CAPITULO CUARTO
ORGANIZACIÓN
RELIGIOSA, POLÍTICA Y CIVIL DEL REINO GODO-HISPANO HASTA ¡Qué revolución tan grande ha sufrido España en el período que
acabamos de bosquejar! Gobierno, religión, leyes, costumbres, todo
ha variado. Lo maravilloso de esta trasformación es que unos pueblos
designados con el nombre aterrador de bárbaros; que una horda cuya
planta salvaje iba dejando tras sí la huella de la devastación y de
la ruina; que unas tribus que iban arrasando la tierra como una lengua
de fuego; que unas razas desprendidas de las regiones ásperas y frías
del Norte a los suaves y abundosos climas del Mediodía y Occidente
como manadas de lobos hambrientos en busca de presas que devorar;
que unos hombres que en su marcha de destrucción mezclaban los despojos
de las ciudades destruídas con los insepultos cadáveres amasados con
su misma sangre como la uva de un horrible lagar; que unas gentes
que parecían ser el azote enviado por la Providencia para castigar
la humanidad de un modo que resonara por los espacios de los siglos
futuros, hayan sido los que fundieron y reorganizaron la sociedad
humana, los que reedificaron sobre ruinas y lagos de sangre imperios
que aun duran, los que fundaron en España una nación, los que declararon
culto del Estado el mismo que hoy subsiste, los que dieron a los pueblos
leyes que aún se veneran, los que celebraron asambleas religiosas
que se admirarán y respetarán siempre, los mismos, en fin, que legaron
a los reyes de España su título más glorioso, y de quienes la más
alta nobleza española se envanece de hacer derivar su genealogía,
y cuya sangre corre acaso todavía por las venas de los actuales españoles.
¿Cómo se obró esta revolución social? ¿Cómo con tales elementos
se levantó un edificio, no perfecto y acabado, pero sí majestuoso
y robusto, y aun de más vastas dimensiones que el que hoy existe?
¿Cómo tras una descomposición social tan espantosa y ruda pudo seguir
la sociedad humana esa marcha hacia la perfectibilidad progresiva
á que está destinada por el que rige sus destinos y la guía en la
carrera de los tiempos? Acontecimientos son estos que no pueden dejar
de ser considerados por el historiador, si se ha de buscar el enlace
de lo pasado con lo presente y de lo presente con lo futuro. Bien nos acordábamos de esto, cuando dijimos en nuestro discurso
: «El mundo presencia a veces el espectáculo de un pueblo que sucumbe
a los golpes destructores de un genio exterminador: pero de esta catástrofe
viene a resultar, o la libertad de otros pueblos, o el descubrimiento
de una verdad fecundante, o la conquista de una idea que aprovecha
a la masa común del género humano... A veces, pueblos, sociedades,
formas, todo desaparece a los sentidos externos; y es que la vida
social ha alcanzado bajo nuevas formas y en nuevas alianzas el siguiente
período de su desarrollo, y nuevas generaciones van a funcionar con
más robusta vida en el mismo teatro en que otras perecieron.» Considerando, según nuestro principio y nuestro dogma histórico,
la vida universal de la humanidad y la vida propia de cada sociedad
y de cada pueblo en relación con aquélla, no podemos dejar de ver
en las razas bárbaras que inundaron el antiguo mundo los instrumentos
de la ejecución de dos grandes designios providenciales, el de libertar
la humanidad de la tutela de un solo pueblo, de una sola ciudad que
había civilizado el mundo, pero que le había corrompido también, y
el de fundar nuevas y particulares sociedades sobre la base de otro
principio civilizador más provechoso a la gran familia humana. A esta
doble misión cooperaron los godos con los demás pueblos indo-germanos,
y aun les tocó la primera y más principal parte en la ejecución. Pero
los godos tenían otra doble misión propia y especial que cumplir,
la de aniquilar a otros pueblos más bárbaros que ellos cuando éstos
hubieran llenado ya la suya, y la de fundar dos reinos góticos en
Mediodía y Occidente, en Italia y en España. Así lo realizan las dos
grandes ramas del pueblo gótico, los ostrogodos en Italia, en España
los visigodos. Examinemos cómo y con qué elementos ejecutaron su secreto
designio los que a España vinieron, que es lo que a nosotros nos corresponde.
Los visigodos, los menos rudos y menos feroces de los pueblos septentrionales,
y los más dispuestos a la vida social, según nos los pintan Tácito,
Sidonio Apolinar, Salviano, Orosio, todos los escritores desdé César
hasta San Isidoro de Sevilla, habían estado mucho tiempo en contacto
con el pueblo romano, habían mediado entre ellos y los imperiales
muchos tratos y negociaciones, en sus excursiones militares habían
visto los pueblos cultos de Grecia y de Italia, habían gozado las
comodidades de las artes, conocido las ventajas de la cultura y de
las leyes, sus jefes se gloriaban de amarlas y aun de imitarlas, y
sobre todo habían dado entrada al principio civilizador del cristianismo
desde los primeros reyes que conocemos, Atanarico, Fritigerno, Alarico,
desde la predicación de Ulfilas. Así, cuando traspusieron los Alpes,
sin poder decir que viniesen ya doctos, por lo menos traían notablemente
modificada su rudeza primitiva, y manifiestamente se diferenciaban
de los otros bárbaros. Alarico se condujo en Roma con más moderación
de la que se hubiera podido esperar, y que no hubieran usado otros
conquistadores. Ataúlfo se portó con su ilustre cautiva la hermana
de Honorio con una templanza que no desmerece de la tan encomiada
conducta de Escipión con la desposada de Alucio. Si el cónsul romano
hubiera amado a la joven de Cartagena, como el rey godo amaba a la
princesa romana, y aquélla hubiera estado libre como ésta, no habría
podido tratarla con más nobleza que haciéndola su esposa, como lo
hizo Ataúlfo, guardándole todas las consideraciones debidas a princesa
imperial y a esposa de un rey. Ataúlfo, además, tuvo el pensamiento
de sustituir al imperio de los Césares un imperio gótico. Conociendo
luego la imposibilidad de realizarlo por la poca aptitud para ello
de su pueblo, varió de designio, y se propuso ser el restaurador del
imperio romano. En uno y otro pensamiento se descubre ya el desarrollo
de la inteligencia, se revelan ideas de civilización. Sigerico, que mató a los hijos de Ataúlfo y maltrató inhumanamente
a Placidia, fue asesinado por los suyos. El castigo fue rudo, pero
no conocían otro y quisieron vengar la humanidad ultrajada. Lejos
estuvieron también los godos de cometer en las Galias los robos y
saqueos, las muertes atroces, las ejecuciones sangrientas, los suplicios
horribles con que allí se señalaron los francos, aquella raza cabelluda
que fundó la monarquía merovingia en Francia. «La conquista de las
provincias meridionales y orientales de la Galia, dice Agustín Thierry,
por los visigodos y borgoñones, estuvo muy distante de ser tan violenta
como la del Norte por los francos... A su entrada en la Galia se mostraron
en lo general tolerantes (los visigodos)... Ellos unían a un espíritu
de justicia más inteligencia y más gusto por la civilización. » Fortuna de España fué, en medio de la general subversión, que le
tocaran en suerte estos conquistadores. Así se vio prosperar el imperio
godo-hispano más y con más rapidez que otro alguno de los que se levantaron
sobre los escombros del antiguo imperio. A los setenta años de haber sido invadida España habían cumplido
los godos la primera parte de su misión, la de destruir o lanzar los
otros bárbaros, y dan principio a la segunda, la de organizar un gobierno
y un estado. En Eurico, en cuyo tiempo se pudo decir ya con verdad:
«España tiene un rey godo,» se ve la civilización ir venciendo a la
barbarie. Eurico subió al poder por un fratricidio: aquí se ven aún
los instintos del godo bárbaro; pero después rige el imperio con justicia,
y da leyes escritas a su pueblo: este es ya el godo civilizado. Por una coincidencia que parece providencial, al mismo tiempo que
un rey godo acababa en España con los últimos restos de la dominación
romana, salía desterrado de Roma el último de los Césares, como si
se hubiera detenido el postrer suspiro del imperio de Occidente hasta
que España pudiera decir: «Aquí también acabó Roma.» Pero la corte
del reino godo-hispano permanece aún en la Galia, hasta que dos reinados
después traslada Amalarico su asiento a Sevilla, y aun tarda cuarenta
y tres años en fijarse en Toledo para no mudarse de allí hasta que
perezca la monarquía. Al ver a Leovigildo en el último tercio del
siglo VI en el soberbio salón de un palacio, sentado en un magnífico
solio, con su corona brillante en la cabeza, su manto de púrpura sobre
los hombros, dando audiencia a los obispos y proceres de la corte,
y juzgando con arreglo a una legislación escrita, ¿quién hubiera sido
capaz de reconocer a aquellos antiguos godos semi-salvajes, que nos
pintaba Sidonio Apolinar reunidos en asamblea debajo de un árbol silvestre,
cubiertos con pieles de animales aseguradas con simples correas, y
dejando desnuda la mayor parte de su cuerpo? ¿Y cómo habían llegado
a este grado de cultura? La templanza de este clima, que llegó a suavizar hasta la rústica
ferocidad de los suevos, no podía menos de influir en la índole menos
ruda y feroz de los visigodos. Este pueblo, que había soltado, por
decirlo así, la áspera corteza del desierto cuando vino a España,
que se distinguía por su tendencia a la imitación de las costumbres
romanas que halló establecidas en la Península, estaba destinado a
irse fundiendo por las costumbres, por la religión y por las leyes,
en el mismo pueblo que había conquistado por las armas. Esta fusión,
de que había de resultar una sociedad ni continuación de la antigua,
ni enteramente nueva (porque ni la humanidad nace de una vez, ni se
extingue nunca su vida), es uno de los acontecimientos que deben estudiar
más el historiador y el filósofo, y en que nos parece haberse detenido
poco los historiadores que nos han precedido. Veamos cómo se fue obrando
esta fusión. Traían los godos consigo el sentimiento de la dignidad personal,
de la libertad individual, del horror a la esclavitud, de la frugalidad
y la templanza, del respeto a la mujer, de la fidelidad conyugal,
y de la compasión al desgraciado. Estos sentimientos tan conformes
a la índole y preceptos del cristianismo, en que ya venían imbuidos,
eran elementos que habían de servir de base a la sociedad que se reconstruía
en reemplazo de la esclavitud romana, del desenfreno y relajación
de las costumbres antiguas, de la gastronomía y la molicie, del desprecio
a los lazos del matrimonio y de la familia, de las cortesanas divinizadas,
de los combates de hombres y de fieras, de los espectáculos sangrientos
y de las hecatombes humanas. Pero en cambio traían también el respeto
y la afición a la legislación de los romanos, y la religión que de
ellos habían aprendido, dos principios que habían de entrar en la
vida de la nueva sociedad como herencias de la sociedad antigua, y
que habían de acabar por identificarlos con los pueblos conquistados.
Mas esta fusión no podía ser repentina; necesitaba hacerse poco a
poco y con el concurso lento de los años. Eurico, gran conquistador y primer legislador, promulgaba leyes
para solos los godos. Alarico II, guerrero desgraciado y legislador
feliz, las hace para solos los galos y romano-hispanos. El primero
reduce a leyes escritas las tradiciones y costumbres primitivas de
los conquistadores con aplicación a su condición reciente: el segundo
toma de los códigos romanos, gregoriano, hermogediano y teodosiano,
lo conveniente para el gobierno de los conquistados. Ambos legisladores
obran ya, no como caudillos rústicos de hordas o tribus, sino como
reyes de un pueblo que se ha convertido en nación. Pero hasta ahora
ambos pueblos, godo y español, viven regidos cada cual por sus leyes,
su derecho y sus tribunales propios, aunque sujetos a un mismo monarca.
Hasta los matrimonios estaban prohibidos entre godos e indígenas.
Mas Leovigildo, el monarca poderoso que tomó de los romanos el esplendor
de la corte y el brillo de los atributos de la majestad, había pasado
ya por encima de la ley y casándose con una española: tendencia a
la unión, que las leyes no podían ya contener. Recaredo, que se propuso
uniformar los dos pueblos por la fe, promulgó también leyes nuevas,
que mandó ya fuesen indistintamente obligatorias a ambas naciones.
La fusión ha comenzado a obrarse legalmente : de cómo llegó a su complemento
hablaremos más adelante, pues ahora sólo nos proponemos exponer el
estado moral y político del imperio hasta la época a que hemos llegado
en la narración histórica. Otro de los elementos de fusión había de ser el principio religioso.
Aun cuando de todas las sectas arrianas la de los godos era la que
se aproximaba más al catolicismo, bastaba, no obstante, la diferencia
en un punto dogmático para tener separados los dos pueblos, el dominante,
infestado de la herejía, y el dominado, casi en su totalidad católico
ortodoxo. Comenzó, pues, en la España gótica la misma lucha entre
el arrianismo y el catolicismo que habían sostenido en el antiguo
imperio el cristianismo y la idolatría. No advertían los godos lo
que su falsa creencia les perjudicaba, y si lo advertían, su obcecación
les hacía no poner remedio. Los reyes francos, que eran católicos,
les movían guerras en las Gallas por arrianos, y los obispos católicos
de la misma Galia gótica deseaban la dominación de los francos, los
concitaban y daban la mano a los reyes extraños contra los monarcas
propios. No fue otra la causa de haber perdido la Aquitania. Un rey
godo (Amalarico) trae a su lecho conyugal una princesa franca: intenta
convertirla al arrianismo, la oprime, la maltrata, y las violencias
del arriano provocan la invasión de un ejército extranjero en España
como vengador del catolicismo ultrajado; ejército que sólo las reliquias
de un mártir logran ahuyentar. Las hijas de Atanagildo son dadas en
matrimonio a dos príncipes francos, y ambas se hacen católicas. El
catolicismo iba acercándose a las gradas del trono. Ya gana a los
príncipes mismos asociados al imperio, y Hermenegildo le proclama
abiertamente. Llevaba la misma marcha que el cristianismo en el imperio
romano, subiendo del pueblo al trono: de Atanagildo se dijo ya que
había profesado secretamente la fe católica, como del emperador Filipo
se había dicho en Roma que de oculto era cristiano : era el instinto
popular que, o penetraba lo que sucedía, o barruntaba lo que tenía
que suceder: era el triunfo de la verdad que seguía la misma marcha
en Roma que en España. Decretado estaba que ni en Roma habían de ahogar las persecuciones
de los emperadores gentiles el triunfo del cristianismo, ni en España
había de sofocar la dureza de los reyes arrianos el triunfo de la
fe católica, y que si Roma tuvo un Constantino, no había de carecer
de él España. Subió al trono Recaredo, y con él acabó de triunfar
la verdad del principio religioso. Los conquistadores cedieron a la
civilización del pueblo conquistado, y se consumó entre los dos pueblos
la fusión religiosa, precursora de la unidad política, que como hemos
visto, apuntaba ya. Cuando Recaredo hizo su conversión solemne, la
España católica no era ya una secta, no era un partido, era una nación
popular que se absorbía la nación del trono. Por lo demás, la Iglesia católica, aun durante la dominación arriana,
no había dejado de florecer progresivamente, merced a la libertad
que le dejaba cierta tolerancia de parte de los dominadores, que solamente
solían faltar a ella en ocasiones dadas, como en los tiempos de Eurico
y Leovigildo que veían al clero católico favorecer abiertamente, ya
en la Galia, ya en España, a los que combatían el trono. Prelados
insignes honraron II. El orden jerárquico del clero se componía de metropolitanos, obispos
sufragáneos, presbíteros, diáconos, subdiáconos, lectores, salmistas,
exorcistas, acólitos y ostiarios, cuyas respectivas funciones casi
las explican bastante sus nombres propios. A éstos se añadieron en
el siglo VI los arciprestes, arcedianos y primicieros. Las diócesis
metropolitanas correspondían a las cinco grandes provincias romanas.
Mientras los greco-bizantinos ocuparon una parte de la Cartaginense,
Toledo era la metrópoli de los godo-hispanos; creció su importancia
desde que se fijó en ella el asiento de la corte gótica; importancia
que había de ir en aumento, hasta ser, tiempo andando, como más adelante
habremos de ver, la silla primada de España. Sabido es que los obispos, en los primeros siglos de la Iglesia,
eran nombrados por el pueblo y el clero; las parroquias proponían
después el candidato que habían elegido al concilio, que debía ratificar
su elección y hacerla confirmar por el metropolitano. Las variaciones
que desde el siglo VII se introdujeron en la elección y nombramiento
de estas altas dignidades eclesiásticas, las iremos viendo en los
capítulos sucesivos; que por la misma razón de haber variado el gobierno
eclesiástico, político y civil de los godos en muchos puntos esenciales
desde el reinado de Recaredo, hemos hecho esta línea divisoria, para
que, sabida la organización del Estado hasta esta época, se comprendan
mejor las alteraciones o modificaciones que sufriera después. Las asambleas eclesiásticas a que se dio el nombre de concilios,
eran ya de antiguo conocidas en nuestro suelo. Desde el concilio de
Iliberi, contemporáneo del de Nicea hasta el nacional de Toledo de
589, en que el inmortal Recaredo hizo su solemne profesión de fe,
habíanse celebrado varios otros concilios en Zaragoza, Tarragona,
Barcelona, Lérida, Valencia, Braga y Toledo, ya para la condenación
de alguna herejía, como la de los priscilianistas, ya para arreglar
lo concerniente al gobierno y disciplina de la Iglesia. En estas reuniones
religiosas habíanse tratado sólo asuntos eclesiásticos. Recaredo fue
el primero que con todo el ardor de un neófito, comenzó en el tercer
concilio toledano a dar a estas asambleas conocimiento y decisión
en negocios pertenecientes al gobierno temporal de los pueblos. Entre
otras medidas de esta naturaleza que se acordaron en este concilio
se mandó que los jueces seculares y los recaudadores de los tributos
hubieran de presentarse ante el provincial que había de celebrarse
cada año, para que los obispos residenciaran su conducta y vieran
si habían gravado demasiado a los pueblos . Una vez traspasados los
límites de lo religioso, e introducida la potestad eclesiástica en
los dominios de la legislación civil, atendido por otra parte el espíritu
piadoso de la época y el influjo que naturalmente había de ejercer
el clero, en quien se había concentrado la escasa ilustración de aquellos
tiempos, y en el cual se hallaban los hombres de más ciencia y de
más saber, pronto hemos de ver los sínodos convertidos en asambleas
semi-religiosas, semi-políticas, al episcopado intervenir en los negocios
de la corona, y la autoridad real mezclarse en las cosas pertenecientes
al sacerdocio. El gobierno del imperio gótico tomará una nueva fisonomía,
cuya conveniencia examinaremos a su tiempo. Aunque no es de nuestro propósito hacer una exposición detenida
de la disciplina de la Iglesia goda, ni de las variaciones que sucesivamente
fue teniendo, porque esto corresponde a las historias eclesiásticas,
no nos es posible desentendernos de dar a conocer el principio y la
índole de clases y de instituciones que llegaron a ejercer influjo
grande en la condición social del país. Tal es, por ejemplo, la institución
del monacato. La vida monástica tuvo su cuna y origen en la vida eremítica. Los
monjes, antes de ser cenobitas, fueron solitarios. Hombres o mujeres
se consagraban en la soledad al servicio de Dios en la vida contemplativa.
Ofrecíanle la virginidad como la ofrenda más grata. Antigua debía
ser ya esta costumbre en España cuando en su primer concilio, el Iliberitano,
hubo necesidad de imponer penas a las vírgenes consagradas a Dios
que faltando a la promesa de guardar virginidad hacían una vida licenciosa,
negándoles la comunión hasta en el artículo de la muerte. Sin duda
penetrados los obispos del concilio de Zaragoza de 380 de la dificultad
de conservar estado tan perfecto en la edad de las pasiones, dispusieron
muy prudentemente que no se diera el velo a las vírgenes que se consagraban
a Dios hasta la edad de cuarenta años. En el mismo concilio se hace
mención por primera vez de monjes, estableciendo penas contra los
clérigos que por vanidad dejaban los oficios de su ministerio y se
hacían monjes. Y la necesidad de castigar el abuso supone ya antigüedad
en la práctica o profesión. Pero estos monjes eran solitarios que
vivían aisladamente en ermitas o lugares retirados. La vida cenobítica
no debió conocerse hasta últimos del siglo V o principios del VI.
El concilio de Tarragona de 516 es el primero en que se habla de monasterios.
Mas eran todavía comunidades que se regían bajo la sola dirección
de obispos o abades, sin regias determinadas, y sujetas a los cánones
provinciales. Es la segunda forma de la vida monástica. Hacia mediados
del sexto siglo fue cuando se fundaron en España dos monasterios en
que un número de monjes se juntaron a hacer vida común bajo una regla
y una constitución particular y determinada. Fueron éstos el de Dumio,
cerca de Braga, fundado por San Martín, llamado por esto el Dumiense
o Bracarense, y el monasterio servitano que fundó en el reino de Valencia
el abad San Donato, que había venido de África con gran número de
monjes disciplinados ya. Esta tercera forma monástica fue la que prevaleció,
y los monasterios se fueron multiplicando prodigiosamente por los
medios y hasta el punto que en el discurso de la historia veremos.
Todos, sin embargo, estaban en aquel tiempo sujetos a la autoridad,
jurisdicción y cuidado de los obispos. Continuaban, no obstante, muchos haciendo la vida eremítica en
lugares retirados, apartados de la comunicación de los hombres. Pero
no debía ser muy ejemplar la conducta de estos anacoretas, ni inspirar
gran confianza al clero secular y regular, cuando los concilios tuvieron
precisión de mandar que pasasen a vivir en los monasterios los ermitaños
que andaban diseminados por las soledades y desiertos de la Península,
y San Isidoro se quejaba amargamente de unos hombres que no eran ni
clérigos, ni monjes, ni legos, y que guardaban la exterioridad sólo,
no la práctica de la religión. De la misma manera había diferentes especies de religiosas. Ya
eran jóvenes doncellas, que sin salir de la casa paterna hacían voto
de perpetua virginidad y recibían del obispo la bendición y el velo
blanco, símbolo de la pureza. Ya eran viudas de un solo marido, que
haciendo voto solemne escrito y firmado de su mano de guardar castidad
el resto de su vida, tomaban el velo negro y el hábito religioso.
Ya eran vírgenes o viudas que para huir de los peligros del mundo
se encerraban de por vida en un claustro, o bien en un monasterio
de mujeres solas, o bien en monasterios mixtos, en que habitaban religiosos
de ambos sexos, pero en que sólo era común la iglesia. Estos monasterios,
lo mismo que los de los monjes, estaban bajo la jurisdicción y vigilancia
de los diocesanos, y los concilios castigaban con severas penas eclesiásticas
las infracciones de los votos de castidad. La ley obligaba a las viudas
de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos, a tomar el hábito
religioso. Llenos están los concilios de los primeros siglos de la Iglesia
española de disposiciones acerca del matrimonio o de la continencia
de los clérigos. Nada mejor que los decretos conciliares nos informa
de la disciplina y de las costumbres del clero en esta importante
materia. El concilio Iliberitano (principios del siglo IV), mandó a los
obispos, presbíteros, diáconos y a todos los clérigos que estuviesen
de servicio, que se abstuviesen de sus mujeres, so pena de ser privados
del honor de la clericatura. Prohibía conferir el subdiaconado a los
que en su juventud habían cometido adulterio, y mandaba degradar a
los que así hubiesen sido ordenados. Permitía a los obispos y otros
eclesiásticos tener en sus compañías sus hermanas o vírgenes consagradas
a Dios, pero de modo alguno mujeres extrañas. Tres disposiciones dedicó a esta materia el concilio de Gerona
de 517. Que los eclesiásticos, desde el obispo hasta el subdiácono,
no habiten con sus mujeres, o en el caso de vivir con ellas tengan
en su compañía uno de sus hermanos que pueda dar testimonio de su
conducta. Que los clérigos célibes no tengan en su casa mujeres extrañas,
sino soló la madreó hermanas propias. Que no se eleve a la clericatura
a los que han pecado con otra mujer, aunque se hayan casado con ella
después de muerta su esposa. Que los clérigos, dice el concilio de Lérida
de 546, que tienen familiaridad con mujeres extrañas, sean privados
de su ministerio si no se abstienen después de una o dos amonestaciones.
En el concilio nacional de Toledo de 589, en los de Zaragoza y
Huesca de fines del siglo VI, y en casi todos los de aquel tiempo,
se decretan iguales o parecidas disposiciones para los obispos y clérigos
relativamente a las mujeres propias y extrañas. Mas ya en el Toledano segundo de 527, en tiempo de Amalarico, se
exigió expresamente a los jóvenes el celibatismo como condición precisa
para recibir el subdiaconado. «Que los niños, dijo aquel concilio,
a quienes los padres destinan al estado eclesiástico (oblati),
se eduquen en la casa de la iglesia a la vista del obispo, y que llegados
a la edad de diez y ocho años se les pregunte en presencia del clero
y del pueblo cuál es su intención; si prometen vivir en la continencia,
se les promoverá al subdiaconado a los veinte años, y al diaconado
a los veinticinco. A los que no estén dispuestos a guardar castidad,
se los dejará en libertad, pero no se los admitirá en las órdenes
sagradas. » En los primeros tiempos, cuando las iglesias carecían aún de rentas,
se permitía a los eclesiásticos dedicarse al comercio, con tal que
no dejaran abandonadas sus iglesias. «Que los obispos, sacerdotes
y diáconos, decía el concilio Iliberitano, no vayan a las ferias a
comerciar abandonando sus iglesias; pero se les permite negociar en
su provincia, y enviar sus hijos, amigos o criados a traficar fuera
del país.» Al principio del siglo VI, cuando las iglesias llegaron a tener
rentas suficientes para el sostenimiento del culto y para la decente
manutención del clero, prohibióse á los clérigos todo comercio y granjeria;
se castigaba severamente la usura, se les señalaban honorarios muy
módicos por el ejercicio de su ministerio, y aun se mandaba expresamente
que no exigieran retribución alguna, ni aun en concepto de gratificación
o presente, por el bautismo de los niños, por la consagración de los
templos, ni por otros actos ni funciones de su instituto. De los bienes
y rentas de las iglesias se hacían tres partes, que se distribuían
entre el obispo, el clero y las fábricas . El obispo era el Basten estas observaciones para dar una idea de la organización
y estado de la Iglesia gótica y del clero español antes del siglo
VII, por lo menos en aquello que pudo tener importancia e influjo
en la historia civil de la nación. Las variaciones que después se
introdujeron, y la posición relativa en que se fueron colocando desde
esta época las dos potestades espiritual y temporal, las iremos viendo
en los capítulos siguientes. III. Viniendo a la organización política del imperio gótico, hallamos
lo primero una monarquía electiva.
Caudillos militares más bien que monarcas los primeros reyes godos,
como acontece comúnmente en la infancia de toda sociedad, y más en
los pueblos esencialmente guerreros, la elección recaía en aquel que
era tenido por más bravo y por más digno de mandar al pueblo soldado.
Las primeras elecciones, o se hacían por aclamación, o las hacían
los jefes principales del ejército que arrastraban tras sí las masas
guerreras, o el más osado y que contaba con más apoyo en el ejército
asesinaba al jefe del pueblo y se hacía alzar sobre el pavés, y el
atrevido regicida quedaba aclamado. Luego que el pueblo godo, engrandecido
por la conquista y modificado por la civilización, pasó de la condición
de horda o tribu a la de nación o estado, instintivamente fue dando
a la monarquía el carácter de hereditaria. Sin ley que la declarara
tal, reinan unos tras otros los príncipes de la familia de Teodoredo;
vuelve la forma puramente electiva después de la muerte de Amalarico;
asociando Leovigildo a sus dos hijos en el gobierno del Estado, y
reconocidos por el pueblo como herederos de la corona, otra vez la
monarquía, sin dejar de ser electiva, toma el carácter de dinástica.
Desde Recaredo veremos fijarse la electividad sobre bases más sólidas;
el clero tendrá una parte muy principal en ella : el principio hereditario,
si no de primogenitura, por lo menos de familia, pugnará muchas veces
por prevalecer : vencerá en otras el primitivo sistema de elección;
y en esta lucha fatal, en esta falta de ley de sucesión que tantos
males y trastornos había de acarrear al pueblo godo, a las veces no
es ni la elección ni la herencia, sino la fuerza bruta la que predomina
y pone la corona gótica en la cabeza más ambiciosa y más apta para
la conspiración y la intriga, o el cetro en la mano que mejor haya
blandido el puñal o manejado la espada. Casi ilimitada y absoluta la monarquía goda en sus dos primeros
períodos, desde Atanarico hasta Teodoredo, y desde Eurico hasta Recaredo,
verémosla desde este príncipe, en el tiempo que formará su tercer
período, modificada o restringida por influencias o poderes que hasta
entonces no había conocido. No obstante, aun en aquellos primeros
tiempos, si bien el rey era el jefe superior del ejército, el que
concedía la nobleza, el que extendía su autoridad a todas las clases
del Estado, estaba sujeto a las leyes del mismo modo que el pueblo
en cuanto a la administración de la justicia, y no podía fallar sino
con arreglo a ellas, salva la prerrogativa de dispensar en algunos
casos o mitigar el rigor de las leyes concediendo indultos, en lo
cual obraba por su sola autoridad y en plenitud de la soberanía. Las provincias y ciudades, que generalmente conservaron la misma
división y los mismos nombres que habían tenido bajo la dominación
romana, gobernábanse por duques y condes; aquéllos regían una provincia
entera, éstos presidían el gobierno de una sola ciudad y estaban subordinados
a los primeros. Sustituían, según algunos, a los duques en ausencias
y enfermedades los gardingos, suplía al conde en sus funciones un
vicario. Todos estos títulos eran de autoridad, no de nobleza. Dábase
también el dictado de condes a los que estaban investidos con algún
alto cargo en palacio. Tales eran, el comes patrimonii. conde o intendente del
patrimonio; el comes stabuli,
conde o jefe de las caballerizas; el comes
spatariorum, o jefe de las guardias; el comes
notariarum, comes exercitus, comes tesaurorum, comes largitionis,
que eran como secretarios de Estado, de Guerra, de Hacienda y de Justicia;
el comes scantiarum, o copero mayor; comes cubiculi, o camarero, etc. Llamábase
el cuerpo de los nobles y altos funcionarios de palacio el orden u oficio palatino,
y nombrábase curia la corte de los reyes, y curiales, primales y proceres
los que la formaban. Los pueblos y ciudades subalternas eran regidas
por un praepositus o villicus, magistrado a sueldo del rey como los demás gobernadores.
Los numerarios eran los encargados de la percepción de los impuestos:
nombrábanlos el obispo y el conde reunidos. ¿Había desaparecido con la conquista el régimen municipal de los
romanos? No diremos que se conservara como en tiempo del imperio,
pero en el Breviario de Alarico se ve citar a cada paso a los decemviros, a los defensores de la ciudad, a los priores a senioris loci, a los curiales y magistrados conservadores de la paz,
en cuyas atribuciones parece entraba la administración de los bienes
comunales. Discúrrese que no habiendo los conquistadores cuidado mucho
de los municipios, conservaron éstos en gran parte su régimen interior.
Desembarazado de la recaudación de los impuestos el cuerpo de los
decuriones, entraban en él sin repugnancia los vecinos más notables,
propietarios o comerciantes. El defensor urbis no obraba ya sólo como delegado
del conde, sino también como representante de la curia : y de este
modo, concentrando en sí los pueblos la vitalidad que les quedaba,
preparaban el camino a los concejos posteriores. Sentimos no participar en este punto de la opinión del ilustrado
autor de la Historia de la civilización
de España, que supone haber desaparecido enteramente con la dominación
goda el régimen decurional de los romanos; mas no nos parecen en manera
alguna convincentes las razones que Morón alega en favor de esta doctrina.
Savigny, Masdeu, Sempere y Guarinos, Guizot y otros eruditos que trataron
de propósito esta materia, defienden la que nosotros hemos emitido;
y el mismo Braulio, obispo de Zaragoza, autor del siglo VII, en la
vida de San Millán de la Cogulla, hace mención de senadores y curiales
de España en aquel tiempo. A su invasión habían hecho los visigodos una repartición de las
tierras conquistadas, tomando para sí las dos terceras partes, y dejando
el resto a los vencidos. En medio de las escasas noticias que se tienen
acerca de su sistema de impuestos, parece cierto que las propiedades
territoriales que tocaron en suerte a los conquistadores, aunque no
estaban libres de tributo, estábanlo de ciertas gabelas
que pesaban sobre las fincas de los indígenas. Había también entre los godos, como en tiempo de los romanos, nobles
y plebeyos, siervos y señores, patronos y libertos. Si bien los godos
no abolieron absolutamente la esclavitud romana que hallaron establecida,
modificaron por lo menos y mejoraron su condición. La esclavitud pasó
a ser servidumbre, que relativamente fue un adelanto social. Distinguíanse
cuatro clases de siervos: idóneos, viles, natos y mancipios. La diferencia
en las dos primeras la constituía la mayor capacidad de los siervos,
y el empleo o ministerio más o menos elevado a que el señor los destinaba.
Llamábanse nati los hijos de padres siervos, y facti o mancipii los que
siendo hijos de padres libres caían en servidumbre por alguna falta
o delito. Del mismo modo había libertos idóneos y libertos viles,
libertos de la curia o corte, libertos de la Iglesia y libertos privados.
Las leyes determinaban las respectivas condiciones de todas estas
clases, las diferentes maneras de adquirir la libertad, y los derechos
de los respectivos señores o patronos. De todos modos la ley cristiana
de los godos hizo un bien inmenso con abolir el derecho que sobre
la vida y el honor de los esclavos tenían los antiguos señores romanos;
la ley gótica prohibía hasta la mutilación: y había siervos, tal como
los bucelarios, cuya condición se ásemejaba ya mucho a la de los sirvientes
de las naciones modernas, puesto que servían por un salario y podían
mudar de señores bajo ciertas estipulaciones y requisitos. IV. Acercábase más la organización militar de los godos a los sistemas
modernos que al de las antiguas legiones. Fundábase sobre la base
decimal como el de la mayor parte de los pueblos de raza germana.
Así, después de los duques y condes que mandaban las tropas de la
provincia, seguían los tiufados o millenarios, que regían un cuerpo de mil hombres, los quingentenarios , centenarios y decanos
o decuriones. Pueblo esencialmente guerrero, había conservado en tiempo
de paz la organización y clasificación de los tiempos de las conquistas,
y no solamente correspondía la jerarquía nobiliaria a las graduaciones
de la milicia, sino que a los jefes militares les estaba anexa jurisdicción
y nombre y atribuciones de jueces en tiempo de paz. Todo hombre libre
tenía el derecho y el deber de llevar armas y acudir a la guerra,
a excepción de los niños, ancianos y enfermos. Todo el título II del
libro IX del código visigodo versa sobre esta materia, como lo indican
bastante los encabezamientos de sus leyes. «Si aquellos que son sinescales
de la hueste dejan tornar algún hombre de ella por precio, o fincar
en su casa. — Si los que deben ordenar la hueste se tornan para sus
casas, o si dejan a otros tornar. — Si los que ordenan la hueste reciben
algún precio por dejar algún hombre fincar en su casa que non es enfermo.
— De los que non son en la hueste en el día o en el tiempo establecido.
— Qué dehe ser guardado si guerras hay en España.» Habían aprendido de los romanos a pelear en batalla campal y a
sitiar plazas. Aunque tenían buena infantería, eran, al revés de los
suevos, más temibles como jinetes que como peones. El casco, el arnés
de cuero, la cota de hierro y el escudo eran sus armas defensivas;
las ofensivas el dardo y la flecha, la pica, el puñal o cuchillo,
y la larga y ancha espada de dos filos llamada spatus, de donde vino el nombre de spatarius y comes spatariorum. El traje militar se distinguía poco del de los
demás ciudadanos; el soldado llevaba un sayo de lana o de piel, y
el gran calzón forrado. Debe, no obstante, creerse que con el tiempo
se iría modificando la manera de vestir. V. Si los vándalos mismos, más groseros é inciviles que los godos,
contrajeron gusto é inclinación por el lujo en los trajes, en los
banquetes y en las diversiones, sin haber permanecido sino algunos
años en la Bética, según nos informa de ello Procopio, no puede maravillarnos,
antes está en el orden natural de las cosas, que los visigodos, más
dados ya a la imitación de las costumbres romanas, se aficionaran,
principalmente después de la conquista, a tomar de los vencidos el
gusto, el lujo, las comodidades y las maneras de la vida culta y social.
La esplendidez que rodeaba el trono y la corte de Leovigildo se trasmitía
relativa y gradualmente a las demás clases del Estado; de aquí las
leyes para poner coto a la magnificencia con que se celebraban los
matrimonios entre particulares, las tasas en los dotes y regalos de
boda, etc. Lo que no dejaban los godos era su larga cabellera; cortarla, renunciar
a traer el cabello largo, era renunciar a su nación y hacerse romano,
que ellos decían. Así la decalvación y la tonsura eran penas infamantes,
y llevaban consigo la inhibición de ejercer cargos políticos y civiles:
el monarca o príncipe decalvado o tonsurado no tenía ya otra carrera
que la de la Iglesia. Como que tendremos que hablar más adelante, así del código de las
leyes visigodas, en que mejor que en otra parte alguna están retratadas
las costumbres que trajo y que fue adquiriendo este pueblo conquistador,
como de las modificaciones que fue recibiendo el Estado en lo religioso,
en lo civil y en lo político en el tercer período de la dominación
visigoda, creemos suficientes las observaciones que llevamos hechas,
así como las hemos creído necesarias para comprender y apreciar mejor
las variaciones sucesivas en su organización. Continuemos ahora la historia : DESDE RECAREDO HASTA WAMBA- 601 - 672
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