CAPITULO IX
PORTUGAL Cuando
el feliz acontecimiento de la unión de Aragón y Cataluña parecía impulsar
a España hacia la apetecida unidad, otra parte integrante del territorio
español se iba poco a poco desmembrando de la corona de Castilla hasta
erigirse en reino independiente, segregándose así dos Estados que
la naturaleza parece había formado para constituir dos bellas porciones
de un vasto imperio, de la monarquía española, que con ellas sería
una de las más ricas y poderosas naciones de Europa. Veamos por qué
pasos llegó Portugal a separarse de Castilla y a alcanzar su independencia.
La
antigua Lusitania había corrido en todas las épocas y dominaciones
la misma suerte que todos los demás distritos de la Península. Otro
tanto sucedió en los primeros siglos de la restauración. Hacia el
siglo X comenzó ya a nombrarse el distrito de Portucale
o Terra Portucalensis;
porque así como Coimbra
era la población más importante sobre el Mondego,
Portucale era a su vez la más notable sobre el Duero. Cuando
el rey de Castilla y de León Fernando el Magno conquistó Coímbra,
encomendó el gobierno del territorio comprendido entre el Mondego
y el Duero, en que estaba la tierra
portucalense, al mozárabe Sisnando,
que había sido visir del rey árabe de Sevilla, el cual le gobernó
con prudencia y sirvió fielmente a todos los príncipes hasta que murió
en 1091. A los últimos del siglo XI, comenzaba ya a sonar como provincia
distinta, y en la distribución de reinos que hizo Fernando el Magno
le tocó a su hijo García la Galicia con Portugal. Pasó luego sucesivamente
al dominio de Sancho II de Castilla y de Alfonso IV de Castilla y
de León, siempre como una parte de Galicia, ya fuese ésta considerada
como reino, ya como provincia regida por condes dependientes de los
monarcas de León y Castilla. Pero aquella provincia y sus distritos,
con las agregaciones que fue recibiendo de los territorios de Algarbe
conquistados a los musulmanes, formaba ya un vasto Estado bastante
apartado del centro de la monarquía leonesa, y los condes de sus distritos,
sujetos unas veces a un conde superior de Galicia, otras bajo la autoridad
inmediata del monarca, participaban de las ideas de independencia
de aquel tiempo, a las cuales favorecía la distancia a que se hallaban
de la acción del rey. Contamos
entre los errores del gran monarca Alfonso VI la desmedida protección
que dispensó a los condes franceses Ramón y Enrique de Borgoña, que
habían venido a España a guerrear contra los infieles y a buscar fortuna,
y a los cuales no se contentó con darles en matrimonio sus dos hijas
Urraca y Teresa, legítima la una y bastarda la otra, sino que les
adjudicó por vía de dote y con una especie de soberanía el condado
de Galicia al primero, el de Portugal 0 del distrito Portugalense al segundo. Desde esta época se ve al conde Enrique,
unas veces en su distrito de Portugal, otras en la corte de Alfonso
VI auxiliando al rey su suegro en las guerras contra los árabes, y
aun se menciona una batalla que Enrique les dio en 1100, a las inmediaciones
de Ciudad Real: hasta que en 1101 a consecuencia de una nueva cruzada
publicada por Pascual II, el conde Enrique de Portugal fue de los
que llevados del espíritu aventurero cayeron en la tentación de ir
a buscar o más gloria o más fortuna en Tierra Santa, dejando de combatir
a los infieles de casa para ir a guerrear contra los de tierras lejanas.
Mas en 1106 estaba ya otra vez en España y en la corte de Alfonso
VI. En su ausencia gobernaba doña Teresa su esposa el condado de Portugal.
Hacia
este tiempo comenzaron ya los dos condes extranjeros, el de Portugal
y el de Galicia, a mostrar hasta dónde rayaba su ambición, y cómo
pensaban corresponder a las excesivas preferencias con que los había
favorecido su suegro el monarca de Castilla. Bajo la inspiración y
dirección del viejo abad de Cluny su compatricio y pariente, y con
arreglo a las instrucciones enviadas por conducto del monje Dalmacio,
juraban los dos primos un pacto secreto para repartirse entre sí el
reino, anulando la sucesión legítima del infante don Sancho, hijo
del rey. Las condiciones de este célebre tratado eran que a la muerte
del monarca, Enrique sostendría fielmente el dominio de Ramón, como
su señor único, ayudándole a adquirir todos los Estados del rey contra
cualquiera que se los disputase; que si caían en sus manos los tesoros
de Toledo, se quedaría él con la tercera parte y cedería las otras
dos a Ramón: que éste daría a Enrique Toledo y su distrito, a condición
de reconocerle vasallaje, tomando para sí las tierras de León y de
Castilla; que si alguno se les opusiese le harían la guerra juntos;
que en el caso de no poder dar la ciudad de Toledo a Enrique, le daría
la Galicia, comprometiéndose Enrique a ayudarle a posesionarse de
León y Castilla. Tales eran en sustancia las condiciones de este curioso
pacto, en que cada cual se aplicaba de futuro la porción que a su
posición respectiva convenía más. Se
descubriera o no el pacto, y cayeran más o menos los dos yernos de
la gracia del monarca, la muerte del conde Ramón de Galicia y la del
príncipe Sancho, único hijo varón de Alfonso, mudaron totalmente la
faz de las cosas, sin que por eso abandonara el de Portugal el pensamiento
de quedar dueño de algunos Estados del monarca a su defunción. El
fallecimiento de Alfonso VI (en 1109), dejando por sucesora del reino
a su hija doña Urraca, la condesa viuda de Galicia, y el matrimonio
de doña Urraca con don Alfonso de Aragón, y las escisiones, turbulencias
y guerras que se siguieron, pusieron a Enrique de Portugal en el caso
de tomar nuevo giro para llevar adelante las ambiciosas pretensiones
á que no renunciaba de manera alguna, y por tantos caminos y combinaciones
contrariadas. De
aquí la conducta incierta, inconstante y voluble del conde portugués
durante las famosas revueltas del reinado de doña Urraca; sus alianzas,
confederaciones y tratos, alternativamente con el rey de Aragón, con
la reina de Castilla o con los condes gallegos, arrimándose al partido
sobre el cual calculaba que podría levantar mejor la máquina de sus
ambiciosos planes, y la poca lealtad en los manejos con los príncipes
y señores de su tiempo, que tampoco se distinguían por la sinceridad
de sus tratos. Murió al fin el conde Enrique de Borgoña, después de
tantas alternativas de alianzas, guerras, aventuras y vicisitudes,
sin poder dar cima a sus designios, y sin lograr otra cosa que una
promesa de doña Urraca de darle algunas plazas y distritos de León
y Castilla, promesa que la reina empeñó sin ánimo de cumplir y rehuyó
de ejecutar. Pero quedaba, muerto Enrique, su viuda Teresa, que no
cedía en ambición a su marido, y que a falta de un brazo robusto y
varonil para manejar como él la espada, sobrábanle astucia, energía y tenacidad. Conociendo la hija
de Alfonso VI y de Jimena Muñiz las pocas fuerzas con que todavía
contaba para aspirar a las claras a formarse un reino independiente,
y aun para obligar a la reina su hermana a entregarle los territorios
prometidos, siguió fingiéndose amiga de doña Urraca, y unidas aparecían
aún en una asamblea de obispos, nobles y plebeyos celebrada en Oviedo
en 1115, en que suscribieron juntas las dos hermanas. Mas rota luego
aquella aparente armonía, vióse a la condesa
de Portugal tomar una parte activa en todas las intrigas, en todos
los sucesos, en todas las negociaciones y revueltas de aquel proceloso
reinado, y con una política más sagaz y no menos tortuosa que la de
su marido aliarse o guerrear alternativamente con la reina de Castilla,
con su sobrino el príncipe Alfonso Raimúndez,
con el obispo Gelmírez, con los condes de Trava,
apoderarse de castillos y territorios en Galicia, asediarse mutuamente
en fortalezas de León o de Portugal las dos hermanas, y figurar, en
fin, en todos los acaecimientos de aquel aciago período, del modo
que en nuestra historia dejamos referido, y pugnando siempre por ensanchar
el territorio portugués y hacer de aquel condado un reino independiente.
A
este pensamiento de emancipación cooperaban con gusto todos los hidalgos
y caballeros portugueses, y en este punto marchaban de acuerdo las
tendencias del pueblo portugués y los designios ambiciosos así del
difunto don Enrique como de su viuda doña Teresa. Los dictados de
infanta, y a veces de reina, con que apellidaban a la hija de Alfonso,
prueban bien cuál era el espíritu público de aquel país, e indicaban
ya lo que había de ser. Caracterizábase
ya un instinto y un deseo de nacionalidad, que se fue arraigando durante
los catorce años del gobierno de doña Teresa, cuya política contribuyó
a desarrollar aquel sentimiento de individualidad, que como observa
juiciosamente un erudito historiador de aquel reino, «constituye barreras
entre pueblo y pueblo más sólidas y duraderas que los límites geográficos
de dos naciones vecinas». De
las revueltas del reinado de doña Urraca salieron gananciosos los
portugueses, pues a la muerte de aquella reina en 1126 se encontraba
el distrito de Portugal considerablemente acrecido por la parte de
Galicia, y por las modernas provincias de Beira y Tras-os-Montes.
Prestábale a doña Teresa poderlo conservar, dominando ya en
toda Castilla el hijo de doña Urraca Alfonso VII, que no podía ver
impasible la especie de independencia en que se iba constituyendo
aquel país. Sin embargo, como en la entrevista que en Zamora tuvieron
la tía y el sobrino no se decidiera nada respecto a las relaciones
entre Portugal y León, doña Teresa continuó fortificando los castillos
que había tomado en territorio gallego, y le fue preciso al monarca
castellano pasar á Galicia y usar de la
fuerza para obligar a la infanta su tía a reconocer la superioridad
de la monarquía leonesa. En
esto una revolución interior vino a cambiar la situación de Portugal.
Tiempo hacía que traían disgustados a los barones e hidalgos portugueses
las intimidades de doña Teresa con el joven conde gallego don Fernando
Pérez, hijo del de Trava, que a favor de
las amorosas preferencias había llegado a ejercer una autoridad casi
igual a la de la reina (que este nombre le daban ya), y además de
la inmediata administración de los distritos de Porto y de Coímbra
ejercía en todos los negocios una influencia ilimitada. El disgusto
que había ido fermentando lentamente estalló en rebelión abierta,
a cuya cabeza pusieron al joven príncipe hijo de doña Teresa, Alfonso
Enríquez, a quien ella había tenido en un apartamiento y oscuridad
ignominiosa. Llegado el caso de combatirse en formal batalla los partidarios
de la madre y los del hijo, la suerte de las armas favoreció a los
parciales de Alfonso (11 29) y en los campos de San Mamed,
cerca de Guimaranes, se decidió la cuestión quedando desbaratadas las
tropas de doña Teresa, la cual tuvo que salir expulsada de Portugal,
junto con el conde su valido, objeto de sus privanzas y del odio de
los portugueses. Todo el país se fue adhiriendo a la causa del vencedor.
Distraído
el de Castilla en otras atenciones, descuidó apagar la hoguera que
en Portugal ardía, o por lo menos combatió flojamente el fuego de
la insurrección. El mismo tratado de Tuy (1137), si bien humillante
para el príncipe portugués, estuvo lejos de corresponderá lo que podía
esperarse de la severidad de un emperador victorioso que dictaba la
ley del vencedor a un súbdito que se había alzado en armas contra
su soberano, y le negaba o esquivaba la obediencia. No
eran las virtudes de Alfonso Enríquez ni la resignación con su suerte
ni el amor al reposo, y mientras el monarca castellano le dejaba tranquilo,
él empleaba la simulada inacción en que quedó después del armisticio
de Tuy en prepararse a empresas más gloriosas. La situación de los
musulmanes y las turbulencias que agitaban el suelo andaluz le depararon
ocasión oportuna para ello, y en julio de 1139 pasó audazmente el
Tajo con un ejército portugués devastando los campos sarracenos. Uniéronse
los caudillos musulmanes del país para atajar la irrupción del que
ellos llamaban el terrible Abén Errik
(el hijo de Enrique). Hallábase éste en las alturas que se extienden
al Sur de Beja, cuando vinieron a su encuentro los alcaides y walíes
del Algarbe. En una de las eminencias que median entre los campos
de Beja y las ásperas sierras de Monchique asentábase el castillo
nombrado por los árabes Orik, ahora por
los portugueses Ourique. Encontráronse
allí sarracenos y cristianos, aquéllos mandados por Ismar,
éstos por Alfonso Enríquez, y aquí fue donde se empeñó el combate
tan famoso en la historia portuguesa, y en que, según la crónica lusitana,
hasta las mujeres de los Almorávides (costumbre peculiar de los lamtunas)
empuñaron las armas y vinieron a pelear al lado de sus maridos y hermanos
en defensa de una tierra que miraban ya como su país propio, como
una nueva patria. Las circunstancias de esta batalla han quedado más
oscurecidas de lo que era de esperar de un hecho que tanto influyó
en la suerte del pueblo portugués. Sábese
que Alfonso Enríquez desbarató a los sarracenos, dejando el campo
cubierto de cadáveres musulmanes, entre ellos muchas mujeres, y que
se suponen derrotados en esta célebre batalla de Ourique cinco reyes o caudillos moros (22 de julio de 1139).
Los soldados, ebrios de gozo, aclamaron con el título de rey a jefe
que los había conducido a la victoria, y la batalla de Ourique
fue, valiéndonos de la expresión de uno de sus más distinguidos historiadores
la piedra angular de la monarquía portuguesa. Mas con respecto a Castilla,
aun subsistía el tratado de Tuy, y estaba lejos de ser reconocido
el Portugal como un reino independiente. Lo
que hizo el vencedor de Ourique fue atreverse
a romper de nuevo por el territorio de Galicia sin respetar el juramento
de Tuy, hecho en presencia de cinco obispos y confirmado por ciento
cincuenta hidalgos portugueses. Esta vez, sin embargo, fue en diversos
reencuentros escarmentado por el valiente alcaide de Allariz Fernando
Joannes (que otros dicen Yáñez), que gobernaba
por el emperador el distrito de Limia, y en uno de ellos salió herido
de lanza el mismo infante de Portugal, quedando por algún tiempo imposibilitado
de ajustarse la armadura y de dirigir personalmente la guerra (1140).
Creyóse otra vez el soberano de Castilla
en el deber y la necesidad de castigar por sí mismo el rompimiento
de la tregua y la infracción del tratado, y otra vez se encaminó con
sus leoneses a Portugal destruyendo poblaciones y tomando castillos.
Penetró el emperador en Portugal por las ásperas cimas de las sierras
que desde Galicia se internan en la provincia de Tras-os-Montes,
y descendiendo de aquellas agrestes cumbres y dirigiéndose a las márgenes
del Lima, asentó sus reales frente al castillo de Peña de la Reina.
El conde Ramiro, que tuvo la imprudencia de adelantarse separándose
del cuerpo del ejército, fue atacado y hecho prisionero por los portugueses.
Tomáronlo éstos por buen agüero y no vacilaron en avanzar
hacia Valdevez, ofreciéndose a los ojos del emperador coronada de
lanzas portuguesas la cordillera de cerros que se prolongaban dando
frente a su campamento. En la vega intermedia se ejercitaron algunos
días los caballeros de ambas huestes en combates personales, como
si fuese un gran torneo en que se ponía a prueba, según las leyes
de la caballería, cuál de las provincias españolas aventajaba a la
otra en guerreros vigorosos, y de robusto y diestro brazo en el manejo
de las armas. Parece que en estas parciales lides fueron vencidos,
entre otros caballeros castellanos y leoneses, Fernando Hurtado, hermano
del emperador, y Bermudo Pérez, hermano de Fernando Pérez, y cuñado
de Alfonso Enríquez. En memoria de estos triunfos se llamó primeramente
aquel campo Juego del Bofordo, y más adelante los portugueses
con su natural tendencia a lo hiperbólico le nombraron Vega de la
Matanza: «bien que la historia no nos diga (añade un ilustrado historiador
de aquella nación) que muriese en el combate ni uno solo de aquellos
nobles contendientes» Se
engañaron los que esperaban que estos solemnes preparativos serían
preludio de una gran batalla. En lugar de una lucha sangrienta se
encontraron ambos ejércitos sorprendidos con un tratado de paz entre
los dos primos, que unos suponen solicitado por el emperador, otros
por Alfonso Enríquez, celebrado por intervención del arzobispo de
Braga, y del cual quedaban por fiadores los principales capitanes
de uno y otro ejército, hasta que se asentaran las bases de una paz
definitiva. Era, pues, más propiamente una suspensión de hostilidades;
mas ya no con las condiciones de la de Tuy,
tan desventajosas para el portugués, sino igual para los dos y con
mutuo canje y entrega de prisioneros y castillos. Este tratado por
lo monos manifiesta cuan respetable se había hecho ya para el mismo
emperador el poderío del príncipe y del pueblo portugués. Mas
¿cuál era la relación en que quedaba Portugal relativa a Castilla
con el tratado de Valdevez? No es fácil definirla todavía con exactitud.
Si bien aquella concordia no pasaba de una tregua, y el tratado de
Tuy no se había revocado, si por parte del emperador no había reconocimiento
alguno de independencia, ésta por lo menos era problemática, y la
separación de hecho había dado un gran paso. Es lo cierto que Alfonso
Enríquez, que hasta entonces no se había atrevido a aceptar el título
de rey que le daba su pueblo, contentándose con el de príncipe o infante,
y alguna vez con el de dominador de Portugal, se resolvió ya a tomarlo
y usarlo en los diplomas desde la paz de Valdevez. Vemos ya por otra
parte a los portugueses obrar solos o por su cuenta en las guerras
con los musulmanes, no unirse sus pendones a los de Castilla, no asistir
a las asambleas del reino castellano, ni acudir con tributos, ni presentarse
su príncipe en la corte del imperio, demostrando en todo la separación material en que de hecho se consideraba
aquella importante porción de la monarquía leonesa. La cuestión sin
embargo quedaba indecisa, y había de tardarse en resolverse algunos
años. Mientras
el emperador, después de dar la vuelta a Castilla, se ocupaba en los
asuntos de Navarra y de Aragón, el de Portugal combatía a los sarracenos
del Algarbe, siendo unas veces vencedor y otras vencido, pero mostrando
siempre aquel genio intrépido y belicoso que le acreditó de esforzado
y animoso guerrero. Como supiese después que una armada francesa de
setenta velas que navegaba para la Tierra Santa surcaba por junto
al puerto de Gaia, y empujada tal vez por los temporales había fondeado
dentro del río, le pareció oportuna ocasión para dar un golpe a los
sarracenos del distrito de Santarén, e invitados
a esta empresa los capitanes de la nota y convenidos con Alfonso,
levaron anclas y fueron costeando hasta entrar en la bahía del Tajo,
mientras un ejército marchando por tierra se aproximaba a Lisboa.
Las fuerzas portuguesas unidas a las de los cruzados no bastaron a
apoderarse de la plaza: tan fuerte era ésta y bien defendida; y hubieron
de contentarse con volver cargados de despojos cogidos en sus alrededores.
Decidióse luego el hijo de Enrique a fortificar
sus fronteras; reconstruyó el dos veces destruido castillo de Leiria,
llave de todo el país por aquella parte; erigió el fuerte de Germanello,
y en estos preparativos llegó el año 1143. Cuando
el monarca castellano mandó suspender las campañas contra los musulmanes
a causa de la sentida muerte del famoso capitán de Toledo Ñuño Alfonso,
según en su lugar expusimos, aprovechó el emperador aquella calma
para arreglar los negocios de Portugal, y establecer definitivamente
las relaciones entre los dos países aplazadas en la tregua de Valdevez.
Citáronse, pues, los dos príncipes para
celebrar pláticas en Zamora, a las cuales fue llamado el cardenal
Guido, que como legado del pontífice Inocencio II había presidido
un concilio provincial en Valladolid, en que se acordaron algunas
providencias para el gobierno de la Iglesia de España y se publicaron
las resoluciones del concilio general de Letrán. El resultado de aquellas
vistas parece fue reconocer el emperador el título de rey que su primo
se daba, cediéndole el señorío de Astorga a título de feudo, y como
para que constara la especie de vasallaje y dependencia política en
que quedaba el de Portugal. Con esto se separaron los dos príncipes,
satisfechos al parecer de haber dejado asegurada la paz de los dos
pueblos. Alfonso Enríquez puso por gobernador de Astorga a su alférez
Fernando Captivo. ¿Quedaba
definitiva y legalmente segregado Portugal de la monarquía leonesa
con el tratado de Zamora? ¿Qué significaban los dos títulos de rey
de Portugal y vasallo de León acumulados en la persona de Alfonso
Enríquez? La separación parecía ser un hecho consumado y consentido:
la dependencia en que quedaba de la corona leonesa, o no era menos
clara, o por lo menos no podía lo contrario justificarse. Si acaso
aquel acto envolvía implícitamente la independencia de Portugal, no
era fácil evitar las disputas y cuestiones que sobre la legitimidad
de la emancipación pudieran en lo sucesivo suscitarse. Bien lo conocía
sin duda el hijo del conde de Borgoña y de doña Teresa, y por lo tanto
se discurrió apelar a una doctrina que desde el tiempo del papa Gregorio
VII andaba en boga en Europa y en España, a saber, que la legitimidad
de los poderes temporales y de los derechos de los príncipes derivaba
del papa, a quien se miraba como señor de reyes y distribuidor de
reinos. A esta especie de suprema y universal dictadura recurrió el
astuto príncipe portugués, y en una carta que escribió a Inocencio
II le hizo homenaje de su reino, ofreciéndose a pagar a la Iglesia
romana un censo anual de cuatro onzas de oro. Añadía en ella que sus
sucesores contribuirían siempre con igual suma, no reconociendo dominio
alguno eminente, ni eclesiástico ni secular, sino el de Roma en la
persona de su legado, en cambio de lo cual se prometía hallar auxilio
y amparo en la Santa Sede en todo lo que tocase a la honra o a la
dignidad de su país. Si el papa aceptaba este homenaje, creía el portugués
tener apoyado su reino en un derecho que se quería hacer superior
a todos los derechos políticos, a saber, el teocrático. Mas
no pudo responder a su carta Inocencio II por haber muerto. Pasó también
el breve pontificado de Celestino II sin obtener contestación. Acaso
repitió su ofrecimiento a Lucio II, que ocupó la cátedra de San Pedro
en marzo de 1144. Porque este pontífice contestó por medio del arzobispo
de Braga, absolviendo a Alfonso Enríquez de no haberse personado en
la capital del orbe católico según costumbre de aquel tiempo para
tales casos, y elogiándole mucho por el homenaje que hacía a la Sede
apostólica. Pero con toda la cautela propia de la curia romana eludía
la cuestión de rey y reino, nombrando a Alfonso solamente dux portucallensis
y designando con el nombre genérico de tierras a sus dominios. Con
lo cual quedaba ilusorio, o dudoso cuando menos, el derecho de llamarse
rey que iba buscando en la corte pontificia. De manera que el príncipe
de Portugal era rey por consentimiento del emperador de España, y
el país estaba separado de la monarquía española por consentimiento
de la corte de Roma, y con todo eso la cuestión de reino independiente
quedaba en pie, porque no había un reconocimiento completo ni de Roma
ni de España. Estas
gestiones de Alfonso, aunque hechas con mucho sigilo y reserva, llegaron
por fin a noticia del emperador, el cual escribió al papa Eugenio
III (que había sucedido a Lucio II en 1145), quejándose de dos cosas,
o sea exponiendo dos agravios; primero, que el arzobispo de Braga,
en Portugal, no quisiese reconocer la primacía del de Toledo establecida
por el papa Urbano II; en cuya cuestión, aunque al parecer eclesiástica,
iba envuelta la cuestión política: y segundo, que el pontífice tratase
de disminuir o lastimar los derechos de la monarquía leonesa con las
concesiones que hacía al de Portugal. Esta carta parece haber sido
escrita en 1147, o principios de 1148. Y la reclamación indica bien
que si el emperador había reconocido el título
de rey al príncipe de Portugal, insistía en su derecho de considerar
aquel país o sea reino, como una dependencia de su corona. La respuesta
del papa abrazaba también los dos puntos. En cuanto a la cuestión
eclesiástica estaba explícito y preciso: mandó que los arzobispos
de Braga obedeciesen al primado de Toledo, y aun a consecuencia de
reclamación del metropolitano bracarense fue después aún más allá
en su declaración, mandando que todos los arzobispos y obispos de
España reconociesen la primacía del de Toledo. Mas en cuanto a la
cuestión política, casi eludiéndola totalmente, contentábase
el pontífice con negar de un modo oscuro y ambiguo la protección que
se suponía dispensar al de Portugal, envolviendo su vaga negativa
en una multitud de expresiones llenas de cariño y afecto al emperador.
Así
las cosas, y en ese estado incierto e indefinible, parece que no volvió
el monarca leonés a reproducir sus tentativas o reclamaciones sobre
el Portugal, o al menos no existen de ello documentos que nosotros
conozcamos. Tampoco se habla de que Alfonso Enríquez conservara más
el señorío de Astorga. Se ve sólo el reino de Portugal seguir desmembrado
de la corona de Castilla, y obrar cada uno de su cuenta, obedeciendo
los portugueses a Alfonso Enríquez como a su rey propio, y los castellanos
a Alfonso VII su monarca legítimo, y pasando, como veremos después,
el título de cada Estado a sus respectivos sucesores. Sin embargo,
hasta Alejandro III no pudo obtener el de Portugal de la Santa Sede
el título explícito de rey. De
esta manera lenta, insensible, indefinida, se fue constituyendo el
reino de Portugal. Decimos de él lo que en su lugar dijimos acerca
del condado independiente de Castilla. Es imposible fijar una data
cierta en que se pudiera decir con seguridad: «El Portugal es desde
hoy un reino independiente.» Y el empeño de muchos historiadores en
querer circunscribir a un punto único y limitado de tiempo hechos
por su naturaleza complexos y sucesivos, es lo que ha dado margen
a disputas cronológicas interminables, y a equivocaciones e inexactitudes
que confunden la historia. Decimos de Alfonso I de Portugal lo que
dijimos de Fernán González de Castilla. — Volvamos ya la vista hacia
los demás Estados cristianos de España y prosigamos la narración de
los sucesos.
ALFONSO VIII EN CASTILLA. — FERNANDO II EN LEÓN. — ALFONSO II EN ARAGÓN |