CAPÍTULO X.
ALFONSO IV EL BENIGNO EN ARAGÓN
De 1327 a 1336.
Jamás monarca alguno aragonés se había coronado con la
solemnidad, la pompa y la magnificencia con que lo fue en Zaragoza, después de
haber recibido el juramento y homenaje de los catalanes, el que con el nombre
de Alfonso IV sucedió a su padre don Jaime II. En la gran procesión que
precedió a la ceremonia, la cual se verificó el primer día da la pascua de
resurrección del año 1328, iban los embajadores de los reyes de Castilla, de
Navarra, de Bohemia, y de los moros de Granada y Tremecén:
el juez de Cerdeña y arzobispo de Arborea, con el
almirante y gobernador de la isla, los infantes don Pedro, don Ramón Berenguer
y don Juan, arzobispo de Toledo, hermanos del rey: prelados, barones, ricos-hombres, infanzones y caballeros castellanos, valencianos, catalanes y aragoneses, con los
síndicos de las ciudades de los tres reinos; de forma que habiendo concurrido
cada uno con sus hombres de armas, llegaron a reunirse en Zaragoza más de
treinta mil de a caballo, según el testimonio de Ramón Muntaner,
que asistió también en persona como síndico de Valencia. Todos estos personajes
con su respectivo séquito de pajes y escuderos iban ricamente vestidos en
caballos soberbiamente enjaezados, llevando en las manos blandones y hachas de
cera con las armas y escudos reales. En dos carros triunfales ardían dos
grandes cirios de peso de muchos quintales cada uno. Detrás iba el rey en su
caballo, vestido un riquísimo arnés: seguíanle los
ricos-hombres que llevaban sus armas, y en pos de estos los que aquel día
habían de ser armados caballeros, todos de dos en dos, y en el orden de
antemano señalado. Veíanse preciosísimas libreas de
seda y brocado, de paño de oro y armiños. La espada que había de ceñirse el
rey, dice el autor de las Coronaciones de los reyes de Aragón, «era la más rica
que en aquel tiempo se sabía tuviese rey ni emperador alguno.» La corona toda
de oro, llena de rubíes, turquesas, esmeraldas y otras piedras preciosas, con
perlas muy gruesas, estimada en cincuenta mil escudos. El cetro igualmente de
oro, con multitud de brillantes y piedras preciosas; de modo que se estimaba lo
que el rey llevaba aquel día en ciento cincuenta mil escudos, gran suma para
aquellos tiempos.
Desde la Aljafería a la iglesia de la
Seo, que era el camino que llevaba la procesión, había colocadas de trecho en
trecho músicas de trompetas, atabales, dulzainas y otros instrumentos en tal
abundancia, que de sólo trompetas había «más de trescientos juegos.» Llegó la
comitiva a la iglesia pasada la media noche. Invirtióse el resto de ella en rezar maitines, y por la mañana celebró la misa don Pedro
López de Luna, primer arzobispo de Zaragoza (que acababa aquella iglesia de ser
elevada a metrópoli por el papa Juan XXII), el cual ungió al rey en la espalda
y en el brazo derecho. Todo el ceremonial de la coronación se hizo con la
suntuosidad que anunciaba ya el aparato de la víspera, de modo que cuando el
rey volvió a la Aljafería eran ya las tres de la
tarde. Dióse allí una espléndida comida al rey y a
toda la corte; y los banquetes y las fiestas, las danzas, los torneos y
corridas de toros duraron ocho días. Y no hemos hecho sino indicar una parte
del fausto y aparato con que se hizo esta coronación, como una prueba del
brillo y esplendidez que había alcanzado la corte de Aragón, en otro tiempo tan
modesta y sencilla.
En aquel mismo año, con corta diferencia de tiempo, se coronaron
también en Navarra doña Juana y su esposo Felipe de Evreux,
en Francia Felipe de Valois, sexto de su nombre, y en
Roma recibió el duque de Baviera la corona del imperio. No correspondió, como
veremos, el reinado de Alfonso IV de Aragón a la pompa y grandeza con que
parecía anunciarse.
Hicieron ver sus consejeros al de Castilla, que lo era en este
tiempo Alfonso XI la conveniencia de estrechar amistad con el aragonés para que
mejor y más libremente pudiera renovarse la guerra contra los moros de Granada,
desatendida y como olvidada por algunos años. Después de mediar embajadas
recíprocas se realizó la confederación, y se ajustó el matrimonio del aragonés,
viudo de doña Teresa de Entenza, con la infanta doña
Leonor, hermana del de Castilla, a quien antes se había tratado de casar con el
infante don Pedro, hermano del de Aragón. Las bodas se celebraron en el mes de
enero siguiente (1329) en Tarazona con grande acompañamiento de prelados,
ricos-hombres y caballeros de ambos reinos, y se ratificó la concordia entre
los dos monarcas para la guerra contra los infieles. No pudo el de Aragón sino
enviar los caballeros de las órdenes militares y algunas galeras para
hostilizar por la costa, impidiéndole ir personalmente, según estaba tratado,
los disturbios que en Cerdeña ocurrieron. Obligado el rey de Granada a
reconocerse vasallo del de Castilla, aprovecharon los moros granadinos la
tregua en que quedaron para hacer algunas incursiones al Sur del reino de
Valencia, donde lograron apoderarse de algunos castillos, pero merced a las
enérgicas medidas que tomó el aragonés tuvieron que retirarse sin ulterior
resultado (de 1329 a 31).
La Cerdeña en efecto se hallaba en revolución, y empezaba, como
era de esperar, a costar cara al reino de Aragón, como todas las conquistas y
posesiones de fuera de la península. Los genoveses habían logrado sublevar a
los de Sássari con ayuda de la poderosa familia de los Orias y otras principales. El almirante Carroz desterró a
los rebeldes y les confiscó sus bienes. Pero los genoveses declararon la guerra
a Aragón, y con sus galeras bloqueaban e inquietaban las costas de la isla. En
su virtud hizo el rey partir una armada con gente y naves de Cataluña y de
Mallorca a las costas de Italia. Güelfos y gibelinos tomaron parte en esta
guerra entre genoveses y catalanes. El rey de Aragón convocó a todos los nobles
que tenían feudos en Cerdeña, y una numerosa flota con los principales
caballeros fue enviada a la isla. Por su parte la señoría de Génova se vengó en
enviar una armada de más de sesenta velas a las aguas de Cataluña, la cual
discurrió por toda la costa y puertos del principado haciendo estragos grandes:
embistió en la playa de Barcelona cinco galeras catalanas, las apresó con toda
la chusma, y las naves fueron quemadas: pasando desde allí a Mallorca y
Menorca, volvió la armada a Génova con grandes presas. Aconteció todo esto de
1329 a 1332.
Desde entonces se hicieron catalanes y genoveses cruda y
encarnizada guerra, no ya por el señorío de la isla, sino como dos pueblos
mercantiles, ávidos uno y otro de empresas comerciales, rivales antiguos
destinados a encontrarse a cada paso en las aguas y costas del Mediterráneo, y
que se disputaban el predominio del mar. Génova, orgullosa con su triunfo sobre
Pisa: Cataluña envanecida con sus conquistas de Sicilia y Cerdeña y con sus numerosos trofeos marítimos, confiada en el ardor y en la
destreza de sus marinos, y robustecida con el apoyo de los valerosos
aragoneses, fuerte con sus terribles y severas leyes marítimas, ambas contaban con
su gran pujanza naval, y así se empeñaron en una lucha desastrosa, que había de
dañar igualmente al comercio de ambos países. Trece galeras genovesas que
penetraron en el puerto del castillo de Caller, en
ocasión que el intrépido don Ramón de Moncada había salido para la ciudad de Sássari (octubre, 1332), tuvieron una muy reñida batalla
con las naves que estaban dentro, en la cual recibieron aquellas gran estrago,
siendo una de ellas pasada de banda a banda con muerte de casi todos sus
remeros, teniendo que retirarse las demás precipitadamente. Los Orias andaban divididos entre sí, y de los dos hijos del
juez de Arborea el uno fue rebelde al rey de Aragón,
y padeció aquel reino por su causa grandes guerras y daños. Los genoveses a
pesar de todo llegaron a apoderarse de puertos y de castillos importantes, y
habiendo en 1334 apresado cuatro naves catalanas que iban al socorro de
Cerdeña, se envalentonaron tanto, y desanimó al propio tiempo este suceso en
tal manera a los españoles de la isla, que a pesar de los esfuerzos del
almirante Carroz, del lugarteniente don Ramón de
Cardona, y del juez de Arborea, determinaron pedir
socorro al rey de Sicilia, y estuvo entonces la isla en muy gran peligro de
perderse. En vano el papa había querido poner paz entre Aragón y Génova. Sin
embargo, cansado el aragonés de guerra tan ruinosa, abrió negociaciones de
avenencia, que no llegaron a término feliz hasta el reinado siguiente.
Los negocios interiores que ocuparon a Alfonso durante su breve
reinado puede decirse que se redujeron a una larga querella entre él y su hijo
primogénito con el motivo siguiente. Don Jaime II en las cortes de Tarragona de
1319 había hecho un estatuto por el que se determinaba que quedaran de tal
manera unidos e incorporados los reinos de Aragón y Valencia con el condado de
Barcelona bajo un sólo dominio, que nadie en lo sucesivo los pudiese dividir ni
separar; pero reservándose el derecho de poder dar a sus hijos y nietos o a
otras personas que le pareciere, villas, castillos, u otros heredamientos, y
los reyes que le sucediesen habían de jurar públicamente guardar y cumplir este
estatuto. Su hijo Alfonso, atendido el empobrecimiento a que las liberalidades
de sus antecesores habían reducido los dominios reales, se obligó a sí mismo en Daroca a no enajenar en diez años ni rentas, ni
villas, ni feudos, ni nada que perteneciese a la corona, y esto lo hizo con
tales palabras que parecía no quedarle libertad de dar estado a los hijos que
pudieran nacer de otro matrimonio sino a los que eran ya nacidos. Mas
habiéndolos tenido de la reina doña Leonor de Castilla, ésta, por consejo de su
antigua aya doña Sancha, tuvo la habilidad para
negociar con el papa y con el rey de manera que éste declarase no haber sido su
ánimo comprender en el estatuto de Daroca ni a la
reina doña Leonor ni a sus hijos; y además de haber dado a la reina por
contemplación de matrimonio la ciudad de Huesca con algunas villas y castillos,
hizo donación al infante don Fernando de la ciudad de Tortosa para él y sus descendientes con título de marqués, sin que le detuvieran las reclamaciones de
los vecinos, que al fin sobornados con dádivas, consintieron en la donación y
reconocieron a don Fernando como su señor natural. No contento con esto, obsecuente a las instigaciones de la reina,
le donó después Alicante, Elche, Novelda, Orihuela, Guardamar y Albarracín con sus aldeas. Y animado con la
condescendencia de los ricos-hombres, y cada vez más supeditado por su esposa,
añadió a la donación las villas de Játiva, Algecira, Murviedro, Morella, Burriana, y
Castellón, es decir, todo lo mejor del reino de Valencia.
Esto ya no lo toleró el orgullo de los valencianos que casi
todos se pusieron en armas, y muy especialmente los de la capital, donde se
tomó la arrojada determinación de ir donde se hallaba el rey, y matar a cuantos
se encontrasen en la corte, salvos el rey, la reina y el infante don Fernando.
Pero antes de dar lugar a que se realizara tan terrible acuerdo, fueron los
jurados al rey, y un tal Guillén de Vinatea, hombre
popular y uno de los principales y de más influjo en el regimiento del pueblo,
dirigió al rey ante los prelados y consejeros que le acompañaban un discurso
que copiamos íntegro del analista Abarca, por ser el más arrogante que ha
podido salir de los labios de un súbdito a presencia de su soberano. «Señor (le
dijo): las donaciones de las villas de Játiva, Alcira, Murviedro,
Morella, Burriana y Castellón, que son partes de este
reino, han parecido tan exorbitantes y desordenadas (aún para la comodidad de
vuestros hijos), que nuestra ciudad y todos los pueblos del reino, con profunda
admiración se desconsuelan de que vuestra persona real las haya decretado; y se
irritan de que vuestros consejeros las hayan permitido o procurado, como si la
república los sustentase, honrase y obedeciese, para que con sus lisonjas
«ambiciosas o pusilánimes sean nuestros primeros y más autorizados enemigos, no
para ser nuestros fieles y justos procuradores; o como si pudiese llamarse
servicio vuestro lo que es ruina de los reinos que os dan el nombre y majestad
de rey; en los cuales por vuestra naturaleza no sois más que uno de los demás
hombres, y por vuestro oficio (que Dios por la voluntad de ellos como por
instrumento de su providencia puso en vuestra persona), sois la cabeza, el
corazón y el alma de todos. Así no podéis querer cosa que sea contra ellos;
pues como hombre no sois sobre nosotros, y como rey sois por nosotros y para
nosotros. Fundados pues en esta manifiesta y santa verdad, os decimos que no
permitiremos el exceso de estas mercedes, porque son el destrozo y el peligro
de este reino, la división de la corona de Aragón y el quebrantamiento de los
mejores fueros; por los cuales advertimos a vuestra real benignidad que estamos
todos prontos a morir, y pensaremos en eso serviros a vos y a Dios. Mas sepan
vuestros consejeros que si yo y mis compañeros muriésemos o padeciésemos aquí
por esta justa libertad, ninguno de cuantos están en el palacio, menos las
personas reales, escaparía de ser hoy degollado a manos de la justa venganza de
nuestros ciudadanos.»
A tan ruda insinuacion contestó
Alfonso con expresiones que hacían recaer la culpa sobre la reina. Ésta con más
varonil resolución: «tal cosa como esta, exclamó, no la toleraría mi hermano el
rey de Castilla, y de seguro a tan sediciosas gentes las mandaría degollar.—Reina, contestó a esto don Alfonso, «nuestro pueblo es más
libre que el de Castilla: nuestros súbditos nos reverencian como a señor suyo,
y Nos los tenemos a ellos por buenos vasallos y compañeros.» Y diciendo esto se
levantó, y las donaciones fueron revocadas.
Tomó con esto la reina grande odio a los consejeros que seguían
el partido del infante don Pedro y al príncipe mismo. Algunos fueron
desterrados de la corte, otros huyeron temerosos de la venganza de aquella
mujer altiva, y uno de ellos, don Lope de Concut, que
fiado en su conciencia se presentó con una confianza imprudente, fue víctima de
las iras de la reina y de la debilidad del rey. So pretexto de haber intentado
dar hechizos a la reina para que no tuviese sucesión, fue preso, puesto a
cuestión de tormento, condenado a muerte, ahorcado y arrastrado por traidor. El
infante don Pedro, que con estas cosas aborrecía de cada día más a su
madrastra, no dejaba, aunque joven, de inducir contra ella a los pueblos. Sus
ayos y consejeros, para no dejarle en manos de las personas de la confianza de
la reina, como el rey pretendía, le llevaron a las montañas de Jaca, con el fin
de trasportarle desde allí a Francia en caso necesario. Pero su padre debió, en
vista del disgusto que su conducta producía en el reino, dejar por algún tiempo
de ser instrumento dócil de las instigaciones vengativas de su mujer, y el
infante heredero entró en el ejercicio de sus naturales derechos y obtuvo la
gobernación del reino, que desempeñó en su nombre su ayo don Miguel de Gurrea. Desplegó el infante en su corta
edad tal actividad y energía de carácter, que pronto se hizo respetar y temer
más que su padre mismo, y el partido que se iba granjeando en los pueblos y las
secretas inteligencias que sostenía con los gobernadores de algunas ciudades,
excitaban más los celos de su padre y la enemiga de su madrastra.
Entraba en el interés de los reyes de Navarra, en guerra
entonces con el de Castilla, enlazarse con la casa de Aragón, a cuyo efecto se
trató el matrimonio del infante don Pedro con la princesa de Navarra, llamada
también doña Juana como su madre, Hiciéronse, pues,
las capitulaciones, y se entregaron castillos en rehenes por ambas partes
(1334). Mas la reina de Aragón, que había dado a luz otro infante llamado don
Juan, no dejaba de instar al rey, de cuya quebrantada salud temía quedar pronto
en estado de viudez, para que se apresurara a dar al nuevo príncipe
heredamientos en aquel reino. Atento el infante don Pedro a prevenir o deshacer
todas las gestiones de su madrastra, acordó con los de su consejo en Zaragoza
(enero, 1335), enviar embajadores al nuevo pontífice Benito XII, que acababa de
suceder a Juan XXII, para que al propio tiempo que le felicitaban por su
elevación al pontificado, le expusieran los agravios e inconvenientes que se
seguían de dispensar los papas en juramentos tales como el que había hecho su
padre de no enajenar cosa alguna del patrimonio real, rogándole no autorizara
él con sus dispensas semejantes donaciones, y que no permitiera que las
dignidades eclesiásticas de Aragón se dieran sino a naturales del reino, y no a
castellanos como la reina doña Leonor pretendía, ni a otros cualesquiera extranjeros. Así desbarataba el joven heredero del trono aragonés todas las
pretensiones de la reina su madrastra.
Incansable esta señora en sus planes, y habiéndose agravado las
dolencias del rey su esposo en Barcelona en términos de hacerse inminente su
fallecimiento, supo hacer de modo que algunos fuertes de la frontera de
Castilla se entregasen a criados suyos y a otros castellanos de su confianza, a
fin de facilitar en un caso al rey de Castilla su hermano la entrada en Aragón,
y poder con su ayuda forzar al infante su entenado a confirmar las donaciones
hechas por el rey su padre. Estrellóse también este
plan contra la vigilancia del infante don Pedro, que con su natural energía
hizo que las gentes de su bando se anticiparan a posesionarse de aquellos
castillos, llegando tan a sazón que ya muchos castellanos se iban acercando por
aquella parte a la frontera. De tal manera se intimidó con esto la reina
castellana, que dejando a don Alfonso su marido en Barcelona casi en el trance
de la muerte, faltóle tiempo para ponerse a salvo
ganando las fronteras de Castilla, donde pudiese estar sin temor. Falleció en
esto el rey (24 de enero, 1336), y aunque don Pedro su hijo y sucesor se
apresuró a enviar emisarios que alcanzasen y detuviesen a la reina en su fuga,
mandando también que le interceptaran las barcas del Ebro, doña Leonor, que
supo la muerte del rey en Fraga, se había dado prisa a partir para Tortosa, y
pasando la sierra camino de Teruel y Albarracín llegó a la frontera castellana
acompañada de don Pedro de Exerica.
Antes de salir de Aragón despachó una embajada al infante don
Pedro, que ya se había titulado rey de Aragón, de Valencia, de Cerdeña, de
Córcega y conde de Barcelona, rogándole por Dios y por las grandes obligaciones
y prendas que entre ellos había, recibiese bajo su amparo y defensa a ella y a
su hijo el marqués de Tortosa, lo cual sería muy en su honra y se lo
agradecería muy cumplidamente el rey de Castilla su hermano; que no había
tenido intención de ofenderle en lo de mandar proveer algunos castillos de la
frontera, y que no diese oídos ni crédito a los que habían sembrado entre ellos
la cizaña y mala voluntad. Contestóle don Pedro en
términos muy corteses, diciéndole entre otras cosas que la consideraría como
madre y al infante don Fernando como hermano. Pero en contra de tan urbanas
protestas estaban las medidas que aún antes de la muerte de su padre había
tomado para que se devolviesen a la corona y quedaran sin efecto las disputadas
donaciones. Con esto y con habersele entregado el
importante castillo de Játiva que estaba por la reina, quedó el nuevo rey de
Aragón en posesión plena de sus dominios.
Tal fue el breve y pasajero reinado de Alfonso IV, a quien por
su bondad y por el amor que mostró a sus súbditos apellidaron el Benigno. En su
juventud había dado muestras de grande ánimo y valor, y muy principalmente en
la empresa de Cerdeña. Pero después que ciñó la corona y casó segunda vez,
vivió muy enfermo, y acaso ésta fue la causa de haber tomado sobre él tanto
ascendiente la reina, y de haber tenido esta señora en la gobernación del reino
más mano de la que en aquellos tiempos se acostumbraba. El reinado de Alfonso
IV, que no se señaló en el estertor sino por una encarnizada guerra marítima en
los mares de Levante, y en el interior por los disturbios y pleitos entre los
miembros de la real familia, se oscurece y eclipsa más por la circunstancia de
haber mediado entre los dos grandes e importantísimos reinados de don Jaime II
el Justo, su padre, y de don Pedro IV el Ceremonioso su hijo.
ALFONSO XI EL JUSTICIERO EN CASTILLA.
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