CAPÍTULO XII.
CASTILLA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIV.
De 1295 a 1350.
Una de las
calamidades que pesaron más sobre la monarquía castellana y entorpecieron más
su desarrollo, fueron las frecuentes minorías de sus reyes. Es ciertamente una
de las eventualidades más funestas a que está sujeto el principio de la
sucesión hereditaria. Mas al través de estas y otras contingencias
desfavorables al orden social e inherentes a la institución, compénsalas con
tal exceso otras tan reconocidas ventajas, que una vez supuesto el orden en un
estado, es su mejor salvaguardia contra las turbulentas pretensiones de los ambiciosos y el más fuerte dique en que vienen a estrellarse los desbordamientos de la
anarquía; a tal extremo, que desde que se estableció en España aquel saludable
principio, aún en las agitaciones de las minoridades de los reyes nadie se
atrevió a volver a invocar como remedio la monarquía electiva. Tal aconteció en los dos reinados consecutivos de
Fernando IV y Alfonso XI que abarca el periodo que examinamos. Hay ideas que
una vez adquiridas van formando otras tantas bases que sirven de cimiento al
régimen de las sociedades.
I.
No extrañamos el furor con que se desarrollaron las ambiciones
en el reinado de Fernando IV. La preparación venía de atrás; y la menor edad
del rey no fue la causa, sino una circunstancia de que se aprovechó la nobleza,
y que la hizo, si no más pretenciosa, por lo menos más audaz. Los príncipes de
la real familia; los magnates poderosos; aquellos codiciosos e inquietos infantes,
don Juan, don Enrique y don Juan Manuel; aquellos indómitos señores; don Juan
de Lara, don Diega y don Juan Alfonso de Haro, que se
habían atrevido con un monarca del temple de don Sancho el Bravo, ¿cómo no
habían de envalentonarse al ver al frente del reino un niño y una mujer? No es,
pues, de maravillar el desorden, la confusión y anarquía en que tantos
revoltosos pusieron el reino: y gracias que, no había entre ellos unidad de
miras; que a haberla, como en Aragón, algo mayor hubiera sido todavía el
conflicto del trono. Pero pretendiendo el uno la corona, limitando el otro sus
aspiraciones a la regencia, concretándose los demás al aumento de sus
particulares señoríos, o a usurpar los que otros poseían, y no entendiéndose
entre sí, todos pretendientes y todos rivales, daban lugar, y ocasión a que un
genio sagaz y astuto, estudiando sus particulares intereses, los dividiera más
y los quebrantara.
A estos elementos de turbación se agregaron otros todavía más
poderosos y más terribles. El tierno monarca y su prudente madre vieron
conjurados contra si todos los soberanos, los de Francia y Navarra, los de
Granada y Portugal. Se invoca nuevamente el derecho, y se alza de nuevo el
pendón de los infantes de la Cerda. Entre unos y otros se reparten buenamente la
Castilla, como si fuese un concurso de acreedores, y cada cual se adjudica la
porción que más le conviene. El territorio castellano se ve a la vez invadido
por franceses y navarros, por aragoneses, portugueses y granadinos. Uno de los
caudillos del ejército confederado, es el infante aragonés don Pedro, a quien
le han sido aplicadas las ciudades fronterizas de Castilla y Aragón. Otro de
sus capitanes es el perpetuamente rebelde infante castellano don Juan, que en
Sahagún se hace proclamar rey de León, de Galicia y de Sevilla. ¿Quién
conjurará tan universal tormenta? Imposible parecía que el pobre trono
castellano pudiera resistir a los embates de mar tan proceloso y embravecido.
Y sin embargo, se ve ir calmando gradualmente las borrascas, se
ve ir desapareciendo los nubarrones que ennegrecían el horizonte de Castilla,
se ve ir recobrando su claridad el hermoso cielo castellano. El infante don
Pedro de Aragón sucumbe con sus más esclarecidos barones en el cerco de Mayorga, y la hueste aragonesa se retira conduciendo en carros fúnebres los restos inanimados de sus más bravos adalides.
El rey de Portugal retrocede a sus estados casi desde las puertas de
Valladolid. El infante don Juan se reconcilia con su sobrino, deja el título de
rey de León, y reconoce por legítimo rey de Castilla a Fernando IV. Alfonso de
la Cerda renuncia también a la corona, y se somete a recibir algunos pueblos
que le dan en compensación. Fíjanse por árbitros los
límites de Aragón y de Castilla. Guzmán el Bueno salva a Andalucía de las
imprudencias de don Enrique, y sigue defendiendo a Tarifa contra el emir
granadino. El papa legitima los hijos de la reina. Fernando IV. de Castilla casa con la princesa Constanza de Portugal:
queda en pacífica posesión de su corona; desaparece la anarquía, y disfruta de
quietud y de sosiego el reino castellano.
¿Quién había obrado todos estos prodigios? ¿Cómo han podido irse
disipando tantas nubes como tronaban en derredor del niño rey? ¿Cómo de la más
espantosa anarquía se ha ido pasando o una situación, si no de completa
bonanza, por lo menos comparativamente apacible y serena?
Es que Fernando IV, como Fernando III de Castilla su bisabuelo,
ha tenido a su lado un genio tutelar, una madre solícita, prudente y sagaz como
doña Berenguela: es que el rey y el reino han sido dirigidos por la mano hábil,
activa y experta de doña María de Molina, que como madre ha desplegado la más
viva solicitud y el más tierno cariño, como mujer ha mostrado un valor y una
entereza varonil, y como regente se ha conducido con sabia política y con una
energía maravillosa. Serena en los conflictos, astuta y sutil en los recursos,
halagando oportunamente la ambición de algunos magnates, severa y fuerte con
otros, supo dividirlos para debilitarlos, supo dividir para reinar, y no para
reinar ella, sino para entregar el reino sin menoscabo a su hijo.
El gran tacto de la reina regente estuvo en saber conciliarse el
afecto del pueblo, en utilizar convenientemente la lealtad de los concejos
castellanos y en buscar en el elemento y en la fuerza popular el contrapeso a
la desmedida ambición de los príncipes y de los nobles. Entonces se vio cómo se
necesitaron y apoyaron mutuamente el trono y el pueblo contra la nobleza
turbulenta y codiciosa. Fieles a sus monarcas los concejos de Castilla, pero
celosos al propio tiempo de sus fueros, formaron entre si,
muy en los principios del reinado de Fernando IV (1295), liga y hermandad para
defenderse y ampararse contra los desafueros del poder real, pero más
principalmente contra las demasías de la clase noble. Es curioso observar la
marcha que en su organización política fue llevando la sociedad española en el
último tercio de la edad media. En aquella lucha de poderes y elementos
sociales hemos visto, antes en Aragón como ahora en Castilla, formarse estas
confederaciones o hermandades como por un instinto de propia conservación y por
un sentimiento de dignidad para resistir a los embates e invasiones de otros
poderes. Pero en Aragón, especie de república oligárquica, estas hermandades
las forman principalmente los nobles contra el influjo de la autoridad real. En
Castilla, monarquía esencialmente democrática, las forma el pueblo, los
concejos o municipios, no tanto para contener los desafueros del poder real
cuanto para quebrantar el poderío de la nobleza.
La hermandad de los concejos de Castilla en 1295 tiene para
nosotros una grande importancia histórica. Si no fue la primera confederación
popular, fue la protesta más solemne del pueblo contra las demasías y contra
las usurpaciones de la corona y de las clases privilegiadas. Cuando 225 años
más adelanto veamos sucumbir las comunidades de Castilla en guerra armada
contra las fuerzas y el poder de un soberano y de unos magnates, el vencimiento
de estas comunidades será la derrota de aquella hermandad después de una lucha
de más de dos siglos, y será de tanto influjo en la condición política de
España, que representará el tránsito del gobierno libre y popular de la edad
media española al gobierno monárquico absoluto del primer período de la edad moderna.
Forzoso nos es por lo tanto conocer la índole de la hermandad de Castilla de
1295.
«En el nombre de Dios e de Santa María; Amen, (comenzaba este
pacto de confederación). Sepan quantos esta carta
vieren como por muchos desafueros e muchos dannos, e
muchas fuerzas, e muertes, e prisiones, et despachamientos sin ser oídos, e deshonras e otras muchas cosas sin guisa, que eran contra
justicia e contra fuero, e gran danno de todos los regnos de Castiella, de Toledo,
de León, de Gallicia, de Sevilla, de Córdoba, de
Murcia, de Jahen, del Algarbe e de Molina, que recebimos del rey don Alfonso, fijo del rey don Fernando, e
más del rey don Sancho, su fijo, que agora finó,
fasta este tiempo en que regnó nuestro sennor el rey don Fernándo, que
nos otorgó e confirmó nuestros fueros, et nuestros privilegios, a nuestras cartas, e nuestros buenos usos, e
nuestras buenas costumbres, é nuestras libertades que habiemos en tiempo de los otros reyes quando los mejor hobiemos. Por ende, e por mayor asesego de la tierra, e mayor guarda del so sennorío, para
esto guardar e mantener, e porque nunqua en ningún
tiempo sea quebrantado, e veyendo que es a servicio
de Dios, e de Santa María, et de la corte celestial, e a honra é á guarda de nuestro sennor el rey don Fernando, a quien dé Dios buena vida e
salud por muchos annos e buenos, e mantenga a so
servicio: et otrosí a servicio, e a honra e a guarda de los otros reyes que
serán después del, e a pro e a guarda de toda la tierra, facemos hermandat en uno nos todos conceios del regno de Castiella, quantos pusiemos nuestros sellos
en esta carta, en testimonio e en confirmación de la hermandat.
Et la hermandat es esta. Que guardemos a nuestro sennor el rey don Fernando todos sus derechos e todo su sennorío bien e cumplidamente.... etc.»
Designa y fija la hermandad las contribuciones y
servicios-legalmente establecidos con que se había de seguir asistiendo al rey;
acuerda cómo han de unirse todos para el mantenimiento de sus fueros, usos y
libertades, en el caso que el rey don Fernando o sus sucesores, o sus merinos,
u otros cualesquiera señores quisiesen atentar contra ellos; determina someter
al fallo del concejo los desafueros que los alcaldes o merinos del rey
cometiesen; que si algún rico orne o infanzón o caballero prendare indebidamente
a alguno de la hermandad o le tomase lo suyo, y a pesar de la sentencia del
concejo no lo quisiese restituir, si fuese hombre arraigado, «quel derriben las casas, et acorten las vinnas,
e las huertas, e todo lo al que hubiere», para lo cual se ayuden todos los de
la hermandad, y añade: «Otrosi, si un ome, o infanzon, o caballero, o otro ome qualesquier que non sean en nuestra hermandat, matáre o deshonráre a alguno de
nuestra hermandat... que todos los de la hermandat que vayamos sobrel, et
sil falláremos quel matemos, e si haber non le podiéramos, quel derribemos las casas, el cortemos las vinnas e las
huertas, el astraguemos quanto en el mundo le falláremos; Después sil podiéremos haber, quel matemos... Otrosi ponemos que si alcalde, o merino, o otro ome cualquier de la hermandat,
por carta o por mandado de nuestro sennor el rey don
Fernando, o de los otros reyes que serán después del, condenáre a uno sin ser oído o yudgado por fuero, que la hermandat quel matemos por ello;
e si haber non le ponderemos, que finque por enemigo
de la hermandat, et quandol pudiéremos haber quel matemos por ello.»
Terrible manera de hacerse a si mismos
justicia, pero que prueba cuán agraviados debían estar los concejos de los
reyes y de los ricos hombres, y que manifiesta sobre todo cuán inmensamente
había mejorado la condición política de los hombres del estado llano, y cuán
larga escala habían corrido desde la antigua servidumbre hasta dictar leyes a
los grandes señores y a los monarcas mismos. La reina, lejos de contrariar y
reprimir este espíritu de libertad e independencia de los comunes, como por
otra parte veía la fidelidad que guardaban a su hijo, los halagaba porque los
necesitaba para hacer frente a las pretensiones de los nobles. La lealtad les
valía a ellos concesiones y franquicias de parte del rey, o sea de la reina
regente: estas concesiones le valían al rey la seguridad y espontaneidad de los
subsidios y el apoyo material y moral de los cuerpos populares. Eran dos
poderes que se necesitaban y auxiliaban mutuamente contra las invasiones de
otro poder.
Los pueblos ganaron en influjo y en condición, y doña María
salvó la corona de su hijo. Las minorías de los reyes, turbulentas y aciagas
como son, suelen por otra parte redundar en beneficio de la libertad de los
pueblos: la debilidad misma del gobierno le obliga a apoyarse en el brazo
popular: el pueblo pierde en tranquilidad, en conveniencias y en materiales
intereses, se empobrece y sufre; pero es cuando suele ganar en prerrogativas y derechos, es cuando suele hacer sus conquistas políticas. Son como aquellas enfermedades de los
individuos en que el físico padece y la parte intelectual se aviva.
Mucho progresó el estado llano en influencia y poder en el
reinado de Fernando IV. Las cortes de Valladolid de 1295 se decían convocadas
por hacer bien y merced a todos los concejos del reino. En las de Cuéllar de
1297 se creó una especie de diputación permanente o alto consejo, nombrado por
la nación, para que acompañase al rey en los dos tercios del año y le
aconsejase. En las de Valladolid de 1307 se restableció ya por la ley no
imponer tributos sin pedirlos a las cortes. «Si acaesciere que pechos algunos haya menester, pedirgelos he, e en
otra manera no echaré pechos ningunos en la tierra.» En las de Burgos de 1311
quisieron los procuradores sabor a
cuanto ascendían las rentas del rey: y en las de Carrión de 1312 tomaron cuenta
a los tutores. En las de Valladolid de 1299 y 1307 se consignaron las garantías
personales, ordenándose que nadie fuese preso ni embargado sin ser oído antes
en derecho, y se prohibieron las pesquisas generales. Estas y otras
adquisiciones políticas, que en aquel tiempo alcanzó el elemento popular no se
respetaban y cumplían siempre en la práctica, pero quedaban consignadas y escritas
con carácter de leyes, que era un gran adelanto, y no las olvidaba el pueblo.
Salió, pues, éste ganancioso de la lucha entre la nobleza y la corona,
poniéndose de parte de esta. La frecuencia misma con que se celebraban cortes
revela que nada hacia ya el rey sin su acuerdo y
deliberación. En el reinado de Fernando IV. no pasó un
solo año sin que se tuviesen cortes y en alguno, como en 1301, húbolas en dos diferentes partes del reino, Burgos y
Valladolid.
La conquista nacional avanzó bien poco en este reinado, y aún
fue maravilla que se recobrara a Gibraltar, aunque para volver a perderle
pronto: y el rey acabó faltando a las buenas leyes sancionadas por él mismo,
con el arbitrario suplicio de los Carvajales, a que
debió el triste sobrenombre de Emplazado.
II.
Más larga y no menos borrascosa la minoría de su hijo Alfonso el
Onceno, Castilla vuelve a sufrir todas las calamidades de una anarquía
horrible. Era un cuerpo que, no bien aliviado de una enfermedad penosa, apenas
entraba en el primer periodo de la convalecencia recaía en otra enfermedad más
peligrosa y más larga. Un rey de trece meses, dos reinas viudas, abuela y madre
del rey niño, tantos aspirantes a la tutela cuantos eran los príncipes y
grandes señores, todos codiciosos y avaros, todos osados y turbulentos,
generoso ninguno, en vano era hacer las más extrañas combinaciones para que
ningún pretendiente se quedara sin su parte de regencia, inútil era dejar a
cada monarca y a cada pueblo elegir y obedecer al regente que más le acomodara,
a cada tutor mandaren el país que le fuera más devoto. Era intentar corregir la
anarquía fomentándola, era querer apagar el fuego añadiéndole combustibles. El
reino era un caos, y las dos reinas murieron de pesar. Doña María de Molina era
una gran reina, pero al cabo no era un genio sobrenatural, era una mujer.
Afortunadamente para Castilla los moros de Granada no andaban menos desconcertados y revueltos, ocupados en destronarse los
hermanos y parientes. No era el peligro exterior el que amenazaba para el reino
castellano. Todo el mal le tenía dentro de sí mismo: la gangrena estaba en las
entrañas mismas del cuerpo social.
No creemos pueda imaginarse estado más lastimoso en una sociedad
que vivir los hombres a merced de los asesinos y ladrones públicos; que
enseñorear los malvados y malhechores la tierra, y tener que abandonarla los
pacíficos y honrados; que ejercer públicamente y a mansalva, hidalgos y plebeyos,
el robo y la rapiña; que mirarse como acaecimiento ordinario y común encontrar
los caminos sembrados de cadáveres; que tener que andar los hombres en
caravanas armadas para librarse de salteadores; que despoblarse los lugares
abiertos y quedar deshabitadas y yermas las aldeas por ser imposible gozar en
ellas de seguridad. San Fernando no hubiera podido reconocer su Castilla; ¿y
quién pensaba entonces en poner en ejecución las leyes de Alfonso el Sabio?
Pues tal fue la situación en que halló su reino el undécimo Alfonso cuando tomó
en su mano las riendas del Estado.
Príncipe de grandes prendas, enérgico y brioso, dotado de no
común capacidad, y amante de la justicia el hijo de Fernando IV, pero joven de
catorce años cuando tomó a su cargo el regimiento del reino, no extrañamos ver
mezcladas medidas saludables de orden, de conveniencia y de tranquilidad
pública con ligerezas y arbitrariedades, y hasta con arranques de tiránica
crueldad, propios de la inexperiencia y de la fogosidad impetuosa de la
juventud. Con el buen deseo de restablecer el orden en la administración tomaba
cuenta al arzobispo de Toledo delos tributos y rentas que había percibido, y le
despojaba del cargo de canciller mayor: obraba en esto como príncipe celoso y
enérgico. Pero se entregaba de lleno a la confianza de dos privados, Garcilaso
y Núñez Osorio, de los cuales el primero por sus demasías había de perecer
asesinado por el pueblo en un lugar sagrado, y al segundo le había de condenar
él mismo por traidor y mandarle quemar: aquí se veía al mancebo inexperto, y al
joven impetuoso y arrebatado. Comprendía la necesidad de desarmar a los
príncipes y magnates revoltosos, y se atraía a don Juan Manuel casándose, con
su hija Constanza: en esto obraba como hombre político. Pero luego la repudiaba
para dar su mano a doña María de Portugal, recluía a la primera en un castillo,
y provocaba el resentimiento y el encono de su padre: veíase aquí al joven o inconstante o desconsiderado. Propúsose enfrenar la anarquía, castigando severamente a los próceres rebeldes y
bulliciosos: nada más justo ni más conveniente a la tranquilidad del reino.
Pero halagaba con engaños a don Juan el Tuerto para mandarle matar sin formas
de justicia: y con dotes de monarca justiciero aparecía vengativo y cruel.
Los suplicios de don Juan el Tuerto, de Núñez Osorio, conde de Trastámara, de don Juan Ponce, de don Juan de Haro, señor
de los Cameros, del alcaide de Iscar y del maestre de
Calatrava, no diremos que fuesen inmerecidos, puesto que todos ellos fueron o
revoltosos o desleales: más la manera arbitraria y ruda, la inobservancia de
toda forma legal en tan sangrientas ejecuciones, no puede disimularse a quien
dijo en las cortes de Valladolid de 1325: «Tengo por bien de non mandar matar,
ni lisiar, nin despechar, nin tomar a ninguno ninguna cosa de. lo suyo sin ser ante
oído e vencido por fuero e por derecho: otrosí, de non mandar prender a ninguno
sin guardar su fuero y su derecho de cada uno.» Comprendemos lo difícil que era en tales tiempos deshacerse por medios
legales de tan poderosos rebeldes y de tan osados perturbadores. Esto podrá
cuando más atenuar en parte, pero nunca justificar los procedimientos
tiránicos. Es muy común recurrir a la rudeza de los tiempos para buscar
disculpa a las tropelías más injustificables, y querer cubrir con el tupido
manto de la necesidad los actos más violentos y tiránicos. «Trasladémonos, se
dice, a aquellos tiempos.» Pues bien, trasladémonos a aquellos tiempos, y
hallaremos ya, no unos monarcas rudos y extraños al conocimiento de las leyes
naturales y divinas, sino príncipes que establecían ellos mismos muy sabias y
muy justas leyes sociales, que consignaban en sus códigos los derechos más
apreciables de los ciudadanos, los principios y garantías de seguridad real y
personal, tan lata y tan explícitamente como han podido hacerlo los
legisladores de las naciones modernas más adelantadas; y que sin embargo,
cuando llegaba el caso de obrar, pasaban por encima de sus propias leyes, y
mandaban degollar o quemar, o lo ejecutaban ellos mismos, sin forma de proceso
y sin oírlos ni juzgarlos, a los que suponían y suponemos criminales, y se apoderaban
de sus bienes. No sino demos elasticidad y ensanche a la ley de la necesidad, y a fuerza de invocarla nos convertiremos sin querer en apologistas de la tiranía. Nuestra moral
es tan severa para los antiguos como para los modernos tiempos, porque las
leyes naturales han sido y serán siempre las mismas, y las leyes humanas
tampoco se diferenciaban ya en este punto.
Según que crecía en años Alfonso, mejoraba su carácter y
mejoraba la situación del reino. Enérgico y vigoroso siempre, pero ya no
violento ni atropellado; severamente justiciero, pero ya más guardador de la
ley, y hasta dispensador generoso de la pena, solía perdonará los magnates
rebeldes después de vencerlos y subyugarlos; desmantelaba los muros de Lerma,
donde tenía su foco la rebelión, pero se mostraba clemente con el de Lara, y el
mismo don Juan Manuel no le halló sordo a la piedad: resultado de esta conducta
fue convertirse ambos de enemigos en servidores y auxiliares. Otorgando indulto
y perdón general por todas las muertes y delitos cometidos anteriormente, y
declarando su firme resolución de castigar irremisiblemente los que en lo
sucesivo se perpetraran, hizo cesar las guerras entre los nobles y puso término
a la anarquía, obligándolos a que en lugar de recurrir a las armas para dirimir
sus diferencias, apelaran a los tribunales. Haciendo que los hidalgos juraran
entregar al rey los castillos que tenían por los ricos-hombres siempre que aquel los reclamara, minó por su base la jerarquía feudal,
y reivindicó el supremo señorío de la corona. Merced a esta inflexible energía
el orden se restableció en el reino, cesaron los crímenes públicos, sometiéronse los turbulentos nobles, el trono recobró su
fuerza perdida, la autoridad real se hizo respetar, y la monarquía castellana
marchaba visiblemente hacia la unidad. Hasta las provincias de Álava y Vizcaya
se reunieron bajo una sola mano, y los hombres de estos países esencialmente
independientes no vacilaron en reconocer la soberanía de Alfonso en Vitoria y
en Guernica, sin renunciar por eso a sus amados fueros.
Si mérito grande adquirió el undécimo Alfonso como restaurador
del orden interior de la monarquía, no fue menor la gloria que supo ganar como
guerrero. Aun no tenía su tierna mano fuerza para manejar la espada, y ya hizo
expediciones felices contra los moros del reino granadino. Aun no sombreaba la
barba su rostro, y ya los reyes de Granada y de Marruecos le respetaban como a
príncipe belicoso y bravo. Si por deslealtad o por cobardía de uno se perdió
Gibraltar, y por las turbulencias interiores no pudo rescatarla, costóles por lo menos a los dos emires musulmanes la
humillación de ofrecer la paz al joven monarca castellano, y de reconocerle de
nuevo vasallaje el de Granada. Revivieron por último con Alfonso XI. los buenos tiempos de Castilla, y a orillas del Salado
volvieron a brotar los laureles de las Navas de Tolosa y las palmas de Sevilla,
que parecía haberse marchitado. Repitiéronse a la
vista de Tarifa casi los mismos prodigios que en las Navas: aparte de la
diferencia de lugar, semejaba la jornada de un drama heroico reproducida por
los mismos personajes con otros nombres. En la batalla de el Salado y en el sitio de Algeciras mostraron Alfonso y sus
castellanos dos diferentes especies de valor, ambas en grado heroico. En la
primera el valor agresivo, el brío en el acometer, la bravura en el pelear; en
el segundo el valor pasivo, la perseverancia, la paciencia, el sufrimiento y la
resignación en las privaciones, en las penalidades, en las tribulaciones. Con
los triunfos de el Salado y de Algeciras quebrantó
Alfonso el poder reunido de los musulmanes africanos y andaluces, incomunicó al
África con España, y dejó aislado el emirato granadino, abandonado a sus
propias fuerzas, frente a las monarquías cristianas, que tardarán en consumar
su ruina lo que tarde en aparecer en Castilla otro genio como el de Alfonso XI.
La Providencia no le permitió acabar la conquista de Gibraltar.
La peste que había desolado el mundo arrebatando la tercera parte de la especie
humana, privó a Castilla de un soberano, a quien sus enemigos respetaron y
temieron vivo, veneraron y elogiaron muerto.
Y sin embargo este monarca de tan eminentes prendas dejó en
herencia a Castilla, a causa de su incontinencia y de sus incestuosos amores, el más funesto de los legados, el germen de sangrientas guerras civiles, que apreciaremos debidamente cuando toquemos los resultados de aquellas
lamentables flaquezas y extravíos.
III.
En el reinado de Alfonso XI, y en medio de las agitaciones y
guerras que le señalaron, se ve progresar las instituciones políticas y crecer las prerrogativas populares y la influencia del estado llano. Si
Fernando IV en las cortes de Valladolid de 1307 se comprometió a no imponer
tributos sin pedirlos a las cortes, Alfonso XI, su hijo, en las de Medina del
Campo de 1328; se obligó a no cobrar pechos o servicios especiales ni generales
sin que fuesen otorgados por todos los procuradores que a ellas viniesen. De
tal manera respetó Alfonso este derecho, que cuando apremiado por la necesidad
recurrió al extraordinario servicio de la alcabala, hubo de irla pidiendo a
cada concejo en particular, hasta que en las cortes generales de Burgos de 1342
le fue concedida por todos los brazos reunidos, y aún así la fue planteando parcialmente en las provincias con asentimiento de los
concejos. Y aunque el precioso derecho de la seguridad real y personal fue
quebrantado más de una vez por el monarca, escrita estaba esta garantía
política, y los pueblos castellanos miraron ya siempre como desafuero toda
prisión, muerte o despojo de un hombre antes de ser oído y vencido en juicio,
uno de los derechos más fundamentales de las modernas constituciones. Joven de
catorce años Alfonso cuando otorgó estas garantías, nos confirmamos más en que
las minorías de los reyes, turbulentas y aciagas como suelen ser, favorecen
comúnmente a la libertad de los pueblos y a sus conquistas políticas.
Identificados no obstante en la época que examinamos los
intereses del pueblo y del trono, y necesitando apoyarse mutuamente contra el
poderío y las usurpaciones de la nobleza, las cortes contribuían con gusto a
robustecer el poder real. La prohibición de enajenar los pueblos o señoríos de
realengo; el derecho que se quitó a los nobles de fortificar las «peñas
bravas;» la obligación que se impuso a los alcaides de los castillos de
entregarlos al rey siempre que éste los pidiera y por quien quiera que los
tuviesen; los severos y ejemplares escarmientos con que Alfonso XI castigó a
los que se negaron a obedecer y cumplir esta medida; todas estas disposiciones y leyes, tan poderosas a dar robustez y unidad al trono y quitar fuerza e influjo
a la nobleza, hallaban al elemento popular dispuesto a prestarles su apoyo, y
merced a esta combinación y al empeño y perseverancia del rey, los bulliciosos
magnates tuvieron que convencerse de que habían pasado los tiempos en que
podían a mansalva rebelarse contra la autoridad real.
Celebráronse ya las cortes en tiempo de este monarca con un aparato y una
solemnidad que hasta entonces no se había acostumbrado. Las de Sevilla de 1340 presentan un ejemplo del ceremonial que en
ellas se usaba. Reunidos los prelados, señores y procuradores de las ciudades, sentóse el rey en un estrado colocando a un lado la corona
y al otro la espada, y les dirigió un largo razonamiento o discurso en que
expuso el estado del país y el objeto principal de aquella congregación,
expresando lo que a él le parecía que convendría hacer, pero sometiéndolo a su
consejo: «que ellos viesen lo que el rey debía facer,
et que le aconsejasen; ca él un ome era, et sin todos ellos non podía facer más que por
un ome.» Seguidamente salió del palacio dejándolos
solos, para que discutiesen y deliberasen con toda libertad; «por que ninguno dejase de decir lo que entendiese por miedo dél, nin por vergüenza.»
Quedaron las cortes discutiendo, y razonando y emitiendo cada cual libremente
su parecer. Volvió el monarca, y tuvo la fortuna de inclinar con sus razones a
la asamblea a seguir el dictamen que él había propuesto. Igual conducta observó
en las de Burgos de 1342: y en prueba de la libertad con que los procuradores
deliberaban, bástanos citar las siguentes palabras de
la Crónica. «Et los cibdadanos de Burgos habiendo
fablado sobre esto que el rey les avia dicho, venieron algunos dellos ante él
con poder de su concejo, para darle respuesta de aquello que les avia dicho, et la respuesta era tal, que el rey entendió dellos que non era su voluntad de lo facer.» Tratábase ya del servicio de la alcabala para la
conquista deAlgeciras, y oída aquella respuesta, el
rey muy prudentemente y con mucha mesura se contentó con decir: Que «él cataría
de lo que pudiese aver de sus rentas, y que esperaba
que muchos por mercedes que les había fecho irían con él,» hasta que
convencidos los prelados y procuradores de la utilidad de aquella conquista y
de la resolución del monarca, «otorgáronle todas las
alcabalas de todos los sus logares, et pidiéronle merced que las mandase arrendar et coger.» Así se trataban mutuamente el rey y
las cortes en una época todavía tan apartada como aquella.
Y no fue sólo en las
cortes donde el estado llano mostró el influjo grande que había adquirido, sino
que en los consejos del rey era oído y consultado, y alternaban ya los hombres
del pueblo con los prelados y señores. Envalentonados pues con la protección de
un monarca que hacia pechar a los nobles y demolía sus castillos; alentados con
las consideraciones que el rey les guardaba oyendo y satisfaciendo sus peticiones en cortes y su consejo en palacio, no es maravilla que aquellos humildes pecheros que hasta el siglo XI habían vivido bajo la
servidumbre de la nobleza, llegaran a mediados del XIV por una especie de
reacción a abusar de su pujanza hasta expulsar de algunos lugares a sus mismos
señores, levantándose ya tribunos populares que excitaban a combatir la
aristocracia, y que por el contrario los magnates antes tan soberbios sufrieran
humillaciones y tuvieran que tascar el freno ante la fuerza reunida de los dos
poderes, el monárquico y el popular.
Mas donde se ven como compendiadas las tareas legislativas del
undécimo Alfonso es en las cortes de Alcalá de 1348, notables, no sólo por el
riguroso ceremonial que ya en la representación nacional se observaba, y de que
da buen testimonio la célebre disputa sobre preferencia entre los procuradores
de Burgos y de Toledo, sino también y más principalmente por la gran revolución
que en ellas se hizo en la legislación del país, y que forma época en la
historia política de Castilla. Menos sabio y menos teórico que su bisabuelo
Alfonso X, pero con más tino práctico y más conocedor del estado intelectual, y
moral de su pueblo, no aspira como el rey Sabio a hacer de una vez una
legislación general para la cual no están preparados sus súbditos; al
contrario, transigiendo hábilmente con todos, publica el célebre Ordenamiento
de Alcalá, encaminado a dar unidad y robustez a la potestad real, pero ordena
que los pleitos que por él no puedan librarse lo sean por los Fueros
municipales o de conquista, y cuando ni unos ni otros alcancen manda que se
guarde y observe el código de las Partidas. Alfonso XI comprende bien la
contradicción que existe entre el espíritu de libertad de los Fueros y las
máximas absolutistas de las Partidas, pero comprende también la adhesión de los
pueblos a su legislación foral, y por eso da el último lugar a las Partidas,
admitiéndolas sólo como un código suplementario después de haberlas corregido y
modificado en algunos puntos. De este modo, y no escondiéndose a la previsión
de este gran monarca que la organización social de un pueblo no puede hacerse
de una vez sino acomodándose a las circunstancias y costumbres, logró el doble objeto de hacerle admitir sin repugnancia una legislación
nueva, y dar fuerza y carácter de ley nacional a la grande obra de Alfonso el
Sabio, y con menos sabiduría, pero con más tacto que éste, alcanzó lo que al
grande autor de las Partidas no le fue dado conseguir.
Comenzó también Alfonso el Onceno la formación del libro Becerro
de las Behetrías, famosa colección en que se contienen los derechos de las
poblaciones castellanas que gozaban del beneficio y privilegio de behetría, que
en otro lugar dejamos ya explicado. Fue el que cambió el título arábigo de
almojarife, por el castellano de tesorero, dejando de dar a los judíos la
universal y casi exclusiva intervención que hasta entonces habían tenido en la
percepción de las rentas reales. Instituyóse igualmente en su tiempo el oficio y dignidad de alcaide de los donceles,
especie de capitán o jefe de los jóvenes de la clase de caballeros o hijos-dalgo, que se criaban desde muy pequeños en el palacio y
cámara del rey, de los cuales concurrieron hasta ciento a la batalla de el Salado, y se distinguieron y señalaron por su
esfuerzo y valor.
IV.
Muy poco favorables fueron a las letras los últimos años del siglo
XIII y los primeros del XIV Ocupados los hombres durante las procelosas minorías
de Fernando IV y Alfonso XI, ya sea las luchas intestinas, ya en la guerra
contra los moros, no estaban los ánimos para dedicarse al cultivo pacífico de
las letras; y el idioma, la poesía, la bella literatura, a pesar del grande
impulso que les había comunicado el rey
Sabio, se estacionaron, o más bien retrocedieron en vez de progresar. Sin embargo,
aunque el ejemplo de aquel monarca no produjo todo el fruto que se habría
podido esperar y hubiera sido de apetecer, no faltaron algunos ingenios
privilegiados que consagraron su tiempo a tareas literarias, de las cuales
dejaron pruebas que no carecen de mérito, atendido lo calamitoso de la época y
lo desfavorable de las circunstancias para tales ocupaciones.
Tal fue el clérigo de Astorga Juan Lorenzo de Segura, autor del
Poema de Alejandro, en que refiere en verso la historia del héroe de Macedonia,
si bien con tan poco gusto y con tan poca crítica histórica, que en él confunde
lastimosamente las hechos, usos y costumbres de la antigüedad gringa, con las
tradiciones y usos de la edad media española y del tiempo en que él escribía;
las ficciones y fábulas de la mitología con las ceremonias y ritos de la
religión cristiana, como cuando al acercarse Alejandro a Jerusalén,
prosiguiendo la conquista de Asia, hace al obispo de aquella ciudad de la
Palestina celebrar una misa para impedir la entrada del conquistador. Es, no
obstante, apreciable este poema como un monumento curioso en que se refleja el
gusto y espíritu de la poesía española en aquel tiempo, y no deja de haber en
la versificación alguna lozanía.
Don Sancho el Bravo escribió para su heredero en el trono un
libro de consejos, de que se han conservado algunos fragmentos, pero que en
mérito no es comparable a ninguna de las obras de su padre.
Quien más se distinguió en esta época, y escribió más y mejores
obras en prosa y en verso, fue el infante don Juan Manuel, aquel nieto de San
Fernando tan inquieto, turbulento y bullicioso, y que tantas discordias y
rebeliones promovió en los reinados de Fernando el Emplazado y de Alfonso el
Justiciero. Este revoltoso príncipe, que pasó treinta años en una vida agitada
y revuelta, que parecía no deber dejarle vagar para consagrarse a ocupaciones
literarias, fue acaso el ingenio a quien debieron más las letras y el idioma
castellano en el siglo XIV. Entre las diferentes obras que escribió, puede
citarse como la principal la titulada El conde Lucanor, que es una colección de
anécdotas y apólogos, en la cual, bajo forma de diálogo y en estilo sencillo y
agradable, se dan reglas y consejos muy importantes para conducirse y vivir
bien. Figura que el conde Lucanor es un magnate poderoso que carece de la
suficiente disposición para manejarse convenientemente por sí mismo en casos y
cuestiones de política y de moral, y el autor ha puesto a su lado al consejero Patronio, especie de Mentor que le dirige y enseña como ha de conducirse en cada caso que va ocurriendo, y
resuelve las cuestiones o dudas con una fábula o cuento moral, que él llama Emxiemplos, y que juntos forman como una colección de
máximas filosóficas y caballerescas, propias de aquel siglo. Su estilo es
generalmente grave y elevado, y el autor muestra en la obra bastante erudición.
Las anécdotas o emxiemplos son en húmero de cuarenta
y nueve.
Así como el infante don Juan Manuel fue quien después de don
Alfonso el Sabio cultivó mejor la prosa castellana, sin que por eso dejase de
ser también poeta, así quien se señaló más por sus obras poéticas en los
últimos años de Alfonso XI., fue el arcipreste de Hita, o sea Juan Ruiz de Alcalá
de Henares. Distínguense las poesías del Arcipreste,
ya por la variedad de sus metros, de que se cuentan hasta diez y seis
diferentes, ya por la agudeza, soltura y donaire con que están escritas, y ya
también, y muy principalmente, por cierta tendencia nada disimulada que se
descubre en el autor a la licencia y a la inmoralidad. Aunque sus asuntos
aparecen a primera vista tan variados como los metros, redúcense casi todos a contar las aventuras amorosas de que parece fue harto fecunda la
vida del buen eclesiástico, mezcladas con alegorías, cuentos, sátiras, refranes, y aún con devociones, informe
amalgama no rara en aquellos tiempos. A veces donoso y satírico, a veces cáustico
y mordaz, muestra un conocimiento profundo del corazón humano, y pinta con
libre desenfado las costumbres y vicios de su época, pero descubriendo a cada
paso que no era él mismo, en verdad, ningún modelo de virtud, por lo cual no
extrañamos que el arzobispo de Toledo le hiciera sufrir una larga prisión entre
los años 1337 y 1350.
El mismo rey Alfonso XI tan guerrero y tan político, a vueltas
de tan gravísimas atenciones de su tormentoso reinado, no descuidó el fomento
de la literatura. Además de un Tratado de Caza o Libro de la Montería que se escribió de su orden, mandó también componer, y fue lo más
importante, las Crónicas de sus tres antecesores, o sea de los tres reinados de
Alfonso el Sabio, Sancho el Bravo y Fernando el Emplazado, que han servido de
guía a los historiadores, y que generalmente se han atribuido a la pluma de
Fernán Sánchez de Tobar. De este modo se continuó y anudó la historia de los
sucesos de Castilla, que desde la Crónica general de Alfonso el Sabio había
quedado como interrumpida. A pesar de los errores cronológicos de estas
crónicas, de su desaliño y pesadez, y de que en punto a lenguaje y estilo
distan mucho del que distingue a la General del rey
Sabio, fueron no obstante de grandísima utilidad, y prueban que Alfonso XI
cuidó de reparar en este punto el descuido de su padre y abuelo.
Dijimos antes que la literatura castellana había más bien
retrocedido que progresado desde el décimo al undécimo Alfonso; y en efecto,
ninguna de las obras literarias de esta época que hemos citado iguala en mérito
a las del célebre autor de la Crónica general y de las Partidas, que es el
mayor testimonio de que aquel ilustrado monarca se adelantó a su siglo y a la
sociedad en que vivía. Se ve, no obstante, que su ejemplo no fue del todo
perdido, y que a pesar de lo desfavorable de las circunstancias no faltaban
ingenios que se dedicaran al cultivo de la ciencia histórica y jurídica, de la
poesía, y de otros ramos del saber humano.
Tal era el estado material y moral de la monarquía y de la
sociedad castellana en la mitad del siglo XIV a la muerte de Alfonso XI y
cuando entró a reinar su hijo don Pedro.
CAPÍTULO XXIII.
ARAGÓN A FINES DEL SIGLO XIII. Y PRINCIPIOS DEL XIV.
De 1291 a 1335.
¡Notable contraste el de las dos grandes monarquías españolas!
Castilla sigue agitándose y revolviéndose dentro de sí misma: Aragón continúa
gastando en empresas exteriores su vigorosa vitalidad.
I.
Virtualmente anulado por el testamento de Alfonso III el ignominioso tratado de Tarascón, quedaban en pie las grandes cuestiones que tenían conmovida la Europa desde la conquista de Sicilia por las armas aragonesas. Aquel monarca parecía
haber querido enmendar in articulo mortis el grande error de su vida, pero era
ya tarde. Jaime II al trasladarse del trono de Sicilia al de Aragón dejando por
lugarteniente de aquel reino a su hermano Fadrique,
no cumplía ni el tratado de Tarascón, por el cual debía volver la Sicilia al dominio
de la Iglesia, ni el testamento de su hermano, por el cual debía quedar don Fadrique, no lugarteniente, sino rey de Sicilia. No
cumpliendo don Jaime ni la una ni la otra disposición, descontentó a todos, y
se embrollaron más en lugar de desenredarse las cuestiones europeas.
Fue un grande error de Jaime II aspirar a las dos coronas, y
creer que podrían reunirse sin peligro en una sola cabeza. En esto habían sido más previsores y más prudentes sus dos predecesores Pedro el Grande y Alfonso
III. Aragón y Sicilia con dos reyes de una misma familia hubieran podido
ayudarse y robustecerse mutuamente y dar la ley a Roma y a Francia. Sicilia
agregada a la corona de Aragón era un engrandecimiento embarazoso y efímero,
más propio para lisonjear la vanidad de un rey que útil y provechoso al reino:
era romper el compromiso del Gran Pedro III; era faltar al testamento del
tercer Alfonso, y era en fin atacar la independencia del pueblo siciliano, que
aspiraba a tener y a quien se había ofrecido dar un rey propio.
Con estos precedentes era natural que todos renovaran sus antiguas
pretensiones y que Jaime II tuviera contra si los mismos enemigos que Alfonso
III. Así, a pesar de los esfuerzos del nuevo monarca aragonés, hubo de
resignarse a aceptar la paz de Anagni, consecuencia
casi forzosa de la de Tarascón. Por segunda vez fue sacrificada la Sicilia. Este abandono habría sido algo más disculpable, si la
indemnización de Córcega y Cerdeña que secreta y como vergonzosamente recibía
don Jaime del papa hubiera sido segura: pero el papa no daba sino un derecho
nominal sobre dos islas cuya conquista había de costar a Aragón una guerra
sangrienta, y había de consumirle muchos hombres y muchos tesoros, y el
aragonés renunciaba a derechos legítimamente adquiridos por derechos dudosos o
eventuales. En poco tiempo se vio por dos veces un mismo fenómeno: dos reyes de
Aragón abandonando la Sicilia, y los sicilianos luchando con todo el mundo por
tener un monarca aragonés; y don Fadrique de Aragón
debió al esfuerzo de los sicilianos el ser rey de Sicilia contra la voluntad y
las fuerzas reunidas de Nápoles, de Roma, de Francia y de su mismo hermano don
Jaime de Aragón, comprometido por el tratado de Anagni a impedir que se ciñese la corona.
En el trascurso de diez años, desde Pedro III a Jaime II se ve
una mudanza completa en la política de Aragón. Jaime II restituye a la Iglesia
el reino siciliano conquistado por Pedro III; Jaime II casa con la hija del rey
Carlos de Nápoles, el antiguo enemigo de la casa de Aragón, y antiguo prisionero
de su padre: Jaime II se obliga a poner cuarenta galeras al servicio del rey de
Francia, el perseguidor y el invasor de la monarquía aragonesa: Jaime II se
hace el auxiliar más decidido de Roma, y es nombrado gonfalonero o porta-estandarte del jefe de la Iglesia, que había excomulgado y depuesto a
su padre y dado el reino de Aragón a un príncipe francés; y por último Jaime
II. hace la guerra como a enemigos a los únicos amigos
naturales de la dinastía aragonesa, a los sicilianos y a su hermano don Fadrique. Fue, pues, la política y la conducta de don Jaime
II de todo punto contraria a la de don Pedro III. Hizose amigo de todos los enemigos, y enemigo de los únicos amigos de su padre. ¿Quién
produjo tan extraña mudanza? A nuestro juicio nada influyó tanto en esta
variación como las censuras lanzadas por los papas sobre los reyes y sobre los
pueblos del dominio aragonés. Estas censuras, que soportó con impavidez el gran
Pedro III, intimidaron al fin a Alfonso III y a Jaime II, y los decidieron, más
que el temor a los ejércitos coligados de Italia y Francia, a sucumbir a las
estipulaciones de Tarascón y Anagni. Los rayos de la
Iglesia, temprano o tarde, surtían siempre su efecto. Los papas cuidaban de renovarlos constantemente; y entre príncipes eminentemente cristianos como eran los de Aragón si uno
manifestaba no temerlos por parecerle injustos, ni todos podían ser así, ni
podía dejar de venir alguno que se acordara de aquello de: sententia pastoris, sivc justa, sive injusta, timenda. Si las
cortes de Aragón y Cataluña, tan amantes de la independencia nacional,
ratificaron sin dificultad aquellos tratados ignominiosos en política, fue
porque un pueblo esencialmente religioso no podía ya sufrir el entredicho que
desde tantos años sobre él pesaba, y estar tanto tiempo segregado del gremio de
la Iglesia. Estas mismas censuras fueron las que movieron a Juan de Prócida y a Roger de Lauria, los
promovedores y sostenedores de la independencia de Sicilia, a abandonar al fin
la causa siciliana, y a conducir las naves y los pendones de Roma contra aquel
mismo reino por cuya emancipación tanto habían trabajado. Las armas
espirituales eran todavía más poderosas a cambiar la política de los estados
que la fuerza material de los ejércitos.
Sólo los sicilianos y los aragoneses fieles a don Fadrique mostraron no temer ni las unas ni los otros. Los
portadores de los breves pontificios a Mesina estuvieron a riesgo de perder sus
vidas, y don Fadrique con el pequeño pueblo que le
aclamaba tuvo valor para hacer frente y sostener una guerra de mar y tierra contra todos los pueblos del Mediodía de Europa, Aragón, Cataluña, Provenza, Francia, Roma, Nápoles, y
Calabria, que cubrieron los mares con uno de los más formidables armamentos que
jamás se habían visto y con el rey don Jaime a su cabeza. Vencedor don Fadrique con sus sicilianos en Siracusa, vencido en el cabo
Orlando, pero triunfador otra vez en Falconara y en
Mesina, al fin después de veinte años de cruda guerra todo el poder reunido del
Mediodía de Europa se vio forzado a ceder ante el esfuerzo de los moradores de
una isla y ante el valor de un príncipe de la casa de Aragón. Por la paz de
1302 fue reconocido don Fadrique de Aragón rey de Trinaquia o de Sicilia, y por primera vez al apuntar el
siglo XIV el poder de Roma, ante el cual se habían sometido tantos reyes y
emperadores, se doblegó a un pequeño pueblo de Italia y a un infante de Aragón,
abandonados de todo el resto de Europa y heridos de anatema. El papa reconoció
por rey de Sicilia a Fadrique o Federico III, alzó al
reino el entredicho, y la casa de Aragón quedó dominando en Sicilia, a pesar de
los mismos monarcas aragoneses.
Perdida Sicilia para Aragón, quedaba la
cuestión de Córcega y Cerdeña cedidas por el papa. En lo perezoso y
reticente que anduvo don Jaime para emprender la conquista de estas dos islas
parecía presentir lo costosa que había de serle. Veinte años tardó en
acometerla, cuando ya el papa mismo intentó retraerle y disuadirle so pretexto
de que hartas guerras había ya en la cristiandad; consideración que hubiera
convenido mucho la hubiese tenido presente Bonifacio VIII cuando le dio la investidura de ellas. Pero la resolución estaba tomada, y don Jaime encomendó esta expedición a su hijo el infante don Alfonso. Cerdeña fue
conquistada, porque las armas de Aragón triunfaban entonces donde quiera que
iban: pero faltó muy poco para que el príncipe y todas sus gentes quedaran
sepultados en el ardiente y húmedo suelo de Cerdeña, victimas del arrojo de sus
habitantes y de la insalubridad del clima. Hartos, sin embargo, sucumbieron en
aquella mortífera campaña, y era un cuadro bien triste y patético el que
ofrecían seis mil cadáveres devorados por la peste, la esposa del infante de
Aragón mirando en torno de sí, y no hallando con vida una sola de las damas de
su cortejo, el príncipe su esposo teniendo que dejar el lecho del dolor con el
ardor de la fiebre para rechazar los ataques de los isleños, y no habiendo
apenas quien cuidara ni de sepultar los muertos, ni de defender los vivos, sino
otros hombres escuálidos, enfermos y semi-moribundos.
Todo lo venció, es verdad, la constancia aragonesa; pero fue a costa de padecimientos, de sacrificios, de caudales y de preciosas víctimas
humanas.
Si el valor, la paciencia y la perseverancia que emplearon los
aragoneses en los sitios de Villa de Iglesias y de Cagliari, si las fuerzas
navales que habían ido antes a pelear contra otros aragoneses en las aguas de
Siracusa, de Ostia, de Gagliaro y de Mesina, se
hubieran empleado contra los moros de Granada y de África en unión con los
soberanos y los ejércitos de Castilla, la obra de don Jaime el Conquistador y
de San Fernando hubiera tenido más breve complemento y más pronto y próspero
remate. Pero Castilla consumiéndose en luchas intestinas, Aragón gastándose en
conquistas lejanas, o acometían sólo empresas a medias contra los musulmanes
como las de Almena y Gibraltar, o les daban lugar a rehacerse y a que ellos se
atrevieran a invadir las fronteras cristianas.
Tal aconteció a Alfonso IV de Aragón a muy poco de la muerte de
su padre Jaime II. Y una vez que el castellano y el aragonés se habían
concertado ya para proseguir la guerra santa, no pudo el de Aragón hacerla en
persona, porque se lo impidió una sublevación que sobrevino en Cerdeña, y hubo
de contentarse con enviar en auxilio de Castilla una pequeña flota con los
caballeros de las órdenes: todo por atender a una isla que no valía lo que
costaba, y cuyas rentas empeñaban la corona, porque no alcanzaban a cubrir los
gastos de conservación. Para esto fue necesario sostener una nueva guerra con
la república de Génova, guerra encarnizada y sangrienta, como suelen serlo las
de los pueblos marítimos y mercantiles que aspiran a dominar los mismos mares,
que tales era Génova y Cataluña. ¿De qué servía que los marinos catalanes
dieran nuevas pruebas de su inteligencia y de su arrojo en las aguas del
Mediterráneo, que las dieran también los genoveses de su habilidad y destreza,
si se destrozaban entre si y se arruinaba el comercio de ambas naciones?
Alfonso IV de Aragón no logró dominar tranquilamente en Cerdeña, y las
negociaciones de paz quedaron pendientes para su sucesor.
No era, pues, que faltaran a la España cristiana elementos para
acabar de arrojar del territorio de la península sus naturales enemigos los
sarracenos, esos incómodos huéspedes de seis siglos, cuya total expulsión debió
ser el pensamiento y la obra principal de los monarcas cristianos. Elementos
para ello sobraban; pero empleábanse y se distraían
en lo que menos relación tenía con aquel objeto. En Castilla sólo hemos visto
guerras entre príncipes de una misma sangre, entre reyes y nobles, entre
señores y vasallos: alguna vez se acordaban de los moros como de un objeto
secundario; las campañas de Alfonso XI fueron una honrosa excepción. Si
queremos hallar la fuerza y el poderío de Aragón, tenemos que ir a buscarle en
extrañas y apartadas islas, y encontraremos los mares y los pueblos de Italia,
y hasta de Grecia y de Turquía, llenos de briosos aragoneses y de intrépidos catalanes asombrando al mundo con sus hazañas, ganando y abandonando reinos,
deshaciendo anos monarcas la obra de los otros, peleando siempre con franceses
y napolitanos, con sicilianos y sardos, con romanos y griegos, muchas veces
guerreando entre sí y con los castellanos, pocas y por incidencia con los moros
en auxilio de los cristianos de Castilla. Así se eternizaba la gran lucha entre cristianos y musulmanes, entre españoles y sarracenos.
II.
La lucha política interior entre las diversas clases y poderes
del Estado, y principalmente entre el trono y la nobleza, continuó también en
estos dos reinados, aunque con más intervalos y con menos estrépito que en los
anteriores. Aplazada parecía y como adormecida la gran contienda entre el rey y
los ricos hombres durante los diez primeros años del reinado de Jaime II,
alimentado y distraído el humor belicoso de los aragoneses en las guerras
exteriores. Mas al apuntar el primer año del siglo XIV renuévase y se reorganiza la terrible Unión, casi bajo las mismas bases y
condiciones que en el precedente reinado, poniéndose a su cabeza el mismo
procurador general del reino, con gran peligro de la autoridad real. Pero esta
vez el monarca se encuentra apoyado por la capital del reino, por las cortes,
por el Justicia, que todos se pronuncian contra la Unión, se ligan para
resistir las devastadoras tropas de los unionistas, y declaran la Unión
contraria a los fueros del reino y a los derechos de la corona. Interesante y
sublime espectáculo es el que ofrece en este tiempo bajo el punto de vista
político el reino de Aragón; espectáculo que no ofrecía en aquella época otra
nación alguna. En esta solemne querella entre el rey y los ricos-hombres, todos
invocan la ley: la nobleza que ataca y la corona que resiste, todos apelan,
todos se someten al representante de la ley; unos y otros llevan su causa al
tribunal del Justicia, y este supremo magistrado,
oídas las partes enjuicio contradictorio, pronuncia su sentencia definitiva.
Este respeto a la ley por parte de dos grandes poderes del Estado que se
disputan importantes derechos políticos, por parte de una nobleza acostumbrada
a humillar al trono,, y por parte de un trono
acostumbrado a dominar remotos y dilatados reinos, prueba cuán hondas raíces
había echado en Aragón en medio de tantas agitaciones y revueltas el amor a la
legalidad, y en cuán sólidas bases descansaba ya la libertad aragonesa.
En esta ocasión el Justicia sentenció contra la Unión,
declarándola ilegal, anulando sus actos, y entregando las personas y bienes de
los rebeldes a la merced del rey; y el rey, a pesar de las reclamaciones de los
sublevados, desterró a muchos y privó de sus feudos a otros. Comienza pues el
Justicia a ponerse de parte del rey, y
aquella institución que hasta entonces había favorecido alternativamente a unos y a otros partidos, se
convierte en instrumento dócil de la autoridad real. Así el privilegio de la
Unión arrancado a Alfonso III viene a ser anulado en la práctica por Jaime II.
Las cortes de Zaragoza se han mostrado favorables a los derechos del monarca.
¿Con qué elementos ha contado don Jaime para triunfar así de la alta nobleza, a
que ningún monarca ha podido resistir? Don Jaime no ha recurrido para ello al
pueblo y a las comunidades como los soberanos de Castilla: don Jaime ha buscado
ya su apoyo en la nobleza de segundo orden, en los caballeros, especie de
aristocracia intermedia creada por sus antecesores, y que por rivalidad a la rico-hombría de natura se ha puesto del lado del trono.
Don Jaime con mucha política ha buscado también por auxiliares a los legistas,
a quienes, como San Fernando, ha dado participación en su consejo; y el
fundador de la universidad de Lérida, el que ayudado de un docto jurisconsulto
ha puesto en orden la colección de los fueros nacionales, ha encontrado a su
vez apoyo en una clase que escaseaba en Aragón, pueblo esencialmente
conquistador y guerrero, la cual ha defendido las prerrogativas de la corona
con textos legales. De este modo don Jaime II de Aragón ha merecido el título
de Justiciero y de amante de la ley, y el pueblo ha visto un testimonio, si no
del todo sincero, por lo menos aparente, de respeto y de culto a las leyes,
confirmado con un rasgo de hábil política, con el destierro de aquel famoso y
pérfido legista que había arruinado y empobrecido a tantos litigantes.
Alfonso IV encontró la autoridad real robustecida con esto
triunfo legal de su padre, y por fortuna suya la nobleza, durante su débil
reinado, pareció como apartada o retirada de la antigua contienda entre la
corona y los ricos-hombres, si bien, como más adelante veremos, no hizo sino
prepararse a renovar con más furor la pelea en el reinado siguiente.
Distínguese el de Alfonso IV por la tendencia a la conservación de la
integridad del territorio y dela unidad nacional. El decreto o estatuto con que
se privó a sí mismo de dar en feudo ninguna ciudad o dominio perteneciente a la
corona, era la expresión de las ideas y de la necesidad de la época.
Quebrantando ese mismo decreto en favor de los hijos de su segunda esposa, doña
Leonor de Castilla, por complacer a una madre exigente, dio una prueba de su
debilidad, disgustó y se enajenó los pueblos, y
derramó la semilla de largas discordias. Los reyes, hemos dicho antes, no
pueden tener pasiones privadas: los reyes, añadimos ahora, pertenecen a los pueblos
antes que a su familia. Alfonso IV, repartiendo las ciudades de Valencia entre
los hijos de un segundo matrimonio, pudo obrar como padre amoroso y como esposo
condescendiente: pero desmembrando los dominios de la corona e infringiendo su
propio decreto, faltó a sus deberes como monarca y ofendió al pueblo; y el pueblo
aragonés era demasiado libre, demasiado altivo, y demasiado ilustrado ya para
consentir en que así se hollaran leyes recientes, hechas en provecho y conveniencia
del reino. Los valencianos, a quienes más directamente aquella desmembración
perjudicaba, no menos celosos de sus privilegios que los aragoneses, se
sublevan contra su soberano, y el infante don Pedro, hijo del primer matrimonio
y heredero legítimo de la corona, concibe un odio mortal contra su madrastra,
causa y móvil de las ilegales e injustificadas preferencias de su padre. De
este modo la indiscreta y apasionada predilección de un rey produce una guerra
civil y una guerra doméstica; da ocasión a que se insurreccione el pueblo, mal
que lamentaremos siempre, y lleva la discordia al seno de la familia real, mal
de por sí harto deplorable. A la prudencia de los soberanos toca evitar estos
males y prevenirlos. Lo peor era que la razón y la justicia estaban esta vez de
parte del pueblo perjudicado y del infante ofendido.
Jamás se oyó lenguaje más rudo, más enérgico, más atrevido de
boca de un hombre del pueblo hablando a su soberano, que el que usó Guillén de Vinatea cuando fue a exponer al monarca a la faz de toda la
corte que el pueblo valenciano estaba resuelto a no consentir tales donaciones
hechas en detrimento de la fuerza y de la integridad del reino. La protesta de
que antes se dejarían todos segar las gargantas que acceder a que un rey de Aragón
desmembrara y debilitara así la monarquía, era ya un rasgo de enérgica y ruda
independencia difícilmente tolerable por un monarca de parte de un súbdito:
pero la amenaza de que si algún oficial de palacio se propasaba a atacar u
ofender a alguno de la confederación popular estuviera cierto de que caerían
rodando las cabezas de todos los de la corte, sin perdonar o exceptuar sino al
rey, la reina y los infantes, fue en verdad el colmo de la audacia. Desdichados
los príncipes a quienes sus debilidades ponen en el caso y trance de sufrir
tales desacatos. El rey se intimidó, y las donaciones fueron, por entonces
revocadas a pesar de la oposición varonil de la reina y de las conminaciones
con la venganza de su hermano el rey de Castilla.
Lo que de estos hechos se deduce y hace más a nuestro propósito
es la tendencia a la unidad política y nacional que desde los principios del
siglo XIV se observa así en Castilla como en Aragón. Las leyes hechas en cortes
por los monarcas castellanos prohibiendo la enajenación de los pueblos de
realengo, poniendo coto al engrandecimiento de los señoríos y a la acumulación
de bienes en manos muertas: la prohibición de repartir y fraccionar los
dominios de la corona, consignada ya en la legislación de Castilla hecha por un
monarca y mandada observar por otro: la privación de dar en feudos la villas y
lugares del reino a que se obligó un monarca aragonés: la sublevación que
produjo en el pueblo la imprudente infracción de aquel estatuto, aún habiendo querido legitimarla con la dispensa y
autorización de la Santa Sede, y la revocación de las donaciones a que aquel
príncipe se vio forzado, todo revela que el instinto, y las ideas, y el
espíritu público, así en Aragón como en Castilla, se manifestaba y pronunciaba
ya en el siglo XIV. en favor de la unidad nacional, de
la centralización del poder, y de la integridad de cada monarquía. Este era ya
un gran adelanto en la organización social de los estados; y bajo este aspecto,
reinados o escasos o estériles en conquistas y en hechos ruidosos, son de gran
importancia e interés en el orden público.
Las querellas que la predilección apasionada y las donaciones
imprudentes de Alfonso IV de Aragón a los hijos de su segunda mujer provocaron
entre la reina y el infante don Pedro, dieron lugar y ocasión a que se
descubriera el carácter enérgico y sagaz, la ambición precoz, la inflexible
firmeza, la índole artera y doble de aquel príncipe, que tan luego como
empuñara el cetro había de eclipsar y oscurecer los nombres y los reinados de
sus predecesores.
ARAGÓN A FINES DEL SIGLO XIII Y PRINCIPIOS DEL XIV
|