HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

TOMO TERCERO - LIBRO SÉPTIMO.

CAPITULO X

ALFONSO VIII EN CASTILLA. — FERNANDO II EN LEÓN. — ALFONSO II EN ARAGÓN

(1157 - 1188 )

 

Otra vez dividida la monarquía castellano-leonesa, error fatal en que con admiración nuestra hemos visto incurrir a los más grandes príncipes que ciñeron aquella doble corona, quedaron reinando a la muerte del emperador (1157) sus dos hijos Sancho III y Fernando II, aquél en Castilla, en León éste, dispuestos al parecer los dos hermanos a mantener entre sí la buena armonía, y sin que ésta se turbara sino con un amago de disidencia que felizmente terminó con un abrazo fraternal en Sahagún.

Breve y efímero fue el reinado de Sancho III de Castilla, llamado el Deseado: tan deseado, dice un cronista, por lo mucho que tardó en nacer, como por lo poco que tardó en morir. Sólo tuvo tiempo para descubrir las altas prendas que hicieron lamentar su temprana muerte.

Con la falta del emperador y la retirada de los cristianos de la frontera de Andalucía había crecido el atrevimiento de los Almohades, que no contentos con recobrar Andújar y Baeza, amenazaban invadir las tierras de Toledo con intento de recuperar también las plazas que allí la terrible espada de Alfonso VII había arrancado a los musulmanes. Era la de Calatrava una de las que codiciaban más los infieles, y los caballeros templarios a quienes se había dado con el cargo de defenderla contra los moros no creyeron poder resistir a una acometida de la gente africana, y la devolvieron al rey. Entonces Sancho hizo pregonar un edicto declarando que daba aquella plaza con todos sus honores y dependencias a cualquier caballero o noble que quisiera encargarse de defenderla contra los sarracenos. Hallábase a la sazón en Toledo San Raimundo, abad del monasterio de Fitero en Navarra, con otro monje de su orden llamado Fr. Diego Velázquez, que en el siglo había profesado la milicia. Viendo Velázquez que no se presentaba caballero ni comunidad que quisiese tomar a su cargo la defensa de Calatrava, excitó a su superior a que la pidiese al rey. Le pareció a Raimundo temeraria la proposición, mas insistiendo el monje, y asegurándole que tenía en su mano los medios de realizar y sostener la empresa que tan difícil le parecía, se resolvió el prelado a pedirla al monarca, y éste se la otorgó. En su virtud se dio el santo abad a predicar con tal celo, que a consecuencia de sus fervorosas exhortaciones llegó a juntar al año siguiente más de veinte mil hombres armados, resueltos a defender a Calatrava de los ataques de los moros. Se agregaron también muchos monjes de su monasterio, con abundancia de ganados y de todo género de provisiones; discurriendo entonces el abad que de ningún modo se mantendría mejor el buen espíritu de aquellas gentes que uniéndolas con un voto solemne de religión, instituyó una orden militar que se llamó de Calatrava, dándole la regla de su orden.

Ya en el año anterior (1156) se había instituido la orden militar de Alcántara, en su principio llamada de San Julián del Pereiro. Un caballero de Salamanca llamado don Suero, deseoso de ilustrar su nombre y de servir a la causa cristiana peleando contra los moros y tomándoles algún lugar fuerte de la comarca, convocó y excitó a otros ricos-hombres de Castilla a que le ayudaran en su empresa. Encontraron un día estos celosos adalides a un ermitaño nombrado Amando, el cual les señaló un lugar fuerte a propósito para su objeto, que era donde él tenía su ermita. Se asentaron ellos allí, y acudiendo otros soldados, eligieron por su capitán al mismo Suero de Salamanca. A persuasión del ermitaño pidieron al obispo de aquella ciudad que les diese una forma regular, y él les dio el instituto de la orden del Cister que profesaba él mismo. Habiendo muerto don Suero en batalla le sucedió en la dignidad su compañero don Gomes. El rey don Fernando II de León les hizo muchas donaciones, entre ellas el castillo de Alcántara, de donde tomó nueva denominación aquella milicia. Después se unió a la de Calatrava que tenía el mismo instituto cisterciense.

Así pues, el rey de Navarra, después de la muerte del emperador, invadió la Rioja, siempre alegando pasados derechos. Don Sancho de Castilla envió contra él a don Ponce de Minerva, que con una derrota que le causó le contuvo en los límites de su reino. Deseaba, no obstante, el de Castilla vivir en paz con todos los reyes cristianos, parientes suyos todos, a fin de poder atender a los Almohades que con incursiones continuas hostigaban su reino. Y así en 1158 se vio con su cuñado el de Navarra en Almazán, y asentó con él paces, y con su tío don Ramón de Aragón en Naxama (acaso Osma), donde concertaron que todo lo que caía a la margen derecha del Ebro fuese del aragonés, pero reconociendo por ello homenaje al de Castilla, con obligación de asistir los reyes de Aragón a la coronación de los de Castilla y de tener el estoque real desnudo durante la ceremonia. Con esto dispuso ya que los de Ávila y Extremadura fuesen a contener a los Almohades que acaudillados por el hijo de Abdelmumén estaban devastando las comarcas de Sevilla. Se dio allí una terrible batalla, en que murieron dos generales mahometanos, y se volvieron los de Castilla, con pérdida también considerable, aunque no tanta como la del enemigo.

Todos los pensamientos de don Sancho y todas las esperanzas de su pueblo vino a cortarlas su muerte, que le sorprendió en la flor de su edad (31 de agosto de 1158.) Atribúyenla algunos a la pena que le había producido la de su esposa doña Blanca de Navarra, pero no es de creer fuese esta la causa habiendo fallecido aquella señora más de dos años antes. Dejaba este monarca un hijo de escasos tres años llamado Alfonso, que fue proclamado su sucesor, y cuya larga menoría trajo tantas inquietudes y turbulencias, cuales acaso no ofrece la de otro ningún príncipe de menor edad, y eso que suelen ser siempre harto agitadas y funestas las menorías de los reyes.

He aquí el epitafio que pusieron en Nájera a aquella virtuosa reina:

 

Aquí yace la reina doña Blanca,

Blanca en el nombre, blanca y hermosa en el cuerpo,

Pura y cándida en el espíritu,

Agraciada en el rostro,

Y agradable en la condición;

Honra y espejo de las mujeres:

Fue su marido don Sancho,

Hijo del emperador,

y ella digna de tal esposo:

Parió un hijo y murió de parto.

 

Es el caso que al morir don Sancho dejó por ayo y tutor del rey niño a don Gutierre Fernández de Castro, mandándole, sin embargo, que no despojase a nadie de sus tenencias y honores hasta la mayoría de Alfonso. Esta disposición produjo una serie de lamentables turbaciones en Castilla por las envidias y animosidades que la familia de Lara abrigaba contra los Castros, y más por la ilimitada ambición de don Manrique de Lara que no podía sufrir tuviese la regencia otro que no fuese él. Sublevó, pues, a toda su familia contra su rival, y Castilla se dividió en dos enconados bandos, el de los Castros y el de los Laras. Las cosas llegaron a tal punto, que don Gutierre, hombre prudente y desinteresado, a fin de evitar los males que con tal discordia amenazaban, hizo espontáneamente cesión de la tutela y entregó el rey niño a don García de Aza, hermano de madre de los Laras, e hijo de aquel García de Cabra que murió en la batalla de Uclés con el infante don Sancho. Aza era un hombre de bien, pero sencillo en demasía, y así se dejó fácilmente persuadir del ambicioso don Manrique a que le encomendase la educación y tutela del rey. Orgullosos los Laras con haberse apoderado de la regencia, ensañáronse en su persecución contra los Castros, y quitáronles todos sus empleos y honores. Pero quedaron los sobrinos de don Gutierre, capitaneados por don Fernando Ruiz de Castro, para sostener la rivalidad de familia contra los Laras. Solicitaron aquéllos el apoyo del rey de León, y el monarca leonés, al ver las calamidades que afligían al reino de su sobrino, entró en Castilla para obligar a los Laras a que le entregaran a Alfonso. Retiráronse éstos a Soria con el rey, ofreciendo entregarle al de León bajo la condición y garantía de que cuando saliese de la menor edad le serían devueltos todos sus dominios, cuya administración tendría entretanto don Manrique.

Pasó el rey don Fernando a Soria para tratar allí el negocio con los, Laras; mas cuando llegó el caso de presentar el rey niño al monarca leonés su tío, como el tierno huérfano comenzase a llorar en brazos de su tutor, so pretexto de acallarlo volviéronle a su palacio, de donde un hidalgo llamado don Pedro Núñez de Fuente-Almexir le sacó ocultamente debajo de su capa y le trasportó a San Esteban de Gormaz, y de allí a Atienza, y luego a Ávila. Indignóse el rey de León cuando lo supo, al verse de aquella manera burlado, y como retase de traidor y perjuro al conde don Manrique, cuentan que le respondió éste: “libré al rey mi señor”, lo cual demuestra que la desaparición del tierno príncipe había sido un rapto meditado y concertado con el jefe de los Laras (1160). Vengóse el leonés con apoderarse de las mejores y más importantes plazas de Castilla, mientras Sancho de Navarra, aprovechando aquellos disturbios, se entraba por la Rioja, y tomaba y fortificaba poblaciones, si bien la poca adhesión que le mostraban los naturales, unido a los esfuerzos de los que se conservaban fieles al niño Alfonso, principalmente los leales caballeros de Ávila, le obligaron a abandonar muchas de aquellas pasajeras conquistas.

El rey de León, después de dejar establecida en su reino la orden de caballería de Santiago, entró en Toledo en agosto de 1162, cuyo gobierno tuvo don Fernán Ruiz de Castro, uno de sus más decididos parciales. Otras atenciones volvieron a llamar al leonés a sus propios Estados, donde repobló y fortificó muchos lugares en las orillas del Esla, y por otro lado restauró también Ledesma y Ciudad-Rodrigo, si bien teniendo que emplear las armas para reprimir una sublevación de los habitantes de Salamanca, que habiendo comprado a dinero estas últimas villas lo miraban como un injusto despojo que se les hacía. Emplea también el leonés este periodo de descanso en buscar una compañera con quien compartir su tálamo y su trono, y la halló en doña Urraca, hija del rey Alfonso Enríquez de Portugal, cuyas bodas se celebraron con gusto y contentamiento de todos. Entretanto continuaba en Castilla la enconosa rivalidad entre los Castres y los Laras, y sabiendo el jefe de estos últimos, don Manrique, que el gobernador de Toledo don Fernán Ruiz de Castro se hallaba en Huete, marchó a combatirle con sus tropas, haciendo que le acompañara a caballo el niño rey Alfonso que contaba ocho años a aquella sazón (1164). Empeñóse entre Garcinarro y Huete formal y sangrienta lucha entre los dos bandos rivales, cuyo resultada fue quedar victoriosos los Castros, sucumbiendo en la refriega el mismo tutor del rey, don Manrique de Lara. Se puso desde entonces a la cabeza de los Laras su hermano don Nuño.

Los Laras no se daban reposo. Heredero don Nuño del odio mortal de su hermano don Manrique hacia los Castros meditó cómo apoderarse por sorpresa de Toledo e introducir en la ciudad al niño rey. Entabló para esto inteligencias secretas con don Esteban Illán, caballero toledano, que se mantenía fiel a la bandera de Castilla. Una vez concertados, se adelantó don Ñuño con el rey hasta Maqueda, salió de Toledo Illán a recibirle, y con gran recato y sigilo le introdujo aquella misma noche en la ciudad y en la torre de San Román que tenía preparada (1166), y cuando más desprevenidos estaban todos enarboló en ella la bandera del rey, y comenzó a gritar: ¡Toledo, Toledo por el rey de Castilla! Estos gritos y la vista de los estandartes castellanos que ondeaban en la torre de la iglesia sobrecogieron a Fernán Ruiz de Castro, que después de una corta e inútil tentativa para apoderarse de la torre, se apresuró a salir de Toledo y a buscar un asilo entre los moros; recurso en aquel tiempo muy usado. Golpe fue este que resolvió el triunfo de los Laras, y desconcertó cualesquiera planes que sobre Castilla pudiera tener el rey de León. Costóles, no obstante, a los parciales y defensores del tierno príncipe no poca fatiga y esfuerzo el apoderarse del castillo de Zorita sobre el Tajo, que a nombre de los Castros gobernaba don Lope de Arenas, y aun debiéronlo a la alevosía de un criado de éste, que de concierto con los de Lara asesinó a su amo dentro de su propio castillo.

Desde la entrada de Toledo se ve al joven rey Alfonso VIII obrar ya más como monarca que como pupilo, aunque todavía no alcanzase la mayor edad. Mas como se fuese ya aproximando a ella, y urgiese poner el cetro en sus manos, se convocaron cortes en Burgos (1169), que se celebraron al año siguiente (1170), con el doble objeto de encomendarle ya el regimiento del reino y de darle una esposa, que se acordó fuese la princesa doña Leonor, hija del rey Enrique II de Inglaterra, sin duda con la esperanza de que por este medio viniese a él el condado de Gascuña que poseía el monarca britano, y que confinaba con los dominios del de Castilla por la parte de Guipúzcoa. Concertadas que fueron las bodas, y habiendo resuelto el joven Alfonso ir a Aragón a esperar a su futura esposa, envió a llamar al monarca aragonés (que lo era ya Alfonso II, hijo de don Ramón Berenguer y de doña Petronila) para ajustar con él las discordias y contiendas que sobre límites de territorio entre sí tenían. Juntáronse en Sahagún los dos príncipes, y acordaron allí un tratado de alianza y amistad, cambiando para seguridad mutua algunas fortalezas entre castellanos y aragoneses: después de lo cual los dos monarcas españoles marcharon unidos a Zaragoza, Llegado que hubo la princesa Leonor a España, celebráronse las bodas en Tarazona (setiembre de 1170), con asistencia del rey de Aragón, del arzobispo de Toledo, de don Ñuño de Lara, que había ido a buscar a la princesa, y de muchos condes, caballeros y ricos-hombres de Aragón y de Castilla. Terminadas las fiestas, viniéronse los castellanos a Burgos, y Alfonso VIII entró de lleno en el ejercicio de la autoridad suprema después de una agitada y turbulenta minoría. Sobre quince años tendría entonces Alfonso: no era de más edad la princesa Leonor, y de este temprano y feliz matrimonio nació ya en 1171 la infanta Berenguela que tan justa celebridad llegó a adquirir en la historia, y a quien su padre se apresuró a hacer reconocer como heredera del trono.

No había olvidado Alfonso de Castilla las usurpaciones que en la Rioja le había hecho el de Navarra en tiempo de su menor edad, y uno de sus primeros cuidados después de encargarse del gobierno del reino fue hacer servir la amistosa alianza en que estaba con Alfonso de Aragón para recuperar aquellas posesiones. Pactaron, pues, los dos Alfonsos, el aragonés y el castellano, hacer juntos la guerra a Sancho de Navarra, y simultáneamente invadieron su reino, el uno por Tudela tomándole Arguedas, el otro por Logroño llegando hasta Pamplona, pero sin ulterior resultado, merced a lo prevenidas que el navarro tenía sus plazas. Había otro motivo más para que los dos Alfonsos miraran como enemigo al navarro. Poseía el señorío de Albarracín, por donación que le había hecho el rey moro de Murcia, un caballero cristiano llamado don Pedro Ruiz de Azagra, que la hizo poblar de cristianos y consiguió que su iglesia de Santa María fuese erigida por el cardenal Jacinto, legado de la Santa Sede en España, en silla episcopal. Azagra vivía allí como un reyezuelo, sin reconocer dependencia ni del de Castilla ni del de Aragón, y hallábase apoyado por el rey de Navarra. Así la confederación de los Alfonsos se extendió contra Azagra, declarando a Albarracín comprendido en la conquista del de Aragón, los otros lugares de su señorío en la de Castilla. Cambiáronse para garantía de esta concordia tres castillos de cada parte, encomendados a otros tantos ricos-hombres de cada reino, con condición de hacer por ellos pleito-homenaje, los de Castilla al de Aragón, y recíprocamente los de Aragón al de Castilla, sin poder entregarlos a su respectivo monarca en tres años (1172). Mas como al año siguiente se quebrantase el compromiso por parte del castellano a quien entregó Nuño Sánchez la plaza de Ariza, la más importante de las tres que garantizaban la seguridad del pacto, picóse de ello el aragonés, viniendo a pagar al pronto los efectos de su enojo y mal humor quien menos culpa de ello tenía, a saber, la princesa doña Sancha de Castilla, con quien tanto tiempo hacía estaba tratado el matrimonio del aragonés, el cual en despique envió a pedir por esposa nada menos que a la hija del emperador de Constantinopla Manuel. Frustráronse al fin las negociaciones de este segundo proyecto de enlace de la manera que diremos en otro lugar, y arregladas las disidencias entre los dos monarcas, continuaron su guerra contra el navarro, recobrando el de Castilla muchos lugares, y apretando de tal manera a don Sancho su tío, que teniéndole cercado en el castillo de Leguin le hubiera hecho prisionero si a favor de la noche no hubiera logrado fugarse el de Navarra.

Celebráronse al fin en Zaragoza las bodas de Alfonso II de Aragón con la princesa Sancha de Castilla, tía de Alfonso VIII, a que asistió este monarca (1174), y unidos de nuevo los dos reyes prosiguieron su comenzada guerra con el navarro, tomándole siempre algunas plazas, y concluyendo por recuperar el de Castilla las que aquél le había usurpado (1176).

Natural era que no desaprovechasen los moros la ocasión de ver a los monarcas cristianos gastando sus fuerzas en estas guerras y entretenidos en estas discordias de familia, y no eran los de Cuenca los que se descuidaban en estragar las comarcas limítrofes de aquella ciudad, fuerte por su natural posición, y fuerte por los muchos sarracenos que en ella se abrigaban. Fue por lo tanto su conquista el objeto preferente de Alfonso VIII de Castilla a su regreso de Navarra. Ni la fortaleza del lugar, ni el número de sus defensores, ni la crudeza del invierno en aquel riguroso clima, nada detuvo al joven y animoso castellano para poner apretado cerco y redoblar todo género de ataques contra aquel formidable presidio. Nueve meses de asedio no bastaron a desanimarle; el socorro que el jefe de los Almohades vino a dar a los sitiados no fue parte a hacerle desistir de la empresa, que allí estaba también su amigo el de Aragón para frustrar aquel auxilio; al fin los cercados no pudieron resistir ya más, y las puertas de Cuenca se abrieron al rey de Castilla el 21 de setiembre de 1177. La rendición y conquista de Cuenca tuvo una importancia á la vez militar, eclesiástica y política. Dábale la primera su misma situación geográfica, además de los altos muros que la circuían; diósela en lo eclesiástico el haberse convertido su mezquita mayor en templo cristiano, y elevádola Alfonso a iglesia catedral, que ilustraron después tantos y tan insignes varones: y túvola mayor en lo político, en razón a que agradecido el monarca castellano a la eficaz ayuda que para su conquista le había prestado el aragonés, le alzó allí la obligación del feudo y homenaje que desde el tiempo del emperador reconocían los reyes de Aragón a los de Castilla, quedando desde allí en adelante los dos monarcas poseedores de sus respectivas ciudades y castillos para sí y sus sucesores, interviniendo y autorizando esta concordia los prelados y ricos-hombres de Aragón, Cataluña y Castilla. Rendida Cuenca, no pudieron ya resistir el ímpetu de las armas castellanas Alarcón, Inhiesta y otras fortalezas que en aquel territorio tenían levantadas y defendían los infieles.

No se resignaba don Sancho de Navarra con la estrechez a que el de Castilla había ido reduciendo su reino: las cuestiones sobre los siempre disputados pueblos de Rioja habían renacido, y cansados a uno y otro príncipe de tan prolijas y continuadas guerras, aconsejados también por los prelados y ricos-hombres amantes de la paz, acordaron someter sus diferencias a la decisión arbitral del rey Enrique II de Inglaterra, suegro del de Castilla, obligándose a respetar su fallo, dándose mutuamente en fieldad, que se decía, cuatro castillos de la pertenencia de cada uno para seguridad del cumplimiento de aquel convenio, y estableciendo bajo su fe y palabra treguas por siete años. Cada cual envió sus embajadores y representantes al rey de Inglaterra para que abogaran y defendieran ante él su respectiva causa. Recibiólos aquel monarca en Westminster, y congregada una asamblea de obispos, condes y barones, y leídas en presencia del rey las correspondientes quejas, demandas y peticiones del de Castilla y del de Navarra, como ninguno de los alegantes contradijera lo expuesto por sus adversarios ni negara las violencias que cada soberano recíprocamente había cometido, le fue fácil al árbitro monarca pronunciar la sentencia, reducida a que cada uno de los contendientes restituyese al otro las villas, tierras y castillos de que injusta y violentamente le había despojado, que eran las mismas pertenencias que ellos en sus alegatos pedían y nombraban; añadiendo que por el bien de la paz el de Castilla daría durante diez años al de Navarra diez mil maravedís, en cada uno, pagados en Burgos en tres plazos. Comunicada la sentencia arbitral a los dos soberanos contendientes por sus embajadores, reuniéronse aquéllos en la abadía de Fitero, donde después de expresada su conformidad acordaron y juraron una tregua y concordia de diez años, que se obligaron a guardar fielmente «sin engaño ni fraude,» y a tener al que la quebrantara por alevoso y perjuro.

Tales y tan solemnes cláusulas parece deberían haber hecho definitiva y sólida la paz y amistad estipulada; y sin embargo de este pacto y de aquella sentencia, hallamos al año siguiente (1178) al castellano y al aragonés renovando sus antiguas confederaciones contra el navarro, en cuya virtud rompió otra vez Alfonso VIII la guerra, hasta que al fin, habiendo convenido los dos príncipes en verse entre Logroño y Nájera (1179), acordaron los dos solos y sin intervención de extraños la manera de arreglar sus diferencias, que fue reconociendo en el de Castilla el dominio de Logroño, Entrena, Navarrete y otros lugares de la Rioja, pero reteniéndolos como en depósito y prenda de su alianza y amistad por diez años la persona que el de Navarra señalase. Así terminaron por entonces las tenaces y enfadosas disputas de los dos monarcas sobre límites de sus reinos.

Libre del cuidado de estas guerras pudo dedicarse Alfonso VIII de Castilla a las cosas del gobierno interior de su reino, que bien lo había menester después de tantas turbulencias, trastornos y agitaciones. Con la movilidad propia de los reyes de aquella época recorrió y visitó las diversas comarcas de sus dominios, mostrando su piedad, ya con las donaciones y mercedes que hacía a las iglesias y monasterios, ya fundándolos de nuevo o reedificándolos, pudiendo contarse entre sus más principales fundaciones la de la ciudad y catedral de Plasencia (1186), y la del célebre monasterio de las Huelgas de Burgos (1187), famoso por su singular jurisdicción así secular como eclesiástica. Conócese que el clero era objeto preferente de su atención y de sus liberalidades, puesto que así lo consignó en un solemne documento en que eximió a los eclesiásticos, fuesen obispos, abades o simples clérigos, de todo servicio, pecho o tributo que se pagase al rey: sin que por eso dejara de otorgar también fueros civiles a algunas ciudades, entre los cuales fue uno de los más señalados el que dio a los vecinos de Santander, ciudad que él repobló y cercó de muros, castillos y muelles, con un suntuoso palacio para su habitación. Aun cuando en estos años no fue la vida inquieta y zozobrosa de la campaña la que hizo el monarca de Castilla, no estuvieron de todo punto ociosas sus armas, y con ellas recobró las tierras que con el nombre de Infantazgo de León le había tenido ocupadas su tío don Fernando. Desafortunado Alfonso en punto á sucesión varonil, pues había tenido el dolor de perder apenas nacidos al mundo dos tiernos príncipes, Fernando y Sancho, ocupábase en 1188 en concertar el matrimonio de su primogénita la infanta doña Berenguela, cuando la muerte del rey don Fernando II de León su tío vino a alterar la situación y relaciones de los dos reinos de León y Castilla. Muévenos esto a referir lo que había acontecido con el reino leonés hasta esta época.

Desde que el de Castilla, menor todavía de edad, se había por arte y ardid de los Laras posesionado de Toledo (1166), parece haber desistido don Fernando de León de las pretensiones sobre la tutela de su sobrino, y si conservó algunas posesiones de Castilla, no fue ya a esta región a donde dirigió los esfuerzos de su actividad. Hacia otra parte le llamaron la atención los sucesos.

El rey Alfonso Enríquez de Portugal, monarca ya poderoso con las conquistas de Santarén, Cintra y Lisboa que había arrancado a los musulmanes, dueño de un vasto Estado cuyos límites había ido ensanchando con la punta de su espada, ayudado de sus valerosos y leales portugueses, recelando tal vez que su yerno el de León hubiera repoblado y fortificado Ciudad-Rodrigo para molestar desde aquella plaza el territorio portugués, envió contra ella una expedición al mando del joven príncipe Sancho su hijo: acudió el leonés a proteger la población amenazada, derrotó las tropas de su inexperto cuñado, que tuvo que salvarse por la fuga, hizo muchos portugueses prisioneros, y les dio generosamente libertad, acaso con ánimo de templar así el enojo y ablandar el impetuoso genio del padre de su esposa. No lo logró por cierto, si tal intención tuvo, puesto que irritado con aquel descalabro el monarca portugués, rompió luego acompañado de su hijo por las fronteras de Galicia, se apoderó de Tuy, sometió los distritos de Toroño y de Limia, y dejando guarnecidos aquellos castillos, satisfecho con haber vengado el desastre de Ciudad-Rodrigo, volvióse a Portugal para continuar la guerra contra los sarracenos de las fronteras meridionales. En la primavera de 1169 acometió el intrépido portugués la importante plaza de Badajoz, sin detenerle la consideración de que aquella antigua capital del Algarbe debía por varios títulos y pactos ser incorporada en el caso de conquista a la monarquía leonesa, y sin respetar los vínculos de sangre que con el de León le unían. Había llegado ya Alfonso Enríquez a dominar los dos tercios de la población, reducidos los sarracenos a un estrecho recinto, cuando se vio llegar el ejército leonés conducido por Femando II. Halláronse, pues, los portugueses cercados por fuera por los de León, y hostilizados dentro por los musulmanes. Penetraron los leoneses en las calles de Badajoz haciendo destrozos y estragos en los de Portugal. El rey Alfonso Enríquez, corriendo a todo escape para ganar una de las puertas de la ciudad, chocó violentamente en ella y recibió un golpe que le fracturó una pierna contra el hierro de su propia armadura, cayó sin sentido del caballo, y fue hecho prisionero por la caballería del de León.

Condujese en esta ocasión el leonés con admirable nobleza y generosidad, bien que estas virtudes, al decir de los más acreditados historiadores, eran naturales al segundo Fernando. Después de haber hecho curar con el mayor esmero y solicitud a aquel prisionero, que sin miramiento ni a los pactos políticos ni a los lazos de la sangre le causaba tantos disgustos y le intentaba tantos daños, contentóse con decirle: «Restitúyeme lo que me has usurpado, y libre a cuidar de tu reino.» Y aquel Alfonso Enríquez, el terror de los moros del Algarbe, el que había obligado al primer emperador de España a aceptar con resignación la independencia de la monarquía portuguesa que había sabido crear para sí, admitió la generosa proposición de Fernando II, y devolviéndole los veinticinco castillos que le había tomado en Galicia, despidióse de su yerno haciéndole un presente de veinte caballos de batalla, y se volvió libre a sus Estados, bien que la fractura de la pierna no le permitió ya en adelante dirigir la guerra personalmente. Fernando II quedó dueño de Badajoz.

Recibieron poco más adelante de este tiempo los Almohades gran refuerzo con la venida a España del emir Yussuf Abu Yacob, trayendo consigo poderosa hueste de africanos de los cuales un respetable cuerpo se dirigió a Portugal. Batidos allí los moros por las valientes tropas de Alfonso Enríquez, enderezáronse hacia los Estados del de León con intento de apoderarse de Ciudad-Rodrigo. Allegó don Fernando la gente que pudo de Zamora, León y Galicia, y aunque el número de los musulmanes excedía en mucho al de los cristianos, logró el leonés un señalado y completo triunfo sobre los infieles, merced, dicen nuestras antiguas crónicas, a la intervención del apóstol Santiago, anunciado anticipadamente a un venerable canónigo de León a quien se le apareció el glorioso doctor de las Españas San Isidoro (1173). Entre los cautivos que se hicieron a los sarracenos lo fue aquel Fernán Rui z de Castro que en la entrada de Alfonso VIII en Toledo salió huyendo de la ciudad y se fue a acoger a los estandartes musulmanes. El monarca leonés no podía olvidar los antiguos servicios prestados a su causa por el vencedor de los Laras en Huete, y desde aquel momento quedó otra vez el fugitivo de Toledo incorporado en las banderas leonesas. Alegróse él mismo de este suceso, el cual le proporcionó ocasión de vengarse de los Laras a quienes conservaba perpetua enemiga, como lo hizo en una encarnizada refriega que con ellos tuvo en Tierra de Campos, y en que fueron sacrificados muchos personajes ilustres de ambas parcialidades (1174). Entre los que murieron lo fue el conde Osorio, el padre de la esposa de Fernán Ruiz, que a pesar del parentesco militaba en el partido de los Laras, y tanto fue el enojo que de ello recibió el de Castro que bastó esto solo para que repudiara a su hija. En cambio el rey de León favoreció a Fernán Ruiz hasta el punto de casarle con su hermana bastarda doña Estefanía, hija del emperador. En tan gran consideración tenían los reyes a estas dos poderosas y rivales familias. Otra prueba de ello mismo se ofreció bien pronto.

Hacía diez años cumplidos que el rey de León vivía en perfecta concordia con su esposa doña Urraca, la hija de Alfonso I de Portugal, y de ella tenía un hijo, nacido en 1171, llamado también Alfonso como su abuelo paterno, cuando informado el papa del parentesco en tercer grado que entre los dos consortes mediaba, como nietos que eran de las dos hermanas hijas de Alfonso VI doña Urraca y doña Teresa, los obligó a separarse, conminándolos con las censuras eclesiásticas, con harta pena y sentimiento del monarca leonés (1175). Pasó, no obstante, don Fernando a segundas nupcias con doña Teresa, hija del conde don Nuño de Lara, viniendo así ambas casas, la de Lara y la de Castro, a enlazarse con los hijos del emperador. Habiendo fallecido esta reina en 1180 sin dejar ni haber tenido sucesión, todavía contrajo el monarca leonés al año siguiente terceras nupcias con doña Urraca López, hija del conde don Lope Díaz, señor de Vizcaya, Nájera y Haro, mujer llena de ambición y de envidia, que dio al rey dos hijos, don Sancho y don García, y no pocas pesadumbres con la pretensión de anteponer sus hijos en los derechos a la sucesión de la corona al que el rey tenía de su primer matrimonio, so pretexto de la disolución ordenada por el pontífice.

Sin guerras por este tiempo el rey de León, en paz con el de Castilla, y no hostilizado ya por el de Portugal, experimentaba el reino las dulzuras de su corazón benéfico, liberal y piadoso. Un acontecimiento célebre vino en 1184 a hacerle empuñar de nuevo las armas, y a poner el sello a su fama de valeroso capitán y de amigo generoso y noble. El terrible emperador de Marruecos Yussuf Abu Yacub había desembarcado en Algeciras con numerosas bandas africanas, en que venían hasta 37 walíes (que nuestras crónicas llaman siempre reyes), y marchando hacia occidente y atravesando el país de Portugal conocido hoy con el nombre de Alentejo, acampó con su innumerable morisma junto a Santarén, una de las más gloriosas conquistas de Alfonso Enríquez. Combatida la plaza de día y de noche, rotos los muros y dentro ya de la ciudad los Almohades, veíanse en el mayor aprieto los portugueses, que hubieran sucumbido sin la oportuna llegada del príncipe Sancho y del obispo de Porto con buen socorro de gente, que hicieron no poco daño a los enemigos y causaron la muerte a uno de los principales caudillos sarracenos. Acudió igualmente el arzobispo de Santiago con tropas de Galicia, que también hicieron no poco estrago en los musulmanes. Mas eran éstos en tanto número que aquellas parciales ventajas no bastaban a libertar a Santarén ni a sus apurados y estrechados defensores: por el contrario, sin dejar de oprimir la plaza destacóse un cuerpo de sarracenos con intento al parecer de distraer a los cristianos hacia la parte de Alcobaza, y en aquella marcha devastadora dicen nuestras crónicas que tuvieron los africanos la bárbara crueldad de degollar hasta diez mil mujeres y niños que habían cautivado en Santarén, como en venganza de las pérdidas que les causaran las tropas del príncipe Sancho y de los dos obispos. El castillo de Alcobaza resistió vigorosamente, y en sus infructuosos ataques perdieron los infieles tres de sus walíes con no poca soldadesca. Entretanto el cerco de Santarén continuaba un mes hacía: en esto que llegó al campamento musulmán (24 de julio de 1184) la nueva de que el valeroso rey de León se encaminaba allí y retaba a combate singular al mismo emperador de los Almohades. Temió por el contrario Alfonso Enríquez que el leonés, no olvidado de antiguos agravios, fuese con ánimo de emplear contra él sus armas, y envióle a decir que esperaba desistiese de aquella guerra. Tranquilizóle al punto don Fernando, respondiendo al padre de su primera esposa, que su objeto era ayudarle contra los sarracenos. Al aproximarse los leoneses, dispúsose el emperador de los Almohades para la batalla. Vióse a Yussuf en el acto de querer montar a caballo, pero viósele también caer sin sentido, y no volver a levantarse más; aún no se sabe si acometido por algún repentino accidente, si atravesado de alguna ballesta lanzada desde el adarve. La súbita muerte del emperador difundió un terror pánico en todo el ejército, musulmán, que huyó a la desbandada, acosado por las lanzas leonesas y portuguesas. Tal fue el remate del famoso sitio de Santarén. Agradecido quedó Alfonso Enríquez al noble y generoso comportamiento del de León.

A poco tiempo de este suceso, cargado de años y de glorias, falleció el ilustre fundador de la monarquía portuguesa Alfonso Enríquez (6 de diciembre de 1185), después de haber gobernado el país por espacio de doce años con los títulos de infante y de príncipe, cuarenta y cinco con el de rey. Consolaba a los portugueses el que le sucedía su hijo Sancho, conocido ya por su valor y arrojo en las guerras contra los Almohades.

Tocaba ya también el de León al término de su carrera, cuyo último período acibaró su tercera mujer doña Urraca con su insistencia en la pretensión de que fuesen declarados herederos del trono sus dos hijos con perjuicio del primogénito Alfonso, el hijo de la primera esposa de Fernando doña Urraca de Portugal. Los disgustos de la madrastra habían obligado ya a este príncipe a abandonar la corte de León: camino iba de Portugal en busca de un pacífico asilo, cuando acaeció la muerte de su padre en Benavente (21 de enero de 1188), a los 31 años de su reinado. Los esfuerzos de doña Urraca López por entronizar a sus hijos se estrellaron contra la voluntad unánime y decidida de los magnates leoneses, que se apresuraron a proclamar al primogénito Alfonso, el cual regresó de su destierro a tomar posesión de la corona leonesa con gran beneplácito de todo el reino, teniendo que retirarse doña Urraca a Nájera, donde vivió en larga viudedad devorada por una ambición estéril.

Envueltos y complicados en esta época, como hemos visto, los sucesos del reino unido de Aragón y Cataluña con los de Castilla, fuerza es conocer la marcha que aquel Estado había ido llevando durante este período.

Conocemos las últimas confederaciones y tratos que don Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y príncipe de Aragón, había celebrado con el emperador y rey de Castilla, Alfonso VII, las mismas que conservó con su hijo don Sancho III, el Deseado. La gran contienda que aquel príncipe traía con Navarra, «tan funesta (dice con razón un escritor catalán) a entrambas coronas como escandalosa para la cristiandad,» terminó en 1158 por mediación de personas respetables y autorizadas de una y otra parte, quedando así el barcelonés desembarazado para atender a los negocios de la Provenza, de continuo agitada por la familia de los Baucios. Aliado del rey de Inglaterra, con cuyo hijo Ricardo concertó el matrimonio de una de sus hijas, ayudó primero a aquel monarca en la empresa de conquistar Tolosa, que alegaba pertenecerle por su esposa doña Leonor. Frustrada aquella tentativa a causa de los socorros que el conde de Tolosa recibió del rey de Francia, partió el príncipe de Aragón y Barcelona a la Provenza, tomó a los rebeldes Baucios más de treinta castillos, e hizo famosa la rendición del de Trencataya por la célebre máquina de madera que contra él empleó, de tan extraordinaria grandeza y dimensiones, que se encerraron en ella más de doscientos guerreros. Había hecho conducir aquella gran mole por las aguas del Ródano : intimidáronse de su aspecto los del castillo y se le rindieron, y el conde, para memoria de la fidelidad quebrantada de los Baucios, hizo demoler hasta los cimientos aquella insigne fortaleza. Trabó entonces el barcelonés amistad y alianza con el emperador de Alemania Federico Barbarroja, que andaba a la sazón agitando la Italia con el cisma del antipapa Víctor. La manera de relacionarse con el jefe de tan apartado imperio fue negociando el matrimonio de la emperatriz viuda de Castilla doña Rica (a quien el de Barcelona había llevado a sus Estados), pariente del emperador Federico como hija del rey Ladislao de Polonia, con su sobrino el conde de Provenza. Vino en ello el emperador, y al ajustarse este matrimonio se hizo un tratado de infeudación de la Provenza al imperio, acordándose también que en el inmediato agosto pasarían los dos condes de Barcelona y Provenza, tío y sobrino, a Italia para la ratificación del tratado.

Viaje fatal fue este para Cataluña, y más para su príncipe. Con gran séquito de barones y magnates marchaban los dos condes: habían pasado ya Génova y se encaminaban a Turín, cuando en el burgo de San Dalmacio atacó al conde de Barcelona y príncipe de Aragón tan aguda enfermedad, que en tres días, y sin tiempo sino para otorgar de palabra su testamento, le llevó al sepulcro (7 de agosto de 1161). Así murió el esclarecido conde de Barcelona don Ramón Berenguer IV, a quien los escritores catalanes honran con el sobrenombre de el Santo, «debido, dice uno de ellos, a sus costumbres, a su justicia, a su celo por la religión, a su obediencia a la Iglesia, a su lealtad tan acendrada, a su grande amor a parientes y sometidos». Dejaba en su testamento a su primogénito Ramón los dominios íntegros de Aragón y Barcelona, y todos los demás, a excepción de los condados y señoríos de Cerdaña, Carcasona y Narbona que legaba a su segundo hijo, Pedro, con obligación de reconocer por ellos homenaje a su hermano, y con la cláusula de que el mayor los poseyese hasta que Pedro llegara a la edad de armarse caballero. Sustituía entre sí a los tres hijos varones, Ramón, Pedro y Sancho: señalaba a su esposa las villas de Besalú y Eibas, y por último, ponía todos sus hijos y Estados bajo la tutela y amparo de su amigo el rey de Inglaterra.

Luego que el conde de Provenza volvió a Cataluña, la reina viuda doña Petronila convocó a cortes generales en Huesca a todos los prelados, ricos-hombres, caballeros y procuradores de las ciudades y villas, y dado en ellas conocimiento de la última voluntad del difunto don Ramón Berenguer, su esposo, aprobó y confirmó su disposición en testamentaría, tomó mano en el gobierno del reino, encomendó el de Cataluña al conde Ramón Berenguer de Provenza, durante la menor edad de su hijo Ramón, y quiso que este de allí adelante fuese llamado Alfonso (1162). Tan lejos estuvo aquella señora de mostrarse sentida de la exclusión en que la dejaba el testamento de su esposo siendo ella la reina propietaria de Aragón, que llevando al más alto punto posible su abnegación y su desprendimiento, hallándose poco más adelante en Barcelona (1164) hizo cesión solemne de todos los dominios aragoneses en su hijo primogénito, antes Ramón, ahora ya Alfonso, ratificando el testamento de su marido en todas sus partes y sin retener para sí «ni voz ni dominación de ningún género»

Admirable medio de consolidar la unión de los dos Estados, y de prevenir cualesquiera embarazos y cuestiones que hubieran podido mover los catalanes, en cuya legislación política no se reconocía la sucesión de las hembras.

Inmediatamente pasó Alfonso II, rey ya de Aragón y Cataluña, a Zaragoza, donde en cortes celebradas con asistencia de todos los prelados, ricos-hombres, mesnaderos e infanzones del reino, y de los procuradores de Huesca, Jaca, Tarazona. Calatayud y Daroca, juró que de allí adelante hasta el día que fuese armado caballero (contaba entonces Alfonso solamente doce años de edad), echaría del reino a cualquier persona de cualquier dignidad que no diese y entregase las tenencias y castillos de la corona, y le quitaría todo lo que tuviese en heredad y por merced de honor; lo cual juraron a su vez todos los ricos-hombres y procuradores hacer guardar y cumplir.

Afortunado Alfonso II, como su abuelo paterno Ramón Berenguer III, en las adquisiciones y heredamientos eventuales, hallóse con la importante agregación de la Provenza por muerte sin sucesión del conde su primo Ramón Berenguer (1166): herencia que se consolidó con la renuncia que más adelante hizo el conde Ramón de Tolosa (1176) de los derechos con que pretendía la posesión de aquel rico condado. Añadió, pues, Alfonso II a sus títulos el de marqués de la Provenza, del mismo modo que lo había hecho ya su padre cuando acaeció la defunción de su hermano. La vizcondesa de Bearne le hizo reconocimiento de feudo y vasallaje por los Estados de Bearne y de Gascuña (1170); y su hijo el vizconde Gastón ratificó después el juramento de homenaje a Alfonso por aquellos mismos señoríos (1187). Por fortuna suya murió también sin hijos el conde Gerardo del Rosellón, y otro rico Estado vino impensadamente á acrecer las posesiones ya vastas de la corona aragonesa. Alfonso pasó a Perpiñán a posesionarse del nuevo condado, y con esto se intituló rey de Aragón, conde de Barcelona y de Rosellón, y marqués de la Provenza (1177). Con lo cual y con haber reducido a la obediencia a los vizcondes de Nimes y de Carcasona, Athón y Roger, que se mantenían en rebeldía, y forzándolos a hacer pleito-homenaje por aquellas ciudades y señoríos (1181), hallóse el hijo de don Ramón y doña Petronila poseedor de un vasto reino dentro y fuera de los límites naturales de España.

En la parte de Castilla dimos ya cuenta de las alianzas y tratos entre el soberano de aquel reino y Alfonso II de Aragón en Sahagún (11 69), así como del viaje de ambos príncipes a Zaragoza y de su despedida y separación después de celebrar reunidos en Tarazona las bodas del de Castilla con Leonor de Inglaterra (1170). Valióle aquella entrevista al aragonés el empeño que sobre sí tomó el castellano para hacer que el rey moro Aben Lope de Murcia le pagara el tributo que estaba obligado a satisfacer en reconocimiento de feudo y homenaje a su padre don Ramón Berenguer, y que desde la última expedición de éste a la Provenza había dejado de cumplir. Al tiempo que los castellanos después de la celebración de estas bodas regresaban a Burgos, el de Aragón se encaminó a las riberas de Alhambra y de Guadalaviar, donde sojuzgó a los moros que poblaban aquellas comarcas y castillos, y revolviendo luego a las montañas de Prados, y lanzando de allí algunos sarracenos que se habían rebelado, redujo otra vez aquellos lugares y los sometió a su señorío. Era, no obstante, el pensamiento principal del monarca aragonés la reducción de los moros de Valencia, a cuyo objeto y como un fuerte avanzado para sus ulteriores conquistas, pobló y fortificó Teruel, que dio en feudo a uno de los más célebres ricos-hombres de Aragón, llamado don Berenguer de Entenza, y a imitación de los condes soberanos de Castilla otorgó a los moradores de la nueva población el antiguo fuero de Sepúlveda.

La muerte de Aben Lope de Murcia le alentó a avanzar hasta los muros mismos de Valencia, talando su fértil vega y rica campiña. Intimidado el emir de aquella populosa ciudad, tuvo por bien poder conjurar la tormenta que veía amenazar a sus tierras, ofreciéndose a ayudar a Alfonso contra el nuevo rey de Murcia hasta forzarle a pagar al monarca cristiano dobles parias de las que su antecesor le satisfacía. Con esto penetró el aragonés hasta Játiva (1172), pero distrájole de aquella guerra la noticia de una invasión que Sancho el de Navarra había hecho en sus Estados. Navarra pagó los daños que hubiera podido hacer Alfonso en los moros de Valencia.

Conocemos ya estas guerras. Vimos también cómo desavenido y enojado el aragonés con Alfonso VIII de Castilla por la infracción de un convenio, había solicitado enlazarse con la hija del emperador de Oriente desentendiéndose del compromiso que desde la infancia había contraído con la princesa doña Sancha de Castilla. La pretensión del aragonés fue gustosamente aceptada por el emperador Manuel, tanto que no tardó en enviar a su hija Eudoxia, acompañada de un prelado y varios personajes griegos, con más el obispo y los ricos-hombres que de parte del de Aragón habían ido a solicitar su mano. Mas al llegar la comitiva imperial a Montpelier, halláronse con la extraña y sorprendente nueva de que Alfonso, arregladas en aquel intermedio sus disidencias con el de Castilla, había llevado ya a complemento su matrimonio con la princesa castellana (1174). Pesada burla, en verdad, para la joven hija del emperador, y no muy ligera para su padre y para los embajadores de ambas partes que la traían. Su fortuna fue que allí mismo el conde don Guillén de Montpelier pidió para sí a la princesa, y aunque con poco beneplácito de los enviados del emperador, se ajustó y realizó el matrimonio, jurando antes el conde que los hijos o hijas que tuviesen le heredarían en el señorío de Montpellier. De este consorcio, con tan extrañas circunstancias celebrado, nació una hija que casó después con el rey don Pedro de Aragón, y fue madre del famoso don Jaime el Conquistador.

A consecuencia de esta nueva concordia hemos visto también a Alfonso de Aragón prestar poderoso auxilio al de Castilla para la conquista de Cuenca (1177), y merecer por ello libertar definitivamente a su reino del feudo que sus predecesores reconocían a la monarquía castellana. Desde este tiempo hasta 1188, periodo que abarcamos en este capítulo, ocupóse alternativamente el aragonés, ya en parciales guerras con los moros de Valencia y Murcia, ya en negociaciones y tratos con los condes de Tolosa, de Nimes, de Poitiers y de Bearne que dejamos indicados, ya en las concordias y desavenencias, confederaciones y rompimientos con los reyes de Navarra y de Castilla de que también hemos dado cuenta; tráfago fatal de negociaciones precarias, insubsistentes y estériles en resultados decisivos, que así fatigan al lector que desea conocer las relaciones políticas de los diferentes Estados en cada época, como al historiador que tiene el triste deber de no omitirlas, si ha de presentar la verdadera fisonomía de la España en estos malhadados y revueltos períodos, y mostrar cuan lenta y perezosamente marchaba la España a la formación de una monarquía general.

Tal era el estado político de los cuatro reinos cristianos a la muerte de Fernando II de León.

CAPITULO XI.

ALFONSO VIII EN CASTILLA. — ALFONSO IX EN LEÓN. - PEDRO II EN ARAGÓN

(1188 – 1212)