugar
a que por fuerza de armas adquiriese su derecho (1378). Negóse a semejante
declaración el papa Urbano VI, antes le amenazó con que si se entrometía en los
negocios de Sicilia le privaría hasta del reino de Aragón. Ni por esto desistió
el rey don Pedro, antes publicó que tomaba sobre sí la empresa de Sicilia,
mandó aparejar para ello una gruesa armada, y declaró que quería ir a la isla
en persona.
Disuadiéronle de este propósito muchos de su consejo, que tenían inteligencias con los barones sicilianos, y suspendió su marcha. Considerando luego que
aquel reino estaba dividido en bandos, cada uno de los cuales aspiraba a
apoderarse de la infanta, y que muchos pretendían su mano para abrirse el
camino del trono, hizo donación de aquel reino al infante don Martín su hijo,
para él y sus sucesores, declarando de nuevo que no pudiese suceder mujer,
siempre invocando el testamento de don Fadrique el viejo. Reservábase en esta
donación el señorío de la isla con título de rey durante su vida, y que don
Martín se titulase Vicario general del reino por su padre. Hizo esta donación
en Barcelona a 11 de junio de 1380. La desgraciada doña María a quien así se
heredaba en vida, fue sacada de Sicilia por el vizconde de Rocaberti y dejada
en el castillo de Caller de Cerdeña, hasta que enviando por ella el rey de
Aragón fue traída a Cataluña.La cuestión de Mallorca, que se tenía por
terminada hacia ya muchos años, resucitó también inopinadamente, como si fuese
poco todavía el cúmulo de atenciones que rodeaban al rey don Pedro. Aquel joven
príncipe Jaime de Mallorca, a quien en 1349 vimos caer prisionero y herido en
la batalla en que su padre don Jaime II. acabó de
perder el reino y la vida, había estado encerrado primeramente en el castilla
de Játiva, después en el castillo nuevo de Barcelona. Al cabo de trece años de
rigurosa prisión logró escaparse por industria de un canónigo de aquella ciudad
(1372), y se refugió a Nápoles, donde se intituló rey de Mallorca. No había
pasado un año, cuando obtuvo la mano de la célebre y famosa Juana reina de
Nápoles, que acababa de enviudar del rey Luis. Protegido más adelante por
algunos príncipes, y viendo a don Pedro de Aragón su tío envuelto en las
guerras de Castilla y Cerdeña, juntó algunos centenares de lanzas, e hizo una
tentativa por el Rosellón para recobrar la corona perdida por su padre (1374).
Frustrada aquella empresa por la vigilancia del aragonés, que con maravillosa
actividad atendía a todas partes, resolvió y ejecutó el pretendiente mallorquín
una invasión en Cataluña por las riberas del Segre. Puesto el reino en armas,
corrióse aquella gente hacia Aragón, haciendo gran daño en la tierra. Pero
faltos de viandas y mantenimientos y hostigados por todas partes y desde todas
las fortalezas, hubieron de refugiarse a Castilla, repartiéndose en las
fronteras de Soria y Almazán (1375). Allí murió al poco tiempo el infante de
Mallorca. Todavía no faltó quien se encargara de proseguir las pretensiones
sobre aquel reino y sobre los condados de Rosellón y de Cerdaña. El inquieto y
turbulento Luis duque de Anjou, a quien la infanta Isabel de Mallorca, última
hija del destronado don Jaime, había hecho cesión de los derechos que pudieran
pertenecerle, se encargó de reclamarlos para si con las armas, protegido por su
hermano el rey Carlos V. de Francia y por el rey don Fernando de Portugal.
Envió el duque a desafiar al de Aragón (1376), y ya don Pedro se aprestaba a
combatir aquel nuevo adversario, cuando Francia y Castilla, convencidas de lo
insensato de aquella guerra, interpusieron sus leales esfuerzos para que no
siguiese adelante, y desde entonces el reino de las Baleares, de Rosellón y de
Cerdaña quedó sin contradicción unido e incorporado a la corona de Aragón.
Por aquel tiempo (abril, 1375) había fallecido la reina de
Aragón doña Leonor de Sicilia; la famosa Juana de Nápoles, por segunda vez
viuda, hizo proponer su mano al rey don Pedro, o bien al infante don Juan su
hijo, ofreciendo que haría donación de su reino para que se uniesen las coronas
de Nápoles y de Aragón. Desechó el aragonés con gran desprendimiento ambas
proposiciones, y prefirió para sí a una hija de un caballero particular del
Ampurdán, llamada Sibilia de Forcia, viuda de Artal de Foces (1377), con quien
contrajo sus cuartas y postreras nupcias.
Esta célebre reina de Nápoles, doña Juana, dio después la
investidura de su reino a Luis, duque de Anjou, hermano del rey de Francia,
adoptándole por hijo, cuya donación y nombramiento aprobó el papa Clemente VII
y en cuya elección había influido muy especialmente la reina Juana. Pero el
papa Urbano VI, dio la investidura del reino de Nápoles a Cirios de Durazo.
Esta coexistencia de dos papas constituye el funesto cisma que
se suscitó en la Iglesia a la muerte del pontífice Gregorio XI en 1378.
Primeramente el colegio de cardenales proclamó en Roma a Urbano VI en ocasión
de hallarse el pueblo alborotado y en armas. Esta circunstancia, y el carácter
áspero, severo y poco social que descubrió el elegido, movió luego a los cardenales a declarar nula la elección como arrancada por la
violencia y hecha por miedo. Después de muchas y agrias contestaciones entre
Urbano y los cardenales, éstos lograron pasar a Fundi, donde eligieron otro
pontífice con el nombre de Clemente VII, varón que parecía muy humilde y
caritativo y de gran expedición en los negocios. A esta elección ayudó mucho la
reina de Nápoles. Urbano promulgó su sentencia declarando a Clemente cismático
y hereje, y privando a los cardenales que con él estaban de todas sus
dignidades y oficios. Éstos a su vez formaron proceso contra Urbano y le
declararon intruso. Este cisma afligió por mucho tiempo a la iglesia de
Occidente. Requerido el rey don Pedro IV de Aragón para que mandase publicar
este proceso en las iglesias de sus reinos, congregó el aragonés una gran junta
de letrados, barones, caballeros y personas principales, y en ella unánimemente
se acordó que aquella publicación no se hiciese, y que el rey de Aragón no se
pronunciase por ninguna de las partes. El rey don Pedro con suma y muy loable
prudencia lo cumplió así. No obstante lo desfavorable que le fue Urbano VI, y
lo rudamente que se condujo con él en las cuestiones de Sicilia y de Cerdeña,
don Pedro IV de Aragón observó una estricta neutralidad entre los dos papas,
dejando a la iglesia la resolución de querella tan lamentable. Reconocieron a
Urbano VI la mayor parte del imperio, Bohemia, Hungría e Inglaterra. Fue tenido
Clemente VII por legítimo en Francia, en España, en Escocia, en Sicilia y en
Chipre. Puede decirse que duró el cisma hasta 1417.
Hízosele a Sibilia de Forcia, viuda de Artal de Foces (1377), una
coronación en Zaragoza con la misma solemnidad que si hubiese sido en el principio de un reinado. Pero esta nueva reina estaba
destinada a llevar la discordia a la familia, y a ser causa de las
desavenencias y los escándalos que se vieron entre don Pedro y los infantes sus
hijos en los últimos años de aquel monarca. Viose principalmente el infante
heredero don Juan en el mismo caso en que se había visto su padre cuando era
príncipe, perseguido por una madrastra, y privado a instigación suya por su
padre de la administración y gobernación general de los reinos, dando el rey
por causa o excusa de su proceder el haberse casado don Juan con la hija del
duque de Bar, doña Violante, y no con una princesa de Sicilia, como el rey
deseaba. El conde de Ampurias que tomó el partido y la defensa de su cuñado el
infante don Juan, fue viva y crudamente perseguido por el rey y por la reina,
que se fueron apoderando de la mayor parte de su condado.
Anciano y enfermo ya el rey don Pedro, se dejaba gobernar en
todo por la reina su mujer, incurriendo en sus últimos días en la misma
flaqueza que Alfonso IV su padre. Seguía la discordia entre los reyes y el
infante, y como don Pedro mandase pregonar en todos sus señoríos que nadie obedeciese
a su primogénito ni le considerase como tal, recurrió éste al Justicia, que era
siempre el amparo y defensa contra toda violencia y quebrantamiento de la ley.
Este supremo magistrado falló en favor de los derechos del infante y a nombre
de la ley, superior en Aragón al poder de los reyes, volvió don Juan, duque de
Gerona, a entrar en el ejercicio de la gobernación general, si bien anduvo
retraído y apartado por la furia con que su padre le perseguía.
Amargaron las disensiones entre la madrastra y el entenado los últimos momentos del monarca. Agraváronsele a éste las dolencias en fines de 1386. Al
verse próximo a la muerte mostró grande arrepentimiento por los disgustos y
perjuicios que había irrogado al arzobispo de Tarragona, y por los daños hechos
a sus vasallos y lugares, pretendiendo sobre ellos la dominación temporal que
los arzobispos de Tarragona venían disfrutando en aquella ciudad y su campo
desde el tiempo y por donación del conde don Ramón Berenguer IV de Barcelona,
mandando restituirle la posesión en que habían estado sus predecesores. En su
testamento (hecho en 1379) instituía por heredero en sus reinos al infante don
Juan y a sus hijos y descendientes varones legítimos; a falta de estos al
infante don Martín y a los suyos; y en su defecto al hijo que tuviese de la
reina Sibilia; y el mismo que tantas alteraciones había movido por declarar
sucesora a su hija doña Constanza en perjuicio de don Jaime su hermano, en su
testamento excluía de la sucesión a las hembras. Así patentizaba que la pasión
y no la ley ni la conciencia había sido antes el móvil de sus acciones. En un
codicilo que otorgó al tiempo de morir dejó ordenado que el infante don Juan,
con consejo de los prelados, barones y procuradores de las ciudades de sus
reinos, y teniendo presentes las informaciones que se habían hecho en Roma y en
Aviñón sobre la elección de los dos pontífices Urbano y Clemente, declarase a
cuál de los dos se debía reconocer por verdadero y universal pastor de la
Iglesia. En otra cláusula del mismo codicilo mostró la poca confianza que en su
hijo tenía, pues le echaba su maldición si no cumplía lo que en su testamento y
codicilo ordenaba, requiriendo, exhortando y mandando a todos los prelados,
barones, caballeros y súbditos de sus reinos, bajo la pena de su maldición, que
no le reconociesen ni tuviesen por rey sin que primero se obligase a ejecutar
lo que en dicho testamento y codicilo le dejaba prescrito y ordenado.
No hemos visto nada más parecido que las circunstancias que
acompañaron la muerte del rey don Pedro IV de Aragón y las que mediaron en la
de su padre don Alfonso IV. La reina Sibilia su esposa le dejó en el lecho del
dolor, luchando con las ansias de la muerte, y se salió a media noche del
palacio y de la ciudad con su hermano y con algunos caballeros oficiales de su
casa, huyendo la persecución de su entenado don Juan, de la misma manera que la
reina Leonor de Castilla había dejado a su esposo Alfonso IV en el artículo de
la muerte, huyendo la persecución de su entenado don Pedro, príncipe heredero
entonces, y ahora rey moribundo. Don Pedro se halló en sus últimos momentos
colocado por un hijo odiado de su madrastra en idéntica situación a la en que
él siendo príncipe colocó a su padre en el trance de la muerte por odio a la
madrastra. Del mismo modo que entonces se dio orden para perseguir y atajar los
pasos y prender a la fugitiva Leonor de Castilla, así ahora se mandó seguir y
detener donde quiera que se los encontrase a la reina Sibilia y a los que la acompañaban
en su fuga. Entonces el infante don Pedro mandaba despojar a la esposa de su
padre y a sus hijos de las donaciones y mercedes que aquel les había hecho, y
ahora el infante don Juan mandó que los bienes de la esposa de su padre se
diesen a doña Violante su mujer. La reina fugitiva y los barones de su séquito
trataron de concordarse con el infante don Juan, al modo que doña Leonor en su
tiempo intentó hacerlo con el infante don Pedro su perseguidor, ¡Situación
singular la de este monarca en sus postreros instantes, que parecía como
enviada o permitida por la Providencia para recordarle en aquel trance crítico
en que él había puesto a su padre en iguales momentos!
El infante don Juan que se hallaba enfermo en Gerona, había
hecho instruir un proceso contra su madrastra, y contra el hermano de ésta,
Bernardo de Forcia, acusándolos de haber dado hechizos al rey y a él mismo. A
esta acusación se añadió después la de haber abandonado al rey en el artículo
de la muerte, y robado su palacio. Como él se hallaba también enfermo, lo
primero que hizo fue nombrar su lugarteniente general al infante don Martín, su
hermano, enemigo también de su madrastra.
Los hijos que tuvo el rey don Pedro de su primera esposa doña
María de Navarra fueron: don Pedro, que vivió pocas horas: doña Constanza, que casó
con don Fadrique de Sicilia: doña Juana, que caso con don Juan, conde de
Ampurias; y doña María, que murió en la infancia.—De doña Leonor de Portugal no
tuvo sucesión.—De doña Leonor de Sicilia tuvo a don Juan y don Martín, que
reinaron sucesivamente, don Alfonso que murió muy niño, y doña Leonor, que vino
a ser reina de Castilla, casada con don Juan I.—De doña Sibilia de Forcia, su
cuarta mujer, tuvo a don Alfonso, a quien dio el título de conde de Morella;
otro cuyo nombre se ignora, y a doña Isabel, que casó después con el hijo
primogénito de los condes de Urgel.
En este intermedio murió el rey en Barcelona (5 de enero de
1387), a la edad de setenta años, y a los cincuenta y uno de un reinado de los
más agitados, laboriosos y turbulentos de que hacen mención las historias,
pasado en incesantes luchas, ya civiles, ya extranjeras. Parece imposible que
en un cuerpo de complexión tan delicada y débil, tal como nos pintan a este
príncipe los historiadores de aquel reino, hubiese un corazón tan ardiente y vigoroso,
y un espíritu tan vivo, tan perseverante y eficaz para la ejecución y
prosecución de las empresas, y una atención tan universal, que ni le
embarazasen los complicados negocios interiores del reino, ni le ahogasen las
guerras y negociaciones que simultáneamente solía tener con Mallorca y con
Francia, con Sicilia y con Cerdeña, con Venecia y con Roma, con Castilla,
Portugal y Navarra, y con los moros granadinos y africanos. Y lo más admirable
es que a vueltas de una vida tan agitada y negociosa tuviera tiempo y
vagar para dedicarse al estudio de las letras, para adquirir conocimientos de astrología y del
alquimia, a que dicen que era grandemente aficionado, y para escribir su
historia a ejemplo de don Jaime el Conquistador. Reservamos ampliar nuestro
juicio acerca del carácter y del sistema político de este monarca y sus
consecuencias, para cuando consideremos la condición social del reino aragonés
en esta época.
Nos queda explicar por qué le señala la historia con el
sobrenombre de El Ceremonioso, que parece no tener relación ni analogía, y así
es en realidad, con ninguno de los actos que hemos referido de este monarca.
Fue este soberano tan aficionado a ordenar el gobierno de su
casa, y a arreglar y prescribir lo que hoy llamaríamos la etiqueta de palacio,
que procurando informarse del orden que en sus casas tenían los más
distinguidos príncipes de la cristiandad, así como de las disposiciones que
sobre la misma materia habían dado ya algunos reyes de Aragón sus antecesores,
hizo un ordenamiento general titulado «Ordenanzas hechas por el Muy Alto Señor
don Pedro Tercero rey de Aragón sobre el regimiento de todos los oficiales de
su corte.» En este reglamento, dividido en cuatro partes, prescribía los
deberes de todos los oficios, desde el más alto hasta el más humilde, desde el
mayordomo general hasta el aguador que surtía la cocina, desde el canciller y
el maestre racional hasta el sastre y la costurera y su coadjutora, así en sus
servicios ordinarios como en todas las fiestas y ceremonias, con tan admirable
minuciosidad que en parte no extrañamos que se le aplicara y le quedara el título
de don Pedro el Ceremonioso.
Tenemos a la vista este reglamento, que forma un regular
volumen, publicado por nuestro buen amigo el actual cronista del reino de
Aragón don Próspero de Bofarull, jefe jubilado de aquel Archivo.
Para que nuestros lectores puedan formar una ligera idea de estas célebres Ordenanzas de don Pedro el Ceremonioso, copiaremos algunos epígrafes de sus capítulos.
PARTE
PRIMERA.
Dels
Mayordomens.
Dels Copers.
Dels Boleylers mayors. Dels Boteylers
comuns.
Dels Portant aygua a la boteylaria. (...)
Dels Coyners mayors.
Dels Argenter de la nostra cuyna. Dels
Cochs comuns. (...)
Dels Falconers.
Dels Cazadors e Guarda de cans. (...)
Dels Juglars.
PARTE SEGUNDA.
Dels
Camarlenchs.
Dels Escuders de la cambra. (...) Del
Sastre et ses coadjutors.
De la Costurera et de la coadjutora.
Del Apothecari. (...)
Dels Rebosters comuns. (...) Dels Porters
de porta forana. Del Posader. (...)
PARTE TERCERA.
Del
Canceller.
Del Vicecanciller. (...)
Del Calfador de la cera perols segells
pendents. (...) Dels Endrezadors de la conciencia.
Dels Oydors.
Dels Escribans dels Oydors. (...)
Dels Confessors. (...)
Dels Monges de la Capella. (...)
Dels Correus.
PARTE CUARTA.
Del Maestre
racional. (...) Del Tesaurer. (...)
Del Convits.
Dels Viandes.
De la manera de dar racions. (...)
De la iluminaria quant per defunt se
celebra. (...)
De la manera de escriure letres á
diverses persones. De la Vigilia e de la Natividad de Nostre Senyor.
De la festa de Sent Johan evangelista.
De la festa de Sent Pere.
De la festa de sancta Anna, etc., etc.
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