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SALA DE LECTURA

Historia General de España
     

TOMO SEGUNDO - LIBRO CUARTO

DOMINACIÓN GODA

 

 

CAPITULO TERCERO

 

LEOVIGILDO Y RECAREDO

 

572 - 601

 

Llegamos a uno de los períodos más interesantes de la dominación goda. No hay un solo individuo en la familia real que se ha sentado en el trono godo-hispano que no haga un papel importante en la historia, ni un solo personaje en este grupo que no excite grande interés. Va a representarse un drama histórico, cuyas consecuencias han llegado hasta nosotros, y alcanzarán a las generaciones que nos sucedan.

Uno de los primeros cuidados de Leovigildo fue tratar de desalojar de España aquellos griegos imperiales, que los españoles de entonces y muchos historiadores después llamaron romanos, tan imprudentemente traídos a la costa por Atanagildo, y donde ellos habían procurado consolidarse más de lo que sin duda había entrado en las intenciones de aquel rey, y más de lo que a la unidad de España convenía. Eran tanto más peligrosos para Leovigildo estos huéspedes, cuanto que siendo ellos católicos y siéndolo también los hispano-romanos, mirábanse unos y otros con la afición de correligionarios, y estaban siendo un foco al que acudían fácilmente los descontentos de la dominación goda o del arrianismo que representaba. Emprendió, por lo tanto, Leovigildo con ardor la guerra contra los imperiales, y aunque no pudo llevar a cabo la expulsión, porque para esto hubiera necesitado de una marina de que carecía, les fue, no obstante, tomando las plazas de Baza, de Málaga y de Assidonia (Medina Sidonia), no sin notable resistencia en esta última, y reduciéndolos a límites más estrechos. Córdoba, que desde su rebelión y triunfo sobre Agila rehusaba someterse al poder de los godos, y que acordándose de su grandeza romana se gobernaba municipalmente como en tiempo del imperio, fue también rendida a fuerza de armas por Leovigildo, que en esta ocasión comenzó a desplegar la dureza de su carácter, haciendo sentir su enojo con actos de excesiva crueldad, no sólo a la ciudad rebelde, sino a toda la comarca. La sangre corrió por la ciudad y por los campos, y llenas de terror se sujetaron todas las poblaciones de la Bética a las armas victoriosas del godo.

Diéronle los grandes del reino mil parabienes por estos triunfos, y apresuráronse a mostrársele adictos, o por lo menos sumisos y respetuosos. Con esto y con el ejemplo de los males y desórdenes a que había dado ocasión la larga vacante del trono, fuéle fácil a Leovigildo persuadir a los nobles la conveniencia de dar participación en la soberanía y autoridad real a sus dos hijos Hermenegildo y Recaredo. La proposición fue acogida con beneplácito por unos y sin oposición por otros, y los dos hermanos fueron declarados príncipes de los godos y herederos de la corona. Con esto lograba Leovigildo poner freno a las ambiciones y al espíritu de insurrección, y hacer hereditario el trono en su familia.

Tuvo después de esto que volver sus armas contra los indóciles cántabros, que llevando de tan mala voluntad el dominio de los godos como habían llevado el de los romanos, andaban desasosegados y revueltos. Apoyábanlos los suevos de Galicia, que desde el reinado de Remismundo, más de un siglo hacía, permanecieron ignorados como si no hubieran tenido existencia histórica; o bien por falta de escritores que después de Idacio trasmitieran sus hechos, o porque se hubieran ido confundiendo con los naturales; y sólo vuelven a aparecer algunos años antes del reinado de Leovigildo: pueblo misterioso, que parece haberse complacido en ocultarnos su historia. Rastréase, no obstante, haber seguido teniendo reyes propios, y que precedieron a los godos en la conversión al catolicismo, ya fuese el primero en abrazar la fe ortodoxa Cariarico, movido por los milagros de San Martín, obispo de Tours, y por las predicaciones de otro San Martín que vino en aquel tiempo de la Palestina a Galicia, según San Gregorio Turonense, ya fuese el primero a abjurar la secta arriana y profesar la doctrina católica Teodomiro, según San Isidoro de Sevilla, escritor contemporáneo y más inmediato al teatro de los sucesos. Tal vez existieron simultáneamente dos reyes, el uno en Braga, el otro en Lugo, las dos iglesias metropolitanas en que entonces se celebraban concilios.

El que favorecía la sublevación de los cántabros y leoneses llamábase Miro, sucesor de Teodomiro. El monarca godo marchó contra los cántabros, y logró sujetarlos, no sin tener que vencer grandes dificultades, ya por el valor de aquella gente belicosa, ya por los naturales obstáculos de aquellas montuosas comarcas. Restituido a su dominio el país, disponíase Leovigildo a atacar a los suevos, cuando el rey Miro le propuso y pidió la paz, que el godo le concedió más como tregua que como paz duradera y estable (575). Pasó luego a sujetar a los habitantes de Orospeda, que por dos veces se habían también alterado, y los subyugó igualmente y redujo a la obediencia, haciéndoles sufrir las leyes del vencedor (577).

Otros cuidados llamaban ya la atención de Leovigildo, y vamos a presenciar las trágicas e interesantes escenas que ocurrieron en la familia real de España.

Habíase casado Leovigildo con Teodosia, hija de Severiano, gobernador bizantino de la provincia de Cartagena, de la cual había tenido, mucho tiempo antes de ser elevado al trono, los dos hijos Hermenegildo y Recaredo. Viudo de Teodosia, contrajo segundas nupcias con Gosuinda, que lo era de su antecesor Atanagildo. La primera había sido católica, la segunda era arriana furiosa. Sosegadas las turbulencias intestinas, hecha tregua con los suevos y reprimidos los imperiales, pensó el monarca visigodo en casar a su hijo mayor con la princesa franca Ingunda, hija de Sigiberto, rey de Austrasia, y de Brunegilda. Celebráronse las bodas con gran solemnidad y no menor regocijo. Pronto la diferencia de creencias había de cambiarla alegría en luto. Fervorosa católica la joven princesa, arriana intolerante la madrastra del príncipe su esposo, intentó ésta primeramente con fingidos halagos convertir a Ingunda al arrianismo : convencida de la ineficacia de los medios suaves, apeló pronto a la violencia, a que la inclinaba más su índole y genio, llevando los malos tratamientos a tal punto que, al decir de San Gregorio de Tours, en su frenética rabia le rasgaba los vestidos, la mesaba los cabellos y la arrastraba hasta hacerla verter sangre por las heridas. Tan bárbaro rigor no alcanzó a hacer vacilar la inquebrantable fe de la joven princesa; y Leovigildo, menos intolerante entonces que la reina, creyó prudente alejar a los dos esposos, cediendo a Hermenegildo una parte de sus Estados, que fue la provincia de Andalucía. El príncipe godo, hijo de una reina católica, esposo de una princesa católica también, y sobrino del ilustre prelado católico de Sevilla Leandro, preparado por la educación de la primera, edificado con el ejemplo de la segunda, y acabado de catequizar por los consejos y amonestaciones del tercero, convirtióse también a la fe católica, y recibió por segunda vez el bautismo.

Gran contento infundió en los católicos de España aquella conversión, tanto como enojo causó a Leovigildo y a Gosuinda. Llamó el padre a la corte a su hijo, so pretexto de tratar con él negocios del Estado. Hermenegildo, recelando acaso que el llamamiento envolviera otras intenciones, desobedece a su padre que se prepara a marchar contra él. Las poblaciones católicas se levantan en favor del príncipe, y le ofrecen su apoyo los imperiales de la costa, y Miro, el rey de los suevos de Galicia. Era ya una conjuración formal en nombre de un principio religioso, en que entraban descendientes de la Escitia y de la Germania, y restos de los antiguos imperios de Oriente y de Occidente, a cuya cabeza se hallaba un príncipe godo. La lucha comenzada en el palacio entre una reina y una princesa, va a proseguirse con las armas en el campo de batalla entre el padre y el hijo. Sevilla fue el teatro principal de esta sangrienta y lamentable querella, a la vez doméstica, civil y religiosa. Ejercitado y mañoso Leovigildo en el arte de sobornar, gana con dinero al jefe de los imperiales, a quien debió parecerle mejor empuñar treinta mil sueldos que las armas con que había prometido auxiliar a Hermenegildo : el rey de los suevos que había acudido con gente en ayuda del príncipe godo se halla cortado, interceptado por el viejo monarca, imposibilitado de pelear y forzado a pedir un acomodamiento; al poco tiempo le sorprendió la muerte. Para apretar el cerco de Sevilla intentó Leovigildo torcer el curso del Guadalquivir y reedificar los muros de la antigua Itálica. Al cabo de dos años de asedio, convencido Hermenegildo de la imposibilidad de prolongar la resistencia huyó a Córdoba, donde tomó asilo en un templo. Sólo a instancias de su hermano Recaredo salió del lugar sagrado para arrojarse a los pies de su padre, cuya cólera esperaba desarmar, y así se lo había persuadido su hermano. Pero el severo Leovigildo, obrando más como monarca que como

padre, y viendo en Hermenegildo menos al hijo humillado que al conspirador político y peligroso, le hace despojar de las insignias reales que llevaba, y cerrando el enojo la entrada a la piedad, le mandó conducir a una prisión de Sevilla. Ni la dureza de la prisión, ni las privaciones, ni los halagos pudieron hacer que Hermenegildo renunciara a sus creencias religiosas. Desde allí, o si hemos de creer el testimonio de Juan de Viciara, desde Córdoba, fue desterrado a Valencia.

Las diminutas crónicas de aquel tiempo, sobre no hallarse muy consistentes en el relato de algunas circunstancias de esta discordia fatal, tampoco arrojan demasiada luz para poder graduar con exacto nivel la parte de culpabilidad que cupo áa cada uno de los ilustres actores de este drama funesto en conducirle al trágico desenlace que después tuvo. Mas todas nos representan al monarca y al príncipe, al padre y al hijo, obrando a impulso de la creencia religiosa y de la conveniencia política, y sacrificando a ellas, el respeto paternal el uno, la ternura filial el otro. Hermenegildo aparece por segunda vez aliado con los imperiales, protegido por el pueblo, en su mayor parte católico, y tal vez alentado por los reyes francos de las Galias, católicos también, y padres o parientes de Ingunda, haciendo armas contra el monarca. Nuevamente irritado Leovigildo, siempre impetuoso y duro, persigue a su hijo hasta hacerle prisionero, y le encierra en un calabozo de Tarragona. En vano trabaja Leovigildo por arrancar a su hijo una abjuración de la fe católica: Hermenegildo resiste a todas las sugestiones con la entereza de un héroe y con la firmeza y la imperturbabilidad de un mártir. Llegada la Pascua, el padre le envía un obispo arriano para que reciba de su mano la comunión : el príncipe católico, perseverante en sus creencias, desoye las persuasiones del prelado hereje, y le despide con desabrimiento. El desairado obispo da cuenta al rey del resultado de su misión, y el arrebatado Leovigildo, montando en cólera, expide la orden fatal : los satélites armados del enfurecido monarca penetran en la prisión de Hermenegildo: Sisberto su jefe descarga el golpe de su hacha sobre el cuello del ilustre prisionero, y la cabeza del príncipe católico cae rodando en cumplimiento de la orden del monarca arriano : el juez y el sentenciado, el verdugo y la víctima eran un padre y un hijo. La Iglesia católica ha colocado a Hermenegildo en el catálogo de los santos mártires.

Tal fué el término lamentable y triste (585), que tuvieron la disidencias religiosas entre el monarca y el príncipe godo, después de cerca de seis años de alteraciones y de disturbios. La desgraciada princesa Ingunda, que se hallaba en poder de los imperiales, murió en África cuando era llevada a Constantinopla con el hijo que de Hermenegildo había tenido. El huérfano príncipe llegó a su destino, y se educó y creció al lado del emperador griego Mauricio, hasta que su abuela Brunegilda solicitó vivamente su rescate y libertad.

En este intermedio Leovigildo había hecho celebrar en Toledo un concilio en que, aparentando querer concertar a los católicos con los arrianos, se presentó una fórmula capciosa de bautizar que envolvía disimuladamente la misma herejía arriana. Algunos obispos católicos tuvieron la debilidad de suscribirla, con lo que menguó por entonces el partido de Hermenegildo. Mas esto no impidió al exaltado e intolerante monarca, que se había hecho mucho más iracundo con las contrariedades que su hijo y los católicos del reino le suscitaban, para que comenzara un sistema de cruda persecución contra los prelados y sacerdotes ortodoxos, ya desterrando a los más ilustres y virtuosos de entre ellos, entre los cuales lo fue a Barcelona el mismo Juan de Viciara, autor de la crónica, ya confiscándoles los bienes, ya llenando las cárceles de católicos, ya empleando los tormentos y los suplicios, y vióse en el siglo VI de la Iglesia reproducir la herejía en España escenas semejantes a las que en el III y IV había ofrecido el paganismo. fue el último desahogo de la herejía, sostenida por el trono y proscrita por el pueblo.

Por este tiempo acabó de desaparecer el reino de los suevos. El activo Leovigildo supo aprovechar la revolución que entre aquellas gentes estalló con motivo de la muerte de Miro. Habíale sucedido su hijo Eborico, joven de corta edad. Levantóse contra él un poderoso suevo llamado Andeca y le arrebató el cetro. Habíale hecho cortar el cabello, ceremonia con que los hombres de la raza germánica inhabilitaban a los príncipes para reinar, y recluídole en un monasterio; casóse en seguida con su viuda para más asegurarse en el trono. Halló en esto Leovigildo especiosa ocasión y pretexto para acabar de aniquilar el imperio de los suevos, y pasando con su ejército a Galicia so color de castigar al usurpador Andeca, llevándolo todo a fuego y sangre, apoderóse fácilmente de Braga, residencia de Andeca, y usando con el intruso la propia conducta que él había tenido con Eborico, cortóle también el cabello, hízole ordenar de sacerdote, y le envió desterrado a Beja. Así acabó la monarquía de los suevos, quedando desde entonces sujeta al dominio de los godos a los ciento setenta y seis años de la primera invasión. La nación sueva quedó, pues, refundida en la monarquía visigoda.

Pero aún no han acabado las guerras para Leovigildo, cuya larga vida había de ser una cadena no interrumpida de graves acontecimientos, cada uno de los cuales había de valerle un triunfo. Los francos, siempre en acecho y siempre codiciosos de la Galia gótica, enemigos y rivales perpetuos de los godos, irritados además con la muerte de Hermenegildo su correligionario, pariente y aliado, resuelven despojar a los visigodos de sus bellas posesiones de la Galia. Gontran ( Gonth-hram , fuerte en la batalla), de acuerdo con Childeberto (Hilde-bert, pasmoso en el combate), es el que toma a su cargo esta expedición, y la toma con ardor y coraje, «¿No es vergonzoso, les decía a sus tropas, que los abominables godos extiendan los límites de su imperio hasta las Galias ?» Y con todo el ejército de su reino dividido en dos cuerpos invade por ambos extremos la Septimania, llegando por la una parte a Nimes, por la otra a Carcasona. Esta última ciudad les abre las puertas, pero la brutalidad de los soldados francos subleva a los habitantes, que los arrojan denodadamente de su recinto, y colocan la cabeza del conde Terenciolo, jefe de los francos, clavada en una pica sobre la muralla.

Entretanto Leovigildo había dado orden a su hijo Recaredo para que pasase a las Galias a contener a los francos, que por la parte de Nimes habían hecho horribles destrozos : conducíanse como vándalos; la relación de sus atrocidades hecha por los mismos escritores de su nación hace estremecer. A la noticia de la aproximación de Recaredo levantan el sitio de Nimes y se pronuncian en retirada; pero asolado antes por ellos mismos el país que tenían que atravesar, los más perecen de hambre y de miseria. Recaredo, aventados los enemigos a su sola presencia, avanza por el territorio de los francos, penetra en él y toma varias fortalezas; Gontran desahoga su cólera reconviniendo a presencia de cuatro obispos a los generales vencidos, y atribuyendo los últimos desastres a su poca devoción por el culto de los santos. En esto llega el invierno y Recaredo repasa los Pirineos y se vuelve a España dejando aseguradas de toda agresión las posesiones hispano-godas.

Leovigildo estaba no siendo menos afortunado por mar que por tierra. Mientras Recaredo se internaba victorioso en el país de los francos, una flota enviada por el rey Gontran había abordado las costas de Galicia, con objeto de promover una insurrección en los suevos. Avisado Leovigildo oportunamente, prepara su armada, y los buques españoles destrozan los de los francos, pudiéndose salvar sólo dos o tres para llevar a Gontran la nueva de la catástrofe.

Había negociado Leovigildo la boda de su hijo Recaredo con Ringunda, hija de Chilperico, que reinaba en París, especie de Nerón de los francos, y de la famosa Fredegunda. Vencidos ya algunos obstáculos, Leovigildo trató de traer a Ringunda a Toledo, y Chilperico hizo los convenientes preparativos para el viaje de su hija. Los conquistadores de la vieja Galia fundaban los dotes de sus hijas sobre los tributos que imponían a las propiedades y a las personas de sus súbditos, y Chilperico arrancó de sus casas a cuatro mil habitantes de París para que acompañasen en calidad de esclavos a la futura esposa de Recaredo: con esto y con cincuenta carros cargados de riquezas por el mismo medio arrancadas, púsose en camino el lujoso cortejo de la joven princesa. A poca distancia de París la brillante comitiva se ve asaltada por un cuerpo de caballería de otros francos: eran enviados por el rey Childeberto, tío de la novia, con encargo de protestar contra su matrimonio, y requerirla que se volviese a París. Median algunas explicaciones entre unos y otros, y la permiten al fin continuar su jomada, no sin llevarse cien caballos con frenos y caparazones de oro. Todos fueron azares en esta expedición nupcial. Grupos de paisanos armados de la Galia Meridional se oponían a su marcha. Llega al fin Ringunda a Tolosa: invade la ciudad el conde Desiderio, hijo natural de Clotario, y se apodera de todas las riquezas y de la persona misma de Ringunda : al propio tiempo llega la noticia de la muerte de su padre Chilperico: todo el mundo abandona a la prometida de Recaredo; su madre Fredegunda envía por ella, vuélvese Ringunda sola a París; Recaredo por su parte indispuesto con los francos renuncia a su mano, y queda deshecho este matrimonio. Recaredo casó después con la hija de uno de los principales godos de la Península llamada Bada.

Leovigildo, achacoso y anciano, fatigado ya también de tan larga lucha, queriendo dejar asegurada la paz del reino, entabló negociaciones de alianza con Gontran, rey de los francos. Mas todas sus gestiones se estrellaron en el carácter duro e inflexible de este monarca y en su inextinguible odio contra los godos. Irritado Leovigildo con tan obstinada repulsa, envía de nuevo a Recaredo a la Septimania. Pronto tuvo que volver el hijo a recoger los últimos suspiros del padre, cuyos achaques se habían agravado. Cuestiónase si Leovigildo algunos días antes de morir se convirtió a la fe católica, movido por las persuasiones de Leandro, metropolitano de Sevilla. Discrepan en esto los mismos cronistas, y es asunto sobre el que no pueden formarse sino conjeturas. Murió en Toledo a fines del año 586. Cuando llegó Recaredo a aquella ciudad le halló ya difunto.

Fue Leovigildo uno de los monarcas más grandes que tuvo el imperio godo. Guerrero de gran corazón, y astuto político, así supo vencer y sosegar todas las alteraciones intestinas, como refrenar y tener en respeto a los imperiales, restablecer la disciplina de su ejército, aniquilar la monarquía de los suevos y unirla a su corona, escarmentar a los francos y conquistarles plazas, y redondear y aun extender el imperio godo. Era diestro en el soborno, y mañoso en sembrar la discordia entre los enemigos. En la paz no desplegó menos actividad y energía que en la guerra. Como administrador asentó un sistema completo de hacienda: como legislador, modificó muchas de las disposiciones del código de Alarico, y le añadió leyes nuevas. Leovigildo creó instituciones que han durado hasta nuestros días: fue el primero que estableció el fisco real; el primero que adoptó las insignias que aun distinguen a los reyes de España, el trono, el manto, el cetro y la corona: el primero que se presentó en una asamblea pública revestido con estos atributos, y que sentado en un magnífico solio en su palacio de Toledo recibía en audiencia los grandes, los obispos y el pueblo. Hasta aquí las voces de trono, de cetro y de corona sólo han podido usarse en sentido figurado : desde ahora ya son los verdaderos emblemas del poder real. Mas Leovigildo por otra parte era avaro, cruel, fanático por el arrianismo, y hemos visto hasta qué punto llevó su severidad con su hijo Hermenegildo.

Pero una revolución va a efectuarse en el imperio gótico. En todos tiempos, y aún más en aquellos en que el principio religioso es el elemento que principalmente influye en la política de los reyes y en la suerte de los pueblos, y en que las cuestiones de religión preocupan todos los ánimos y son las que producen las guerras y alteraciones, el acontecimiento más grande que puede sobrevenir es un cambio de creencias en los que rigen, y gobiernan el Estado. El que se preparaba en el reino hispano-gótico había de influir en la condición del pueblo español por largas generaciones y siglos, acaso hasta la consumación de ellos.

Muerto Leovigildo, fue reconocido más bien que nombrado rey de los godos su hijo Recaredo (Reke, venganza. Rede, palabra), que gozaba ya de gran reputación por su comportamiento en las campañas de la Septimania, volviendo así a restablecerse la sucesión dinástica como en tiempo de Teodoredo. La educación de Recaredo había sido, como la de su hermano Hermenegildo, propia para disponer su espíritu al conocimiento de la verdadera fe: las predicaciones del prelado más ilustre y más influyente de la Iglesia Española, Leandro de Sevilla su tío, el sostenedor infatigable de la lucha de su hermano, el que había convertido a éste y defendido su causa con tanta energía, habían labrado también en su ánimo, y si ya cuando príncipe no era Recaredo católico, y acaso lo disimuló por no suscitar más contrariedades a su padre, por lo menos tan pronto como ciñó la diadema (586), disfrazó ya poco su tendencia al catolicismo. El suplicio de Sisberto, de aquel capitán de guardias que había tenido la honra poco envidiable de ser el ejecutor de la muerte de Hermenegildo, fuese o no Sisberto conspirador contra el nuevo monarca, mostró ya bien claramente que no era el arrianismo lo que Recaredo favorecía. Pero bastante ilustrado y discreto para conocer que el cambio de religión en un Estado, por más dispuestos que parezca hallarse a él los pueblos, puede fácilmente producir alteraciones y disturbios, condújose con circunspección y prudencia, y dióse tiempo para sondear antes la opinión del clero y de las poblaciones.

A los diez meses de reinado, creyó ya estar seguro de que sería bien recibido en la nación el cambio que meditaba, anuncia pública y formalmente Recaredo que abraza la fe católica, tal como está contenida en el símbolo de Nicea, repone en sus iglesias a los obispos desterrados por Leovigildo, erige y dota monasterios, y sin valerse de la soberanía para mandar, emplea sólo la exhortación con sus súbditos, españoles, godos y suevos, para que se conviertan como él al catolicismo.

Hiciéronlo así la mayor parte de los arrianos, pero algunos, más pertinaces, y principalmente aquellos prelados a quienes Leovigildo había colocado en las sillas de que expulsara a los obispos católicos y a quienes el nuevo monarca reponía, comenzaron a tramar contra él conjuraciones, así en España como en la Galia gótica. Aquí era Sunna, el obispo arriano de Mérida, que con los condes Segga y Viterico atentaban contra la vida del respetable Mausona, metropolitano católico de la misma silla desterrado por Leovigildo, y del duque Claudio, gobernador de Lusitania. Allá era el obispo arriano de Narbona Ataloco, a quien llamaban Arrio por su exaltación y fogosidad en sostener las doctrinas del heresiarca, y que en unión con otros dos condes ofrecía a Gontran la Septimania siempre que con sus tropas auxiliara la rebelión. Descubierta por el mismo Viterico la conjuración de Mérida, desterrado el obispo Sunna, y trasportado el conde Segga a Galicia después de haberle cortado las manos, otra conspiración se fraguó dentro del palacio mismo, que hubiera sido más peligrosa y temible si por fortuna no se hubiera frustrado también. Otro obispo arriano nombrado Uldila, de concierto con la reina Gosuinda, la viuda de los dos reyes Atanagildo y Leovigildo, de cuyo furor por el arrianismo tenía la familia real tan tristes pruebas, enderezaban sus planes, ya no sólo contra la doctrina ortodoxa, sino también contra la vida del monarca. Sabida por el rey esta conjura, el obispo salió desterrado de España, y la muerte que en aquella sazón sobrevino a Gosuinda ahorró a Recaredo el trabajo de discurrir el castigo que impondría a la viuda de su padre. ¿Nos maravillaremos de que a la vista de tan repetidas conspiraciones se pusiera Recaredo en la necesidad de aparecer intolerante mandando recoger todos los escritos de los arrianos y entregarlos al fuego para que no quedara rasgo escrito de aquella doctrina?

Y todavía no cesaron las conjuraciones. Al año siguiente un duque de provincia, llamado Argimundo, perteneciente al oficio palatino, conspiró simultáneamente contra la vida del rey y contra el trono de que pretendía apoderarse. Los cómplices de esta maquinación, también oportunamente descubierta, pagaron con la vida el atentado. Su jefe Argimundo, que aspiraba a ceñir la corona, sufrió la afrenta ignominiosa de ser paseado por las calles de Toledo, sentado sobre un jumento, con el cabello rapado y cortada la mano derecha, expuesto a la burla y escarnio de la plebe, después de lo cual se le condenó a muerte.

La novedad del cambio de religión en el monarca y en el pueblo era demasiado importante para que Recaredo dejara de solemizarla de la manera digna que tan gran negocio requería. Al efecto, convocado en Toledo un concilio general de todos los obispos de España (589), que era el tercero que se celebraba en aquella ciudad, congregados hasta el número de sesenta y dos prelados y cinco metropolitanos, entre los cuales se hallaba el esclarecido Leandro de Sevilla, alma y lumbrera de aquel concilio, presentóse el monarca ante la venerable asamblea; y renovando solemnemente el acta de abjuración del arrianismo, declaró en su nombre y en el de la reina Bada que abrazaba y profesaba la fe católica y el símbolo de Nicea, reconociendo la igualdad de las tres personas divinas. Exhorta seguidamente a los obispos arríanos y a los grandes que asistían al concilio a que sigan e imiten su ejemplo en obsequio a la unidad de la Iglesia. Un prelado pregunta en su nombre si se adhieren a los sentimientos del monarca, y como por una inspiración providencial todos suscriben a la profesión de fe de Recaredo, el cual entrega por su mano a los obispos el tomo regio, que contenía los puntos relativos al buen orden y disciplina de la Iglesia de que el concilio se había después de ocupar.

Así quedó la religión católica solemnemente proclamada la religión del Estado en España. Así triunfó el principio religioso, el emblema de la civilización que se había anunciado en Judea, que había subido al trono de los Césares con Constantino, y que depurado de la herejía después de algunos siglos de controversia y de lucha, se asentó puro y sin mancilla en el trono español, esperamos que para no descender de él jamás. «Si los monarcas españoles, dijimos en nuestro discurso preliminar, se decoran hoy con el título de Majestades católicas, la historia nos enseña su origen, y nos lleva a buscarle en Recaredo.» Celebróse tan fausto acontecimiento con demostraciones públicas de alegría en toda España, y Roma saltó de regocijo. Interesantes son las cartas que con tan feliz motivo dirigió el papa San Gregorio el Grande, ya al monarca español, ya al ilustre prelado de Sevilla San Leandro. «¿Qué diré en el juicio final, le decía a Recaredo, cuando me presente con las manos vacías, y vos vayáis seguido de rebaños de fieles cuyas almas habéis ganado a la fe con sólo el imperio de la persuasión? Cargo terrible, que acusará la tibieza y ociosidad del gran pastor de los fieles, cuando se vea las santas fatigas de los reyes cristianos para la conversión de las almas.» Y envióle con esta carta, en retorno de los presentes que de él había recibido, un fragmento de la verdadera cruz, algunos cabellos de San Juan Bautista, y dos llaves, la una tocada en el cuerpo del apóstol San Pedro, la otra en que habían entrado limaduras de las cadenas con que el santo había estado aprisionado.

Pero los negocios de la religión no habían estorbado a Recaredo atender a los de la guerra. Movíasela en la Galia gótica el implacable Gontran, único de los reyes francos que se había negado a toda proposición de alianza ni de paz con el monarca visigodo después de su conversión al catolicismo. Habiendo Recaredo pedido en matrimonio a Clodosuinda, hermana de Childeberto (con quien parece no llegó al fin a casarse), otorgábasele la mano de la princesa franca con tal que Gontran diera su consentimiento. «¿Cómo queréis, contestó el vengativo rey de Borgoña á los enviados de Recaredo, que yo fíe en vuestras promesas cuando mi sobrina Ingunda se vio en una prisión, y vuestra perfidia la hizo morir en un destierro mientras su marido caía bajo el hacha del verdugo? Andad, y decid a vuestro señor que no recibiré de él embajada alguna. Dios me ordena vengar a Ingunda, y obedeceré a Dios. » Así el obispo arriano de Narbona le encontró dispuesto a auxiliar la rebelión de la Septimania, y el conde Desiderio fue enviado por Gontran con un cuerpo de tropas para apoyar la sublevación del fogoso y ambicioso prelado. Derrotados los rebeldes por el ejército de Recaredo esperaba el monarca visigodo que el obstinado Gontran se determinaría a aceptar la paz que otra vez le propuso; pero el odio inveterado de Gontran al soberano español pudo en su ánimo más que su conveniencia propia, y volvió a rechazarle con cólera y enojo. Antes haciendo un llamamiento general a todos los hombres de armas de su reino, resolvió en su soberbia despojar a Recaredo de la Septimania: sesenta mil hombres al mando de Boson penetraron en la bella provincia del dominio gótico. Contra tan formidable fuerza envió Recaredo al duque Claudio, gobernador de la Lusitania. Condújose el experimentado general español en esta campaña con tal destreza y valentía, que habiendo atraído al numeroso ejército franco a un estrecho y montuoso valle, donde tenía emboscado un escaso pero escogido cuerpo de godos, imposibilitadas las masas enemigas de revolverse y evolucionar en aquella estrechura, ejecutaron en ella los godos tan espantosa carnicería, que el triunfo de Claudio en aquella ocasión se cuenta por el mayor que habían alcanzado los godos desde la famosa batalla de los campos Cataláunicos. «Jamás, dice San Isidoro, dieron los godos en España batalla mayor ni aún semejante.» Las crónicas cristianas suponen que los soldados de Claudio no pasaban de trescientos, y atribuyen a milagro tan señalada victoria. De todos modos fue portentoso el triunfo, y tan eficaz, que ni Gotran con todo su encono, ni los demás reyes francos, se atrevieron a inquietar a los godos en la posesión de la Septimania.

En cuanto a los griegos imperiales de la Bética, tuvo también Recaredo que combatirlos para reprimir sus incursiones. Pero queriendo respetar las posesiones que obtuvieron legítimamente en virtud del tratado entre Justiniano y Atanagildo y habiendo este perecido en el incendio de los archivos de Constantinopla, encargóse el papa Gregorio Magno de negociar con el emperador Mauricio otro tratado, por el que se inhibía a los bizantinos toda conquista en el interior de España, asegurándoles sus primitivas posesiones del litoral. Así quedaron todavía apegados a la costa de España aquellos extranjeros tan indiscretamente traídos.

Invirtió Recaredo los años siguientes de su reinado en promover la unidad nacional y la felicidad interior de su pueblo. Habiendo ya reunido a todos sus súbditos, godos, suevos, galos y romano-hispanos, bajo una fe, y establecido la unidad del principio religioso, quiso también igualarlos en los derechos civiles, sometiéndolos a todos a una misma legislación. Si no abolió el Breviario de Alarico, hizo por lo menos muchas leyes que mandó fuesen obligatorias indistintamente para los pueblos, echando de este modo los cimientos de la unidad política sobre la base de la unidad religiosa que eran los dos principios de que había de partir la civilización moderna. Mostrando en todo su tendencia hacia las tradiciones del imperio, la lengua latina fue reemplazando en los actos públicos, en el servicio divino, y hasta en la vida privada a la lengua gótica; los empleos de la corte tomaron títulos latinos, y comenzando a fundirse en una sola las dos razas hasta entonces separadas por la religión y las leyes, fueron perdiendo también su tinte nativo las costumbres góticas. Llevando al extremo la imitación de los Césares de Oriente, tomó el título bizantino de Flavio, que adoptaron también sus sucesores, a estilo de los reyes ostrogodos y lombardos.

 

Fué Recaredo el primer rey godo que se hizo ungir con el óleo santo por , la mano de los obispos de la iglesia metropolitana de Toledo. De su tiempo data la importancia de los célebres concilios de aquella ciudad, y la influencia y preponderancia del clero, no ya sólo en los negocios eclesiásticos, sino también en los políticos y de Estado.

Murió este gran príncipe cuando se hallaba consagrado a la revisión y reforma de las leyes eclesiásticas y civiles, en Toledo a los quince años de su glorioso reinado (febrero de 601). Príncipe verdaderamente grande, si la grandeza de un rey se ha de medir, como creemos, por los beneficios que dispensa a sus pueblos, y por las instituciones útiles con que los dota para su felicidad futura. «Era, dice San Isidoro, de un natural amable, pacífico y bondadoso, y tal el imperio de su dulzura sobre los corazones, que sus mismos enemigos no podían resistir al atractivo que los arrastraba hacia él. Liberal hasta el extremo, restituyó a sus propietarios todos los bienes que les había confiscado su padre. Sus riquezas eran de los pobres tanto como suyas: porque sabía que no había recibido el poder sino para hacer buen uso de él, y para merecer un fin dichoso por medio de las buenas obras.» «No se hallaría acaso, dice un escritor de nuestros días, en aquella época triste un reinado en que se vertiera menos sangre, en que se cometieran menos violencias, menos atentados a la fortuna pública o privada. Y sin embargo, continuas conjuraciones amenazaron la vida de este príncipe tan digno de ser amado. La nobleza, cuyo influjo disminuyó por favorecer el del clero, no le perdonó nunca, y la veremos pronto tomar venganza en su descendencia.»

 Conversión de Recaredo, de Muñoz Degrain

Conversión de Recaredo" de Muñoz Degrain (1888).

 

CAPITULO CUARTO

 

ORGANIZACIÓN RELIGIOSA, POLÍTICA Y CIVIL DEL REINO GODO-HISPANO HASTA EL SIGLO VII