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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 

 

CAPÍTULO XI.

ALFONSO XI EL JUSTICIERO EN CASTILLA.

De 1312 a 1350.

     

     

Era desgracia de la monarquía castellana que con tanta frecuencia y tan a menudo sucediesen en el reino príncipes de menor edad. Aun duraban en Castilla los efectos de las agitaciones y turbulencias que la habían conmovido en la minoría de Fernando IV, cuando fue proclamado en Jaén su hijo Alfonso, niño de escasos trece meses, bajo los auspicios de su tío el infante don Pedro (7 de septiembre, 1312), hallándose el reino en situación no menos crítica, ni menos devorado por los partidos que cuando le heredó el rey su padre. Muchos pretendían la tutela del tierno monarca, que a la sazón se criaba en Ávila. Tantos eran los aspirantes cuantos eran los deudos del huérfano. Don Pedro y don Juan tíos del rey difunto; los infantes don Felipe y don Juan Manuel; don Juan Núñez de Lara; buscando cada cual el apoyo de alguna de las reinas viudas, doña María de Molina y doña Constanza, abuela y madre del rey niño, todos querían ser los tutores y los gobernadores del reino, todos se aprestaban a apoyar su pretensión con las armas. Viéronse y conferenciaron los pretendientes entre sí y con las reinas, mas no eran fáciles de concertar tantas ambiciones individuales. Don Juan Núñez de Lara fue el primero que quiso sacar de Ávila al rey: intentáronlo a su  vez su tío  don  Pedro y  su  madre doña Constanza,  que con  este objeto  habían  partido  de Andalucía. Negáronsele a unos y a otros los caballeros de Ávila, y muy principalmente el obispo, que para defender el precioso depósito que les estaba confiado se encerró con él en la catedral, que no era ya la primera vez que había servido de fortaleza para custodia y guarda de disputados príncipes. Obraba así el prelado por secretas instrucciones de la previsora y prudente doña María de Molina, que no quería se entregase a nadie su nieto hasta que las cortes determinasen quién se había de encargar de su guarda y tutela.

Congregáronse éstas en Palencia (1313); mas en vez de esperar su pacífica deliberación, cada pretendiente se presentó en la ciudad o su comarca con cuanta gente armada pudo reunir de los que seguían su respectivo bando. La actitud y el aparato eran más bien de enemigos ejércitos que iban a combatir, que de cortes llamadas a deliberar. En su virtud los prelados y procuradores, que se hallaban en punto a tutela tan divididos como los pueblos mismos, tomaron unos por tutor al infante don Pedro con su madre la reina doña María, otros al infante don Juan con la reina doña Constanza, acordando que cada cual ejerciese la tutoría y gobierno en las ciudades y pueblos que por cada uno se hubiesen declarado o se declarasen: extraña resolución, pero la única que se creyó podría evitar al pronto una guerra civil. La muerte de doña Constanza que sobrevino en Sahagún al tiempo que se hallaban reunidos en esta villa los procuradores de Castilla y de León, hizo que el infante don Juan, viéndose sin este apoyo, se viniese más a partido y concertase con don Pedro y doña María que la crianza del rey se encomendase a la reina su abuela; que el consejo real, que. parece se llamaba ya antes chancillería, acompañase siempre al rey y tuviese el gobierno supremo del reino; pero que fuera de los casos graves ellos ejercerían jurisdicción en las ciudades y villas que los hubiesen elegido por tutores.

En virtud de este acuerdo, que firmaron en el monasterio de Palazuelo, los ciudadanos de Ávila hicieron entrega de la persona del rey a la reina doña María (1314), la cual le llevó consigo a Toro. Este concierto fue ratificado después en las cortes de Burgos (1315), con pequeñas modificaciones, añadiéndose que en el caso de morir alguno o algunos de los tres tutores, la tutoría se refundiese en aquel o aquellos que sobrevivieran. Durante estas cortes murió don Juan Núñez de Lara, que era mayordomo de la casa real, cuyo cargo se dio a don Alfonso hijo del infante don Juan.

No impedían estos conciertos y avenencias para que Castilla ardiera en guerras parciales entre los otros infantes y los grandes señores del reino, guerras que bastaban para turbar el sosiego público y causar estragos en las poblaciones, pero reducidas a particulares reyertas, lujas de la ambición y de las pretensiones personales tan comunes en tiempos de minorías y de gobiernos débiles. Hubo no obstante un resto de patriotismo para atender en medio de este miserable estado a la guerra contra los moros de Granada, donde las cosas andaban todavía más seriamente turbadas que en Castilla. El emir Muley Nazar no podía asegurarse en el trono de que había lanzado a su hermano Mohammed III, y su pernicioso ejemplo había encontrado imitadores en los miembros de su propia familia. Aprovechando su sobrino Abul Walid la irritación que había producido en el pueblo la conducta del ministro favorito de su tío, se presentó a las puertas de Granada a la cabeza de  un  partido  numeroso.  Subleváronse  con  esto  los  descontentos  de  la  ciudad,  entregóse  el populacho a todo género de excesos y de desmanes, y franqueando las puertas a los insurrectos de fuera, el emir Nazar tuvo que refugiarse con una pequeña escolta en el palacio de la Alhambra. Ocurrióle entonces pedir auxilio al infante don Pedro de Castilla, conocido ya en Andalucía por sus campañas en el anterior reinado, y vencedor en otro tiempo en Alcaudete; el cual, aunque se apresuró a socorrer al apurado emir, llegó ya tarde, y en ocasión que aquel se había visto forzado a abdicar el trono, recibiendo en cambio la ciudad de Guadix y su distrito, en cuyo pequeño estado acabó pacíficamente sus días, rodeado de sus parciales, que nunca pudieron reducirle a que probara de nuevo fortuna ni a que tratara de revindicar sus derechos. El infante don Pedro, ya que no llegó a tiempo de socorrer al emir, atacó y tomó la fortaleza de Rule, pasando a cuchillo a sus defensores, con lo cual se retiró por entonces a Córdoba, y de allí a Castilla, a causa de las revueltas que agitaban el reino.

El nuevo rey de Granada Ismail Abul Walid ben Ferag, era muy ardiente defensor de las leyes y prácticas del Corán; prohibió el uso tan admitido del vino, e impuso ciertos tributos a los judíos, y mandó que llevaran en sus vestidos una señal que los distinguiera de los musulmanes. Enemigo también de los cristianos, envió una hueste a combatir a los fronteros de Martos que conducían a Guadix una recua cargada de bastimentos. Trabóse entre unos y otros un sangriento combate en que perecieron mil quinientos jinetes musulmanes, más no sin que costara también la vida a ilustres campeones cristianos. Los moros llamaron este combate la batalla de Fortuna (1316). Alentados con esto los castellanos, cercaron porción de fortalezas del reino granadino, y corrieron y talaron las huertas y viñas de aquella tierra: pero se retiraron a la aproximación de un grande ejército que Ismail había hecho congregar. Queriendo el emir emplear con provecho aquella gente, la envió a poner cerco a Gibraltar para ver de arrancar esta plaza de poder de los cristianos, que le convenía también para hacer frente a los Beni-Merines de África poseedores de Ceuta. Pero socorridos a tiempo los de Gibraltar por mar y tierra por los fronteros de Sevilla, tuvieron los musulmanes que levantar el sitio sin atreverse a aventurar batalla.

Acudió otra vez don Pedro a Andalucía, y con su actividad acostumbrada recorrió todo el país de Jaén hasta tres leguas de Granada, incendió y saqueó algunas poblaciones y tomó varias fortalezas. Veía con celos su tío don Juan en Castilla la fama y autoridad que daban a don Pedro sus esclarecidas hazañas en la guerra, y mortificábale la estimación y el influjo que su compañero de regencia iba ganando. Tenía don Juan levantada mucha gente en Castilla la Vieja: cualquiera que fuera el destino que pensara darle, la reina doña María tuvo maña para hacer que don Juan llevara también aquellas tropas a pelear con los moros granadinos, conviniendo en que los dos infantes acometerían a los sarracenos por dos lados. Hiciéronlo así; cercaron castillos, devastaron pueblos, y por último aparecieron reunidos en la vega de Granada. Ismail habló a sus caudillos y les representó la mengua que estaban sufriendo. Armóse toda la juventud granadina y se unió a la guardia del rey. Añaden algunos que Ismail había tomado el partido desesperado de comprar el auxilio del rey de Fez, al precio de entregarle Algeciras y otras cinco plazas. Los escritores árabes que hemos visto no lo dicen. Lo que se sabe es que un día salió Ismail de Granada con una hueste numerosa y decidida, y que habiendo encontrado a los cristianos, inferiores en número, los acometieron y acosaron con tanto furor que «los dos esforzados príncipes de Castilla (dice la crónica munsulmana) murieron allí peleando como bravos leones: ambos cayeron en lo más recio y ardiente del combate (1319)» El ejército castellano huyó en desorden: el cadáver del infante don Juan quedó en poder de los infieles; reclamado después por su hijo don Juan el Tuerto, le fue devuelto por el emir en un féretro forrado de paño de oro. El vencedor Ismail no sólo recobró las fortalezas que le habían tomado los infantes en el país granadino, sino que destacó un cuerpo de moros, para que se apoderara de algunas plazas de la frontera de Murcia. Los castellanos, de resultas de la catástrofe de los infantes, pidieron una tregua, e Ismail se la otorgó por tres años.

Con la muerte de los infantes, y en conformidad al acuerdo de las cortes de Burgos, quedaba la reina doña María de Molina única tutora del rey su nieto, en cuya virtud despachó cartas a todas las ciudades anunciando lo acontecido, recordándoles la lealtad que le debían, y exhortándolas a que no se dejaran seducir de nadie en menoscabo de sus derechos. Mas no era cosa fácil, y menos en tales circunstancias, poner freno a ambiciones personales. Faltaron dos tutores, y se multiplicaron los pretendientes a la tutoría. Eran entre estos los principales los infantes don Juan Manuel y don Felipe, que guerrearon entre sí, y si bien no se atrevieron a darse combate formal, vengábanse mutuamente en estragar las villas y comarcas pertenecientes a cada uno, o las que respectivamente los habían nombrado tutores. Contra estos y contra la reina doña María intrigaba en Castilla don Juan el Tuerto, hijo del infante don Juan, a quien se adhirió don Fernando de la Cerda. Cada cual trataba de satisfacer su particular ambición y de medrar a favor del desorden; entre tantos tutores el rey estaba sin verdadera tutela, y el reino era presa de las envidias personales. La prudencia de doña María, única tutora legítima y desinteresada, no alcanzaba a remediar tan lamentable anarquía, porque el mal no estaba sólo en los magnates, sino también en los pueblos, que con admirable veleidad y ligereza nombraban un tutor y le desechaban, se ponían en manos de otro y le despedían también, y volvían a entregarse al primero, o a otro que les ofreciera mejor partido, y esto acontecía en todas partes, así en Segovia como en Burgos, así en Sevilla como en Zamora. La reina, con deseo de  remediar  tan  miserable  estado,  había  convocado  cortes  en  Palencia:  más  para  colmo  de desdichas,  cuando  se preparaba a ir  a ellas adoleció  gravemente en Valladolid,  consumidas  y gastadas todas sus fuerzas, no tanto por los años como por las fatigas y pesadumbres del gobierno de tres turbulentos reinados.

Viéndose cercana a la muerte convocó a todos los caballeros y regidores de la ciudad, y expresándoles la confianza que en ellos tenía, les hizo entrega de la persona del rey encomendándoles su guarda y educación, y encareciéndoles que no le fiasen a nadie del mundo hasta que llegase a edad de gobernar por sí el reino (tenía entonces don Alfonso diez años). Prometieron ellos corresponder a tamaña honra y cumplirlo así. La reina recibió muy devotamente los sacramentos de la iglesia, y después de los trabajos de esta vida pasó a gozar del eterno descanso en julio de 1321, hallándose aposentada en una casita contigua al convento de San Francisco de Valladolid, y fue enterrada en el de las Huelgas de la misma ciudad, fundado por ella como otros muchos monasterios, que en esto convertía aquella señora sus propios palacios. Faltando a Castilla el amparo de la mujer fuerte, única que en tres reinados consecutivos había impedido con su brazo siempre aplicado al timón y al remo que acabara de naufragar el bajel del Estado, combatido por tan recias y continuas borrascas, quedaba aquél a merced de encontrados y desencadenados vientos, sufriendo el azote de los partidos y de las miserables ambiciones. El cuadro desconsolador que ofrecía el reino después de la muerte de doña María, le dibuja con vivos colores la Crónica antigua, cuyas palabras vamos a trascribir, porque nada hay que pueda pintar con más energía el triste estado a que se vio reducida Castilla.

«Todos los Ricos-omes, (dice), et los caballeros vivían de robos et de tomas que facian en la tierra, et los tutores consentiangelo por los a ver cada unos de ellos en su ayuda. Et quando algunos de los Riscos-omes et caballeros se partian de la amistad de alguno de los tutores, aquel de quien se partian destroíale todos los logares et los vasallos que avía, desciendo que lo facia a voz de justicia por el mal que feciera en quanto con él estovo: lo qual nunca les estrañaban en quanto estaban con la su amistad. Otrosí todos los de las villas cada unos en sus lugares eran partidos en vandos, tan bien los que avian tutores, como los que los non avian tomado. Et en las villas que avian tutores, los que más podían apremiaban a los otros, tanto porque avian a catar manera como saliesen del poder de aquel tutor, et tomasen otro, porque fuesen desfechos et destroidos sus contrarios. Et algunas villas que non tomaron tutores, los que avian el poder tomaban las rentas del Rey, et apremiaban los que poco podían, et echaban pechos desaforados Et en nenguna parte del regno non se facia justicia con derecho; et llegaron la tierra a tal estado, que non osaban andar los omes por los caminos sinon armados, et muchos en una compaña, porque se podiesen defender de los robadores. Et en los logares  que  non  eran  cercados  non  moraba  nenguno;  el  en  los  logares  que  eran  cercados mantenianse los más dellos de los robos et furtos que facían; et en esso tan bien avenian muchos de las villas, et de los que eran labradores, como los fijos-dalgo: et tanto era el mal que se facia en la tierra, que aunque fallasen los omes muertos por «los caminos, non lo avian por extraño. Nin otrosí avian por extraño los furtos, et robos, et daños, et males que se facian en las villas, nin en los caminos. Et demás desto los tutores echaban muchos pechos desaforados, et servicios en la tierra de cada año, et por estas razones veno grand hermamiento en las villas del regno, et en muchos otros lugares de los Ricos-omes et de los caballeros. Et quando el rey ovo a salir de la tutoría, falló el regno muy despoblado, et muchos logares yermos: ca con estas maneras muchas de las gentes del regno desamparaban heredades, et los logares en que vivían, et fueron a poblar a regnos de Aragón et de Portogal

Tal era la situación del reino cuando don Alfonso llegó a los catorce años (1325). Urgíale tomar por sí mismo las riendas del gobierno para ver de poner término a tan deplorable anarquía y a tan lastimoso desorden. Así lo manifestó a los del concejo de Valladolid, que en lo de cuidar de su guarda habían sido fieles cumplidores de la misión que les había encomendado la reina doña María. Con esto despachó cartas con su sello a los tutores, y otras a los prelados, ricos-hombres y concejos para que concurriesen a las cortes que determinó celebrar en aquella ciudad. Los infantes tutores don Felipe, don Juan Manuel y don Juan el Tuerto, acudieron al llamamiento e hicieron renuncia solemne de la tutoría, reconociendo por señor único al rey, que comenzó a gobernar y a proveer por sí los empleos de su casa, dando la principal cabida en ellos y en su consejo a dos caballeros de su privanza, Garcilaso de la Vega y Álvar Núñez de Osorio. Y habiendo igualmente concurrido a las cortes los prelados, ricos-hombres y procuradores de las ciudades, se declaró en ellas la mayor edad del rey, se le otorgaron cinco servicios y una moneda, considerable subsidio atendida la penuria en que había quedado el país, y el rey por su parte les confirmó los fueros, privilegios, franquezas y libertades que tenían sus predecesores

Pero la sumisión de los tutores duró bien poco. Acostumbrados los príncipes a reinar ellos bajo el nombre de un rey menor, los infantes don Juan Manuel y don Juan el Tuerto se desabrieron luego con el monarca, y se salieron de Valladolid conjurados contra él, Para estrechar esta confederación acordó don Juan Manuel dar a don Juan el Tuerto la mano de su hija Constanza que se hallaba a la sazón viuda. Dispuesto el rey a deshacer a cualquier precio esta liga y amistad que podría serle muy peligrosa, discurrió halagar a don Juan Manuel pidiéndole para sí la mano de su hija. El infante vio en ello un partido más ventajoso y no vaciló en otorgársela, siquiera desairase y enojase a su asociado en la conjuración. El casamiento se firmó y realizó, dando a don Juan Manuel en rehenes, hasta que el rey tuviese sucesión, el alcázar de Cuenca y los castillos de Huete y de Lorca, nombrándole además adelantado de la frontera (noviembre, 1325). Mas en cuanto al matrimonio, no se consumó entonces en razón a la tierna edad de la infanta, encomendando su crianza al cuidado de una aya nombrada doña Teresa, ni el rey usó nunca con ella los derechos de esposo, de modo que no llegó doña Constanza a ver confirmado el título de reina da Castilla por las discordias que luego sobrevinieron.

Don Juan el Tuerto se tuvo, y no sin razón, por ultrajado, y buscando cómo vengarse del rey pretendió y obtuvo la mano de doña Blanca, hija de don Pedro de Castilla, (el que murió con don Juan su padre en la vega de Granada), la cual se hallaba en Aragón con su madre doña María, hija de don Jaime II. Separado así del servicio de Alfonso de Castilla, aliado y amigo del aragonés, teniendo la madre de su esposa grandes dominios en Castilla y en Vizcaya fronteras de Aragón, y poseyendo él mismo más de ochenta entre castillos y lugares, era para el nuevo monarca castellano, y más en la situación en que el reino se hallaba, un formidable enemigo. Alfonso XI por su parte había comenzado a recorrer y visitar el reino, desplegando una severidad que no podía esperarse en sus cortos años, a fin de restablecer el orden difundiendo un terror saludable a los malhechores y díscolos, empezando por tomar y arrasar el castillo de Valdenebro, guarida de bandidos de la clase noble, y haciéndolos ejecutar con inexorable rigor. En las cortes de Medina del Campo (1326) revocó algunas de las concesiones hechas en el año anterior en las de Valladolid, y continuó su visita rodeado de un aparato imponente para el castigo de los delitos. Llegado que hubo a Toro, y noticioso de que don Juan el Tuerto trataba de ganar contra él a los reyes de Aragón y Portugal, envióle a llamar so pretexto de tratar con él de la guerra de Granada y de otros importantes negocios, encargando a los mensajeros le ofreciesen grandes mercedes en su nombre, y que no le negada ni aún la mano de su hermana doña Leonor si se la pidiese. Contestó don Juan que no iría mientras tuviese el rey en su casa a Garcilaso de la Vega, de quien recelaba mucho. También le prometió el rey que no le encontraría ya en palacio cuando viniese. Consintió, pues, don Juan a fuerza de instancias y de ofertas en pasar a Toro, enviándole además el monarca un salvo-conducto en toda forma. Salióle a recibir Alfonso con mucho agasajo y cortesanía, y convidóle a comer al día siguiente. Acudió el infante a la hora del convite, más apenas entró en palacio se vio bruscamente asaltado y apuñalado de orden del rey, juntamente con dos caballeros que le acompañaban. Extraña manera de hacer justicia en un rey de quince años (31 de octubre, 1326). Apoderóse en seguida de las villas y castillos de don Juan, y por otra parte Garcilaso obligó a doña María, la madre del asesinado infante, a que cediese al rey el señorío de Vizcaya, por lo cual se intituló Alfonso adelante en sus cartas señor de Vizcaya y de Molina.

Tan sumario castigo, ejecutado por un rey imberbe, produjo la sumisión de todos los partidarios del infante, pero causó al propio tiempo tan honda impresión de disgusto en el otro infante don Juan Manuel, su suegro, que dejando el adelantamiento de la frontera se retiró a tierra de Murcia.  El rey determinó  proseguir  por  sí mismo  la guerra  de Granada  que aquel  dejaba abandonada, y poco después de haber muerto en Madrid el otro infante don Felipe, su tío, (abril,1327), partió el monarca con numerosa hueste para Sevilla, donde fue recibido con trasportes dé júbilo y con públicos festejos, fatigados como estaban los sevillanos con los males de una minoría tan turbulenta y larga. Desde allí envió a llamará don Juan Manuel, pero éste se negó a concurrir a la guerra, enojado por el suplicio de don Juan el Tuerto. El momento en verdad era favorable para la guerra contra los moros. En 1325 el rey Ismail en su última campaña se había apropiado una hermosa cautiva cristiana que su primo Mohammed, a riesgo de su vida, había libertado de los ultrajes de los soldados. Quejóse de ello Mohammed, e Ismail le desterró. El ofendido moro con pretexto de tener que hablar al rey se acercó a las puertas del alcázar con algunos de sus amigos, llevando todos puñales escondidos en las mangas de las aljubas. En el momento de salir el rey se aproximaron  como  para  saludarle  muy  respetuosamente,  y  al  punto  cayó  al  suelo  cosido  a puñaladas. Cuando los eunucos y los guardias acudieron, ya los asesinos se habían puesto en salvo. Muerto Ismail, fue proclamado su hijo Mohammed Abu Abdallah, coa el nombre de Mohammed IV. El nuevo emir en sus guerras con los cristianos había sufrido algunos descalabros por las tropas de don Juan Manuel, como adelantado de la frontera, mientras los africanos se habían atrevido otra vez a penetrar en España, y tomádole las plazas de Ronda y de Marbella. A pesar de las escisiones que traían debilitados a los granadinos, la campaña de Alfonso se redujo a ganarles las fortalezas de Olvera, Pruna, Ayamonte y la torre de Alfaquín, y a un descalabro que causó la armada sevillana a una flota sarracena.

Atenciones de otra índole embargaron el pensamiento del joven rey de Castilla. Deseaba el de Portugal (Alfonso IV) casar  con él su hija doña María,  y sabedor de que el matrimonio del castellano con doña Constanza Manuel no se había consumado, insistió en ofrecérsela, proponiéndole además el enlace de su hijo y sucesor don Pedro con doña Blanca (la desposada con el difunto don Juan el Tuerto), la cual consentía en recibir en Portugal posesiones equivalentes a las que dejaría en Castilla. Pareciéronle al castellano ventajosas ambas proposiciones, y a pretexto de haber hecho el matrimonio con la hija de don Juan Manuel forzado por las circunstancias y de no libre voluntad, publicó su resolución de casarse con doña María de Portugal. La joven y desgraciada Constanza fue recluida en el castillo de Toro (octubre 1327), y su padre se apartó abiertamente del servicio del rey, se desnaturó, buscó por aliados al rey de Aragón y al emir de Granada, y le declaró la guerra; guerra que se redujo a atacar mutuamente el rey y el infante sus respectivas fortalezas y villas y estragar sus tierras. Disgustaba altamente a los castellanos esta conducta de su monarca, e irritábalos más el verle prodigar mercedes a sus dos favoritos Garcilaso de la Vega y Álvar Núñez de Osorio: a este último le había hecho conde de Trastámara, de Lemos y de Sarria, señor de Cabrera y de Ribera, camarero mayor, mayordomo mayor, adelantado mayor de la frontera, y pertiguero mayor en tierra de Santiago. Ambos privados acabaron desastrosamente. Garcilaso, que había sido enviado a Soria contra don Juan Manuel, fue asesinado por el pueblo oyendo misa en la iglesia de San Francisco, con los caballeros que le acompañaban.

La privanza y la altanería del nuevo conde produjeron las sublevaciones de Zamora, Toro y Valladolid, de modo que cuando el rey de regresó del cerco de Escalona (villa del señorío de don Juan Manuel) se dirigió a Valladolid, cerráronle los vecinos las puertas. Combatióla el rey, incendiando el monasterio de las Huelgas donde yacía su abuela doña María de Molina, cuyo cuerpo hizo trasladar a otra parte, y no logró la entrada en la ciudad sino a condición de sacrificar al nuevo  conde  de  Trastámara  Álvar  Núñez,  despidiéndole  de  palacio  y  despojándole  de  sus dignidades. El caído favorito trató de ligarse con don Juan Manuel, el rey le mandó devolver a la corona las ciudades que tenía en feudo, negóse a ello Álvar Núñez, el monarca envió a él un caballero de su confianza llamado Ramiro Flórez, que fingiéndose su amigo le asesinó alevemente, y se apoderó Alfonso de las fortalezas y tesoros del conde. De esta manera hacía justicia el rey Alfonso XI que lleva el sobrenombre de Justiciero.

En medio de estas turbulencias se efectuaron en Ciudad Rodrigo y en Fuente Aguinaldo las bodas de don Alfonso de Castilla con doña María de Portugal, y del príncipe portugués don Pedro con doña Blanca de Castilla (1328), pactándose alianza y amistad entre los monarcas de ambos reinos. El de Castilla solicitó del papa Juan XXII. (segundo de los que residieron en Aviñón) la dispensa del parentesco inmediato con su nueva esposa, y el pontífice le otorgó sin dificultad. Faltábales al portugués y al castellano apartar al de Aragón de la alianza con don Juan Manuel: lograron este objeto proponiendo a Alfonso IV. de Aragón el casamiento con la infanta doña Leonor, hermana del de Castilla, proposición que aceptó el aragonés, verificándose el enlace en Tarazona (1329) con asistencia de brillante cortejo de ambas cortes y con la solemnidad que hablando de aquel reinado dejamos en el capítulo precedente referido. No se hicieron estas bodas sin que intercediera el de Aragón en favor de don Juan Manuel, a quien no solamente devolvió el castellano su hija Constanza, prisionera en Toro, y por tres años reina nominal de Castilla, sino también sus señoríos, con una gran suma de dinero, para que le sirviese por la parte de Murcia en la guerra que proyectaba contra los moros. La avenencia a que con este motivo accedió don Juan Manuel fue como impuesta y aceptada por la necesidad: el infante tomó los dineros, pero dejó tranquilos por su parte a los moros, y no renunció a la amistad con el de Granada.

Arreglados estos enlaces, pensó Alfonso de Castilla en llevar otra vez la guerra al reino granadino. Viose con su suegro el de Portugal, que le auxilió con quinientos jinetes, y dirigióse a Córdoba, punto de reunión para el ejército. Algunos encuentros felices con los musulmanes, y la conquista de Teva fueron el resultado de esta campaña, aunque el principal y más importante fue que cansado de guerra el emir acabó por reconocerse tributario y vasallo del de Castilla. Con esto y con haber el infante don Alfonso de la Cerda hecho renuncia de sus derechos al trono castellano a cambio de algunos ricos dominios, iba quedando Alfonso XI libre de muchos de los elementos de turbación que habían agitado el reino durante su minoría.

Mas precisamente a este tiempo fue cuando prendió en Alfonso de Castilla el fuego de aquella célebre pasión amorosa, que vino a ser fecundo manantial e inagotable fuente de disturbios y calamidades para el reino. Había en Sevilla una noble dama, notable por su hermosura, «muy fija-dalgo, dice la Crónica, et en fermosura la más apuesta mujer que avia en el regno.» Viola Alfonso y quedó prendado de ella, y desde aquel momento el rey se convirtió en vasallo de su dama (1330). Llamábase ésta doña Leonor de Guzmán, hija de don Pedro Núñez de Guzmán y de doña Beatriz Ponce de León, y aunque viuda de don Juan de Velasco, contaba sólo diez y nueve años, dos más que el rey. Impacientaba por otra parte al joven monarca, y teníase, como dice la crónica, por muy menguado de que la reina en dos años de matrimonio no le hubiera dado todavía sucesión, y todo contribuyó a encenderle en deseos de conquistar el corazón de la bella sevillana. Necesitábase mucha virtud para resistir a los porfiados galanteos de un rey joven y ardientemente enamorado, y no tuvo tanta doña Leonor; y como la linda viuda no carecía de entendimiento, esmerábase con arte y estudio en complacer a su real amante, previniendo sus deseos y fascinándole en términos que pronto no tuvo el rey voluntad propia ni hacía más sino aquello que era del gusto y agrado de su dama. Fue el primer fruto de estas amorosas relaciones un hijo que nació en Valladolid en 1331, a quien se puso por nombre Pedro, y a quien el rey señaló al punto estados y vasallos, y fue conocido por el apellido de Aguilar, de una de las villas que le asignó; diole también por mayordomo uno de sus más favorecidos caballeros llamado don Alfonso Fernández Coronel. No sólo causó alegría al rey este suceso, sino que muchos cortesanos aduladores, que nunca y en ningún tiempo han faltado a   los   monarcas,   le   felicitaron   y   mostraron   con   públicos   regocijos   gran   satisfacción   y contentamiento. El infante don Juan Manuel hizo más, que fue instigar a doña Leonor a que moviese al rey a casarse con ella, repudiando a la reina legítima por infecunda, pero la Guzmán rechazó con su buen talento la proposición, no dejándose deslumbrar con la risueña perspectiva de un trono, y penetrando bien las complicaciones y disgustos que tal resolución produciría.

Dio además la casualidad feliz de saberse al propio tiempo que la reina doña María se hallaba con síntomas de ser también madre. Entonces deliberó el rey coronarse solemnemente y armarse caballero, costumbre que había caído en desuso en Castilla. Al efecto pasó a Santiago de Galicia, donde ante el altar del Santo Apóstol veló toda una noche sus armas, y bendecidas que fueron por el arzobispo, él mismo se ajustó el yelmo, gambax, loriga, quijotes, carrilleras, zapatos de fierro y espada, e hizo que el prelado le diera la acolada o pescozada de ordenanza. Pasó después a coronarse a Burgos, donde concurrieron los prelados, ricos-omes e hijos-dalgo de las ciudades y villas, todos menos don Juan Manuel y don Juan Núñez de Lara. Había el rey preparado ricos paños de oro, seda, escarlata y pedrerías, con muchas espadas de oro, plata y cintas. Para ir a la ceremonia, que se efectuó en la iglesia de las Huelgas, montó en un caballo soberbiamente enjaezado, con bridas de hilo de oro y plata, delicadamente tejido: púsole una espuela el infante don Alfonso de la Cerda, y la otra don Pedro Fernández de Castro. Seguíale la reina doña María, preciosamente vestida, con gran cortejo de damas y de prelados. Verificóse la ceremonia con la mayor pompa y magnificencia, y el rey primero y la reina después se pusieron una corona de oro esmaltada con muchas piedras preciosas. Al otro día fueron armados caballeros muchos principales personajes, a quienes el rey quiso particularmente honrar; todo en medio de alegres fiestas y regocijos.

Al año siguiente, en efecto, dio a luz la reina en Valladolid un infante, que recibió el nombre de Fernando, a quien se dio por mayordomo a don Juan Alfonso de Alburquerque (1332). El pueblo celebró con gran júbilo el nacimiento de un heredero legítimo del trono. Pero esta alegría no duró mucho tiempo. El niño Fernando pasó como un resplandor fugaz, y en septiembre de 1333 ya no existía. Por fortuna la reina logró al año inmediato resarcir aquella sensible falta con la prenda de otro hijo, que nació en Burgos (30 de agosto, 1334), y se llamó Pedro. La Providencia le destinaba a suceder a su padre: es el que más adelante veremos reinar con el dictado de El Cruel. Mas si la reina andaba como perezosa y tardía en dar herederos legítimos al reino, en cambio la favorita doña Leonor iba dando repetidas pruebas de una fecundidad prodigiosa. En 1332 tuvo el segundo hijo llamado Sancho, a quien dio el rey el señorío de Ledesma y Bejar, y por mayordomo a Garcilaso de la Vega, el hijo del asesinado en Soria. Y ya antes que la reina doña María diera a luz al infante don Pedro, había la Guzmán enviado al mundo en Sevilla otros dos gemelos nombrados don Enrique y don  Fadrique.  La  reina  no  tuvo  ya  más  sucesión;  los  hijos  de  la  favorita  aumentaban  casi anualmente con una regularidad admirable. La pasión del rey parecía crecer al mismo compás; la reina sufría desaires; dueña la Guzmán del corazón del monarca, a ella miraban como a su norte todos los que deseaban acertar en el rombo de sus negocios: la reina se quedaba sin servidores: sólo le permaneció heroicamente fiel el ilustre portugués don Juan Alfonso, que fue obispo de Astorga: los cortesanos se agrupaban servilmente en derredor de la favorita.

Veamos cómo marchaban en tanto los negocios públicos. La guerra de Granada se renovaba de tiempo en tiempo con varios y parciales resultados. El rey Mohammed IV había quitado por sorpresa a los cristianos la plaza de Gibraltar que tenían mal guardada, si no por traición, por descuido al menos y por cobardía del gobernador Vasco Pérez de Meyra, y recobrado a Marbella, Ronda y Algeciras, que poco antes le habían tomado los africanos merinitas. Mas el nuevo rey de Fez y de Marruecos Abul Hassan  pasó con sus africanos el estrecho y se apoderó de Gebaltaric (dice el escritor  arábigo)  como  de cosa que le pertenecía.  Mucho  sintió  el granadino  aquella pérdida, más no se atrevió a romper con príncipe tan poderoso y guerrero, cuya fama era grande así en África como en Andalucía, y escribióle sus cartas aparentando cederle de grado lo que había ocupado por fuerza: así quedaron aliados, si no amigos. Los cristianos, continúa el historiador árabe, fueron con gran poder sobre la fortaleza de Gebaltaric (Gibraltar), porque conocían su importancia como llave que era de Andalucía, y aunque los caudillos de Abul Hassan defendían bien la plaza, fueronseles apurando las provisiones, sin quedarles esperanza de socorro por la parte de África, porque los cristianos tenían cercada la fortaleza por mar y tierra, y sus galeras cruzaban sin cesar el estrecho y no dejaban llegar vituallas. Sabiendo Mohammed el granadino el apuro de los  cercados  en  Gibraltar,  allegó  sus  caballeros  y  marchó  a  darles  auxilio.  Entre Algeciras  y Gibraltar peleó victoriosamente con los cristianos, y los venció y obligó a levantar el cerco. Pero haciendo, como joven, imprudente alarde de su triunfo, diciendo a los caudillos de África que los cristianos, como buenos caballeros que eran, no habían querido pelear con ellos, porque todos los andaluces tenían a mengua guerrear con africanos, gente hambrienta y mezquina, irritaron de tal manera estas picantes gracias a los de África, que desde entonces concibieron el pensamiento aleve de asesinarle. Así lo hicieron en la primera ocasión que se les deparó; espiáronle los pasos y le cogieron subiendo a un monte por una áspera angostura, y allí le acometieron y pasaron a lanzadas, donde ni él podía revolver su caballo ni sus guardias defenderle. El cuerpo de Mohammed estuvo abandonado y desnudo en el monte, hecho el escarnio de los soldados de África, a quienes acababa de salvar. «¡Cuán ingrata y desconocida es la barbarie!» exclama aquí el escritor arábigo. Grandemente llorada fue por los granadinos la infausta nueva de su muerte. Los wazires y jeques proclamaron rey a su hermano Yussuf Abul Hagiag, mancebo de hermoso cuerpo, de trato dulce, erudito, buen poeta y docto en diferentes ciencias y facultades, pero más dado a la paz que al ejercicio de las armas. Así no tardó en enviar cartas y mensajeros a Sevilla para negociar paces con los cristianos (1333), y se ajustó una tregua de cuatro años con el rey don Alfonso con buenas condiciones.

En las cosas del gobierno interior del reino desplegaba Alfonso una energía y una severidad, que hubieran sido muy provechosas y muy loables, atendido el desorden de los años pasados, si en los castigos no hubiera empleado muchas veces reprobados medios y usado de una crueldad repugnante. Pudiera alabársele de que se mostrara inexorable con los malhechores y perturbadores, de los cuales fueron muchísimos ajusticiados, sin que ni uno sólo hallara clemencia ante el rey, por más que espontáneamente se presentara a implorarla. Pero se le ve al propio tiempo emplear, no ya la dureza y el rigor, sino a veces la violencia, a veces hasta la traición y alevosía en los tratos y guerras con sus vasallos rebeldes, de que había dado ya ejemplos con don Juan el Tuerto y con Álvar Núñez de Osorio. Eran los principales que se mantenían en rebelión el infante don Juan Manuel, don Juan Núñez de Lara y don Juan Alfonso de Haro, a quienes no había podido ni hacer que le ayudaran en la guerra contra los moros, ni atraer a su obediencia y servicio, antes continuaban estragándole la tierra en León y Castilla. Hallándose el rey en Ciudad Real le llegó un mensajero de don Juan Núñez para decirle que se despedía de él y se desnaturalizaba de sus reinos. Alfonso después de haberle contestado que debería haberlo hecho antes de causar tantos daños, y que por lo mismo no podía menos de considerarle como traidor, mandó que al mensajero, por cómplice en aquellos delitos, le fueran cortadas la cabeza, los pies y las manos. Y como llegasen a tal tiempo con igual misión otros enviados de don Juan Manuel, huyeron precipitadamente temerosos de sufrir la misma suerte. Como más adelante le fuesen entregadas unas cartas de don Juan Alfonso a don Juan Manuel y al de Lara, que le fueron interceptadas, y en que les decía que no se aviniesen con el rey, sino que le corriesen la tierra, y que no sería él quien menos lo hiciese, sabedor don Alfonso de que don Juan de Haro se hallaba en la Rioja, partió de Burgos con toda presteza, y sitiándole en el lugar de Agoncillo, no teniendo aquél tiempo de huir se vio forzado a presentarse al rey, diole éste en rostro con sus cartas y su delito, y en el acto le hizo matar a lanzadas. El señorío de los Cameros que Juan de Haro tenía dejósele como por clemencia a su hermano Álvar Díaz bajo ciertas fianzas, si bien el rey con diversos pretextos tomó para sí varias de sus tierras y castillos. Así hacía justicia Alfonso el Justiciero.

Interesábale destruir al de Lara y en ello formaba el mayor empeño, tanto que más de una vez hubiera caído ya en su poder don Juan Núñez si no se hubiera acogido y fortificado en su villa de Lerma. Pertenecíale el señorío de Vizcaya, por su mujer hija de doña María Díaz. Aunque esta señora había sido antes obligada por Garcilaso a enajenar al rey aquel dominio, el derecho subsistía, y era interés de Alfonso unir la soberanía de hecho a la soberanía nominal. Dejando, pues, a don Juan de Lara cercado en Lerma, pasó a Vizcaya, y en poco tiempo sometió el país, a excepción de cinco castillos que se mantuvieron por doña María. En consecuencia de esto, y viendo el de Lara el fin desastroso que había tenido don Juan Alfonso de Haro, su compañero de rebelión, determinó pedir acomodamiento y venir a merced del rey poniendo por mediador a don Martín Fernández Portocarrero. Hízose la avenencia cediendo el de Lara el derecho que presumía tener a la Vizcaya y a los castillos que aún retenía en ella, y dando rehenes para lo futuro. Antes de esto se había puesto espontáneamente bajo su protección y tutela la provincia de Álava, que hasta entonces unas veces tomaba por señor a un hijo del rey, otras al de Vizcaya, otras al de Lara o al de los Cameros. En la junta de Arriaga hidalgos y labradores reconocieron el señorío del rey, el cual a instancia suya les concedió que se gobernasen por el fuero de Calahorra.

Faltábale someter a don Juan Manuel, de cuyos castillos aún salían cuadrillas de salteadores a robar los pueblos del señorío real. Mandó el monarca a don Lope Gil de Ahumada le entregase una fortaleza perteneciente a don Lope Díaz de Rojas, partidario de don Juan Manuel. Pero el alcaide Gil, en vez de entregar el castillo, hizo disparar flechas y piedras al rey y al estandarte real. Combatida por el rey la fortaleza con máquinas e ingenios, y no pudiendo resistir más don Lope, se dio a capitulación consintiendo en entregar el castillo salva su vida y las de sus defensores. Firmada la capitulación salió don Lope Gil con sus hombres llenos todos de confianza, más el rey los hizo arrestar, y llevados a una especie de consejo de guerra que improvisó bajo su tienda fueron breve y sumariamente sentenciados a pena capital y ejecutados a presencia del soberano. «Otra vez, dice un juicioso escritor español, atropelló aquí el rey su palabra y juramento, mostrándose tirano y sin palabra, y así abría el camino para que su hijo don Pedro le siguiese.» Otro tanto hizo algún tiempo más adelante con el alcaide del castillo de Iscar que tenía por don Juan Martínez de Leyva, después de haber el rey sorprendido a éste, cogídole por los cabellos y arrastrádole un buen trecho para que declarase de orden de quién le había cerrado el alcaide las puertas del castillo. Con tales actos de ruda severidad, algunas veces justos, ilegales muchas, intimidaba don Alfonso e imponía respeto a los rebeldes.

Pero el infante don Juan Manuel había crecido en este tiempo en poder y en consideración. En una entrevista que tuvo con el rey de Aragón su deudo y aliado en Castelfabib, se trató entre ellos grande amistad y confederación, se pactó el matrimonio de una hija de don Juan con don Fernando hijo del monarca aragonés, y éste confirió al infante castellano para sí y sus sucesores el título de príncipe de Villena, comprometiéndose a ampararle en su estado y a procurar reducirle a la gracia y obediencia del rey de Castilla como don Juan Manuel deseaba ya, aterrado con el ejemplo del de Haro y del de Lara. Envió, en efecto, el aragonés al castellano con este fin al obispo de Burgos, canciller mayor de la reina de Aragón, y a esto sin duda se debió la paz que se ajustó entre Alfonso XI y don Juan Manuel, si bien éste no llegó entonces a verse con el rey. Intimáronse también las relaciones de don Juan Manuel con Alfonso IV de Portugal, por el matrimonio que a esta sazón se pactó entre doña Constanza, la hija de don Juan Manuel, reina de Castilla algún tiempo, y el príncipe heredero de Portugal don Pedro, que aunque desposado con doña Blanca de Castilla, vino a quedar libre por el estado de parálisis y de demencia a que ésta había venido y que la inhabilitaba para el matrimonio. Sin embargo, las bodas con doña Constanza no se efectuaron hasta 1340.

A la muerte del rey de Aragón, ocurrida en 1335, apresuróse don Juan Manuel a renovar su alianza con el nuevo monarca aragonés don Pedro IV, el cual le confirmó el título de príncipe de Villena.  Mas temiendo  que el de Castilla quisiera despojarle de sus estados,  parecióle ser  de necesidad hacer con él un acomodamiento más formal y sobre bases más sólidas que el precedente. Efectuóse éste en Madrid por mediación de doña Juana, madre de don Juan Núñez, reconociendo don Juan Manuel la soberanía de Alfonso sobre su villa y castillo de Escalona, sobre la ciudad y castillo de Cartagena, y sobre uno de los castillos de Peñafiel, de modo que si faltase al servicio del monarca pasarían a ser propiedad de éste, no sólo aquellos castillos, sino además otros tres que podría elegir de entre los del señorío de don Juan Manuel con facultad de demolerlos y arrasarlos. Esta vez llevó el infante su condescendencia y sumisión hasta ir a besar la mano al rey que se hallaba en Cuenca, acompañando al sometido infante la reina viuda de Aragón, doña Juana de Lara, don Juan Núñez y su esposa, los cuales todos y cada uno de por sí salieron fiadores de la buena fe de los contratantes. Fue, pues, don Juan Manuel el único de los tres rebeldes a Alfonso XI, que salió bien librado. La concordia, no obstante, a pesar de todas aquellas fianzas había de durar bien poco.

Seguían  con  general  escándalo  las  intimidades  del  rey  de  Castilla  con  doña  Leonor  de Guzmán, la cual a favor de sus amores adulterinos y del ascendiente que ejercía sobre el obcecado monarca tenía desairada y vergonzosamente postergada a la reina legítima. No podía el rey de Portugal ver con fría indiferencia la humillante y desdorosa situación de su hija, así como don Pedro de Aragón tenía presentes los disgustos que siendo infante le había causado su madrastra, fiada en la protección de su hermano Alfonso de Castilla.

Con tales disposiciones atrevióse el de Portugal a intimar a Alfonso XI de Castilla, cuando tenía cercado a don Juan Núñez de Lara en Lerma, que levantase el cerco y le dejara libre, pues de otro modo no podría menos de ayudar a don Juan Núñez como a vasallo suyo. La respuesta del castellano fue más altiva que conciliadora, y el portugués le declaró la guerra penetrando repentina y bruscamente sus tropas hasta Badajoz. A su vez el de Castilla hizo que los suyos invadiesen el Portugal por Yelves, y comenzó una guerra entre portugueses y castellanos, en cuyas vicisitudes y alternativas no nos detendremos.  Fue,  no obstante, digno  de memoria el triunfo  naval que el almirante  de  Castilla  don Alfonso  Jofre Tenorio  ganó  sobre  la  armada  portuguesa,  apresando muchas de sus naves, echando a pique otras, y haciendo prisioneros al almirante portugués Manuel Pezano y a su hijo Carlos, con lo cual volvió Jofre a Sanlúcar de Barrameda, y entrando en el Guadalquivir con su flota victoriosa pasó a Sevilla a ofrecer al rey sus gloriosos trofeos. La guerra duró con sucesos varios desde 1336 hasta 1338.

Viendo el papa Benito XII con dolor los estragos de esta lucha lamentable entre dos príncipes cristianos, obrando como buen apóstol y como buen pontífice, envió a España en calidad de legado al obispo de Rhodez, para que en unión del arzobispo de Reims que se hallaba a la sazón en Sevilla, trabajasen en su nombre para reconciliar los dos monarcas. Las gestiones reiteradas de los dos prelados franceses, si bien en el principio pareció que iban a estrellarse contra la obstinación de los soberanos, ninguno de los cuales se mostraba dispuesto a ceder, dieron al fin un resultado favorable, aunque no tan completo como hubiera sido de desear. Incansables en el cumplimiento de su misión los dos ilustres agentes del pontífice, y a fuerza de hablar e instar a uno y a otro monarca, lograron por lo menos reducirlos a pactar una tregua de diez y ocho meses, que firmó en Mérida Alfonso de Castilla, y ratificó después Alfonso de Portugal.

Mas de pronto se ve desaparecer las divisiones y discordias entre unos y otros monarcas, y los que aún después de la tregua se miraban todavía o con enemiga o con recelo, se convierten en sinceros amigos y aliados. ¿Qué es lo que ha producido tan inesperada y súbita mudanza? La voz del común peligro ha sido más elocuente, eficaz y persuasiva para ellos, que la voz amistosa y conciliadora de los delegados del jefe de la iglesia. Es que desde la primavera de 1339 ha alarmado toda la España cristiana el rumor de los inmensos armamentos que hacía el rey de Marruecos y de Fez Abul Hassan para invadir la península con el orgulloso designio de atarla otra otra vez al yugo africano. Temíase una irrupción como la de los Almorávides que condujo Yussuf ben Tachfin, o como la de los Almohades que trajo Abdelmumen. Poro los preparativos de Abul Hassan eran más lentos: dueño de Algeciras y de Gibraltar, diariamente iba trasportando a España algunas huestes de África, que el emir granadino acogía benévolamente y aún los animaba a la guerra santa contra los cristianos. Necesitábase que amenazaran de tiempo en tiempo estos grandes peligros para que se uniesen los príncipes españoles y depusiesen sus particulares querellas y rivalidades. Así aconteció en los tiempos de Alfonso V., sin lo cual no hubieran vencido en Calatañazor; así en los tiempos de Alfonso VIII, sin lo cual no hubieran triunfado en las Navas; así ahora también, en que el común temor unió a los reyes de Castilla, Aragón y Portugal, para resistir al enemigo también común, de quien se decía que comenzaría la guerra por Valencia, para que lo primero que se rescatara fuese lo último que se había perdido. Alfonso XI de Castilla congregó sus cortes en Burgos a fin de obtener algunos subsidios; el aragonés alcanzó del papa que le concediese el diezmo delas rentas eclesiásticas que acostumbraba a otorgar para las guerras contra infieles, y los reyes de Castilla y de Aragón se convinieron en enviar cada cual una flota al estrecho para impedir el desembarco de los musulmanes: la del aragonés constaría de una mitad de naves de las que enviara el de Castilla. Díóse el mando de la armada castellana al almirante Jofre de Tenorio.

Partió, pues, el primero de Sevilla el rey Alfonso XI, con don Gil de Albornoz, arzobispo de Toledo, don Juan Alfonso de Alburquerque, el infante don Juan Manuel y don Juan Núñez de Lara, ya reconciliados con él, v con muchos otros caballeros, conduciendo diferentes cuerpos de las órdenes militares y de los concejos, formando todos un lucido ejército. Entráronse resueltamente por las tierras de los moros, recorriendo las comarcas de Antequera, Archidona y Ronda: muchas poblaciones encontraban desiertas, porque los moros se habían refugiado, unos a las breñas, otros a las plazas fuertes: talaban los cristianos campos y pueblos, y con gran botín se volvieron por entonces a Sevilla, al tiempo que la armada de Aragón, compuesta de doce galeras al mando del almirante Gilabert de Cruyllas, llegaba al estrecho y se unía con la escuadra castellana. Era el otoño de 1339. Quedaron don Fernando Pérez de Portocarrero en Tarifa, don Fernando Pérez Ponce de León en Arcos, don Alfonso de Biezma, obispo de Mondoñedo, en Jerez, y con el mando general de la frontera el gran maestre de Alcántara don Gonzalo Martínez de Oviedo. Tuvo este algunos reencuentros ventajosos con las huestes de Yussuf el de Granada: las escuadras combinadas permanecieron en el estrecho todo el invierno, y sin embargo no pudieron impedir que siguieran desembarcando africanos. Hablábase de los formidables preparativos que continuaba haciendo en África Abul Hassan; y Alfonso de Castilla con no menor diligencia pasó a Madrid, congregó las cortes, pidió subsidios de hombres y dinero que los castellanos le otorgaron gustosos, envió una embajada a Aviñón a solicitar del papa que otorgase las gracias e indulgencias de cruzada a los que concurriesen a esta guerra, y ordenó que estuviesen dispuestos los contingentes para el mes de marzo de 1340.

A este tiempo habían ocurrido ya en la frontera cosas de importancia. El príncipe Aldelmelik, hijo de Abul Hassan, que había invernado en Algeciras, intentó apoderarse por sorpresa de los almacenes que los cristianos tenían en Lebrija. Los rebaños que en esta algara iban recogiendo los musulmanes  por  las  aldeas  eran  conducidos  por  un  fuerte  destacamento  a Algeciras,  cuando avisados los fronteros cristianos por diligencia de Fernando Portocarrero, alcaide de Tarifa, dieron sobre ellos impetuosamente en un valle, rescataron los ganados, mataron casi todos los conductores, cogieron  sus  caballos  y  se  volvieron  a Arcos  cargados  de  botín  y  de  despojos.  El  príncipe Abdelmelik, que había quedado con el grueso de sus tropas en los campos de Jerez, Abdelmelik que se jactaba de no inspirarle ningún temor las tropas cristianas, ignorante de aquel descalabro, avanzaba lentamente en busca del destacamento de Lebrija. Un cuerpo de quinientos berberiscos que iba delante se vio sorprendido por los cristianos, que al grito de ¡Santiago! ¡Santiago! los arremetieron denodadamente. El intrépido caudillo musulmán Aliatar cayó del caballo acribillado de heridas, después de haber atravesado de parte a parte con su azagaya a un caballero de Alcántara que le seguía. Las demás  tropas musulmanas dormían  todavía en sus tiendas; muchos fueron alanceados antes de despertar, otros medio despiertos, y los que pudieron escapar huyeron a Algeciras y a los montes con tal precipitación, que se olvidaron de que su jefe Abdelmelik quedaba allí abandonado. Dejemos a la crónica contar con su vigorosa sencillez la muerte desgraciada de este príncipe.

«Et aquel rey Abomelique.... metióse en una breña de zarzas cerca del arroyo. Et estando allí ascondido llegaron por allí los cristianos, et él desque los vio, echóse como en manera de muerto: et un cristiano vio como resollaba, et diole dos lanzádas non le cognosciendo: et fuese el cristiano, et fincó aquel Abomelique vivo. Ét desque fueron ende partidos los cristianos, levantóse con queja de la muerte: et un moro que andaba ascondiéndose por aquella breña fallólo, et quisiéralo levar a cuestas; más él desangrábase mucho de las feridas, et enflaquecia: et dixo que le dejase allí, et que fuese a tierra de moros, si podiese, et que dixiese que veniesen allí por él. Et el moro fuese, et aquel Abomelique con la quexa de la muerte ovo sed, et llegó al arroyo por beber del agua, et morió allí.»601  Tal fue el desastroso fin del príncipe Abdehnelik, el hijo de Abul Hassan, el que tomó a Gibraltar, el que se alababa de no temer las armas cristianas. «La nueva de este desmán, dice el escritor árabe, llenó de amargura a todos los muslimes y de despecho a los reyes de Fez y de Granada. Escribió el de Fez a todos los alcaides de África para que le enviasen nuevas tropas, y el de Granada hizo llamamiento de sus gentes con ánimo de tomar venganza cumplida.»

Desgraciadamente turbó pronto la alegría de este triunfo la muerte del almirante de la flota aragonesa Gilabert de Cruyllas. Este intrépido marino cometió la indiscreción de hacer un desembarco en la costa de Algeciras. Acometido, acosado y envuelto por las tropas musulmanas, cayó atravesado de una flecha. Los de la armada de Aragón, viéndose privados de su jefe, se retiraron con sus galeras a Cataluña, quedando sola la escuadra de Castilla para guardar el estrecho (febrero, 1340).

A este tiempo y en circunstancias tan críticas la influencia desmedida de doña Leonor de Guzmán con el rey, y las deplorables deferencias del monarca a su favorita, pusieron en un conflicto a España y fueron causa de privar a Castilla de uno de sus más ilustres adalides y de sus más denodados capitanes. Habiendo vacado el gran maestrazgo de Santiago, pretendíase investir con esta alta dignidad a don Fadrique, hijo del rey y de la Guzmán, siquiera a la bastardía de su origen uniera la circunstancia de ser un niño de siete años, y siquiera fuese menester para ello anular con especiosos pretextos la elección que habían hecho ya en don Vasco López. El nombramiento del niño adulterino pareció ya demasiado escandaloso, y se creyó acallar las murmuraciones públicas con otro poco menor escándalo, nombrando gran maestre a don Alfonso Meléndez de Guzmán, hermano de la ilustre y real concubina. Entre los muchos que por censurar públicamente este nombramiento se atrajeron las iras del rey y de su favorita, lo fue el valeroso maestre de Alcántara Gonzalo  Martínez  de  Oviedo,  el  vencedor  de Abdelmelik,  que  se  hallaba  en  Jerez.  Mandado comparecer ante el monarca, temió por su vida, negóse a cumplir el emplazamiento, y haciéndose fuerte en los castillos y con los caballeros de su orden, dirigió al rey cartas un tanto irreverentes, como dictadas por el despecho. Pasando después a las plazas de la orden en la frontera de Portugal, ofreció al monarca portugués ponerlas bajo la dependencia de su corona con tal que le ayudara contra el de Castilla. El de Portugal rehusó dignamente el ofrecimiento respetando la tregua que entre los dos mediaba, y Alfonso de Castilla se dio a perseguir con su acostumbrada energía y actividad al rebelde maestre, que se había refugiado y hecho fuerte en Valencia de Alcántara, villa principal de su orden. Costóle al rey una guerra viva y personal, variada en lances y en proezas, así por parte de los que seguían los pendones reales, como de los que defendían la bandera del maestre de Alcántara. Al fin, viendo éste la inutilidad de su resistencia, bajó de la última torre en que se había atrincherado, y se entregó a merced del rey, el cual después de reprenderle agriamente le mandó juzgar por traidor. «Et Alfonso Ferrandez (dice la crónica) que estaba allí con el rey.... fizolo degollar et quemar por traydor, por cumplir la sentencia que el rey había dado contra él.» Esto  pasaba en los momentos en que Castilla se veía amenazada por los ejércitos de Abul Hassan, y cuando tan conveniente hubiera sido la presencia del rey en las fronteras de Andalucía; pero era primero sacrificar a un ilustre guerrero y dejar desagraviada a doña Leonor de Guzmán.

Mientras así se entretenía Alfonso en sofocar de una manera tan terrible y trágica rebeliones que su misma conducta producía, el rey de Marruecos preparaba su grande expedición y proyectaba tomar ruidosa venganza de la muerte desastrosa de su hijo. Y apenas el rey de Castilla volvió a Andalucía de su lamentable expedición de Alcántara, cuando se presentó en las aguas de Algeciras la flota africana en número de doscientas cincuenta velas,  con las correspondientes tropas de desembarque. ¿Qué podía hacer el almirante castellano con veintisiete galeras en mal estado, seis naves gruesas y algunos, pocos barcos de trasporte que componían toda su escuadra? Y sin embargo no faltó quien le presentara como sospechoso, tal vez como vendido a los africanos, por no haber impedido el paso de la armada enemiga. Esto le perdió. Su esposa, que se hallaba en Sevilla, le trasmitió los rumores calumniosos que algunos difundían: hirió esto en lo más vivo al pundonoroso marino castellano, y determinó desmentirlos aunque fuese a costa de su misma vida. Arrebatadamente y sin consultar con nadie dio a su pequeña flota la orden de combatir: obedeciéronle sus gentes, casi ciertas de sucumbir en lucha tan desigual. Muy en breve se vio el resultado de tan temerario arrojo: casi todas las galeras castellanas fueron echadas a pique. Defendíase bravamente el almirante Jofre en su capitana contra cuatro galeras de África. Los castellanos que iban en un navío de alto bordo que acompañaba la galera del almirante creyeron hacerle un servicio saltando a ella para defenderle combatiendo a su lado. Pero apoderados los enemigos de aquel navío acribillaban desde allí a los cristianos con una lluvia de flechas, y sus mejores y más fieles guerreros, sus parientes y amigos iban cayendo a los pies del valeroso Jofre. Dejemos a la crónica misma acabar de contar el triste fin de este combate heroico, ejemplo insigne del valor y de la nobleza castellana (4 de abril, 1340).

«Et el almirante tenía la una mano en el estandarte; et desque vía venir los suyos vencidos iba a ferir en los moros, et tornábase luego al estandarte. Pero tan grande fue la priesa que le daban los moros, et tantos de los suyos mataban los que estaban en la nave, que fincaron con él muy pocas compañas, et los moros entraron la galea. Et desque él vio que non tenía gentes con quien la defender, ni le acorria ninguno, abrazó con el un brazo el estandarte, et con el otro peleaba et esforzaba a los suyos quanto podía... Et pelearon tanto, fasta que ge los mataron todos delante; et él abrazado con el estandarte peleó con una espada que tenía en la mano, fasta que le cortaron una pierna, et ovo de caer, et lanzaron de encima de la nave una barra de fierro, et diéronle un golpe en la cabeza de que morió. Et los moros llegaron a él, et cortáronle la cabeza, et echáronla en la mar: et fincó el cuerpo en la galea; et derribaron el estandarte que estaba en la galea; et aquel cuerpo del almirante lleváronlo al rey Albohacen. Et los «cristianos de las otras galeas et de las naves non quisieron llegar a la pelea, desque vieron que el estandarte era derribado; et las otras galeas perdidas desampararon aquellas galeas en que estaban, et acogiéronse todos a las naves; et con un poco de viento que les fizo alzaron las velas, et fueronse a Cartagena, et dejaron las galeas desamparadas en el agua. «Et los moros desque los vieron andar de aquella guisa, llegaron a ellas, et tomáronlas con remos et con velas, et con todo su aparejamiento: así que de toda la flota que el rey de Castiella allí tenía non escaparon más que cinco galeas

Tal fue la famosa derrota de la escuadra castellana delante de Gibraltar, resultado de un arranque de pundonor más glorioso y loable que provechoso y útil. Alfonso recibió la triste nueva en las Cabezas de San Juan el Domingo de Ramos. El papa Benito XII le dirigió una sentida pero severa carta, en que no vacilaba en atribuir el desastre a lo enojado que tenía a Dios, así por el inhumano suplicio del gran maestre de Alcántara, como principalmente por sus impúdicos amores con la Guzmán. «Examina, le decía, tu conciencia, y mira si no te habla nada acerca de esa concubina a que hace tanto tiempo estás demasiadamente apegado en detrimento de tu salvación y de tu gloria... Combate tu pasión, hazte a mismo una guerra incesante y animada... etc.»

No abatió, sin embargo, al rey de Castilla tamaño infortunio. Por el contrario, desde estos momentos es cuando aparece Alfonso XI grande, animoso, previsor y resuelto, como político, como guerrero, como monarca. Sin perjuicio de construir y armar nuevas naves, y necesitando con urgencia reemplazar la escuadra perdida, hace que la reina doña María, que vivía con su hijo don Pedro en Sevilla retirada y como recluida en un monasterio, escriba a su padre el rey de Portugal rogándole socorra con su flota al rey de Castilla. No sólo esto, sino que olvidando aquella buena reina los agravios recibidos como esposa, y atenta sólo al interés de su reino y de toda la España cristiana, envía a su canciller el deán de Toledo don Velasco Fernández para que personalmente y de viva voz encarezca a su padre la necesidad urgente de dar al olvido las antiguas, ofensas y de acorrer con sus naves a Alfonso su marido, en lo cual ella y la cristiandad entera recibirían merced. Si generosa y noble se mostró en esta ocasión la hija, no lo estuvo menos el padre. A los pocos días mensajeros del rey de Portugal llegaron a Sevilla para anunciar a Alfonso XI que en breve arribaría allí la armada portuguesa. ¡Extrañas vicisitudes de la vida humana! Los encargados de conducir esta flota destinada a reparar el desastre de la de Alfonso Jofre eran el almirante de Portugal Manuel Pezano y su hijo, a quienes aquel Jofre había antes vencido y hecho prisioneros en las aguas de Lisboa, y a quienes Alfonso de Castilla acababa de poner en libertad. El almirante portugués obrando con mucha prudencia se apostó con su flota en el puerto de Cádiz, que hubiera sido muy aventurado pasar por entonces más adelante.

En este intermedio el rey de Castilla con actividad prodigiosa había enviado a Juan Martínez de Leyva con especial embajada a la señoría de Génova, para que le suministrase naves a sueldo. Ofreciéronle los genoveses quince galeras a precio de ochocientos florines de oro mensuales cada una,  y  de mil  quinientos  la  capitana,  con  el almirante Egidio  Bocanegra,  hermano  de Simón Bocanegra, primer dux de aquella república. De vuelta y a su paso por Aviñón obtuvo el de Leyva del pontífice una bula concediendo las indulgencias de cruzada por tres meses para la guerra de Castilla, y a su regreso por Aragón negoció con Pedro IV (el Ceremonioso) que en conformidad al reciente tratado de alianza acudiera a Alfonso de Castilla con las naves que pudiese, en cuya virtud el aragonés prometió doce galeras a las órdenes del almirante Pedro de Moncada, nieto del célebre almirante de Aragón y de Sicilia Roger de Lauria. Mientras esto negociaba por allá Martínez de Leyva, el rey de Castilla había celebrado con su suegro el de Portugal un tratado definitivo de paz y amistad con las condiciones siguientes: olvido de todos los motivos de guerra y de discordia y de los perjuicios ocasionados por una parte y por otra; devolución recíproca de todas las plazas que se hubiesen tomado y retenido a pesar de la tregua de 1338; canje mutuo de todos los prisioneros; que la princesa Constanza, hija de don Juan Manuel y antigua reina de Castilla, fuese llevada a Portugal y casase con el infante heredero don Pedro con anuencia y consentimiento del castellano; que doña Blanca volvería a Castilla con las ciudades que constituían su dote; que los dos monarcas se unirían en estrecha amistad, y ninguno de los dos sin mutuo acuerdo podía hacer treguas con el rey de Marruecos. El tratado fue firmado en Sevilla (10 de julio, 1340) por Alfonso XI, juntamente con la reina  doña  María,  el  infante  don  Pedro  su  hijo,  don  Juan  Manuel,  don  Juan  Alfonso  de Alburquerque, y otros ilustres caballeros. En su cumplimiento doña Constanza fue llevada a Portugal,  celebráronse  las  bodas,  el  monarca  portugués  ratificó  el  tratado  de  Sevilla,  y  la desgraciada doña Blanca regresó a su patria para tomar el velo en el monasterio de las Huelgas de Burgos donde acabó sus días.

No se limitó a esto sólo la actividad de Alfonso el Onceno. Con la mayor premura hizo reparar cuantas naves se encontraron desarmadas en los puertos de Andalucía; hizo trasportar las pocas que existían en los de Galicia y Asturias, y con las cinco que se habían salvado del desastre de Gibraltar compuso una pequeña flotilla que a las órdenes de Frey don Alfonso Ortiz Calderón prior de San Juan destinó a vigilar la altura de Tarifa.

Como en todo este tiempo no había habido en el estrecho ni una sola nao de los cristianos que impidiera el desembarco de las tropas africanas, habíase embocado en España un numerosísimo ejército musulmán, que el que menos hace subirá la cifra de doscientos mil hombres, entre los cuales setenta mil de caballería, y en sentir de muchos llegaban las gentes que vinieron de África a cuatrocientos o seiscientos mil, lo cual no es exagerado, si se atiende a que además de los guerreros desembarcaron multitud de familias con la esperanza y casi seguridad de que iban a posesionarse de toda la península con la misma facilidad que en los tiempos de Muza y de Tarik. El rey Abul Hassan de Marruecos pasó por fin a España en el mes de septiembre, y Yussuf Abul Hagiag el de Granada fue con no escasa hueste a incorporársele en Algeciras. Por una falta de cálculo, feliz para los cristianos, y fatal para los moros, los dos príncipes musulmanes, en vez de penetrar al interior de España con su innumerable morisma, detuviéronse a cercar a Tarifa, que combatieron fuertemente con máquinas e ingenios. Defendíanse heroicamente los sitiados mandados por Juan Alfonso de Benavides, recordando los días gloriosos de Guzmán el Bueno. Animáronse más al divisar una flota cristiana: era la que guiaba el prior de San Juan Ortiz Calderón: más toda su alegría se convirtió en pesadumbre y llanto al ver desaparecer la flota a impulsos de una furiosa y deshecha borrasca, que hizo perecer casi todas las naves, excepto unas pocas que la tempestad arrojó a las costas de Cartagena y de Valencia. Los musulmanes pregonaban que Dios y los elementos estaban por ellos, y el rey Alfonso que se hallaba en Sevilla se contristó, pero no se abatió con aquel fatal contratiempo.

Inmediatamente y sobre la marcha convocó los prelados, ricos-hombres, maestres de las órdenes y otros caballeros e hijos-dalgo para consultar si se había de socorrer a Tarifa. Alfonso los dejó discutir; eran varios los pareceres; hasta que el rey entró en la sala de la asamblea y dijo resueltamente: «Tarifa será socorrida.» Quedó pues deliberado socorrer a los infelices sitiados, costara lo que quisiera. Hizo que la reina doña María escribiera de nuevo a su padre el rey de Portugal excitándole a que viniera en persona en ayuda de su marido. Alfonso IV lo prometió así; pero impaciente el de Castilla, partió él mismo a Portugal, habló con su suegro en Jurumeña (Alentejo), y volvió a Sevilla con la seguridad de que vendría a reunírsele pronto el portugués. Mucha era la inquietud del castellano mientras aquel llegaba. Entretanto no hacía sino despachar mensajes a los de Tarifa, afirmándoles que de un día a otro iría a socorrerlos con el rey de Portugal, y previniéndoles que se mantuvieran firmes y río hicieran salidas que los pudieran comprometer. Llegó al fin el de Portugal con una bien corta pero escogida hueste de los principales hidalgos de su reino, y partieronlos dos Alfonsos de Sevilla el 20 de octubre en dirección de Tarifa, haciendo muy cortas jornadas con objeto de proveerse de víveres e ir recogiendo la gente que se les iba allegando. Ocho días emplearon en la travesía, al cabo de los cuales acamparon las tropas confederadas en un lugar a dos leguas de Tarifa llamado la Peña del Ciervo. Al propio tiempo se dejaban ver en el estrecho las velas de Aragón que costeadas por el rey de Castilla guiaba el almirante don Ramón de Moncada, así como tres galeras y doce naves que comandaba el prior de San Juan.

A la aproximación de los ejércitos cristianos levantaron los musulmanes el cerco, y asentaron los de África y los de Granada separadamente su campo para esperarlos. El plan de batalla de los cristianos fue que el rey de Castilla atacaría al de Marruecos, el de Portugal al de Granada. De parte de los moros estaba la ventaja del número, por lo menos tres o cuatro veces mayor que el de los fieles606. Favorecía a estos el ir todos animados del fuego patrio y del valor del martirio, como que de la derrota o del triunfo pendían no sólo sus vidas, sino la suerte de su patria, de su religión, de sus familias y de sus hogares. Acompañaban al rey de Castilla los prelados de Toledo, de Santiago, de  Sevilla,  de  Palencia,  de  Mondoñedo;  los  maestres  de  las  órdenes  de  Santiago,  Calatrava, Alcántara y San Juan; el infante don Juan Manuel, don Juan Núñez de Lara, don Pedro Fernández de Castro, don Juan Alfonso de Alburquerque, don Juan de la Cerda, don Diego López de Haro, don Álvar Pérez de Guzmán, don Gonzalo Ruiz Girón y otros muchos ilustres caballeros de Castilla, León, Galicia y Andalucía, con los concejos de Zamora, de Salamanca, de Ciudad-Rodrigo, de Badajoz, de Córdoba, de Sevilla, de Jaén y otros que fuera largo enumerar. Llevaba el de Portugal en su compañía al obispo de Braga, al prior de Crato, a los maestres de las órdenes de Santiago y de Avis, a don Lope Fernández Pacheco, don Gonzalo Gómez de Sousa, don Gonzalo de Acebedo y otros ilustres hidalgos. No teniendo el portugués sino mil caballos, diole el castellano tres mil de los suyos  para  combatir  al  de  Granada  que  contaba  siete  mil.  Ordenó Alfonso  de  Castilla  a  los almirantes  de  las  flotas  que desembarcaran  con  toda  su  gente  y  atacaran  por  el  flanco  a  los africanos, y lo mismo previno a la guarnición de Tarifa. Separaba los dos ejércitos enemigos un pequeño riachuelo conocido con el nombre de el Salado, que corriendo de Norte a Sur desemboca en el mar.

El lunes 30 de octubre de 1340, antes de romper el día celebró el arzobispo de Toledo la misa en el pabellón real, en la cual comulgó el rey, y seguidamente todas las tropas, preparándose para la batalla como verdaderos y fervorosos cristianos. Ordenóse aquella colocando el rey en primera fila sus caballeros, quedando, dice la Crónica, ««los labradores y omes de poca valía» en la colina llamada Peña del Ciervo. Don Juan Manuel, que mandaba la vanguardia y había recibido orden de atravesar el río, rehusólo en términos que hubiera podido desanimar a gentes menos resueltas a combatir, y que hizo sospechar de su lealtad al rey. Entonces Garcilaso y su hermano Gonzalo pasaron intrépidamente el río por un puentecillo de madera, seguidos de un cuerpo de ochocientos a mil hombres, con los cuales atacaron tan bizarramente una hueste de más de dos mil quinientos jinetes africanos que los hicieron cejar. Volvieron sobre sí los berberiscos, más los castellanos se mantuvieron firmes conservando libre el paso del puente a un refuerzo que el rey de Castilla enviaba en socorro de los Lasos, de los cuales uno estaba ya gravemente herido, aunque seguía combatiendo. También el maestre de Santiago, don Alfonso Meléndez de Guzmán, esquivaba pasar el río, como don Juan Núñez de Lara, hasta que llegó el rey y les hizo avanzar y mezclarse en la pelea con otros o más esforzados o más leales. Los que llevaban las banderas, marchando por entre unos oteros, dieron con la tienda del rey Abul Hassan, donde estaban sus mujeres custodiadas por un  cuerpo  de  zenetas.  Sorprendidos  estos,  hicieron  un  movimiento  de  retroceso  hacia Tarifa: entonces la guarnición de la plaza cayó impetuosamente sobre el centro de los de África, compuesto de tres mil caballos y ocho mil infantes, número acaso triple que el de los agresores: desconcertados los infieles con este segundo inopinado ataque, desbandáronse unos hacia el mar, otros hacia Algeciras, no sin dejar en el campo considerable número de muertos.

A tal sazón pasó el río Salado el rey don Alfonso con los de su mesnada, metiéndose con ellos en un valle donde estaba el grueso de la morisma con Abul Hassan. Cargaron sobre ellos de tropel los africanos, lanzando saetas, una de las cuales se clavó en el arzón de la silla del caballo del rey.

«Feridlos, exclamó entonces Alfonso alentando a los suyos, feridlos, que yo so el rey don Alfonso de Castiella et de León, ca el día de hoy veré yo quales son mis vasalíos, et veran ellos quien soy yo.» Y espoleando su caballo quiso meterse en lo más recio de la pelea. Pero el arzobispo de Toledo don Gil de Albornoz, teniendo acaso presente en aquellos momentos el ejemplo de su ilustre predecesor don Rodrigo Jiménez, y lo que hizo con Alfonso el Noble en las Navas de Tolosa,

«Señor, exclamó a imitación de aquel, estad quedo, et non pongades en aventura a Castiella et León, ca los moros son vencidos, et fio en Dios que vos seredes hoy vencedor.» Las palabras del rey inflamaron a los suyos, y como quiera que estos fuesen muy pocos, pero como todos eran caballeros y escuderos suyos, gente criada en su casa y a su merced, todos «omes de buenos corazones et en quien había vergüenza», cumplieron su deber como buenos, y a algunos por su especial arrojo los premió en el acto. Bajando al propio tiempo de aquellos recuestos y colinas los que habían tomado el pabellón del emir de África, matando y degollando cuantos encontraban, acabaron de turbarse los marroquíes, desordenáronse huyendo hacia Algeciras, dábales caza el rey Alfonso con su gente, el campo se cubría de cadáveres, y el río Salado no parecía ya río de agua sino de sangre.

Simultáneamente por otro lado el rey de Portugal envolvía al de Granada, cuya resistencia había sido más floja, siendo el triunfo de los portugueses sobre los granadinos, si no más decisivo y completo, más fácil todavía y más breve. Los dos monarcas se juntaron persiguiendo los fugitivos a las márgenes del Guadalmesí. ¿Quién puede saber el número cierto de los musulmanes que perecieron en esta memorable batalla? Nuestros cronistas en su entusiasmo patrio los hacen subir a doscientos mil, sin contar otra muchedumbre de prisioneros, y para que la similitud de la victoria del Salado con la de las Navas de Tolosa sea más completa, suponen que de los cristianos murieron quince o veinte y no más. No hay nada imposible cuando se recurre y apela al milagro: más como los mismos árabes confiesen su derrota, llamando día infausto, batalla cruel y matanza memorable la que sufrieron, y sea indudable que el número de musulmanes muertos y cautivos subió a una cifra prodigiosa, repetimos aquí lo que dijimos de Covadonga, de Calatañazor y de las Navas, que harto prodigio fue el triunfo de tan pocos cristianos contra tantos infieles, y que si signos visibles hay de la especial protección con que la Providencia favorece algunas causas y algunos pueblos, harto visibles señales de providencial favor eran estos triunfos portentosos sobre el islamismo con que de tiempo en tiempo favorecía a los españoles, como en premio de su perseverancia, de su amor patrio, de su confianza en Dios y de su constancia en la fe.

Las lanzas cristianas que penetraron en el pabellón real del marroquí, no perdonaron ni a sus tiernos hijos ni a las mujeres de su harem. Dos de aquellos perecieron, y entre estas se contaba la hija del rey de Túnez, Fátima, la más querida de Abul Hassan, como esposa y como madre. Entre los cautivos lo fueron su hijo Abohamar  la mejor lanza del ejército africano; su sobrino Abu Ali, que había sido rey de Sedjelmessa (ciudad de Berbería hoy destruida) y otros ilustres caudillos. Los vencidos reyes de Marruecos y de Granada llegaron juntos a Algeciras, donde sólo se detuvieron algunos instantes. No contemplándose allí seguros, el africano pasó a Gibraltar, el granadino se embarcó para Marbella y de allí se trasladó a Granada, donde fue recibido en triste duelo. Abul Hassan, recelando que su hijo Abderrahman, a quien había dejado en Marruecos, sabedor de aquella derrota quisiera alzarse con aquel reino, diose también prisa a embarcarse y ganar la costa de África, lo que consiguió a pesar de la flota aragonesa que tenía orden de vigilar el paso del estrecho, de lo cual y de no haber tomado parte en la batalla hace graves cargos el cronista castellano, y prorrumpe en amargas quejas contra don Ramón de Moncada, el almirante de Aragón. También los monarcas vencedores de Castilla y Portugal, temerosos de la falta de subsistencias, dieron a los dos días (1 de noviembre) la vuelta para Sevilla, donde fueron recibidos en solemne procesión por el clero y el pueblo, en medio de aclamaciones de júbilo y llorando todos de alegría.

Asombra la relación de las riquezas que los cristianos trajeron a Sevilla recogidas en aquella batalla y principalmente en la tienda del emir. Multitud de monedas de oro de valor de cien doblas marroquíes, barras gruesas de oro muchas, brazaletes y collares de las moras en gran cantidad, alfanjes guarnecidos de oro y plata esmaltados de piedras preciosas, espuelas de lo mismo, tiendas de paños de oro y seda riquísimas y de gran precio, tanto que habiendo caído una gran parte de esta riqueza en manos de la chusma, y habiendo huido con ella fuera del reino, bajó una sexta parte el valor del oro en París, en Aviñón, en Barcelona, en Valencia y en Pamplona. Muchos objetos recobró todavía el rey a más de los que él traía, y algunos figuran aún entre los trofeos gloriosos que decoran la armería regia de Madrid. El monarca los colocó con separación en su palacio, e invitó a su suegro el de Portugal a que tomara de ellos los que quisiera. El generoso portugués sólo cogió algunas espadas, sillas, frenos y espuelas, notables por su maravillosa labor, más no quiso tomar moneda alguna, por más que a ello le instó el de Castilla. Entonces éste le dio al noble cautivo Abu Alí, con otros de los más esclarecidos prisioneros, con lo cual marchó Alfonso IV de Portugal muy satisfecho a su reino, acompañándole el castellano hasta Cazalla.

Quiso el rey de Castilla hacer participante al papa de los trofeos de una victoria que resonó por todos los ámbitos del orbe cristiano, y envió a Juan Martínez de Leyva a Aviñón, residencia del pontífice Benito XII, con un magnífico regalo. Muchos cardenales salieron a más de dos leguas de la ciudad a recibir al enviado español. El ilustre mandadero entró en Aviñón con el pendón de Alfonso de Castilla enarbolado. Delante iban los mejores caballos árabes cogidos en la lid, todos ensillados, colgando del arzón a cada uno de ellos una adarga y una espada, llevados de la rienda por otros tantos pajes. Al lado del pendón iba el caballo que el rey Alfonso había montado el día de la batalla, tal como le había llevado al combate, con su caparazón de malla de acero bruñida y dorada sobre una tela de seda encarnada, con su silla y sus estribos anchos y cortos a usanza de los árabes. Marchaban detrás veinticuatro cautivos moros, con otros tantos estandartes berberiscos cogidos en la batalla. Cuando el de Leyva se acercó al pontífice, y le ofreció los presentes de su rey y señor, el papa con visible complacencia descendió de su silla pontificia, y tomando con su mano el pendón de Castilla entonó el Vexilla Regis prodeunt, que repitieron a coro los cardenales, los obispos y todo el clero. Mandó hacer aquel día solemnes procesiones, concedió indulgencias, celebró él mismo la misa y predicó un elocuente sermón comparando el triunfo de Alfonso sobre los musulmanes al de David sobre los filisteos, y haciendo un paralelo entre el presente que le enviaba el rey de Castilla con la ofrenda que en otra ocasión semejante hizo el rey Antíoco al pontífice Simeón. La bandera del rey Alfonso XI de Castilla junto con los despojos del vencido Abul Hassan fueron suspendidos por su orden en la capilla pontifical para que fuesen eterna memoria y glorioso recuerdo  a  las  edades  futuras.  Concluyeron  las  fiestas  de Aviñón  con  iluminaciones  y  juegos públicos.

Después de la victoria de el Salado y en la primavera siguiente (1341) salió don Alfonso nuevamente de Sevilla para correr las tierras de los moros granadinos. En estas incursiones les tomó a Alcalá de Benzayde (Alcalá la Real), Priego, Benamejí, Rute y otras varias fortalezas y villas. Mas noticioso de que Abul Hassan andaba aparejando otra flota para desembarcar de nuevo en España, fijó su pensamiento en cerrarle las puertas de la península quitándole la plaza de Algeciras, puerta por donde tantas veces había venido o la pérdida o el peligro de ella a España, Para subvenir a los gastos de esta expedición congregó las cortes del reino en Burgos, y les hizo presente la necesidad de que le asistiesen con recursos extraordinarios para una empresa tan útil y de que habían de resultar tantos bienes. Agotadas como se hallaban las rentas ordinarias del estado, y atendido lo sobrecargados que estaban los labradores y pecheros, concediéronsele las alcabalas de todo el reino (1342), que era el impuesto de un tanto por ciento con que se gravaban las compras y ventas, sin que se eximieran en este caso de él los hijosdalgo y los caballeros.

Pasó Alfonso una parte de aquel año en visitar las ciudades de Castilla y de León, pidiendo las alcabalas, que en todas partes le eran otorgadas, y entreteniéndose en ejercicios de montería a que era muy apasionado, haciendo una guerra viva a los osos y venados de los montes siempre que hallaba ocasión de descansar de la guerra contra los moros, y no pocas veces dedicaba a la caza de las fieras el tiempo que le hubiera venido bien emplear en perseguir infieles.

Antes de emprender el sitio de Algeciras habíale llegado la flota genovesa dos años antes contratada, mandada por el almirante Bocanegra. El rey de Portugal le envió también diez galeras que mandaba Carlos Pezano, hijo del almirante genovés Manuel. Estas dos flotas comenzaron muy luego a hacer importantísimos servicios al rey de Castilla ganando parciales triunfos sobre las galeras africanas y granadinas que andaban por el litoral del Mediodía. El rey iba recibiendo estas buenas nuevas Je paso que él se encaminaba a Sevilla y Jerez. En las Cabezas de San Juan, donde antes había sabido el desastre del almirante Jofre y de la armada castellana, allí mismo supo ahora que las flotas confederadas de Génova, Castilla y Portugal habían derrotado completamente la escuadra granadina y marroquí fuerte de ochenta galeras y otros navíos de guerra, apresando o incendiando al enemigo hasta el número de veintiséis, dispersando las demás, de las cuales algunas se refugiaron en Ceuta. Gran contento causaban al rey estas noticias, feliz presagio de la empresa que iba a acometer. Después de este triunfo el almirante de Portugal pidió permiso a Alfonso para retirarse con su flota, puesto que ésta había venido pagada por solos dos meses, los cuales eran ya cumplidos. Mucha pena causó esta determinación al de Castilla, más para su consuelo no tardó en arribar una armada de Aragón, la cual había tenido la fortuna de derrotar al paso en Estepona trece galeras musulmanas que andaban por allí dispersas y sin rumbo.

Con  tan  prósperos  y  lisonjeros  preliminares  se  movió  Alfonso  de  Jerez  para  Tarifa  y Algeciras. Bien hubiera querido emprender desde luego el cerco de esta última plaza, aprovechando el desaliento en que tenía a los musulmanes su derrota naval: pero siendo su hueste corta, y escasos los víveres con que contaba, hubo de contentarse al pronto con hacerla bloquear por los dos almirantes. Las circunstancias mismas le hicieron ver que era más peligroso para él y para los suyos estar tan apartados de la ciudad, y le obligaron a aproximarse ocupando una altura, a cuya falda mandó hacer un profundo foso entre la plaza y su campamento. Un suceso inesperado vino a afligir, ya que no a desalentar a los sitiadores. La flota aragonesa fue llamada por el rey de Aragón para atender con ella a las necesidades de su reino, y el almirante Ramón de Moncada abandonó con sus naves las aguas de Algeciras. Resuelto, sin embargo, Alfonso a no levantar el cerco, escribió al aragonés recordándole la obligación en que estaba de ayudarle con arreglo a anteriores pactos; dirigióse al de Portugal rogándole le volviese a enviar  sus galeras,  con más dos millones de maravedís sobre la hipoteca de algunas plazas y villas que le designaba; al rey de Francia le pidió un empréstito ofreciéndole en prenda y garantía su corona real y sus mejores joyas; y despachó letras al papa encareciéndole los bienes que a la cristiandad resultarían de la conquista de Algeciras, y pidiéndole las gracias de cruzada y los diezmos de la iglesia. El de Aragón le envió diez galeras, que no dejaron de serle útiles: el de Portugal le acudió con otras diez, pero no con el empréstito, y el pontífice y el rey de Francia contestaron con el silencio a las instancias del monarca castellano.

El sitio se prolongaba, dando lugar a incidentes de todo género. Murió el gran maestre de Santiago, y como los caballeros de la orden no pudieran ponerse de acuerdo para la elección de sucesor, determinaron ofrecer al rey aquella dignidad para su hijo don Fadrique, sin reparar ni en que fuese menor de edad, ni en su calidad de bastardo, como hijo de la Guzmán. Todo se remediaba con la dispensa del papa que él solicitó y obtuvo fácilmente; y don Fadrique quedó hecho gran maestre de Santiago. Los moros de Algeciras, cuya guarnición consistía en ochocientos jinetes y doce mil infantes enviaron más de una vez al campo cristiano emisarios que bajo diversos disfraces, y fingiéndose escapados y haciéndose amigos del rey Alfonso, llevaban la misión de asesinarle. Esta misma abominable astucia la vimos ya empleada por los moros de Sevilla, cuando estaban sitiados por San Fernando. Felizmente ahora como entonces los traidores fueron descubiertos y pagaron con la vida su alevosía. Trabajos grandes esperaban a Alfonso y a sus castellanos en este cerco. Con el otoño sobrevinieron las lluvias en tal abundancia, que las tiendas y barracas eran destruidas y arrastradas por los torrentes; el campamento se convirtió en un lago fangoso; hombres y caballos vivían como embutidos en agua y lodo; los que se acogían a las cuevas las hallaban por la mañana henchidas de agua y algunas se desplomaban sobre ellos; hasta en una casita de madera cubierta con teja que se había construido para el rey llegó a entrar el agua hasta su misma cama, en términos de verse forzado a levantarse y pasar el resto de la noche en pie. Hombres y bestias enfermaban y morían. Fue menester trasladar el real a la arena de la playa. Llovió sin cesar desde septiembre a noviembre  (1342).  Era  admirable  el  sufrimiento  de  los  cristianos. Tampoco  a  los  sitiados  les favoreció tan copiosa lluvia, toda vez que poniéndose intransitables los caminos, de ninguna parte podían entrarles provisiones, y el agua los bloqueaba más que los enemigos.

Cesó al fin la lluvia, acercáronse más los sitiadores, y comenzaron los combates, las salidas y los reencuentros diarios y parciales con éxito  vario. Aproximaron los cristianos dos torres de madera a los muros, y con sus máquinas e ingenios hacían bastante daño en las murallas y torres de la ciudad: sin dejar por eso de trabajar en la cava y en otras obras, presente el rey a todo, mezclado continuamente con los trabajadores, alentándolos con su ejemplo, haciendo de general y de soldado, y exponiendo a cada paso su vida. Mas la cava, dice la Crónica, «era tan cerca de la ciudad que desde el adarve les daban muchas saetadas, et tirábanles muchas pellas de fierro con los truenos, et ferian, et mataban los cristianos.»616  No pasaba día en que no se pelease. Llegóse así el mes de febrero (1343), y como el tiempo era ya más benigno, diariamente acudían al campo cristiano los concejos de las villas y ciudades con sus pendones, que solían conducir los obispos. Con esto se iba estrechando el cerco todo en derredor de la ciudad; continuaban las obras de ataque, las trincheras, fosos y parapetos, trabajando de noche por ser menor el peligro. El rey hizo ceñir el puerto con una fuerte estacada sujeta con cadenas para impedir la entrada a las naves enemigas: encima de la estacada colocaban toneles llenos de tierra. Cada día se levantaban torres de madera montadas sobre ruedas, pero el fuego de la artillería de la plaza desbarataba pronto o incendiaba estas frágiles máquinas. Cansados los cristianos de ver tan a menudo inutilizadas todas sus torres y bastidas, construyeron un gran cadahalso (castillo) vasto y elevado, y no obstante tan ligero que podía ser movido fácilmente, desde el cual combatían al abrigo muchos hombres; este castillo rodante hizo a los sitiadores importantes servicios.

La  fama  de  tan  prolongado  asedio  y  de  la  heroica  perseverancia  de Alfonso  y  de  sus castellanos había resonado en toda la cristiandad. Esto atrajo al campo de Algeciras cruzados de Francia, de Alemania y de Inglaterra, con los condes de Arbi y de Solusber, que así los nombra la Crónica, y el duque de Lancaster, príncipe de la sangre real a su cabeza. Acudió igualmente en la primavera Gastón de Bearne, conde de Foix, con otros caballeros de Gascuña. El rey Felipe de Navarra envió al de Castilla una flota cargada de bastimentos, anunciándole que no tardaría en venir en persona, como lo verificó en el mes de julio, seguido de cien caballos y de trescientos infantes. Desconociendo estos auxiliares extranjeros el sistema de guerra que era menester emplear contra los moros, expusiéronse imprudentemente a mil peligros en que hubieran perecido sin las medidas y oportunos socorros del rey de Castilla. El papa y el rey de Francia le enviaron también por último algunos subsidios (veinte mil florines el uno, cincuenta mil el otro), que se invirtieron en pagar los soldados de la flota genovesa, que no toleraban bien los atrasos en sus pagas ni estaban habituados A vivir del crédito. No bastando todavía estos recursos para cubrir las necesidades urgentes del ejército,  reunió  don Alfonso  los  prelados,  ricos-hombres,  caudillos  y  caballeros,  y  los  de  los concejos que seguían la hueste, y exponiéndoles el estado de penuria y de pobreza en que se hallaba, «ca los de la hueste eran en grand afincamiento et dábanle muy grand quexa, et él non tenía que les dar», otorgáronle dos monedas foreras en todo el reino, facultándole para que mientras esto se cobraba pudiese pedir y tomar prestado. Por último, el rey de Aragón añadió otras diez galeras a las que ya estaban al servicio del de Castilla, auxilio que dio a Alfonso no poco contentamiento.

Todo venía muy a sazón y nada sobraba, porque además de haber sabido el rey que el de Granada se hallaba con su gente en el Guadiaro dirigiéndose al campo de Gibraltar, y que la armada de África estaba en Ceuta pronta a cruzar el estrecho, volvióse el conde de Foix a su tierra, sin que bastaran razones ni ruegos a detenerle, o por mejor decir, intentó volver, que no pudo pasar de Sevilla donde adoleció y sucumbió. El maestre de Alcántara murió también con muchos caballeros de la orden, ahogados y llevados por las aguas al atravesar el río Guadarranque, con cuyo vado no atinaron por la oscuridad de la noche. El rey de Navarra partió muy enfermo del campamento (septiembre 1343 ), y finó igualmente al llegar a Jerez. Los víveres escaseaban; faltaba cebada para los caballos y pan para los hombres. Valíales a los cristianos las presas que de tiempo en tiempo solían hacer de algunas galeras cargadas de mantenimiento de las que el rey Abul Hassan enviaba para abastecer a los sitiados, con lo cual si en el campo había escasez era aún mayor la necesidad que los de la plaza padecían. A pesar de todo no cesaban los combates por mar y tierra: y como se aproximaba ya  otro  invierno,  así las naves  españolas  como  las  africanas  sufrieron  temporales terribles y borrascas tempestuosas en aquellos agitados mares. La armada de África arribó por fin a la playa y campo de Gibraltar, con el príncipe Alí, hijo del rey Abul Hassan, y muchos principales Beni Merines. Entre africanos y granadinos componían cuarenta mil infantes y doce mil caballos. Sus flotas reunidas más de ciento cuarenta velas.

Necesitábase un corazón de hierro, una constancia de héroe y una paciencia de mártir para sufrir sin desmayar tantas privaciones y fatigas, tantos desvelos y cuidados, tan continua e incesante pelea,  tantos  personales  peligros,  tantas  mortificaciones  y  contrariedades,  así por  parte de  los elementos como de los hombres, así por parte de los enemigos y extraños como dj los aliados y amigos. También los genoveses quisieron abandonar al rey Alfonso de Castilla por la queja perpetua de la falta de pagas. Recelaba Alfonso que aquellos mercenarios proyectaran ir a servir a los moros en razón a haberles ofrecido Abul Hassan cuantas doblas quisiesen si se apartaban de la ayuda y amistad del rey de Castilla, y para mantenerlos en su servicio fue menester que el rey, y a su ejemplo los prelados y ricos-omes y los oficiales de su casa se deshiciesen de cuanta plata tenían, y que con esto y con algún dinero que tomó prestado les completase las pagas que les debía. No tardó el almirante de la flota aragonesa en manifestar igual resolución de retirarse con sus veinte galeras por la propia causa de atraso en las pagas. Para contener a los de Aragón tuvo Alfonso que tomar prestado de mercaderes catalanes y genoveses con el correspondiente interés y fianza lo necesario para pagar por dos meses las veinte galeras. Con esto crecía la escasez y la miseria en el ejército castellano; los caballos y acémilas se morían por falta de mantenimiento, y los hombres sufrían con cristiana y admirable resignación la privación de las cosas más necesarias a la vida.

Intentó en una ocasión el rey incendiar la flota enemiga que estaba en la bahía de Gibraltar, a cuyo efecto un día que soplaba viento oeste hizo que sus naves llevando grandes barcas cargadas de leña seca fuesen a buscar las de los moros, y poniendo fuego a aquellas maderas y empujando las barcas procuraban que las llamas se comunicasen ayudadas por el viento a las galeras sarracenas. Pero apercibidos los moros, cubriendo las delanteras de sus naves con mantas empapadas en agua, con otros recursos que emplearon, y haciendo trabajar a sus ballesteros, hicieron inútil la maniobra de los castellanos, y salióles a estos vana su tentativa. Noticioso el rey de que algunas zabras y saetías moriscas rondaban el estrecho con el fin de socorrer con viandas a los sitiados de Algeciras que carecían de pan y casi de todo sustento, todas las noches se embarcaba el monarca en un bote para recorrer y vigilar la costa y hacer a los demás andar vigilantes y despiertos, temiendo todos que no bastaría su robustez para resistir a tanta fatiga, y que de ello le resultara quebranto a su salud: porque además de día atendía a dirigir los ataques de la plaza y no se daba un momento de reposo.

Eran ya pasados los últimos y más rigorosos meses del invierno de 1343, y habíase entrado en los primeros de 1344. El punto por donde atacaban al ejército cristiano las fuerzas confederadas de Granada y de África, mandadas por el emir granadino Yussuf Abul Hagiaz y por el príncipe merinita Alí, hijo del rey Abul Hassan de Marruecos era el pequeño río Palmoner que dividía los dos campos. Por tres veces intentaron los sarracenos dar en sus orillas un combate general, y otras tantas salieron escarmentados y vencidos. Llegó por fin el mes de marzo, y con él el plazo en que Alfonso y sus castellanos habían de recoger el fruto de tan penosos y largos sacrificios. Cuando el rey de Castilla había enviado a pedir refuerzos y concejos de Andalucía y de Extremadura, y cuando había emprendido nuevos trabajos al pie de los muros mismos de la ciudad, un moro principal salió de la plaza y solicitó hablar al rey. La misión de este moro era la de proponer al monarca cristiano la entrega de Algeciras en nombre y con autorización de los dos emires de África y Granada, a condición de que los sitiados saliesen libres y salvos con sus haberes, de que se firmasen treguas por quince años con los reyes musulmanes, y de que el de Granada se reconocería su vasallo dándole cada año en parias doce mil libras de oro. Consultado por el rey el negocio con los de su consejo, opinaron algunos que no se debía aceptar, sino que la ciudad debería ser entrada por fuerza y descabezar cuantos moros en ella hubiese: otros fueron de dictamen de que debía admitirse el partido que proponían: el rey se adhirió a estos últimos sin hacer más modificación en las proposiciones que la de limitar la tregua a diez años en lugar de los quince que los moros pedían. Convenidos en esto los príncipes musulmanes (26 de marzo, 4 344), Alfonso XI de Castilla y de León hizo su entrada triunfante en Algeciras con sus valientes y heroicos castellanos, con todos los prelados, ricos-hombres, caballeros y concejos que componían su hueste. Las banderas de Castilla tremolaron en las almenas y torres de la ciudad; la mezquita mayor se convirtió en templo cristiano, y púsosele la advocación de Santa María de la Palma, en conmemoración del Domingo de las Palmas en que se hizo la solemne consagración. El rey pasó en seguida a aposentarse en el alcázar.

«Así  terminó,  dice  un  erudito  escritor  extranjero,  después  de  veinte  meses,  el  sitio  de Algeciras, memorable ejemplo de lo que puede la voluntad de un sólo hombre, teniendo que luchar a la vez contra los elementos y contra la falta de dinero, de víveres, de aliados y de recursos (y contra  poderosos  príncipes  y  soldados  valerosos  y  aguerridos,  pudo  añadir.)  La  España  se personifica aquí en Alfonso XI, digno representante de ese pueblo en que el genio es raro, pero en que le suple la paciencia, en que se encuentran menos grandes talentos que grandes caracteres. El piadoso  monarca  anunció  al  Santo  Padre  la  conquista  de Algeciras,  conquista  cuya  inmensa importancia no comprendió la cristiandad.» El rey de Marruecos quedo conmovido y admirado de la generosidad y grandeza de alma del rey de Castilla al ver que le devolvía sin rescate alguno sus hijas cautivadas en la batalla de el Salado. El de Granada se dedicó a embellecer su ciudad y hacer reinar el orden y fomentar las letras, la cultura, la industria, la prosperidad interior en su pequeño estado.

Las revueltas que luego sobrevinieron en África, y el resultado de ellas, que fue apoderarse del trono y del reino un hijo de Abul Hassan, que los nuestros nombran Abohanen y entre los africanos fue conocido por Almotwakil, haciéndose por consecuencia dueño de sus posesiones en España, fueron circunstancias que excitaron a Alfonso a pensar en nuevas conquistas. Dolíale ver a Gibraltar en poder de infieles, no estaba tranquilo mientras viera a los sarracenos poseedores de un puñado de tierra en la península, y creíase desobligado, y así se lo persuadían muchos, de guardar con el hijo la tregua concertada y jurada con el padre. Expuso este pensamiento y solicitó recursos para su ejecución en las cortes de Alcalá de Henares de 1348.

Célebres fueron estas cortes de Alcalá, y forman época en la historia política y civil de Castilla, así por, su generalidad y por la famosa disputa de preferencia entre dos ciudades, como por las leyes importantes que en ellas se establecieron. Diez y siete ciudades enviaron sus diputados a estas cortes: Burgos, Soria, Segovia, Ávila y Valladolid, de Castilla la Vieja; León, Salamanca, Zamora y Toro, del reino de León; Toledo, Cuenca, Guadalajara, Madrid, de Castilla la Nueva; y de Andalucía y Murcia, Sevilla, Córdoba, Murcia y Jaén. De estas, Burgos, León, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y Toledo, como cabezas de reinos, tenían sus asientos y lugares señalados para votar. Las demás se sentaban y votaban sin orden fijo, y según que acaecía colocarse en el principio de cada asamblea. Movióse en estas cortes una disputa, que se hizo famosa, sobre preferencia de lugar entre las ciudades de Burgos y de Toledo, alegando cada cual sus privilegios y antiguas glorias. Los grandes andaban en esta competencia divididos: favorecía a Burgos don Juan Núñez de Lara, a Toledo el infante don Juan Manuel; así los demás. El rey, designado por juez en esta cuestión, la resolvió prudentemente, dejando a Burgos el primer lugar y voto que hasta entonces había tenido, y dando a los diputados de Toledo un asiento aparte en frente del rey, diciendo éste además: Hable Burgos, que yo hablaré por Toledo; o en otros términos: Yo hablo por Toledo, y hará lo que le mandare: hable Burgos. Con este expediente se dieron ambas ciudades por satisfechas, y esta fórmula siguió observándose mucho tiempo en las cortes de Castilla. Dio particular importancia y celebridad a estas cortes la gran reforma que se hizo en la legislación castellana, ya con el cuerpo de leyes conocido con el nombre de Ordenamiento de Alcalá, ya con la gran novedad de haberse declarado ley del reino y comenzado a obligar a petición de Alfonso XI el código de las Siete Partidas de su bisabuelo don Alfonso el Sabio, que hasta entonces no se había aprobado en cortes ni puesto en práctica.

En cuanto al subsidio que Alfonso solicitaba para proseguir la guerra contra los moros, las cortes de Alcalá, habida consideración al objeto y atendido lo menguado que se hallaba el real tesoro, otorgaron, aunque con repugnancia, la continuación de la alcabala, cuyos inconvenientes se adivinaban ya, pero que se aceptaba como un remedio del momento. Con esto se apercibió el rey para emprender su nueva campaña; juntó y abasteció las huestes, movióse con el ejército a Andalucía, y asentó sus reales delante de Gibraltar (1349). Quemó y taló las huertas y casas de recreo de la campiña; combatió la plaza con ingenios y máquinas; pero como a más de ser aquella fuerte  de suyo,  contara  con  una guarnición  numerosa  y  bien  abastecida,  tuvo  a  bien Alfonso suspender los ataques inútiles y convertir el sitio en bloqueo esperando reducirla por hambre. Engañóse también en esta esperanza el castellano; y el refuerzo de cuatrocientos ballesteros y algunas galeras que le envió el aragonés (agosto, 1349), arregladas las diferencias que a causa de la reina doña Leonor y de sus hijos entre sí traían, tampoco  fue bastante eficaz auxilio para la conquista de la plaza. Molestaban por otra parte a los cristianos los moros granadinos con continuos rebatos y celadas.

Mas todo esto hubiera sido insuficiente para quebrantar la constancia de Alfonso y de sus valientes castellanos, si por desventura no se hubiera desarrollado en el campamento una mortífera epidemia, que antes había ya hecho estragos en Italia, en Inglaterra, en Francia y aún en España en las partes de Extremadura y León. El infante don Fernando de Aragón, sobrino del rey, hijo de doña Leonor su hermana; don Juan Núñez de Lara, don Juan Alfonso de Alburquerque, don Fernando señor de Villena, hijo del infante don Juan Manuel (que a esta sazón había ya muerto), junto con otros  señores,  prelados  y  ricos-hombres,  aconsejaban  al  rey  que  desistiera  de  aquel  empeño, atendida la gran mortandad que el ejército sufría. Tenía Alfonso por mengua y baldón para Castilla abandonar una empresa por temor a la muerte, y su obstinación y temeridad fueron fatales al monarca y a la monarquía. Alcanzóle al mismo rey el contagio, y atacóle tan fuertemente que el 26 de marzo de 1350 la muerte de Alfonso XI. de Castilla difundió el luto, la tristeza y el llanto por todo el campamento cristiano; llanto y luto que muy pronto se hizo general en todo el reino.

Tal fue el lastimoso fin del Undécimo Alfonso, el postrero de su nombre en esa galería ilustre de los grandes y esclarecidos Alfonsos de Castilla, a los treinta y ocho años de su reinado, y poco más de los treinta y nueve de edad. Llevaron su cuerpo a enterrar a Sevilla. Oigamos el hecho grande que honró más la memoria de este rey. Oigamos el testimonio sublime de respeto que los musulmanes mismos dieron a sus cenizas. Copiemos las palabras del historiador arábigo. «El rey de Granada (dice), cuando entendió la muerte del de Castilla, como quiera que en su corazón y por el bien y seguridad de sus tierras holgó de la muerte, con todo eso manifestó sentimiento, porque decía que había muerto uno de los más excelentes príncipes del mundo, que sabía honrar a todos los buenos,  así  amigos  como  enemigos,  y  muchos  caballeros  muslimes  vistieron  luto  por  el  rey Alfonso, y los que estaban de caudillos con las tropas de socorro para Gebaltaric no incomodaron a los cristianos a su partida cuando llevaban el cuerpo de su rey desde Gebaltaric a Sevilla.»  Ya antes había dicho él mismo historiador: «Era Alfonso de estatura mediana y bien proporcionada, de buen talle, blanco y rubio, de ojos verdes, graves, de mucha fuerza y buen temperamento, bien hablado y gracioso en su decir, y muy animoso y esforzado, noble, franco y venturoso y en las guerras para mal de los muslimes.»

No le juzgó mal Mariana cuando dijo: «Pudiérase igualar con los más señalados príncipes del mundo, así en la grandeza de sus hazañas como por la disciplina militar y su prudencia aventajada en el gobierno, sino amancillara las demás virtudes y las oscureciera la incontinencia y soltura continuada por tanto tiempo. La afición que tenía a la justicia y su celo, a las veces demasiado, le dio acerca del pueblo el renombre que tuvo de Justiciero.» Nosotros, reconociendo y admirando sus eminentes dotes como guerrero y como príncipe, sus altos y gloriosos hechos como soldado y como gobernador, somos algo más severos en condenar aquellas ejecuciones cruentas, aquellos suplicios horribles  sin  forma  de  proceso,  aquellos  castigos  que  si  merecidos  a  las  veces,  descubrían demasiado la venganza del hombre mezclada con la justicia del rey, y con los cuales ensangrentó y manchó principalmente el primer período de su reinado. Y en cuanto a sus ilícitos amores con doña Leonor de Guzmán, cadena no interrumpida de flaquezas que sólo se quebró cuando faltó el eslabón de la vida del monarca, y que hacia resaltar más la fecundidad prodigiosa de la ilustre concubina, seríamos algo más indulgentes si a la flaqueza no hubiera acompañado el escándalo. Y en verdad nos asombra la tolerancia con que prelados y señores presenciaban el espectáculo de la mujer adúltera, siguiendo públicamente al rey a Sevilla, a Córdoba, a Mérida, a León o a Madrid, y habitando en su palacio con desdoro de la majestad y con tormento y mortificación de la que legítimamente debía compartir sola con él el tálamo y el trono. Dejó, pues, Alfonso XI. estos dos funestos ejemplos de crueldad y de lascivia a un hijo que no había de tardar en excederle en actos escandalosos de lascivia y de crueldad, y a su fallecimiento quedaba sembrado el germen de las calamidades y de los crímenes, y de los disturbios y horrores que por desgracia tendremos más adelante que referir.

A la muerte de Alfonso XI., fue aclamado rey de Castilla y de León su hijo don Pedro, el que la tradición conoce con el nombre de don Pedro el Cruel.

       

CAPÍTULO XII.

CASTILLA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIV.

De 1295 a 1350.