LA REVOLUCIÓN AGRÍCOLA DE PRINCIPIOS DEL SEGUNDO MILENIO DE LA ERA DE CRISTO
No se puede
impedir, al abordar la Europa Occidental de mediados del siglo XI, el pensar en
una fecha y en un texto. La fecha es 1054. Es la de un hecho que se insertaba
en una larga tradición de incidentes y que se presentó sin duda a los
contemporáneos como un acontecimiento más: la desavenencia entre el Papa de
Roma y el Patriarca de Constantinopla. El pretexto que la motivó parece casi
fútil; en efecto, la controversia se había enconado sobre todo en torno a
divergencias litúrgicas: el empleo por la Iglesia bizantina del pan fermentado
para la confección de las hostias y el del pan ázimo por la Iglesia romana.
En este año,
1054, los legados del papa dirigidos por Humberto de Moyenmoutier,
cardenal de Silva Candida, depositan en el altar de
Santa Sofía de Constantinopla una bula de excomunión contra Miguel Cerulario y sus principales partidarios eclesiásticos, a lo
cual replica el patriarca bizantino excomulgando a los enviados romanos. La
desavenencia no es una novedad. ¿No se había prolongado durante muchos años del
siglo IX el cisma de Focio? Pero esta vez la separación no iba a ser sólo
temporal; sería definitiva. De este modo se consagró el divorcio entre dos
mundos que no habían cesado, desde la gran crisis del imperio romano en el
siglo XI y desde la fundación de Constantinopla, la Nueva Roma, en los
comienzos del siglo IV, de separarse uno del otro. En lo sucesivo existirán dos
cristiandades, la de Occidente y la de Oriente, con sus tradiciones, su ámbito
geográfico y cultural separado por una frontera que atraviesa Europa y el
Mediterráneo y que separa a los eslavos, algunos de los cuales, los rusos, los búlgaros
y los servios, quedan incluidos en la órbita de
Bizancio, mientras que los demás, polacos, eslovacos, moravos, checos,
eslovenos y croatas, no pueden escapar, como lo probó ya en el siglo IX el
episodio de Cirilo y Metodio, a la atracción
occidental. Separada de Bizancio, la cristiandad occidental se apresura a
afirmarse en su nueva individualidad. Es significativo que el mismo cardenal
Humberto que fue a Constantinopla a condenar la ruptura fuera en la curia
romana el animador del grupo que preparó la reforma gregoriana. Su tratado Adversus simoníacos, de 1057 o 1058, al
atacar la herejía simoniaca, ataca la intervención laica en Ja Iglesia. El
inspira la política del papa Nicolás II que, en el primer Concilio de Letrán,
de 1059, promulgó el decreto que, al reservar la elección del papa a los
cardenales, sustraía el papado de las presiones directas de los laicos. La
reforma gregoriana que se anuncia va a dar a esta cristiandad occidental,
pobre, exigua, bárbara, de apariencia mezquina frente a la brillante
cristiandad bizantina, una dirección espiritual que desde finales del siglo va
afirmándose agresivamente mediante las cruzadas dirigidas abiertamente contra
el infiel musulmán, pero que amenazan también (la VI cruzada lo manifestará en
los comienzos del siglo XIII) al cismático bizantino. Desde 1063 la reconquista
cristiana en España toma por vez primera el aspecto de una guerra santa; es la
primera cruzada, bajo la Iglesia de Cluny y con la bendición del papa Alejandro
II, que concede la indulgencia a los combatientes cristianos. Por la misma
época nace el primer género literario del Occidente medieval, la canción de
gesta, que tiende a animar a la caballería occidental a la cruzada. La Chanson de Roland debió ser redactada
en su forma primitiva poco después de 1065.
Desde luego,
durante mucho tiempo (y hasta el final, en 1453, para no hablar de
prolongaciones y resurgimientos más próximos a nosotros, posteriores a la
desaparición política de Bizancio) el diálogo, incluso cuando es con más
frecuencia conflictivo que de intercambio pacífico, continúa entre la parte
oriental de la cristiandad y el apéndice occidental que, de hecho, se ha
desgajado de ella en 1054.
Continúa,
indudablemente, en las zonas de contacto. Aunque los normandos ponen fin a la presencia
política y militar bizantina en Occidente con la toma de Bari en 1071 y aunque
son, en el siglo XII, los principales rivales de los bizantinos en el
Mediterráneo occidental, siguen siendo durante largo tiempo permeables a las
influencias llegadas de Constantinopla. A pesar de que los soberanos normandos
de Sicilia no tomaron, como se ha sostenido durante mucho tiempo, al basileus bizantino como modelo ideal y práctico, el reino
de Sicilia, Apulia y Calabria (para el que Roger II obtiene el título real del
antipapa Anacleto II en 1130 y después del papa Inocencio II en 1138) sigue
siendo una puerta abierta a la cultura bizantina. Los mosaicos y las puertas de
bronce de las iglesias manifiestan hasta qué punto los modelos bizantinos
siguen gozando de prestigio: el famoso mosaico de la Martorana en Palermo,
donde se ve al rey Roger II vestido como un basileus recibiendo la corona de Cristo, es totalmente bizantino; el griego, con el
latín y el árabe, es lengua oficial de la cancillería siciliana (pero es
preciso no olvidar que en el resto de la cristiandad es ignorado por la masa de
los clérigos e incluso despreciado por algunos: Roberto de Melun,
sucesor de Abelardo hacia 1137 en las escuelas de la montaña Sainte-Geneviéve, ataca vivamente a aquellos contemporáneos
suyos que inflan su conversación con palabras griegas y hablan o escriben un
latín grecizante (el franglais de la época).
Dos de los principales traductores del griego al latín en el siglo XII son
altos funcionarios de la corte de Palermo.
Uno de ellos
es Enrique Arístipo, traductor de Aristóteles, de
Platón, de Diógenes Laercio y de Gregorio Nacianceno e introductor en Sicilia
de manuscritos procedentes de la biblioteca de Manuel Comneno en Constantinopla (la primera traducción latina del Almagesto de Tolomeo se
realizó hacia 1160 del ejemplar de su propiedad), y el otro, Eugenio el
Almirante, es «un hombre muy sabio en griego y árabe y no ignorante del latín».
Se trata de manuscritos que son a veces simple y puramente robados. Los normandos,
fieles a la tradición de los cristianos que, según la frase célebre de San
Agustín, debían actuar con la cultura pagana del mismo modo que los israelitas
habían hecho con los egipcios, es decir, utilizando sus despojos, eran los
primeros en expoliar las riquezas bizantinas (prefigurando el pillaje de. 1204,
Roger II, durante la segunda cruzada en 1147, trae de Corinto, de Atenas y de
Tebas reliquias, obras de arte, tejidos y metales preciosos) al tiempo que son
también especialistas en las técnicas bizantinas: tejedores de la seda y mosaístas.
Venecia
mantiene hasta 1204 esta situación ambigua por la cual, actuando siempre con
una completa independencia, acepta figurar todavía en los actos oficiales como
sometida a Bizancio para aprovechar mejor las larguezas y debilidades del basileus: ventajas comerciales e importación de
manuscritos, de materias preciosas y de obras de arte.
Hungría es
otro de los territorios donde se encuentran latinos y griegos. Del mismo modo
que en Italia, donde se mezclan incluso en Roma monjes benedictinos y monjes basileos a mediados del siglo IX, parece que el rey Andrés
I de Hungría instala juntos, en el monasterio de Tihany,
en el lago Balatón, a monjes benedictinos y basileos; la iconografía de la corona, llamada «de San Esteban»
pero ofrecida probablemente al rey Geza I (1074-1077) por el emperador Miguel
VII Ducas, testimonia que un rey cristiano romano, vasallo incluso de la Santa
Sede, recibe todavía sus modelos de Bizancio,
Hasta en los
extremos occidentales de la cristiandad latina, el foco greco-bizantino
continuará iluminando con profundidad; el «Renacimiento del siglo XII»
concederá un gran lugar a lo que el cisterciense Guillermo de Saint-Thierry
(muerto en 1147) llamaba la luz del oriente, orientale lumen, Sin duda, él se refería especialmente a la tradición eremítica
egipcia, pero por encima de ella brillaban la teología y el pensamiento
griegos. Por ello la enciclopedia teológica escrita en el siglo VIII por Juan
Damasceno (De fide orthodoxa, más conocida
entre los latinos con el nombre de De Trinitate) no será traducida hasta mediados del siglo
XII en Hungría, primero parcialmente y después, hacia 1153-1154, en su
totalidad, por Burgundio de Pisa (versión corregida hacia 1235-1240 por Roberto Grosseteste). Pero desde 1155-1160 Pedro Lombardo la
utiliza y la cita en su suma de sentencias que va a ser el manual de los
estudiantes de lógica en las universidades del siglo XIII. Estos mismos
universitarios, incluyendo a los grandes maestros —Alejandro de Hales, Alberto
Magno, Tomás de Aquino— tienen a su disposición en la Universidad de París, a
mediados del siglo XIII, un Corpus de las obras de Dionisio Areopagita que,
entre 1150 y 1250, enriqueció las traducciones latinas del siglo IX hechas por
San Eugenio y Anastasio «el Bibliotecario» con comentarios, glosas,
correcciones y nuevas versiones. De este modo, los dos grandes teólogos griegos
serán de gran importancia para los grandes doctores latinos del siglo XIII.
También
algunos latinos realizan sinceros esfuerzos para tener contactos frecuentes con
sus contemporáneos griegos. Determinados períodos, en los que parece
vislumbrarse un retorno a la unión de las Iglesias, favorecen estos intentos.
En 1136 el premonstratense Anselmo de Havelberg, que
discutió públicamente en Constantinopla sobre el Filioque con Nicetas, señala la presencia de tres sabios que hablan el griego
tan bien como el latín: Burgundio de Pisa, Jacobo de Venecia y Moisés de
Bérgamo.
Si algunos,
como Roberto de Melun o como Hugo de Fouilloy, que a mediados del siglo XII se niegan a emplear
«expresiones griegas o bárbaras e inusitadas que conturban a los sencillos»,
rechazan esta luz oriental, otros en Occidente la aceptan con humildad. Es
necesario tener acceso a los griegos, confiesa Alain de Lille aun a finales del
siglo XII, «porque la latinidad es indigente».
Es
indudablemente una revuelta de pobres la que hace que a mediados del siglo XI
el Occidente, todavía bárbaro, se desgaje del foco bizantino. Frente a las
riquezas griegas, el latino experimenta admiración, envidia, frustración, odio.
Un complejo
de inferioridad, que se mitigará en 1204, anima su agresividad con respecto a
lo bizantino.
Pero si la
desavenencia de 1054 iba a ser definitiva, se debió a que, por muy pobre que
fuera ante el opulento imperio bizantino, el mundo latino se encontró con que
disponía al fin de recursos materiales y morales suficientes para poder vivir
lejos de Bizancio, que se convertía para él en un mundo extraño y poco después
en una presa.
La
segunda edad feudal
Este gran
viraje interior de la historia occidental lo ha definido un conocido texto de
Marc Bloch: «Hacia mediados del siglo XI se observa una serie de
transformaciones, muy profundas y muy generales, provocadas sin duda o
posibilitadas por la detención de las últimas invasiones pero, en la medida en
que eran el resultado de este gran hecho, retrasadas con respecto a él varias
generaciones. No se trata, desde luego, de rupturas, sino de cambios de
orientación que, a pesar de los inevitables desajustes, según los países o los
fenómenos considerados, afectan sucesivamente a casi todas las curvas de la
actividad social. Hubo, en una palabra, dos edades ‘feudales’ sucesivas de
tonalidades muy diferentes.» La base de esta «revolución económica de la segunda
edad feudal» es, para Marc Bloch, «el intenso movimiento de población que, de
1050 a 1250 aproximadamente, transformó la faz de Europa en los confines del
mundo occidental: la colonización de las llanuras ibéricas y de la gran llanura
situada más allá del Elba; en el corazón mismo de los países antiguos, la
incesante conquista de bosques y baldíos por el arado; en los claros abiertos
entre los árboles o la maleza, el surgimiento de nuevas ciudades en el suelo
virgen; por todas partes, en torno a las comarcas de habitantes seculares, la
ampliación de los terrenos, bajo la irresistible presión de los roturadores».
En un
terreno preciso pero significativo, Wilhelm Abel ha subrayado recientemente la
adecuación de esta periodización a la realidad de esta «segunda edad feudal»:
«Aún más vinculados cronológicamente a los últimos siglos de la gran
colonización medieval están los topónimos en -hagen.
Se extienden por todas partes, en especial hacia Oriente, a partir de la zona
del Wesser medio, la región del Lippe y el valle del Leine. A menudo unidos a una peculiar
organización agraria y a un derecho determinado, el Hagerrecht,
empiezan hacia el 1100, quizá incluso hacia el 1050, y terminan con el final
del gran período de roturación.»
El período
de fundación de estas ciudades, entre 1050 y 1320-1330, es el de esta segunda
edad feudal en la que se afirma el auge de la cristiandad y se forma el
Occidente.
Otro campo
ofrece un testimonio ejemplar de esta aceleración de mediados del siglo XI
porque une a los progresos materiales las transformaciones sociales y las
mutaciones espirituales; la historia del arte y, más concretamente, la de la
arquitectura. Pierre Francastel, en un análisis del
humanismo románico a través de las teorías sobre el arte del siglo XI en
Francia, ha descubierto, mediante el estudio de los grandes movimientos, «la
existencia de una ruptura profunda en el ideal estético hacia los alrededores
del año 1050». Esto permite «fijar un punto de partida para el estilo románico»
y «acentúa la importancia histórica de una fecha ya considerada como
particularmente notable». Pierre Francastel descubre
de este modo hacia mediados del siglo XI «una voluntad nueva de coordinación
con relación a la bóveda de las diferentes pactes del edificio cristiano». No
se podría simbolizar mejor el esfuerzo de síntesis que, en todos los ámbitos,
va a inspirar la expansión del mundo occidental. Los tres edificios que entre
1060 y 1080 manifiestan mejor la nueva tendencia son, para Pierre Francastel, Saint-Philibert de Tournus,
Saint-Etienne de Nevers y Sainte-Foi de Conques; pero enumera además, sucintamente,
los grandes edificios religiosos construidos en lo esencial en la segunda mitad
del siglo XI: En Alemania, Hirsau, Spita y el grupo de Colonia; en Inglaterra, las iglesias
normandas construidas después de la conquista de 1066; en España, San Isidoro
de León, la catedral de Jaca y la de Santiago de Compostela; en Francia, además
de las tres iglesias ya citadas, la de Cluny, Saint-Sernin de Toulouse, la Abbaye aux Hommes (Saint-Etienne) y la Abbaye aux Dames (la Trinité) de Caen, Lessay, Cerisy-la-Forét, Saint-Benoít-sur-Loire, la Charité-sur-Loire, Saint-Hilaire de
Poitiers y Saint Savin de Toulouse; en Italia la
catedral de Pisa, San Marcos de Venecia y la catedral de Módena. Y concluye:
«raramente se han podido ver iniciadas simultáneamente tan grandes obras».
Sin embargo,
se imponen dos observaciones a propósito de esta ruptura de mediados del siglo
XI.
La segunda
edad feudal no es la desaparición de una economía agrícola y de una sociedad
rural ante una economía mercantil y una sociedad urbana, ni el paso de una
economía natural a una economía monetaria. El mundo medieval, después de 1050
lo mismo que antes, sigue siendo un mundo de la tierra, fuente de toda riqueza
y de todo poder. El progreso agrario en cantidad (terrenos roturados,
colonización) y en calidad (perfeccionamiento de las técnicas y del
rendimiento) es la fuente y la base del auge general. Pero la explosión
demográfica, la división del trabajo, la diferenciación social, el desarrollo
urbano y la recuperación del gran comercio que esto permite se manifiestan casi
simultáneamente, lo mismo que se manifiesta, con el desajuste propio de los
fenómenos mentales, científicos y espirituales, el renacimiento intelectual que
forma parte de ese conjunto global y estructurado que es el despertar de Ja
cristiandad. Si los Usatges de Cataluña, el
primer código feudal conocido, fueron redactados entre 1064 y 1069, las
primeras grandes manifestaciones del poder y de la impaciencia de la nueva
sociedad urbana son contemporáneas. La carta de franquicia de Huy es del mismo
año que la batalla de Hastings (1066). Al levantamiento de los burgueses de
Milán en 1045, seguirá el movimiento político-religioso de la Pataria, la revuelta comunal de Le Mans en 1069, los levantamientos de los burgueses de Worms y de Colonia en 1073 y 1074. Cuando los normandos introducen el feudalismo en
Italia meridional entre 1047 y 1091 y en Inglaterra después de1066,
el primer contrato de colleganza, instrumento de
comercio marítimo precapitalista, aparece en Venecia en 1072 y nacen los
primeros gremios (el de Saint-Omer hacia 1080), Cuando Cluny está en su apogeo
y se esbozan las canciones de gesta, ya se puede hablar del
nacimiento de la cultura urbana.
Estamos en
la segunda mitad del siglo XI.
No basta con
reconocer el carácter contemporáneo y relacionado de fenómenos y de estructuras
que en muchos casos han sido descritos como sucesivos y antagónicos (uno de
ellos expulsando al otro) en tanto que se combaten y se desarrollan en el
interior de un mismo conjunto señores y burgueses, ciudades y dominios, cultura
monástica y cultura urbana. Hay que señalar que si a mediados del siglo XI se
da un viraje, no se trata de un punto de partida, un nacimiento o un
renacimiento.
Los
renacimientos se suceden en la historiografía de esta Edad Media, de esta edad
intermedia que parece, al leer a los historiadores, tomar un nuevo empuje cada
siglo, primero para volver a encontrar el esplendor pasado, el del mundo
antiguo grecorromano, y después para superarlo y eclipsarlo a partir del gran
renacimiento de los siglos XV y XVI. Desde hace tiempo se había localizado un
renacimiento intelectual en el siglo XII; después se buscaron sus fundamentos
materiales en el XI, luego en el X
y en la actualidad se hace comenzar el auge
demográfico y la expansión rural más allá del Renacimiento carolingio del siglo
IX al tiempo que ya ciertos prerrenacimientos anuncian en el siglo VIII la
floración carolingia.
Dejando a un
lado estas tentativas, a veces un poco escolásticas, se perfila la realidad de
una continuidad en el progreso, de una curva de crecimiento en cuyo interior la
mitad del siglo XII representa más una aceleración que un punto de partida: un
segundo empuje, como se dice hoy día.
En los dos
ámbitos que hemos tomado como testimonios de este viraje incluso se podrían
situar en otro momento los puntos decisivos.
Georges Duby piensa que en el orden de la conquista rural y la
extensión de los cultivos es esencial la segunda mitad del siglo XII: «La
actividad de los roturadores, que había sido durante dos siglos tímida, discontinua
y muy dispersa, se hace más intensa y más coordinada a la vez en las
proximidades de 1150». Hacia la misma fecha sitúa Bernard Slicher von Bath el tránsito de un período de direct agricultural consumption a una nueva fase de indirect agricultural consumption.
También en la curva de crecimiento demográfico trazada por M. K. Bennett la
aceleración no se sitúa hacia 1050, sino cien años más tarde. Del año 1000 al
1050 la población de Europa había pasado de 42 a 46 millones; del 1050 al 1100
de 46 a 48; del 1100 al 1150, de 48 a 50; del 1150 al 1200 habría tenido un
aumento de 50 a 61 millones y del 1200 al 1250 habría crecido con otros ocho
millones, pasando de 61 a 69 millones.
En la
construcción, otro sector clave del take-off
medieval, no puede olvidarse la frase célebre del cronista Rodolfo el
Lampiño(Raúl Glaber):
«Al acercarse el tercer año que seguía al año
1000, se vio en casi toda la tierra, pero especialmente en Italia y en la
Galia, reedificar los edificios de las iglesias; aunque la mayoría, bastante
bien construidas, no lo necesitaban en absoluto. Una auténtica emulación
impulsaba a cada comunidad cristiana a tener una iglesia más suntuosa que la de
sus vecinos. Se hubiera dicho que el mundo se sacudía para despojarse de su
vetustez y se revestía por todas partes con un blanco
manto de iglesias. Entonces casi todas las iglesias de
las sedes episcopales, las de los monasterios consagradas a cualquier santo e
incluso las pequeñas capillas de las aldeas, fueron reconstruidas por los
fieles con más belleza». Y si lo consideramos desde el punto de vista de las
innovaciones técnicas y las ideas artísticas, vemos que es precisamente al
siglo XI al que ha llamado Henri Focilion la edad de
las «grandes experiencias».
Finalmente,
en el sector del nuevo impulso comercial unido al auge urbano, un documento
ejemplar sugiere también una periodización que encuadra a todo el siglo XI, en
vez de dividirlo: el célebre peaje de Arras se nos ha conservado bajo la forma
de dos aranceles que corresponden a dos fases de reglamentación y de adaptación
a la aceleración de los intercambios. El primero es de comienzos del siglo XI,
el segundo de comienzos del XII.
El viraje
del año 1050 no marca por tanto un cambio de tendencia, sino sólo de ritmo, en
el interior de un movimiento ascendente. El mismo Marc Bloch escribe: «En
muchos aspectos, la segunda edad feudal no supuso la desaparición de las
condiciones anteriores tanto como su atenuación». Por tanto, son estos puntos
de partida de la cristiandad, con sus handicaps y sus
esperanzas, los que debemos examinar, en primer lugar, hacia mediados del siglo
XI.
LA
EXPANSIÓN DEL OCCIDENTE CRISTIANO (1060-1180)
Los
puntos de partida. Los bárbaros de Occidente
Cuando, en
el año 1096, los bizantinos vieron llegar a los cruzados occidentales que les
pedían paso para ir a Tierra Santa, sintieron ante su aspecto y ante su
comportamiento un estupor que en seguida se transformó en desprecio e
indignación. Tanto si se trataba de las bordas populares dirigidas por Pedro el
Ermitaño, como de la segunda oleada de tropas señoriales, que además les
recordaban desagradablemente a los agresivos normandos de Italia, los
bizantinos no vieron en ellos más que bárbaros groseros, ávidos y petulantes:
salvajes.
Quizá los
aventureros que componían en su mayor parte
las bandas de la primera cruzada no dieran la
imagen más halagüeña de la cristiandad occidental. Sin embargo, los jefes
de esa cristiandad veían en ellos la más selecta flor de Occidente. Pero es
preciso reconocer que el occidente cristiano, en la segunda mitad del siglo XI,
no es más que la extremidad todavía mal desbastada del área civilizada que se
extiende desde el mar del Japón a las columnas de Hércules.
Sin duda las
civilizaciones orientales conocen entonces crisis políticas y reveses militares
que revelaban un profundo malestar económico y social: ocaso de los Fujiwara en el Japón y oleada de terror colectivo (pensamos
en el pueblo a la caída de la ley búdica en 1052); crisis del Islam oriental en
donde el protectorado de los turcos Selyúcidas en
Bagdad (1055), a pesar de que parece reafirmar la ortodoxia religiosa y la
posición del califa, va a acentuar el retroceso de las capas medias urbanas y
rurales; en África del Norte, la invasión almorávide a partir de 1051 comienza
sus irreparables estragos. En las puertas mismas de la cristiandad, los dos
grandes núcleos de civilización bizantina e hispano-árabe, sufren un eclipse.
Bizancio revela sus dificultades no solamente por algunos desastres militares
espectaculares (la catástrofe de Manzikert ante los Selyúcidas (1071) anuncia la pérdida de Asia Menor del
mismo modo que la toma de Bari por los normandos de Roberto Guiscardo,
el mismo año, preludia la de Italia y el Mediterráneo occidental) sino también
por una serie de medidas interiores muy significativas
para el historiador:
la moneda de ;oro, el ;numisma, que había llegado a
ser el símbolo de la potencia económica en Occidente
(donde se le llama besante, es decir, bizantino) y ;al
que Robert López ha llamado el dólar de la Edad Media, sufrió su primera
devaluación bajo Nicéforo Botaniates (1078-1081).
Este debe retirarse ante Alejo Comneno, cuya
proclamación sanciona la victoria de la aristocracia feudal que va a precipitar
la decadencia bizantina. En la España musulmana, el último califa omeya de
Córdoba, Hisham III, es muerto en 1031 y la anarquía
impera en los veintitrés pequeños estados de «taifas» que se han repartido el
país.
Sin embargo,
el esplendor de estas civilizaciones no se puede parangonar con la mediocridad
y el primitivismo de la cristiandad occidental. Civilizaciones urbanas, ante
las que se fascinan las canciones de gesta que comienza a componer Occidente.
En el Pélerinage de Charlemagne,
contemporáneo poco más o menos de la Chanson de
Roland y por tanto anterior a 1100, se narra el descubrimiento maravillado de
Bizancio que hacen el emperador y sus pares. Lo mismo sucede en el ciclo de la
Gesta de Guillermo de Orange donde se narra la seducción que ejercen sobre los
caballeros cristianos las ciudades musulmanas: Orange, Narbona, y, más allá,
las inaccesibles ciudades de Córdoba y, más lejos todavía, Bagdad.
Civilizaciones que han producido ya obras maestras deslumbrantes por su arte y
su técnica, mientras en Occidente los primeros arquitectos románicos intentan
cubrir con bóvedas las nuevas naves: desde fines del siglo VIII a comienzos del
siglo si, los artistas de Córdoba han edificado una mezquita que puede
rivalizar con Santa Sofía de Constantinopla, y el Occidente cristiano sólo
puede ofrecer frente a estas dos maravillas esbozos de pequeñas dimensiones.
Además, los
occidentales tienen conciencia de su inferioridad. La Gesta de Guillermo de
Orange pinta
también al ejército agrupado por el rey musulmán Deramed: «Ha agrupado cien mil hombres en Córdoba, en
España, y tiene antes de partir una corte plenaria que debe durar cuatro días.
Se sienta en un tronco de marfil,
sobre una alfombra de seda blanca, en el centro
de un espacio muy amplio. Detrás ;suyo llevan al
dragón que le sirve de ensena... Mira con orgullo al inmenso ejército que le
rodea. Hay allí cuarenta pueblos mandados por cuarenta reyes. Teobaldo conduce
a los estormarantes. Sinagón a los armenios. Aeroflio a los eslavones. Harfú a los hunos. Malacra a los negros. Borek a los vaqueros. El viejo
Tempestad a los asesinos. El gigante Haucebir a los
húngaros. Y no sabría nombrároslo a todos, porque muchos han llegado de países
del otro lado del Occidente donde jamás ha acudido ningún cristiano. Sus
espadas de acero, sus mantos, sus sellos dorados, sus lanzas de hierro llaman
al sol por millares…”
Frente a
este mundo de productos raros: ricos tejidos, cueros repujados, metales
preciosos, e incluso, y sobre todo, hierro, la cristiandad occidental es un
mundo de materias primas pobres. Apenas comienza a reemplazarse en los
edificios más importantes, y en primer lugar en las iglesias, la madera por la
piedra. Abades y obispos, constructores del siglo XI, se ven aplicar con
transposición de materiales el elogio que hacía Suetonio de Augusto por haber encontrado una Roma de ladrillo y haberla dejado de
mármol. Uno de los primeros laicos urbanos que osa hacerse construir una casa
de piedra es un natural de Arras hacia el año 1015. El abad de Saint-Vaast alzó a la población contra
el insolente y la casa fue quemada. Las ermitas
de piedra son sólo algo anteriores (la de Langeais,
alzada en 994, es una de las primeras) y su planta revela la Influencia de las
construcciones anteriores en madera. Esta sustitución, a decir verdad, no hace
más que comenzar, porque la cristiandad occidental permanece todavía durante
mucho
tiempo más ligada a la madera que a la piedra. Después de su
victoria en Hastings (1066), Guillermo el Conquistador hace construir con la
piedra extraída de los alrededores de Caen, que es transportada a costa del
tesoro real de Normandía a Inglaterra, la abadía votiva de Batzulle (Battle Abbey), pero en
cambio manda construir todavía en madera el castillo destinado a
defender el lugar, y es preciso esperar un siglo para
que Enrique II en 1171-1172 haga construir en piedra la torre de Hasting. Un mundo de madera en el cual es tan raro el
hierro que los herreros siguen estando aureolados por el prestigio mágico que
le otorgaban las sociedad germánicas: por eso los herreros de aldea ocupan
durante mucho tiempo en la sociedad campesina medieval un lugar privilegiado.
«Desde numerosos puntos de vista, escribe Bartolomé el Inglés hacia 1260, el
hierro es más útil para el hombre que el oro.»
Hasta tal
punto sigue siendo esencial la madera que el
arquitecto seguirá siendo
llamado maestro carpintero casi tantas veces como maestro
de obras y se le exigirá competencia en los dos dominios. En la cristiandad
septentrional, además, la falta de piedra en un mundo en donde los transportes
son difíciles impone durante mucho tiempo el uso de la madera incluso para las
construcciones de prestigio, como las iglesias, donde a
veces se sustituye la piedra
por el ladrillo. Se conoce
la larga vida de las iglesias en madera,stavkirken, enlos países escandinavos,
sobre todo en Noruega, y también que desde Brema hasta Riga, la arquitectura de
ladrillo, recibida de los Países Bajos, ha dado a la Hansa su más típico
aspecto monumental.
Tampoco hay
que olvidar que ni siquiera la madera se
ofrecía a los constructores de la
Edad Medía sin plantearles problemas. La búsqueda de la
madera era una empresa ardua en cada obra de carpintería importante: encontrar
los árboles idóneos, abatirlos y transportarlos, dependía a veces del milagro.
En un célebre texto, Sigerio, abad de Saint-Denis,
habla del que le proporcionó las vigas necesarias para la construcción de la
famosa basílica, a mediados del siglo XII. «Cuando en nuestro intento de
encontrar vigas pedíamos consejos a nuestros carpinteros y a los de París, nos
respondían que en su opinión no podríamos encontrarlas en la región, dada la
escasez de bosques, sino que tendríamos que obtenerla en la comarca de Auxerre. Todos, sin excepción, se expresaban en el mismo
sentido y mucho nos desanimaba tamaño inconveniente y la pérdida de tiempo que
parecía implicar. Pero una noche, al ir a acostarme después de maitines,
reflexioné y decidí adentrarme personalmente en nuestros bosques y atravesarlos
en todas direcciones, por ver de ahorrar tiempo y trabajo caso de encontrar en
ellos los deseados troncos. Con el alba de la mañana y abandonando todas
nuestras otras obligaciones nos dirigimos a buen paso, acompañados de nuestros
carpinteros y leñadores al bosque de Iveline.
Llegamos en esto, atravesando nuestras tierras al valle de Chevreuse, hicimos
llamar a sus guardas forestales y a otros
conocedores del bosque para que nos dijesen si podríamos encontrar
allí, no importaba con qué esfuerzo, troncos del grueso preciso. Sonrieron
sorprendidos y de buena gana hubieran hecho mofa de nosotros si a ello hubiesen
podido osar. ¿Acaso desconocíamos por completo que nada semejante podría
encontrarse en toda la región, tanto más cuanto que Milo, nuestro alcalde en
Chevreuse, que junto a otro había recibido en feudo de nosotros la mitad del
bosque, no hubiese dejado intacto uno solo
de semejantes árboles, con tal de dotar al castillo de
torres y empalizadas? No hicimos caso, sin embargo, de sus pláticas y confiando
con audacia en nuestra fe, comenzamos a recorrer el bosque hasta encontrar,
tras una hora, un tronco del tamaño adecuado. Pero hubo más. Transcurridas
nueve horas o quizá menos y para maravilla de todos y en especial de los del
lugar, entresacamos de entre los matorrales y los zarzales del bosque hasta
doce troncos, exactamente los que nos eran precisos. Transportados a la Santa
Basílica, la nueva construcción se vio enriquecida con ellos, para nuestro
júbilo y alabanza y gloria del Señor Jesús, que los había preservado del
pillaje y conservado para sí mismo y para los santos mártires.»
En efecto,
¿cuál era la realidad física de Occidente a mediados del siglo XI? Una especie
de negativo geográfico del mundo musulmán. Es éste un mundo de estepas y de
desiertos salpicados de oasis y de algunos islotes con arbolado, el más amplio
de los cuales es el Maghreb. Allá, un manto de
bosques agujereados por algunos calveros en donde se instalaban comunidades
aisladas (ciudades embrionarias difícilmente aprovisionadas por su pequeño
contorno de cultivos; aldeas, castillos, monasterios) mal relacionadas entre sí
a través de caminos mal conservados, de un trazado en muchos casos demasiado
vago, y expuestas a los ataques de bandidos de toda catadura, señoriales o
populares. Las relaciones entre ellas se realizan especialmente, cuando son
vadeables, a través de los cursos de agua que cortan con su recorrido el
alfombrado y cerrado bosque. Esta omnipresencia del bosque se plasma en la
literatura. Un jabalí, perseguido por Guillermo de Orange y sus compañeros, les
lleva desde Narbona a Tours «a través de la foresta». La ciudad está envuelta
por los bosques: «Cuando llega a la linde del bosque, ante la ciudad de Tours,
Guillermo ordena detenerse bajo el cobija de los árboles... La noche llega, las
grandes puertas de la ciudad se cierran. Cuando ha anochecido totalmente,
Guillermo deja a la entrada del bosque a cuatrocientos caballeros y lleva
consigo a doscientos... Llega al foso, grita al portero: «Abre la puerta, baja
el puente...»
Sin embargo, no siempre aparecía cubierta la tierra por el
bosque alto, por el arbolado. El bosque había retrocedido ante el monte bajo no
sólo a causa del clima y de la naturaleza del suelo que, especialmente al norte
de la cristiandad, había convertido los parajes en el dominio de la landa y los
pantanos, sino también por las talas incompletas y temporales que se venían
sucediendo desde el Neolítico. Ya se ha visto con qué dificultad logra Sigerio una arboleda accesible.
Pero incluso
en el umbral de esta época, que va a ser en el occidente cristiano un período de
roturaciones y de conquista de suelos vírgenes (aunque son en
primer lugar los llanos, los pantanos y los montes bajos, los que son
aprovechados) es preciso insistir en este predominio del bosque durante el
medioevo. Seguirá siendo el marco natural y psicológico de la cristiandad
medieval de occidente. Horizonte de peligros de donde salen las fieras salvajes
y los hombres-guerreros y bandidos, peores que animales, pero al mismo tiempo
mundo de refugio para los cazadores, los amantes, los ermitaños y los
oprimidos. Límite siempre opresor de la prosperidad agrícola, contra el que
luchan los difíciles progresos obtenidos en el cultivo, pero, al mismo tiempo,
mundo de riquezas al alcance de la mano: bellotas y follaje para la alimentación,
madera y carbón de leña, miel salvaje, caza. El cronista (Gallus Anonymus) que describe Polonia a principios del siglo
XII enseña cómo esta tierra, que es sólo, con un poco más de exageración, la
imagen física de la cristiandad occidental, se halla prisionera entre la
opresión y la beneficencia del bosque. «Este país, dice, a pesar de ser muy
boscoso, está bien provisto de oro y plata, de pan y carne, de pescado y de
miel...» Sin duda, el valor económico que representa para toda la cristiandad
el bosque es el del primitivismo de una economía en donde la recolección
desempeña todavía un gran papel. Además, gran número de las alegrías y los
terrores de los hombres de la Edad Media, de los siglos XI al XIV, provienen
del bosque y se dan en el bosque. ¡Cuántos se han perdido o se han encontrado
en él, como Berta la de los pies grandes o Tristán e Isolda!; ¡Qué de miedos y
qué de encantamientos han hecho vibrar en él a los hombres, en «el hermoso
bosque» de los Minnesánger y los Goliardos, la «selva
oscura» de Dante...!
La más
terrible impotencia de los hombres del siglo XI frente a la naturaleza no es ya
su dependencia con relación a un dominio forestal donde se van introduciendo
más que explotándolo, ya que su débil instrumental (su principal instrumento de
ataque es la azuela, más eficaz contra el monte bajo que contra las ramas
gruesas o los troncos) impone un freno. Sino que reside sobre todo en su
incapacidad para extraer del suelo una alimentación suficiente en cantidad y en
calidad.
La tierra
es, en efecto, la realidad esencial de la cristiandad
medieval. En una economía que es ante todo una «economía
de subsistencia», dominada por la simple satisfacción de las
necesidades alimenticias, la tierra es el fundamento y casi el
todo de la economía. El verbo latino que expresa el trabajo: laborare, a partir
de la época carolingia significa esencialmente trabajar la tierra, remover la
tierra. Fundamento de la vida económica, la tierra es la base de la riqueza,
del poder, de la posición social. La clase dominante, que es una aristocracia
militar, es al mismo tiempo la clase de los grandes propietarios de la tierra.
La entrada en esta clase se hace recibiendo por herencia, o por otorgación de
un superior, un regalo, un beneficium, un feudo.
Esencialmente, un trozo de tierra.
Ahora bien,
aquella tierra era ingrata. La debilidad de las herramientas impedía cavarla,
removerla, quebrantarla con la suficiente fuerza y la necesaria profundidad
para hacerla más fértil. El instrumento
más primitivo, el antiguo arado de madera
simétrico, sin rueda, que apenas removía la tierra, aún se utilizaba
ampliamente incluso fuera de la zona mediterránea, en
la cual se había adaptado al relieve y a los suelos
ligeros. El uso de otro tipo de arado más moderno que
se extiende sobre todo al norte de la zona mediterránea, seguía
siendo embrionario y la debilidad de la tracción por bueyes,
que era aún general, no le permitía mostrar toda su eficacia. Es preciso añadir
la insuficiencia de los abonos, lo que hacía necesario emplear todo tipo de
recursos: como las rentas de estiércol exigidas por los señores, ya fuera bajo
la forma de «pote de excrementos» o bajo la modalidad de obligación por parte
de ¡os campesinos de hacer acampar a sus rebaños durante un determinado número
de días en las tierras señoriales para que dejaran en ellas sus excrementos; o
el recurrir a las cenizas de las malezas, a las hojas podridas o a los
rastrojos de los cereales, razón por la cual el campesino segaba con su hoz los
tallos a media altura o un poco más cerca de la espiga. Todo esto explica la
extrema debilidad de los rendimientos. En uno de los raros casos en que ha
podido calcularse este rendimiento antes del siglo XII, para el trigo cultivado
(en los dominios borgoñones de Cluny en 1155-1156) las cifras oscilan entre 2 y
4 veces lo sembrado y la media parece, antes de 1200, situarse alrededor de
3,10 o un poco por debajo de tres (entre 1750 y 1820 Europa noroccidental
alcanzará un índice de rendimiento del 10,6).
Además, las
tierras sólo llegaban a producir esos resultados si se las dejaba tiempo para
reconstituirse, es decir, incluso en las superficies cultivadas, una gran parte
de las tierras permanecían en barbecho, en añojal. Lo más frecuente era que el
terreno arable se dividiera cada año en dos partes aproximadamente iguales, y
sólo una de ellas producía cosecha. Cada campo no daba más que una cosecha cada
dos años: la rotación bienal del cultivo era, a
mediados del siglo XI, la regla general en Occidente.
Incluso, a
veces, muchas tierras no podían mantener ese ritmo de producción y debían
abandonarse al cabo de algunos años: Como compensación, otras tierras se
ganaban para el cultivo mediante la roza o quema de bosques. Por tanto la
agricultura era devoradora de espacio, extensiva y semi-nómada.
Se comprende
que, en estas condiciones, toda inclemencia climatológica fuese catastrófica.
Un mal año, debido a sucesivas lluvias, helada, sequías, enfermedades de las
plantas o plagas de insectos, ocasionaba el que las cosechas bajaran por debajo
del mínimo necesario para la subsistencia. El hambre amenazaba sin cesar al
hombre del siglo XI. Hambres que muy a menudo eran generales en toda la
cristiandad. Cuando quedaban localizadas en una región, las poblaciones
afectadas encontraban difícilmente remedio para ellas, dado que la debilidad de
los rendimientos impedía la constitución de stocks importantes y que la
importación de reservas de una región preservada se resentía de esta misma
debilidad de excedente. Además del egoísmo y del espíritu particularista, otra
deficiencia técnica agravaba el problema: la insuficiencia y la dificultad de
los transportes. 1005-1006, 1043-1045, 1090-1095 son años (la repetición de
malas cosechas durante dos o tres años resultaban catastróficas) de hambre
general, o casi general. Pero entre estos cataclismos comunes no pasa un año
sin que un cronista señale aquí o allá la desolación local o regional provocada
por el hambre.
Si se
abandona el campo de la economía rural, sólo se encuentra una actividad
económica superficial que versa sobre cantidades pequeñas, de poco valor, y que
sólo interesa a un número restringido de individuos.
La economía
doméstica o señorial satisfacía las necesidades esenciales, además de la
alimentación: el propio campesino, las mujeres, más raramente un artesano especializado,
como el herrero de la aldea, construían las casas, confeccionaban los vestidos,
el equipo doméstico y las herramientas rudimentarias, donde lo esencial es de
madera, de tierra o de cuero.
Las ciudades
que tienen pocos habitantes cuentan también con pocos artesanos y los
mercaderes son poco numerosos y sólo comercian productos de primera necesidad,
como el hierro, u objetos de lujo; tejidos preciosos, orfebrerías, marfiles,
especias. Todo esto requiere poca moneda. La cristiandad no acuña ya piezas de
oro. Es hasta tal punto débil la parte que ocupa la moneda, que la economía
puede ser calificada de «natural».
A este
primitivo estado de la economía corresponde una organización social retrógrada,
que paraliza el despliegue económico en tanto que ella misma está condicionada
por el primitivismo de las condiciones tecnológicas y económicas.
Los clérigos
describen esta sociedad, cada vez más a partir del año mil, según un modelo
nuevo: la sociedad tripartita.
«La casa de Dios», escribe hacia 1016 el
obispo Adalberón de Laón que se dirige al rey
Roberto el Piadoso, «está dividida en tres: unos ruegan, los otros combaten, y
por último los demás trabajan». El esquema, fácil de recoger bajo su forma
latina (oratores, bellatores, laboratores), distingue por tanto al clero, a los
caballeros y a los campesinos. Imagen simplificada, sin duda, pero que
corresponde sin embargo, grosso modo, a la estructura de la sociedad. El clero,
en donde se distinguían dos categorías en la época carolingia: clérigos y monjes,
tiene cada vez más conciencia de su unidad frente a los laicos.
La
aristocracia laica está a punto de organizarse en una clase estructurada en el
interior de la jerarquía feudal de los señores y los vasallos, y el carácter
militar de esta aristocracia se revela en la terminología: la palabra miles
(guerrero, caballero) «conoce un éxito particular en el siglo XI». Por último,
la masa de los trabajadores, que es una masa campesina, conoce a su vez una
unificación impulsada por condiciones jurídicas y sociales: siervos y hombres
libres tienden a confundirse en su situación concreta en el grupo de
dependientes de un señorío, y se comienzan a llamar indistintamente villanos o
rústicos.
Teóricamente,
estas tres clases son solidarias, se proporcionan una ayuda mutua y forman un
todo armonioso. «Estas tres partes que coexisten», escribe Adalberón de Laón, «no sufren por estar desunidas; los
servicios prestados por una de ellas son la condición
para el trabajo de las otras dos; cada una se encarga a su vez de ayudar al
conjunto. De este modo, este triple ensamblaje no deja de ser uno...»
Punto de
vista ideal e idealista que la realidad desmiente y Adalberón es el primero en
reconocerlo: «La otra clase (de laicos) es la de los siervos: esa desgraciada
casta no posee nada si no es al precio de su trabajo. ¿Quién podría, con el abaco en la mano, contar las fatigas que pasan los siervos,
sus largas caminatas, sus duros trabajos? Dinero, vestimenta, alimento, los
siervos proporcionan todo a todo el mundo; ni un solo hombre libre podría
subsistir sin los siervos. ¿Hay un trabajo que realizar? ¿Quiere alguien
meterse en gastos? Vemos a reyes y prelados hacerse los siervos de sus siervos,
el dueño es nutrido por, el siervo, él, que pretende alimentarle. Y el siervo no
ve fin a sus lágrimas y a sus suspiros.»
Más allá de
estas efusiones sentimentales y moralistas, hay que observar que la estructura
social, si por una parte ofende a la justicia, opone a la vez al progreso
lamentables obstáculos.
La
aristocracia, y esto es válido tanto para la aristocracia eclesiástica como
para la laica, monopoliza la tierra y la producción. Es indudable que queda un
determinado número de tierras sin señor,
los alodios. Pero los detentadores de un alodio
dependen económica y socialmente de los poderosos que controlan la vida
económica y la vida social, ya que estos poderosos explotan a los que les están
sometidos de una forma estéril y esterilizante. Los dominios son divididos,
regularmente, en dos porciones, una explotada directamente por el señor,
sobre todo
con la ayuda de la mano de obra servil que
le debe prestaciones en trabajo, prestación personal (corvée),
y la otra bajo la forma de arrendamientos a los campesinos, siervos o libres,
que deben, a cambio de la protección del señor y de esta concesión de tierra,
prestaciones: algunos en trabajo y todos en especie o en dinero. Pero
ese impuesto señorial que constituye la renta feudal, apenas deja a la masa
campesina el mínimum vital. La gran mayoría de los villanos sólo disponen de una
posesión (tenure) correspondiente a lo necesario
para la subsistencia de una familia era en la época precedente el manso,
definido por Beda en el siglo VII como Terra unius familiae, y la constitución de un excedente les es
prácticamente imposible. Lo más grave es que a la imposibilidad de la clase
campesina de disponer de un excedente corresponde la dilapidación de éste por
la clase señorial que lo acopia.
De los
beneficios de su dominio, una vez apartada a un lado la simiente, los señores
apenas reinvierten nada, como hemos dicho. Consumen y despilfarran. En efecto,
el género de vida y la mentalidad se combinan para imponer a esta clase gastos
improductivos. Para mantener su rango deben unir el prestigio a la fuerza. El
lujo de la mansión, de los ropajes, de la alimentación, consume el beneficia de
la renta feudal. El desprecio por el trabajo y la ausencia de mentalidad
tecnológica hacen que consideren a las manifestaciones y a los productos de la
vida económica como presas. Al botín de la renta feudal añaden los impuestos
extraordinarios, sobre todo los del comercio que
puede pasar bajo su jurisdicción: tasas sobre los mercados y
las ferias, peajes e impuestos sobre las mercancías. Las dos tarifas del tonlieu (peaje) de Arras (comienzo del siglo XI y comienzo
del siglo XII) percibido por el abad de Saint-Vaast,
comprendían una tasa sobre las mercancías intercambiadas por el vendedor y el
comprador, un derecho de establecimiento por tener un
lugar en el mercado, un derecho de peso y
medida con empleo obligatorio de las pesas y medidas de la abadía y
un impuesto sobre el transporte. El pago se hacía en parte
en dinero y en parte en especie para aquellas mercancías que la abadía no
producía por sí misma: sal, hierro y objetos de hierro (guadañas, palas, cuchillos).
Hay que añadir las destrucciones que producían las ocupaciones «profesionales»
de la aristocracia: guerra y caza. Si se observa ese documento excepcional, que
sirve para finales del siglo XI, el bordado de Bayeux llamado «el tapiz de la reina Matilde», un relato en imágenes de la conquista
de Inglaterra por los normandos en 1066, se puede ver que el desembarco es
seguido de un gran banquete bendecido por el obispo y que la campaña es
inaugurada con el incendio de una casa. La guerra medieval es de hecho
sistemáticamente destructiva, porque se trata más de debilitar la potencia
económica y social del adversario (incendio y destrucción de las cosechas,
construcciones y aldeas) que de abatirle militarmente. «El coste económico de
la violencia» ha sido considerable en el occidente medieval.
La acción
paralizadora de la Iglesia en este campo, a pesar
de que en general se ejerce por medios no
violentos, no fue menos gravosa. Las cargas que ella impone
principalmente sobre los frutos de la tierra, sobre el ganado, y, también,
sobre todos los productos de la actividad económica, pesan sobre la producción
más que cualquier otra exacción. El desprecio que predica, aunque no siempre lo
pone en práctica ella misma, hacia las actividades terrestres, la «vita activa»
refuerza la mentalidad antieconómica. El lujo con que envuelve a Dios (riqueza
de los edificios, que exigen de un modo desproporcionado en relación con las
condiciones normales materiales de construcción, mano de obra, objetos
preciosos y lujos ceremoniales) realiza una punción severa sobre los mediocres
medios de la miserable cristiandad. Los grandes abades del siglo XI son
felicitados tradicionalmente por los cronistas y los hagiógrafos por el interés
que manifiestan en el opus aedificiale, en la obra de
construcción y ornamentación de las iglesias. Por ejemplo, el austero San Pedro
Damián, de quien Jotsoldo en su vida de San Odilón,
abad de Cluny, muerto en 1049, sitúa en primer lugar al hablar de sus méritos,
sus títulos de gloria y de piedad, su «glorioso celo para construir, adornar y
restaurar, al precio de adquisiciones hechas en todas partes, los edificios de
los santos lugares». Y tanto San Hugo, abad de Cluny de 1049 a 1109, como
Didier, abad de Montecassino de 1058 a 1087, ya eran famosos en su época por
ser los constructores de dos maravillas arquitectónicas. Pero este lujo suscitó
ya entonces reacciones : los herejes de Arrás en 1035 niegan que el culto
requiera edificios particulares, y en el mismo seno de la iglesia se dan casos
de rechazo, como el de San Bruno, que desde 1084 vigila para que el monasterio
de la Gran Cartuja sea lo más sobrio posible.
Para
arbitrar los conflictos de esta sociedad primitiva hubiera sido preciso un
estado fuerte. Peto el feudalismo había hecho desaparecer el estado y hacía
pasar, a través del juego de las inmunidades y las usurpaciones, lo esencial
del potencial público a manos de los señores. La Iglesia, que participa por sí
misma en la opresión de las masas, está además en poder de los laicos, es
decir, de la aristocracia feudal, que nombra abades, curas, obispos y les da la
investidura de sus funciones religiosas al mismo tiempo que la de sus feudos.
También el poder real e imperial es en parte cómplice y en parte impotente.
Cómplice, porque el emperador y las leyes son la cabeza de la jerarquía feudal.
Impotente, porque cuando quiere imponer su voluntad no posee ni los recursos
financieros ni los medios militares suficientes, lo esencial de los cuales
proviene de sus propias rentas señoriales y de la servidumbre feudal. En este
punto todavía hay una anécdota más significativa. Según el cronista Juan de
Worcester, el rey Enrique I de Inglaterra, estando en Normandía en 1130, tuvo
una pesadilla. Vio sucesivamente que le amenazaban las tres categorías de la
sociedad: primero los campesinos con sus herramientas, después los caballeros
con sus armas, y, por fin, los obispos y abades con las suyas. «Y he aquí lo
que atemoriza a un rey vestido de púrpura, cuya palabra, según dice Salomón,
debe aterrorizar como el rugido del león.»
Todo esto se
debe a que, en efecto, según las teorías de la época, que influyen
profundamente en las mentalidades, esta estructura social es sagrada, de
naturaleza divina. Las tres categorías son órdenes salidos de la voluntad
divina. Rebelarse contra ese orden social es rebelarse contra Dios.
Calamidades
y terrores
Acechada por
el hambre, la masa oprimida de los cristianos del siglo XI vive en la miseria
fisiológica, especialmente lastimosa en las capas inferiores de la sociedad.
Las hambres, la subalimentación crónica, favorecen ciertas enfermedades: la
tuberculosis, el cáncer y las enfermedades de la piel, que mantienen una
espantosa mortalidad infantil y propagan las epidemias. El ganado no está
exento de ellas y las epizootias acrecientan las crisis alimenticias y debilitan
la fuerza animal de trabajo, agravando así las necesidades económicas. Rodolfo
el Lampiño (Raúl Glaber) cuenta que durante la gran
hambre de 10321033 «cuando se comieron las bestias salvajes y los pájaros, los
hombres se pusieron, obligados por el hambre devoradora, a recoger para comer
todo tipo de carroñas y de cosas horribles de describir. Algunos, para escapar
de la muerte, recurrieron a las raíces de los bosques y a las hierbas. Un
hambre desesperada hizo que los hombres devoraran carne humana. Dos viajeros
fueron muertos por otros más robustos que ellos, sus miembros despedazados,
cocidos al fuego y devorados. Muchas gentes
que se trasladaban de un lugar a
otro para huir del hambre y encontraban en el camino
hospitalidad, fueron degolladas durante la noche y sirvieron de alimento a
aquellos que les habían acogido. Muchos, enseñando a los niños una fruta o un
huevo los atraían a lugares apartados, los asesinaban y los devoraban. Los
cuerpos de los muertos fueron arrancados de la tierra en muchos lugares y
sirvieron también para calmar el hambre. En la región del Macón muchas personas
extraían del suelo una tierra blanca que se parecía a la arcilla, la mezclaban
con lo que tenían de harina o de salvado y hacían con esta mezcla panes,
gracias a los cuales esperaban no morir de hambre; pero esta práctica no
aportaba más que la esperanza de salvación y un consuelo ilusorio. Sólo se
veían rostros pálidos y demacrados, muchos presentaban una piel salpicada de
inflamaciones; incluso la voz humana se hacía endeble, parecida a pequeños
gritos de pájaros expirando...»
La misma
letanía sobre la mortandad se puede encontrar en todos los cronistas de la
época. Desde 1066 a 1072 según Adán de Brema «el hambre reinó en Brema y podían
hallarse muchos pobres muertos en las plazas públicas». En 1083, en Sajonia «el
verano fue abrasador; muchos niños y viejos murieron de disentería». En 1094,
según la crónica de Cosme, «hubo una gran mortalidad, sobre todo en los países
germánicos. Los obispos que volvían de un sínodo en Maguncia pasando por Amberg, no pudieron entrar en la iglesia parroquial, que
sin embargo era amplia, para celebrar misa, porque todo el pavimento estaba
cubierto de cadáveres...»
El
cornezuelo del centeno, un parásito del centeno y de otros cereales, aparecido
en Occidente a fines del siglo X, continúa sus destrozos. Desencadena grandes
epidemias de la gangrena del cornezuelo, el «fuego sagrado» o «fuego de San
Antonio» que hizo grandes daños en 1042, 1076, 1089 y 1094. En 1089, escribe el
cronista Sigilberto de Gembloux,
«muchos se pudrían hechos pedazos, como quemados por un fuego sagrado que les
devoraba las entrañas; sus miembros enrojecidos poco a poco, ennegrecían como
carbones: morían de prisa y con atroces sufrimientos o continuaban sin pies ni manos
una existencia todavía más miserable; otros muchos se retorcían con
contorsiones nerviosas».
Estos shocks
físicos se prolongaban en perturbaciones de la sensibilidad y en traumas
mentales. Por tedas partes se multiplicaban los signos anunciadores de
calamidades.
En 1033,
según Rodolfo el Lampiño, «el tercer día del
calendario de julio, sexta feria, día veintiocho de
la luna, se produjo un eclipse de sol que duró desde
la sexta hora de ese día hasta la octava, y fue verdaderamente
terrible. El sol adquirió el color del zafiro y llevaba en su parte superior la
imagen de la luna en su primer cuarto. Los hombres, mirándose unos a otros, se
veían pálidos como muertos. Todas las cosas parecían bañadas de un vapor color
azafrán. Entonces, un estupor y un terror inmenso se adueñó del corazón de los
hombres. Este espectáculo, lo comprendían bien, presagiaba algún desastre
lamentable que iba a abatirse sobre el género humano...».
El invierno
de 1076-1077, según un cronista, fue tan riguroso en la Galia, en Germania y en Italia que «las poblaciones
de numerosas regiones temblaban con un miedo similar ante la posibilidad de que
volviera la época terrible en la que José fue vendido por sus hermanos, a los
que la privación y el hambre habían hecho huir a Egipto..».
Siglo de
grandes terrores colectivos, el siglo XI es aquel en el que el diabla ocupa su
lugar en la vida cotidiana de los cristianos de Occidente. «A las vicisitudes
de todo tipo», añade aún Rodolfo el Lampiño, «a las variadas catástrofes que
ensordecían, aplastaban, y embrutecían a casi todos los mortales de aquel
tiempo, se añadían los desmanes de los espíritus malignos...» Aparición del
diablo, que el mismo Rodolfo el Lampiño ha visto bajo la forma de un «hombre
diminuto, horrible a la vista... con cuello endeble, un rostro demacrado, ojos
muy negros, la frente rugosa y crispada, las narices puntiagudas, la boca
prominente, los labios abultados, la barbilla huidiza y muy estrecha, una barba
de chivo, las orejas velludas y afiladas, los cabellos erizados como una
maleza, dientes de perro, cráneo puntiagudo, el pecho hinchado, una joroba
sobre la espalda, las nalgas temblorosas…». Siglo XI, en el que el miedo
colectivo se alimenta con las escenas apocalípticas que multiplica el arte
románico naciente.
En este
estado donde todo parece que se acaba, para volver a usar la expresión de
Rodolfo el Lampiño, los hombres sólo encuentran refugio y esperanza en lo
sobrenatural. La sed de milagros se multiplica, la búsqueda de reliquias se
intensifica, y la arquitectura románica ofrece a la devoción de los fieles
todas las facilidades para esa piedad, ávida de ver y de tocar: numerosos
altares, capillas y deambulatorios.
La floración
intelectual de la época carolingia, ambiciosa a pesar de sus límites, de la que Gerberto ha sido el último gran testigo, se borra
ante una literatura más inmediatamente utilizable frente a los peligros: obras
litúrgicas y devotas, crónicas llenas de supersticiones. Ante tantos peligros
evidentes y ante signos tan claros, dedicarse a las ciencias profanas sería
locura. El desprecio del mundo, el contemptus mundi se da en un Gerardo de Czanad (muerto en 1046), un Otloh de Saint-Emmeran (1010-1070), y sobre todo en San Pedro Damián
(1007-1072): «Platón escudriña los secretos de la misteriosa naturaleza, fija
los límites de las órbitas de los planetas y calcula el curso de los astros: lo
rechazo con desdén. Pitágoras divide en latitudes la esfera terrestre: hago
poco caso de ello; ...Euclides se entrega a los problemas complicados de sus figuras
geométricas: yo lo aparto del mismo modo; en cuanto a todos los retóricos con
sus silogismos y sus cavilaciones sofísticas, los descalifico como indignos...»
La ciencia monástica se repliega a posiciones místicas. La ciencia urbana
balbucea: a pesar de Fulberto (muerto en 1028), la
escuela episcopal de Chartres no brilla todavía. Incluso en la Italia
septentrional, donde en Pavía y en Milán se encuentra sin duda el medio escolar
más vivo (Adhémar de Chabannes declara hiperbólicamente: «In Longobardia est fons sapientiae»
(la fuente de la sabiduría está en Lombardía), la actividad intelectual es muy
débil: de su principal representante a mediados del siglo XI, Anselmo de
Bésate, llamado el Peripatético, autor de una Rhetorimachia,
se ha podido decir que justificaba abundantemente la acusación de puerilidad
que recaía sobre él y sus colegas.
La
cristiandad occidental revela a mediados del siglo XI debilidades estructurales
en todos los campos, desventajas fundamentales considerables: una técnica y una
economía atrasadas, una sociedad dominada por una minoría de explotadores y
dilapidadores, la fragilidad de los cuerpos, la inestabilidad de una
sensibilidad tosca, primitivismo del instrumental lógico, el imperio de una
ideología que predica el desprecio del mundo y de las ciencias profanas. E
indudablemente todos estos rasgos se seguirán dando a lo largo de todo el
período que abordamos y que, sin embargo, es el de un despertar, un auge, un
progreso.
Los triunfos
de Occidente
A partir de
1050-1060 se pueden descubrir los primeros signos de ese desarrollo y captar
sus resortes. La cristiandad medieval, al lado de sus debilidades y sus
desventajas, dispone de estimulantes y triunfos. Los analizaremos y los veremos
actuar en la primera parte de este libro. Es preciso señalarlos a partir de
ahora. Lo más espectacular es el aumento demográfico. Por múltiples índices se
ve que la población de Occidente crece sin cesar a mediados del siglo XI. La
duración de esta tendencia prueba que la vitalidad demográfica era capaz de
superar los estragos de una mortandad estructural y coyuntural (la fragilidad
física endémica y las hecatombes de las hambres y las epidemias), y el hecho
más importante y más favorable es que el crecimiento económico supera a este
crecimiento demográfico. La productividad de la población fue superior a su
consumo.
La base de
este auge occidental fue, en efecto, un conjunto de progresos agrícolas a los
que, no sin alguna exageración, se ha dado el nombre de «revolución agrícola».
Los progresos en las herramientas (arado con ruedas, utensilios de hierro) y
los métodos de cultivo (rotación trienal), a la vez que el acrecentamiento de
las superficies cultivadas (desmontes) y el aumento de la fuerza de trabajo
animal (el buey es reemplazado por el caballo; nuevo sistema de enganche), han
supuesto un aumento de los rendimientos, una mejora en la cantidad y en la
calidad de los regímenes alimenticios.
El
desarrollo artesanal, y en algunos sectores puede decirse que incluso
industrial, duplica el progreso agrícola. Desde el siglo XI es sorprendente en
un dominio: el de la construcción. La construcción del «blanco manto de
iglesias» de que habla Rodolfo el Lampiño lleva consigo el desarrollo de técnicas
de extracción y de transporte, el perfeccionamiento de las herramientas, la
movilización de grandes masas de mano de obra, la búsqueda de medios más
potentes de financiación, la incitación al espíritu de aventura y de
perfeccionamiento de los descubrimientos, y, por último, la movilización en
determinadas obras de gran tamaño (iglesias y
castillos) de un conjunto de medios técnicos, económicos,
humanos e intelectuales excepcional.
Sin embargo,
los centros de atracción esenciales y los principales motores de la expansión
se hallan quizá en otra parte. Los excedentes demográficos y económicos
impulsan la formación y el crecimiento de centros de consumo: las ciudades.
Indudablemente, el progreso agrícola es el que permite y alimenta el auge
urbano. Pero en cambio éste crea obras donde se desarrollan experiencias
técnicas, sociales, artísticas o intelectuales decisivas. La división del
trabajo que se realiza en ellas lleva consigo la diversificación de los grupos
sociales y da un impulso nuevo a la lucha de clases que hace progresar la
cristiandad occidental. La aparición de excedentes agrícolas y el desarrollo de
centros de consumidores, aumentan la participación de la moneda en la economía.
Este progreso de la economía monetaria trastorna a su vez todas las estructuras
económicas y sociales, y va a ser el motor de la evolución de la renta feudal.
Después de una larga fase de desarrollo y de adaptación del mundo feudal a
estas condiciones nuevas, estallará una crisis al final del siglo XIII y en el
XIV, de la que saldrá el mundo moderno precapitalista. La historia de las
transformaciones de la sociedad de la cristiandad medieval, entre este
despertar y esta crisis, es el tema de este libro.
A
partir de 1060 aparece ya el nuevo
Occidente, por lo menos en dos zonas de la cristiandad: al noroeste
de la baja Lotaringia y en Flandes, donde se pueden
resaltar dos de sus manifestaciones espectaculares, el éxito inicial del
movimiento social y político urbano con la caída de las franquicias de Huy
(1066) y las primeras obras maestras del arte del Mosa. Hay que señalar además
que esta floración afecta del mismo modo a los centros monásticos tradicionales
que a los focos urbanos en expansión. Al lado de la escuela episcopal de Lieja,
cuyo gran hombre es el obispo Wazo (f 1048), los
talleres de Huy y de Dinant, las abadías, en muchos
casos además urbanas, de Lobbes, de Waulsort, Stavelot, Saint-Hubert, Gembloux, Saint-Trond,
Saint-Jacques y Saint-Laurent de Lieja y, algo más lejos, Saint-Vanne de Verdún y Gorze, se hallan
en el más alto grado de irradiación. Es preciso señalar que sería estéril y
falso oponer demasiado radicalmente los aspectos de civilización que, a pesar
de pertenecer unos a la tradición del pasado y los otros al porvenir, por no
decir a lo nuevo, han sido captados en el mismo impulso y son dos caras de un
mismo rostro, el de esta cristiandad bifronte de la Edad Media.
Podemos
situar otro foco al sur de la cristiandad, en Italia septentrional, donde las
revueltas de Milán entre 1045 y 1059 (la de los burgueses y la de los patarinos) revelan, a través del replanteamiento de las
estructuras políticas y de las prácticas religiosas, la eclosión de una
economía, de una sociedad y de una mentalidad nuevas. En las costas italianas,
los primeros triunfos de Venecia, Génova, Pisa y Amalfi, completan esta
impresión, destacando la parte que el gran comercio empieza a desempeñar en las
transformaciones de Occidente.
El
sincronismo de estos dos fenómenos, al norte y al sur, significa también que
las llanuras septentrionales, teatro principal del auge demográfico y del
progreso agrícola, van a desempeñar un papel de primer plano en la cristiandad
y a acentuar el desplazamiento hacia el norte de los centros motores de
Occidente; pero el mundo mediterráneo se halla lejos de haber perdido su
importancia.
Por último,
podemos decir que en toda la cristiandad, desde Asturias a Escandinavia, a la
Gran Polonia y a Hungría, el ímpetu ascendente de Occidente deja un signo de su
fuerza creadora: el arte románico.
Aspectos y estructuras
económicas
La expansión
de Occidente se afirma en todos los frentes en la segunda mitad del siglo XI y
en el siglo XII, y a veces parece difícil distinguir en las formas que adquiere
lo que es causa de lo que es consecuencia. Pero es preciso intentar captar su
estructura.
Su aspecto
más sorprendente es el impulso demográfico. Ante la ausencia de documentos
directos y de datos numéricos es preciso captarlo mediante índices que son su
signo indirecto e intentar evaluarlo con amplias aproximaciones.
El signo más
aparente es la extensión de las superficies cultivadas. El siglo y medio que
transcurre entre 1060 y 1200 es el período de las grandes roturaciones
medievales. En este punto los documentos son innumerables. Las cartas de
población son las que definen las condiciones de establecimiento y de
revalorización de los terrenos concedidas por los señores a los roturadores,
llamados en general, en los documentos latinos, hospites o coloni, botes o colonos. También es significativa
la toponimia de las aglomeraciones que datan de este período: essarts, artigues, plarts y mesnils en francés; topónimos alemanes en -rodé, -rade, -ingerode; -rotb, -reuth y -rieth en Alemania del sur; -holz,
-wald, -forst, -bausen, -bain, -hagen, -brucb, -brand, -scbeid, -scblag (a pesar de que para esta última decena de sufijos
la cronología no sea todavía muy segura), lo mismo que ocurre con los topónimos
ingleses en -ham o los daneses en -rup). También es revelador el testimonio de los catastros que
resalta los planos de las aldeas y los territorios que han de roturarse en
damero o en «espina de pescado» o herring bone (Haufendorfer o Waldbaufendorfer alemanes). Y también los diezmos
naturales establecidos por el clero sobre esos terrenos que eran ganados para
el cultivo: (novalia, impuestos sobre los «rastrojos»
o Gewannfluren). Por ejemplo, en el año 1060 el
rey de Francia Felipe I confirma la donación de un bosque en Normandía hecha
por un laico a los monjes de Marmoutier, que, además
del diezmo de la miel y los productos de la recolección, les concede el diezmo novale sobre toda cosecha que provenga de las roturaciones
en los bosques. A comienzos del siglo XIII el preboste de la catedral de Mantua
declara que, en menos de un siglo, las tierras de un gran dominio de la Iglesia
han sido roturadas y trabajadas, y convertidas del estado de bosque en que se
encontraban en tierras buenas para el pan.
Esas
ganancias en el cultivo se hacen a expensas de muy diversos terrenos. Se piensa
especialmente en el bosque. Pero si el retroceso del bosque es real, hay que
recordar que está bien protegido por los derechos y los intereses de los
individuos y las comunidades: lugar de caza, de recolección, de pasto para los
ganados, el bosque es en muchos casos tan valioso como la tierra arable y la
resistencia que opone a la debilidad de las herramientas empleadas refuerza su
poder de defensa. La zona exterior de los antiguos terrenos, sometida ya a
rozas temporales, pero menos defendida por simples tallos o malezas (el outfield inglés, la terre gaste provenzal), es la que ofrece el terreno más
favorable para estos ataques de los roturadores y sus avances, que cortan en
avanzadas estrechas el límite forestal en vez de hacerle retroceder en un
amplio frente. De ello resultan esos márgenes mixtos del paisaje medieval tan
bien descritos por Wolfram von Eschenbach en Parzival:
«poco a poco el bosque aparece todo mezclado; aquí una avanzadilla de árboles,
allá un campo, pero tan estrecho que apenas se puede levantar en él una tienda.
Después, mirando ante sí, percibe un terreno cultivado...» Los campos ganados
para la agricultura o la ganadería son también las
tierras menos fértiles, tierras «frías», bad lands. Son los pantanos y las franjas litorales que
gracias a la construcción de diques y al drenaje mediante canales transforman
las llanuras de las orillas del mar del Norte en pólders.
Flandes, Holanda, Frisia y la antigua Anglia oriental
ven en el siglo XJ y XII establecerse «ciudades de dique» (dyke villages, terpen frisonas).
En 1106 una
famosa carta concedida por el arzobispo Federico de Hamburgo otorga a los
holandeses terreno para desecar cerca de Bremen. Un acta del siglo XIII de la
abadía de Bourburgo, en el Flandes marítimo, recuerda
la donación hecha al abad por el conde de Flandes Roberto II, entre 1093 y
1111, del shorre en holandés, tierra ganada
recientemente al mar) y de todo lo que añadiera conquistándoselo al mar. Igual
de impresionantes son los trabajos que en la misma época desecan y drenan la
llanura del Po y los valles bajos de sus afluentes, al mismo tiempo que ,
gracias a la roturación, se ganan las vertientes septentrionales de los
Apeninos: entre 1077 y 1091 el marqués Bonifacio de Canossa divide su
territorio en 233 mansos(parcelas que concede a familias campesinas a cambio de
que las roturen y las pongan en cultivo).
Toda una
serie de cálculos y deducciones fundados sobre índices indirectos, entre los
cuales el más espectacular es el de la extensión de los cultivos, han servido
para evaluar el aumento de la población europea como sigue: 46 millones hacia
1050, 48 hacia 1100, 50 hacia 1150, 61 hacia 1200 (y la cifra aumentará hasta
73 millones hacia 1300).
Las
consecuencias cuantitativas de este impulso demográfico son claras: la
cristiandad aumenta aproximadamente en un tercio el número de bocas que hay que
alimentar, cuerpos que hay que vestir, familias que hay que alojar y almas que
es preciso salvar. Necesita por tanto aumentar la producción agrícola, la
fabricación de objetos de primera necesidad, en primer lugar los vestidos y la
construcción de viviendas, y, antes que ninguna, aquellas en donde se realiza
esencialmente la salvación de las almas: las iglesias. Las necesidades
fundamentales de la cristiandad de los siglos XI y XII, las urgencias que debe
satisfacer primeramente son el desarrollo agrícola, el progreso textil y el
auge de la construcción.
La
revolución agrícola
El
desarrollo agrícola que indudablemente se produce desde el período carolingio,
por lo menos en determinadas regiones de Europa (concretamente al noroeste),
probablemente es más una causa que un efecto del crecí miento demográfico. Este
progreso de la producción agrícola no sólo se manifiesta en la extensión, ya
que al aumento de las superficies cultivadas se añade un progreso cuantitativo
y cualitativo en los rendimientos, la diversificación de los productos y de los
tipos de cultivo y el enriquecimiento de los regímenes alimenticios. Lo que se
llama la «revolución agrícola» se expresa tanto en un conjunto de progresos
técnicos como en la ampliación del espacio productivo.
El primero
de esos perfeccionamientos técnicos es la difusión del arado asimétrico con
ruedas y vertedera. Este tipo de arado remueve más profundamente la tierra, la
ablanda más, trabaja las tierras pesadas o duras que el arado tradicional no
podía penetrar o sólo podía aflorar; asegura una mejor nutrición a la semilla
y, por tanto, un rendimiento superior.
Su acción,
además, resulta más eficaz debido a la mejora en la tracción animal. La
difusión del «sistema moderno de enganche», que reemplaza al antiguo sistema
que se aplicaba al pecho del animal y le comprimía, le ahogaba y disminuía su
potencia (el collarón para los caballos y el yugo
frontal para los bueyes) permite una mayor eficacia del esfuerzo: la tracción
de un peso cuatro o cinco veces mayor. El método de herraje, al mismo tiempo,
da más firmeza a la marcha del animal. De este modo el caballo, al que el
antiguo sistema de tiro apartaba del trabajo en los campos porque no lo
soportaba como el buey, puede si no sustituirle, por lo menos reemplazarle
sobre un número cada vez mayor de tierras. Porque el caballo, más rápido que el
buey, tiene un rendimiento superior. Experiencias modernas han probado que un
caballo que realiza el mismo trabajo que un buey lo hace a una velocidad que
aumenta su productividad en un 50 por 100. Además el caballo, más resistente,
puede trabajar una o dos horas más por día. Este aumento en la rapidez del
trabajo no sólo representa un progreso cuantitativo. Permite además aprovechar
mejor las circunstancias atmosféricas favorables para labrar y plantar. Y por
último, el caballo permitió al campesino habitar más lejos de sus campos y, en
determinadas regiones, favoreció la construcción de grandes burgos en vez de
pequeñas aldeas o caseríos dispersos, con lo que una parte del campesinado pudo
acceder a un género de vida semi-urbano, con las
ventajas sociales que esto lleva consigo.
Al mismo
tiempo, la potencia de los animales de tiro, acrecentada
aún más por la difusión del enganche en fila, permitió
aumentar la capacidad de los transportes. A partir de la
primera mitad del siglo XII
la gran carreta (longa carretta) con
cuatro ruedas se difundió junto a la tradicional carretilla de dos ruedas. El
nuevo sistema de enganche y el empleo del caballo desempeñaron un papel capital
en la construcción de las grandes iglesias que necesitaban el transporte de
grandes piedras y grandes maderos. Los escultores, en la cima de las torres de
la catedral de Laon, han magnificado en la piedra el
esfuerzo de los bueyes de tracción que, gracias al progreso de los sistemas de
enganche y acarreo, pudieron asegurar la edificación de las catedrales.
A todo esto
hay que añadir el progreso decisivo que supuso para las herramientas el empleo
del hierro, cada vez en mayor medida a partir del siglo XI. De todas formas es
indudable que el hierro todavía no se utilizó más que para la construcción de
algunos instrumentos (los mangos, por ejemplo, siguieron siendo de madera).
Pero lo esencial para el aumento de la potencia del instrumental medieval fue
que las partes cortantes o contundentes de las herramientas, comenzando por las
rejas del arado, pudieran utilizarse en mayor cantidad. Si se añaden además
instrumentos del tipo del rastrillo, que puede verse por vez primera en el
tapiz de Bayeux de finales del siglo XI, en cuya
tracción se empleó preferentemente al caballo, se observa hasta qué punto la
tierra, mejor trabajada, pudo llegar a ser más generosa. En 1100, por ejemplo,
se habla de un ferrarius qui vendit ferrum in foro, un mercader de hierro en el mercado
de Bourges. Pero a mediados del siglo XII es cuando
parece generalizarse la explotación y el empleo del hierro. Una serie de actas
de los condados de Champaña autorizan en aquel momento a las abadías a tomar
mineral o a poseer una forja (La Créte en 1156, Claraval en 1157, Boulancourt e Igny en 1158, Auberive en 1160 y
otra vez Claraval y Congay en 1168). Un ejemplo, aunque ciertamente es ajeno al campo agrícola, manifiesta
el desarrollo del empleo del hierro a mediados del siglo XII: desde 1039, una
serie de curiosos contratos de préstamos venecianos muestra que los patrones de
los navíos alquilaban en el momento de partir un ancla de hierro a un precio
muy elevado y la devolvían al regresar. El último de estos contratos data de
1161. En este momento todo navío debía poseer su ancla.
Diversos
testimonios del siglo XIII atestiguan que los progresos técnicos que hemos
enumerado estaban ya ampliamente extendidos. El uso del arado con ruedas se
había generalizado hasta el punto de que Joinville en la Cruzada se extraña al
ver a los campesinos egipcios arar con «un arado sin ruedas». Las grandes
carretas de cuatro ruedas se utilizaban con bastante frecuencia, tanto que la
frase «ser la quinta rueda de la carreta» designa proverbialmente a una persona
sin importancia. Los caballos de trabajo no aparecen en el Domesday Book (1086) y las alusiones a la extracción o al trabajo del hierro son
rarísimas. Pero a mediados del siglo XII, en Inglaterra, por lo menos en el
centro y en el este, aparecen los caballos asociados a los bueyes y una serie
de abadías inglesas se benefician de los mismos privilegios concernientes a la
metalurgia que las abadías de Champaña o Borgoña citadas más arriba.
Hay además
otro progreso que afecta también profundamente a la agricultura en este período:
el desarrollo de la rotación de cultivos trienal.
Como
faltaban abonos suficientes para que la tierra cultivada se pudiera
reconstituir con rapidez, las superficies puestas en cultivo debían dejarse en
reposo durante un cierto tiempo. Incluso en los territorios roturados había
siempre una porción
que se dejaba sin cultivar: en barbecho.
De ello resultaba una rotación de cultivos que,
tradicionalmente, dejaba reposar durante un año cerca de la mitad del suelo;
después se sembraba por un año la mitad que había permanecido en barbecho: era
la sucesión de cultivos bienal. Ello suponía el desperdicio de un 50 por 100,
aproximadamente, de la producción que podía extraerse de la superficie
cultivada. La sustitución de este sistema por el trienal tenía evidentes
ventajas. En primer lugar, la superficie cultivada se dividía en tres porciones
o suelos sensiblemente iguales, y sólo una de ellas se dejaba anualmente en
barbecho, con lo que la producción pasaba de la mitad a los dos tercios y
había, por tanto, una ganancia cuantitativa de un sexto de la cosecha con
relación al conjunto de la superficie cultivada y de un tercio con relación a
la cosecha obtenida mediante el método de sucesión de cultivos bienal. Pero el
progreso era también cualitativo. Los cultivos que se hacían sobre los suelos
sembrados eran distintos. Unos se sembraban en otoño y daban cereales de
invierno (trigo, centeno), otros se sembraban en primavera con avena, cebada o
leguminosas (guisantes, judías, lentejas y, poco después, repollos) y el tercer
suelo permanecía en barbecho. Al año siguiente el primer suelo recibía plantas
de verano, el segundo quedaba en barbecho y el tercero se sembraba con cereales
de invierno. De este modo había una diversificación factible de los cultivos
alimenticios que proporcionaba una triple ventaja: alimentar al ganado al mismo
tiempo que a los hombres (desarrollo del cultivo de la avena), luchar
eventualmente contra el hambre al tener la posibilidad de compensar una mala
cosecha de primavera por una mejor cosecha en otoño (o inversamente, según las
condiciones meteorológicas) y variar los regímenes alimenticios e introducir en
la alimentación principios energéticos, concretamente las proteínas, muy
abundantes en las legumbres que se sembraban en primavera. La pareja
cereales-legumbres llegó a ser tan normal que el cronista Oderico Vital al hablar de la sequía que afecta en 1094 a Normandía y Francia dice que
destruye mieses y legumbres. El folklore recoge el testimonio de estas
nuevas costumbres rurales que se convirtieron en uno de los símbolos de la vida
campesina.
Una antigua canción inglesa dice:
Do you, do I, does anyone know,
How oats, peas, beans and barley grow?
Sin duda
alguna por entonces es cuando se adquirió la costumbre en algunas regiones de
meter en el roscón de reyes, en la Epifanía, el haba (faba), símbolo de la
fecundidad.
El aumento
de rendimiento obtenido por la difusión de la alternancia de cultivos trienal
permitía, al mismo tiempo, reducir la porción de tierra empleada en cultivar
grano en beneficio de determinados cultivos especializados: principalmente
plantas tintóreas (la rubia y el glasto) y, sobre todo, viñedos. En el caso del
marqués Bonifacio de Canossa, citado más arriba, los contratos de arrendamiento
de los mansionarii favorecían sobre todo la
plantación de viñas. En Francia se desarrollaron a partir del siglo XI los
contratos de plantío gracias a los cuales los cultivadores obtenían del propietario
de las tierras no cultivadas, o incluso, aunque más raramente, del propietario
de tierras arables, la autorización para plantar viñas en las condiciones
siguientes: «Un cultivador iba a buscar al propietario de una tierra sin
cultivar, y a veces de una tierra arable o de una viña decrépita, y le rogaba
que se la cediese, comprometiéndose a plantar en ella cepas. El propietario,
cuyos intereses se beneficiaban con esta petición, le dejaba como dueño
absoluto del terrena durante cinco años, el tiempo que se consideraba necesario
para la realización de diversas operaciones (desfondamiento, labranza, abono,
plantación, injertos, labores diversas) largas, costosas y delicadas, sin las
que no puede crearse un viñedo y ponerlo en pleno rendimiento. Cuando expiraba
este plazo, la viña se dividía en dos partes iguales, una de las cuales pasaba
en completa propiedad al autor de la concesión y la otra permanecía en manos
del concesionario, según condiciones jurídicas variables que iban, en los
distintos casos, tiempos y países, desde
la plena propiedad al simple disfrute vitalicio
de las mejoras, pero, salvo raras excepciones, con la carga de una renta anual
que a veces se pagaba en dinero, pero que generalmente consistía en una parte
proporcional de la cosecha». En el nombre de algunos lugares o de algunas
fincas se encuentran los topónimos les plantes, el plantay o el plantey, el plantier y
los plantieurs que recuerdan los territorios
sembrados con viñedos gradas a los contratos de plantío, o el quart (el cuarto) que conserva el recuerdo de la cantidad
de renta que se debía pagar al propietario. La finca llamada Quart de Chaumes (Anjou, valle del Layon)
ha conservado el recuerdo no sólo de la renta sino también de las tierras en
baldío medievales sobre las que se establead la viña.
Pero no hay
que olvidar que la difusión y la cronología de estos progresos agrícolas unidos
al desarrollo demográfico han variado de un lugar a otro de la cristiandad. Las
condiciones geográficas, demográficas, sociales, y las tradiciones agrarias
explican esta diversidad. Por eso, la sucesión trienal de cultivos no sólo ha
penetrado en las tierras de buena calidad y bien explotadas (principalmente por
los señores eclesiásticos) sino que además no ha rozado prácticamente las regiones
meridionales, donde las condiciones del suelo y las climáticas favorecieron o
impusieron del mantenimiento del sistema de rotación bienal. En la Europa
septentrional y central, que era el ámbito preferido del cultivo en campos
quemados por rozas y del cultivo mixto «campos-bosques», la amenaza del
retroceso natural, mediante la reconquista realizada por el bosque de las
tierras baldías y en barbecho, redujo considerablemente durante la Edad Media
los progresos del sistema de rotación, tanto bienal como trienal. En estas
regiones, y principalmente en Escandinavia, se dio un sistema de «cultivo
permanente» que ha continuado predominando. En Europa central y oriental, donde
la oleada demográfica parece haber llegado con una cierta ruptura, no se
difundió el sistema trienal hasta et siglo XII y se empleó sobre todo en el
siglo XIII, especialmente en Polonia, Bohemia y Hungría. Cuando se ha creído
que tal sistema podría remontar a la alta Edad Media, e incluso a la época
romana o protoeslava, parece indudable que ha habido
una mala interpretación de los documentos, escritos o arqueológicos, o que se
ha confundido un caso aislado con la difusión de la técnica, que es lo único
que interesa al historiador. Además en Hungría, donde la cría de ganado
adquirió en seguida una gran importancia, parece que el sistema de rotación
trienal, que era más favorable para la alimentación del ganado, reemplazó en
general directamente al sistema de cultivo permanente, y que el sistema de
rotación bienal fue siempre de extensión limitada. De modo inverso, en Bohemia,
donde el cultivo de cereales parece haber predominado siempre durante la Edad
Media sobre la cría de ganado, el sistema de rotación trienal (que aparece por
primera vez con certeza en un documento que data del período 1125-1140) ha
ocupado un lugar restringido al lado del sistema de rotación bienal e incluso
junto a sistemas de cuatro o cinco suelos.
También ha
sido muy grande la diversidad de uso dado a los cereales. En las regiones
marítimas de Alemania septentrional, en Escandinavia y en Inglaterra, la cebada
siguió siendo durante toda la Edad Media el principal cereal empleado para
hacer pan. La cebada ocupaba el principal lugar en el infield,
que se enriquecía con los excrementos de los ganados, mientras que el centeno y
la avena se cultivaban en el outfield, sin
estercolar. En Polonia puede observarse, entre el siglo X y XIII, que, al mismo
tiempo que se sustituye el cultivo mediante el sistema de roza, por el cultivo
con arado y tracción animal, se pasa del cultivo del mijo al de los cereales
panificables, entre los cuales el centeno, que en un primer momento apareció
como mala hierba mezclada con el trigo, ocupó inmediatamente el lugar
principal, a la vez que la avena se imponía sobre la cebada como forraje para los
caballos.
Queda por
decir que el enriquecimiento de la población, como resultado de estos progresos
agrícolas, generalizó el uso del pan, que disputó a las gachas el primer puesto
en la alimentación campesina y aumentó la energía de las poblaciones europeas,
principalmente la de los campesinos y trabajadores. Se ha podido sostener cum
grano salis que la difusión del cultivo por rotación
trienal y el progreso de tas legumbres, ricas en proteínas, permitieron el
desarrollo ascendente de !a cristiandad, las roturaciones, la construcción de
ciudades y catedrales y las cruzadas. No se puede negar que se mantiene la
impresión de que a partir del siglo XI existe una población más vigorosa.
Por último
hay que añadir que en esta «revolución agrícola» hay un elemento que ha
desempeñado un gran papel: la difusión del molino de agua y, más tarde, la del
molino de viento. Pero como el empleo de la fuerza hidráulica no transformó
solamente las explotaciones rurales, sino también al artesanado urbano
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