CAPITULO SEGUNDO
DESDE EURICO A LEOVIGILDO 466
- 572 Grandes pasos van a dar los pueblos en el último tercio del siglo
V hacia el desenlace de la universal revolución. Los cimientos del
nuevo edificio quedarán echados y los materiales se irán distribuyendo
para cada uno de los departamentos que se han de construir en esta
grande obra de regeneración social. Tan luego como Eurico (Ewrich, rico en leyes) fue ensalzado al
trono de los godos (si trono podía llamarse todavía), sirviéndole
de pedestal el cadáver de su hermano, concibió el pensamiento de hacer
un reino gótico independiente en todo el territorio que Roma había
poseído en la Galia y en España. El estado de disolución y de agonía
en que se hallaba el imperio le brindaba ocasión favorable a sus fines,
y tuvo además la precaución de negociar alianzas con Genserico, rey
de los vándalos, con Remismundo que lo era de los suevos, y con Arvando,
prefecto de las Galias y otros gobernadores romanos. Escasa, por lo
tanto, fue la resistencia que halló Eurico en la Galia. Envió, no
obstante, contra él a Glicerio, que había sucedido a Olibrio en lo
que todavía se llamaba imperio de Occidente, un ejército de ostrogodos
mercenarios : pero éstos, que eran arrianos, en lugar de combatir,
se unieron a los visigodos, que lo eran también. Siagrio, general
romano, que le atacó con un cuerpo de auxiliares francos al mando
de su rey Hilderico, sucesor de Meroveo, fue vencido y derrotado.
Ecdicio era el único que con heroico valor se sostenía en la Auvernia;
mas habiendo recibido orden de Julio Nepote, uno de esos fantasmas
coronados que pasaban como fuegos fatuos sobre el agonizante imperio
de los Césares, para que cediera la provincia al godo, ya nada pudo
impedir a Eurico hacerse dueño de toda la Galia. Tomó, pues, Arles,
Marsella, Clermont, desde donde pasó a Burdeos a recibir las felicitaciones
de los príncipes vecinos. He aquí cómo nos pinta Sidonio Apolinar
a los príncipes o embajadores que a aquella corte concurrían: «Vemos
allí, dice, al sajón de ojos azules... al viejo sicambro, que rapado
después de la derrota deja crecer de nuevo su cabellera hacia el occiput;
al hérulo de mejillas verduscas como los golfos del Océano que habita;
al borgoñón, alto de siete pies, que dobla la rodilla para pedir la
paz, etc.» No fue menos feliz Eurico en sus conquistas de España, hasta donde
destacó dos cuerpos de ejército, uno de ellos mandado por él mismo
en persona, según San Isidoro. En menos de tres años se hicieron los
visigodos dueños y señores de toda España, si se exceptúa la pequeña
parte que de antiguo habían dominado los suevos , y que les dejó Eurico
como por merced en concepto de aliados; pero reducidos a las montañas
dejaron los suevos por más de un siglo de figurar en la historia,
como si hubieran desaparecido enteramente. Las adquisiciones de Eurico
tenían ya el carácter de propias; ya no conquistaba para los romanos
como sus antecesores, sino para sí mismo, y con él acabó de todo punto
la dominación romana en la Península, siendo en rigor Eurico el primer
rey godo independiente de España. Llegó con él el imperio visigodo
al punto culminante de su extensión y engrandecimiento. Abarcaba de
este lado de los Pirineos la España entera, excepto las montañas de
Galicia, del otro lado toda la Galia desde el Ródano y el Loira hasta
el Océano : todo el país desde el Duranzo, el mar y los Alpes Ligurios,
era suyo. Fué la mayor monarquía que se fundó sobre las ruinas del
imperio de Occidente. Éste exhalaba entonces, por decirlo así, sus últimos alientos.
Italia estaba llena de razas bárbaras. Hacía de caudillo de las tropas
romanas un tal Orestes, secretario que había sido de Atila : los soldados
le ofrecieron el retazo de púupura que aún quedaba; mas no queriéndola
para sí, púsola sobre los hombros de un hijo que tenía llamado Rómulo
Augusto, a quien su padre solía nombrar con el diminutivo de Augústulo:
con este nombre ha seguido designándole la posteridad. Los bárbaros
que estaban a sueldo del imperio, esciros, alanos, rugianos, hérulos
y turingios, pidieron que se les entregara la tercera parte de las
tierras de Italia. Resistiólo Orestes, y Odoacro, jefe de los hérulos,
marchó contra él a la cabeza de los peticionarios insurrectos, hízole
prisionero y le quitó la vida. Encontró luego a Augústulo en Rávena,
le despojó de la púrpura, y desdeñándose de condenar a muerte al último
emperador romano, se contentó con desterrarle, señalándole una pensión
de seis mil monedas de oro. El senado declaró que el Capitolio abdicaba
el imperio del mundo. Odoacro fue proclamado rey de Italia en 23 de
agosto de 476. El imperio que había comenzado con un Augusto acabó
con un Augústulo a los quinientos y siete años menos algunos días;
el mil doscientos veintinueve de la fundación de Roma. Llevaba el
imperio ochenta y un años de agonía desde la muerte del gran Teodosio.
“Roma, observa oportunamente un escritor moderno, en un principio
guarida de bandidos, después de doce siglos de nombradía y de poder,
volvió al polvo de la nada de donde había salido. Pero no todo ha
concluido para Roma, la ciudad eterna. Si su poder temporal ha pasado,
hallará una rica compensación en la autoridad espiritual de sus obispos.
Roma será siempre la capital del mundo cristiano: Capitolii
immovile saxum” Cuando Odoacro, ejerciendo una sombra de autoridad, confirmaba
a Eurico en el derecho a la posesión de todas sus conquistas de este
lado de los Alpes, confirmación de que Eurico no necesitaba, Zenón,
otro remedo de emperador en Oriente, daba una especie de investidura
del imperio de Occidente a Teodorico, rey de los ostrogodos, que vino
a destronar a Odoacro y hacerse proclamar rey de Italia. De este modo
quedaron establecidas sobre las ruinas del imperio romano de Occidente
dos grandes monarquías godas, la de los ostrogodos con Teodorico en
Italia, y de los visigodos con Eurico en las Gallas y España. Faltábale a Eurico una sola gloria que añadir a la de conquistador
y guerrero, la de legislador : y ésta la ganó, establecido ya pacíficamente
en Arlés, mandando recopilar en un código escrito las costumbres que
regían a los godos, para lo cual se valió de los trabajos y conocimientos
de su primer ministro León, uno de los más sabios jurisconsultos de
su tiempo. Así subsanó en parte el fratricidio por cuyo medio había
conquistado el poder real. Mas no fue esta sola la mancha que Eurico
contrajo en su vida, tan gloriosa por otra parte. Eurico, arriano
celoso, ejerció el rigor de la persecución contra los obispos católicos,
con especialidad los de las Galias, y encarceló y desterró a los prelados
y sacerdotes. Murió Eurico tranquilamente en Arlés, en setiembre de
484 a los cuarenta y nueve años de su reinado. Desde este punto, la cumbre del poder de los godos, le veremos
comenzar a descender para irse circunscribiendo al lote que en la
repartición del antiguo mundo le estaba designado. Faltóle a Alarico
II, hijo y sucesor de Eurico, la energía y la grandeza de su padre.
Habíase ido formando contiguo a la Galia gótica otro nuevo reino de
gente aún más bárbara y ruda que los visigodos, el de los francos,
del que a la sazón era jefe Clodoveo (Chold-wig, guerrero famoso), que sobre ver con envidia el engrandecimiento
de la monarquía goda, miraba a los godos como indignos de poseer el
rico territorio de las Galias, que no debía hallarse en poder de los
herejes arrianos, preciándose como se preciaban los francos de ser
el único pueblo germano que profesaba el catolicismo, y conservaba
en toda su pureza la fe ortodoxa. Ostentábase Clodoveo tan fogoso
cristiano, que cuando se hablaba de la pasión de Jesucristo solía
decir: Si yo hubiera estado
allí con mis francos, yo hubiera sabido defenderle. Contaba, pues,
Clodoveo con la afección de los obispos y clero católico de las mismas
Galias, que no debían al arrianismo godo sino mal tratamiento y persecución.
Ya habían ocurrido algunos disturbios entre Clodoveo y Alarico,
en los cuales había dado el godo más de una prueba de su debilidad.
Deseoso luego de conjurar una guerra que veía amenazarle, quiso tener
una entrevista con Clodoveo, que se verificó en una isleta del Loire,
término de los dos Estados, cerca de Amboise. Allí se abrazaron los
dos príncipes, y en el regocijo de un festín no fue Clodoveo quien
escaseó al rey godo las demostraciones de amistad. Pero tampoco era
la lealtad la virtud de los francos. «Érales familiar, dice un historiador
latino, quebrantar la fe con la risa en los labios.» Despidiéronse,
no obstante, por entonces aparentemente amigos, y aprovechó Alarico
aquel período de paz para dotar a su pueblo de nuevas leyes, haciendo
recopilar las que de los códigos romanos, y muy especialmente del
Teodosiano, pudieran ser aplicables a su nación. Formóse, pues, el
código llamado Breviario de Alarico y también de Aniano, del nombre
del ministro que le refrendó, y aprobado por una asamblea de obispos
y de proceres, fué mandado observar por los jueces y tribunales. En
este cuerpo de legislación se ve ya la índole y tendencias de la raza
goda a unirse con la romana, y que el rey godo no era tampoco un caudillo
bárbaro. Clodoveo entretanto se aprestaba a hacerle la guerra a pesar del
abrazo de Amboise. «No puedo sufrir, decía a sus soldados, que los
arrianos estén siendo dueños de la más bella porción de la Galia.»
Tiempo decía que Teodorico, rey de Italia, estaba interponiendo su
mediación entre los dos príncipes, escribiendo alternativamente ya
a uno ya a otro, a fin de evitar un rompimiento: inútiles fueron sus
buenos oficios: Clodoveo puso en marcha su ejército y se dirigió con
él hacia Poitiers. Fuéle preciso a Alarico aceptar el combate. Encontráronse
godos y francos en Vouglé, a tres leguas de aquella ciudad. Pero los
soldados de Alarico no eran ya aquellos godos ardientes y aguerridos
que habían dado a Eurico tantos triunfos: la paz de algunos años los
había enflaquecido, y Alarico no se distinguía por un gran valor,
siendo más a propósito para legislador que para guerrero. La pelea
fue sangrienta, y Alarico pereció en ella, derribado de su caballo
por la lanza misma, dicen, de Clodoveo; un franco acabó de matarle
(507). La muerte de su jefe desalentó a los godos, cuyos principales
capitanes se retiraron a España. Las consecuencias de esta derrota
fueron desmembrarse de la corona gótica aquella parte importantísima
de su imperio que habían sabido sostener sus antecesores por espacio
de noventa y cinco años. Pero aun les quedaba la faja de la Septimania,
que enlazaba las posesiones de uno y otro lado de los Pirineos. Principia,
no obstante, el reino visigodo a concentrarse en España, donde estaba
su porvenir. Había dejado Alarico II dos hijos; uno legítimo, pero de edad sólo
de cinco años, llamado Amalarico ( Amal-rik
), y otro bastardo, de edad de diez y nueve, llamado Gesalico. Temiendo
los godos la consecuencia de una larga minoría alzaron rey al hijo
bastardo. Pero Teodorico; rey de Italia, tomó sobre sí la defensa
de los derechos de su nieto Amalarico, que Alarico su padre había
casado con una hija del rey ostrogodo. Un formidable ejército enviado
por él a las órdenes de Ibbas, uno de sus generales más ilustres,
derrotó primero a los borgoñones y a los francos que sitiaban Narbona:
marchó seguidamente sobre Barcelona, donde se hallaba Gesalico, rindió
la ciudad, y arrojó de ella al príncipe bastardo, que tuvo necesidad
de acogerse a Trasimundo, rey de los vándalos de África. Teodorico
gobernó el reino de España durante la menor edad de Amalarico, encomendando
su educación a Teudis, ostrogodo de nacimiento. Algún tiempo después,
habiendo facilitado el rey de los vándalos a Gesalico grandes sumas
de dinero, pasó con ellas a las Galias, donde pudo reunir algunos
parciales, con los cuales se dirigió en armas sobre Barcelona llevado
del ansia de recuperar la corona: pero el ejército de Teodorico le
salió al encuentro, alcanzóle a cuatro leguas de aquella ciudad, y
le deshizo completamente; él huyó á uña de caballo a las Gallas, pero
alcanzado por una partida de caballería ostrogoda, halló la muerte
en lugar de la corona que buscaba (511). Aseguróse con esto la sucesión
de Amalarico, gobernando siempre Teodorico la España en su nombre.
Este mismo año murió Clodoveo, el cual desde Alarico II había seguido
paseando sus armas triunfantes por las posesiones godas de las Galias,
tomando sucesivamente sus ciudades inclusa la misma Tolosa, corte
y asiento real de los godos, donde se apoderó de tesoros inmensos,
quedando de este modo casi toda la Galia gótica sujeta a los francos,
y reducida la monarquía de los godos a España. Así se iban marcando
los límites que había de tener uno de los reinos que se habían de
fundar sobre los despojos del viejo imperio romano. Muerto Clodoveo,
dividióse su imperio entre sus cuatro hijos, Tierry, Clodomiro, Childeberto
y Clotario. Continuaba Teudis haciendo como de regente de España en nombre
del rey Amalarico, y de Teodorico su abuelo y tutor. Teudis gobernaba
con sabiduría, pero teniendo que acomodarse a las instrucciones de
Teodorico, las rentas de España debían ser enviadas con regularidad
todos los años a Italia con gran menoscabo de la riqueza y prosperidad
del reino; y él había rehusado pasar a Italia a dar cuenta de su administración,
alegando siempre diferentes causas y pretextos. Agregábase que Teudis
se había casado con una rica española, la cual llevó al matrimonio
un inmenso dote. Todo contribuyó a que Teodorico se recelara y cautelara
de Teudis, el cual por su parte se rodeó de una guardia de dos mil
hombres, levantados y mantenidos a su costa. Aumentábanse con esto
cada vez más los recelos y temores de Teodorico; por lo que apresurándose
a hacer declarar mayor de edad a su nieto, despojó de sus cargos a
Teudis, y volvió este a entrar en la vida privada (524). Murió al poco el ostrogodo Teodorico (526), dejando los estados
de Italia a su nieto Atalarico. A fin de evitar todo conflicto entre
los dos jóvenes reyes de las dos ramas godas, se acordó demarcar los
límites de ambos reinos, quedando agregado al de Italia todo lo comprendido
desde la orilla izquierda del Ródano hasta los Alpes, inclusas Arlés
y Marsella, al de España todo el resto de la Galia gótica. Así se
determinaron las lindes de ambas monarquías, quedando en completa
independencia la una de
la otra. Hallándose ya Amalarico en edad y estado de gobernar por sí el
reino, pidió por esposa a Clotilde, hija de Clodoveo, y hermana de
los cuatro reyes francos. Parecía que este enlace entre las dos dinastías
poderosas de Occidente era el más a propósito para consolidar y hacer
formidable uno y otro Estado: sin embargo, no fue sino causa funesta
de la ruina de Amalarico. El godo era arriano, Clotilde católica,
y sólo le fue otorgada por su hermano bajo la seguridad de que no
se la obligaría a dejar su religión. No lo cumplió así Amalarico;
empeñábase en hacer arriana a Clotilde, resistíalo ella con entereza,
constancia y decisión. Amalarico empleó primero la persuasión, las
caricias y los halagos: viendo que estos medios no alcanzaban, recurrió
a la dureza y a los malos tratos; quejóse de ello Clotilde a sus hermanos
enviando a Childeberto un pañuelo teñido de sangre en prueba de los
ultrajes que de su marido recibía. Tomó inmediatamente las armas Childeberto
para vengar a su hermana, y a la cabeza de un ejército respetable
se entró por los Estados de Amalarico. Salió el godo a encontrarle
con sus tropas: empeñóse el combate, y Amalarico fué derrotado, teniendo
que refugiarse en la flota que estaba casi a la vista del campo de
batalla. La codicia acabó de perderle; acordóse de que había dejado
sus tesoros en Narbona, y volvió con el ansia y afán de recobrarlos.
Los francos le sorprendieron, y en vez de los tesoros halló la muerte.
Las alhajas quedaron en poder de Childeberto: contábanse entre ellas
sesenta cálices y trece patenas de oro puro, las cuales distribuyó
a las iglesias de Francia. Childeberto se dirigió a París con sus
tropas victoriosas : Clotilde murió en el camino, y fue enterrada
en la iglesia de Santa Genoveva, que entonces se llamaba de San Pedro
y San Pablo, junto al sepulcro de su padre Clodoveo. Tanta era la
influencia que tenían ya las diferencias religiosas en la suerte de
los reinos (531). Como Amalarico hubiese muerto sin sucesión, juntáronse los godos
para la elección de rey, y fue aclamado por unanimidad el mismo Teudis
que tan sabiamente los había gobernado en la menor edad de Amalarico
(532). Al año siguiente, los francos que acababan de destruir el reino
de los borgoñones, quisieron expulsar a los visigodos de las posesiones
que les quedaban en las Galias, pero fue infructuosa su tentativa.
Los reyes francos, con motivo o sin él, no dejaban de hostilizar
a los godos de España en cuantas ocasiones podían. En 542 los dos
hermanos Childeberto y Clotario, rey el primero en París y el segundo
en Soissons, sin que se sepa la razón que a ello les moviera, pasaron
los Pirineos al frente de numeroso ejército, tomaron Pamplona, Calahorra
y algunas otras ciudades, y se dirigieron a poner sitio a Zaragoza,
después de haber devastado cuanto encontraban al paso. Ocurrió en
el cerco de Zaragoza una de aquellas escenas que prueban el influjo
que en aquella edad ejercía la religión. Los habitantes de Zaragoza
carecían de todo socorro, y los francos apretaban el sitio. Los ciudadanos
recurrieron entonces a la intercesión de San Vicente, uno de los gloriosos
mártires; y publicando un riguroso ayuno, vestidos los hombres con
sacos y las mujeres de luto, sueltos los cabellos y cubiertas de ceniza
las cabezas, salieron en procesión alrededor de la muralla llevando
la túnica del santo, cantando unos y llorando otros. Llamó la atención
de Childeberto tan nuevo y singular espectáculo, y habiéndose informado
de su significación y objeto por un labrador de la ciudad que fue
cogido, el rey franco envió a decir a los sitiados que en reverencia
de su santo mártir determinaba levantar el asedio, y que les estimaría
alguna preciosa reliquia del santo para llevarla consigo. Dióle el
clero agradecido la estola del mártir, con la que muy contento marchó
el franco: en cuya memoria dicen erigió después un templo en París
a San Vicente mártir, que es hoy el de San Germán. Mas cuando los francos, levantando el sitio de Zaragoza, regresaban
a las Gallas, contentos con las riquezas y el botín que de Pamplona
y las demás ciudades habían recogido, hallaron un fuerte ejército
godo, mandado por Teudiselo, posesionado de los desfiladeros y gargantas
de los Pirineos. Childeberto, viendo de aquel modo cortada su retirada,
negoció con el general godo el permiso de dejarle libre el paso mediante
una gruesa suma de dinero. Dejóse llevar el godo de la codicia, y
concedióles una tregua de veinticuatro horas, durante las cuales traspusieron
las montañas los dos reyes francos con lo más escogido de su gente;
mas como no tuviesen tiempo de pasar las tropas, cayó Teudiselo sobre
las que quedaban y las pasó a cuchillo. Justiniano, emperador de Oriente, había acabado con el reino de
los vándalos en África, por medio de la espada de Belisario, y posesionádose
de Ceuta, que se supone había pertenecido a los godos. Temiendo Teudis
la proximidad de los imperiales bizantinos, y sospechando que tuvieran
intenciones de destruir el reino de los godos como habían destruido
el de los vándalos, envió un ejército a recobrar Ceuta. Sitiábanla
los godos y habían empezado a dar algunos asaltos, cuando llegó el
primer domingo, día en que los godos no acostumbraban a pelear; dejaron,
pues, las armas, creyendo que los católicos sitiados harían lo mismo
: pero los imperiales, aunque católicos, menos escrupulosos en la
guarda de las fiestas que los godos, cayeron de repente sobre éstos,
y hallándolos desapercibidos, acuchilláronlos a todos sin que escapara
uno solo, añaden las crónicas, que pudiera llevar a España la triste
nueva del desastre. Poco tiempo después de esta derrota murió Teudis;
atravesóle con la espada un loco, o al menos fingía estarlo: Teudis,
al morir, encargó que no se castigara al asesino (548). Muerto Teudis, los grandes del reino nombraron sucesor suyo a Teudiselo,
el mismo general que había concedido la famosa tregua a Childeberto
y Clotario. Poco tiempo disfrutó el nuevo rey de las delicias del trono: el
desenfreno con que se entregó a otros deleites le acarreó pronto la
pérdida de la corona y de la vida. Su pasión por las mujeres no tenía
límites, ni reparaba en los medios de saciarla, ni respetaba las mujeres
de los más principales del reino. Deseaban éstos ocasión de vengar
su infamia, y proporcionósela un banquete a que el mismo rey los convidó
en Sevilla: en lo más animado del festín los conjurados apagaron las
luces, y a favor de las tinieblas cosieron al rey a puñaladas. Llevaba
poco más de año y medio de reinado (549). Los mismos conjurados eligieron sin formalidad y sin esperar el
consentimiento de otros principales godos a Agila, de no menos desarregladas
costumbres que su antecesor. Por uno y otro motivo algunas ciudades
se negaron a reconocerle; entre ellas Córdoba, ante cuyos muros, yendo
a atacarla, perdió un hijo y quedaron derrotadas sus tropas. Aprovechóse
de aquellas discordias Atanagildo, uno de los grandes, tan ambicioso
como astuto, para granjearse un partido y aspirar a la corona. A este
fin parecióle muy conveniente aliarse con Justiniano, a quien halagó
cediéndole todo el territorio de la costa de España comprendido entre
Gibraltar y los confines de Valencia. Marcharon en seguida las fuerzas
combinadas de Justiniano y Atanagildo contra Agila, venciéronle en
batalla junto a Sevilla, y le forzaron a retirarse a Mérida, donde
disgustados los suyos de las calamidades que por su causa sufría el
país, y no menos incomodados con su altivo genio y relajadas costumbres,
diéronle la misma muerte que a su antecesor, proclamando en seguida
a Atanagildo (Atahngild). De esta suerte quedó Atanagildo
en posesión pacífica del reino de los godos, fijando ya definitivamente
en Toledo la corte que antes no se había establecido aún en determinado
pueblo de España (554). Luego que se vio tranquilo poseedor del trono, volvió sus armas
contra los griegos bizantinos, resentido de que se hubieran apoderado
de varias plazas fuertes que los constituían en vecindad demasiado
peligrosa. Algunas recobró, pero aun subsistieron aquellos imperiales
como apegados a las costas españolas, no sólo durante su reinado,
sino aún muchos años después; que es siempre más fácil la entrada
que la salida de los extranjeros que una vez son llamados a un país
como auxiliares. Parece no haber heredado Atanagildo el odio de sus antecesores
a los francos de las Galias, o haber éstos más bien olvidado el que
sus mayores tenían a los godos; puesto que se vio a los dos nietos
de Clodoveo, Sigiberto, rey de Metz, y Chilperico, que lo era de Soissons,
pedir sucesivamente en matrimonio a Atanagildo sus dos hijas Brunegilda
y Galsuinda. Brunegilda, la menor de las dos, notable por su extraordinaria
belleza, y a quien el poeta latino que cantó sus bodas comparaba a
Venus, se hizo católica en poder del rey franco. Con mucha repugnancia
había cedido Atanagildo al rey de Soissons su hija Galsuinda, y con
menos voluntad todavía condescendió en ello su madre, porque Chilperico
no tenía reputación de arreglado en su conducta, ni esperaban que
diera ejemplo de fidelidad conyugal, virtud tan recomendable entre
los godos. Lejos de eso, su palacio era una especie de lupanar, y
a la cabeza de sus concubinas se hallaba la temible Fredegunda, cuyo
nombre andaba en las bocas de todos. La hija de Atanagildo, a pesar
de aquellos tristes presentimientos, salió de España acompañada de
su madre, que no acertaba a separarse de ella, como si augurara los
desastres que le habrían de suceder. Celebráronse las bodas en Tours.
«Fué recibida, dice el historiador obispo de aquella ciudad, en el
lecho de Chilperico con honor y con demostraciones de amor, porque
llevaba consigo grandes tesoros: pero bien pronto la pasión de Fredegunda
ocasionó entre ellos violentos distiurbios.» Disturbios fueron estos
a tal extremo llevados, que el bárbaro rey, por complacer a Fredegunda,
hizo ahogar en el lecho a la infeliz Galsuinda por mano de un esclavo,
casándose después con la consejera del crimen, objeto de sus livianas
pasiones. Jamás olvidó Brunegilda el cruel asesinato de su hermana,
que también se había hecho católica como ella, y queriendo vengar
el bárbaro delito, suscitáronse entre ella y Fredegunda luchas sangrientas,
que produjeron nuevos atentados de parte de aquella mujer malvada,
atentados y crímenes que tan funestamente célebres se hicieron en
la historia de Francia. Atanagildo murió en Toledo (567), después de un reinado apacible
de trece años. Dícese que ocultamente era también católico.La moderación
con que había gobernado hizo su muerte muy sensible en toda España.
Tanto habían crecido las ambiciones desde que la corona gótica
había vuelto a hacerse electiva después de la extinción de la familia
de Teodorero, que trascurrió un interregno de cinco años (que algunos
pretenden rebajar a solos cinco meses), antes que los nobles pudieran
ponerse de acuerdo para la elección de soberano. De inferir es la
confusión y el desorden a que se vería entregado el pueblo en este
largo período. Al fin los grandes de la Galia gótica elevaron a Liuva
(Leuw, león), que regía
la Narbonense, hombre recto y de modestas miras, que desnudo de ambición
y conocedor de las dificultades del reinar, no queriendo por otra
parte abandonar el suelo que le viera nacer para trasladarse al centro
del imperio, persuadió a los nobles a que le diesen por compañero
a su hermano Leovigildo (Lew gild), joven ilustrado, enérgico y
vigoroso. Hiciéronlo así los magnates, y contento Liuva con la pequeña
porción de la Galia gótica para sí, cedió la España entera a Leovigildo.
Aquel modesto, prudente y desinteresado príncipe murió al poco tiempo
en la Galia (572), de donde nunca quiso salir, y quedó todo el imperio
gótico encomendado a la firme y robusta mano de Leovigildo, uno de
los más ilustres príncipes que se sentaron en el trono de los godos.
|