MAURICIO
CARLAVILLA
CAPÍTULO SEGUNDO
UN TRIUNFO DEL REY. BAUTISMO DE FUEGO, INGLATERRA, JUDAISMO Y MASONERIA. VICTORIA EUGENIA DE BATTENBERG, REINA DE ESPAÑA. REGICIDIO
UN
TRIUNFO DEL REY
Cataluña era
el “coco” del Régimen y las Ramblas con el Paralelo sus mandíbulas, capaces de
triturar la Monarquía. Eso creían los políticos madrileños y eso explotaban los
radicales y separatistas, cobrándolo bien caro al resto de España.
Era un
axioma en 1904 que Don Alfonso no podría pisar la ciudad condal sin producir un
desastre nacional. Y, en verdad, ponderadas las fuerzas políticas organizadas,
las patriótico-monárquicas resultaban una minoría exigua e Inerte, sin
vitalidad ni gravitación alguna en la vida regional.
Ante tal
realidad pareció desaforada locura la decisión tomada en marzo por Maura de
llevar al Rey a Cataluña.
¿Era locura
en realidad?
La
“opinión”, por sus órganos “legítimos”, así lo demostraba.
El día 19 de
marzo, al tener noticia oficial del viaje de Don Alfonso, los republicanos
acuerdan celebrar numerosos mítines de protesta, para realizar una campaña de
agitación interna. El Gobierno, según proclaman ciertos Diputados, trata de
lograr la benevolencia de los separatistas moderados (catalanistas) con dádivas
adelantadas, pero fracasa. Con respecto al viaje, el periódico España decía el
día 24:
“Ahora
comenzará el peligro para el señor Maura; lo lleva éste dentro de sí, y ya va
exteriorizándose. La primera manifestación es el viaje a Barcelona. Con él da
el señor Maura un salto en las tinieblas. Hay en la empresa mucho de aventura.
Compromete aquí en esa excursión, desde luego, su existencia ministerial;
quizás, quizás, la integridad de la medula de la Monarquía. Lo juega todo a una
carta, pero el prudente no es jugador. Si triunfa, podrá rehacer su ideal de
reconstituir una nacionalidad que ve caer en pedazos, pero si no triunfa, debe
irse a su casa definitivamente.”
Los
separatistas se oponían a la visita del Rey. Uno de sus Diputados dijo en plena
Cámara: El Rey no irá a Barcelona.
Los
anarquistas celebraban continuos mítines y reuniones, amenazando con oponerse
por todos los medios. La censura impedía que llegasen al público sus frases más
groseras y amenazantes; pero por las que dejó pasar pueden deducirse lo
violentas que serian las suprimidas.
Del
“compañero” Mosquera toleró que se supiera que había dicho esto:
“La
burguesía quería, dar la última bofetada a los hambrientos, derrochando el
dinero en festejos para solemnizar la visita del Rey.
Cuando hay
tantos obreros que se mueren de hambre es una vergüenza, una iniquidad y hasta
un crimen consentir los festejos que se preparan en Barcelona. No debíamos
tolerar el viaje del Rey, o recibirlo con...”
El Delegado
de la autoridad suspendió el “meeting” y detuvo al orador. Las entidades
oficiales y corporaciones “apolíticas” tomaban estas decisiones:
El
Ayuntamiento, con mayoría republicana, acordaba no ir en Corporación a recibir
al Rey. Ponía dificultades para el adorno de la población y secuestraba la
Orquesta Municipal, para que no acudiera a ciertos actos en honor del Monarca;
algunas Corporaciones científicas o literarias en que predominaba el
catalanismo se mostraban hoscas al recibimiento del Rey; los comerciantes de la
famosa calle de Fernando anunciaban que no colgarían ni iluminarían las
fachadas de sus casas; los estudiantes no estaban decididos todavía a recibir
al Rey; todo, en fin, parecía indicar que el viaje de Don Alfonso a Barcelona
podría originar un conflicto, y de aquí la importancia que la Prensa de Madrid
le dio; cuyos directores acordaron enviar corresponsales especiales a la
ciudad catalana, y fueron también ellos mismos, deseosos de dar al suceso la
resonancia que, a su juicio, había de tener.
¡Todo un
panorama!
En cuanto a
los monárquicos liberales, he aquí cómo se expresaba el Diario Universal,
órgano oficial de Romanones:
“Resumen de
hechos que pueden determinar juicios:
Viene a
Barcelona el Rey, donde no tiene palacio y se alberga en el modesto edificio de
la Capitanía General; al apearse en Gracia no verá al Ayuntamiento
representando a la ciudad, sino a una Comisión que no le puede ofrecer la Casa
del pueblo; allí no acudirá ningún Diputado de Barcelona, porque si el señor
Rusiñol se decide, será un particular más; las tropas qué hagan los honores no
irán sin municiones, como los Somatenes a Montserrat; el Caudillo de Santiago
de Cuba es el Ministro de jornada, y la juventud, y las simpatías, y la alta
representación de Alfonso XII tendrán que conquistar el amor de los
barceloneses, que luchan hoy entre muy diversos sentimientos.
Barcelona no
es un pueblo frondosamente imaginativo; hay que acudir para ganarlo a su
inteligencia y a su corazón, y hasta ahora se intentó con desgracia.
Podrá ser
afortunada la excursión; pero la verdad obliga a escribir que se hace correr al
Soberano una aventura, forzado, como el del romance, al duro banco de las
conveniencias ministeriales, tal como se intenta. Y eso no hay derecho a
hacerlo ligeramente... Aunque después lo sancione el éxito.”
No era este
periódico sólo. El corresponsal de La Correspondencia de España en
Barcelona escribía una carta llena de aterradores pesimismos; el Heraldo,
de Madrid, titulaba su artículo “El peligro”, y decía:
“El señor
Maura es un peligro en Barcelona, porque en él habrá de verse la encarnación de
ese espíritu reaccionario que ha sido causa de que se nos clasifique entre
pueblos como el Magreb y Turquía, porque no ya allí como mensajero de paz, sino
como retador de grupos rebeldes; porque lo impulsa hacía la ciudad del
Principado el deseo inevitable en su naturaleza de buscar gallardías de valor
que decoren en el porvenir sus fáciles gallardías oratorias.”
La
Publicidad,
de Barcelona, publicaba un artículo de Lerroux, haciendo un llamamiento a todos
los pobres de Cataluña para que fueran a dicha capital, donde con tantos
burgueses como habrá —dijo— se repartirá mucho dinero.
“No haya
temor alguno —agregaba—; en la cárcel ya no cabe más gente, hasta el punto de
que han sido libertados muchos ladrones para dar cabida a honrados obreros que
profesan ideas contrarias al actual Régimen.”
Se recordaba
la frase de Junoy en un mitin electoral prometiendo
que el Partido Republicano no consentirla en Barcelona las mojigangas de
Zaragoza y Valladolid, aludiendo a las ovaciones de que fue objeto el Rey en su
viaje a aquellas ciudades; y, en fin, todo el mundo, cual más, cual menos,
hacía cálculos y comentarios pesimistas.
Aun los
mismos ministeriales, mejor dicho los Conservadores (que en este caso no es lo
mismo), no disimulaban sus temores por el resultado del viaje, ni sus censuras
al señor Maura por haberle organizado.
La Lliga
decía en un pomposo manifiesto:
“La Liga
Regionalista, ahora como siempre, guiada no más por el interés de Cataluña,
bien examinadas las circunstancias de la situación actual, tanto de la tierra
catalana como de España toda, ha acordado no tomar parte ni representación en
ninguno de los actos que en obsequio del Rey se celebran con motivo de su
venida a nuestra ciudad. La Liga Regionalista no puede en semejantes
circunstancias asociarse a manifestaciones impropias de las preocupaciones del
presente y de las amenazas de lo porvenir.”
En otra
alocución, los republicanos gritaban:
“En el viaje
funda la Monarquía engañosas esperanzas; el Gobierno, insensatas aspiraciones.
“Mirad a la
Monarquía cara a cara. Ya no queman los rayos de este sol...¡Viva la
República!”
Los
estudiantes, agitados, se agitaban. Un narrador contemporáneo refiere:
“Los
escolares barceloneses hallábanse profundamente
divididos. Los monárquicos y españolistas se proponían ir a recibir al Rey, con
las banderas de las respectivas Facultades; los republicanos y catalanistas se
opusieron a ello y triunfaron en su oposición.”
El
Liberal,
en una notable crónica telefónica que envió de Barcelona su Redactor Jefe,
decía:
“Es cosa
decidida que los estudiantes monárquicos no lleven las banderas universitarias
a la ceremonia. Así lo ha aconsejado la fiera actitud de los escolares
republicanos, carlistas y regionalistas, decididos a estorbar el intento por
buenas o por malas.
“Mientras yo
sea Gobernador —ha dicho el de esta capital— no saldrán a la calle esas
banderas. Ningún pretexto había —pues fueron al recibimiento de Salmerón— para
impedir ahora que fuesen al del Monarca. Por lo tanto, encerradas permanecerán
en sus fundas.”
El entonces
tan monárquico Imparcial, el día 5 de abril, en la misma víspera del
viaje, desbordaba su pesimismo; pero jugando a los dos “paños”, al del éxito y
el fracaso, y en ambos contra Maura:
“No
vacilamos en decir que la verdadera causa de la expectación producida arranca
de que el viaje del Rey, y lo escribimos sin adobar la frase retóricamente,
significa la demostración de la integridad de su dominio sobre todos los
ámbitos de la tierra española. Con animoso propósito abandona el Rey su palacio
y se entrega a las dificultades y a los riesgos de esta expedición. En todas
partes se discute si Don Alfonso XIII será bien o mal recibido en Cataluña. La
sola duda del éxito basta para constituir una amenaza, y el Rey la afronta con
resolución y con valor. Así es como el Jefe de un Estado se hace digno de la
confianza del país que rige. Aunque Cataluña entera, hipótesis que nosotros
nunca hemos admitido, fuera desafecta a España, el Rey no podría dejar de
visitarla. Su retramiento tendría el alcance de una abdicación que ni
siquiera le agradecerían los mayores adversarios de la integridad nacional.
Tratándose, por fortuna, de una minoría mal aconsejada, también el viaje era
indispensable, porque no es decoroso vivir en un constante equívoco.”
Maura no
cede y el viaje se realiza.
A las diez
quince de la mañana llega el tren regio al Apeadero de Gracia, donde el Rey
desciende.
Después de
los antecedentes leídos, los lectores podrían creer que el autor exageraba. Por
ello cedemos la palabra sobre la llegada de Don Alfonso a Fernando Soldevilla,
un masón, que así la relata:
“En honor de
la verdad, debe decirse que el recibimiento que obtuvo fue extraordinario,
entusiasta, magnífico. Aun rebajando del conjunto aquella parte obligada, que
constituyen el elemento oficial y lo que de preparación artificiosa hubiera,
sería faltar a la verdad el negar que el Rey obturo un éxito grandioso y
Barcelona de un testimonio elocuente de su lealtad y de su patriotismo.
La justicia
obliga también a hacer constar que la simpatía personal del rey, su juventud y
su confianza en las multitudes, tuvieron el noventa por ciento de parte en el
extraordinario recibimiento que se le hizo.
Al llegar la
Escolta Real sonaron aplausos, y los estudiantes agitaron la bandera. Después
de los saludos de rúbrica, el Rey subió la escalera de la estación, saliendo a
la puerta. Allí, con resuelto ademán, subió con ligereza al caballo, vistiendo
uniforme de diario de Capitán General. Una vez a caballo, el Rey picó espuelas,
avanzó decididamente y se destacó de todo el acompañamiento. Los estudiantes lo
rodearon entre frenéticas aclamaciones, en las que tomaba parte el público. En
los alrededores se agolpaba inmensa concurrencia, que iba desfilando para dar
acceso a los carruajes que conducían las diversas Comisiones. En casi todos los
balcones, que estaban llenos de señoras con bandejas llenas de flores, había
colgaduras. Repetidamente el Rey tuvo que contener el caballo por la
aglomeración de la concurrencia, habiendo ocasiones en que, soltando las
riendas, separaba con sus manos a la gente que se interponía. En la plaza de
Cataluña y en la Puerta del Ángel se repetían las manifestaciones de entusiasmo
delirante. Al pasar frente al hotel de Inglaterra, cuatro señoritas, una uruguaya,
otra portorriqueña, otra italiana y otra alemana, presentadas al Rey por el
Gobernador, entregaron a Don Alfonso un hermoso “bouquet”.
La señorita
uruguaya dijo lo siguiente:
—Majestad:
la colonia extranjera residente en el hotel de Inglaterra, por nuestro
intermedio, os da la bienvenida y os ofrece estas flores, que os suplicamos
aceptéis como testimonio de respeto y de consideración.
El Rey le
contestó:
—Gracias de
todo corazón.
Entregó Don
Alfonso el “bouquet” al General Linares, para que lo
llevaran a la Capitanía General.
Así, en
medio de una ovación continua, llegó el Rey a la Catedral, donde se cantó el
“Te Deum”.
A la vuelta,
y cuando se dirigió a la Capitanía General, donde se alojaba el Rey, continuó
en la calle de Fernando y en la Ramblas la ovación y el entusiasmo de las
multitudes. El paso por la calle de Fernando fue verdaderamente emocionante.
Las señoras saludaban al Monarca con sus pañuelos y arrojaban flores y palomas;
los hombres agitaban los sombreros: el clamoreo era incesante. Don Alfonso,
entretanto, paseaba sonriente su mirada desde los balcones de los últimos pisos
hasta las personas que le rodeaban. Muchas veces detuvo su caballo para
contestar con más desembarazo a la ovación de que era objeto. Al llegar a su
residencia, Don Alfonso penetró a caballo en el zaguán, asomándose después al
balcón principal de la Capitanía Generar sobre el paseo de Colón. Al aparecer
el Rey, la multitud acogió su presencia con repetidos aplausos. El Rey saludó
al pueblo varias veces. Después, desde el mismo balcón, Don Alfonso presenció
el desfile de las tropas. A continuación se verificó la recepción de las
autoridades. El Rey fue felicitadísimo por el
cariñoso recibimiento que le había tributado Barcelona.”
El Imparcial,
del día 7:
“El
recibimiento hecho al Rey por Barcelona ha sido cariñosísimo. En el paseo de
Gracia, plaza de Cataluña y Puerta del Ángel el entusiasmo ha sido inmenso. El
Rey aparecía sereno y risueño y sus ademanes eran resueltos. Su aspecto
simpático se apoderó, desde luego, del público. El grupo de estudiantes, que
con una bandera española rodeaba al Rey, no cesaba en sus aclamaciones, a las
que el pueblo unía las suyas. Así, pues, el Rey hizo su entrada entre jóvenes
escolares y hombres del pueblo. El señor Maura iba de uniforme en una carretela
abierta, con el Alcalde, seguido de algunas fuerzas de Policía. Varias veces
fue aplaudido desde los balcones de casas aristocráticas, desde las cuales las
señoras saludaban con los pañuelos al Jefe del Gobierno.”
Sigue
Soldevilla:
“A las tres
y media empezó la recepción en la Capitanía General, resaltó hermosísima.
Desfilaron las Corporaciones diplomáticas, los marinos extranjeros y españoles,
Jefes y Oficiales de la guarnición e importantes personalidades de Barcelona.
A
las cinco de la tarde, después de la recepción, salió el Rey vestido de
Almirante en landeau, acompañado en el mismo por el
señor Maura y el Alcalde. Detrás iban el Duque de Sotomayor y el General
Linares. Escoltaban al Rey cinco Batidores de la Guardia Municipal Montada. Dirigióse al puerto por el paseo de Colón, recorriendo
luego la Rambla, plaza de Cataluña, paseo de Gracia, Gran Vía, paseo de San
Juan y el Parque. Regresó a la Capitanía a las seis y cuarenta de la tarde.
Durante
el trayecto fue muy aclamado. Componíase la comitiva
de más de cuarenta carruajes particulares.
El Rey entregó 500 pesetas a los
voluntarios catalanes de la guerra de África, que salieron a saludarle. Los
dieciséis veteranos supervivientes aguardaron la llegada del Monarca al pie de
la escalera de la Capitanía General. Todos ellos lucían su antiguo uniforme,
sobre el que ostentaban las cruces ganadas en aquella gloriosa campaña. El
Rey, que había preguntado por los voluntarios en la estación, al verlos en la
escalera de la Capitanía General, se dirigió a ellos, estrechando sus manos y
preguntando por el de más edad. Adelantóse entonces
uno de ellos, decrépito anciano de ochenta y seis años, el cual se echó a
llorar cuando el Monarca le saludó con expresivas y cariñosas frases. La escena
resultó altamente conmovedora.
A las ocho se celebró el banquete oficial.
Asistieron, además de los Ministros y Jefes de Palacio, el Cardenal Casañas, el
Alcalde, el Presidente de la Diputación, el Rector de la Universidad, el
Presidente de la Audiencia, el Fiscal de la misma, el Delegado de Hacienda, el
Marqués de Comillas y otras personas. A las diez de la noche fue el Rey al
Fomento del Trabajo Nacional. Allí esperaban a Su Majestad más de trescientos
socios, que eran como la plana mayor de la industrial y del comercio catalán. Al
entrar el Rey hubo vivas y aplausos.
En el salón de actos el Presidente del
Fomento enseñó al Rey los productos catalanes, manifestando que era aquello una
Exposición Improvisada. En ésta había unas 100 instalaciones. A continuación
pronunció el señor Ferrer y Vidal el discurso siguiente:
—He aquí,
señor, lo que pueden nuestras fuerzas y trabajo. Vos, que aquí venís como Jefe
del Estado y sabéis, por tanto, lo que son los desengaños, los esfuerzos y
sinsabores, bien podéis calcular lo que representan esos esfuerzos, muchas
veces estériles, y que necesitan el amparo de las altas esferas. En medio de su
gran desnivel, pueden estos productos competir con sus similares extranjeros.
Pidió amplia
independencia económica y terminó con un viva al Rey.
Contesta el
señor Maura diciendo que el Gobierno se preocupa de los esfuerzos del país y
estudia sus necesidades de manera que puedan sus productos competir con los del
extranjero. Consideró que las peticiones de Cataluña son de la región que más
produce. Terminó apreciando que el viaje del Rey a Cataluña no será infructuoso.
El Rey
recorrió luego las instalaciones, examinando los productos, y al retirarse fue
muy ovacionado. Mientras se celebraba el banquete oficial, a las nueve y
cuarto, ocurrió en la Rambla del Centro un suceso muy desagradable. Al pie de
la escalera de la casa número 19, en cuyo entresuelo había instalada una
peluquería, estalló un petardo, o bomba, según otros. La detonación produjo
pánico en los primeros momentos entre la mucha gente que en dicha Rambla
esperaba el paso del Rey para ir al Fomento de la Producción Nacional. El
petardo hirió levemente a un señor que bajaba por la citada escalera y causó
lesiones graves a otro que pasaba por la calle. Pasados los primeros momentos
de confusión, sustos y carreras, la gente volvió a ocupar la Rambla para
presenciar el paso del Rey. La Policía no consiguió averiguar quién fuera el
autor. Una hora después de la explosión pasó el Rey por las Ramblas, siendo
ovacionado.
Una jornada
brillante, importantísima para la Monarquía, favorable para la Patria y
beneficiosa para el Gobierno, especialmente par el señor Maura, no obstante
que, a última hora, yendo en el coche con el Rey, se oyeron algunos silbidos,
según dijo el corresponsal de El Liberal.
Los
principales actos del Monarca el 7 fueron: la visita a las fábricas instaladas
en la carretera del Clot, próxima a San Andrés de Palomar, barrió de Poblet. En
el trayecto fue objeto de entusiastas manifestaciones. Las mujeres abandonaron
el trabajo, saliendo a recibir a Don Alfonso y vitoreándole.
El patío de
la Capitanía General estaba lleno de estudiantes, entre los cuales permaneció
Don Alfonso confundido largo rato. Los estudiantes lanzaron entusiastas vivas
al Rey y a la Reina. Acto seguido comió el Rey, y a las dos y veinte Su
Majestad, con la comitiva, pasó por la Rambla, dirigiéndose al palacio de la
Diputación, donde se celebró la recepción de los Alcaldes de la provincia. A
las tres y media hizo Su Majestad el Rey su ascensión al Tibidabo, donde se
celebraba la Fiesta del Árbol, asistiendo una muchedumbre inmensa, además de
diez mil niños de las Escuelas públicas. El Rey fue muy aclamado en el trayecto
y durante la fiesta. Por la noche se verificó en el teatro Principal, donde
actuaba la compañía de la ilustre artista señora Tubáu,
la función de gala en honor de Su Majestad. La concurrencia era brillantísima,
y el teatro estaba totalmente lleno. Cuando el Rey apareció en su palco
vistiendo uniforme de gala de Capitán General, con el Toisón de Oro, una
verdadera tempestad' de aplausos y de vivas resonó en el teatro. En palcos y
butacas todos estaban en pie. La orquesta del teatro tocó la Marcha Real. Fue
aquel momento solemne y emocionante. La representación estuvo interrumpida
durante veinte, minutos, y cuando los actores intentaron reanudarla, un viva a
María Cristina contestado con una prolongada salva de aplausos puso fin a la
ovación tributada al Rey. Terminada la función a las doce y media, Su
Majestad salió del teatro entre los aplausos del público.
Interrumpimos
la crónica del triunfal viaje del Rey a Cataluña; lo impone la noción de la
medida. Del mismo fervoroso entusiasmo fue rodeado en sus visitas a las otras
tres provincias catalanas y también en las numerosas hechas por el Rey a
centros de cultura y fabriles, entre las que se destacan una a la Maquinista
Terrestre y Marítima y otra a La Española Industrial, donde, rodeado,
estrechado mejor, por obreras y obreros, sintió palpitar el cordial abrazo, del
pueblo español.
Cerramos la
impresión de aquel glorioso viaje del Rey con el acto más espectacular y más
característico del mismo: la concentración en Montserrat de 20.000
somatenes armados; no pudiendo asistir otros 40.0000 inscritos por dificultades
materiales de alojamiento. Para dar autenticidad a esta página, volvemos a
ceder la palabra al masón Soldevilla; tomen buena nota los lectores de cuanto
él dice, teniendo en cuenta que no se trata, ni mucho menos, de un entusiasta
contento:
“Al llegar
el Rey a Montserrat, inmensa y compacta masa de somatenistas llenaban los
alrededores de la estación y las avenidas qué conducen al monasterio. El cuadro era imponente. El Rey se halló
entregado a la confianza de aquellos millares de hombres en armas, sin otra
fuerza de Ejército que una Compañía de Infantería y varios piquetes de la
Guardia Civil y mozos de escuadra. La actitud de los somatenistas fue de
respeto y simpatía, abundando a la llegada y durante todo el día los vítores
al Monarca. Al bajar Su Majestad del
tren, el Capitán General de Cataluña, que lo esperaba, pronunció un breve
discurso trazando la historia de los somatenes y enumerando su organización,
los servicios qué prestan y el objeto que los congregaba, que era rendir
homenaje al Rey y proclamar como su patrona a la Virgen de Montserrat,
asistiendo a la inauguración del monumento que iba a erigirse en la plaza,
frontera a la iglesia, en recuerdo de los héroes del Bruch. Expuso el Capitán
General lo conveniente que sería que los somatenes gozasen del fuero de
autoridad, con lo que se aumentaría los prestigios del Cuerpo y sus medios para
perseguir malhechores, principal fin de su organización. El Rey accedió en el
acto a la demanda y los individuos de la Junta de Somatenes prorrumpieron en
vivas y palabras de gratitud. Después el Rey visitó el santuario, inauguró el
monumento erigido a los héroes del Bruch, lo que mostró gran entusiasmo en los
somatenistas, el Rey revistó a éstos (unos 8.000), repartiendo entre ellos una
medalla conmemorativa del acto, y a las ocho de la noche regresó a Barcelona. El
acto no resultó tan brillante como debiera por la falta de organización.”
Unos breves
comentarios; el espacio no permite más.
Si la
mayoría de las fuerzas políticas organizadas eran adversas al Rey y a Maura y
sus hombres representativos, con la mayoría de la prensa nacional, se mostraron
opuestos al viaje, augurando fieros males, aquella acogida fervorosa hecha por
Barcelona y Cataluña al Rey, ¿qué demostró con suprema elocuencia...?
Simplemente,
clara y elocuentemente: Que las “temibles” organizaciones políticas eran una
farsa; sectas reducidas de fanáticos o malvados, profesionales del chantaje
político y terrorista, sin masas propias, cuya propaganda doctrinaria no calaba
ni la superficie de la conciencia popular. Hemos destacado el acto de
Monserrat, aquella entrega física del Rey a una masa de millares de catalanes
armados; un solo criminal entre tantos miles, pudo acabar con la vida del
Monarca. Pero no, allí sólo hubo patriotas, sólo hubo españoles, los mismos del
Bruch y de los Castillejos... ¡con decir esto basta!
Pero no
podemos por menos de hacer una reflexión. El acontecimiento es en 1904, a una
distancia de cinco años del 1909; a un quinquenio de la Semana Trágica. Y es
lógico que, al pasar esta rauda visión cinematográfica por la retina de
nuestros lectores, se pregunten: ¿Esta Cataluña patriota y monárquica de 1904,
era la misma del 1909, vandálica, sacrílega y traidora?
Era la
misma, lector; en un quinquenio no había sufrido ni podía sufrir variación. La
Cataluña que mostró su faz vandálica, sacrílega y traidora fue la sectaria,
masónica, separatista y anarquista, la que no pudo impedir, apelando a todo, la
efusión de lo más y lo mejor de Cataluña entera con su España y con su Rey...
masa mayoritaria ingente, católica y patriota, como lo fuera la que más, la misma
de la Independencia y de las tres Guerras Carlistas, la de la Moreneta... masa civil, bélica, y ahí están sus 70.000
somatenes armados demostrándolo.
Y, con mayor
motivo, nuestros lectores preguntarán ¿cómo pudo ser aquella Semana Trágica, en
la cual fue dueña de Barcelona y Cataluña la turba terrorista, sacrílega y
asesina?
Simplemente,
la masa mayoritaria religiosa y patriota catalana, fue dejada totalmente al
margen de la política nacional, por todos los gobiernos españoles; ni
organización, ni jefes, ni propaganda, ni acción... cuando grupos de tal masa se
movieron para defender bandera, unidad o Rey, fue por impulso propio y a todo
riesgo... quienes contaban en los Gobiernos civiles de las provincias catalanas
y en los ministerios de Madrid eran los representantes de los grupos sectarios,
masónicos, separatistas, anarquistas, Cambó, Sol, Lerroux, Ferrer, Salmerón,
Maciá... La masa mayoritaria religiosa, patriota y monárquica, la mantenían
inerte; cuando ella, con jefes, con ideas, con organización, hubiera sido
siempre por sí sola capaz de aplastar la Revolución.
Ha surgido
la palabra clave, Revolución. Ella significa y radica esa Ingente paradoja
catalana. Esa paradoja por la cual en aquella reglón española donde hay más
fuerzas dinámicas contrarrevolucionarias, es donde la Revolución resulta
permanente y donde más triunfos logra.
¿Por qué?
reiterarán, con razón, los lectores. Sencillamente, porque la Revolución tiene
su cerebro en el Gobierno de Madrid desde la Restauración.
La
Restauración, consecuencia del golpe de Pavía —insistimos una vez más—, es la
frustración de la reacción del patriotismo nacional frente a la anarquía y el
despedazamiento federal y cantonal de la Patria, reacción civil y militar, que,
como el mismo Pavía declararía en plena Cámara, hubiera hecho entrar en Madrid
a Carlos VII al día siguiente de invadir el General el Congreso de los
diputados. La Restauración, quisieran o no, lo supieran o no, debía seguir el
camino de la Revolución, como en descarado apóstrofe profético diría el
auténtico restaurador de la Rama isabelina, el masón Castelar, el portavoz y
ejecutor de la Masonería Universal y “garante de relación y amistad en la
española del judaico Supremo Consejo de Charlestón, nombrado por su Gran
Comendador, Alberto Pite.
¿Cómo los
masónicos gobiernos de la Restauración, al dictado del “posibilismo” castelarino y de Giner de los Ríos iban a organizar y
movilizar al patriotismo y cristianismo en Cataluña para yugular la Revolución
social, su último fin, allí donde más proletariado industrial desarraigado
existía, donde, siguiendo a Marx, únicamente podían reclutar su más numeroso
ejército revolucionario?
Hubiera sido
una contradicción masónico-revolucionaria flagrante en los masónicos gobiernos
de la Restauración... y la Masonería jamás incurrió ni jamás incurrirá en tal
contradicción.
Podrán
incurrir en esa contradicción ciertos hombres del sistema y de los gobiernos
masónicos de la Restauración —masones ellos o no— un Maura, un Canalejas, un
Dato... pero allí estará la pistola masónico-anarquista para imponer la
rectificación a la línea gubernamental y lograr que la Monarquía restaurada,
quiera o no, lo sepa o no, siga el camino de la Revolución.
Así, ningún
gobernante español apelaría jamás al sincero cristianismo y patriotismo
catalán, al del Bruch, al de los Castillejos, al de las tres guerras
tradicionalistas... por si Maura lo intentase animado por la ignorada e
inesperada explosión de cristianismo y patriotismo provocada por la presencia
del joven y arrojado Monarca, allí está el puñal de Artal para señalarles a los
gobernantes el masónico camino: el camino de la Revolución, bajo pena de
muerte.
Y seguirán
los gobiernos de Madrid vinculando la unidad de la Patria a un Lerroux, ateo,
sacrílego, abanderado del terrorismo anárquico; y el orden, la defensa de los
intereses materiales al agnóstico Cambó, al oportunismo chantajista del
separatismo, al que abrirá cuantas veces pueda, con la Asamblea de
Parlamentarios y la subsiguiente huelga revolucionaria (1917), con Berenguer
(1930), con Portela (1935) las puertas del Estado a la Revolución.
¿Cómo no
llegó antes la Gran Revolución del 1931 que culminaría en 1936?
Sinceramente:
gracias al Rey, que, a pesar del sistema revolucionario de la Restauración, en
cuya cima fuera colocado, luchó en virtud de la formación maternal que
recibiera y su propia intuición para desviar a España del fatal abismo de la
Revolución; de ahí que la dinamita y las balas masónico-anarquistas sintieran
aquella extraña predilección por la vida del Monarca... Porque en Barcelona demostró
cuán peligroso era el Rey con su juventud, simpatía y valor si sus gobernantes
lo ponían en contacto con el auténtico pueblo español.
REVERSO
DEL VIAJE REGIO
Sería
inexacto, por incompleto, el relato de aquel viaje regio a Cataluña, tan
aleccionador, para poder entender el último Reinado, si aquí silenciamos cuanto
hicieron e intentaron las fuerzas sectarias.
En realidad,
lo intentaron todo y nada consiguieron, con lo cual cobra mayor mérito y
relieve lo conseguido por la simpatía y el valor personal de don Alfonso al
tomar contacto cuerpo a cuerpo con las masas populares auténticas de Cataluña,
tan sumamente grandes y mayoritarias, que aquella selección patibularia y
tabernaria, clerófoba y anárquica, mostrada tantas veces por los políticos
profesionales republicanos y separatistas como “el Pueblo”, el único “Pueblo”,
no se vio como masa popular por ninguna parte. Bastó para su invisibilidad la
presencia dinámica y entusiasta de la gran masa española de Cataluña, debiendo
limitarse a lanzar el grito y el silbido aislado y anónimo, a buscar la
ocasión furtiva de agredir a un pequeño grupo desprevenido de patriotas, veinte
veces menor que el agresor, al petardo cobarde y, por fin, a lanzar un asesino
contra Maura, al cual no asesinó por temblarle la mano.
Eso sí, los
oradores republicanos, anarquistas y separatistas, dieron rienda suelta a su
rabioso furor en no menos de cuarenta mítines.
He aquí una
escueta relación de cuanto intentaron y lograron conseguir.
El día de la
llegada, cuando un grupo de estudiantes se retiraba, después del recibimiento,
sobre la una y media de la tarde, llevando al frente la bandera Nacional, al
llegar a la Boquería, toparon con una emboscada,
formada por un par de centenares de energúmenos a los que se unieron otros
grupos ocultos en diferentes calles. Chocaron en la calle de Lauria. La gran
superioridad numérica momentánea dio ventaja en la lucha a los antipatriotas
antimonárquicos Hubo bastantes heridos entre los estudiantes, que consiguieron
salvar sin mácula su bandera Nacional; pero pocos de importancia. El Rey ordenó
que se averiguara el nombre y domicilio de los estudiantes heridos y fueron
visitados en su nombre.
Por la
noche, se celebraron más de cuarenta mítines republicanos y separatistas en
Barcelona. En el más numeroso, celebrado en la “Fraternidad Republicana”, ante
unas tres mil personas, Lerroux insultó cuanto quiso. Se disolvieron cantando
el “patriótico” himno de costumbre: La Marsellesa.
Ahora los
catalanistas, separatistas o regionalistas, que de las tres maneras se
llamaban, según la ocasión, el lugar y la circunstancia.
Ya conocemos
la nota de la Lliga en víspera del viaje, para contribuir a su fracaso.
Cuando el
Rey, después de la recepción de los alcaldes, visita el Ayuntamiento, cuando
contempla las retratos de los catalanes ilustres y le dan detalles sobre sus
respectivas personalidades, Un tipo extraño, barba retinta, puntiaguda,
desmedrado, curva nariz cual pico de presa, con fuerte acento catalán, se
interpone y pide la venia de S. M. para hablarle ante la concurrencia.
¿Quién es el
que osa con tal atrevimiento y falta de respeto hacer del Rey de España un
auditor de premeditado mitin?
Es el
concejal catalanista, separatista o regionalista, según la ocasión y el
momento, Francisco Cambó... que, con su acto, se asegura para el próximo futuro
un puesto eminente, acaso decisivo, en el nefasto porvenir del pueblo español.
Fue un
lamento el suyo contra el “centralismo” y una petición de autonomía
“regionalista”. Moderado en la expresión; pero delatando una pasión y hasta un
odio en que se traslucía un gran furor producido por el gran recibimiento que
Barcelona acababa de hacer a su Rey... que él, Cambó, y su flamante “Lliga”
habían sido incapaces de sabotear.
“Atracado”
así el Rey, escuchó con elegancia soberana, y pudiendo delegar en el Ministro
allí presente la respuesta, o no darla, como merecía el desacato de Cambó,
respondió con sobriedad y con clara y firme dicción, así:
“He oído con
la atención debida vuestras quejas. Uno de mis más fervientes deseos es conocer
con. puntualidad a mis súbditos. Si de mí dependiera, muy luego tendríais ya
concedido cuanto pedís. Mas, hallándose aquí un miembro del Gobierno, el
Ministro de la Guerra, concedo a él la palabra para que os responda.”
Quiso
demostrar el Rey que sabía y podía contestar; pero dando una lección
constitucional, a la vez, dio a entender bien claramente a Cambó que en
cuestiones políticas era el Gobierno con las Cortes a quienes correspondía dar
la respuesta concreta.
EL
MAGNICIDIO CONTRA MAURA
Es lástima
que siendo un hijo de la víctima y heredero de su título, don Gabriel,
historiador académico y también del Reinado, no haya estimado historiable aquel
magnicidio frustrado contra su progenitor, habiendo tenido medios como nadie
para desentrañarlo. Con dos líneas y media, y de pasada, lo menciona de esta
lacónica e insuficiente manera:
“...un
atentado anarquista, que estuvo a punto de ser mortal, del que fue víctima el
Presidente del Consejo en la mañana del día 12.”
Por cierto,
que incurre a renglón seguido el Duque de Maura, o su colaborador Melchor
Fernández Almagro, en una pequeña inexactitud, sólo importante como indicio de
la mínima importancia dada por tan distinguidos historiadores a un crimen que
pudo tener, y, acaso, tuviera, tanta trascendencia para la Patria, y, desde
luego, para la familia de don Antonio Maura. La inexactitud es la siguiente:
“Por esta
causa (el atentado) no pudo ser Maura... quien contestó... el enjundioso
discurso de un joven concejal, don Francisco Cambó”.
El discurso
de Cambó es el día 7 y el atentado el 12.
Recurramos a
fuentes no filiales para conocer algunos detalles del magnicidio frustrado.
Después de
celebrados los funerales por Isabel II, muerta en París el 9, y sin guardarle
más de tres días de luto, pues el Rey se opuso al protocolario por razón
política, que hubiera implicado la suspensión del viaje, don Alfonso expresó el
deseo de visitar una cocina económica, instalada en Santa Madrona, donde los
obreros comían por 27 céntimos. Maura acompañó al Rey, que donó 3.000 pesetas,
y le dejó de nuevo en Capitanía.
Maura tomó
su coche en la puerta trasera, la que se abre a la Plaza de la Merced,
dirigiéndose a la Diputación, donde se alojaba. Iba él solo en un coche de
caballos descubierto. El Gobernador Civil iba en otro delante de Maura. Avanzó
despacio el carruaje; ya próximo a la esquina de la pequeña plaza, un joven que
vestía de negro, subió al estribo del coche, entregando a Maura con la mano
izquierda un supuesto memorial.
—Buenos
días, señor Presidente, dijo al entregar el papel.
Pero a la
vez, levantó la mano derecha, empuñando un puñal envuelto en un trapo negro.
—¡Viva la
Anarquía!, gritó, y a la vez, hirió a Maura en el pecho.
El agente de
policía, señor Gutiérrez, se hecho sobre el agresor y otros acudieron
inmediatamente, logrando detenerlo. El magnicida se llamaba Joaquín Miguel
Artal; tenía sólo diez y nueve años de edad y parecía un estudiante modesto;
era un escultor principiante. Al ser registrado le fue hallado un ejemplar de El
Pueblo, de Valencia, propiedad y órgano de Blasco Ibáñez, donde aquel
demagogo criminal, después de atacar soezmente al Presidente del Consejo,
terminaba diciendo: Maura es carne de Angiolillo.
El alucinado
Artal quiso que fuera realidad la “profecía” de su “maestro”, y quiso ser el “Angiolillo” de Maura, asesinándolo como el italiano había
asesinado a Cánovas.
El joven
Joaquín Miguel Artal fue condenado. Su inductor literario, y puede que algo
más, Blasco Ibáñez, continuó incitando al crimen, al incendio y al sacrilegio
en completa impunidad.
Cuando
contemplamos en los escaparates españoles sus obras, viene siempre a nuestra
memoria la figura negra del joven Artal. ¿Cuántos más —me preguntó— beberían el
odio asesino en sus páginas?
Y también
viene a nuestra imaginación aquel luminoso día valenciano, cuando el Gobierno
en pleno de la flamante República recibe con honores regios los restos mortales
del fanático, traídos a España por un crucero de la Escuadra.
Cuando la
grúa del barco iza la magnífica caja, el fragor y el humo de las salvas de
ordenanza no nos impidió ver brillar el oro del compás, la escuadra y él ramo
de acacia de la Masonería en el costado del féretro.
De su
paranoico instrumento, de Artal, condenado y diez y siete años, y que al
escuchar la sentencia aún pudo articular ¡Germinal!... no hay ni memoria.
España
entera condenó el atentado, la España “oficial” también, protocolaria o
hipócritamente, ¡tantos hacían cola en el “escalafón” del Poder tras de Maura!
No sé con
qué intención, el Duque de Maura, que dedica dos líneas y media al atentado,
emplea mucho más espacio para copiar la carta de Sánchez Guerra, Ministro de la
Gobernación, en la cual le expresa a Maura su “impresión hondísima, tremenda”,
y la “alegría por haberse librado” de la muerte.
Ignoramos
qué quiso don Gabriel Maura sugerir con tal destaque de su carta al que pronto
fuera traidor a su padre y acabara ocupando su puesto de Jefe del Partido y de
Presidente del Consejo, gracias q. otro magnicidio consumado, el de Dato, ¿qué
sus lágrimas podían ser de cocodrilo?
Anticipándose
a la protesta nacional, un grupo de personalidades, con el Cardenal Casañas a
la cabeza, que coinciden en la visita al herido, lanzan una proclama
condenatoria del asesinato frustrado. Grupos de señoras de todas las clases
sociales acuden a testimoniar su interés por Maura.
A cualquier
ser humano debería parecer le natural. Menos no cabía tratándose de un atentado
contra la máxima figura política del Estado.
No hubo
exceso alguno; no se intentó represalias contra los conocidos inductores
materiales o morales; nada, en absoluto nada.
Pues bien,
he aquí la reacción de Lerroux, del que muchos de aquellos conservadores o conservaduros de antaño esperaron que fuera la
garantía republicada de sus vidas y haciendas.
Al día
siguiente, el Emperador del Paralelo, publicaba en La Publicidad un artículo
titulado Los Cocodrilos.
He aquí unos
párrafos ejemplares:
“Ayer tarde,
poco después de conocerse en Barcelona el atentado de que había sido víctima el
señor Maura, llegaron unas cuantas Magdalenas sin cartilla al palacio de la
Diputación. Eso sí, primero cotizaron la noticia a su placer y después que
dejaron hecho su negocio honrado, dieron licencia a su corazón para que se
indignara furiosamente.”
Y terminaba
así:
“Decidme,
pues, ¿qué locura os llevó ayer a pedir nuestra cabeza, malvados? Ya la
conozco. Vuestra alma de lacayos estuvo antaño en el cuerpo de las plañideras.
Os impresionó el atentado, no por lo que tiene de inhumano y cruel, sino por
afecta al que manda, al que reparte mercedes, al que con una firma os hace
ganar o perder millones. La puñalada en el abdomen del Obispo, no os hubiera
perturbado.”
A las gentes
honestas que, para su fortuna, ignoran el “argot” de lupanar, debemos
ilustrarlas diciéndoles que con eso de “sin cartilla” Lerroux llamaba
prostitutas a las honradas mujeres que habían acudido a testimoniar su dolor y
reprobación por el atentado cometido contra Maura.
Ningún
esposo, padre o hermano descerrajó un tiro al malhechor, ni siquiera recibió
una bofetada.
Sólo se
permitieron algunos grupos, después de un Te Deum, al
pasar frente a la Publicidad, el periódico donde habían sido llamadas rameras
sus esposas, madres e hijas por Lerroux, que se hallaba dentro del edificio,
lanzar una gran silba.
Cuando la
fuerza pública fue bastante para proteger la redacción, de un asalto que nadie
intentó, Lerroux, Junoy y otros jefecillos
republicanos lanzaron vivas a la República desde los balcones.
La Guardia
Civil llegó para reforzar la guardia del “Emperador del Paralelo”, y no pasó más.
¡Qué
perverso era aquel Maura!
OTRA
TRISTE NOTA FINAL
Coincidiendo
con aquel triunfal viaje del Rey, llegó noticia fidedigna de que Inglaterra y
Francia, terminada la negociación, habían, llegado a un acuerdo general,
incluyendo Marruecos. Todo a espaldas y en detrimento de España. Sólo se la
mencionaba para decir que Francia se pondría de acuerdo con nuestra Patria
respecto a Marruecos. Tan sólo se nos reservaba el trozo de costa suficiente
para que ninguna primera potencia, ni siquiera la Francia “aliada”, pudiera
emplazar un cañón en las márgenes del Estrecho de Gibraltar.
Ya lo hemos
visto. Hasta Maura se plegó a tal pérdida de potencia e independencia nacional,
que perduró durante todo el Reinado, pero aquel triunfal recibimiento al Rey en
Cataluña, región donde el Enemigo cifraba sus mejores cálculos y esperanzas
para la Revolución, y, en consecuencia, para la impotencia española, pudo
hacerles ver a los Estados y Superestados interesados en nuestra permanente
decadencia que aquella revelación del patriotismo de Cataluña podía suscitar en
el resignado Maura ideas dé potencia e independencia nacional. Y de ahí la
puñalada de Artal.
Es hipótesis
para tener en cuenta; porque como la intrahistoria del Reinado demostrará, todo
regicidio, magnicidio y atentado y todo movimiento revolucionario aparecerán
directa o indirectamente articulados con lo internacional. No en vano la
Masonería, cerebro de crimen y Revolución, es por esencia y potencia
internacional, instrumento de Estados y Superestados enemigos seculares de
nuestra. Nación.
Tengámoslo
en cuenta.
BAUTISMO
DE FUEGO
Sólo hablan
transcurrido treinta minutos del día primero de junio de 1905 cuando, de
regreso de la Opera, y a l llegar al cruce de las calles Rohan y Rivoli, el
coche que conducía al Rey y al Presidente Louvet, una
potente bomba estallaba junto a la rueda trasera izquierda del carruaje. El Rey
y el Presidente resultaron ilesos. La metralla del artefacto explosivo hirió a
un oficial y a varios coraceros de la escolta, así como a los caballos que
montaban, y causó un tremendo pánico en la mchedumbre.
Don Alfonso permaneció sentado mostrando una serenidad perfecta; el viejo
Presidente se incorporó instintivamente.
—No es nada
—lo tranquilizó el Rey, tirándole del gabán— sólo ha sido un petardo.
Y añadió:
—Verdaderamente,
podían haberle evitado a usted esta emoción; ¡a su edad!
La
muchedumbre reacciona y se producen aplausos y gritos de simpatía. Don Alfonso
se yergue y saluda sonriente. Su serenidad y valor cautivan a los franceses, y
sobre todo, a las francesas.
Pronuncia
unas frases tranquilizadoras quitando importancia al atentado y se interesa por
un oficial cuyo caballo se encabrita por hallarse herido, suponiendo que
también lo está el jinete. El carruaje vuelve a emprender la marcha. Minutos
después, al pasar por la plaza del Palais Royal,
desde una compacta masa de gente se dispara un balazo contra el Rey La puntería
del asesino falla y su bala hiere a un agente de policía.
No es
detenido el autor.
El Rey de
España recibe su bautismo de fuego en Francia. Se comporta bravamente. En su
hoja de servicios, la clásica frase de “valor se le supone”, debió ser cambiada
por la de valor demostrado.
Valor
demostrado desde aquella vez las numerosas en que la dinamita y la bala
tratarían de segar la vida del Monarca.
Sin duda,
los pocos enemigos que lo tacharon de cobardía por dejar el trono sin combate
aquel 14 de abril, fueron injustos con el Rey. No se es valiente hasta la
temeridad durante toda una vida y, por no correr un riesgo más, menor que los
afrontados, se abandona una Corona.
El “factor
valor personal ”no entró en juego aquella tarde nefasta, si nos atenemos a la
lógica. No vio el Rey aquel inesperado problema como algo que se podía
solucionar por medio de un acto de valor. Ya estudiaremos cuando aquel episodio
llegue si se equivocó el Rey o lo equivocaron al creerlo así.
De momento,
el autor recoge los testimonios nacionales y extranjeros que, a partir del
atentado de la rue de Roma, hasta el de la calle de Alcalá, unánimes proclaman
el valor personal de Don Alfonso de Borbón.
A los cuales
el autor suma el suyo personal. En varias ocasiones, en función profesional,
fue a pie, agarrado a la capota del coche regio, cuando la avalancha de las
multitudes entusiastas, delirantes muchas veces, rompían las formaciones
militares y se abalanzaban sobre la regia persona, pugnando cada uno —algo muy
español—, porque el Rey le advirtiera y le sonriera, premiando así su entusiasmo.
En ese momento efusivo, sólo tres o cuatro policías, previamente designados por
su mayor conocimiento de anarquistas de acción, debíamos romper la compacta
masa, brutalmente clamorosa, y, sufriendo crueles pisotones y codazos, pegados
á las aletas del coche, con la mano en la pistola, por si él puñal o el
revólver asesino surgía del racimo humano para cometer el regicidio.
Recordaré
siempre, y, sobre todo mis pies, aquella salida del Pilar de Zaragoza el año
1924, ¡Qué apoteosis!... Una masa juvenil, compuesta en su mayoría de
estudiantes, lo arrolló todo... ¡qué gargantas!... y, sobre todo, ¡qué pies y
qué codos!... Báguena, Arcentales, Fuertes, y un
servidor, debimos adherirnos al coche, atravesar la Plaza del Pilar, calle
Alfonso, Plaza de la Constitución (entonces), Paseo de la Independencia,
atronados, estrujados, codeados, pisoteados y con cien ojos, pues aquel
trayecto y la tremenda confusión eran una ocasión maravillosa para el regicida
pistolero.
Pues bien, a
sesenta centímetros del rostro de un hombre se pueden percibir sus emociones,
y, por profesión uno entiende algo de esto. A no mayor distancia iría yo de S.
M. y, debo hacerla constar: ni la menor sombra de miedo, y ni siquiera de
preocupación pude leer en el rostro del Rey. Muy al contrario, sonreía,
saludaba, les dirigía cortas frases a los congestionados entusiastas; y, de vez
en cuando, mandaba que llevasen el carruaje más despacio. Quería prolongar
aquel tiempo —aquel tiempo del máximo peligro— cuanto fuera posible; yo hubiera
dicho que deseaba estar confundido y en tan estrecho contacto con los suyos
siempre. Tal fue mi sincera impresión.
Lo visto en
el Rey era lo más contrario al miedo; era verdadero y auténtico valor.
Así lo vi,
así lo creo y así lo certifico.
ANALISIS
DEL REGICIDIO
En los
regicidios contra los Monarcas españoles, debemos distinguir dos motivos. Uno,
permanente. Al no desear el enemigo de España la Monarquía, por ser esta
institución menos apta para la traición que la República, la muerte de un Rey
favorece y posibilita el paso a la República.
Otros
motivos son circunstanciales, aun cuando siempre rimen con el permanente: la
muerte del Rey puede cambiar un rumbo político adverso a la traición, bien sea
en la política interior o exterior; lo más frecuente es que el regicidio se
decida y se cometa para frustrar una alianza perjudicial para los Estados
aliados de la Masonería.
A la luz de
esta definición de motivos, examinemos el regicidio de la calle de Rohan.
Ei mismo día
que sale nuestro Rey de París se hace pública la salida del ministro de Asuntos
Exteriores francés, M. Delcassé, que hbía dirigido la política internacional francesa durante
los últimos siete años.
El hecho
daría base lógica para inducir una de estas dos cosas: que Delcassé,
rectificando su política de los últimos años, de entendimiento con Inglaterra
en la cuestión de Marruecos, hubiera vuelto a su antiguo propósito de
entenderse directamente con España, sin compensaciones para Inglaterra ni
Alemania, por sugestión del Rey, pretendiendo éste resucitar el tratado
convenido y saboteado por Sagasta, Silvela y Abarzuza, que tan favorable
resultaba para España
En apoyo de
la hipótesis están las declaraciones del Ministro de Estado, Marqués de
Villaurrutia, acompañante del Rey, hechas en París, veinticuatro horas antes de
la dimisión de Delcassé:
“Para
Francia y España es un compromiso de honor el Tratado con Marruecos.”
El
Liberal, el órgano más destacado de la Masonería en España, calificó las declaraciones
de “inauditas”; y entre las “razones” alegadas por el masónico —y, por tanto,
anglófilo— diario, está la siguiente, muy reveladora, ciertamente:
“...no hay
excusa para el que invoca compromisos de honor, sólo entre Francia y España,
cuando una tercera nación, Inglaterra, lleva parte igual en esos compromisos.”
Sobre tales
indicios, sobre la causa “anglo-marroquí” del regiidio,
y reforzándolos, debe ser alegada la constante histórica en materia de
atentados políticos españoles: todos los regicidios y magnicidios cometidos en
España han beneficiado siempre a los intereses imperiales británicos. Sin embargo, a pesar de la evidencia de tales
indicios, realmente con categoría de pruebas, quedan los lectores en libertad
para extraer las consecuencias; por nuestra parte, creemos que fue otro el
motivo capital del regicidio de la calle de Rohan.
Nuestro Rey
debía seguir viaje a Londres. Era bien conocido que su visita tenía como fin
elegir para esposa una Princesa de la Casa Real inglesa. Impedir el matrimonio
del Rey, matándolo a él, era privar a la Corona de la natural sucesión. En la
cabeza de una mujer, a la cual hubiera debido ir a coronar, caso de tener éxito
el regicidio, era más fácil de arrancarla revolucionariamente, y, además, su
esposo, el Infante Don Carlos, era repudiado no sólo por los republicanos, sino
por los neo-monárquicos de “septiembre”, debido a ser
hijo de un Infante carlista.
Esta es la
inducción personal sobre la causa primera y radical del regicidio perpetrado en
París. Causa específicamente masónica, sobre conveniencias circunstanciales
inglesas y francesas. Y nos ratificamos en la inducción expuesta porque, si
obedeciese el regicidio a que un acuerdo secreto entre Don Alfonso y Delcassé perjudicaba, directamente al Imperio británico, no
se hubieran dado aquellas anomalías que precedieron y posibilitaron el crimen
por parte de las; autoridades francesas. No queremos exagerar. Desde luego, el Intelligence Service, a través de
la Masonería francesa o directamente, pudo siempre mucho en Francia, como en
todos los países europeos.
El Gran
Oriente “francés”, como todos los europeos, en el dilema de sacrificar los
intereses de la nación donde radica—en el presente caso los de Francia—, o
sacrificar los británicos, sacrificará siempre los de aquella que dice ser su
Patria. Pero para sacrificarlos de hecho es necesario que el Gran Oriente posea
los necesarios medios, es decir, que sea obedecido conscientemente por hombres,
por demasiados hombres, altamente situados. Y por muchos poderes que tuviese el
Gran Oriente francés, no creemos honradamente que fueran tantos como para
lograr que, conscientemente—repetimos—, un Prefecto de Policía, y acaso
ministros también, consintiesen un regicidio que costaría la vida a un anciano
venerable: el Presidente de la República.
Sinceramente,
no creemos que por servicio al Imperio británico —por servicio específico y
concreto—existiesen tantos masones franceses como para estar situados a doc en los puestos precisamente necesarios para no
evitar el atentado.
Si negamos
esa posibilidad por simple cálculo de probabilidad, el mismo cálculo nos impele
a decir que los motivos específicamente masónicos sí pudieron hallar hombres
situados en los puestos clave para que posibilitaran, permitieran y hasta
dieran facilidades a los regicidas.
Pues el
regicidio fue posibilitado, permitido y facilitado en París. He aquí lo
sucedido:
Quiñones de
León, entonces joven agregado a nuestra Embajada de París, dirigía una especie
de Servicio de Información, ciertamente modesto, utilizando los servicios
retribuidos de algunos policías franceses, expertos en anarquismo. El autor fue
durante el mando del inolvidable General Mola en la Dirección de Seguridad,
destinatario, utilizador y guardador de los informes procedentes de tal
servicio hasta el 14 de abril.
Bien; por
esas fuentes, Quiñones de León logró saber que estaba decidido el regicidio.
Es más;
durante la función en la Opera, y poco antes de terminar, recibió mayores
precisiones. El atentado sería cometido en el trayecto que recorrerían el Rey y
el Presidente al regreso.
No cayó el
archivo en poder de la República. Existió, parte en Toledo y parte en Madrid,
hasta el 18 de julio de 1936.
Al saberlo,
corrió al palco de monsieur Lépine,
Prefecto de Policía, y le dijo:
—Señor
Prefecto; tengo noticias completamente seguras de que, desde Barcelona, se han
enviado seis bombas a París; hemos conseguido coger tres en la frontera, pero
otras tres han entrado en Francia. Le suplico a usted que modifique el
Itinerario señalado para el regreso.
El Prefecto
se negó con estas palabras:
—Todas las
precauciones han sido tomadas, y no sucederá nada —declaró riendo, dirigiéndose
al Embajador español, a quien Quiñones había llamado para convencer al
Prefecto—. ¡El señor Quiñones de León—agregó—ve anarquistas por todas partes!
La confianza
y amistad personal dispensada por el Rey a Quiñones de León, que lo elevaría a
Embajador perpetuo en París, arrancó de aquél celo y acierto en él intento de
evitar el regicidio.
Pero
volvamos al tema. ¿Fue un exceso de confianza en el Prefecto de París el
negarse, a variar el recorrido en el regreso del Rey y el Presidente?
Así podría
creerse si no supiéramos más en relación al atentado.
En las
proximidades de la Opera fue hallada otra bomba idéntica a la arrojada contra
el Rey. Y, como se ha dicho, después de ser lanzado el artefacto dispararon
contra Su Majestad un tiro de pistola.
Mas cuando
los policías franceses, que habían venido a Madrid en servicio al casamiento
del Rey, vieron el cadáver de Morral, sin dudar, exclamaron: “¡Este es
Farras!”... Farras, era el nombre con el cual habían conocido en París a Morral
cuando la visita del Rey.
Analicemos.
En torno a la Opera pueden situarse dos anarquista con sendas bombas, a la
espera de la salida de Don Alfonso; seguramente, había un tercero con la
tercera bomba de las llevadas desde Barcelona. Un cuarto anarquista puede
disparar su pistola rodeado de gente y fugarse con toda tranquilidad.
El
fabricante, de las bombas, el portador y uno de los que se hallan dispuestos a
lanzar la suya, Mateo Morral, ha sido visto, vigilado e identificado como
anarquista de acción en París antes del regicidio.
Nada es
hecho para evitar el crimen. Alguien maniata a los inspectores franceses. Y si
unimos todos estos detalles tan reveladores a la inaudita negativa del
Prefecto, que arrostra tan tremenda responsabilidad nacional e internacional al
negarse a variar el recorrido, pidiéndoselo el Embajador español, debemos
concluir que se posibilitó y facilitó la comisión del regicidio. Además, si los
policías franceses le comunicaron a Quiñones de León con tal precisión el
regicidio, ¿cómo no iban ellos a informar también a su Prefecto?
Sobre las
razones históricas y lógicas para inducir que se obedeció el dictado de la
Masonería, debemos agregar:
El director
del atentado es Ferrer. Ya se sabe, con pruebas irrefutables, que era masón del
más alto grado; pero lo singular a señalar es qué no pertenecía, como era
natural, al Gran Oriente español, en cuya obediencia había sido iniciado en
temprana edad. El, cuando se trasladó a París, conmutó sus grados con los del
Gran Oriente francés; siguió ascendiendo, seguramente hasta el grado 33, pues
se le halló el diploma de 31 en Barcelona, y hasta su muerte perteneció a la
Masonería francesa.
Dos motivos
hallamos para esa singularidad masónica de Francisco Ferrer.
Uno,
destinado por la Masonería, precisamente por su mando internacional, a regir el
anarquismo español, si él pertenece a la organización masónica indígena,
hubiera sido más difícil disimular ante los anarquistas proletarios y ante los
obreros sus contactos con los masones burgueses, e ignorando que las relaciones
de Ferrer con ellos eran masónicas, por desconocer muchos anarquistas y proletarios
su calidad de tal Ferrer se les hubiera hecho sospechoso de burguesismo,
perdiendo autoridad sobre ácratas y proletarios, que tan necesaria le era para
llevarlos a los atentados y a los movimientos revolucionarios.
Segundo:
debiendo Ferrer cometer actos directos de traición contra España—la llamada
Semana Sangrienta lo fue, ya que principalmente era un auxilio al ataque
rifeño, en beneficio de Francia—, las órdenes para tales traiciones directas y
específicas no era discreto que pasasen por el Gran Oriente español, donde
podía existir algún elemento cuyo patriotismo no se hallase absolutamente
muerto y se rebelase ante la clara prueba de que algún atentado o movimiento revolucionario
era un auténtico y directo servicio a potencia extranjera.
Con esas
breves ilustraciones ya se podrá comprender el fundamento de nuestra
inducción, para llegar a la conclusión de que el regicidio de la calle de Rohan
debió de ser decidido por el mando internacional de la Masonería, dado que la
dirección del hecho la tuvo este singular masón-anarquista que fue Ferrer,
vinculado ritualmente con el Gran Oriente francés, y, con toda seguridad,
personalmente con ese alto mando masónico internacional o con alguno de sus
componentes.
Para
completar la ilustración de los lectores respecto a este primer atentado
cometido contra nuestro joven Rey, el autor estima necesario referir un
episodio personal relacionado con él.
Ya he dicho
en algún libro anterior que, de 1921 a 1935, fui frecuentemente requerido para
ingresar en la Masonería. No lo hice; pero, con fines informativos, no rompí en
todo ese tiempo los contactos, hasta que, en el 35, Cambó y Pórtela
descubrieron la identidad de Mauricio Karl. Ese periodo de mi vida, en ese
aspecto de “conquista masónica”—donde yo engaño a los engañadores—, daría un
capitulo interesante, pero fuera de lugar en estas páginas.
El año 1922
me hallaba en Valencia, primera ciudad donde presté servido como policía. Pocos
días, después de haberse hecho cargo del mando de la Brigada Social el
Inspector don León González Vivas, me eligió para que, disfrazado, me situase
en un café cerca de una fila de mesas que ocuparían una veintena de dirigentes
anarcosindicalistas, delegados de los sindicatos Unidos de la ciudad y la
provincia, clausurados a la sazón, pero que funcionaban clandestinamente.
Cuando lo decidían, se mudan como pacíficos contertulios para tomar café en un
establecimiento señalado un par de horas antes, pasando así Inadvertidos de la
Policía, y tomando acuerdos con entera tranquilidad, pues el más experto
conocedor los hubiera tomado por un público pacífico y normal. Debo advertir
que los delegados designados los hablan seleccionado entre los no fichados aún.
Pero el
nuevo jefe de la Brigada había tenido la suerte de hacerse con un informador,
que me presentó, el cual asistiría a la camuflada reunión, y con la vista me
“marcaría” los veinte delegados. Después, cuando se ausentase, entraría una
docena de policías, a los cuales yo les indicaría los que debían ser detenidos.
La cosa resultó perfectamente. Aquel servicio debía complementarse al día
siguiente con la detención de unos extranjeros domiciliados en Valencia: uno
griego, Perkas, y otro francés, Allard, sus
compañeras y los que se hallasen en sus casas; el informador señalaba como
anarquista de acción a un tal David León.
Se
practicaron las detenciones de hombres y mujeres. El David León fue hallado en
casa del francés; personalmente, fui yo quien lo halló en una habitación y le
hice poner las manos en alto empuñando mi pistola. Se halló una copiosa
documentación. Recuerdo una lista en la que, con otros asesinos, figuraba
Mateu, el asesino de Dato. Había correspondencia con alusiones a explosivos y
armas. Todos eran anarquistas, naturistas, vegetarianos; es decir, de los más
perfectos y avanzados.
Terminamos
de madrugada los registros, y dejamos para el día Siguiente el examen detenido
de la documentación y los interrogatorios. Nos acostamos con la impresión de
haber hecho algo importante.
Pero al día
siguiente se personó en la Jefatura el diputado republicano Azzati Descalzi, consiguiendo del Comisario General que fueran
puestos en libertad los detenidos, devolviéndoles la documentación.
Azzati, de padres italianos,
naturalizado, sucesor de Blasco Ibáñez en la jefatura del partido republicano
de Valencia, demagogo, anticlerical, blasfemo, como es natural, era masón.
No tengo
antecedentes del Gobernador Civil, pero sí del que era Comisario General de
Policía a la sazón.
El Gobierno
liberal había creado una Comisaría General de Policía para Valencia. Nombró
Comisario General a Luis Mazzantini, el ex torero y concejal romanonista. Romanones sabría los motivos del nombramiento
y de la creación de la Comisaría General que fue suprimida al cesar el extorero en el cargo.
Como Azzati, Luis Mazzantini era de origen italiano; estuvo empleado
en las Caballerizas Reales por Amadeo. Y también, como Azzati,
era masón, y creo que, por los detalles que aprecié, también era otra cosa
consonante...
Aquel
extraordinario nombramiento significaba colocar a la Policía valenciana, a
través del masón Mazzantini, a las órdenes del masón y traidor Azzati, que de español tenía lo que yo de chino. El señor
Figueroa Torres sabría el porqué.
Aquellos
conatos de servicios acabaron buscándome unos pistoleros de la C. N. T. para
asesinarme. Se lo comuniqué al Inspector Vivas. Era un “duro”, que diríamos
hoy.
—Vamos a
marcarnos un “farol”—me dijo—. Les haremos saber que, si atentan contra usted,
sacaremos a cinco de los suyos de la cárcel y se “fugarán” a la noche
siguiente. ‘
Era un
“farol”, pues el Inspector no tenia autoridad para sacar a nadie de la cárcel;
eso era cosa del Gobernador y de Mazzantini. Pero lo debieron creer, pues
dejaron de buscarme.
En cambio,
tomando por el confidente a un tal Martínez Garay, un sindicalista llegado de
Barcelona pocos días antes de las detenciones, lo acribillaron a balazos en la
calle de San Vicente de Afuera. El motivo de creerlo confidente mío debió de
ser que Martínez Garay, de una familia excelente y católica, y amiga mía, era,
como yo, de Cuenca.
Lo visité en
el hospital; aún podía hablar. Pero, al ver que era policía, no me quiso decir
ni palabra.
Pasaron
años; debió de ser a finales de la Dictadura. En una conversación tenida con el
masón que más se distinguió en los esfuerzos para captarme, deslicé algo así:
—Estoy
extrañadísimo. Los anarquistas reaccionan contra mí de manera muy extraña. Por
servicios donde yo no he tenido más arte ni parte que otros compañeros míos, es
a mí, únicamente a mí, a quien pretenden matarme.
Esto era
verdad, no sólo por el caso de Valencia, sino por varios más.
Y le referí
lo acaecido en Valencia, y algo similar en Zaragoza y Bilbao.
Se sonrió
con cierta suficiencia, como es tan común en masones, y respondió:
—Es que
ellos creen que sabes más de lo que sabes. Tienen sospechas de que yo haya sido
demasiado indiscreto al darte explicaciones. Por ejemplo, en relación a lo
sucedido en Valencia, estuvieron convencidos de que tú fuiste a detener a un
hombre sabiendo quién era él, deduciéndolo por lo que has oído de mí, y aquél
era un hombre muy querido, muy protegido, un verdadero idealista...
—¿Quién?...
—No sé su
nombre; ellos lo nombran por el de la quemadura en el brazo. Te lo digo porque
él está en el extranjero hace muchos años.
Entonces me
llegó a mí la vez de dejar perplejo al masón, diciendo, como si no le diese
importancia:
. —¡Ah! Sí;
el que le tiró al Rey la bomba en la rue de Rohan —¿Pero tú sabias esto?...
—Sí, hombre,
sí; lo de la quemadura en el brazo es el único dato seguro que tiene la Policía
para identificar al autor material del regicidio.
El sucedido
me vino a probar al cabo de los años que la Masonería fue la autora principal
del regicidio de la ree de Rohan.
Y, además,
que, pasados catorce años, la Masonería seguía protegiendo al regicida por
medio de masones republicanos—Azzati— y por medio de
masones “monárquicos”—Mazzantini—, colocado en el mando de la Policía por
hombre de la plena confianza regia, como lo fue siempre don Alvaro Figueroa Torres, Conde de Romanones, Grande de España, tantas veces Ministro y
tantas Jefe del Gobierno, amén de traspasante de
España de Monarquía a República.
He aquí—por Ss alguien duda—la prueba del masonismo de Luis Mazzantini:
“Entre los
toreros masones recordamos a Pucheta, a Suárez, a Fernando Gómez el Gallo y a
Mazzantini. Por cierto que a éste le dio su Logia el encargo de pedirle a
Alfonso XII, en la corrida de Beneficencia, que se celebró en julio de 1884, el
indulto de los reos de Santa Coloma de Farnés. En las
Logias hemos visto en estos últimos años a Bernardo Casilles”.
Y no podemos
por menos de cerrar este capítulo preguntándonos:
¿Cómo no
perdería la vida el Rey y su Corona mucho tiempo antes?
¿Hay derecho
a dudar de la Providencia Divina?
INGLATERRA,
JUDAISMO Y MASONERIA
“Ve
Disraeli, al igual que Heine, que la puritana Inglaterra es ya la heredera de
la antigua Palestina, y su Iglesia oficial sólo el guardián del principio
semita popularizado y así es también él, por su energía moral y material, el
ejecutante predestinado de los ideales de Sión, que
está plantando la Ley como un gran árbol umbroso en los desiertos tropicales y
en las soledades de la barbarie.”
Israel Zangwill
Israel Zangwill escribía lo precedente en su libro Soñadores del Ghetto (Dream of the Ghetto, en inglés),
cuyo texto nos evita definir a la Inglaterra Victoriana, la de los Rothschild y
los Disraeli, tan añorada siempre.
Nadie será
capaz de sintetizar más ni definir con más precisión y belleza literarias lo
que Inglaterra es desde Cronwell. Nadie supo como
este Israel Zangwill retratar con mayor claridad la
radiografía del Imperio británico. Su pluma rivalizó con la de Heine, y su
situación de íntimo colaborador de Herzl, el fundador
del moderno sionismo, le permitió ahondar en lo más entrañable de Inglaterra.
Así la verá
él, allá por la guerra del 14, pero no sin llegar ya entonces a intuir algo que
ocurriría pronto, de mayor trascendencia todavía:
“Es hacia
América, hacia donde van por sí mismas las grandes corrientes de emigración
judía, donde es necesario mirar, y es en América donde el Judaismo debe tener
su última oportunidad. En Oriente, él se petrifica. En América es él más
grande, más amplio, más noble. Allá él halla la plaza libre para todas las
tendencias de su espíritu. Los huesos no son adorados como reliquias. El libre
pensamiento no está obligado a disfrazarse bajo vagas fórmulas religiosas. Y
allá se trabaja con millones, no con escasos miles”.
Sólo unas
pocas líneas como eslabón de engarce entre Judaismo y Masonería. Y en favor de
la brevedad y la autoridad, introduciremos un nuevo texto:
“Ashmole (Elias).—Sabio alquimista
y anticuario, al cual consideran algunos, no con poca razón, como el verdadero
padre de la Masonería actual. Nació en Litchfield el
año 1617 y murió en 1692. Escribió la Historia de la Orden de la Jarretiera, fundó el célebre Museo de Oxford, y, junto con
el coronel Maimvarring, se hizo admitir en la
Cofradía de los Constructores, en Warrington, en la cual empezaban a entrar
ostensiblemente personas completamente ajenas al arte de construir.
Ashmole notó entonces la marcha
decadente de las sociedades de obreros y se ocupó en la tentativa de regenerarlas
bajo el velo de la arquitectura por medio de una representación de los
misterios de la iniciación antigua india y egipcia, y dando a la nueva
asociación un objeto de unión, perfección, progreso, fraternidad, igualdad y
ciencia por medio de un lazo universal, basado en las leyes de la Naturaleza y
en el amor a la Humanidad. Con este fin, y siendo profundo conocedor de la
Alquimia, de la Kábala, de los misterios antiguos y
de los anales de los pueblos primitivos, emprendió la gran tarea de escribir
las bases de la organización de los tres grados en que debía basarse su sistema
de solidaridad y perfeccionamiento humanos. Redactó en su consecuencia los
Rituales de los grados de Aprendiz, Compañero y Maestro, empezó a propagarlos y
explicarlos; con ello fomentó la tendencia reformista y regeneradora de la
Institución, y en tal trabajo le sorprendió desgraciadamente la muerte.
Veinticinco
años después de acaecer ésta fructificó de una manera pública la semilla
sembrada por el sabio Ashmole, y cuando las Logias de
Londres consumaron su reforma, en 1717, entrando en una vida filosófica de
estudio, de perfección y de propaganda moral, adoptaron los Rituales de Ashmole, repudiaron todo trabajo exclusivamente operativo,
rompieron su sujeción al centro autoritario de York y proclamáronse independientes y constituidas en gobierno de la fraternidad masónica, bajo el
titulo de Gran Logia de Londres. Tal fue la obra de Ashmole,
para la cual meditó y escribió las tres siguientes bases o grados que es
necesario conocer en síntesis cuando se trata de aquel sabio.
Creó el
primer grado (Aprendiz), conservando la mayor analogía con la iniciación
antigua; enseña la moral, explica algunos símbolos, indica el paso de la barbarie
a la civilización e induce a la admiración y gratitud hacia el Gran Arquitecto
del Universo, a la vez que hace conocer los principios fundamentales de la
Masonería filosófica y sus leyes y usos, al mismo tiempo que dispone al neófito
a la filantropía y al estudio. Sus trabajos se abrían en horas, que recordaban
las lecciones de Zoroastro.
¿El segundo
grado lo compuso Ashmole en 1648, y es una
continuación fiel y progresiva de la misma analogía, armonizada con la doctrina
de Thales y de Pitágoras. El conocimiento de este grado enseña a levantar el
velo que cubre sus nuevos misterios. Admite, pues, los más elevados estudios
filosóficos y teosóficos; da la llave de los misterios políticos y religiosos
de los tiempos de ayer y hoy.
La sociedad
de Rosa Cruz, formada según las ideas de La Nueva Atlántida, de Bacón, en cuya
citada época Ashmole volvió a encontrar la antigua
iniciación, de la misma manera que halló Mesmer el magnetismo. Favre, en sus Documentos masónicos, profesa casi iguales
opiniones y señala a los principales compañeros de Ashmole en sus trabajos reformistas, siendo casi todos ellos personajes eminentes en la
sabiduría de aquellos tiempos”
“El libro
Ortodoxia masónica, del H. Ragon (1853), es
uno de los citados con más frecuencia. Es obra de autoridad para gran número de
masones. He aquí de qué manera el H. Ragon la hace
revivir; en 1946, una sociedad de Rosa-Cruces, formada según las ideas de La
Nueva Atlántida, de Bacón, sociedad a la que pertenecía el célebre Ashmole, y cuyos miembros estaban agregados a la Compañía
de los obreros albañiles de Warrington, “juzgaron llegada la oportunidad de
renunciar a las fórmulas de recepción de dichos obreros, que no consistían sino
en algunas ceremonias, muy parecidas a las usadas por todas las gentes de
oficios, cuyas ceremonias hasta entonces habían servido de pretexto a los
iniciados para atraerse adeptos. Sustituyéronlas por
medio de las tradiciones orales de que se servían para sus aspirantes a las
ciencias ocultas...”.
“... La F.
R. C., así como era Fraternitas Rosa-Crucis, vino a ser Fraternitas, Roris, Cotti, es decir, Cofradía
del Rocío Cocido, lo que no era más que una mera denominación de la piedra
filosofal. En 1662, el asiento de la Orden fue transportado a La Haya. De Holanda,
la sociedad se extendió rápidamente por varias de las grandes ciudades
comerciales, tales como Hamburgo, Nurenberg, Dantzig,
Venecia y Mantua. Cambióse también el nombre de su
fundador, y Cristian Rosa fue reconocido definitivamente como tal, en sustitución
del problemático Cristian Rosencreutz.
Al igual que
en Holanda y en Alemania, esta sociedad tuvo durante algún tiempo numerosos
partidarios en Inglaterra. Allí, el terreno había sido preparado hasta cierto
punto para recibir esta, semilla por el doctor Roberto Fludd,
conocido generalmente bajo el nombre de Fluctibus.
Era éste un médico de Londres, oráculo supremo de los misterios británicos y de
los teósofos. En el número de sus adeptos se contaron también Bacón de Verulam, Elias Ashmole y el alemán Mayer, médico del rey Rodolfo. Las
reuniones se tenían en tanto secreto, que generalmente esta sociedad se
consideró como imaginaria; sin embargo, no cabe la menor duda de que, en 1662,
existía un establecimiento en La Haya y otro en París en la misma época,
afirmándose por muchos que llegaron a extenderse por toda la Europa,
subsistiendo hasta principios del siglo XVII, en que fueron reemplazados por
los Rosa Cruces alemanes.”
“Rito de los
hermanos de la Rosa Cruces de oro o Rosa Cruces alemanes.—Como dejamos dicho en
el artículo anterior, los Hermanos Rosa Cruz llegaron a extenderse, fundando
muchos establecimientos en todos los países de Europa. Introducidas sus
prácticas en la Francmasonería a raíz de su reforma, esta fraternidad llegó a
obtener el mayor éxito en algunos puntos, y muy especialmente en Alemania, en
donde subsistieron hasta 1750, en cuyo año cesaron en sus reuniones por la
muerte de su jefe. “Pero la alquimia—dice el hermano Clável—ofrecía
a los charlatanes una mina demasiado preciosa para que dejaran éstos de
explotarla; así es que se apresuraron a establecer numerosas Logias herméticas,
que se multiplicaron rápidamente, porque sus misterios excitaban la curiosidad
y la avaricia en el más alto grado, gérmenes ambos que, aunque ocultos, suelen
existir siempre en el corazón del hombre, siendo muy fácil, por tanto,
despertarlos y desarrollarlos.” Así es que, en 1777, se fundó en Alemania una
sociedad que llegó a hacerse poderosísima, y que, de conformidad con las
doctrinas de los antiguos Rosa Cruces, prometía la revelación del secreto de la
gran obra y él de la panacea universal», etcétera.
Según la
relación histórica que se tenía por más autorizada en Alemania, y que el barón
de Gleichen dio a conocer en el “Convento” de París,
en 1785, los Rosa Cruces afirmaban que ellos eran los legítimos autores y
superiores de la Francmasonería, cuyos emblemas, explicaban herméticamente.
Sin mayor
glosa del texto, cuya ortodoxia masónica es indiscutible, diremos que Elias Ashmole era un judío. Un
judío kabalista, precisamente. No es detalle leve: la Kábala es en los judíos, podríamos: decir, un “hecho
diferencial”; algo que, si es apreciado en su justo valor, evita incurrir en la
estupidez o crimen del antisemitismo. Porque nos permitirá, histórica y
políticamente, identificar a la secta formada por judíos, ateos, no mesiánicos,
panteístas, materialistas, financieros o revolucionarios, cuya empresa secular
es la destrucción del Cristianismo y la esclavización de los cristianos. Esa es
la secta conspiradora kabalista, si le damos el
nombre primero que tomó en el siglo I de nuestra Era, sin perjuicio de
mostrarse sus ramas, filosóficas, heréticas, políticas y sociales con muy
diferentes nombres a través de los siglos, y que, por ser sus sectarios de la
raza judía, pueden beneficiarse con un perfecto camuflaje y pasan así por
miembros ordinarios de la religión, de la comunidad y de la nación de Israel
ante los pueblos de las demás razas y naciones. Y ese solo hecho, dada la
ignorancia científica general de los cristianos, hizo nacer el antijudaísmo,
indistinto, sin discriminación, que acusó al pueblo entero, a la raza israelita
en pleno, de cometer el secular crimen de lesa Humanidad, de lesa Cristiandad,
pero que sólo es obra de una fracción mínima judía; obra de la secta
conspiradora y criminal—hoy, financiera-comunista—, a la cual “Ellos” le dieron
al fundarla el nombre de Kábala. Si bien es verdad
que San Juan Evangelista, en sus Epístolas, ya los identifica y define más
exactamente. Para el Predilecto, son “Ellos” los que niegan que Jesús es Dios;
por lo cual, él los llama con su nombre más propio y radical: Anticristo. Y el
Anticristo “Ellos” son.
Sean estas
contadas líneas, y Dios lo quiera, incitación para teólogos y filósofos
católicos si quieren rasgar el intacto velo del misterio de la herejía y la
filosofía occidental a la luz tenebrosa del bestial y atómico amanecer
apocalíptico.
Pliega tus
alas, ¡oh imaginación!...
“El Señor
mandará la vara de tu poder fuera de Sión: sé tú el
que mande en medio de tus enemigos.”
Este
versículo bíblico ha estampado Israel Zangwill antes
de “radiografiar” al espíritu y al Estado de la Inglaterra victoriana, dirigiéndolo
a la “esfinge” del “Premier”: Disraeli.
La Masonería
es el cuerpo cristiano apóstata donde ha encarnado la Kábala su alma. Inglaterra es la primera nación en cuyo Estado “manda en medio de sus
enemigos”, sea directamente un judío legítimo, Disraeli; un semijudío,
Chamberlain, o un anglosajón de raza, masón, Churchill.
Esto, si
creemos que son los “Premiers” el mando político
auténtico; pues si creemos que el mando es asumido en Inglaterra por el rey,
leed:
“La mudanza
política (en España) de fines de 1874—la Restauración—, amenazó a la Masonería
con un nuevo estado de persecuciones parecido al de 1818.
Paralizáronse los trabajos, tanto que
en algunos puntos no han vuelto a restablecerse, hasta que se vio que, merced,
sin duda, a la necesidad de contar con las fuerzas liberales para la represión
carlista, no se ensañó la autoridad como en otros tiempos, si bien fue preciso
continuar los trabajos con sumo recato.
Así pasaron
las cosas un año, hasta que, en principios de 1876, ocurrieron dos sucesos
importantes: uno, la muerte del Gran Maestre y Gran Comendador, don Ramón María
Calatrava, acaecida en febrero; y otro, la venida del Príncipe de Gales—luego
Eduardo VII— y sus visitas a Madrid en abril y mayo.
El primer
acontecimiento trajo por resultado la elevación en junio a la dignidad de Gran
Maestre y Gran Comendador al Marqués de Seoane—iniciado por un masón inglés, ya
lo hemos visto—y la visita del Príncipe de Gales; procuró la entrevista que,
como Gran Secretario y Delegado del Grande Oriente Nacional, tuvo con él en la
Embajada inglesa, interesando al Príncipe, Gran Maestre de la Masonería
inglesa, para que abogase cerca de elevadas—¡quién serían las
“elevadas”!—personas para una situación de la Masonería española, análoga a la
que ocupa en el resto del mundo civilizado, teniendo la satisfacción de ver
acogidos sus votos, así como el diploma de grado 33 del Oriente Nacional que le
entregó, según consta en la comunicación pasada de orden de dicho Príncipe al
Grande Oriente Nacional por el embajador de Inglaterra en aquella época”.
Demasiado
claro el texto. El que sería pronto Eduardo VII de Inglaterra y arquetipo del
monarca masón viene a Madrid dos veces, en abril y mayo de 1876, y “aboga cerca
de elevadas personas”, cerca del jovenzuelo Alfonso XII y del Orleáns, duque de
Montpensier, para que se conceda libertad a la Masonería. Es decir, que se le
conceda impunidad a la traición.
* * *
La
Restauración es una gran tragedia, dividida en tres actos y con apoteosis
final:
Es el
primero la derrota de los Ejércitos de la Tradición, al hacer creer a la nación
que la Restauración es el “Estado católico”, pues “católico” es el Rey,
ocultándole que es un masón, cuando la Restauración sólo es el “caldo de
cultivo” para los gérmenes de la Revolución, cuando se hallan a punto de ser
exterminados.
Es el
segundo acto la pérdida de los últimos residuos del Imperio, previa la traición
de “organizar la derrota” de nuestra Escuadra.
Es el tercer
acto la guerra de Marruecos, aquella sangría inacabable, “derrota organizada”
desde Madrid, que nos cuesta torrentes de sangre y de riqueza, y que provoca,
explotada por sus mismos autores, el odio de las masas ignaras contra el
Ejército español, cuando él es la primera y ensangrentada victima de la
traición.
Y ese odio
masónico-marxista, provocado por los “organizados desastres marroquíes”, fue el
que trajo la República, previa eliminación de los militares, que pusieron fin
con su gloriosa victoria a las derrotas, suplantándolos inmediatamente con los
que durante quince años las habían organizado.
Y es la
terrible apoteosis del drama la República: despedazamiento, esclavitud al
comunismo y asesinato nacional.
He ahí todo
el drama de la Restauración, “caldo de cultivo” de la Revolución; a cuyo drama,
si se le quiere hallar un principio vinculado a un hecho especifico, ese hecho
es aquella intervención del futuro Eduardo VII en favor de la Masonería,
gracias a la cual ya tuvo siempre la traición impunidad...
VICTORIA
EUGENIA DE BATTENBERG
REINA
DE ESPAÑA
La
curiosidad popular y política crecía y los rumores aumentaban sobre cuál sería
la Princesa elegida por el Rey para esposa. En su más temprana juventud apuntó
ya la ironía en Don Alfonso de Borbón. Así; llegando, a él con frecuencia los
rumores populares y políticos a través de palatinos y cortesanos, un día,
cuando sus Ministros se disponían a celebrar Consejo en Palacio, les preguntó:
—¿Con quién
me han casado ustedes esta mañana?
—¡Su
Majestad lo decidirá con más acierto!—contestaron.
—¡Nada de
eso! Yo sólo puedo indicarles a ustedes mis deseos, que luego las Cortes
aprobarán o no. ¿Han olvidado los preceptos de la Constitución?
A los pocos
meses, Don Alfonso remataba su ironía bautizando su balandro con el nombre de
Reina X, aludiendo a la incógnita de su elegida.
La
curiosidad popular en torno a los matrimonios regios está inspirada por móviles
muy diversos. Entra en juego la curiosidad, el deseo de presenciar un
acontecimiento grandioso y un tanto pintoresco y, por fin, ese natural
sentimiento de los pueblos que los impulsa siempre a querer ver en el Rey a un
hombre de verdad, con los mismos amores y problemas de cada cual.
La
curiosidad política es inspirada por el cálculo, ya que un matrimonio del Rey
ha de indicar cuál es y ha de ser la orientación internacional del Estado
durante su Reinado. Algunas veces ha fallado la regla en ciertas naciones y las
alianzas han cambiado de signo, pero han sido excepciones. Un matrimonio regio
prejuzga o confirma la aproximación de la nación a la de aquella Princesa elegida
para su Reina. Tal el caso del Rey español. Es un hecho que nuestra política
internacional durante su Reinado fue —hasta donde fue posible y un poco hasta
donde fue imposible— concorde, casi de alianza, con la británica; tan sólo le
faltó para ser alianza real que España hubiese luchado junto a Inglaterra en la
Primera Guerra Mundial.
La realidad
expuesta es una “constante” del último Reinado. Si fue un bien o un mal para
España y Monarquía ya lo veremos, hasta dónde se puede ver e intuir, a lo largo
de nuestra obra.
Sólo
anticipar que la entente constante y casi alianza es algo con gravitación
acusadísima en los destinos de España y de la Monarquía durante todo el
Reinado. Algo innegable aun cuando casi nadie haya querido ponderar tan
importante factor en la vida nacional.
Y, de
momento, sólo esto más: el matrimonio del Rey con la Princesa Ena de Battenberg, aumenta y
consagra la subordinación de España a Inglaterra, cuya hegemonía y grandeza
imperial fue obtenida, siglo tras siglo, a costa de las derrotas y decadencia
de nuestra Patria basta con yuxtaponer los mapas imperiales británico y español
para verlo gráficamente—y el enlace de la Casa Real española con la británica
significaba resignación, conformarse con la mediocridad nacional, olvidar
ofensas y reivindicaciones; en fin, renunciar a todo ideal de grandeza... más
aún, reforzar con nuestra internacional —ya que no, como se pretendió, con
sangre del Pueblo español—el poder del Imperio vencedor, del que tenía en
nuestro costado esa lanza mortal de Gibraltar y estaba más decidido a perpetuar
la decadencia nacional, como garantía de sumisión y de que jamás podríamos amenazar
su más vital ruta marítima imperial.
ELECCION
DE ESPOSA
Alfonso XIII
visitó Londres el día 5 de junio de 1905, permaneciendo en la capital británica
sólo cuatro días. El Rey había cumplido los diecinueve años.
Está
confirmado que su propósito era pedir la mano de una de las hijas del Duque de Connaught; al parecer, de Patricia, sobrina de Eduardo VII,
cuyo retrato admiró previamente Don Alfonso.
¿Por qué no
fue así? Los cronistas han hablado del “flechazo” al encontrar en la Corte
británica a la Princesa Ena de Battenberg,
otra sobrina del Rey británico, pero de menor rango dentro de la jerarquía de
la Casa Real que Patricia de Connaught.
En cambio,
las noticias de la época hicieron saber que Eduardo VII, con toda delicadeza,
denegó la mano de Patricia y mostró su agrado si la elegida era Ena.
El autor,
habiendo estudiado algo la personalidad política y amistades de Eduardo VII, se
inclina decididamente por la segunda versión, con más base política y menos
imaginación romántica.
Según las
crónicas de la época, Alfonso XIII dio cuenta de su elección a los Ministros
con esta desenvoltura:
—Señores
Ministros: no tengan ustedes más preocupaciones; ya he encontrado nombre para
mi balandro.
Don Alfonso
ve de nuevo a su novia unos seis meses después de conocerla; durante esos meses
ambos han intercambiado correspondencia. La Princesa Ena,
acompañada de su madre, se halla invitada en el Palacio de la Princesa Federica
de Hannover, en Biarritz. Las relaciones no son aún oficiales y Don Alfonso
puede alojarse también, como invitado, en el Palacio de la Princesa Federica.
Pero, muy pronto, en la misma residencia principesca, se tomaron los dichos, y
como la etiqueta prohíbe que un regio prometido habite bajo el mismo techó que
su novia oficial, el Rey marchó a residir en San Sebastián, desdé donde, al
volante de su automóvil, iba todas las mañanas a Biarritz derrochando
velocidad.
El
matrimonio marchó veloz. A los dos meses, el 12 de marzo, Montero Ríos,
Presidente del Senado, anunció oficialmente a la Alta Cámara las relaciones del
Rey.
El 24 de
mayo salía de Londres la Princesa Ena para España. El
Rey la esperó en Irún.
En San
Sebastián se celebró la ceremonia del bautizo católico; ya diremos.
Acompañada
la Princesa por su madre, ambas se alojaron en el Palacio del Pardo, hasta el
día de la boda.
Bien
trabajada la opinión por la prensa, pues la izquierdista, casi monopolista, se
mostraba entusiasta de la Princesa inglesa, el regocijo general fue grande. Los
pocos periódicos tradicionalistas e integristas que combatieron el matrimonio
con la Princesa Battenberg por razones patrióticas no
fueron escuchados por la masa popular ni aristocrática.
Hubo
recepciones en Palacio, en las cuales se volcaron lujos y alegrías. Los regalos
llegaron desde todas las partes del mundo y de España. Desde las valiosas
joyas hasta el blanco borrego, regalo del campesino ingenuo.
Diez mil
piropos, le fueron ofrecidos a la futura Reina en una álbum desbordante de
gracia e ingenio español.
El Rey
regaló el vestido, según manda el protocolo; de raso blanco y plata. Era obra
de cuarenta bordadoras que con sus manos lo habían esmaltado de plateadas
flores de lis.
* * *
El autor es
un español y el serlo determina de manera fatal sus palabras al verse obligado
a escribir sobre una mujer.
Que sea la
mujer una Reina, que sea Reina de España, es lo accidental para la libertad de
nuestra pluma; lo radical es ante todo su feminidad.
Sin el
imperativo insoslayable de la verdad histórica y el del patriotismo, ni
siquiera hubiéramos escrito el nombre de la Reina en estas páginas. Y si
alguien, antes que nosotros, hubiera incorporado al reinado de Alfonso XIII
siquiera lo esencial sobre la gravitación personal de Doña Victoria en el
mismo, también nos abstendríamos de nombrarla, limitándonos a la oportuna
referencia.
Pero,
apelamos al testimonio de nuestros lectores: ¿Qué han dicho los historiadores
del último Reinado sobre Doña Victoria Eugenia de Battenberg?
Será fácil para todos recordarlo: que era una Princesa inglesa muy bella,
casada por amor con Don Alfonso XIII de Borbón.
¿Qué más
leyeron referente a su calidad humana y de Reina?
Ni una
palabra más. Tan sólo aparecerá su nombre allí donde lo marca el protocolo, con
el apéndice de un adjetivo, también protocolario. Y si los acontecimientos, aun
siendo algunos tan trágicos, ponen a su persona en el trance más dramático, se
diría que la prosa protocolaria nos habla de una marmórea estatua coronada, sin
pasión, sin vida, sin amor, sin angustia humana.
¡Cómo debió
sentirse defraudada con Victoria Eugenia esa desbordante y humana pasión
española por la realeza!... El español quiso—¡y cómo los quiso!—humanos a sus
Reyes... los amó hasta siendo pecadores, si humanos y españoles eran. Quiso
siempre nuestro pueblo sentir latir de corazón a corazón esa humana y cristiana
corriente cordial entre Señor súbdito; comunión de álgida tensión en eso tan
humano, pero tan sutil, que le hace sentirse al pueblo uno e igual a sus Reyes
en su Patria y en su Dios.
¿Percibió
nadie algo así entre la Reina Victoria y el pueblo español?
¡Y cómo
buscó eso nuestro pueblo desde el primer instante que la vió!
En las
cansadas retinas de la Reina no puede haberse borrado la Imagen de aquella su
primera entrada en la Corte madrileña.
Ella lo ha
dicho:
“Una
multitud entusiasta, de la que partían piropos de un sabor españolísimo,
llenaba todo el recorrido hasta San Jerónimo”.
Victoria
Eugenia me confesaba, después, que su entrada en Madrid la había producido un
gran desconcierto. Habituada a las multitudes frías de su tierra natal, a la
severidad inglesa que ignora las explosiones de entusiasmo, se creyó encontrar
entre locos al oír las exclamaciones de los madrileños, que a su paso arrojaban
flores, sombreros, banderas, cuanto tenían a mano, diciéndole galanterías que
hubieran sido irrespetuosas de no haber estado dotadas de tal sinceridad.”
Así nos da
cuenta su amante tía, la Infanta Doña Eulalia de Borbón, del “complejo”
producido en Doña Victoria por el pueblo español:
“Creía estar
entre locos”.
* * *
Dos aspectos
biográficos de la Reina vamos a tratar en este capítulo. Podríamos analizar
varios más, pero nos abstendremos. Los dos a los cuales aludimos son: Religión
y Salud.
Uno, como se
puede jugar, está fuera de su libre albedrío, por tanto, es ajeno a su
responsabilidad personal. En cuanto al primero —Religión— desde luego, a la
edad en que se casa, es de su libre elección, es de su responsabilidad; pero
con estos enormes atenuantes: haber nacido en un Estado protestante, de padres
también protestantes, y ser nieta y sobrina de la Reina Victoria y del Rey
Eduardo de Inglaterra, cabezas visibles de la más poderosa secta protestante,
la llamada Iglesia Anglicana.
El
monárquico alfonsino más fanático, deberá concedernos que no podemos limitar
más el ámbito histórico de la Reina Victoria Eugenia.
Ciñéndonos a
los dos puntos mencionados, con cualquier hecho, alegación o juicio le será
imposible al autor macular o rozar el honor o ¡prestigio de Doña Victoria Eugenia.
Dentro del área donde voluntariamente nos encerramos, nadie podrá imputarle a
ella ninguna culpa, responsabilidad o veleidad, pues nada, en absoluto nada, de
cuanto hallará nuestro lector dependió de su voluntad personal.
No
satisfechos con la limitación que gustosos nos imponemos a nosotros mismos,
trataremos de no hablar de Doña Victoria Eugenia por nuestra propia cuenta,
limitándonos a la inserción de unos precisos y autorizados textos en relación a
los dos aspectos cuyo estudio hemos anunciado.
PROTESTANTE
La Princesa Ena, de Battenberg, es
protestante.
En algo
había de ser único el Rey Alfonso XIII. Desde Recaredo, que sepamos, ningún Rey
de la secular Monarquía española se casó nunca con mujer nacida y educada fuera
de la Iglesia Católica.
Evidentemente,
la religión de una persona en edad de razón es algo dependiente de su voluntad
y, por tanto, de su responsabilidad; esto es en absoluto cierto, y, tenido en
cuenta, se verá que con Doña Victoria Eugenia llevamos al extremo nuestro
propósito al estimar en ella la religión anglicana como algo ajeno a su
decisión; cuando, concediendo lo máximo, sería protestante por causa superior a
su voluntad, como es la “razón de Estado”; y, por ser Victoria Eugenia Princesa
de la Casa Real inglesa, sería la “razón de Estado” de Inglaterra. Tenga
constancia. También la Monarquía española realizó enlaces por “razón de
Estado”. Son esos casamientos gloria de toda Casa Real, pues en ellos culmina
su misión de servicio, llevando hasta el tálamo nupcial su sacrificio. Pero la
Casa Real de España se puso a si misma un límite; no traspasado jamás en el
transcurso de los siglos; límite no trazado por ninguna conveniencia personal,
sino por algo de mayor trascendencia, superior a política superior a la
Historia, impuesto por la razón metapolítica; límite
fijado por la Religión.
Acaso, el
heterodoxo, creyendo hallar en esa “constante” histórica de la Casa de Castilla
una subordinación de lo nacional a lo religioso, del Estado a la Iglesia, se
crea con derecho a lanzar contra nuestra! Realeza una “excomunión” laica, con
apariencia patriótica.
Como esa
“excomunión” heterodoxa pudiera impresionar a los pazguatos, importa darle
anticipada respuesta.
Con la mayor
concisión, esa respuesta la dio ya el autor hace años y ahí está:
“Sabe España
vivir una Historia que supera con sus gestas insignes y reales el poema épico
de Homero, forjado a fuerza de divinas, fantasías en ámbito sin fin de la
quimera. Y vemos asombrados que aquellas hazañas mitológicas de dioses y
titanes quedaron muy pequeñas al lado de nuestras heroicas conquistas
imperiales, hijas del ímpetu y coraje, no de míticas deidades, sino de
hidalgos, frailes y porqueros españoles.”
Nadie
suponga al leer estas palabras que ellas encabezan ningún, himno megalómano,
elevando al hispano a categoría de super-hombre. Si
nos tentara tal torpeza, pronto descenderíamos del pedestal de nuestro orgullo
al mirarnos sumidos con frecuencia en lodazales de importancia y desgracia. No
nos quitó Dios nuestra capacidad autocrítica, librándonos de caer, además de
en la desgracia, en el más feroz de los ridículos. Don Quijote sigue llevando
por escudero a Sancho Panza.
“No es un
semidiós el español; no lo es, ni lo creyó jamás, pero ahí están sus hechos sin
par entre las hazañas de los hombres”. Y ese gran enigma planteamos a la
“Filosofía de la Historia” con el Hecho español; muy digno de basar una hermosa
teoría. Yo invito a mis amados filósofos históricos, auténticos poetas, a que
lancen sus geniales destellos sobre la causa incógnita que es capaz de
proyectar a España hacia el .mismo cénit radiante de la Gloria, pero de la que
cae luego en vertical desplome. ¿Cómo así, si es la misma España? Porque
diríase que el mito de Icaro se repite a lo largo de la Historia Patria.
En tanto nos
llegan, plenas de autoridad y ciencia, esas esperadas teorías, me permito
ensayar una, humilde como mía.
Pasando mi
visión miope, por la ignorancia corta, sobre los inmensos horizontes de la
Historia, percibo dos caudalosas fuerzas conjugadas en esos instantes de la
España cenital.
Una fuerza
es vital y horizontal; límite en el limitado mundo: HUMANIDAD.
Y la otra,
mística, vertical; sin fin humano: DIVINIDAD.
¡Humanidad y
Divinidad! Esta es la suprema ecuación del espíritu hispano, geometrizada en una Cruz: horizontalidad humana y vertical
de Dios.
Así, desde
que alumbra el mundo la Idea de Cristo—Espíritu, ímpetu ascensional hacia la
Divinidad—España es la PROTAGONISTA en los cuatro grandes asaltos que sufre la
Cristiandad: Islam, Reforma, Revolución y Comunismo.
En los
veinte siglos de nuestra Era sólo cuatro veces se lanzan fuerzas a impulsos de
una idea con potencia bastante para torcer los destinos cristianos y católicos
del mundo. No hay más que esos cuatro movimientos que ponen a la Nave de Pedro
en trance de zozobrar. La guerra mundial última, hecho de volumen material
parejo, tiene móviles y destinos confusionarios. Ninguna idea metafísica guía
las fuerzas antagónicas; no hay sentido religioso en las banderas enfrentadas.
Y ése es el motivo trascendental que mantuvo a España neutral y ausente.
Asistimos
hoy al cuarto asalto lanzado contra la Cristiandad.
Las torvas
fuerzas del Materialismo, al aire sus rojas banderas ensangrentadas, llegan del
bárbaro Oriente satanizadas. Su lógica línea de invasión parece que no debiera
pasar primero por España; recta ruta le ofrecen la Turquía laica, la
Checoslovaquia masónica y la Rumania judaizada hacia centros vitales europeos,
emporios de riqueza y poderío; pero igual que el Islam, la Reforma y la Revolución,
el Comunismo busca herir, antes que nada, el corazón de España.
Diríase que
a ese genial e incógnito estratega que dirige sus fuerzas al asalto, le importa
mucho más que los ricos países europeos adueñarse del mágico talismán del
espíritu Cristiano que se guarda Intacto tras el bastión de las sierras
castellanas. Piensa, sin duda, que vencida España, vencido será el Mundo.
Y acierta.
Acaso, crea
nuestro lector que lo copiado está escrito hace unos años, después de la
segunda guerra mundial, por aquello de que... “la guerra mundial última tiene
móviles y destinos confusionarios. Ninguna idea metafísica guía las fuerzas
antagónicas; no hay sentido religioso en las banderas enfrentadas. Y ese es el
motivo trascendente que mantuvo a España neutral y ausente.”
No, lector;
eso está escrito y publicado en 1937, cuando nuestra Cruzada hace sólo unos
meses que ha empezado.
Adviértase
cómo y con qué justeza conviene a la última guerra mundial y cómo está razonada
y prevista la neutralidad y ausencia de España en ella. “Ninguna idea
metafísica guía las fuerzas antagónicas.”
¿Qué
consecuencia debemos extraer de tal realidad histórica?
Sencilla,
muy sencilla, a nuestro parecer:
España es
una entidad metahistórica en lo universal. Ese y
ningún otro es aquel Destino de la poética definición de José Antonio. Destino
trascendente, religioso: metahistórico.
Pero,
exactamente, definidamente, ¿cuál?.
El Verbo de
España—su esencia, estado y acción—lo dice desde hace siglos; desde que España
es.
Nos lo dice
la Historia: “España es PROTAGONISTA en los cuatro grandes asaltos que sufre la
Cristiandad: Islam, Reforma, Revolución, Comunismo.”.
Es
protagonista en esas cuatro epopeyas la misma España que sufriere sin
reaccionar—adviértase bien— la invasión de fenicios, griegos, cartagineses,
romanos, vándalos, suevos, alanos, godos… en cuyas invasiones el español se
mantuvo indiferente, sin sentir herida ni perdía su libertad e independencia;
guerrero deportivo él, sólo luchaba por placer; hoy, con Aníbal en Canas;
mañana con Escipión en Zama. Guerrero deportivo el ibero, pero de valor
indómito y legendario ya en tiernos de Aristóteles, cuya fama cantan los vates
de la Hélade.
¿Cómo así?
¿Cómo no siente su Patria este guerrero ibérico y lucha sin sentido en favor de
uno y otro invasor de su suelo?
Mas he ahí a
ese mismo español, al que soportara invasiones y dominios de cartagineses,
romanos, vándalos, alanos, suevos y godos; al que luchara en favor de unos o de
otros; he ahí al mismo, exactamente el mismo, cuando una nueva y formidable
invasión llega, volcando en sus costas, oleada tras oleada, siglo tras siglo,
las innumerables masas asiáticas y africanas del Islam. ¿Entonces, qué?. ¿Se somete
otra vez el español? ¿Marcha otra vez el indómito guerrero Ibérico con el
agareno, como marchara con Aníbal, contra Roma?
¡Ah!, no.
Aquel guerrero español lucha durante ocho siglos, en una epopeya como no
presenciara jamás la Historia Universal, contra la más formidable y reiterada
invasión que sufriera España, en los pausados siglos.
¿Por qué, si
era aquel mismo español, carente de sensibilidad y amor para su independencia y
libertad?
¿Qué pasó,
señores filósofos de la Historia, para ese cambio tan radical en él?. ¿Por qué
ahora lucha él y antes no?.
Vuestro
sectarismo o pazguatez os tiene cerradas las bocas
desde hace muchos siglos frente al acontecimiento más elocuente y asombroso de
toda la Filosofía de la Historia.
¿Qué ha
pasado en el español para que ya sienta—¡y cómo!—en su entraña el patriotismo,
para que él ya sea España?
Sólo una
cosa, una pequeña cosa para la Filosofía de la Historia. El español, con su Rey
Recaredo, se hizo cristiano, cristiano total y auténtico; cristiano el
ciudadano y el Estado, cristianos católicos y romanos. Y, desde entonces, aquel
indómito guerrero ibero, cuyo valor era ya legendario en tiempos de
Aristóteles, halló para él y su Patria sentido y razón para vivir, luchar y
morir como nación y hombre; halló ley, principio y destino; halló Verdad en su digno
Señor, en Jesucristo.
Y de ahí,
sólo de ahí, que España, ajena e indiferente ante toda lucha materialista, sea
PROTAGONISTA en los cuatro grandes asaltos con decisión metafísica que sufriera
la Cristiandad; Islam, Reforma, Revolución, Comunismo.
Cómo será
España PROTAGONISTA—lo vamos a ver nosotros mismos—en el quinto asalto contra
la Cristiandad; en ese próximo asato del Esclavismo,
llamado Comunismo: El anticristianismo, físico, humano y metafísico.
Vista y
comprendida España en esa su esencia y alma primera y radical, vista y
comprendida como nación que fue y es por y para el Cristianismo, que tan sólo
tiene como nación Historia, en tanto ella es PROTAGONISTA de la Cristiandad; y,
cuando ya no lo es, todo es decaer, hasta tocar los límites del no ser, de
acabar de ser nación.
Así es, y ya
se podrá comprender que en España no hay ni puede haber colisión entre lo
político y religioso, como no puede haberla en el ser humano entre su cuerpo y
su alma, y que ese límite marcado por lo religioso a la española “razón de
Estado” en todos los órdenes, como sucediera en los matrimonios de nuestros
Reyes, no es nunca subordinación de lo político a lo religioso, sino fidelidad
de España a sí misma. No es traicionar a su “razón de ser”; porque, precisamente,
la “razón de ser” es la auténtica “Razón de Estado”.
¿Está
entendido?
* * *
Queda
registrado el hecho insólito y único en la Historia de España; en el Trono de
Isabel la Católica y en el Felipe II de España y I de Portugal se ha sentado
junto a Su Católica Majestad, como esposa y Reina, Victoria Eugenia de Battenberg, nacida y educada en la religión anglicana; ella
es protestante hasta pocos días antes de llegar a ser Reina de España.
No tenemos
noticia bibliográfica referente a su abjuración y bautismo; algo tan importante
no debe haber sido tenido muy en cuenta por los biógrafos de la Monarquía, tan
atentos a encajes, blondas y joyas de las “toilettes” reales.
Tan sólo
Romanones hace alusión, muy de pasada, en doce líneas:
“Con gran
tacto dirigió Moret los preliminares de la boda, tarea delicada por pertenecer
la Princesa a la religión protestante, circunstancia despertadora de inquietud
para un pueblo en que ¡a intransigencia religiosa ha sido siempre nota
característica.
“La
ceremonia de abjuración y del bautismo después, produjeron, según nos refería
Moret, honda emoción. Con muy buen acuerdo, ambos actos se verificaron en San
Sebastián, presidiendo en todo ello, lo que franceses llaman “savoir faire”.
“¡Savoir
faire!”. Así debió decírselo al Conde su Jefe político, el masón Moret. Sin
duda no se le ocurre al h. Cobden, organizador
de aquello, una palabra española para calificar las ceremonias; sin duda,
nuestro idioma le resulta poco flexible y demasiado duro.
No
juzgaremos ni aludiremos a la sinceridad del bautismo y abjuración de la Reina;
sería entrar en el sagrado recinto de su conciencia, y eso nos lo vedamos a
nosotros mismos.
Lo que
pudiera restar en ella de su anterior religión, de esa religión oficial de
Inglaterra, guardadora del principio semita popularizado —según la califica
Israel Zangwill—, algo incógnito e ignorado, para
nosotros, que ni siquiera intentamos investigarlo.
Si pudo
influir o no en su esposo el Rey, en sus hijos, en la Corte y en la política
del Reinado, la formación sentimental, ética y cultural dimanada de la herejía
profesada por Victoria Eugenia hasta días antes de ocupar el Trono, es algo tan
sin elementos conocidos para poderlo juzgar con exactitud, que, habiendo tanto
peligro de incurrir en error, nos abstenemos hasta de conjeturar.
Que pudo
influir, y seguramente influyó, en los avatares del Reinado, en la propia
familia y en la sociedad española con cierto poder “plasmático” la primigenia
formación y observancia herética de la Reina, no sería difícil inducirlo por
sólidos indicios. Es más; fácil sería identificar la trayectoria objetivamente
heterodoxa del último Reinado con la protestante; pero serla juicio temerario
afirmar que la citada identidad tenía como eslabón de engarce un cripto-protestantismo
de la Reina; afirmarlo, insinuarlo siquiera, entrar en el recinto de su
conciencia, que nos hemos vedado a nosotros mismos.
Nos
abstenemos de juicio e inducción. Tan sólo nos permitimos señalar que se
incurrió en esos peligros en el orden religioso y ético al decidir sentar en el
Trono de Isabel a una Reina protestante ayer.
Sólo
esbozadas las tremendas consecuencias que para España pudo acarrear una Reina
nacida y educada protestante, abandonamos delicadamente el tema.
Afortunadamente,
ningún miembro de la Familia Real, de los que alguno por imperativo de Ley
podría reinar, ha reincidido en elegir por esposa a ninguna Princesa
protestante.
Es un
peligro alejado para la Monarquía española. Nos complace; porque no existirá
esa ilegitimidad de ejercicio para forjar la unidad Monárquica, tan
imprescindible para España.
HEMOFILIA
Naturalmente,
no hablaremos del aspecto patológico de esta terrible y misteriosa enfermedad.
Misteriosa
la llamamos, porque la patología se halla en el terreno de la hipótesis mucho
más que dentro del clínico en el conocimiento de la hemofilia.
Por
experiencia se sabe que ataca más violentamente a los varones, que muy
difícilmente pueden llegar a la juventud, y se transmite, principalmente, a
través de las hembras, tanto por herencia, caso el más frecuente, como por
contagio.
Desde un
punto de vista político, parece una enfermedad a la medida para destruir o
cambiar el rumbo de las monarquías.
Algunos han
pretendido que la hemofilia es una enfermedad “bíblica”; es decir, judía;
creyendo que la hemofilia heredada y transmitida por las hembras de la familia Battenberg procedía de algún ascendiente judío.
No es
verosímil. Lo que parece cierto es que la hemofilia sea una enfermedad
hereditaria de la familia ducal de Hesse.
Una prueba
de fuerza es que Alexi, el último zarevitch de Rusia,
era hemofílico, y su madre era nacida Alicia de Hesse, hermana del Gran Duque
de Hesse; de la rama primogénita de la casa ducal, no entroncada por otro lado
con los Battenberg.
Extraña
coincidencia. Rusia y España son las dos naciones elegidas, según Lenin
declarara, para instaurar en ellas el Comunismo antes que en ninguna otra, Y,
cosa notable, a Nicolás II y Alfonso XIII los casan con dos Princesas de dos
ramas de la casa Hesse, con dos mujeres que han de transmitir a los dos
herederos del Trono, Alexi y Alfonso, la terrible enfermedad que hizo de sus
dos vidas aquellas tragedias que todos recordamos.
Es para
volverse supersticioso, reconózcase; ambos hechos tienen calidad, trascendencia
y enigma para sospechar la existencia de fuerzas y empresas tenebrosas en la
Historia... ¿no es así?
Ignoramos si
los políticos responsables rusos fueron advertidos del peligro hemofílico
acarreado por el enlace de Nicolás con la Princesa Alicia de Hesse. Pero don
Segismundo Moret y Pendergast, el h . Cobden, fue advertido por el Embajador español en Londres
de la enfermedad que transmitían las mujeres de la familia Battenberg.
Así lo afirma el escritor Ciges Aparicio; hombre de
izquierda, masón seguramente, lo cual le califica de favorable al enlace del
Rey con Doña Victoria, como lo fueron todas las izquierdas españolas. Agrega el
mismo escritor que Moret lo puso en conocimiento de Alfonso XIII, pero que éste,
locamente enamorado, no hizo caso. Esto último no pudo ser cierto, como ya
veremos; pero, en hipótesis, vamos a suponer, como el citado escritor pretende,
que fuese advertido el Rey, y, enamorado locamente de la Princesa Battenberg, despreciase el peligro, decidiendo casarse.
En ese
supuesto caso, se hubiera dado una colisión constitucional.
El Código
fundamental no permitía los enlaces matrimoniales de los miembros de la Familia
Real sin aprobación previa del contrayente por parte de las Cortes.
Sin duda,
nadie creerá que el precepto constitucional tan sólo era una potestad dada a
las Cortes del Reino para humillar a los Monarcas. Era una precaución legal
para impedir el casamiento del Rey con persona no conveniente para los altos
intereses de la Patria y de la Monarquía, y en ningún caso más motivado el
ejercicio de tal facultad de las Cortes cuando la elegida por el Monarca
suponía un peligro la sucesión de la Corona.
Si Moret
supo que las mujeres de la familia Battenberg transmitían
la hemofilia, en ello había una verdadera “razón de Estado” para oponerse. Si
el asunto hubiera llegado a las Cortes, propugnada la negativa por el Gobierno,
en la mayoría parlamentaria, que era liberal, hubiera existido unanimidad en
desaprobar el enlace; la minoría conservadora también se hubiera opuesto, por
razón dinástica, y la extrema derecha ya se oponía por razón patriótica y
política. Se hubiera presenciado el hecho peregrino de que sólo votasen a gusto
del Rey los antidinásticos; algo con cierta elocuencia... prestándose a muy
fundadas sospechas.
Pero Moret,
no se apuso, ni enteró a nadie más. ¿Cómo oponerse al enlace de su Rey, con la
sobrina designada para Reina de España por Eduardo VII, que para el h. Cobden era el Soberano Masónico de mayor rango y autoridad?
Además,
aquel imponente don Segismundo, con sus grandes mostachos y sus barbazas, era
delicado, feble, tímido como una damisela, y obedecía sumiso al Masónico
chantaje.
Hemos dicho
que ni Moret ni nadie dijo al Rey nada de la enfermedad que transmitían las
mujeres de la estirpe Bettenberg.
Nos informan
personas que merecen crédito de que, al ser diagnosticada la hemofilia en su
hijo el Príncipe de Asturias, ignoraba si la herencia era suya o de su esposa.
El Rey,
según el mismo informe, encargó personalmente al Dr. Marañón de la
investigación histérico-clínica, siendo éste uno de los primeros o el primer
contacto entre el Monarca y el famoso doctor.
Según la
referencia, Marañón emitió un informe atribuyendo a los Battenberg el origen de la enfermedad, y, por tanto, su transmisión. Según nos detallan,
halló que un ascendiente varón de la Reina Victoria Eugenia adquirió la
hemofilia en la India durante un viaje por la colonia británica.
Nuestro Rey,
dentro de la desgracia, se alegró de no ser él quien hubiera legado a su
primogénito aquella tremenda enfermedad, y Marañón mereció, a partir de su
informe, la gran estimación que le dispensó nuestro Monarca.
Si nuestras
noticias son exactas, debemos poner unos reparos al supuesto informe del Dr.
Marañón. Y sentimos chocar una vez más con tan insigne personalidad científica.
Primero,
mostrar nuestra extrañeza frente al hecho de que el pretendido primer
propagador de la hemofilia sea un varón. Al parecer, esto es muy difícil, pues
lo acaecido casi siempre es que se contraiga la enfermedad en el claustro materno.
Y, según las historias clínicas, la enfermedad difícilmente se adquiere por
contacto ni contagio en otra forma entre personas, como debió suceder para que
un Battenberg la adquiriese en la India.
Después,
oponer esto: el matrimonio de los Reyes se realiza en el año 1906; el informe
de Marañón ha de ser ulterior, ha de darlo tiempo después de nacer el Príncipe
Alfonso, el heredero.
Pues bien,
en 1904 nación el Príncipe Alexi, heredero del Trono de Rusia. La hemofilia se
manifiesta en el hijo del Zar muy pronto; está desahuciado cuando se recurre a
Rasputín, y éste hace su entrada en el Palacio Real de los Zares antes de que
se manifieste la enfermedad en el heredero del Trono español, y por tanto,
antes del informe de Marañón.
Fue
demasiado pública y resonante la enfermedad del Zarevitch,
y conociendo Marañón el parentesco por la casa de Hesse entre nuestra Reina y
la Zarina ¿para qué ir a buscar a la India el origen de la hemofilia del
Príncipe español, que había de ser el mismo que el de la hemofilia del Romanov?
No
comprendemos el despiste del insigne Doctor Marañón; su teoría —si existe— no
se sostiene y no podemos adivinar el motivo de ir a buscar la fuente de la
enfermedad a la India, cuando tan a la vista está en Alemania.
Lo único que
tal despiste podía producir era el ocultar que alguien en Londres conocía la
enfermedad a transmitir por Doña Victoria Eugenia. Y así alejar la sospecha de
que ese alguien pretendiese acarrear a la Dinastía española la misma desgracia
que afligía ya a la rusa... porque alguien, de Alto Mando internacional de la
Masonería, tenía decretada la destrucción de ambas.
No queremos
hallar ninguna relación entre este supuesto error de Marañón y el hecho de que
fuera Eduardo VII el Monarca masón más venerado por la Orden
internacionalmente, cuyos títulos masónicos llenarían esta página y cuya
presencia e intervención personal consiguió en Madrid para el Gran Oriente
español las totales franquicias de que disfrutó durante toda la Restauración
para mal de Religión, Patria y Trono.
Tampoco
queremos relacionar el error facultativo del Doctor Marañón con el hecho de que
su suegro, Miguel Moya, fuera un Masón del más alto grado, como lo fue, y que
la intimidad Masónica y profana de Moya con el h. Cobden,
Moret, el arreglador del matrimonio real y el ocultador de la enfermedad,
pudiera influir en el despistador informe médico. .
Ese supuesto
informe tendrá por efecto atribuir a la casualidad el que Eduardo VII, el gran
“Pontífice” de la Masonería Internacional, negase a Don Alfonso la mano de su
sobrina Patria y concediese la de la Princesa Battenberg,
transmisora de la hemofilia que pondría en peligro a la Monarquía española.
También podríamos relacionar el supuesto informe del Doctor con su parte y arte
en el destronamiento del último Rey; en el cual, tanta parte tuvo y tal arte se
dio, que presidió el traspaso de poderes de Monarquía a República, de las manos
españolas de Don Alfonso XIII, por intermedio de Figueroa Torres, a las judías
de Alcalá Zamora.
Y traída la
cuestión por el hilo de Marañón, debemos plantearla, y no escamotearla, con
toda crudeza y precisión.
¿Fue por un
desgraciado azar que el gran “Pontífice” masónico Eduardo VII dio por esposa a
don Alfonso XIII la princesa transmisora de la funesta enfermedad que pondría
en peligro la descendencia del monarca español?
Si esta boda
fuera la primera concertada por Inglaterra con una princesa de la sangre de los
Hesse, y al ajustarse no existiese ya una: evidencia tan funesta y resonante
como era la hemofilia del heredero del trono de Rusia, cabría dudar. Y también
cabría dudar si Rusia y España, como naciones ambas, y los Romanov y los
Borbones, como casas reales, no fueran secularmente considerados un peligro
para el Imperio británico. Más aún; Rusia y España, cristianas, y sus
respectivas monarquías, una por ortodoxa y otra por católica, eran un obstáculo
tremendo para la Revolución; para esa Revolución iniciada por la Masonería y
rematada por su directa consecuencia, el comunismo. Ese doble obstáculo que
eran la monarquía rusa y la española, les acarreaba la sentencia a muerte
masónica a las dos, como lo prueba que sean los monarcas de ambas naciones los
preferidos para ser asesinados por el “brazo derecho” de la Masonería, el
anarquismo. Y por si las dos coincidencias ya señaladas no fueran bastante
reveladoras, existe una tercera de resonancia y consecuencia mundial: Rusia y
España sufrieron el asalto más formidable de la Revolución comunista,
triunfando en la primera y costando un millón de muertos el derrotarla en
nuestra Patria.
¿Hay base
lógica para llegar a inducir que la hemofilia de que fueron víctimas las
estirpes de los Romanov y los Borbones les llegó por una maquinación
anglo-masónica?
Sí, porque
no sólo existen esos hechos para basar la inducción. Como sabemos, la zarina
era una princesa de Hesse, nacida y criada en la corte de su padre, el duque, y
educada junto a la reina Victoria de Inglaterra, de la que fue dama y lectora.
En todas esas pequeñas cortes del Imperio alemán tenían representación
diplomática algunas grandes potencias, una representación más bien decorativa y
protocolaria. Inglaterra tenía un representante acreditado ante el duque de
Hesse; un oscuro y principiante diplomático, un tal Buchanan.
Elegida para
esposa de Nicolás II la princesa Alicia de Hesse, aquel oscuro y pequeño
diplomático dio un salto insólito en la “carrera”, pues pasó de aquel
insignificante puesto en la corte del gran duque, un poco de opereta, a ser
embajador ante el zar de todas las Rusias.
¿Qué méritos
pudo contraer el oscuro Buchanan en aquella pequeña corte feudataria de Berlín
para saltar por encima de tantos diplomáticos de jerarquía tan superior y de
políticos y lores a quienes por méritos, antigüedad y alcurnia correspondía la
Embajada británica en San Petersburgo?
Sin temor a
error, se puede asegurar que Buchanan, el insignificante y principiante
diplomático, fue quien averiguó la enfermedad que transmitían a sus hijos las
princesas de la casa Hesse; él mismo debió de deducir las consecuencias
catastróficas que podía producir la enfermedad en ciertas dinastías, y él hubo
de sugerir, a tal fin, el enlace de la princesa Alicia con el sentenciado
Nicolás, y, como premio a su “genial” intuición, y para explotar los efectos
políticos y revolucionarios de la “máquina infernal” introducida en el tálamo
imperial, fue acreditado como embajador británico ante el Zar.
¿Quién como
él, que discurrió la colocación de la “máquina infernal”? He ahí el secreto del
salto en la carrera de sir Jorge Buchanan.
¿Deducción
aventurada? En absoluto, no. La Historia más elemental de la Revolución rusa,
con testimonios y pruebas de todo género —de príncipes, princesas y
bolcheviques, incluido Lenin—, señala a sir Jorge Buchanan como el jefe directo
de la conspiración que derribó al Zar.
Y ni una
palabra más sobre esto. Sólo resta imaginar la misma maniobra para España,
donde contribuye a idéntico resultado, a otro destronamiento.
Vista en
toda su trascendencia histórica y en toda su vileza la cuestión de la
hemofilia, ¿qué puede reprocharse a doña Victoria Eugenia?
¿Qué podía
saber ella de la enfermedad y de las tremendas consecuencias que podía acarrear
a su descendencia siendo tan joven cuando la casan?
La rubia y
joven princesa sólo pudo ser sin saberlo y sin quererlo una “reina” movida por
invisibles y tenebrosas manos en el tablero de ajedrez internacional.
Imaginar lo
contrario es monstruoso. Suponer siquiera que haya una madre capaz de concebir
unos hijos desgraciados para causar la desgracia de su esposo, de su dinastía y
de una nación que la acepta con alegría para su reina, es una iniquidad tan
bestial que nos es imposible imaginarla ni como hipótesis en criatura humana.
El fugaz
paso de tan monstruosa idea por la imaginación horroriza, ¿no es verdad,
lectora?
Doña
Victoria Eugenia era madre; y en serlo tiene su titulo más excelso, superior al
de reina. La tragedia vivida por ella a la cabecera de sus hijos enfermos no ha
inspirado a la literatura unas páginas conmovedoras por su entrañable
patetismo, como las merecía.
La zarina,
sin duda por su trágico final, inspiró con su calvario maternal ciertas
páginas, ciertamente sin la emoción y ternura que su agonía debió inspirar.
Aquel apelar de la madre desolada, en fracaso la ciencia, no sólo a la
religión, sino a la superstición y a la magia, que tantas condenaciones
provocó, fue un enloquecer a impulsos del cariño maternal para salvar a su
único hijo de las garras de la muerte, que no soltaba su presa.
Ciertamente,
locura fue la de la zarina al caer bajo el anodador influjo de Rasputín. Sin piedad alguna, sin un ápice de comprensión, fue
insultada ferozmente por todos. Nadie quiso apreciar el origen sublime de
aquella sumisión de la soberana al diabólico poder de tal malvado. Para ella
era el salvador de su hijo, y de sus poderes de taumaturgo —probados a ella con
criminales y hábiles trucos— creyó que dependía su vida... Y apelamos a las
madres del mundo entero, ¡qué no haría cada una por salvar la vida de un hijo!
Nadie quiso
ver como madre a la trágica zarina; pero así debe ser vista por quien tenga
alma humana y por la Historia.
Hemos
evocado en las precedentes líneas el patético caso de la última soberana de
Rusia para suscitar la comprensión de los lectores hacia nuestra última
soberana.
La tragedia
maternal de ambas es idéntica; pero en su actitud respectiva existe una notable
diferencia.
Sin duda, de
madre a madre no hay distinción en su amor hacia sus hijos condenados al
tormento y a morir; el dolor de ambas ha de ser idéntico; pero en tanto que la
zarina es atacada de aquella especie da locura, doña Victoria sufre tan
atrozmente como ella, pero con un estoicismo de heroína. Nadie percibió en ella
la menor anormalidad; supo encerrar en su pecho aquéllas congojas maternales
que martirizaron su vida entera y se mostró a todos inmutable, serena,
impenetrable. Acaso aquella impasibilidad casi hierática que se le reprochó por
tantos fuera efecto de la suprema tensión de sus nervios para no traslucir ante
nadie sus tormentos y llorar sólo hacia dentro.
Y, apelamos
de nuevo a las madre: ¿cuál se hubiera mostrado más estoica y serena que doña
Victoria Eugenia sufriendo idéntica tragedia?
En cuanto a
don Alfonso, creemos que tampoco se apreció con exacto valor la gravitación de
la enfermedad de sus hijos sobre él como padre y como Rey.
Con gran
dureza, muchos —el último, La Cierva— han condenado a don Alfonso por abandonar
su corona el 14 de abril. Aparte de otros factores de importancia indudable,
conocidos o no, que revelaremos y analizaremos en su debido momento, el estado
del príncipe de Asturias y el idéntico que debió de temer en sus demás hijos,
pesó siempre sobre el Rey, pero sobre todo en aquel instante decisivo. Si don
Alfonso sabe con certeza que tras él tiene unos hijos capaces de ocupar su
trono, le suceda lo que le suceda a él, es muy posible que su conducta en aquel
aciago día hubiese sido muy distinta.
Pues él pudo
pensar en aquellos momentos febriles, rodeado de cobardías y traiciones: “¿Para
qué defender la corona si sólo yo podré sostenerla en tanto conserve la vida?”
Y en rauda sucesión, pasarían por su mente tantos trágicos instantes, en los
cuales tan sólo por milagro lo salvó. ¡Ah! Si don Alfonso sabe que tenía un
heredero fuera del peligro mortal de la hemofilia y capaz intelectual y
físicamente de sucederle en el trono.
* *
Quien haya
tenido abiertos ojos y oídos no puede negar que un gran sector nacional,
entiéndase, auténticamente nacional, ha juzgado con severidad a doña Victoria
Eugenia de Battenberg; no como reina, sino como
mujer.
No se
alarmen los lectores; nada grave, nada que afecte al honor de la reina como
señora y esposa. Los que la enjuiciaron con severidad son cristianos y
patriotas —por serlo recogemos sus alegatos— y son incapaces de la vileza de
una injuria, y menos contra una dama.
Podría el
autor sintetizar en unos párrafos cuanto se ha reprochado a doña Victoria
Eugenia; pero ello tendría el grave inconveniente de que los monárquicos
fanáticos —cuyo fanatismo admiro, alabo y respeto— negarían cuanto no fuera
elogio para la señora de sus pensamientos.
Serían
injustos con el autor, que cree haber demostrado en este mismo capítulo los
altos ideales en los cuales se inspira y hasta donde llega su comprensión,
respeto y afecto hacia las reales personas destronadas; pero el fanatismo
inspirado por sublimes motivos tiene de magnífico y admirable que no es justo
ni razonable.
Por fortuna
para todos, los motivos para esos tan severos juicios de los cristianos y
patriotas están recogidos en esencia y totalmente dentro de unas páginas
escritas, no para condenar ni siquiera criticar a doña Victoria Eugenia, sino
para enaltecerla y alabarla.
Esas páginas
fueron escritas por la mano de una infanta de España, por la de su tía Eulalia
de Borbón, que sintió por la reina un gran cariño y devoción, y cuyas
“Memorias”, de donde las tomamos, fueron previamente leídas y aprobadas antes
de su publicación por el jefe de la Casa de Borbón, don Alfonso XIII, esposo de
la enjuiciada.
Estimamos
que ningún monárquico, por tremendo que su fanatismo sea, querrá ser más
defensor de doña Victoria que su propio esposo, que sería, como pretender ser
más realista que el rey.
No creemos a
nadie capaz de exigir al autor mayor delicadeza para recoger y redactar lo
alegado contra doña Victoria Eugenia de Battenberg.
Descontaremos
las veces que la infanta Eulalia menciona su belleza, los adjetivos en favor de
su inteligencia, bondad, alegría, etcétera, etc. Lo aceptamos todo por cierto;
pero a efectos históricos, como se comprenderá, no interesa, la Historia no es
un anecdotario, y mucho menos crónica de salones de alta sociedad. A la
Historia le interesan sólo sentimientos, ideas y hechos en las personas, y nada
más.
Por fortuna,
la infanta puede muy bien encerrar en tres páginas cuanto de sentimientos,
ideas y hechos ha percibido en su sobrina la reina de España.
Copiamos
esas páginas de fuente histórica tan limpia, y, es más, las aceptamos como
rigurosa verdad, hasta con puntos y comas. ¿Puede pedírsenos más en favor de la
reina?
La infanta
Eulalia dice así:
“Victoria
Eugenia comenzó por aumentar el número de sus damas, escogiéndolas entre las
nobles más bellas y elegantes de la Corte. La vida palaciega volvió así a
llenarse de risas ligeras, de perfumes suaves, de gracia femenina. Un soplo de mundanismo penetró en los vastos salones. Perfumes y trajes
de París, ligereza de espíritu, femineidad, en fin. Como ello trajo una
competencia natural entre las damas y el lujo comenzó a hacerse llamativo, hubo
de ponerle coto pensando que la Corte debía dar ejemplo al país y que un exceso
de lujo en ella traería el derroche de todos los hogares. Nieta de la Reina
Victoria, nuestra soberana no ignoraba sus responsabilidades, ni olvidaba su
papel de ser punto de referencia. Se determinó entonces, por sugestión de
Victoria, crear un uniforme para las damas de la Corte.
Los modistos
trabajaron, ingeniándose para dotar a las damas de Palacio de un modelo
elegante y severo en días en que la elegancia y la severidad comenzaban ya a
distanciarse. Se convino, al fin, en que el traje sería de lamé con mangas ajubonadas y cola de la misma tela
prendida a la cintura. El traje de la Reina fue de lamé de oro, de lamé de plata el de las Infantas, y de
color gris el de las damas. Se obtuvo de esta manera un conjunto suntuoso y
rico, a la vez que se evitó la dilapidación y se puso margen al lujo
entronizado.
La Corte
española había sido triste, casi monástica, y la presencia de mujeres jóvenes
le inyectó nueva vida. El país pronto lo sintió, también. Desde que Victoria
llegó a España, ella fue la guía de la moda madrileña, y con sus usos, se
renovaron en nuestra tierra hábitos y costumbres tradicionales que nos
mantenían, en algunos aspectos, a la cola de Europa. España había quedado encerrada,
desligada de la vida continental, ajena casi al mundo después de un largo
período lleno de amarguras y momentos terribles. Sólo cuando, entre gestos de
escándalo por parte de las viejas señoras, Victoria Eugenia y sus damas
comenzaron a usar pinturas volvió a la península la olvidada moda parisiense de
los afeites. Fue también la Reina la primera que se lanzó a las playas con
traje de baño, que parecieron escandalosos por el solo hecho de mostrar una
parte de las piernas. Pero si se hacían cruces las rezagadas damas, las jóvenes
pronto se adaptaban a las novedades, y toda la costa española se llenó de
lindas muchachas en plenitud retozando libremente en las olas. Como años
después, imitando a la Reina, miles de frescas españolas se tendían en las
arenas, desnudas las espaldas, a tostarse de sol.
Desde
entonces, todas las modas entraron en España por la Corte y no a pesar de la
Corte, como había venido sucediendo desde medio siglo atrás. A medida que las
modas se iban haciendo audaces, libérrimas y hasta picarescas, saltaban desde
el escenario rutilante de París a los predios de Victoria Eugenia. Ella y sus
damas eran maniquíes preclaros que en San Sebastián, en Santander y en Madrid,
señalaban normas y trazaban direcciones. Justo es consignar que, gracias a eso,
la aristocracia española y la burguesía comenzaron a hacerse elegantes y a
europeizarse en sus costumbres.
El pueblo,
como en todas partes, miraba con ojos de asombro, pero el desconcierto popular
español se hacía mayor por el contraste que ofrecía aquella Corte risueña y
ligera, bailarina y frívola, moderna y lujosa, con las que se recordaban desde
dos generaciones atrás, austera con María Cristina y aburrida y llena de
arrebatos místicos con mi madre. Victoria Eugenia hizo en la moda y en la vida
de la mujer española lo que Ganivet pedía para nuestra política, la europeizó.
A propósito de cómo el pueblo ignorante veía este cambio en sus costumbres
añejas y estos vientos de renovación que soplaban llevándose el polvo de la
tradición, recuerdo lo que ocurrid con una vieja servidora mía, estando en San
Sebastián, unos años antes de caer la Monarquía.
Una tarde mi
criada llegó con los ojos arrasados de lágrimas, sollozando, con voces que eran
mezcla de ira y de lamento. Extrañada por aquella actitud en mujer que era
flemática y poco bullanguera, la interrogué.
—Señora—me
respondió entre sollozos y haciendo pucheros—, es que la Corte nos está echando
a perder a las mozas.
—Pero ¿qué
ha pasado?—torné a interrogar, sorprendida por lo que me decía y temiendo
alguna trastada de algún aristócrata.
—Vea Vuestra
Alteza—respondió la rústica—que mi hija anda pintada y queriendo fumar, porque
dicen por ahí que así se hace y que se pintan y fuman las damas de Su Majestad.
No pude
reprimir una sonrisa ante la alarma de la buena mujer, cuyo desconcierto y
aspaviento, por otra parte, me explicaba. Las españolas se habían habituado a
María Cristina y llegaron a confundir el carácter hermético y poco mundano de
mi cuñada con los atributos exteriores de la realeza. Varias generaciones no
habían conocido otra cosa que reinas tristes, y la alegría espontánea y hasta
contagiosa de Victoria Eugenia desconcertaba y levantaba polvareda de crítica
en aquel Madrid habituado a divertirse, a bailar y a murmurar mientras la Reina
permanecía como una prisionera en Palacio.
Estos soplos
de renovación y esa lucha entre lo moderno, que pugnaba por imponerse, y lo
antiguo, que se hacía critica mordaz y agresiva en los desvanes en que las
viejas burguesas murmuraban, agitó beneficiosamente el espíritu español”.
Y terminemos
este escorzo de biografía de origen familiar con una última cita. La única en
la cual hay alusión a lo maternal de la reina, por referirse a la educación de
sus hijos:
“Al regresar
a mi patria después de una larga ausencia, había yo encontrado en el Palacio
Real una nueva generación. Los seis hijos del Rey constituían ya un bello grupo
de príncipes, especialmente Alfonso Pío, mi predilecto, y sus hermanas, las
Infantas Beatriz y María Cristina, a quienes encontré convertidas en dos
lindísimas mujeres, dignas herederas de la belleza materna. Los hijos del Rey
muy españoles en su modo de sentir, fueron educados a la inglesa, con ideas muy
modernas en todo, lo que creó en esta nueva generación real un espíritu
distinto al habitual en la Corte de Madrid. El ambiente que encontré a mi
vuelta, después de catorce años, era una grata combinación de costumbres
modernas a la inglesa dentro de un fondo severo, netamente tradicional y muy
español”.
Así queda
sintetizado, sin sospecharlo, cuanto los españoles y españolas decentes,
patriotas y cristianos han reprochado a doña Victoria Eugenia.
Es todo, lo
aseguramos. De respetable origen, palabra de honor, jamás escuchamos cosa de
mayor gravedad.
¿Qué hubo
viles, pocos y aislados, ciertamente, que vertieron especies injuriosas contra
el honor de la reina? Cierto. Pero ¿qué mujer honesta, sobre todo si su rango
es elevado, no ha suscitado la mordedura de las víboras?
El autor no
quiere recordar las vilezas deslizadas contra doña Victoria Eugenia por un
extraño inspector de Policía, hijo de padre inglés, apellidado Griffis; pero sus vilezas, dada su catadura moral, no
podían deshonrar, sin ensalzar a la persona injuriada.
El Griffis debía el ingreso en la Policía a recomendación de
la Casa Real, donde entró como veterinario de Caballerizas Reales; luego, por
la misma influencia, logró el “enchufe” de veterinario de la Plaza de Toros.
Por su vestir y comportarse parecía un marqués. Era socio de la Gran Peña y
alternaba con la “crema”. A nadie le llamó la atención que, sin necesitarlo
económicamente, permaneciese en la Policía, donde tanto desentonaba. Nadie
sospechó que lo fuera por convenirle como espía. A principios del Movimiento
Nacional, por hablar en inglés, su lengua familiar, fue nombrado delegado de Policía
del Campo de Gibraltar. Descubierto como espía en 1937 y encerrado en la
cárcel de Sevilla, no esperó a ser juzgado; se suicidó arrojándose a un patio.
Si sus calumnias contra doña Victoria Eugenia te han llegado, lector, ya sabes
quién las inventó: un vil traidor.
Mostrado así
el único calumniador a quien el autor pudo identificar a través de los años,
pasamos al análisis de los cargos hechos a doña Victoria Eugenia.
Como hemos
visto, para su “europea” tía la infanta Eulalia eran auténticas virtudes.
Pero para
los españoles y españolas auténticos cristianos y patriotas, cuanto es alabado
por su alteza fue un gran mal para la sociedad española.
Con mucho
gusto remitiríamos la decisión a cualquier autoridad en moral religiosa o
pública. Y, según creemos, con todos los respetos y atenuantes, quitaría la
razón a su alteza real. Es más, creemos absolutamente que, puesto el pleito en
manos de la propia reina, en la serenidad del ocaso de su vida, sin dejar de
agradecer a su amante tía el cariño que sus juicios dictó, le quitaría la
razón. Y si don Alfonso XIII hubiera debido “censurar” otra vez en el destierro
esas páginas de su tía, las hubiera tachado de un plumazo; lo cual hubiera
supuesto en la reina y en el rey que, de poder volver a su juventud y volver a
reinar, doña Victoria Eugenia no habría ejercitado esas virtudes sociales tan
alabadas por la infanta y tía.
Tal es
nuestra creencia, iluminada por cuanto a través de tantos años ha ocurrido en
España.
Mas como
esos juicios y rectificaciones no podemos traerlos aquí, vamos a razonar
brevemente sobre cuanto de doña Victoria Eugenia dice la infanta.
Dejaremos
las generalidades del primer párrafo: lo del “soplo de mundanismo”,
lo de “ligereza de espíritu” o de “perfumes y trajes de París”, etc., etc.
Creemos que
la infanta exagera en su afán de colmar de “virtudes” a su real sobrina.
Leído el
párrafo, parece como querer sugerir que se debió a la reina la introducción de
modos, modas y costumbres extranjeras en la Corte y, por tanto, en la sociedad
española, que, como ella dice, “debía dar ejemplo al país”.
No, desde
luego. Doña Victoria pudo fomentar, exteriorizándola desde su altura de reina,
ese tipo de vida; pero ser ella su primera y gran importadora, no; en absoluto,
no.
Al parecer,
“Pequeñeces” fue una novela de cierto jesuita publicada mucho antes de que
naciera doña Victoria Eugenia... ¿No es así?
Mucha
aristocracia española no necesitaba que llegase una reina educada “a la
europea” para ser más “europea” que ella.
Reducida la
responsabilidad de la reina a su justo límite, pasamos a reprobar cuanto,
creemos que con cierta exageración, en su equivocado buen deseo, le atribuye la
infanta Eulalia.
Que fueran
doña Victoria Eugenia y sus damas las primeras que “comenzaron a usar
pinturas”, y así “volvió a la península la olvidada moda de los afeites”, si es
verdad, es una verdad parcial. Antes de pisar doña Victoria Eugenia el suelo
español ya se pintaban ciertas mujeres. No diremos qué tipo de mujeres; pero,
al no querer decirlo, ya se comprenderá que no es ningún blasón que las
imitasen personas reales y aristócratas, incitando a imitarlas también a las
mujeres de todas las clases sociales.
Nos moleta
tratar estas cuestiones con detalle; ahí está el texto .de la Infanta, pueden
volverlo a leer nuestros lectores, porque nos vamos a limitar a sintetizar
cuanto ella dice y sugiere.
Según ella,
se debe a Doña Victoria Eugenia la “europeización” directa de la Corte en sus
costumbres y, en consecuencia, por su ejemplo, la de las demás clases sociales.
Los detalles y particularidades que aporta indican con toda claridad que motivó
una relajación en las costumbres y en el comportamiento de las mujeres españolas,
hasta entonces incontaminadas, porque la “europeización” de gran parte de las
aristócratas no dispuso del “escaparate” de la Corte, por impedirlo la
severidad interna y externa de aquella gran Reina que se llamó María Cristina.
En cuanto a la moda, “todas las modas entraron en España por la Corte y otras”
—esto dice y agrega—. “A medida que las modas se iban haciendo audaces,
libérrimas y hasta picarescas, saltaban desde el escenario rutilante de París a
los predios de Victoria Eugenia. Ella y sus damas eran maniquíes preclaros que
en San Sebastián, Santander y Madrid, señalaban normas y trazaban direcciones”,
etc.
También
exagerado. No recordamos, ni creemos que recuerde nadie, haber visto a Doña
Victoria Eugenia luciendo trajes “audaces, libérrimos y hasta picarescos”;
pero, en fin, cuando su amante tía lo dice, algún arte o parte debió tener en
los avances cada vez más impúdicos de la moda en España.
Si fue así,
resulta francamente reprobable.
Tener arte o
parte en esa “europeización” de las costumbres femeninas, por su nombre propio,
en su desmoralización, es grave en toda persona; pero más grave que en ninguna
en una Reina de España, en una Reina que lleva el título de Católica y que no
sólo ortográficamente, sino personalmente, debe serlo por antonomasia.
Ser un
“maniquí” de la moda es introducir esa peste de la sociedad mundial moderna, de
tan funestas consecuencias en la moral y en la economía privada y pública.
Eso de que
cualquier pederasta de París pueda decretar inapelablemente, “es cátedra”,
hasta dónde ha de llegar el pudor de las doncellas, esposas y madres y que
pueda decretar la esquizofrénicamente de un sodomita cualquiera tantos tirones
de la libido como quiera, haciéndoles a todas las mujeres “civilizadas”
mostrar, ceñir o insinuar de su anatomía cuanto a su Imaginación le surgiera su
perversidad sexual. Eso no puede ocurrir más que en una sociedad como la
muestra, en plena apostasía y mereciendo ser esclavizada o atomizada cualquier
día.
Algo más
sobre la moda y el lujo, cuya introducción atribuye su tía a Doña Victoria
Eugenia. ¿Cuánto contribuiría su insulto a la pobreza para la formación de
aquella sucia y vociferante resaca infrahumana que desde la Plaza de Oriente
chocaba con creciente violencia contra la Puerta del Príncipe aquella noche del
14 de abril?
La Reina,
como nadie, debe aún recordarla.
« » »
Con la
severidad que nuestra conciencia dicta, hemos juzgado cuanto es atribuido a
Doña Victoria Eugenia. Hemos juzgado los hechos; pero no a ella.
Sin atenuar
un concepto, sino agravándolos hasta el extremo, es de justicia distinguir
entre la gravedad objetiva del acto y la responsabilidad moral del autor.
Y,
ciertamente, aun cuando la Infanta Eulalia no hubiera exagerado, como exageró,
y fuera cierto cuanto atribuye a Doña Victoria Eugenia, su responsabilidad
moral es mucho menor de la que pudiera suponerse al juzgar los efectos de sus
acciones desde un punto de vista religioso, ético y político.
Deben pesar
en el juicio factores importantes que atenúan y hasta en ciertos momentos
anulan la responsabilidad moral.
Claro es, al
razonar, excluimos la gravitación de la conciencia; un enigma en cada ser, sólo
apreciable por la balanza infalible de la Justicia Divina.
A nosotros
tan sólo nos es dable apreciar ciertos factores y cicunstancias,
cuyo efecto es indudable sobre la personalidad humana.
En el caso
de Doña Victoria Eugenia entra en juego un factor particular suyo, sin vigencia
si se tratase de una española. Doña Victoria Eugenia no nació y vivió en la
Religión Católica antes de ser Reina. La moral protestante, que quiso ser más
severa que la católica, logrando sólo llegar a ser más hipócrita, estaba, sobre
todo, en cuanto a costumbres y pudores femeninos, mucho más relajada en
Inglaterra y Francia que en España cuando la Reina vino. Lo que en Corte,
salones, playas y demás lugares era lícito —según el Código Social, claro está—
en Inglaterra y Francia, según el mismo Código, no lo era en España.
Por otra
parte, la hegemonía en potencia militar, económica y política de esas grandes
naciones europeas, por una involucración de valores, o mejor, perversión, hacía
creer que también su ética era superior a la de nuestra débil y mísera España.
De tal
perversión de valores resultan ingenua y elocuente nuestra los juicios de la
Infanta Eulalia; es inefable el sentido que ella da a su europeizar a España.
¿Qué punto de referencia toma la Infanta?... ¿El innato pudor femenino? ¿La
moral religiosa? ¿La no provocación sexual? ¿La economía pública y privada? ¿El
no insultar la pobreza popular? No; ni eso ni nada. Simplemente, que costumbres
y modas eran europeas; es decir, francesas e inglesas.
Y si así
discurría una Infanta española, educada, según ella dice, por una madre “llena
de arrebatos místicos” y teniendo luego por ejemplo a la “austera” Reina María
Cristina, ¿cómo había de discurrir una joven mujer, con treinta años menos que
ella, y, además, formada y educada en Inglaterra y Francia?
Si su tía la
Infanta creía con toda su buena fe que por no pintarse ni ser esclavas de la
moda sus mujeres “España había quedado a la cola de Europa..., encerrada, ajena
casi al mundo después de un largo período lleno de amarguras y momentos
terribles”. ¿Qué debía creer aquella joven princesa inglesa? Por lo menos, que
así europeizaba a España, que la civilizaba, lo cual para ella era tanto como
labrar su grandeza.
Si su tía
era incapaz de comprender la alarma de su fiel doméstica cuando vio que su
joven hija, imitando a la Corte, se convertía en una de esas mujeres que fuman,
y esa congoja maternal sólo le inspiraba una sonrisa, con mayor razón y
disculpa, a la Reina debía provocarle carcajada.
La
responsabilidad moral de Doña Victoria Eugenia, con sinceridad, la estimamos
muy leve.
Existe una
responsabilidad, pero no en ella misma. Un Rey de España, como nuestra Historia
patria enseña, jamás debe casarse con una mujer no católica; esto con todos los
respectos personales, ya demostrados, para la que fue esposa de nuestro último
Rey.
ALGUNOS
RASGOS DE CARACTER DE LA REINA VICTORIA EUGENIA
Los Reyes de
España debían ir a visitar al Emperador Francisco José en Viena.
La Reina
Cristina se permitió ilustrar a su hija política sobre las costumbres de la
Corte Austríaca, que tan bien conocía por ser Archiduquesa de la misma.
Un biógrafo
del Rey, reproduce así la conversación entre ambas:
—Querida
hija —le dijo un día María Cristina a Victoria Eugenia—, ya sabes que Su
Majestad Francisco José es muy severo en cuanto se relaciona con la etiqueta de
la vida de familia y de la Corte.
—Sí; el
Emperador tiene gran empeño en mantener la antigua etiqueta y el ceremonial de
tiempos pasados. Le horroriza el descuido en la presentación, en los vestidos,
en la conversación.
—¡Oh! Sé
perfectamente que nada chocante encontrará Su Majestad; pero estoy segura que
comprenderás que, a su edad, el Emperador tiene derecho a toda clase de
consideraciones y señales de respeto.
—¡Sin duda
alguna!
—Gracias,
hija mía. Esto me complace; por adelantado sabía, que te adaptarías a estas
costumbres de Corte, como yo lo hice siempre y continuaré haciéndolo.
—¡Desde
luego¡ Pero, ¿a qué hace usted alusión, madre?
—Pues bien:
por ejemplo, tendrás que besarle la mano al Emperador a nuestra llegada.
—¡Ah, eso
jamás! Lo siento mucho; nunca besé la mano de mi tío Eduardo VII y no voy a
besar la del Emperador de Austria.
Y, en
efecto, la Reina no hizo ni ademán de besar la diestra del anciano Emperador.
La Reina
María Cristiana, hasta cuando tenía muy avanzada edad, hacía las reverencias de
Corte al Rey, su hijo.
Creía la
madre que ella debía ser la primera en dar ejemplo de respeto y acatamiento a
todos.
Victoria
Eugenia contemplaba las reverencias de la anciana Reina madre con asombro. Pero
jamás la imitó.
La Reina
Doña María Cristiana, que tan rígida y vigilante fue para con su hijo hasta la
Coronación, una vez coronado Rey, se convirtió en su más respetuoso súbdito.
Jamás se permitió ya un consejo, si el Rey no se lo pidió, cosa que, al
parecer, sucedió muchas veces, ni tampoco se atrevió a hacerle advertencia.
Únicamente, y rara vez, le hizo llegar sus deseos, que casi siempre se dirigieron
a evitarle riesgos a su vida.
Doña
Victoria Eugenia, si reservada e indiferente ante los extraños, acaso demasiado
hermética, hablaba con extrema libertad a su esposo el Rey. Al contrario que
Doña María Cristina, no esperaba que solicitase su opinión; se la exponía
directa y claramente.
Doña
Victoria Eugenia era deportista; jugaba al tenis y al golf mucho y bien y
montaba a caballo con perfección. Su afición era grande a estos deportes y los
practicaba con placer y habitualmente, como era natural por su educación
inglesa.
Estos
deportes “acortaban distancias”; más aún, porque Doña Victoria, dentro de su
medio, perdía esa rigidez con la cual era vista por los ajenos; y cuando
llegaba el momento de divertirse, desde luego, se divertía. Siendo quien era,
obligadamente, debía tomar la iniciativa si la reunión había de animarse. Si,
por lo general, Doña Victoria supo hacer guardar siempre las distancias a los
demás, no todos estimaron que dejara de traspasar sus límites de Reina; desde
luego, nada grave, pero sí atrevido; sobre todo para las costumbres habituales
de la Corte española, restauradas en su rigidez por la Reina María Cristina.”
Con Doña
Victoria Eugenia entró la costumbre de que las aristócratas bebieran fuera de
las comidas; es decir, el beber por beber. No decimos que algunas no lo
hicieran ya en la intimidad, probablemente, muchas; pero el beber en sociedad
dio más animación, no diremos excesiva, ni muchos menos, a los bailes y
reuniones a que asistía Su Majestad, y, sin duda, de ahí aquel rumor constante
de su afición a la bebida, que los enemigos malévolos llegaron a exagerar
hablando de frecuentes embriagueces de la Reina. Lo desmentimos. Se trataba
simplemente de la importación de una costumbre inglesa; explicable, debemos
reconocerlo, en la fría y húmeda isla, donde la necesidad del alcohol se hace
sentir por la constante pérdida de calorías. No diremos que la importación de
tal costumbre fuera recomendable para España, donde su sol se basta para
producir suficiente animación.
Lo que oímos
censurar más en Doña Victoria fue su frecuente hábito de permanecer hasta muy
de madrugada en las grandes fiestas nocturnas aristocráticas, incluso varias
horas después de haberse retirado el Rey, cuya costumbre de levantarse siempre
a las siete de la mañana no hacían de él un gran noctámbulo.
En fin, un
aspecto muy principal no podemos dejar de recogerlo si queremos decir toda la
verdad.
Sin
traspasar de ningún modo el umbral de la conciencia, debemos reconocer que Doña
Victoria Eugenia no fue nunca una devota, y, menos aún, una “beata” de nuestra
Religión. Sin duda, fue correcta exteriormente al cumplir sus deberes
religiosos protocolarios; su actitud, compostura y recogimiento fueron
perfectos. Pero para el observador atento no había, en la Reina ese místico
fervor, nacido de una fe viva, que ardió en tantas de nuestras Reinas, hasta en
las más pecadoras.
¿Temperamento
británico? ¿Educación más racionalista? ¿Falta de bastante formación católica
en tan apresurada conversa? Puede que todo ello sea explicación y atenuante de
la evidente frialdad religiosa de la última Reina.
Terminamos
el apunte sobre las características personales de Doña Victoria Eugenia, tanto
más chocantes para los contemporáneos de la Reina madre cuanto eran diferentes
y hasta opuestas a las de María Cristina, y también a las clásicas de nuestras
antiguas Reinas.
Así, los
diferentes caracteres de las Reinas, de la esposa y la Reina madre, crearon
situaciones en Palacio que trascendieron al exterior. Sin efectos graves, desde
luego, ya que ambas Reinas eran, cada una en su estilo, modelo de voluntad,
educación y carácter; y ambas amaban al esposo y al hijo, lo cual bastaba para
evitar todo grave conflicto.
Al parecer,
cuando la situación llegó a ser más tirante entre ambas, fue durante la Primera
Guerra Mundial.
Españolas
ambas por su matrimonio, y sin dudar de su respectivo patriotismo, las dos
conservaban amores hacia sus antiguas patrias, en cada una de las cuales
próximos familiares ocupaban la más elevada jerarquía del Estado, y otros,
hasta hermanos, mandaban Ejércitos y otras unidades que se batían en los campos
de batalla unos contra otros.
Se cuenta
que, después de la batalla del Marne, Victoria Eugenia no pudo dejar de mostrar
su alegría, cosa percibida por María Cristina.
En cambio,
la Reina madre mostró contenido contento cuando los fulminantes avances
germánicos en Occidente y Oriente; algo que tampoco escapó a Victoria Eugenia.
En la mesa,
correctamente, pero con cierta pasión contenida, se comentaban las noticias del
día sobre la guerra; el Rey, jugando el papel de neutral, suavizaba los
respectivos comentarios de su esposa y de su madre.
Ha referido Scarle, aquel taciturno “maitre”
de Palacio, venido desde Inglaterra con la Reina, que cuando Doña María
Cristina dio la noticia del naufragio del barco en que viajaba el General Lord
Kitchener y de la probable muerte de éste, Victoria Eugenia permaneció muda,
pero el “maitre” advirtió en el regio mantel las
huellas de su contenido furor.
Mas, cuando
llegó la noticia de la muerte en combate, peleando en Flandes del Príncipe
Mauricio de Battenberg, hermano de Doña Victoria,
Doña María Cristina corrió a su lado, y, abrazadas ambas, mezclaron sus
lágrimas. .
Esta
explicable y natural anglofilia —no decimos cripto-patriotismo británico— pudo
tener y debió tener gran influencia en los destinos de la Monarquía.
En las
ocasiones apropiadas ponderaremos debidamente tan sutilísimo factor.
REGICIDIO
La carroza
regia, rodeada del mayor fausto palatino, seguida por otras donde venían la
reina Cristina, las infantas y varios herederos de los tronos de Europa,
regresaba de los Jerónimos con la real pareja. La muchedumbre aclamaba con
frenesí a los regios esposos, y las flores llovían con los aplausos y los
gritos, cual si aquel matrimonio fuera el apoteosis de una feliz y querida
Monarquía.
El cortejo
real había recorrido la mayor parte de su trayecto. Capitanía General estaba ya
a la vista y el final de la calle Mayor se percibía muy próximo; unos metros
más, y los reyes verían su Palacio; casi tocaban ya su casa.
Sin duda, en
aquel momento empezarían a disiparse en las regias imaginaciones las sombras de
temores que se habían acumulado en vísperas de la boda, preñadas de siniestros
atentados.
Pasaba la
carroza frente al número 88 de la calle; allí se ensanchaba, permitiendo que
hubiese mayor muchedumbre, por lo cual aumentaron los gritos, los vivas y las
flores.
De un balcón
vacío del cuarto piso salió proyectado un gran ramo de flores, lanzado por
invisible mano.
Y no había
tocado el suelo cuando estalló, incendiando el aire, y una tremenda explosión
cegó y ensordeció a las gentes.
Fue como una
mutación en una escenografía fantasmal. La carroza real, desvencijada; los
lacayos, con sus áureas libreas en el suelo; caballos alocados con los
intestinos fuera, jinetes revolcados por sus cabalgaduras, soldaditos de fila
tronchados y sangrando, mujeres y niños exánimes o gritando sobre las aceras.
La escena es horrible, dantesca. Y su centro es la estampa patética del rey,
pálido, en el estribo de la carroza destrozada, con su joven esposa en los
brazos, casi desmayada, cual azucena tronchada, con su blanco vestido con grandes
manchas rojas. El rey tiene desgarrado el uniforme; una condecoración, casi
arrancada por el soplo mortal de la dinamita, cuelga de su pecho. El duque de
Sotomayor, herido gravemente, continúa junto al rey, a pie, junto a la
portezuela. El duque de Hornachuelos se mantenía a caballo, sable en mano, con
la cara salpicada de sangre.
Un oficial
del regimiento de Wad-Ras se sobrepone y da órdenes, haciéndose obedecer por
los soldados que aún se mantienen en pie, los cuales, con la bayoneta calada,
forman un anillo en torno a los reyes.
Muy cerca de
la carroza, un guardia civil está en el suelo con sus dos piernas cercenadas,
desangrándose; a un corneta de Wad-Ras, casi un chiquillo, la metralla lo ha
decapitado, y yace arrojando sangre a borbotones por las arterias de su cuello
cercenado.
La reina,
manchando su vestido en aquellos charcos de sangre, ha de ver horrorizada tan
espantosa escena; el rey trata de interponerse para ocultársela; pero aquel
cornetilla tan bestialmente decapitado quedará en su retina para toda la vida.
El humo de
la explosión borra los contornos de todo a unos metros, y sólo por los gritos y
los miembros que se agitan, imprecisos, se puede intuir la magnitud del crimen
cometido.
El rey lleva
por sí mismo a la reina al coche de respeto; pero antes de arrancar de nuevo
puede contemplar, tronchada cual una hermosa flor, muerta en un balcón, a la
hermosa marquesa de Tolosa.
Don Alfonso
baja las cortinillas, para evitar a la reina, horrorizada, el espectáculo,
pues el humo se disipa ya, y el panorama total se muestra espeluznante y
horroroso. Y trata de tranquilizarla:
—Querida:
como ves, nada nos ha pasado; demos gracias a Dios.
EL
“EMPERADOR” Y EL DUQUE
No es fácil
fijar el momento en el cual debe ser situado el primer acto de la conjura para
un regicidio, magnicidio o atentado. En realidad, no hay “primer momento”,
porque esos actos criminales, juzgados y creídos como aislados y hasta
casuales, son en realidad eslabones de una cadena interminable, sin principio
ni fin, que se llama Revolución.
Pero como no
intentamos aquí hacer la historia de la Revolución entera, pues ello sería
tanto como hacer la historia de España contemporánea, en algún momento
deberemos fijar el principio del episodio del regicidio a historiar.
No sin
motivo estimamos que debemos situar, el prólogo del regicidio de la calle Mayor
a mediados del mes de mayo de 1906, cuando a la puerta del dieciochesco
Gobierno Civil de Barcelona desciende de su rojo automóvil don Alejandro
Lerroux, el joven diputado radical, conocido ya como el “Emperador del
Paralelo”.
En el rojo
automóvil quedan el chófer y dos “pintas” pistoleras.
Y don
Alejandro, eufórico, sonrosado el rostro, con su terno claro, impecable,
penetra decidido y desenvuelto en aquella “fortaleza del régimen” monárquico de
la Ciudad Condal. No entra como un enemigo presa de pavor, que ha de hacer
frente al representante del temido Poder, no; cualquiera que contemplase a
Lerroux aquella mañana luminosa recorrer el severo patio interior del Gobierno
Civil de Barcelona diría que allí entraba en plan de conquistador.
Lerroux no
ha de hacer antesala; ya lo espera el señor gobernador, y el secretario
particular le hace entrar en el acto en el despacho de la primera autoridad de
Barcelona.
El
excelentísimo señor don Tristán Álvarez de Toledo y Gutiérrez de la Concha,
duque de Bivona y conde de Xiquena,
de las nobles casas de Medina Sidonia y de la siciliana de Ventimiglia,
joven —treinta y siete años—, con su hermoso bigotazo, elegantísimo, en traje
de mañana gris perla, está en pie ante su mesa, y da unos pasos, “muy señor”,
para estrechar con efusión la mano a su visitante.
El
secretario cierra la puerta, y quedan solos el duque y el “Emperador”.
Se sientan
ambos; el duque en una butaca y el “Emperador” en el sofá. Unos cigarros
habanos y unas palabras banales, como mandan las reglas de la buena sociedad.
Las sonrisas
y el ambiente son de gran “comprensión” y “cordialidad”; no en vano hace ya
muchos días, por lo menos diez o doce, que no ha estallado en Barcelona ni una
bomba.
—¿A qué debo
el honor de su grata visita, mi querido don Alejandro, después de tanto tiempo?
—Vengo como
embajador, señor duque; obligaciones de amistad. ¡El ¡pobre don Nicolás! Ya
sabe, el general, ¡está ya tan viejo!, se retira de la lucha; quiere marcharse
a Cuba... ¡ para siempre, dada su edad!... Es una cosa sentimental, muy
explicable. Quisiera embarcar en Barcelona; ver por postrera vez esta su
querida ciudad de sus luchas juveniles; lanzar una última mirada sobre los
campos catalanes, donde vertiera su sangre por la libertad contra la carlistada. Y, además, como el barco que sale de aquí
tocaría en Canarias, también querría abrazar a un hermano que tiene allí y
despedirse de aquel paraíso, que es su tierra natal, tan añorada por el anciano
general.
—Y ¿por qué
no, don Alejandro?
—¿Por qué? Verá
usted, señor duque. El señor Estévanez tiene pendiente un pequeño proceso en no
sé qué Juzgado de Barcelona. Según parece, alguien ha editado, sin pedirle
permiso, un librito suyo: Pensamientos revolucionarios. Algo infantil, algo del
viejo progresismo, chocherías del viejo miliciano
federal...
—¿Entonces...?
—Nada, nada
de particular; un favor de caballero. Saber si usted, señor duque, le
autorizaría para embarcar aquí, en Barcelona, sin molestias; en una palabra,
sin detenerlo. Yo le doy mi palabra de caballero que pasará de incógnito, sin
ser advertido. ¿Se podrá satisfacer este último deseo de un anciano
sentimental, señor duque?
El duque dio
una gran chupada a su veguero, cruzó con elegancia una pierna sobre la otra, y
el sol arrancó un claro destello de la punta de su bota, guarnecida con un
impecable botín gris.
Se atusó la
guía derecha de su hermoso bigote, temiendo que su curva impecable, cual un ala
de vencejo, se hubiese deformado.
Pareció
meditar un momento. El sol, apartando una nueva nube, volvió a penetrar por el
balcón, y ahora arrancó un destello en el charol del peinado ducal.
—¡Cómo no,
querido don Alejandro! Es un placer para mi dar una satisfacción sentimental a
ese anciano admirable; admirable, si, porque yo admiro la consecuencia, la
fidelidad y la honradez en las ideas, aunque sea en el adversario. Puede venir
a Barcelona, que permanezca el tiempo que estime necesario; sólo le ruego
discreción, estricta discreción. Ni a usted ni a mí nos conviene un escándalo.
¡Si se llega a enterar El Correo Catalán! ¡La que armarían esos carcas!
—¡Los carcas
y la clerigalla! ¡Tienen al pobre viejo por un verdadero Satanás!
Hablaron,
hablaron mucho más. De las bodas reales, ya tan próximas; de la necesidad de
paz y tranquilidad durante las fiestas; de una tregua, tan necesaria por la
venida de los príncipes herederos europeos, por el crédito de España ante el
extranjero.
—...algo
sobre cuestiones de ideas y partidos, don Alejandro; hablo al patriota, y usted
lo es, me consta, querido amigo; el patriotismo no es para mí un monopolio
monárquico; apelo al suyo, don Alejandro..., ¡estos días de la boda tan
críticos!
Ahora,
realmente, aquel duque, gobernador de la Ciudad Condal, si que parecía
dirigirse a un verdadero emperador, y no como Medina Sidonia, de rancia estirpe
real, sino como un perfecto lacayo.
El
“Emperador” se esponja en el diván, acariciándose la gran cadena que iba de
bolsillo a bolsillo sobre la curva opulenta de su abdomen ya iniciado, y dio a
su habano un par de chupadas, muy bien saboreadas, y cuando hubo lanzado hacia
lo alto la segunda bocanada, se dignó responder con un gesto amplio de su mano.
—¡Comprendo,
comprendo, señor duque! ¡También sé comprender al adversario, y nadie apela en
vano al patriotismo republicano de Alejandro Lerroux!
Se alzó el
“Emperador”, majestuoso, magnánimo, cual si se dignase dispensar la paz y la
vida en aquel instante a España, a la Monarquía y a don Tristán Álvarez de
Toledo y Gutiérrez de la Concha.
Ambos
llegaron hasta la puerta; palmadas, apretones de manos.
—¡Ah! Se me
olvidaba, señor gobernador... ¡La prosa!... ¡La prosa vil!...
Arqueó las
pobladas cejas el duque de Bivona.
—¡No se
alarme, querido duque! Cuestión administrativa..., ¡nada! El ingeniero... ¿Cómo
se llama?... ¡Bah, no recuerdo! El ingeniero municipal de las obras de Dos Ríus... ¡está poniendo pegas!... ¡Es un retrógrado!...
¡Intervenga, señor gobernador; no puedo contener a Emiliano ni a Pich...!
—¡Desde
luego, don Alejandro, desde luego!... ¡Esos técnicos!... ¡Siempre creándome
conflictos!... Lo trasladaremos si es preciso...
Nuevas
palmadas y nuevos apretones de manos, más cordiales aún.
El duque de Bivona permanece aún en el marco de la puerta viendo
alejarse al “Emperador”, que ni vuelve la cabeza.
Cierra el
duque y se pavonea, mirando dominador a través del halcón.
Espantoso
ruido de motor. Es el rojo automóvil del “Emperador”, que arranca con estruendo
y apestando con el humo de su escape abierto.
Y allá va el
“Emperador” a lo largo del paseo de Colón, envuelto en humo y en las
explosiones del motor, hasta perderse frente a la Capitanía General.
El duque
vuelve hacia su mesa. ¡Se sienta, toma un papel con corona ducal en la esquina
y escribe: “Mi querido Alvaro...”
Si nuestro
lector prefiere conocer todo esto de manera más escueta y pon carácter oficial,
lea:
“...el
declarante visitó al Gobernador civil, señor Duque de Bivona,
rogándole que tuviese la bondad de decirle si por su autoridad o por la
judicial se había interesado o pensaba interesarse la detención del señor
Estévanez... Como el señor Duque de Bivona contestara
al declarante en sentido negativo y le afirmase además que no tenía motivo
alguno para molestar al señor Estévanez, a quien profesaba respeto y
consideración...”.
Oigamos a
Francisco Ferrer:
“Que,
efectivamente, recuerda que a mediados de mayo estuvo en Barcelona don Nicolás
Estévanez, que cree que le había anunciado por carta su llegada, y en compañía
de don Alejandro Lerroux fue a visitarle el declarante al Hotel de Oriente, o,
mejor dicho, se encontraron en dicho hotel, y después almorzaron con el señor
Estévanez, acompañándole al vapor en que aquél se dirigía a La Habana, regresando con el señor Lerroux al puerto, donde se
separaron y si antes no ha hecho estas manifestaciones ha sido por temor de que
pudieran perjudicar al señor Duque de Bivona, gobernador
civil de Barcelona, que conocía el paso del señor Estévanez por aquella ciudad.
“Preguntado
Ferrer si por sí solo o acompañado del declarante visitó Mateo Morral a don
Nicolás Estévenez durante su estancia en Barcelona y
si trataron o no de la publicación del folleto “Pensamientos revolucionarios”,
de Estévenez, dijo: Que con el declarante no visitó
el Mateo Morral al señor Estévenez, ignorando si lo
haría sólo el Mateo Morral”.
Oigamos lo
que sabía la Policía de Barcelona sobre la estancia de Nicolás Estévenez:
“...llegó a
esta capital en la tarde del 14 de mayo último, embarcándose en la del día
15..., pues vino de oculto por tener pendiente una causa en algún Juzgado de
esta capital por delito de imprenta... Hay la posibilidad de que tuviera
conocimiento de la venida, estancia y embarque de Estévanez en Barcelona el
Francisco Ferrer, puesto que el libro titulado “Pensamientos revolucionarios”,
de Estévanez, fue impreso en la imprenta del paseo de Gracia, 77, Siendo
llevado su original a dicha imprenta por Mateo Morral..., según ha manifestado
el regente de la misma, creyendo que se trataba de una publicación de la
Escuela Moderna le puso el sello y él pie de imprenta que acostumbraba a poner
en todas las publicaciones de la misma, ordenándole Mateo Morral que lo
quitara, así como él pie de imprenta.”
Seguramente,
muy escasos lectores recordarán quién fue Nicolás Estévanez, por lo cual
estimamos pertinente dar unos datos políticos sobre él.
Su nombre
completó es Nicolás Estévanez Murphy; por lo tanto, tiene sangre inglesa. Tomó
parte en la mayoría de las conspiraciones y pronunciamientos de los reinados de
Isabel II y de Alfonso XII. Con la República llegó a brigadier y a Ministro de
la Guerra. Era de la fracción federal más exaltada. Naturalmente, era masón del
más alto grado. Tenía prestigio entre los suyos de hombre austero; su historia,
sus tremendos mostachos y su larga y abundante perilla hacían de él la estampa
clásica del jerifalte militar republicano; estampa
del pasado aureolada por una buena propaganda que si a un Duque de Bivona hacía profesarle respeto y consideración..., ¡qué no
le profesaría un Morral a los veinticinco años en plena fiebre ácrata!
No creemos
esta inducción demasiado aventurada.
Recordemos.
Ferrer, cuando es preguntado, sólo dice que él no fue con Morral a ver a
Estévanez y que ignora si fue Morral solo a visitarlo.
Es decir,
Ferrer no niega que se vieran Estévanez y el regicida. Ignora si en el sumario
hay prueba del contacto entre los dos y elude su responsabilidad personal en
cuanto a haber ido juntos él y Morral a ver al viejo revolucionario; sabía bien
que juntos no habían ido, otra cosa era si se habían reunido ambos con
Estévanez, según distingue al hablar de la coincidencia suya con Lerroux en el
Hotel de Oriente cuando lo visita.
La realidad
es que Estévanez, Lerroux, Ferrer y Morral estuvieron juntos: Así lo refiere Constant Leroy, uno que fue luego del Comité Revolucionario
en la Semana Trágica, intimo de Ferrer y maestro en una de sus escuelas.
La presencia
del “prestigioso” Estévanez y su supuesta influencia en determinados grupos
militares republicanos fueron el último golpe para que Mateo Morral se
decidiera al regicidio.
Aun
resultando el atentado con tan poca fortuna como el cometido contra el Rey en
la rúe de Rohan de París, y aun detenido en el acto —algo muy difícil,
empleando la misma técnica—, la revolución triunfante había de liberarle,
pasando de la prisión a ser el héroe del pueblo en armas.”
No lo han
dicho los historiadores, ni habiendo en el mismo sumario muchas pruebas, pero
el regicidio de la calle Mayor no era un hecho aislado simplemente, pues era el
acto que, de tener éxito, debía ser la señal para una revolución.
Desde luego,
no hay ni una sola investigación ni una diligencia tratando de unir el atentado
con el complot revolucionario y, menos aún, intentando hallar la participación
y responsabilidad de Ferrer y Lerroux en el proyectado movimiento
revolucionario.
Más adelante
dedicaremos unas páginas a este aspecto del regicidio y a la extraña catalepsia
de Romanones, Ministro de Gobernación, y del Duque de Bivona,
gobernador de Barcelona.
Ahora
interesa seguir conociendo, hasta donde sea posible, los motivos que decidieron
a Morral a cometer el regicidio.
En la
“Causa” encontramos algo de un indudable interés.
Para no
repetirnos, copiamos:
“...Que el
señor Ferrer, director de la Escuela Moderna, que, como deja dicho el
declarante, hace algún tiempo comía en la casa de huéspedes, cuando se celebró
en París el juicio oral sobre el atentado de Su Majestad el Rey de España y
Presidente de la República francesa, fue a París para asistir a dicho juicio,
como testigo; que regresado de París el señor Ferrer y pasados algunos días, el
repetido señor Ferrer dijo al declarante que tenía encargo de París para buscar
alojamiento para una señorita que de la capital francesa tenía que venir a
Barcelona, y que teniendo el que habla habitación disponible no tuvo
inconveniente en ponerla a disposición de la citada señorita, la cual llegó a
Barcelona a los pocos días de haberle hecho el señor Ferrer tal encargo, cuyo
señor, que la aguardaba en la estación, la acompañó y presentó al que habla;
que la mencionada señorita no era francesa y sí de nacionalidad rusa,
permaneciendo en Barcelona hospedada en casa del decente unos cuarenta días
aproximadamente, en los cuales varias veces la visitó el Mateo Roca —Morral— y
la acompañó cuando dicha señorita salía fuera de casa; que al salir la misma de
casa del declarante marchó a Madrid, y que a los pocos días de su marcha el
Mateo se fue a vivir a casa del que habla”.
Aparece una
señorita rusa junto a Ferrer y Morral en los últimos días de febrero o primeros
de marzo; tres meses antes del atentado.
“Que no
recuerda la fecha en que se hospedó en su casa la señorita rusa, la cual se
llamaba, según consta en los registros del declarante, Nora Falk, y a este
nombre y apellido fueron dirigidos a la misma varios certificados desde Odessa,
según ella decía; que dicha señorita solía salir de paseo, o, por mejor decir,
salió algunas veces, aunque pocas, de paseo con las hijas de Ferrer, sin que
recibiera visitas en su casa, yendo a buscarla Roca —Morral—, mientras el señor
Ferrer y sus hijas, pues iban todos juntos, la esperaban a la puerta de su
casa; que ignora el objeto del viaje de dicha señorita a Barcelona, aunque ella
y Ferrer decían que venía por enferma, como efectivamente lo estaba al parecer,
y se medicinaba mucho, pero sin que fuera ningún médico a verla; que las señas
de dicha señorita eran: baja de estatura, de un grueso regular, rubia, ojos
azules, algo roma de nariz, bastante bien parecida sin llegar a ser guapa, de
unos veintitrés a veinticuatro años de edad y sin ninguna seña particular, y
hablaba correctamente el francés, aunque pronunciaba las erres y las haches
aspiradas de una manera extraña decía ser doctora en Filosofía y Letras.
...en casa
de don Cirilo Oñate, plaza de Cataluña, 12, tercero, casa que conocía el
dicente porque comía en ella con frecuencia y en la que se hospedó una señorita
rusa, que vino a Barcelona a atender al cuidado de su salud, que le recomendó
por un amigo de París Mr. Cordonnier (al margen hay
una nota que dice: “Mr. Condonnier. Señas; Portería
del Gran Oriente, rue Cadet, 16, París — Cordonnier”) profesor muy distinguido a quien conoció en
una logia masónica.
... que el
profesor Mr. Cordonnier, de París, que le recomendó
la señorita rusa, ignora dónde vive, pero darán sus señas en el Gran Oriente, rue Cadet, 16”
Registremos
el hecho. Hay relación de Morral con una joven rusa, la cual, a su vez, es
recomendada por un Mr. Cordonnier, que tiene su
dirección en la rue Cadet, 16, sede del Gran Oriente,
de Francia.
Si esta
joven y atractiva rusa vino a ejercer su influencia personal —esa influencia
ejercida por ellas en los latinos gracias a la buena literatura que han teñido—
queda siendo un secreto para el sumario, pues nadie se ha preocupado de
solicitar informes a la Okhrana rusa, ni a París, de
ella ni tampoco del Mr. Cordonnier... ¿Tanto respeto
le imponía el Gran Oriente al Conde de Romanones, al Duque de Bivona y al juez señor Del Valle?...
Por ello,
sólo podemos inducir la influencia femenina; pero sí afirmar la existencia de
un hilo que va de Morral a Nora, pasa por Cordonnier y, de éste, llega al Gran Oriente de Francia.
Por ahí
tiene presencia la Masonería extranjera junto al regicida; presencia muy
reveladora, sobre todo, al saberse tres años después, en 1909, que Francisco
Ferrer era, por lo menos, grado 32 de ese mismo Gran Oriente de Francia.
EL
REGICIDA MORRAL SALE DE BARCELONA PARA MADRID
Mateo Moral
sale Barcelona en el exprés de la noche del día 20 de mayo, tomando el tren en
el Apeadero de Gracia. En el vagón restaurante hace conocimiento con Fernando Ribed, a quien entrega una tarjeta comercial de su padre,
Martín Morral; después encuentra en el departamento a otro, Juan Peñalba, de
Sigüenza, a quien conoce de cuando era viajante de la fábrica de su padre.
Hasta este momento Morral no pretender ocultar su personalidad.
Llega a
Madrid en la mañana del 21 y se hospeda en el Hotel Iberia, de la calle Arenal,
2, y ocupa una habitación cuyo balcón da a la calle de Tetuán. El 24 por la
mañana se despide, debiendo cambiarle un billete de 500 pesetas. En este hotel
ha dicho llamarse “Mateo Moral”; como se ve, para su nombre falso tan sólo ha
suprimido una “r”.
Estos tres
días los ha empleado para informarse sobre el trayecto de la comitiva regia y
sobre las medidas tomadas por la Policía para seguridad del Monarca. En su
habitación de la calle Mayor se hallará un recorte de periódico con las normas
policíacas.
Al día
siguiente de su llegada, el 22, se presentó Morral en la pensión de la casa
número 88, piso cuarto, y alquiló una habitación, cuyo balcón da a la calle,
pues, según manifestó, quería presenciar el desfile.
LA BOMBA
Y EL COAUTOR
El 22 o 23
fueron compradas dos pequeñas cajas de acero —cajas de caudales manuales,
corrientes, para guardar dinero— en la ferretería situada en Peligros, 6 y 8,
con las cuales se confecciona la bomba.
El comprador
no es Mateo Morral; es alto, grueso, de unos cuarenta años, viste con cierta
elegancia, chaleco blanco de piqué, con cadena dorada de bolsillo a bolsillo de
dicha prenda. El individuo compra sobre la una de la tarde una caja, en su
clase, del tamaño mayor, pagando por ella treinta pesetas; pregunta si tienen
de un tamaño menor, y le muestran otra más pequeña, que no la compra en aquel
momento. Pero el mismo individuo volvió a las siete de la tarde, comprando la
caja menor que le habían mostrado por la mañana. La primera vez, vino a la
tienda en un coche de punto y se marchó en él; la segunda, no hay seguridad de
si vino en carruaje o andando.
Debemos
advertirlo. En la compra de las cajas de acero aparece un coautor del
regicidio; porque no es Morral su comprador. En todo el sumario no hay una sola
diligencia ni judicial ni policíaca para que los dependientes de la ferretería
traten de identificar al desconocido comprador, bien sea presentándoles
personalmente a los anarquistas detenidos en Madrid o las fotografías de los
ausentes.
Este
incógnito comprador se induce que puede ser el que fabrica la bomba.
En un
informe sobre la bomba se dice:
“... supone
el que suscribe que su contenido era exactamente igual al de la que fue
arrojada a Su Majestad en París el día 31 de mayo de 1905; esto es, de
dinamita; conteniendo como sustancias, cuya mezcla habría de provocar la
explosión, fulminante de mercurio y ácido sulfúrico separadamente en pequeños
tubos de cristal. Esta clase de bombas son, excelentísimo señor, de detenida
fabricación...
Según se
deduce, esta clase de bombas deben ser construidas por un experto. La que hizo
explosión se componía: de una masa de dinamita y de los dos tubos; uno de
fulminante de mercurio y otro de ácido sulfúrico, que, al romperse ambos por un
choque, se unían los dos líquidos, formando una “mezcla detonante”, la que
actuaba como fulminante para hacer explotar a la dinamita. Tubos de ácidos y
carga de dinamita debieron ser encerrados en la caja de caudales pequeña; una
vez cerrada con la carga, fue metida en la mayor bastó con quitarle a la menor
el asa para que pudiera cerrar la tapa de la mayor. Dados los estragos
causados, el espacio entre ambas cajas debió ser rellenado con metralla,
pequeños trozos metálicos, y cerrada también la caja exterior; le debió ser
puesta una fuerte abrazadera, sin duda, un hierro que se halló próximo a la
carroza, de unos 18 centímetros de. largo por 13 milímetros de espesor. La
gran fuerza de la explosión, dada la posible carga, sólo se explica existiendo
un impedimento mayor que el ofrecido por las dos débiles cerraduras de las dos
cajas; hubo de existir un anillo, cerco, que impidiera que saltasen las tapas,
la parte más débil, ocasionando, como se comprobó, que resultasen muy
fragmentadas, casi pulverizadas las estructuras de ambas.
Esta
“reconstrucción” es “a posterior!”, basada sólo en los datos de la “Causa”; por
cierto, bien escasos en cuanto a informes técnicos. No hay ni análisis ni
siquiera identificación de los fragmentos que han producido, nada menos, que 24
muertos y 107 heridos; es decir, que han alcanzado a 131 personas y a bastantes
caballos, para saber si son del mismo metal de las cajas o hay también, como parece
natural, otros metales en la metralla, cuya procedencia hubiera podido llevar
al descubrimiento del fabricante del mortífero artefacto
NUESTRAS
ACUSACIONES
Si nos hemos
detenido en este análisis, ha sido con el fin de probar la existencia de un
coautor del regicidio; probablemente un anarquista experto artificiero;
seguramente el mismo fabricante de la bomba que lanzaron contra el Rey en
París, exactamente el mismo día 31 de mayo, un año antes. ¡Ya fue ocurrencia
elegir para la boda el mismo día del primer aniversario de la bomba de la rue
Rohan!
Además de
probar la existencia del coautor, demostrar a la vez: que la bomba, fabricada
en Madrid, no fue construida ni en el Hotel Iberia ni en la casa de la calle
Mayor. Un cuarto de hotel o de casa de huéspedes no es discreto para la
complicada operación. Además, la naturaleza del artefacto, que puede hacer
explosión al menor golpe que rompa los tubos de cristal, no aconseja dejarlo
encerrado en una maleta, a merced del golpe de cualquier criada.
Y dicho
esto, nos limitamos a expresar nuestra gran extrañeza no viendo en la “Causa”
rastro alguno de que se lanzase la mayor fuerza de la investigación, una vez
hallado y muerto Morral, tras el misterioso comprador de las cajas metálicas.
Hallado él, la cuestión de la complicidad de Ferrer y demás delitos accesorios
buscados en la “Causa”, ya. hubiera sido cosa fácil, porque este supuesto “técnico”
en bombas no podía ser un anarquista novato, desconocido, sin fichar y sin
antiguas y conocidas relaciones.
¿Qué les
imponía al Ministro de la Gobernación, Romanones, y al gobernador civil, Ruíz
Jiménez. Primer Jefe de la Policía madrileña, su extraña catalepsia?
Además, el
volante con la entrada del Mateo Moral ha sido entregado en el Gobierno Civil,
que es entonces el centro policiaco de Madrid. Adviértase: Un joven, veintiséis
años, soltero, de Barcelona (la Ciudad Condal tenia bien merecida fama de ser
cuna y albergue de anarquistas), que el día 22 se hospeda en la calle por donde
ha de pasar la comitiva real, precisamente a unas docenas de metros del
Gobierno Civil. Ignoramos qué circunstancias personales y estratégicas podían
incitar más a que la Policía hubiera visitado al huésped de la calle Mayor.
Faltaban nueve días para la boda del Rey, un simple telegrama a la Guardia
Civil de su pueblo natal, Sabadell, que lo conocía como anarquista, o dirigido
a Barcelona, donde también era conocido como tal —el día 1 de junio, al día
siguiente del atentado, el Inspector señor Tressols ya mandaba detener a Morral—, sólo eso hubiera bastado para evitar el atentado.
No se ordenó
identificar a un joven catalán, ocupante de uno de los balcones del trayecto
que debía recorrer la comitiva real, ni siquiera teniendo la experiencia de lo
sucedido un año antes en París.
Extraño,
extrañísimo, es que no se interrogase e identificase a Mateo Morral, habiendo
en Madrid quien podía identificarlo y acusarlo con gravedad bastante para ir a
la cárcel y, acaso, también a la horca.
“Acudió a
Madrid el personal más experto de las Policías francesa, alemana, inglesa e
italiana. La Sección de Orden Público del Ministerio, confiada al veterano don
Emilio Moreno, trabajaba sin descanso; se ponían en manos de los agentes de
vigilancia, especialmente de Barcelona, de Madrid y de la frontera, las
fotografías de los más conocidos anarquistas. Los jefes de la Policía extranjera
enfocaban principalmente su atención sobre los cómplices y autores del atentado
de 1903 contra el Rey en París. Este atentado no pudo evitarse, a pesar de la
bien organizada Policía de París y no obstante haberse anunciado con muchos
días de antelación en un mitin celebrado en la Bolsa del Trabajo y saberse
hasta los nombres de los presuntos regicidas de la calle de Rohan. Estos
parecían seres fantásticos, de tal modo burlaban los afanes de la Policía por
encontrarlos. No he olvidado el nombre de dos de ellos, españoles ambos, que de
tal manera me quitaban el sueño.
Si el
atentado en París no pudo impedirse, más difícil era evitarlo en Madrid, donde,
notoriamente, resultaban insuficientes los medios de que disponía el Ministerio
de la Gobernación”.
¡Qué haría
Romanones con el “personal más experto” de la Policía europea?
Porque si
los policías franceses ven a Morral vivo, hubieran dicho lo que dijeron
viéndolo muerto:
“¡Este
hombre es Faras!”
Farras era
el apellido con el que conocía la Policía de París a Morral, como coautor del
lanzamiento de la bomba contra el Rey en la calle de Rohan, y con cuyo apellido
figuró en aquella causa.
Por ahora,
nada más; volvamos a los hechos.
ATENTADO
Y FUGA DE MORRAL
Sin la menor
molestia, pasando diariamente y forzosamente por la puerta del Gobierno Civil,
el “alto centro policíaco”, Morral puede llegar tranquilamente al día 31 de
mayo.
La noche
anterior volvió a la casa de once a doce de la noche; debía llevar entonces la
cajita-bomba; pero el fondista dice que no advirtió que llevase ningún bulto.
Se encerró y
ya no se le vio hasta las once del día siguiente, en que pidió a la patrona un
poco de bicarbonato, porque, según dijo, le había sentado mal la cena.
Según
advirtieron, Morral mantenía las persianas del balcón entornadas y, mirando por
el ojo de la cerradura, el hostelero lo vio sentado.
Y ya nadie
se ocupó de él.
Sobre las
tres de la tarde se empezaron a oír cada vez más próximos los vivas y aplausos.
La carroza real se aproximaba. Llegó frente a la casa y los gritos y aplausos
ensordecían.
Algunos
vieron descender un gran ramo de flores. Y se produce una explosión que atronó
y derribó a las gentes en un amplio radio.
En el mismo
piso de la casa hay heridos y dos o tres muertos y varios que sufren conmoción,
perdiendo el conocimiento.
La bomba ha
explotado al chocar con los cables del tranvía y estos muertos se hallan en el
cuarto piso; tal es la fuerza explosiva del artefacto.
Los muertos
en el acto y ulteriormente son 24, y los heridos, la mayoría graves, llegan a
107.
Morral
resulta herido en la mano derecha; esto podría indicar que la explosión se ha
producido antes de chocar la bomba en el suelo, no dándole tiempo a retirarse
por completo del radio de acción del explosivo; lo que también explicaría el
que los Reyes salvasen la vida, por haberlos protegido el techo de la carroza.
Morral
aprovecha el primer momento de la confusión y gana la escalera de la casa; en
el tramo de uno de los pisos se cruza corí un huésped y le pregunta sin
detenerse: "¿Qué ha pasado, qué ha pasado?”
Atraviesa el
portal de la casa entre muertos, heridos y accidentados y gana la calle.
Puede darse
cuenta que ha fallado el regicidio.
Nadie se
fija en él, tal es la confusión y mortandad; son muchos los muertos, pero
parecen más porque hay en tierra muchas personas, sobre todo niños y mujeres
atropelladas por los que huyen.
EN “EL
MOTIN” CON NAKENS, EL "APOSTOL” ANTICLERICAL
Mateo Morral
llegó de tres y media a cuatro —como declara Nakens—
a la imprenta y redacción de El Motín, situada en la calle de Ruiz, 4. Según
dirá su encubridor, “llegó preguntando”. La media hora que pasa entre el
atentado y la llegada indican que Morral ha marchado demasiado bien orientado
para un hombre que ignora en un Madrid hacia donde se dirige.
Morral llega
antes que haya podido nadie ir a dar la noticia del atentado a Nakens; incluso, llega después un tal Modesto Moyron, que viene a decirle que a su hija, hija de Nakens, no le ha sucedido nada, pues había ido con él a
presenciar el paso de la comitiva desde un balcón de la casa número 68 de la
calle Mayor. El Moyron llega después, y éste si
conoce bien la situación del local de “El Motín”.
Morral dice
a Nakens: “Acabo de tirar una bomba al Rey en la
calle Mayor; creo que no le he dado, pero hay desgracias; leí hace tiempo lo
que usted escribió sobre Angiolillo. ¿Me delatará
usted?”
En este
momento entró uno dando a Nakens la noticia del atentado;
poco después, llegó el que acompañaba a su hija.
Cuando
llegan, Nakens hace pasar al desconocido Morral a
otra habitación.
Seguidamente
despide a los visitantes y a dos empleados; cierra Nakens con llave el edifico y se marcha, dejando a Morral encerrado. Luego vuelve y,
ya solos, hablan. No dice de qué Nakens; pero salen
juntos y toman un tranvía para Cuatro Caminos y desde allí se dirigen a la
Ciudad Lineal.
Durante el
tiempo que ha permanecido solo, Morral se ha cortado el bigote con unas
tijeras.
Pero antes
de tomar el tranvía es advertido e invitado Nakens por unos amigos que se hallan en una taberna, y deciden entrar y aceptar la
invitación. Allí permanecen, comentando el crimen del día, entre vaso y vaso,
sin que Morral transparente ninguna emoción.
Al fin toman Nakens y Morral el tranvía de la Ciudad Lineal, donde
llegan cuando empieza a oscurecer.
Para cogerle
de improviso, Nakens conserva toda su lucidez y se
comporta como un buen “técnico en fugas”; deja encerrado a Morral, sin que lo
adviertan visitantes ni empleados; vuelve luego para llevárselo, ya sin bigote;
permanece hasta que oscurece —es fin de mayo, de siete a ocho—, bebiendo copas
en una taberna. Todo esto es algo que no puede imaginar y, sobre todo, no puede
localizar el policía más experto. Sin duda, Nakens —como hubiera sido natural— debía esperar que, después de un atentado tan
horrendo,, hubiera una redada general fulminante, de la cual él —en quien Angiolillo se confiara comunicándole su proyecto magnicida—
no se podía salvar. ¡Qué policía podía imaginar al “austero” Nakens, con su barba blanca tan respetable y su porte
“apostólico”, “tirándose lingotazos” de tinto en el ventorro de “Canuto”, en
las afueras de Cuatro Caminos!
Nakens no iba por acaso a la
Ciudad Lineal. Empleado como inspector en aquella línea de tranvías tenía él
un correligionario de todo fiar: Isidoro Ibarra.
Aquí está
mintiendo Nakens. Luego declaró él y su empleado Pedro
Mayoral que éste les había acompañado a Morral y a él en todo su recorrido y
gestiones.
Con Ibarra,
que sabe donde vive, van a casa del viejo anarquista Vicente Daza, pidiéndole
que aloje a un “obrero”, Morral; a lo que accede; pero cuando le dicen que éste
es “italiano” y que tiene miedo que lo detengan por lo que ha sucedido, se
niega a admitirlo en su casa.
Este Daza,
cuando es detenido por sospechoso el día 5 de junio, cuenta lo que le propuso
Ibarra al anochecer del 31, y da las señas personales de Morral.
Si Romanones
y Ruiz Jiménez ordenan una batida general de anarquistas y de gentes de extrema
izquierda en cuanto se cometió el atentado, antes de aparecer muerto Morral,
muy otro hubiera sido el cariz de aquel sumario, donde tantas coartadas bien
fraguadas resaltan.
Pero
¡cómo detener a masones de tan alto grado como un Nakens !
Abreviemos.
Ya entrada
la noche, llegan a casa de un tal Bernardo Mata, antiguo sublevado con
Villacampa, que ha permanecido varios años en la emigración, que vive por las
Ventas con su mujer, medio tonta, y un hijo. Hace valer Nakens su ascendiente y prestigio sobre el Mata y éste admite a Morral, que ha
esperado en las inmediaciones.
Le disponen
un saco de paja en el suelo, unas sábanas y una manta, y allí rinde su cuerpo
aquella noche el regicida.
Nakens se vuelve a su casa,
junto con sus dos acompañantes.
Con sorpresa
oye que no se ha presentado ningún policía en su casa ni en la redacción de El
Motín.
Su detención
sólo se realiza siete días después del atentado, el día 6 de junio. Sólo cuando
lo señala Daza, el día anterior, el 5, como acompañante de uno que trata de
esconderse y tiene todas las señas personales de Morral. Aún le dan a Nakens veinticuatro horas de tiempo... para que pueda
preparar mejor sus declaraciones. ¡Tanto puede sobre un Gobierno presidido
por el h. Cobden, y del que es Ministro de la
Gobernación Figueroa Torres, la Masonería!
DISFRAZ,
SALIDA DE MADRID, HOMICIDIO Y SUICIDIO
Mateo Morral
descansaba sobre su saco de paja cuando, sobre las cuatro de la mañana, salía
para el trabajo Bernardo Mata y su hijo, llamado Progreso. Como se ve, el
regicida se hallaba en casa de una familia de ideas ácratas muy secretas, este
“santo”, “San Progreso”, patronímico del hijo, lo proclamaba.
Poco después
se levantó la mujer, Concepción Pérez Cuesta, y Morral le pidió que le comprara
un traje de mecánico y la ropa necesaria para dejar el que llevaba.
Ella compró
en la calle de Toledo lo encargado y volvió a su casa, pero como no comprase
gorra ni alpargatas, le entregó estas prendas de su hijo. Vistiendo Morral
aquellas ropas, metiendo en un saco las que había llevado hasta entonces y con
él sobre un hombro, se marchó sobre las diez de la mañana; sin decir adiós
siquiera.
Hasta la
tarde del día 2; es decir, durante treinta y cuatro horas, se ignoran las
andanzas de Morral. Debió vagar por las afueras de Madrid.
Sobre las
seis de la tarde, aparece Morral en la puerta del ventorro de los Jaraíces,
término de San Fernando del Jarama, donde pide que le hagan una tortilla.
Pero la
mujer del ventero advierte que sus señas coinciden con las que se han dado del
regicida y llama a su marido; éste lo comprueba y monta en una muía para ir a
Torrejón de Ardoz a dar cuenta a la Guardia Civil. ¡Por fin, unos policías!,
¡los ventorreros!
Poco después
llegó el guarda jurado Fructuoso Vega y dos vecinos para tomar unas copas,
recayendo la conversación en el atentado de los Reyes, y al hablar de que el
autor tenía herida una mano, Morral, disimuladamente, se quitó un vendaje que
llevaba en la mano derecha, lo que, advertido por el guarda, lo determinó a
aproximarse al criminal, diciéndole que lo debía detener. Palideció el
regicida, pero no mostró resistencia, saliendo de la casa delante del guarda.
No se habían
alejado cincuenta metros y sonó una detonación. Cayó el guarda. Morral
emprendió la huida; pero unos veinte metros más allá, se disparó un tiro en el
pecho, cayendo a tierra en el acto.
Sin más
detalles útiles a extraer de él para este estudio del regicidio, Morral sale de
escena.
EN
BARCELONA..., ¿QUE HACE S. E. EL DUQUE
DE BIVONA?
Como ya se
ha visto, Romanones había hecho venir a los “más expertos” policías europeos.
Pero ¡qué pena!, no había hecho venir a los mucho más expertos policías de
Barcelona; aunque, faltando a la verdad, lo afirme en su libro.
En la
“Causa” no figura; pero en el momento de llegar a Barcelona la noticia de que
había sido cometido un atentado contra el Rey por un individuo llamado Mateo
Moral, el Inspector de Policía señor Tressols extrajo
de su bolsillo varias fotografías, escogió una y se la mostró al señor Duque de Bivona, diciéndole:
“Mateo
Morral Roca, autor del atentado contra el Rey.”
Aunque no
mencione la “Causa” tal episodio, ella lo prueba, porque hay en uno de sus
folios una diligencia, fecha 1 de junio, a las cuatro de la tarde, en la cual,
por orden del señor Tressols, otro Inspector, el
señor Ramírez, interroga al padre de Mateo, Martin Morral, y registra su casa.
El mismo día
han sido interrogados Félix Sanmiguel, tío de Morral, y Francisco Massip, cuñado. Y saben que Morral puede disponer de siete
a ocho mil pesetas.
El mismo
día, se informan de que Morral se ha hospedado hasta el 5 de mayo en la plaza
de Cataluña, 12, tercero primera, y acompañó a la mujer rusa relacionada con
Francisco Ferrer, el cual recomendó a Mateo Morral, bajo el nombre de Mateo
Roca, para qué se hospedase en aquella fonda, y que poco después, el 5 de mayo,
ya dormía en la Escuela Moderna.
Como podemos
ver, la Policía de Barcelona, en cuanto se le ordena actuar, ha dado en el
blanco: Mateo Morral, Francisco Ferrer, Escuela Moderna.
Como se ve
por las fechas —todo es el día 1 de junio— Morral no es conocido en Madrid más
que como Moral; se saben sus señas personales; pero no ha sido aún visto,
porque se suicida después de las seis de la tarde del día siguiente.
Sin duda,
hubo siempre grandes policías en España... Naturalmente, no decimos con ello
que hubiera una “gran Policía”, ni siquiera decimos que hubiera Policía.
La Policía
no es tan sólo una entidad formada por policías; la Policía tiene algo muy
esencial que no radica en los policías, una cosa que se llama “Autoridad” y
“Superioridad”; entonces encarnadas para toda España en Romanones; para Madrid,
en Ruíz Jiménez, y para Barcelona, en el Duque de Bivona.
TIEMPO Y
COMPAS EN LA “SUPERIORIDAD” Y EN LA “AUTORIDAD”
Como hemos
visto, el día 1 ya sabían mucho los policías de Barcelona sobre Morral y
Ferrer; a las cuatro de la tarde ya estaban en casa de su padre; no consta la
hora en que visitaron la fonda de la plaza de Cataluña y supieron que se
hospedaba Morral en la Escuela Moderna; pero, si no fue antes, no sería mucho
después.
Pues bien;
el señor Duque de Bivona no pide mandamiento judicial
para entrar y ocupar el equipaje de Morral en la Escuela Moderna hasta el día 2
de junio, día en que se verifica el registro, ¡y qué registro!
REGISTRO Y
PRIMER CONTACTO CON FRANCISCO FERRER GUARDIA
Con todas
las de la Ley, con mandamiento judicial, aun cuando la Escuela Moderna no era
un domicilio particular, entra la Policía en el establecimiento de enseñanza.
Deben ya esperarla, pues allí está Ferrer, Soledad Villafranca y Mariano
Batllori y Visetti, un anarquista, “hombre para todo”
en la Escuela, que habita, según manifiesta, en el piso primero, tercera
puerta, de la misma casa.
El
mandamiento limita la facultad de los policías a buscar y ocupar el equipaje de
Mateo Morral y nada más. Y, respetuosos con el mandato judicial, que se contrae
a lo solicitado del Juez por el Duque de Bivona —respetuosos los policías, y bien sabrían por qué—, se limitan los Inspectores
a buscar el baúl o la maleta de Morral, y nada más. Como si aquellas tres
personas fueran el personal de una fonda y no tres anarquistas de la mayor fama
y como si aquel local no fuera una fábrica para producir “anarquistas en
serie”.
“…no se
encontró en el repetido piso ningún baúl, maleta, manta de viaje ni abrigos que
pudieran demostrar pertenecer a Mateo Morral, haciendo constar las tres citadas
personas que responden de una manera firmísima de que el mencionado Mateo
Morral jamás ha traído ni entregado a ninguna de las citadas personas el equipaje
que se indica, exceptuando el señor Batllori, que dice hará un mes
aproximadamente la planchadora de Mateo le entregó ropa limpia de la
pertenencia del citado Mateo para que se la entregase a éste, como así lo hizo
el señor Batllori...
...manifestó
el señor Ferrer que (Mateo) era encargado de la Biblioteca de las publicaciones
de la Escuela; que Mateo Morral se despidió de las tres personas que se
interrogan el día 20 del pasado mes de mayo, diciendo que se ausentaba de
Barcelona por unos días para reponerse de la salud...
Preguntado
el señor Ferrer para que manifestase qué ideas políticas había notado en Mateo
Morral dijo: Que únicamente le había notado ser enemigo furibundo de todos los
partidos políticos, pero que jamás le oyó hablar de la Anarquía, suponiendo el
dicente que el Mateo Morral no profesaba ideas anarquistas”.
Esto es
todo. Según se ve, los policías parecen buscar el equipaje de un ladrón de
bicicletas, no el de un regicida que ha asesinado a 24 personas y ha herido a
107. No se interroga por separado, en busca de contradicciones, a sus tres
cómplices; no se traspasa el estricto límite del mandamiento judicial, pues no
hallando baúl, ni maleta, ni gabán, cosa que pueden comprobar dando un paseo
por las habitaciones, ya no hacen nada, como si lo importante fuera el continente
del equipaje y no su contenido, y éste no pudiese hallarse sino en el baúl o en
la maleta; como si nadie hubiera podido ocultarlo en cualquier otra parte de la
Escuela.
Ya hemos
dicho que esa extraña cortedad policíaca tendría sus motivos. Desde luego,
aquellos policías de nombramiento arbitrario gubernamental sabían muy bien
hasta dónde podían llegar sin perder el empleo fulminantemente. Y, a no dudar,
sabían bien lo que les pasaría si se pasaban una línea del mandato judicial,
limitado por la estricta petición del duque de Bivona en aquella diligencia con el director de la Escuela Moderna, personaje
internacional, jefe de Lerroux, superjefe del
gobernador, como “contratista” de la tranquilidad pública de Barcelona.
Este
“miramiento” se tenía con Ferrer, a pesar de que:
“...por
orden del señor inspector general de Policía dispuso que el inspector de clase
don Simón Oliva vigilara al director de la Escuela Moderna desde el 22 ó 23 de mayo, sin que el expresado inspector notara nada de
particular hasta el día 30, en que le llamó la atención no ver salir a Ferrer
de su casa, y como tampoco le vio salir el día 31, subió en la tarde de dicho
día con el pretexto de hablar del ingreso de dos niños en el colegio, y una señorita
que salió a recibirle le manifestó que el día antes habla marchado el director
a París; que, en vista de esto, ya no continuaron vigilando, hasta que ayer se
supo, por conducto del inspector don Antonio Ramírez, que Ferrer ya estaba de
regreso en Barcelona, habiendo manifestado a Ramírez la misma señorita a que ha
hecho antes referencia que, habiendo tenido noticia Ferrer, antes de llegar a
Port-Bou, del atentado contra el rey en Madrid, retrocedió, no sabe por qué
motivo, pero podrá explicarlo el señor Ramírez; que, como al tiempo de
encargar el Gobierno a la Inspección General de Policía la vigilancia de
Ferrer, ordenó que se averiguasen las relaciones de éste y si había estado en
París, el declarante se avistó con él tomando un pretexto oportuno, y le
manifestó Ferrer que había estado en París por asuntos profesionales, y habla
conferenciado con don Nicolás Estévanez y con Carlos Malato... El citado sujeto
fue a París para declarar, juntamente con Lerroux y Estévanez, en el juicio de
la causa sobre el atentado contra Su Majestad el Rey y al señor Presidente de
la República francesa”.
Como vemos,
Ferrer, relacionado con el atentado cometido contra el rey en París, puede
estar ignorado para la Policía desde el día 30 de mayo hasta el día 2 de junio.
Y habiendo acaecido otro atentado contra el rey, con características idénticas
al de París, durante su desaparición, el gobernador no se cree con derecho ni
motivo para detenerle, interrogarle y registrar su establecimiento y domicilio.
Técnicamente, podía ser él autor o coautor material del regicidio; y,
prácticamente, se le hubiera podido demostrar que durante aquellos cuatro días
estuvo preparando un movimiento revolucionario, que estallaría si tenía éxito
el regicidio.
Pero de todo
esto no hay ni rastro en todo el sumario; el “cargo” que se le quiere probar es
el de “complicidad” con Morral por el camino unilateral de sus
declaraciones—tan sólo de sus declaraciones—prestadas muy tarde, pues a Ferrer
no se le detiene hasta el día 4 de junio, cuando ha tenido tiempo de preparar
cuantas coartadas estimó necesarias.
Pero no
adelantemos. Los policías no quedan satisfechos con el resultado de su entrada
en la Escuela Moderna el día 2; buscan y encuentran al mozo de cuerda que ha
trasladado el equipaje de Mateo Morral de la Plaza de Cataluña al edificio de
la Escuela Moderna, y éste les precisa que lo depositó en el piso 3.°, puerta
primera del citado edificio. Los porteros dicen que el cuarto está arrendado
por Francisco Ferrer; pero a éste nadie lo encuentra, y debe ser forzada la
puerta.
Ferrer ha
mentido en su primera declaración; ha mentido su asociado Batllori, que vive en
la misma planta, en la puerta 3, y Morral, en la 1; este Batllori no será nunca
detenido, y, naturalmente, ha mentido Soledad Villafranca, que se pasa el día
en el edificio con su hermana
REGISTRO
EN EL CUARTO DE MATEO MORRAL Y PRUEBA MATERIAL DE SU RELACION CON FERRER
Por fin, el
3 de junio—han pasado cuatro días desde el regicidio y dos desde el suicidio de
Morral—la Policía puede entrar en el cuarto ocupado por el regicida, en la
misma casa de la Escuela Moderna, en el piso 3.°, puerta 1.
De interés,
la Policía encuentra lo siguiente: dos cajas de cápsulas para pistola “Browing” y gran húmero de folletos con distintos títulos,
entre los cuales hay los titulados En guerra y Pensamientos
revolucionarios (éste es el de Estévanez); pasquines del 1 de mayo, un
ejemplar del folleto titulado L’Internationale. En realidad, como se comprobará en otras diligencias, el cuarto de Morral es
una prolongación de la Biblioteca y Editorial de la Escuela Moderna. Por ello y
por su empleo, la íntima relación entre Morral y Ferrer queda establecida.
Ya no es
posible dejar a Ferrer en libertad. Muchas horas lo ha de meditar aún el señor
duque de Bivona, pues hasta el día siguiente, 4, no
son presentados Ferrer y Soledad Villafranca al juez.
A la
declaración de ambos procede la de un inspector de Policía, el cual manifiesta
que el día 2 se personó en la Escuela Moderna, y que:
“Soledad
Villafranca le manifestó que el director del colegio estaba fuera de la casa,
pero no de Barcelona, pues había regresado aquel mismo día por la línea de
Francia, para donde salió hacía dos o tres días; pero habiéndose enterado en el
camino del atentado contra Sus Majestades en Madrid, y de que sonaba el nombre
de Morral como autor del mismo, retrocedió para enterarse y regresó a
Barcelona; que, por orden del Juzgado, hizo ayer diligencias eficaces para
descubrir el paradero del citado Francisco Ferrer y de dicha señora doña
Soledad, y hubo de averiguar que ambos se hallaban en una casa-torre de Gracia
(paseo del Monte, 53), donde han sido hallados esta mañana”.
Sigue la
declaración de Soledad Villafranca; ella y Ferrer han sido detenidos ambos en
su común domicilio, paseo del Monte, 53, torre (Gracia), y de interés dice:
“... que
hace dos años entró en el mismo colegio, en calidad de alumna, una niña de unos
siete años, llamada Adelina Morral; que, como profesora de la niña, conoció a
su hermano Mateo Morral; que Mateo Morral había contraído una viva pasión por
la declarante, y hace cosa de un mes, aprovechando la ocasión de hallarse a
solas en el colegio, le manifestó que estaba profundamente enamorado de ella
desde hacía tres años, es decir, desde que la conoció, y se había abstenido de
manifestarle esta pasión porque era completamente refractario al vestido que
usaban las señoritas, porque eso demostraba que estaba en ellas la vanidad tan
arraigada que no les permitía llegar a la emancipación que él deseaba,
citándole modelos de mujeres ajenas a esta especie de esclavitud del vestido, a
mujeres extranjeras, que no usan corsé y llevan falda corta, que les permite
dedicarse a los mismos deportes que los hombres, creyendo además indigno de una
señorita de las relevantes dotes que él suponía en la declarante vistiera telas
y encajes que suponían un gran sacrificio, semejante a la esclavitud a las
pobres obreras que tenían que fabricarlos, siendo explotadas por las clases
superiores de la sociedad; que la declarante le manifestó que no podía corresponder
a su pasión, y entonces mostró un gran desconsuelo, y hasta lloró; que don
Francisco Ferrer, director del colegio, no tiene con la declarante más
relaciones que las que median entre director y profesora del colegio, como
tampoco tenía con Mateo Morral más que las nacidas con motivo de los cargos que
ejercía en el colegio; que el citado director hace frecuentes viajes a París
por tener allí familia e intereses, y el día 30 de este mes se dirigió a dicha
capital francesa, pues al llegar la declarante al día siguiente por la mañana
al colegio encontró una nota, en que aquél le participaba el viaje y le hacía
varios encargos; pero no llegó a París, pues el día 1, cuando fue la declarante
al colegio, ya le encontró en él, y hubo de manifestarle que en el camino
durante su viaje a París había tenido noticia del atentado contra los reyes en
Madrid, y de que sonaba el nombre de Morral como autor de . dicho atentado, y
de tal manera se afectó que regresó a Barcelona”.
Y, por fin,
viene la declaración de Ferrer, que de interés dice:
“... que
conocía a Mateo Morral desde hará unos tres años, con motivo de haber traído a
una hermana suya, llamada Adelina, para que se educara en la escuela de que el
dicente es director; que con este motivo, el Mateo hacía frecuentes visitas a
la escuela, y como era de carácter tan simpático, llegaron a trabar amistad,
por lo que el dicente le propuso, y él aceptó, que se encargara de la
biblioteca; y después de enterarse de las condiciones en que en la casa se
trabajaba, podría, si lo creía conveniente, encargarse de la dirección editorial,
y hasta quedarse por su cuenta con el negocio; que, en efecto, hará unos cuatro
o cinco meses se encargó el Mateo de la biblioteca, y tanto le agradó esta
clase de trabajo, y tan bien le pareció al dicente la forma en que desempeñaba
su cometido, que hará unas tres o cuatro semanas convinieron en que el 1 de
este mes le haría cesión definitiva, y desde esta fecha corría la biblioteca de
cuenta del Mateo; el día 20 de mayo se despidió el Mateo, diciendo que no se
encontraba bien de salud, y que iba a descansar, sin que le indicara el punto
a que pensaba dirigirse, aunque el dicente creyó que iba a Sabadell, y recuerda
que fue el día 20, porque en ese día dio una conferencia en la escuela el
doctor Martínez Vargas; que aunque creía que el Mateo le había de escribir
dándole noticias del punto en que se encontraba y cómo seguía de salud, no ha
tenido noticia ninguna de él hasta el día 1 del corriente, en que con gran sentimiento
se enteró por los periódicos en que se le acusaba como autor del atentado
contra Sus Majestades, y que tantas víctimas inocentes causó en Madrid el día
31 de mayo; que se enteró del hecho en esta capital, de donde no había salido,
porque aunque había proyectado un viaje a París y lo había anunciado la
víspera, o sea el día 31, lo suspendió al enterarse del acontecimiento...; que,
a principios de año, el Morral se separó de su padre y se vino a Barcelona,
hospedándose en una casa de la Rambla de Cataluña, cuyo número ignora, y como
pasado algún tiempo manifestara estar descontento de su hospedaje, el dicente
le indicó que, si le agradaba, podía hospedarse en casa de don Cirilo Oñate,
plaza de Cataluña, 12, tercero, casa que conocía el dicente porque comía en
ella con frecuencia, y en la que se hospedó una señorita rusa, que vino a
Barcelona a atender al cuidado de su salud, que le recomendó por un amigo de
París, Mr. Cordonier (al margen hay una nota, que
dice: “Mr. Cordonier. Señas: Portería del Gran
Oriente, rue Cadet, 16, París.—Cordonier)”,
profesor muy distinguido, a quien conoció en una Logia masónica; que, a pesar
de la confianza que mediaba entre el dicente y el Morral, nunca le hizo
confidencia alguna que le pudiera hacer sospechar que abrigara propósitos
criminales”.
Vienen
después varias declaraciones del personal de la Escuela Moderna; José Carola,
catedrático; Andrés Martínez Vargas, Odón de Buen, Ángeles Villafranca, Teresa Ginebrida, Mariano Batllori, etcétera, etc., todas sin
ningún interés, pues todas coinciden con la de Ferrer en absoluto. Tiempo han
tenido todos para ponerse de acuerdo. Pero debe advertirse que la autoridad
judicial, sin duda, estima cierto cuanto le dicen, porque no hay una sola
diligencia para buscar contradicciones entre los declarantes; es decir, viendo
como se veía, la coincidencia, debieron pedir ciertos detalles, para, una vez
comprobados, si se hallaban contradicciones, llegar a la conclusión de que la
coincidencia no procedía de haber dicho todos la verdad, sino de un previo
acuerdo entré los declarantes. Resulta ser esto una técnica tan elemental en
materia sumarial, que es muy extraño, muy extraño, que no fuera empleada, sobre
todo teniendo en cuenta el gran interés del sumario instruido.
Dentro de lo
normal, no hallamos causa ni justificación adecuada, ni el mejor técnico
creemos que pueda encontrarla; por tanto, dentro de lo racional debemos
buscarla en lo “anormal”..., y de “anormal” no hallamos más que la calidad
masónica de los interrogados. La de Ferrer tiene constancia en los mismos
folios del sumario; la de Odón de Buen, no muchos años después Gran Maestre del
Gran Oriente, debía constarle al juez o al fiscal y, desde luego, al duque de Bivona...
Y saber un
simple juez que los declarantes eran “hermanos” del presidente del Consejo, el
hermano Cobden, era para imponerle respeto y
comedimiento.
FERRER EN
MADRID; LA PRUEBA DE SU COMPLICIDAD
La prueba no
se obtiene por ninguna diligencia especial del juez ni de la Policía; cuando se
adquiere es en el día 9, y en ese día—van diez desde el atentado—aún no se le
ocurrido a nadie efectuar un registro en la Redacción de El Motín; no hablemos
del domicilio particular de Nakens o de los demás
encartados, que nadie registrará nunca.
La prueba la
facilita espontáneamente Nakens, cuando se cruza con
Ferrer en la Cárcel Modelo, al ser llamado a declarar. Indudablemente, da la
prueba a impulsos del miedo, temiendo que las cartas de Ferrer y suyas han sido
ya ocupadas en Madrid y en Barcelona. Gran sorpresa debió sufrir Nakens al enterarse de que nadie había buscado pruebas
documentales ni en la Escuela Moderna ni en El Motín hasta la fecha.
Veamos lo
esencial de lo declarado por Nakens:
“...a
finales del año 1905 dirigió, no recordando si en noviembre o en diciembre, una
carta al Ferrer, que obra en su libro copiador que se halla en la Redacción,
diciéndole que se hallaba en mala situación pecuniaria, y que viera si le podía
colocar libros, que había reunido en su biblioteca, a cualquier precio, para
ver de sacar algún dinero y no dejar de publicar el periódico El Motín,
contestándole el Ferrer que no podía hacer la colocación de libros; que tampoco
entonces podía facilitarle ninguna cantidad, aun cuando el declarante no se la
pedía, y que si realizaba el empréstito que esperaba, quizá entonces podría
hacer algo con el declarante: que, sin haber mediado más comunicación, no
recuerda si fue el día 20 de mayo último, pero sí en la última decena del
mismo, recibió una carta del Ferrer, que conserva en la Redacción, y que ha
guardado y sabe dónde está su auxiliar Pedro Mayoral, en la que aquél le decía
que, aunque pareciera extraño que un anarquista como él se dirigiera al que,
como el declarante, les habla combatido, estimando sus trabajos, le rogaba que
le remitiera original para dos tomos para la enseñanza de los niños de la
Escuela Moderna, y, desde luego, le incluía un talón e 1.000 pesetas contra el
Banco de Barcelona”.
Veamos la
correspondencia cruzada, que se ocupa:
“Escuela
Moderna.—Barcelona, 26 de mayo de 1906.—Mi querido amigo: Por fin he obtenido
un crédito, que me permitirá concluir la biblioteca de la escuela y también
ayudarle a usted en algo, ya que no en todo, lo que me ha solicitado. Le
adjunto un talón de 1.000 pesetas, que cualquier banquero le abonará pasados
los días requeridos para hacer su cobro en ésta. No destinaremos estas 1.000 pesetas
a la compra de libros propuesta por usted, sino, si usted quiere al pago de dos
manuscritos que me hagan dos tomitos de 160 ó 200
páginas, como los de nuestra biblioteca, original que no me corre prisa
recibir, si tiene usted algo más importante que hacer. Me acuerdo que usted me
había hablado de una porción de originales que pensaba usted imprimir al
morirse, o, mejor dicho, si no se hubiese muerto su amigo de Bilbao. Pues bien;
de esos manuscritos habrá, sin duda, material para formarme los dos tomitos, o
si estuviese de humor, podía escribirlos ex profeso para los niños o los
hombres. Podrá parecer extraño que yo encargase a un enemigo de los anarquistas
dos manuscritos para figurar en mi biblioteca, cuyo fundamento es, se lo
confieso, hacer anarquistas convencidos: pero, dejando aparte la enemiga que
usted los tiene, sabe escribir cosas que todos ellos firmarían. De esas cosas,
creo yo puede usted hacerme dos tomitos. Dispénseme y no olvide le quiere de
veras su afectísimo.—F. Ferrer. Rúbrica”.
“Mi querido
amigo: Basta de embustes; deseo ayudarle a usted en su campaña revolucionaria.
¿No hay libros para imprimir? No los imprimamos, y punto concluido. Conozco
Juan Lanas, y estoy conforme que no es a propósito para la biblioteca. Hágame
el favor de hacer cobrar aquel talón y continúe usted en su labor. Lástima que
ha de deshacer lo hecho; pero ¡ qué se le va a hacer! Todos nos equivocamos en
la vida; yo me he equivocado muchas veces, y no juro dejar de equivocarme en lo
sucesivo. Sin embargo, ¡adelante siempre!, cuando cree uno andar en buen
camino. Tanto peor si se ha de retroceder después. ¿Me permite usted que le
diga algo de lo que pienso? Ahí va: si deseamos una Revolución, y si queremos
que alguien ha de personificarla, ese alguien es Lerroux. Hoy él es quien está
en lo cierto, quien quiere hacer y quien hallará otros que le sigan: militares,
paisanos. ¿Me equivoco? ¿Habrá que desandar luego lo andado? No importa,
volveremos a empezar. Naturalmente, no estoy conforme con Lerroux en muchas
cosas; pero si considero que es él el más significado hoy; a él me dirijo y con
él me abrazo. Dispense a su afectísimo, F. Ferrer.—Hay una rúbrica.—¡Esos
militares!
¡Esos
militares! ¡Qué desengaños! Si puedo ir a ésa, un día hablaremos”.
A la prueba
de las cartas, agrega Nakens lo siguiente:
“Que son las
mismas las cartas y el cheque los qué recibió de Francisco Ferrer, de quien es
amigo como antiguo republicano que fue; pero hoy le considera afiliado al
partido anarquista, como lo acredita el final de la misma carta de Ferrer, de
26 de mayo último, y ese fue el motivo que tuvo para contestar a Ferrer que no
podía aceptar su encargo y que le indicase en qué forma podía devolver el talón
de crédito, alarmándole sobre manera la inmediata contestación de que pudiera
disponer luego de las 1.000 pesetas, y este acto de desprendimiento del Ferrer
le preocupó, como tiene dicho, porque recibió esa carta el día 1 ó 2 de junio corriente, y como cuando Mateo Morral se
presentó en la Redacción después de cometido el delito, y el declarante aceptó
el favorecer su fuga, llevado solamente, como tiene expresado, del concepto de
la delación”.
Examinemos
brevemente estas pruebas. No es necesario un gran detenimiento, pues resultan
muy claras. Veamos:
1. A finales
del año anterior, Nakens ha recurrido a Ferrer demandando
auxilio económico; pero éste no se lo concede, ni siquiera encargándose de
vender sus libros entre la clientela de la Escuela Moderna.
2. Pero,
pasados meses, el 26 de mayo, le gira 1.000 pesetas, a pretexto de que le
escriba o arregle el original de unos libros para los niños de la Escuela
Moderna. Fijémonos en la fecha: 26 de mayo. Morral ha llegado el 21 a Madrid;
el 22 ha alquilado el piso en la calle Mayor; el 22 ó 23 han sido compradas las cajas metálicas para construir la bomba; una carta
echada en Madrid el 22 ó 23 y hasta el 24 tiene
tiempo de llegar a Barcelona antes del día 26; Mateo Morral ha de haber
comunicado a Ferrer en Uno de esos días que todo está ya dispuesto; entonces es
cuando Ferrer escribe a Nakens su carta, incluyéndole
el talón de las 1.000 pesetas; quiere tener a Nakens obligado para cuando se le presente Morral pidiéndole que lo oculte; no cuenta
con los escrúpulos de Nakens, que, después de
pensarlo tres días, escribe a Ferrer rechazando su encargó; aquel insólito
envío de dinero despierta la suspicacia del viejo Nakens;
para aplacarla le escribe el mismo día qué ha recibido la dé Nakens, su segunda carta, en términos muy claros y muy
apresurados.
Analicemos
esta segunda carta: Ferrer le dice a Nakens en ella
la verdad; no toda, pero la verdad.
1.Que lo del
original para los libros es un embuste, un pretexto.
2. Que
quiere ayudarle en su labor revolucionaria; por tanto, no puede ser más claro
que se trata de Revolución.
3. Que se
trata de una Revolución, no anarquista, sino republicana, la que pretende Nakens, pues el jefe es Lerroux, a quien siguen militares y
paisanos, y con el cual, él. Ferrer, no está conforme en muchas cosas, pero a
Lerroux se abraza. Luego la exclamación de reproche: “¡Esos militares! ¡Esos
militares!”, indicando que la Revolución depende de ellos y que algunos han
fallado.
Trata Ferrer
de advertir a Nakens de que no se trata de un atentado
específicamente anarquista, sino de un atentado provocador de un movimiento
republicano. Debe tenerse en cuenta que esta carta está escrita el día 31, el
día critico, el del atentado, y pensando o sabiendo que cuando la reciba Nakens habrá sido ya cometido y se le habrá presentado
Morral.
Con el
análisis precedente resulta perfectamente claro para cualquier Tribunal la
complicidad de Ferrer en el regicidio.
Pero hubo
necesidad de que el fiscal llegase a una conclusión por cuenta propia.
La
conclusión para el juez y el Tribunal sentenciador sobre la culpabilidad de
Francisco Ferrer está dictada por el propio encubridor del regicida Morral; y
les hubiera bastado con recogerla luego en los “resultandos” de la sentencia
para condenar como cómplice a Ferrer, y nadie podría creer parcial e Injusto al
Tribunal por hacer suyo un cargo formulado por Nakens,
encubridor confeso, afín ideológico del cómplice y enemigo fanático del
régimen y de la religión oficial del Estado.
La
conclusión aquí está:
“... y al
dejarle al Mateo ya en poder del Bernardo Mata, recuerda que aquél le dijo, al
despedirse: “¡Qué bien le conoce a usted Ferrer!” El declarante sospechó que
podía haber combinación previa entre el Ferrer y el Mateo para que éste
acudiese a ampararse al declarante, y el Ferrer buscase este medio más o menos
satisfactorio de recompensar al declarante”.
“Había
combinación previa entre Ferrer y Mateo.”
Y ésta era
la verdad; pero una verdad que no pesaría para nada «en el sumarlo ni en la
vista de la causa.
LOS
ANARQUISTAS JULIO CAMBA, ANTONIO APOLO Y JUAN MONTSENY Y ROMANONES
Los
anarquistas presentados al juez instructor, Julio Camba, Antonio Apolo y Juan
Montseny, condesan haber conocido a Mateo Morral en el viaje hecho a Madrid por
el anarquista en fecha anterior al último.
Es
presentado al juez Julio Camba, en 19 de junio—¡no hay prisa!—, y declara:
“Que profesa
ideas anarquistas, y por ello ha sido procesado varias veces por delitos de
imprenta, sin que se le haya impuesto pena alguna; que en defensa de esas
ideas, y eh unión de don Antonio Apolo, que es tipógrafo de la imprenta de
España Nueva, publicaban hace dos años en esta capital el periódico titulado El
Rebelde, y por aquella época recuerda que se le presentó en la Redacción,
sita en la calle de Fomento, el que dijo llamarse Mateo Morral, y que profesaba
las ideas anarquistas, habiéndose relacionado con el declarante en los tres o
cuatro días que permaneció en Madrid, habiendo cenado reunidos una noche,
despidiéndose del declarante, manifestándole que se iba a viajar por cuenta de
la fábrica de hilados que tiene su padre en Sabadell; que desde esta entrevista
hará dos años...”.
Veamos lo
dicho por Antonio Apolo:
“...dijo:
Que hace algo más de dos años, en colaboración, y como propietario, con don
Julio Camba, publicaba en esta corte el periódico titulado El Rebelde, como de
propaganda anarquista, teniendo la Redacción en su domicilio, entonces en la
calle de Fomento, 29, piso segundo; el Morral, para ayudarle en su
propaganda, le entregó un paquete de monedas de dos pesetas, que importaban
unos quince duros, manifestándole que si tenían algún contratiempo o necesitaban
fondos que se dirigieran a él o que lo hicieran también a Francisco Ferrer;
que a poco de esta entrevista, como no estaban bien de fondos para la
publicación del periódico, el declarante y Camba, en el papel timbrado
correspondiente de El Rebelde, dirigieron una carta a don Francisco Ferrer
pidiéndole que les auxiliara; y en contestación a esta carta, el señor Ferrer
les remitió un cheque del Crédit Lyonnais,
en Barcelona, por cantidad de 200 pesetas, hará dos años...; no habiendo podido
corresponder a ese anticipo del señor Ferrer, pues las vicisitudes que pasó el
periódico El Rebelde, las persecuciones sufridas por el declarante por sus
ideas anarquistas, por haberse presentado en su casa un tal Ceferino Gil,
portador de cartuchos de dinamita, y, según dijo, para matar a Maura, lo que motivó
la prisión de dicho sujeto y la del declarante, respecto del cual se dictó auto
de sobreseimiento libre”.
En la cuenta
corriente de Ferrer en el Crédit Lyonnais,
de Barcelona, es encontrado el talón núm. 196.877, referente a las 200 pesetas
remitidas a Camba y Apolo. Su fecha es la de 4 de junio del año 1904.
Es
importante señalar tal fecha. La relación entre los dos anarquistas con Morral
y, a través de éste, con Ferrer se establece un año antes del regicidio
frustrado cometido en París contra el rey y el presidente de la República
francesa, en cuyo atentado reconoce la Policía gala a Morral como autor, bajo
el nombre de “Farras”.
Veamos por
qué es importante:
...Jesús
Navarro Botella fue el que arrojó las bombas al paso de M. Loubet y Alfonso
XIII.
Jesús
Navarro es un joven nacido en Torrevieja, provincia de Alicante, que fue
condiscípulo nuestro en el Instituto. Antes que terminara sus estudios
fallecieron sus padres, y él tuvo que abandonar el Instituto y marcharse con un
única hermana huérfana. Empezó á relacionarse con los jóvenes del pueblo eh que
vivían, y se hizo republicano federal y redactor del Renacimiento, periódico órgano del partido en aquella localidad.
Después se
marchó a Madrid, y en unión de Julio Camba y Antonio Apolo hizo El Rebelde, periódico anarquista. Perseguido por las autoridades, y después de haber
visitado la Cárcel Modelo, de Madrid, y pasado buenas temporadas en ella, se
fue a Barcelona como redactor de Tierra y Libertad, otro periódico anarquista,
que Federico Urales y Soledad Gustavo publicaban en Madrid.
En
Barcelona, Jesús Navarro entró en relaciones amistosas con Ferrer, confiándole
éste la dirección de una escuela en Sans. Una de las veces que salió de la
cárcel en libertad provisional era el preciso momento en que Odón de Buen,
Fernando Lozano y otros muchos librepensadores españoles emprendían el viaje a
Roma para asistir al Congreso Librepensador, que se celebró en aquella capital.
Ferrer formaba parte de los excursionistas, y se llevó a Jesús Navarro. Este
partió de allí a París eficazmente recomendado por Ferrer a sus amigos.
En París,
Navarra se colocó en la librería Garnier hermanos, y empezó a relacionarse con
Malato y demás anarquistas de acción.
Cuando
Ferrer y sus amigos prepararon el atentado contra Alfonso XIII en París, aquél
confió a Jesús Navarro la misión de ser el que arrojara desde un balcón la
bomba al pasar el coche en que iba a M. Loubet y su regio huésped”.
En el texto
anterior aparece “Federico Urales” y su mujer, Soledad Gustavo, ambos
anarquistas, en cuya revista ácrata Tierra y Libertad está el regicida de
París, Jesús Navarro Botella. También es visitado el “Federico Urales” por
Morral cuando viene a Madrid en aquella fecha.
Veamos su
declaración:
“... que al
ocurrir el atentado contra Sus Majestades, e indicarse con este nombre al autor
del mismo, a quien se apellidaba solamente Moral, no recordaba el declarante
conocerle; pero después, y al tener más detalles y saber que era de Sabadell,
ha recordado que hará algo más de dos años se le presentó un hijo de un
fabricante de Sabadell que expresó llamarse Mateo Morral, manifestando que su
deseo era sólo conocer personalmente al declarante, a quien ya conocía por sus
escritos, sin que haya tenido con dicho sujeto más trato que la visita de éste,
pues no le fue simpático al declarante; que al don Francisco Ferrer, en opinión
del declarante, no lo considera de ideas anarquistas, y si solamente un
monomaniaco o encariñado o chiflado, mejor dicho, por la idea de
librepensamiento y de la enseñanza laica, pues de no ser así, dada su posición
social, podía vivir sin necesidad de preocuparse de estas enseñanzas; que,
personalmente, hacía año y medio que había hablado con el señor Ferrer en esta
corte, sin volverle a ver hasta que ha sido encarcelado con motivo de la causa
del atentado”.
Seis meses
después, aproximadamente, del primer viaje de Morral a Madrid viene Ferrer y se
ve con “Urales”, y debe ser cuando se lleva a Jesús Navarro a Barcelona.
Este llamado
“Federico Urales”, aunque dice al juez que ha renunciado al anarquismo, ha sido
hasta su muerte el mayor propagandista de la anarquía en España; hasta durante
la dictadura del general Primo de Rivera se dio maña para publicar la Revista
Blanca, de clara propaganda anarquista, pero limitada entonces al aspecto
filosófico-ético-idealista.
En el juicio
oral, Juan Montseny se “destapa”:
“Juan
Montseny, el cual, entre otras manifestaciones, expuso lo siguiente: “Que un
día era redactor del Diario Universal; se le acercó uno de sus
compañeros de Redacción, y le dijo: “¿Sabe usted lo que ocurre?” “No.” “Se me
ha propuesto escribir artículos contra el señor Ferrer. Para ello hojearé yo
los autos a mi antojo; estarán en el Juzgado de guardia, y se me señalarán los
folios que contienen algún cargo contra el señor Ferrer.” “Usted ¿qué piensa
hacer?”, le pregunté yo. “Pues hojear la causa, y luego escribir en favor de
Ferrer, en lugar de hacerlo en contra, como tienen interés los que pretenden
quedarse con su dinero.” Que alabó el propósito de su compañero; mas no se
atrevió a llevarlo a término, y no publicó artículos ni en pro ni en contra del
señor Ferrer. Que al día siguiente salida de la Redacción de España Nueva, y un joven se le acercó, preguntándole: “¿Es usted el señor Urales?” “Sí,
señor.” “Se me ha propuesto hacer campaña contra el señor Ferrer.” “Se lo han
propuesto a otros”, le contesté yo. “Mas yo pienso hojear los autos y defender
a Ferrer, en lugar de atacarle.” “Hará usted muy bien—le dije—, porque el
señor Ferrer es inocente.” Los artículos de ese joven abogado, según le dijo,
se publicaron en España Nueva con el título “Por entre unos autos”. Que esos
periodistas se llaman Andrés López y Martínez Albacete; que al primero no le ha
vuelto a ver desde el día que le entregó sus artículos, y el segundo es
redactor del Diario Universal, y habiéndole preguntado un día si le autorizaba
para decir en este acto cuanto le había contado, le contestó: “Que en defensa
de Ferrer estaba dispuesto a sostenerlo.” Y, por último, que el que intentó que
la prensa de Madrid hiciera campaña contra Ferrer se llama Santiago Mataix”.
El nombre
verdadero de “Federico Urales” era el de Juan Montseny Carret.
El apellido Montseny debe recordarles algo a nuestros lectores.
Juan
Montseny era el padre de Federica Montseny. Esta fue “ministra” en el Gobierno
rojo de Madrid, en representación de la F. A. I, y la C. N. T.
Hoy, la
Federica Montseny es la figura más destacada en el Comité de la C. N. T. en
Francia, y es la que manda, desde su cuartel general de Toulouse, la mayor
cantidad que puede de bandas de atracadores de la F. A. I. a España.
¡Ah!... Un
pequeño detalle de la declaración de Juan Montseny:
“Que ha sido
procesado por el delito de imprenta, sin que le haya sido impuesta pena alguna,
y que actualmente es redactor del periódico Diario Universal, y colabora
también con la publicación de artículos en El Imparcial y el Heraldo,
siendo conocido, tanto en sus escritos periodísticos como en obras literarias,
con el seudónimo de Federico Urales”.
Y otro
pequeño detalle:
El Diario
Universal, donde está el cómplice del regicida, es un periódico propiedad del
excelentísimo señor ministro de la Gobernación y jefe nacional de la Policía
española, Álvaro Figueroa Torres.
LA
SENTENCIA
“Considerando
que sea cualquiera el juicio que tenga la Sala respecto a la licitud de
propagar ideas disolventes y excitadoras al crimen, como son las anarquistas,
es lo cierto que la ley actual respeta y hasta tolera dicha propaganda, por
cuyo motivo la hecha y confesada por Francisco Ferrer, aunque pueda condenarse
en la esfera moral por los que no participan de sus teorías, no es motivo legal
suficiente, apreciando el hecho con libertad absoluta de conciencia, para
entender que necesariamente tuvo que ser partícipe, en forma más o menos
directa, en el delito cometido por su amigo y cooperador Mateo Morral, y que,
unido con éste por conocimiento de lo que realizó, le favoreciese con actos
anteriores o simultáneos, ya que los indicios que aparecen en la causa, si
pudieron ser, y fueron, motivo bastante para dictar un procesamiento y sostener
una acusación con rectitud de juicio y racionalidad de criterio, no lo son
suficientes a decretar una condena, por carecerse de la prueba indispensable
que asegure el enlace de la inducción moral que engendra la enseñanza y
publicidad de una doctrina funesta, con las consecuencias naturales y
terribles en el caso presente de esas mismas publicidad y enseñanza”.
“Fallamos
que debemos condenar y condenamos a José Nakens Pérez, Isidro Ibarra Oñoro y Bernardo Mata García, como encubridores de los
delitos de que les acusa el fiscal, a cada uno a la pena de nueve años de
prisión mayor".
“Absolvemos
a Francisco Ferrer Guardia, Pedro Mayoral Miguel, Aquilino Martínez Herrero y
Concepción Pérez Cuesta declarando de oficio las costas a ellos
correspondientes y poniéndolos inmediatamente en libertad”.
La
absolución de Francisco Ferrer es una consecuencia lógica y prevista, dadas las
brutales anomalías existentes a su favor dentro del sumario.
Aun
cometidas, la prueba de su complicidad en el regicidio resalta de manera
nítida.
Pero nada
importa. Su absolución está decretada de antemano por sus “hermanos” que son
gobierno y dueños del Estado español.
“Vosotros en
Palacio tenéis los honores y las casacas, pero el Poder lo tiene el señor
Salmerón. Sois los prisioneros de la minoría republicana.” .
Así
apostrofará Maura al h. Cobden, Presidente del
Consejo de Ministros, en la sesión de Cortes de 7 de diciembre de 1906.
Ciertamente,
aquel apostrofe de don, Antonio era muy moderado, porque, apurando la verdad,
podía decir con todo rigor:
“...El Poder
lo tiene Francisco Ferrer, Virrey en España del Alto Mando de la Masonería
internacional, amo, por lo tanto, del señor Salmerón y también del Presidente
del Consejo...”
Así, ya en
noviembre de 1907, piden su indulto Nakens y los
otros condenados.
El director
de la Cárcel Modelo, de Madrid —contra los Reglamentos, no serán trasladados
los condenados a ningún penal—, informará reglamentariamente:.
“Que don
José Nakens Pérez no sólo observa ejemplar conducta
desde su ingreso en esta prisión, sino que además viene contribuyendo con sus
particulares donativos y sus iniciativas al alivio y consideración de los
pobres y desgraciados reclusos, ejercitando por sí y estimulando con sus
escritos a tan hermosa obra de caridad. Con tranquilidad admirable y
resignación sincera sufre su cautiverio, y al verle asiduamente entregado a sus
estudios y trabajos, surge la idea del justo y desaparece la del delincuente”.
Se indignará
el Fiscal contra el funcionario que así se atreve a juzgar al juzgado culpable
por un Tribunal, pero nada le pasará.
Se indignará
el Fiscal porque la Audiencia se opone a que sean oídos los familiares de los
muertos y los heridos en el atentado, a pretexto de que no se mostraron parte
en la “Causa”; esto, constando en ella que se dictó providencia impidiendo a
todos mostrarse parte...
En fin; el
mismo Fiscal que se ha opuesto en noviembre de 1907, informará favorablemente
el indulto de Nakens, cinco meses después, en abril
de 1908.
Y el 8 de
mayo firmará el Rey el Real Decreto indultando a todos, Nakens,
Ibarra y Mata; el Ministro de Gracia y Justicia que lo refrenda es el Marqués
de Figueroa. El Presidente del Consejo es don Antonio Maura.
Hasta con
Maura, ¿quién manda en España?
Veinticinco
muertos, hombres, mujeres y niños; 107 heridos, la mayoría graves, han merecido
que tres hombres paguen sus vidas y heridas con menos de dos años de prisión en
clase distinguida.
Repetimos:
¿Quién
mandaba en España?
No el Rey,
Don Alfonso de Borbón: él era la víctima preferida.